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ArribaAbajo- XI -



   Corre el tiempo, crece el día,
y el palacio en honda calma,
mudo cual cuerpo sin alma,
parece tumba vacía.
   Mansión del duelo, en el hueco
de su cavidad, desierta
al parecer, no despierta
ningún son vital un eco.
   No atraviesa humana huella
por corredor ni aposento;
no se siente el movimiento
ni el ruido menor en ella.
   Duerme don César: reposa
don Diego, mozo y cansado,
con ese sueño pesado
de la juventud dichosa.
   Duermen en sus dos sillones
los dos Tenorios: abierta
no tiene aún Beatriz su puerta:
y de las habitaciones
   de sus dueños respectivos
los servidores aguardan
las órdenes que retardan
bien dolorosos motivos:
   y aguardan con el respeto
de servidumbre que sabe
de su pesadumbre grave
el doloroso secreto.
   A más, tiempo ha que el ambiente
de aquel alcázar exhala
efluvios de un aura mala
que aspira ya mal su gente.
   La de doña Beatriz
sobre todo se apercibe
de lo expuesta que en él vive
con ella al menor desliz.
   Todo en resumen augura
y todos ven que en tal casa
ahonda cada hora que pasa
un volcán de desventura.
   Ya iba de más transcurrido
del día el cuarto, y lucía
ese sol de Andalucía
que del placer la hace nido;
   cuando en son imperatorio
un aldabazo potente
volvió a la vida a la gente
de la casa de Tenorio.
   Era, con toga y golilla,
un oidor vara en mano,
seguido de un escribano
de la Audiencia de Sevilla,
   que a dar de oficio venía
a Beatriz conocimiento
y copia del testamento
que el juez de Sicilia envía.
   Nadie rehusar osó
paso a tal autoridad
que con calma y gravedad
el vestíbulo cruzó.
   Tomó la escalera: al piso
principal llegó: y, alerta
sin duda, franqueó su puerta
ante él Beatriz sin aviso.
   Cumplió el juez con su deber
con breve formalidad,
y de la dama en poder
el pliego tras de poner,
   y otro con celeridad
de ella tras de recoger,
con la misma gravedad
volvió al patio a descender
y fuese, sin promover
rumor ni incomodidad
que no fueran menester.
   Y fue asunto de momentos:
el juez había ya partido
y no habían aún podido
salir de sus aposentos
don Diego y Antún que al ruido
habían tarde acudido,
absortos y soñolientos,
a saber lo acontecido.

   Cuando don Guillén entró
a don César a decir
que acababa de venir
el juez y a qué, se quedó
   mudo don César y absorto
de que hubiera la justicia
de Sicilia tal noticia
enviado en tiempo tan corto.
    Conque en el que él empleó
cómo fuese en discurrir
túvole el juez de cumplir
su cometido, y partió.

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ArribaAbajo - XII -

 

D. CÉSAR -D. LUIS -D. GUILLÉN

 
CÉSAR
¿No lo veis ya? ¿No os decía
que estaba en correspondencia
con los de afuera?
GUILLÉN
Y sabía
que más Gil no volvería;
porque de la conferencia
   que a solas conmigo tuvo
rumiando palabras sueltas,
recuerdo ahora que sostuvo
que no volvía, y que a vueltas
con ese equívoco anduvo.
CÉSAR
   Llevadme allá arriba, hermanos:
quiero por mis propios ojos,
quiero por mis propias manos
ver, romper sus trampantojos...
LUIS
Fuera una acción de villanos,
   César, en una mujer
con quien ya nada nos liga
ojos ni manos poner.
CÉSAR
A ello el honor nos obliga.
LUIS
Vil a nadie obliga a ser.
   Si afuera comunicar
puede, será por señales
o cartas: salir ni entrar
nadie puede, ni pasar
a ella por nuestros umbrales
   sin ser visto, por más diestro
que sea: puesta en secuestro
está y cercada de espías,
César, y no es honor nuestro
darnos a esas villanías.
   Tú crees lo de que yo dudo,
tú estás celoso y sañudo.
CÉSAR
¡Voto a Dios!...
LUIS
No alces el grito:
si es, no he de ser yo su escudo
ni sin pruebas su delito.
   Dejémosla en paz vivir,
pues de Gil es voluntad
y nos la impuso al morir:
si es lo que crees..., la verdad
tendrá a la luz que salir.
   La luz esperemos, pues,
que alumbre esta duda obscura;
verse ha lo que es o no es:
sanar en tanto procura
tú, que si es lo que tú crees,
prueba traerá tan segura
que no podrá de los tres
pasar hacerla a través,
sin sentirla, criatura
a quien no dé la natura
alas en lugar de pies.
   Y bien don Luis calculaba:
pero don Luis no notaba
en su cálculo un desliz
y es el de que era más brava
y astuta que él Beatriz.

