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ArribaAbajo- XXXIII -

La enseñanza de la lectura en Francia


Un distinguido pedagogo francés ha descubierto algo verdaderamente desolador. La juventud francesa de las escuelas, de los liceos, de los colegios... ¡no sabe leer! Este pedagogo, que es también un literato, un periodista, Lucien Descaves, afirma que ninguno de los alumnos de dichos establecimientos ha sido iniciado en el mecanismo de la lectura, «la cual es para la enseñanza lo que el tronco del árbol es para las ramas».

«Partiendo de este principio -añade- puede decirse que el número de iletrados es incalculable, y verdaderamente apena que se gaste cada año tanto dinero para coger al toro por la cola en vez de cogerlo por los cuernos...» (expresión verdaderamente pintoresca... hasta para un pedagogo).

Pero no sólo monsieur Lucien Descaves hace tan peregrinas afirmaciones -que por lo que diré después no me sorprenden-; monsieur León Riquier, profesor de la Escuela Normal, busca hace cuarenta y cinco años los mejores procedimientos para enseñar a leer a las gentes que leen mal. Estas gentes, según monsieur Riquier, se llaman legión.

En concepto de monsieur Riquier, la rapidez misma de la lectura es la causa de lo mal que se lee, y para remediar este inconveniente propone un simple signo, una coma invertida -que podría colocarse entre las palabras que no separa la puntuación natural.

Antes de monsieur Riquier, todo el mundo lo recuerda, otro pedagogo, monsieur Alcanter de Brahm, inventó un signo que, según él, era indispensable, para el matiz de la lectura: el punto de ironía.

El punto de ironía estaba designado, como su nombre lo indica, para marcar los períodos o frases zumbones, satíricos, burlones, pince-sans-rire, que dan tal colorido al idioma literario.

Claro que quien sabe leer no necesita que lo indiquen con punto la entonación que debe dar a tales o cuales conceptos; pero monsieur de Brahm estimaba justamente que la inmensa mayoría de alumnos, y aun de adultos relativamente ilustrados, es incapaz de advertir a primera vista esta entonación y más incapaz aún de darla al período que la ha menester.

¡Ay! el punto de ironía de monsieur Alcanter de Brahm no tuvo éxito ninguno. ¿Pasará lo mismo con la coma invertida de monsieur Riquier?

Este último, que es ante todo un profesor de dicción, considera la lectura como debe considerarla todo el mundo, como la considera el viejo Legouvé: como un arte, un arte admirable y difícil.

Monsieur Descaves, por su parte, se contentaría con que los maestros y los alumnos se dignasen considerarla siquiera como una cosa útil, necesaria en innumerables casos, y enseñarla aquéllos y aprenderla éstos con el mismo cuidado que ponen en la gramática, la historia y la geografía.

Ahora bien, ¿consagran los maestros franceses una solicitud tal a la lectura?

«¡Ah! no por cierto -exclama monsieur Descaves...- Y por lo demás, ¿cómo podrán enseñar a los otros lo que ellos mismos suelen ignorar?».

¿Es posible esta ignorancia? Sin duda alguna. Los hechos lo confirman. ¿De dónde dimana? Según cierto viejo profesor de instrucción primaria, que durante treinta y cinco años ha ejercido el magisterio en Francia, una de las razones de tal atraso es lo mucho que se exige del maestro de escuela, cuyas atribuciones son cada día más amplias y más complicadas y cuyas fuerzas tienen límites, aun cuando no los tenga su celo.

Muy frecuentemente el institutor o maestro de provincia es secretario de la Mairie, agente de propaganda al servicio de esta o de aquella obra de beneficencia, conferencista, organizador de fiestas, consejero universal...

Estas faenas debilitan más o menos su energía moral y quitan a la escuela recursos que debían consagrársele por completo.

La preparación de una conferencia, de una reunión amistosa con su respectivo concierto, frecuentemente exigen quince días de trabajo, cuando menos. La papelotería municipal lo reclama; por otra parte, y como si esto no bastara, sus noches están dedicadas a las clases de adultos. Es el único en el pueblo para desempeñar una faena que demandaría el concurso de tres maestros cuando menos.

¿Qué hace el institutor en estas condiciones? Toma y deja. ¿Qué es lo que deja? ¡Ah! en primer lugar, las clases nocturnas, diga lo que quiera el optimismo oficial. ¡Ustedes comprenden que no va a matarse desasnando adultos analfabetos! ¡Se contenta con darles un pasante benévolo que los enseñe a leer! ¡Peor para ellos, si cuando tenían tiempo de aprender, allá en sus mocedades, fueron a la escuela tres o cuatro años en vez de ir siete! ¡Que ahora recuperen como puedan el tiempo perdido!

Por desgracia, la pendiente es resbaladiza..., y al cabo de poco tiempo el maestro descansará también en el pasante por lo que respecta a la tarea de enseñar a leer a sus discípulos diurnos; de tal suerte, que toda una clase viene a ser víctima de la fatiga del maestro, quien sirviendo a tantos amos acaba por quedar mal con todos.

