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ArribaAbajo- XXXV -

De la utilidad de las Academias


Ahora vienen cayendo en la cuenta en Francia de que las Academias no sirven de nada.

¡Es todo un descubrimiento éste!

De la Academia francesa dicen que es una antigualla. Si no se ha hundido en el descrédito que diz que merece, es... ¿saben ustedes por qué?

Pues porque los escritores más bravos y llenos de acometividad para atacarla cuando son jóvenes, cuando están ya maduros acaban por entrar «bajo la cúpula»... y así se hacen cómplices decididos de la rutina de que antes abominaban.

El hombre es así... dicho sea en mengua de la especie.

Que un rey sonría a un republicano convencido, que le dé una cruz, que le llame amigo... y ya tenemos un realista más.

¿Quién no recuerda el caso de Carducci en Italia?

En España, toute proportion gardèe, tenemos otro caso reciente: el del poeta Marquina.

Las Academias poseen, pues, esa fuerza casi incontrastable. A sus más briosos enemigos los hacen... ¡académicos!

Y no es esto lo peor. Lo peor es que los académicos así fraguados, lejos de llevar un ímpetu viril, nuevo, a la arcaica corporación, vuélvense más papistas que el Papa y son después reaccionarios por excelencia.

Pero, a pesar de estas «adaptaciones», por no llamarles de otro modo; a pesar de esta ductilidad de los academófobos de antes y academófilos de después, la institución, en concepto de sus detractores, resulta absurda e inútil. Dicen ellos: «El estado actual de la instrucción general y las publicaciones enciclopédicas hacen superfluo el famoso Diccionario que la corporación arregla y desarregla para distracción de sus pretendientes. Veinte escuelas literarias fueron sucesivamente sucediéndose, para las cuales las leyes del purismo jamás llegaron a ser un hecho acogible; en materia de lenguaje y de gusto, es nula la influencia académica. Considerada como Jurado literario, la Academia recompensa sólo a las medianías; detesta la originalidad. Como sociedad benéfica, administra sus bienes correctamente, pero sin iniciativas lúcidas ni generosas. Su espíritu de cuerpo es reaccionario, menospreciador y mezquino; sus ceremonias son propias de otras épocas. Pretendiendo gobernar los destinos de las letras, la Academia carece de autoridad. En conclusión, es un círculo que se considera a sí mismo como autoridad nacional, sin tener el menor derecho para ello. Mortifica, en verdad, el que un grupo de gentes privadas se atribuyan ilegítimamente el derecho de representar el talento y la ideología francesa...».

Bueno, todo eso está bien pensado y bien dicho..., pero lo malo es que los que protestan con tanta lógica están generalmente dispuestos a cambiar de ideas si les dan derecho a llevar la fea casaca verde rameada...

Sin embargo, oigámoslos... mientras no se las dan. ¿Cuál es el remedio que proponen?

El capital remedio, según ellos, consiste en que las elecciones se verifiquen por sufragio restringido. Las ambiciones, de este modo, se exasperarían, sin embargo, pues como observa un cronista, aun cuando fueran nombrados hombres de mérito, precisaría crear muchas plazas para satisfacer, no ya a cuarenta, sino a cuatrocientos individuos. «Los influjos políticos y sociales lucharían a porfía para favorecer a la nueva especie de inmortales y las lindas costumbres parlamentarias entrarían a formar parte de las costumbres literarias».

Por otra parte, si la Academia francesa se renovase de esta suerte, ganaría acaso en autoridad y en prestigio; pero... ya no sería la Academia francesa.

Hay instituciones que no pueden progresar. La atmósfera nueva las mataría.

La tradición es lo único que da cierto prestigio platónico a las Academias de la Lengua, y merced a ese prestigio viven aunque inútil y estérilmente.

Decretan con lentitud vocabularios que ya nadie consulta; premian libros que ya nadie lee; dan a la virtud recompensas que ya nadie solicita.

Los diarios, las revistas, las obras teatrales son los verdaderos árbitros del idioma, porque van paralelamente a las exigencias modernas.

Las Academias no se renovarán, pues, ni tendría objeto su renovación.

Quedan allí, enconchadas en un rincón, para halagar la vanidad de los literatos que envejecemos, con la verdura dorada de un uniforme y de un estoque, o el ornato pectoral de una cruz...