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ArribaAbajo- XIII -



   Buen plan el de don Luis era
y fuera infalible plan
a dar en su ejecución
con una mujer vulgar.
   Por consejo de don César,
de sosegarse incapaz,
don Diego ir a visitarla
debía: era natural:
   su madrastra no podía
su visita rehusar,
pues siempre cortés con ella
fue él y respetuoso; mas
don Diego era aún un mozo
imberbe, casi un rapaz,
y aunque de gran desarrollo
y gran fuerza corporal,
sencillo, dócil y apenas
entrado en la pubertad,
de ninguna observación
se le podía encargar.
Sus tíos, ya sus tutores,
tienen empeño formal
en que no se contamine
con la atmósfera letal
de los odios de familia,
que es joven para afrontar,
y en que conserve cerrados
ojos y alma a la maldad
en la cual viven envueltos,
por razones que aún no están
al alcance de un mancebo
que aún no las debe alcanzar.
   Los tres, en fin, siendo célibes
aunque aún a viejos no van,
sólo en don Diego esperanzas
fundan de posteridad.
Ponerle, pues, en contacto
con Beatriz era errar;
mas en su pasión don César
en tales errores da.
Don César quería, sólo
por puro afán personal,
enviar cerca de ella a alguno;
como si de ella al tornar
ver pudiera algo en él de ella
cual de un espejo en el haz;
acercar a alguien, en fin,
a quien no puede él llegar.
E iba a arriesgar de don Diego
la candidez virginal
en manos de una hembra que,
siendo de todo capaz,
en vez de soltar ante él
prenda alguna, o luz de dar,
había en que las sacase
de él gran probabilidad.
Pero aunque era una torpeza
cuando menos paso tal,
insistió en él de su espíritu
por febril necesidad.
De ser recibido el mozo
el favor al demandar,
le obtuvo inmediatamente
con acogida cordial.
Doña Beatriz recibióle
de una ancha mesa detrás,
cargada de objetos raros
muy largos de enumerar,
extraños y heterogéneos,
apto empero cada cual
para una labor o un arte
de las que a la vista están
trabajos ya adelantados
y en tren de finalizar,
a los que la noble dama
se dedica con afán.
   Era la hora de vísperas;
Beatriz al aceptar
la visita de don Diego,
entre uno y otro brazal
de su ancho sillón sumida,
la cabeza echada atrás,
fatigada o perezosa
parecía dormitar.
Del balcón los cortinajes
entoldados a mitad,
la brillantez de la luz
y el calor para templar,
de la amplia y lujosa cámara
mantienen la claridad
en una suave penumbra
que de la dama a la faz
y a los dorados objetos
de aquel ostentoso ajuar
templadas tintas, misterio,
calma y poesía dan.
Don Diego anduvo discreto
en su visita y formal;
doña Beatriz, ni risueña
ni melancólica asaz,
mostróle, digna y graciosa,
noble familiaridad,
no tocando delicada
punto de cuestión actual.
Tratóle, en fin, cortesana,
cual mozo cuasi hombre ya,
sin cariño intempestivo,
con franca afabilidad;
y en conversación ni grave
ni voluble por demás,
discreta, oportuna y diestra,
hechizó al mozo leal.

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Al despedirse don Diego
le dio su mano a besar,
y entregándole un escrito
cerrado, le dijo: «Dad
a vuestros tíos, don Diego,
ese escrito, por el cual
espero que regulada
mi posición quedará.»
Y enviándole una sonrisa
hechicera, celestial,
y una mirada lumínea...,
calló... y le dejó marchar.

