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El casticismo melindroso


El ilustre Padre Cejador, con ese «amor» por todo lo hispanoamericano que le caracteriza, la emprende contra don Manuel Antonio Román, por lo que verán ustedes en los siguientes párrafos que transcribo:

«En el tomo II de su Diccionario de helenismos, que me ha regalado su erudito autor don Manuel Antonio Román, leo, a la página 46, a propósito del verbo «chocar»: «Darle la acep. de «agradar», «complacer»; tamaña barbaridad9 no la hemos oído ni leído en Chile, sino en Hartzenbusch y en Cejador, que en el Diccionario del Quijote, artículo «chocarrero», escribió: «Entre los clásicos, «chocar» significó repugnar, impresionar desagradablemente; pero ya iba tomando el valor de extrañeza, de impresionar como algo extraño, como se ve en «chocarrero», y como ya éste significa gracioso, «chocar» hoy también se toma por caer en gracia». Y añade de su cosecha, como si fuera «chocante», el erudito autor y buen amigo mío: «Pues no, señor; mal hacen, pésimamente hacen, los que acepten tan descabellada acep., y peor y repeor los que la disculpan».

»Ni acepté ni disculpé yo nada en aquel párrafo; sólo pretendí exponer hechos y darles su porqué, oficio del lexicógrafo. Que «chocar» por caer en gracia se use en toda España, sobre todo en Castilla, así como por extrañar en Aragón y por disgustar en Andalucía, es cosa averiguada. Que estos valores de caer en gracia y de extrañar apuntasen ya en chocarro, chocarrero, chocarrear y en el chucanada de Honduras y otras partes, no lo es menos. Que no sea una barbaridad de Cejador, sino de todos los españoles, puesto que todos lo usan, y ni en el párrafo aludido lo uso ni autorizo yo, ni sé lo haya leído en ningún otro de mis escritos, cosas son que pueden probarse. Pero ya que allí ni lo aceptó ni lo disculpé, voy a aceptarlo y a disculparlo ahora, porque si los demás españoles por usarlo son bárbaros, bárbaro quiero ser yo también. Y sirva esta cita de mi buen amigo el señor Román para dar a conocer aquí su Diccionario, que bien merece ser conocido por la mucha erudición que encierra y los afanes que ha debido costar a su autor.

»El cual ha debido cuanto trae sobre «chocar» en el P. Juan Mir, otro trabajador incansable y benemérito de la lexicografía castellana, que merece ser más conocido y leído de lo que lo es, sobre todo por los galicistas y por los que no suelen conocer ni leer autores católicos. Que esa es la madre del cordero, por cierto harto tiñosa; los no católicos no leen a los católicos, y los católicos no leen a los que no lo son. El P. Juan Mir es jesuita, y su Prontuario de hispanismo y barbarismo merece leerse. Verdad que el bueno del Padre no me cita a mí donde, como en la Introducción, debiera, difiriendo tanto en principios lingüísticos, y citando a otros autores que han escrito menos; pero yo, con no ser muy aficionado a los Padres, le cito siempre que puedo y con loa. Ahora lo hago, además, para tacharle de purista demasiadamente melindroso y de no admitir evolución alguna en el castellano.

»Entre los clásicos, «chocar con» valió dar un golpe una cosa con otra, de donde acometer y embestir de golpe, lleva la contra, ir contra lo acostumbrado. De aquí tres modernas acepciones, fruto de la evolución, de las cuales sólo la primera, y a regañadientes, acepta el P. Mir, con ser la que tiene en francés, desechando las otras dos, que el francés no tiene y estaban encerradas ya, como en su botón, en los derivados chocarro, chocarrero, etc.

»La primera es la de ofender, repugnar, disgustar, que tiene el francés y hoy se usa en España, mayormente en Andalucía: ¿Por qué chocar conmigo sin razón?» (Bretón). «No quiero chocar con la señora condesa» (Larra).

»En esta acepción y construcción no hay más que un ligero matiz de la acepción metafórica de los clásicos, porque el que va contra o lleva la contra, por lo mismo ofende y disgusta.

