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ArribaAbajo- XLIII -

Las cooperativas literarias


Sacudirse la tiranía del editor. No vender por unos cuantos francos el jugo mismo del cerebro. No pasar por esas humillaciones que impone el librero rapaz al sabio, al literato, al poeta.

¡He aquí un viejo sueño que hasta hace muy poco parecía irrealizable!

Yo recuerdo que varios amigos en México, hará unos diez años, pensábamos lo más seriamente del mundo en una cooperativa literaria sui generis.

Tratábase de reunir trescientos intelectuales, buscándolos en todo el haz de la República, los cuales se comprometiesen a dar para la cooperativa dos pesos mensuales.

Con los seiscientos pesos se reuniesen era nuestro propósito editar dos obras cada mes, elegidas por suerte entre todas las que los asociados tuviesen dispuestas.

El producto de esas obras se iría distribuyendo, parte en ediciones, parte para un fondo de reserva que diese desde luego mayor solidez a la empresa y permitiese en breve tiempo ofrecer a los autores las utilidades a que tendrían derecho.

Calculábamos que al cabo de dos años nuestra cooperativa tendría un local en Plateros, destinado a vender los libros todos de los asociados, y que cada una de éstos podría obtener las ganancias totales de sus libros, menos, naturalmente, un tanto por ciento destinado a sostener el funcionamiento de la cooperativa.

Todo se quedó en buena intención y los libreros debieron sonreír un poco de nuestra juvenil ingenuidad.

En España, el año pasado quedó (con mejor suerte que la nuestra) constituida una empresa editora, en la cual figura, conspicuamente por cierto, nuestro buen amigo Gregorio Martínez Sierra.

Llámase esta empresa «Biblioteca Renacimiento»; se encarga de administrar los libros que edita y puede gloriarse de haber obtenido ya halagadores resultados. En efecto, de febrero de 1910 a febrero de 1911, ha vendido, según datos especiales que recojo, más de 93.400 volúmenes, de novelas y poesías. Da a los autores, según su importancia y popularidad, de setenta y cinco céntimos a una peseta por cada ejemplar realizado. Felipe Trigo, novelista bastante leído en España, cuyo estilo voluptuoso place en extremo a las estudiantiles turbas, ha podido en un solo año, según me aseguran, ganarse treinta y cinco mil pesetas con sus obras, mediante este decoroso «porcentaje».

En cuanto a la empresa, ya anda muy cerca de las cien mil pesetas de ganancia líquida. Ya se ve, pues, que, sin tratarse de cooperativas, sino de una simple compañía más liberal que las otras casas editoras, las ganancias son pingües.

Fuera de esta empresa, hay sin embargo en España muchos autores que editan y explotan resueltamente ellos mismos sus libros. Ejemplos: Pérez Galdós, Blasco Ibáñez, Valle Inclán. Y no les va mal... ni mucho menos.

En París este sistema no es usual, y según nos refiere Gómez Carrillo, por primera vez desde hace más de un siglo, una gran novelista francesa, Gabriela Reval, se decide, en vez de dar sus obras a un editor, a publicarlas ella misma y a administrarlas personalmente.

«La diferencia -dice la Reval- es tan extraordinaria, que no comprendo cómo mis compañeros todos no hacen lo mismo».

En París, en efecto -nos cuenta Gómez Carrillo-, el editor es un tirano que impone a sus víctimas condiciones extraordinarias. A Anatole France, lo mismo que a Perico de los Palotes, le da cincuenta céntimos por ejemplar que vende de sus obras.

Y como las novelas se venden uniformemente a tres francos, esta proporción, cuando se trata de autores populares, resulta muy productiva para el negociante, muy mezquina para el escritor, muy absurda para ambos. Porque si lo que cuesta más es el primer millar, lo natural sería que los autores comenzaran a cobrar un «porcentaje» mayor después de un número determinado de ediciones vendidas.

«Esta situación -dice a su vez Gabrielle Reval hablando con un repórter- ha indignado siempre a los literatos. Maupassant tuvo, hace veinte años, la intención de romper con la rutina y convertirse en su propio editor».

No sólo Maupassant. Otros muchos novelistas de los que venden veinte, treinta o cuarenta mil ejemplares de cada una de sus obras, han comprendido la gran ventaja que le sacarían a su labor si, en vez de emplear un intermediario para darla al público, la imprimieran y la vendieran ellos mismos. El gran Zola, en más de una ocasión, habló del asunto con los Goncourt. Pero ni Zola ni nadie quiso exponerse a los riesgos de una organización comercial complicada. Imprimir no es todo, hace notar Gómez Carrillo.

Y en efecto, no es todo. ¿Pues y el envío de paquetes a los corresponsales del mundo entero, corresponsales que precisa ir formando en todas partes si se pretende vender un libro?... ¿Y la correspondencia copiosa e incesante? ¿Y la contabilidad?... ¿Y, añadiré, la falta de delicadeza de algunos señores corresponsales que se quedan con los libros y no envían jamás un céntimo al pobre autor?

Porque con los libreros las cosas andan muy derechas. Un corresponsal tiene siempre necesidad del librero que le manda constantemente determinado número de ejemplares de obras diversas. Si no paga con puntualidad, si falta del todo a sus compromisos, el librero lo rinde por hambre, no enviándole ya un solo libro nuevo, y además lo desacredita en el comercio. Pero un pobre autor ¿qué puede hacer? Necesita asociarse con varios colegas, tener un administrador activo e inteligente, constituir, en fin, la cooperativa literaria en toda forma.

De otra suerte se agotaría en nimios esfuerzos y en labores administrativas... ¿y qué cerebro iba a quedarle para escribir bellos libros?

La propia Gabrielle Reval -según Gómez Carrillo- confiesa que la tentativa revolucionaria le da resultados pingües..., pero le cuesta enormes molestias.

«Para que mi sistema, diera de sí todo lo que debe dar -dice ella- sería necesario que nos uniéramos en grupos numerosos los literatos y nos editáramos. Eso, si no me equivoco, se llama en lenguaje comercial el sistema de las cooperativas. Tratándose de escritores, la palabra puede hacer sonreír. Sin embargo, nada tiene de cómico que los trabajadores de la idea, como los trabajadores de las, fábricas, quieran agruparse para sacudir el yugo del capitalismo opresor. Los Lemerre, los Garnier, los Hachette, los Collin, no imponen sus condiciones sino porque saben que el escritor está obligado a aceptarlas. Pero que se funde una cooperativa de novelistas con una organización editorial basada en la repartición de los productos, y los editores, en general, tendrán que cambiar de sistema o que desaparecer».

Antes creo yo que se defenderán y han de defenderse encarnizadamente. Su primer movimiento será no vender en sus librerías a los autores de la cooperativa. Pero si éstos son numerosos y populares, no habrá al cabo más remedio que ceder y abrirles camino. Cuando ello suceda -y sucederá si los escritores se unen- se habrá dado un gran paso para la emancipación de los trabajadores más nobles y quizá más tiranizados que hay en el mundo!