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El Analfabetismo Analfabeto


El señor Hernández Fajarnés, nuevo académico de la Lengua, ha definido el otro día con dos palabras, que, aunque unidas detonan un poco, son bastante expresivas, al peor enemigo del idioma y forma peor de la ignorancia, según él: a lo que llama el «Alfabetismo Analfabeto».

«Sin duda -dice el señor Hernández Fajarnés- el analfabetismo es de varias especies y entre todas completan la ignorancia teórica y práctica de nuestro rico idioma. Pero entre estas formas de ignorancia, a mi ver, ni es la más grave ni es la más perniciosa la que señala el cero de la escala intelectual de los analfabetos, porque aun entre los que estudian y acaban «académicamente» carreras, los hay quienes ignoran el significado, régimen y construcción de las oraciones, el valor y propiedad de las palabras, el de las ideas que éstas enuncian, el régimen interno de las mismas ideas, su relación con la realidad, la prueba y fundamento de tal relación, rompiéndose así la cadena de comunicaciones de nuestra inteligencia con los medios naturales, con los verdaderos principios del conocimiento humano y de «nuestros» conocimientos con las causas reales, fenómenos y leyes del universo.

»De donde resulta un analfabetismo por ignorancia de la Gramática y un analfabetismo por ignorancia del «uso» y «valor» de nuestro pensamiento, de las relaciones de la palabra con la idea, del fundamento crítico de la idea y de la palabra; muerte del valor positivo de nuestra razón para el descubrimiento y posesión de la Verdad, fin de toda ciencia; muerte de los dones literarios mejor dispuestos para expresar la belleza y comunicar a los demás el sentimiento ennoblecedor de la misma».

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Resulta, pues, según el criterio del señor Hernández Fajarnés, que son más atentatorios o nocivos para el idioma los que lo hablan de cierta manera que los que no saben ni cómo lo hablan, los hombres de carrera que los patanes.

Y ello se explica porque el patán acaso altera un poco lo que oye, pero con alteraciones insignificantes; siendo, en cambio, por su falta de imaginación y de iniciativa, el guardián más fiel del acervo del lenguaje que ha recibido en herencia. Por eso vemos que en las provincias apartadas de España y de nuestra América, mantiénense inmutables ciertos arcaísmos, que son como sedimentos de pasados tiempos, ciertos viejos y gallardos giros ya en desuso, ciertas formas elocutivas del siglo XVII.

En cambio, los semi-eruditos, los semi-instruídos, los analfabetos... alfabéticos, que diría el señor Hernández Fajarnés, alteran más o menos conscientemente la sintaxis e introducen en la circulación barbarismos deplorables...

Hay, como habrán visto ustedes, cuatro analfabetismos, por lo menos, según el distinguido académico de la Española.

1.º Analfabetismo por ignorancia de la Gramática.

2.º Analfabetismo por ignorancia de la Lógica.

3.º Analfabetismo por ignorancia del uso; y

4.º Analfabetismo por ignorancia del valor de nuestro pensamiento.

Pero yo me permito preguntar al señor Hernández: ¿qué gramática, qué lógica, qué uso y qué valor de nuestro pensamiento?

Porque de esta clasificación y de las razones del citado académico, parece desprenderse que existe una especie de arquetipo inmutable de la Gramática, de la Lógica, del uso y del valor del pensamiento, al cual debemos ajustarnos en todos los tiempos; que el idioma es un organismo ya perfecto, incapaz de reforma y de variación, geométricamente delineado y del que no podemos salirnos, so pena de analfabetismo...

Y esto no es exacto.

La Gramática de ayer no es la Gramática de hoy. Las definiciones de Nebrija, su método y su criterio, han sido cien veces modificados desde él hasta Benot, hasta Bello y Cuervo, hasta Navarro Ledesma.

La Lógica de un idioma, por su parte, es lo más deleznable que conozco. La lógica de ayer es el absurdo de hoy; y en cuanto al uso, su mismo nombre lo indica, es algo pasajero de suyo, momentáneo, subordinado a circunstancias de actualidad. De otra suerte no sería uso.

Pretender, por tanto, que nos ajustemos a un modelo de idioma prefijado por algunos doctos y cristalizado definitivamente en un punto cualquiera de su evolución, es imposible.

El mismo señor Hernández Fajarnés se vería apuradillo si le pidiésemos que nos dijese cuál debe ser ese modelo.

Habría que fijarlo, en primer lugar, de un modo que no diese lugar a dudas, sin ambigüedad posible, y ¿quién se encargaría de hacer esto?

