Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- XL -

El unanimismo


Entre las cosas nuevas que me he encontrado en París cuéntase una escuela literaria.

Parece mentira que haya todavía quien se ocupe en fundar escuelas literarias; pero el hecho es ese.

El jefe de esta escuela, M. Jules Romains, acaba de hacer representar un drama en el Odeón. Los otros poetas, sus compañeros, son admitidos en las grandes revistas. Trátase, pues, de gentes conocidas, pero que hallan que les falta una cosa muy importante: la notoriedad, y van a buscarla en donde pueden, en un membrete, en un título nuevo, en una palabra:

«EL UNANIMISMO»

¿Qué es el unanimismo?

He aquí algunos conceptos de su programa:

«Ponte al paso de las grandes ondas. Deja que tu corazón se exalte dulcemente y no impidas a tu vida que desborde de sus límites normales».

Es preciso hacer resurgir -según esos poetas- el alma de las colectividades. Van, por tanto, a comenzar cantando la vida unánime de la ciudad, que está hecha de innumerables vidas individuales, trabajo poético que se asemeja al del perfumista, que recoge el perfume único de mil violetas de un jardín.

La idea no os nueva; aun cuando la defiendan «los jóvenes». ¡Ay! ya sabemos que, decididamente, nada es nuevo en este mundo. Paul Adam, allá en sus comienzos, como lo hace notar Maurice Verne, en un libro qua se intitulaba La Ville de Demain, se ocupaba ya del alma de las muchedumbres. Verhaeren ha procurado también internarse en esta alma unánime.

En concepto del citado Verne, las fórmulas del unanimismo harán acaso sonreír a quienes juzguen rápida y superficialmente. Sin embargo, debemos reflexionar y observar con calma antes de condenar semejantes esfuerzos. Hay alrededor de nosotros espectáculos que pueden excusar las exageraciones inevitables de una escuela tan joven. Un teatro puede darnos débil y vaga idea del alma única de una aglomeración. El espectáculo de la calle es igualmente elocuente, sólo que allí los cambios de colores, de ruidos, los cien aspectos diversos, acaban por distraer nuestra atención... Pero si pensamos en todo lo que debía haber de emoción colectiva en el anfiteatro antiguo, mientras se representaba al formidable y obscuro Esquilo, comprenderemos mejor lo que una multitud temblorosa, presa de una misma emoción, puede producir de verdad inconsciente...

En el curso de mis viajes -añade Verne- he presentido con frecuencia la fuerza obscura de los grandes concursos de pueblo. Pero me fue dado asistir al más efectivo fenómeno unanimista en Francfort, cuando la primer llegada del Zeppelin. La ciudad, al aproximarse el aparato del Conde, fue presa de un estremecimiento único. Toda ella era una sola alma entregada al culto del aeronauta. Un gran amor ascendía hacia el cielo, que el dirigible iba a recorrer. El pueblo, inmovilizado durante horas enteras, tendía sus deseos hacia el espacio. Los fluidos que se escapaban de la multitud parecían capaces de soportar la aeronave. Todo el vigor psíquico, la energía mental de la multitud, ser colectivo, iba positivamente a ayudar al vuelo del dirigible. La fe de aquel pueblo igualaba a la fuerza fisiológica de un titán; parecía capaz de determinar un milagro...

«¿Qué hay, pues, en definitiva, de condenable si un grupo de poetas pide a tales espectáculos un retoño de inspiración?».

Seguramente nada, respondo yo; pero ¿no os parece demasiado sutil fundar una escuela sobre modalidad tan vaga?

Por lo demás, ¿qué gran poeta no ha sido unanimista?

¿No lo fue por ventura y en grado eminente Víctor Hugo?

¿Se puede acaso ser poeta y no sentir el influjo admirable que se desprende de una multitud?

¿Por qué singularizarse en una sola cuerda de la lira? Muchas tiene y todas hay que herirlas al unísono o alternativamente. Ningún espectáculo de la naturaleza, de la vida, es desdeñable para el poeta.

Tanto prestigio debe tener para él el perfume misterioso de un alma solitaria como el fluido potente que se desprende de una colectividad febril.

*  *  *

No todos, sin embargo, toman en serio, como Maurice Verne, a los unanimistas.

El pince-sans- rire, el siempre ingenioso Clement Vautel, dice:

«Tenemos una nueva escuela literaria: el Unanimismo». Su principio es muy sencillo: el escritor unanimista no se ocupa más que de las multitudes. Para interesarlo, hay que llamarse legión. Después de la escuela del cabello cortado en cuatro partes, viene la de las multitudes, de las bolas, y el animal único que puede inspirar es el animal de cien mil patas.

Añadamos inmediatamente que el unanimismo no tiene hasta hoy más que un solo adherente: M. Roinains. Es poca gente para una escuela de las multitudes.

Mas hay otras capillitas en las que el sacerdote, el chantre, el bedel y los fieles no son más que una sola persona: por ejemplo, el futurismo, el intenseísmo, el esoterismo, el naturismo, el neo-clasicismo, etc., etc.

Y después de esto, ¿qué? Nada...

El público ignora todo eso. Si por casualidad se le muestra una de las nuevas obras, bosteza o ríe.

