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ArribaAbajo- XXIX -

Hipertrofia del idioma


Entre las notas editoriales de El Imparcial, siempre discretas y oportunas, encontró en días pasados una que, por su exactitud, debe alarmar a todos aquellos que nos preocupamos de que no sufran menoscabo la elegancia, la pureza y la propiedad de nuestra lengua. Dice así esta nota editorial:

«PERDEMOS EL IDIOMA

»Es penoso advertir la hipertrofia del idioma español como instrumento de expresión de las ideas científicas. Después de que se hubo constituido tan brillantemente en el siglo de oro, que adquirió la flexibilidad y hermosura en las pulidas obras de Fray Luis de León, en la magna producción de Cervantes Saavedra, en el Teatro conceptuoso de Calderón y en el donairoso y cortesano de Tirso de Molina; cuando acaparó una riqueza infinita en sus vocablos después del contacto con las civilizaciones árabes y al cabo de la conquista de los pueblos americanos, revistiéndose de mil matices y maneras de decir que se sobrepusieron al caudal de voces griegas y latinas, de cuyas lenguas conserva su filosófica estructura, es penoso al cabo de esto, que los hombres de hoy no sepamos ni desenterrar los tesoros de los siglos clásicos, ni curarnos de la barbarie de voces ríspidas e insulsas que nos invade, ni atinar con la palabra que en la lengua vernácula pinta con primor el menor detalle de los secretos de los fenómenos que a diario contemplamos en la Naturaleza.

»Por tan pecaminosa negligencia, por descuido tan fatal, hoy hablamos una jerga inarmoniosa que, sin embargo, vamos ostentando por casinos y avenidas.

»Ya en las aulas se habla siempre de compundaje, voltaje, amperaje, mereciendo la diatriba de algunos que otros que añaden examinaje y reprobaje. Esto en punto a nociones nuevas, puesto que otros, por hacer gala de políglotas, no encuentran equivalente a «hangar» cuando nos hablan de aviación. Y en modas, ¿qué decís? Hemos perdido ya los colores del espectro, los nombres de los tejidos, y seguramente que una dama no da tres puntadas ni se calza el dedal sin hacerlo en parisién como una «grisetilla».

»Por otro lado, el sajón penetra en el comercio, en la técnica ferrocarrilera, en los deportes.

»Hay mil neologismos; el castellano se atrofia; perdemos insensiblemente el idioma.

*  *  *

»Hay -me decía en días pasados Antonio de Zayas, coincidiendo con esta queja de El Imparcial- una resuelta mala voluntad para encontrar el equivalente castizo de las palabras extranjeras más en uso».

Y esta observación del joven poeta es de una angustiosa verdad.

¿A quién se le oculta que la palabra hangar que cita, por ejemplo, el editorialista de El Imparcial, tiene los equivalentes cobertizo y tinglado? ¿Por qué no usar estos equivalentes? ¿Por qué no decir asimismo deportista en vez de sportsman? ¿Por ignorancia capital? Pues cuando se ignoran cosas tan elementales, no debiera escribirse para el público. Yo, de gobernante, propondría una ley que exigiese a cuantos se dedican a escribir en los diarios un certificado de idioma. Debieran sustentar un examen, en el que probasen que saben siquiera el vocabulario más común, las quinientas o seiscientas palabras que bastar para escribir gacetillas...

En esto de los términos técnicos viene notándose un desconcierto enorme desde hace unos diez años, y le sobra razón al editorialista de El Imparcial, quien pone a tal respecto el dedo en la llaga.

Ya en 1903, mi ilustre amigo el doctor Tolosa Latour desarrolló un tema intitulado «El Diccionario Tecnológico Médico Hispanoamericano».