¿La Academia Española?

¿Pero cómo, si no hay dos académicos que estén absolutamente de acuerdo acerca del régimen y construcción de las oraciones, el valor y propiedad de las palabras, el de las ideas que éstas enuncian, el régimen interno de las mismas ideas, su relación con la realidad?, etc., etc.

¿El uso de los buenos autores?

Pero habría, en primer lugar, que entendernos acerca de quiénes son los buenos autores, y en seguida sería preciso definir cuándo han sido correctos y cuándo no, porque si estudiamos, por ejemplo, cuáles son las proposiciones de dativo y ablativo correctas, veremos que lo son todas, y si pasamos revista a la manera de construir de los grandes hablistas del siglo XVI y del siglo XVII, notaremos una deliciosa anarquía y hallaremos en ellos ejemplos de cuantas maneras de construir hay, aun de las más absurdas.

Querer fijar una forma definitiva al idioma es querer fijar una forma definitiva a la onda que revienta en la playa, a la nube que pasa.

El idioma es organismo de plasticidad suma. En esta plasticidad está la condición misma, de su vida. Inmovilizarlo conforme al ideal de hoy es volverlo piedra, que se convertirá en losa, sobre la cual, sea cual fuere su belleza, ya no puede escribirse más que una palabra: «Aquí yace...».

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Otra debe ser la labor de las Academias y de los académicos, tal como yo la entiendo, y es: depurar perennemente el idioma que se habla; purificarlo de los barbarismos que lo enturbien, a tiempo y sazón que vayan apareciendo; sustituir prontamente palabras gallardas, elegantes, castizas, a los extranjerismos que la gente se ve forzada a usar porque carece de la equivalencia inmediata que no le proporciona la lentitud de los doctos. Popularizar las obras de los buenos escritores; abrir concursos en que se honre y se premie el buen hablar; españolizar todos los extranjerismos técnicos que son indispensables, porque designan nuevas máquinas, nuevos usos, nuevos productos; poner en activa circulación muchos arcaísmos expresivos que nos hacen suma falta y que duermen el sueño del justo en los casilleros del idioma; simplificar la ortografía, hacer amenos los estudios filológicos, etc., etc.

Pero pretender convertir el castellano, tal cual se hablaba en esta o aquella época, en una especie de Venus de Milo, de perfección absoluta, a la cual deben ajustarse todos los ritmos y gracias y elegancias y perfecciones mismas del porvenir, es matar la lengua, embalsamarla y clasificarla ya para siempre entre los idiomas históricos... mientras siga viviendo y hablándose esto en que escribimos y pensamos ahora, esto que ya no se llamará Castellano, porque le faltará la identidad con que lo hablaba Cervantes... ¡pero que felizmente, y a pesar de todo, continuará siendo la expresión del pensamiento de setenta millones de hombres!

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Estoy, en cambio, de acuerdo, casi del todo, con los siguientes bellos períodos del discurso del señor Hernández Fajarnés, dirigidos a sus colegas:

«Custodios oficiales de nuestro rico idioma, es, no de perfecciones literarias, sino del alma misma de la raza, de lo que sois custodios. Es la palabra la gran característica de la patria, y velando celosamente por que se mantenga y difunda nuestra lengua con todas las perfecciones posibles, conserváis y extendéis los horizontes de la patria. Porque la lengua se constituye en testimonio inhabitable de las grandezas del espíritu nacional, en el curso de los siglos, sea, cual sea la varia suerte de sus empresas.

»Cuidar de, que se conserve y extienda más cada día la lengua española, mantenerla en todo el esplendor posible, con el uso e inteligencia más cabales, es obra de trascendental patriotismo; y los setenta millones que la hablan serán testigos fehacientes de nuestra nación, a través de la historia y en los confines del universo.

»Renazca el espíritu latino que difundió por el mundo los elementos de la civilización inspirada por el cristianismo; ese espíritu latino que pide la suya, magnificada en el orden de lo material por todo progreso, profesores de un pueblo «de cuyo nombre no quiero acordarme», por patriotismo, imitando a Cervantes en su caso respecto del pueblo en que vivía el hidalgo manchego que su genio creara».

Sí, de acuerdo estoy, pero recordando que la mejor manera de que se conserve y extienda más cada día la lengua española es quitarle toda solemnidad indigesta, evitar toda sinonimia inútil, toda verbosidad vana, toda tendencia a la logomaquia y volverla cada día más ágil, más fluida, más elegante y más concisa, a lo cual se presta porque es uno de los mejores instrumentos de expresión que existen en el mundo.