»Choquemos con todo el mundo, despreciando y pisando todas sus locuras y vanidades» (Muniesa). «De chocar con un grande, de arrestarse con un rico» (Niseno). «¿Pensaste que en él había de haber bonanza y ninguno que chocase con vos?» (Aguado).

«Hácenlo algunos transitivo: «Por no chocar enteramente la moda» (Azara). «Cosa que ofenda al pudor ni que choque al buen sentido» (Jovellanos).

»La segunda acepción moderna es de extrañar y ver, como cosa rara, que no es de costumbre, y se usa sobre todo en Aragón. La construcción es la transitiva anterior, de la cual salió esta segunda, porque lo extraño y no acostumbrado como que repugna y ofende. «A la primera vista tanto choca» (Duque de Rivas). «¡Disparates! Cierto que me ha chocado» (Moratín).

»La tercera acepción moderna es de caer en gracia, agradar, regocijar, usada particularmente en la meseta castellana, y nació de que siempre lo nuevo place, de modo que del extraño, y admirar lo extraño, se puso al caer en gracia y agradar. «Bastará que por ahí veas otra (mujer) que te choque» (Hartzenbusch).

»La segunda y tercera son fruto de la evolución natural semántica del idioma, y ya las tenían los derivados chocarro, chocarrero, chocarrear, como se ve por estos ejemplos: «El choque de tantas admiraciones y de tantos desengaños» (Quevedo). Choca, pues, lo admirado y lo que desengaña disgustando, conforme a las dos primeras acepciones. «Caer un chocarrero en gracia de un rey» (Juan de Pineda). Aquí se ve qué propio es del chocarrero el caer en gracia sus chocarrerías, porque chocan, esto es, porque las extrañamos y nos caen por la novedad en gracia. Igual valor tiene chocarrear, que es gracejar, cierto que chocando con lo usado y común, y por lo mismo, con alguna bajeza, como el truhán y payaso; pero este mismo matiz lleva hoy el chocar por agradar, por lo extraño y no usado. «Nos regocijamos y regodeamos y nos holgamos y aun chocarreamos, (Juan de Pineda). «Chocarrearse con ellos algunos ratos» (Boscán).

»Las tres modernas acepciones del verbo «chocar» y del adjetivo «chocante» son, pues, fruto natural de la evolución. No las verá el P. Mir con buenos ojos por no hallarlas en los clásicos; pero yo, que soy tan castizo como el que más, si antes nada hice más que contar el hecho de usarlas los españoles, no sólo los eruditos, sino los populares, y declarar el porqué de su evolución semántica, ahora las acepto por ser castizas, aunque nuevas. ¿No son tan castizamente españoles los ciudadanos que ahora nacen en España como los que nacieron en el siglo XVI? Pues tan castizas son esas tres acepciones de «chocar», ya que han brotado en España de la evolución natural semántica, del valor propio que tuvo siempre este verbo, como habían brotado en chocarro, chocarrero y chocarrear. El paso de la construcción intransitiva a la transitiva es corriente en nuestro idioma, y ni nuestros clásicos melindrearon ni el pueblo melindrea en llevarla a verbos de suyo intransitivos, como entrar, caer y quedar. No hay quien las pueda tachar, por consiguiente, de no ser castizas y tan bien nacidas y venidas al mundo como el mismo que las tache, y pretender desterrarlas del castellano es empresa tan hacedera como si quisiera desterrar del mundo los automóviles, porque no los gozaron Quevedo y Cervantes, a quienes no hubiera parecido muy desagradable, creo yo, darse en ellos sus buenas carreras, riéndose de los Mires de entonces, enemigos de cuanto nuevo nace, como si Dios fuera el autor de lo viejo que fue y el diablo fuera su sucesor en dar vida a cuanto engendran y crían los pestilentes tiempos que corremos.

»En los de oro que pasaron el vocablo «chocante» significó el que embiste o se opone y es de genio fuerte, mal sufrido. «Ni menos mofaron de él ni burlaron, como si fuera chocante, o loco, que tales disparates decía» (Valderrama). «Ese chocante embajador de Febo» (Cervantes). En este sentido he llamado yo chocante al señor Román, y acaso no me entienda ni me hayan entendido los lectores. Porque es lo cierto que ya nadie lo usa sino como chocar, por lo que hace gracia, lo que parece extraño y lo que repugna; sólo en América vale truhán, impertinente, casi a la antigua y medio a la andaluza. No hay que darle vueltas: los idiomas evolucionan y no hay represa que los detenga».