Entre otras cosas muy interesantes y sugestivas, dice el doctor Tolosa: «Fue en un tiempo el idioma latino el preferido por los sabios de todos los países, y con profundo respeto hojeamos las obras clásicas, deletreando por culpa de la escasa o nula enseñanza de las viejas humanidades, aquellos libros donde la Medicina dice tanto con tanta brevedad como corrección. En los idiomas corrientes escriben ya los autores contemporáneos, y al leer las obras francesas, inglesas o alemanas, la nerviosa rapidez con que pretendemos asimilárnoslas no nos da tiempo de verterlas en los castizos moldes de nuestro vulgar romance. Y así como hay en todo el haz de la tierra plantas medicinales que hollamos con nuestros pies y ni las recogemos ni las aprovechamos por ignorancia, prefiriendo acudir a los preparados químicos que nos vienen de las grandes fábricas con preciosas envolturas, así también adoptamos perezosamente vocablos extraños, ignorando que tienen su correspondencia en el idioma».

De esto, además de los periódicos, tienen la culpa los editores de obras de vulgarización científica a bajo precio.

En España hay varios editores de cuyos nombres no quiero acordarme, quienes, no contentos con acrecentar a diario el galimatías de que adolece el castellano, contribuyen con carretadas de términos técnicos, pésimamente traducidos, a que nadie se entienda.

Ellos son los que lanzan esos hangares, y esos compundajes, voltajes y amperajes de qué habla El Imparcial. Ellos y los reporters de los grandes diarios.

Pero ¿cómo exigir instrucción ni siquiera sentido común a un pobre hombre que traduce tal o cual obra de vulgarización científica por veinte duros... cuando no por diez?

Los reporters de los grandes diarios sí son menos disculpables. Algunos ganan bastante dinero para comprarse un buen Diccionario Inglés Español o Francés Español y viceversa. Podrían además cultivar un poquito su espíritu con buenas lecturas. Si leyesen a nuestros mejores hablistas de España y América, ejercitarían fácilmente el buen léxico de que han menester.

Y conste que no me refiero a la lectura de autores áridos e indigestos. Bastaría con conocer a cualesquiera de los autores modernos de España; bastaría hasta con leer a los cronistas más en circulación, a un Gómez Carrillo, a un Zozaya, a un Répide, a un Luis Bello, a un Mariano de Cávia... Ninguno de ellos dirá hangar por tinglado, ni amperes por amporios... como no dirá tampoco presupuestar por presuponer, afecto por aficionado, intrigado por preocupado, preciosura por preciosidad, revancha por desquite, constar o constatar por comprobar, etc., etc.

Con un poquillo de docilidad ya tendríamos un nombre menos difícil de pronunciar y más castizo para el novísimo aeroplano. Lo habríamos llamado simple y sencillamente volador, como quiere Cávia... y diríamos cernerse por planear, y quizá atracar, a pesar de su filiación marítima, en vez de aterrar, que tiene un significado completamente distinto del que quiere dársele... Pero ¿quién se ocupa de substituciones tan sencillas?... ¡Vengan galicismos, y ruede la bola!

*  *  *

Un joven cultísimo, laborioso y sereno, M. de Toro y Gisbert, hijo de don Miguel de Toro y Gómez, excelente amigo a quien conocí y traté en otro tiempo en París, se pregunta en reciente estudio sobre extranjerismos y neologismos: «¿Qué debemos hacer cuando nos encontramos en presencia de una palabra extranjera que queremos introducir en un discurso o escrito? Claro está que sólo debe recurrirse a este género de voces cuando materialmente no existe el equivalente exacto de la cosa en castellano. Así, por ejemplo, rechazar lunch queriéndolo reemplazar por merienda, es una majadería tan censurable como la de empeñarse en ofrecer bouquets en lugar de ramos a las señoras.

Hay cosas que no existen en castellano y, por consiguiente, cuando las tengamos que designar, deben conservar su nombre exótico. A este género pertenecen chalet, bar, bersagliere, bookmaker, cocktail, demimonde, grog, groom, poney, sleeping-car y otros varios.

Cuando se trata de palabras poco corrientes, y sobre todo, si no se siente uno con suficiente ánimo para ponerle las banderillas al toro, vale más dejar dichas palabras al natural, tal como las escriben en su tierra, sin meterse en camisa de once varas. En una conversación se procura pronunciarlas lo mejor que Dios le dé a entender a uno, procurando ajustarse a la pronunciación natural de la palabra. Si la engasta uno en un escrito debe subrayarla.