Ahora bien, la tarea de enseñar a leer a los niños es capital. Sobre ella reposa todo el edificio escolar.

«Del maestro que la enseña -dice el tantas veces citado Mr. Descaves- depende que la lectura sea un ejercicio fastidioso, ininteligente, rutinario, en vez de ser una adquisición atractiva y fructuosa, un passepartout que no solamente abre todas las puertas, sino que da gana de abrirlas. ¿Cómo no comprenden los maestros desdeñosos de esta parte elemental de su misión, que estimulando en el alumno el gusto de la lectura lo ponen en aptitud de instruirse por sí mismo, casi sin el concurso de ellos o, cuando menos, ahorrándoles muchísimo trabajo?

»La mala lectura, por el contrario, disgusta al niño y le hace odiar todos los libros».

La proporción de los niños que no saben leer es muy grande, según Mr. Riquier. Refiere éste que en días pasados, como delegado cantonal que es, visitaba un grupo escolar de seis a setecientos alumnos. Entre los niños una tercera parte no sabía leer. La misma proporción se advertía entre las niñas, con la agravante de que se veía desde luego que éstas no aprenderían jamás, por falta de una enseñanza seria y metódica! Había niñas de diez años que en vez de leer, recitaban, mascullaban, con la voz falsa, estridente, insoportable, que todos conocemos tanto, esa voz del niño que dice de memoria un cumplido o una fabulilla. «¿Creen ustedes -pregunta Mr. Riquier- que esas infelices niñas gustarán alguna vez de la lectura y desearán enriquecer su vocabulario, su acervo de ideas? Y si a los veinte años no saben nada, ¿de quién es la culpa? La culpa es de un sistema defectuoso, que ya no permite al maestro ocuparse por sí mismo de sus discípulos más pequeños y llevarlos suavemente del alfabeto a la lectura silábica y de ésta a la lectura corriente. Una vez forjada la llave (y bien forjada), se puede estar tranquilo. El niño no se quedará encerrado en ninguna parte.

»Pero no acaba aquí todo: es necesario que los jóvenes maestros que han obtenido su título de enseñanza superior, no sigan viendo la lectura como un curso elemental indigno de ellos.

»¡Oh viejo maestro, que me habéis enseñado el alfabeto -concluye Mr. Riquier-, yo admiro de sus maestros por la lectura!».

Yo por mi parte creo que la razón principal, de que los niños no aprendan a leer, es el desprecio de sus maestros por la lectura.

Hemos convenido, así a priori, en muchas cosas absurdas, entre otras en que la «lectura no sirve de nada», lo cual es tanto como decir lectura no sirve de nada», lo cual es tanto como decir que el dibujo, para los que se dedican a pintar, no sirve de nada, el conocimiento de las llaves, de las notas, de los tonos. ¿Con qué entusiasmo, con qué estímulo, puede enseñar a leer el maestro que empieza por despreciar esta enseñanza? A él mismo, por otra parte, lo han enseñado harto mal. Seguro estoy de que si con un público muy escogido se invitase a leer en alta voz a veinte maestros, diez por lo menos mostrarían dos defectos capitales: la monotonía de la voz y la articulación defectuosa.

Nada, por otra parte, más fácil de corregir que estos defectos, vencidos los cuales, la lectura es un verdadero deleite para el que la hace y para los que la escuchan, sobre todo para los últimos.

La articulación defectuosa es, de los dos tropiezos, el que se corrige más pronto, a menos de imposibilidad orgánica (aunque aquí cabría citar el clásico y asendereado ejemplo de Demóstenes), y una vez corregida merced a un poco de ejercicio y de paciencia, la lectura comienza a deleitar.

A medida que se purifica la dicción y que la voz adquiero elasticidad para las entonaciones, para esa enorme variedad de entonaciones que permite nuestra admirable lengua, la lectura se va volviendo música, una música que impone su prestigio, su cadencia, su hermosura aun a los alumnos más jóvenes, los cuales se quedarán verdaderamente suspendidos de vuestros labios.

Merced a tan bella adquisición ya no habrá lecturas fastidiosas. Las interesantes serán un encanto, las áridas se volverán soportables.

Cuando el discípulo llegue a leer como vosotros los maestros, lo cual será más fácil si se tiene en cuenta que a él no le toca vencer vicios de articulación, de dicción o de entonación, seguramente que, como dice el pedagogo citado arriba, se volverá vuestro mejor colaborador.

Desaparecida la parte más ingrata de su aprendizaje, el entusiasmo y el estímulo con que su joven espíritu habrá de internarse en todas las materias, os ahorrará la mitad de vuestras fatigas.

Señores maestros, de cualquier nacionalidad que seáis, pero especialmente franceses, italianos e hispanoamericanos: enseñad, ante todo y sobre todo, a leer bien a vuestros discípulos. Poned en sus manos ese admirable instrumento de cultura y utilizadlo vosotros mismos con amor y con entusiasmo. No os arrepentiréis, sobre todo cuando hayáis visto la noble opulencia de los frutos.