De esta suerte, la pintura, la música, todas las artes, o casi todas, se diseminan en grupos y en subgrupos, cuyo esfuerzo fracasa miserablemente. Ningún eco... En vano se buscará entre estos jóvenes (algunos de los cuales tienen cincuenta años) la apariencia de la vida. Sus hijos han nacido muertos y no se conservan ni en espíritu de vino...

«Una formidable mala inteligencia separa al público de las últimas generaciones de escritores y de artistas, y por eso sucede que la multitud, que no comprende el nuevo lenguaje, lee las novelas policiacas, canta Tu ne sauras jamais y se extasía ante las reproducciones del Vértigo.

»-¡Despreciemosla multitud! -dicen esos excéntricos. Extraña época en que a todo se le da un barniz democrático, y sin embargo, no tenemos más que una música, una pintura y una literatura para la élite, o más bien para los snobs».

*  *  *

Estos unanimistas, sin embargo, no incurren en el anatema de Clement Vautel: no desprecian a la multitud, puesto que la base de su escuela es cantarla... pero la cantarán tan sutil y singularmente, que ella no se dará cuenta ninguna de que la cantan. Son quintaesencistas nimios e inútiles.

El alma unánime de las turbas no se percatará de los unanimistas.

¿Qué importa? -diréis-. Tampoco el león se ha dado cuenta de que lo han cantado, pintado, literaturizado a porrillo...

Bueno, ¿pero no os parece absurdo sorprender el alma de las muchedumbres, pesarla, medirla, ponderarla, exaltarla, para que de ello no se den cuenta más que tres o cuatro personas?

Todo esto de las escuelas haría sonreír si no diese lástima. Lástima por tantos jóvenes que se empeñan en vivir al margen de la vida, cuando debieran sumergirse en su caudal cristalino y profundo.

He allí por ejemplo a los pobres marinetistas haciendo todo género de contorsiones literarias para lograr un poquito de singularidad vana. Aquí está ahora el amigo Marinetti con su futurismo pasado por agua, en el que sólo cree Enrique Gómez Carrillo, si es que Enrique Gómez Carrillo cree en alguna cosa.

Los estudiantes invitaron en días pasados a Marinetti a que expusiese el por qué de su odio al pasado, y el autor del Roi Bombance habló dos largas horas en un estilo espumoso y epiléptico.

¿Qué dijo?

Que en Nápoles una multitud furiosa le arrojó coles, manzanas y naranjas podridas.

¡Vaya si hizo bien la multitud napolitana!

¿Qué pregonó?

He aquí sus palabras:

«¿Qué es lo que admiráis en Italia vosotros, pobres franceses? Casi no amáis allí más que nuestras tumbas y nuestros cadáveres. Florencias, Roma, Venecia, esas tres podredumbres de Italia. ¡Ah! ¡cuándo vendrá el santo, el saludable temblor de tierra que derrumbe los monumentos antiguos, vergüenza de Italia!

»¡Cuándo vendrá el bello cataclismo que destruya las bibliotecas y los museos, los inmundos Rafaeles, los inconfesables Miguel Ángeles! ¡Cuándo se cegarán, para la utilidad de los tranvías eléctricos y de los autobús, tus ignominiosas lagunas, oh Venecia, amante neurótica de los románticos, y tus canales que acarrean ollas rotas y excrementos líquidos en una atmósfera de letrinas!

»La verdadera belleza, sabedlo, es la de las ciudades industriales (¡oh ideal Chicago!), la de las bellas fábricas de Milán, de Génova, de Turín, cuyas chimeneas ensucian el deplorable azul del cielo italiano, poniendo ante él un velo de hollín!

»Jóvenes apasionados -siguió aullando Marinetti-: Despreciad el sexo; amad a los gatos, a los perros y a los caballos...».

Los jóvenes en cuestión habían escuchado en una semisomnolencia irónica, salpicada de epigramas, pero al fin los silbidos vinieron... Era natural.

«¿Qué hay en el mundo más bello que un andamio, sobre todo cuando el albañil se cae de él y se estrella en el suelo?» -gritaba, gesticulando, Marinetti.

«¿Qué cosa más sublime que esa fábrica de explosivos del Japón, que utiliza osamentas de los campos de batalla de Mandchuria para fabricar la pólvora y matar a los vivos? ¿Qué cosa más bella que lo rojo?».

Al llegar Marinetti a este punto, hasta los silbidos se apaciguaron. Silbar... era demasiado. Los estudiantes de París se contentaron con reír...

Lo dicho: ¡qué lástima de juventud que no se sumerge en el límpido y hondo caudal de la vida! ¡Qué lastimosa agonía de la sinceridad, justamente cuando el vigor de los años mozos debiera tender a ella con más fuerza!

¿Hasta cuándo será preciso detestar un aspecto de la actitud humana para amar otro aspecto diferente?

¿Por qué han de excluirse los canales de Venecia y las fábricas de Milán?

¿Por qué odiar a Miguel Ángel en nombre de las fábricas de pólvora?

Pobre Marinetti: ¿por qué en vez de tu pobre snobismo no tienes talento?

¡Pero son éstos demasiados porqués para un informe!

La juventud parisiense, más cuerda que yo, no ha formulado ninguno, no ha preguntado nada a Marinetti. ¡Se ha contentado con reír!