Ahora bien: si se siente uno más animoso o si la palabra es ya bastante corriente, no es atrevimiento exagerado procurar aderezar el vocablo a la española, siguiendo los ejemplos que nos suministran la Academia y los buenos autores».

Y a renglón seguido nos da una pequeña y útil lista de extranjerismos que ha tiempo adquirieron carta de naturalización.

Hela aquí:

Arrurruz, viene del inglés, arrow-root, raíz, flecha.

Buró, viene del francés, bureau. Clisé, viene del francés, cliché. Contralor, viene del francés, controleur. Corsé, viene del francés, corset. Epilocho, viene del italiano, spilorcio. Esplín, viene del inglés, spleen. Margrave, viene del alemán, markgraf. Sumiller, viene del francés, sommelier.

Ahora bien: al lado de estos extranjerismos naturalizados desde hace ya tiempo, encontramos a cada paso en los escritores modernos otras palabras españolizadas según el mismo proceder. No negaré que encuentro muy aceptables las formas bandós, coctel, dubuar, fular, mitin, borders, rosbif, biftec, que, después de todo, difícilmente se substituirían con otras españolas que, además, están ya admitidas por casi todo el mundo, y que tarde o temprano han de entrar en la lengua, como ya lo hicieron años ha croqueta, piqué, neceser, paletó, financiero, cutí, matiné y otros centenares que no lo merecían más que ellas.

Repito que la única regla que en este caso debe seguirse es la de no emplear una palabra extranjera al natural, ni españolizada, mientras haya otra castellana que signifique lo mismo (no algo análogo, sino exactamente lo mismo); ¡qué demonios!, de alguna manera habrá que expresarse cuando quiera uno escribir lo que los ingleses llaman beefsteack. No creo que sea ya posible transcribir esta palabra con la forma bifstec, que corresponde exactamente a su pronunciación figurada. Hoy todo el mundo dice biftec y hasta algunos bisté y así lo he visto ya escrito. Y hasta más de una vez he oído diminutivos como bistelico y bistelizo, que me han dejado soñando.

Así, pues, pongamos a mal viento buena cara y procuremos aderezar lo mejor que podamos a la española los vocablos que, acompañando cosas nuevas, se nos entren de fuera».

*  *  *

El consejo es excelente. No hacen otra cosa los franceses desde años ha, y les va muy bien. Su idioma es cada día más rico, más expresivo, más elástico.

He dicho al principio que los reos capitales del actual desbarajuste del idioma son: los editores de libros y los editores de periódicos. Si ambos quisieran enmendarse, les bastaría un arbitrio harto sencillo: tener un buen corrector de pruebas, que estuviese asesorado por tres diccionarios de los mejores en su género: uno español-francés y viceversa, otro español-inglés y viceversa y el último de la Academia.

Antes de permitir el uso de un extranjerismo, el corrector lo buscaría en el diccionario respectivo a fin de ver si tenía traducción exacta en castellano. Si no la tenía, el corrector, apelando a su buena memoria, procuraría recordar la castellanización de este extranjerismo hecha por buenos escritores.

En el supuesto de que su memoria no le ayudase en tal sentido, se limitaría a castellanizar la palabrita según su leal saber y entender. Expurgaría, además, las pruebas todas, escrupulosamente, de todas esas bárbaras y absurdas construcciones que hallamos a cada paso en muchos escritores muy leídos en América sobre todo, como me dijo de no faltar, venía en harapos, bajo el punto de vista, bajo la base de esto o de aquello; mi mujer se hizo embarazada.

Es así que se puede afirmar por los resultados conseguidos que los cálculos eran justos; mi madre estando enferma, no he podido ir a ver a usted; si jamás voy a París, me guardaré de ir en Febrero; toda mi familia es aprensiva, «mismo» yo... Llena los frascos para tener bien de vino; etc., etc.

Ya que muchos de los que escriben para el público o de los que traducen del francés ignoran en absoluto su lengua, ¿por qué no procurar que los correctores de pruebas lo sepan siquiera medianamente? Así evitaríamos que de uno de los más admirables idiomas del mundo se formen diez o quince dialectos feos y que en breve plazo los hispanoamericanos de diversas nacionalidades tengamos que entendernos en esperanto... o, lo que es peor, en inglés!