   Aquel escrito decía:
«Cuñados míos: de hoy más
no hay parentesco ni deudo
ni lazo ni afinidad
entre nosotros. Vosotros
con injusticia sin par,
por sandia torpeza y odio
inmotivado y tenaz,
el derecho os abrogasteis
tiránico e ilegal
de vejarme, so pretexto
la honra de Gil de velar.
Mientras vivió os he sufrido
con la esperanza falaz
de hacerle ver a su vuelta
conducta tan desleal.
Pero muerto Gil, cuya alma
nunca quise acibarar,
quiero que quién es su viuda,
para que no erréis, sepáis.
Mi padre con Gil casóme
por tirana autoridad
y yo, como hija sumisa,
resignada fui al altar.
Mas como a Gil no amé nunca,
ni plugo a Dios, por su mal
y por mi bien, descendencia
a nuestra unión otorgar,
como con él con vosotros
todo lazo temporal
rompe la muerte, dejándonos
a todos en libertad.
Nada acepto de su herencia:
que don Diego en mi lugar
reciba cuanto su padre
me lega; doyle además
cuantas joyas y preseas
me dio en vida, liberal,
y renuncio hasta al derecho
en su casa de habitar.
Rica soy: rico es mi padre:
con los Tenorios no está
mi corazón: nada de ellos
quiero haber ni conservar.
Aunque me curo muy poco
de cómo de mí podrá
juzgar el vulgo villano
a los que nos quieren mal,
continuaré en vuestra casa
ajena al mundo social,
de enfermedad so pretexto,
en mi aislada soledad
hasta que vivienda propia
en donde irme a aposentar
tenga fuera de Sevilla,
y de Castilla quizás.
Pero como me habéis puesto
con villanía vulgar
en derredor cien espías
de criados en lugar,
he dado al juez una carta
para mi tío el guardián
del monasterio vecino,
el cual con celeridad
me agenciará un mayordomo
y una dueña que vendrán
tal vez hoy mismo, en los cuales
me podré al menos fiar;
con quienes, como quien soy,
decoro y seguridad
tendré en mi interior, y a quienes
haréis hasta mí llegar.
He aquí lo que llamar puedo
proposiciones de paz;
pero si queréis la guerra
como hasta aquí continuar
no tenéis más que atreveros
a trasponer el umbral
de mis cuartos y veréis
de lo que soy yo capaz.»
   Los Tenorios se pusieron
con asombro a comentar
cartel tan extraordinario,
reto tan claro y audaz;
pero por más que le dieron
vueltas a solas, por más
que buscaron sutilezas
contra quien razones da,
no tuvo al fin más remedio
su prevención suspicaz
que convenir en que libre
de su autoridad está
doña Beatriz; y si es
lo que cree el odio voraz
y celoso de don César,
no hay más que hacer que esperar.

   Cuando dueña y mayordomo
con la carta del guardián
se presentaron, dejáronles
sin inconveniente entrar.

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No pudo verles don César
desde su lecho: al zaguán
salió don Luis para verlos
por mera curiosidad.
No son ni viejos ni mozos,
no parecen bien ni mal:
de beata hay algo en ella
y algo en él de sacristán.
Hicieron a don Luis ambos
sin altivez ni humildad
un saludo, y un «Dios guarde
a vuesarced» al pasar
le dijeron; respondióles
don Luis: «Y a todos; entrad,»
y les mostró con el dedo
la escalera principal.
    Cuando les sintió en las cámaras
de la dama penetrar,
dijo entre sí: «Dos lechuzas
de las que anidan detrás
del altar de San Francisco.
Nunca tuvo ni tendrá
buena sombra ese convento
para esta casa; y a par
uno de otra mal se tienen
y hacen mala vecindad.
¡Pájaros de mal agüero
se me figuran! Jamás
los Tenorios y los frailes
amasaron juntos pan
en tiempo alguno y... ¡por Dios,
que es bastante original
que agencie la servidumbre
de una mujer su guardián!
Si ella intenta en la partida
hacer los frailes entrar....
no va a quedar más remedio
que meter a Satanás
por los Tenorios. -¡Malditas
desde la mujer de Adán
todas ellas! Creo que ésta
nos va el juicio a trastornar
como a César y daremos
en locos tras él. Mas ¡bah!,
no hay que ver visiones. De ella
la loca excentricidad
del carácter es lo que
nos hace desatinar.»
    Don Luis era hombre de seso,
pero empezaba en verdad
a caer bajo el influjo.
de aquella hembra singular.