Este sólo en América vale truhán, etc., no tiene precio.

Estoy seguro de que el desdeñoso españolismo del sabio P. Cejador el sólo en América tiene un sentido análogo a «sólo en Getafe» o algo por el estilo. América, mi buen P. Cejador, está constituida por diez y ocho naciones, y el simple hecho de que sólo en esos diez y ocho pueblos se use un vocablo o se use en determinado sentido ya sería quizá razón suficiente para adoptarlo aun en España, justamente por las razones que da el padre Cejador.

Es curiosísimo que cuando en la Península se sale la gente de lo castizo, esté muy bien pensado porque «no hay que darle vueltas, los idiomas evolucionan y no hay represa que los detenga», y en cambio cuando a los castizos nos adherimos nosotros, los pobres diez y ocho pueblos de América, ni por esto se nos trate con indulgencia.

Ello viene de una idea muy general, no sólo en el Padre Cejador, a quien, dicho sea de paso, estudio y admiro, sino en todos los hablistas de la vieja Metrópoli. Esta idea, sin las naturales formas de cortesía, pudiera expresarse así: «Los españoles hemos prestado a los hispanoamericanos la lengua que hablan, pero conste que ésta sigue perteneciéndonos por completo y que sólo nosotros sabemos usarla».

No de otra suerte algunos simpáticos madrileños, con ese mismo orgullito, harto disculpable, hanme dicho:

«Nosotros que los conquistamos a ustedes...». A lo que yo he respondido con mi habitual sonrisa: ¡Qué nos iban a conquistar ustedes, hombre! Los mexicanos somos descendientes de aquellos españoles osados, aventureros, que jamás conocieron el miedo, que lucharon con todas las intemperies y todas las asechanzas de las tierras desconocidas y se establecieron allá y allá nos engendraron. ¡Vosotros, los que os habéis quedado en la Puerta del Sol bebiendo mal café y criticando al Gobierno, no nos conquistasteis, vive Dios! ¡Sois nuestros hermanos muy queridos, pero nuestros padres... ca!

¿Será preciso repetir al notable P. Cejador este clisé de que el idioma es tan nuestro como de los castellanos? ¿Será preciso insistir en que en Buenos Aires, en México, en Lima, Guatemala, la Habana o Bogotá la lengua tiene el propio derecho que en España para evolucionar o no?

Volviendo al verbo chocar, debe saber el Padre Cejador que en toda América se usa en el sentido clásico de repugnar, impresionar desagradablemente, como quiere el señor Román, y si no ha de aplicársenos la ley del embudo, entiendo que todos los clásicos y además diez y ocho naciones (sin contar la Isla de Puerto Rico), que en junto tienen tres veces más habitantes que España y los mismos derechos que ella, si no imponen la ley a Castilla, merecen cuando menos que se respeten sus usos lingüísticos.

¿Por qué el P. Cejador, delicioso y consumado arcaísta en cuyos escritos hay una prodigalidad tal de voces que ya no se usan, o se usan sólo en muy determinadas regiones de España y que acaso enturbien la claridad de su vigoroso estilo, ve con tanto desdén nuestros arcaísmos? ¿Por qué, en cambio, se escandaliza y enoja si nos pilla a los americanos con un barbarismo en los labios, cuando harta ocupación tendría con expurgar el lenguaje de Castilla de galicismos innumerables que lo afean, sobre todo desde que es chic hablar en galiparla?

¿Y por qué admite con tanta facilidad que un verbo que en España tenía un sentido tan opuesto al que ahora se le da, siga, no obstante, siendo ortodoxo, y en cambio nosotros no disfrutemos casi ni del derecho de cambiar un tantico así la significación de una palabra?

¡Ah! son muchos porqués estos para mi sabio y atareado amigo, pero a todos ellos pudiera responderse con un porqué capital. Porque los veinte millones de españoles, señor Nervo, aunque hablemos el castellano como un catalán, un canario o un gallego, tenemos todos los derechos y ustedes no tienen ninguno.