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ArribaAbajo- XIV -



   Pasó otro mes: don César mejoraba
y, a pesar de su insomnio y aprensiones,
ya con franqueza y claridad hablaba
y aspiraba el aliento y le exhalaba
casi ya sin dolor de los pulmones.
   Débil empero y flaco todavía,
aunque del lecho a alzarse comenzaba,
aún de su aposento no salía
y con ajeno apoyo caminaba:
y si vivía, en fin, se lo debía
a su gran robustez y a su alma brava,
que hombre era de tan recia contextura
como de alma tenaz y vida dura.
   Ya fuera que Beatriz, falta de sueño
por falta de ejercicio, se acostara
muy tarde y desvelada trasnochara;
ya fuera que don César en su empeño
celoso o pertinaz lo imaginara;
fuera, en fin, que en verdad lo percibiera,
ello es que en altas horas insistía
en que a veces sentía
son de pasos de alguno que, de fuera
viniendo, en el palacio penetrara
y cerca de su cámara pasara.
Sobretodo hacia el quince de septiembre
y en una noche de creciente luna
y lluviosa a turbión, dijo que el ruido
más perceptible oyó que en noche alguna,
y fuera por el sitio que su lecho
ocupara, a algún eco sometido
de la bóveda cóncava elevada
en el solo lugar que ocupa oído,
o por otra razón, ello era un hecho
que excepto él los demás no oían nada.
Don Luis y don Guillén nada sintiendo,
de don César lo creen monomanía;
siguen de su aprensión caso no haciendo,
que se le pase, imaginando, el día
en que repuesta su salud del todo
su turbada razón no le extravíe
y esperando que juzgue de otro modo
las cosas cuando ya no desvaríe.
Porque para ellos es casi evidente
que la coincidencia
de percibir más ruido en el creciente,
prueba que son delirios de maniaco
que ya sufren influjos de demente;
debilidad muy natural en hombre
de larga enfermedad convaleciente,
y en cuya situación nada hay que asombre
a sus hermanos, conociendo el flaco
de don César, que sueña y ve visiones
o en la debilidad de su cerebro
o al influjo febril de sus pasiones.
   Don Luis y don Guillén, atentos sólo
a acechar la ocasión de su venganza,
si claro ven de Beatriz el dolo,
con espíritu activo,
práctico y positivo,
en el tiempo poniendo su esperanza,
en su astucia sagaz e indagaciones
secretas confiando y no en visiones,
averiguan y husmean
de los Ulloas todas las acciones;
pero por más que espían y rastrean
de quien sospechan con razón la pista,
por más que por Sevilla callejean
y que por sus contornos veredean,
más de tres meses ha que echar la vista
nadie logró de los que en ello emplean
sobre un Ulloa: y ven con maravilla
que no queda un Ulloa por Sevilla.

   Pasó otro mes: se concluía octubre:
don Luis y don Guillén, sin más indicio
que la conducta excéntrica y extraña
de Beatriz que nada acaso encubre
más que un vano y fantástico artificio
para evitar con maña
el trato familiar con sus cuñados
por ella detestados,
comienzan a formar distinto juicio
y a creer que es don César quien se engaña.
   Éste, a su vez, ya de ellos recatándose
con Per Antúnez solamente aliándose,
su sociedad y vigilancia evita,

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sólo con Per Antúnez encerrándose
día y noche en las cámaras que habita.
Y en Per Antúnez nada más fiándose
y en su manía sin cejar, medita,
forja, acepta y desecha muchos planes
en el febril anhelo que le agita
para ver si una prueba precipita
que cumpla o que disipe sus afanes.

   Y un día creyó al fin dar
con el medio de romper
de aquella falaz mujer
el encierro singular.
   Como por sucesos tales
y yacer él en su lecho
a don Gil no se habían hecho
ni entierro ni funerales,
   dijo: «El día de difuntos
dignas exequias le haremos
a las cuales ir debemos
todos sus parientes juntos.
    »Yo estoy ya capaz de andar;
y de mi casa al salir
por primera vez, debo ir
por Gil a la iglesia a orar.»
   Nadie pudo a ello objeción
poner: y en aquel convento
contiguo su enterramiento
teniendo y su panteón,
a los frailes avisaron,
quienes de paños mortuorios
por cuenta de los Tenorios
a hacer acopio empezaron
   la iglesia para enlutar:
con lo que empezó a correr
por Sevilla que iba a ser
función soberbia y sin par.
   Don César, con el anhelo
del que ve al cabo logrado
su deseo más ansiado,
hizo citar para el duelo
   a Beatriz de manera
tan firme e imperativa
que no tuviera evasiva
ni excusa que la valiera.
   Mas grande su asombro fue
al recibir por respuesta:
«Señalad hora y dispuesta
para partir estaré.»
   Don Luis y don Guillén vieron
en asentimiento tal
la cosa más natural,
y de don César rieron
   cuando, contra todos solo,
caviloso aún sostenía
que en tal sumisión tenía
que haber oculto algún dolo.
   Llegó, al fin, el día dos
de noviembre, y el momento
de ponerse en movimiento
toda la familia en pos
   de los frailes franciscanos
que a casa a buscarla van
precedidos del guardián
y con cirios en las manos.
   Apenas entrar sintió
a la pareja primera
de frailes, de la escalera
en lo alto se presentó
   doña Beatriz, envuelta
en un velo transparente
que dejaba libremente
contemplar su forma esbelta;
   su bien quebrada cintura
bajo los pliegues cimbraba
del velo, y transparentaba
los rasgos de su hermosura.
   Alzó su presentación
después de tan larga ausencia
en toda la concurrencia
murmullo de admiración:
   y en ella anhelando huellas
hallar, ocasión de enojos,
don César sintió en los ojos
de sus ojos las centellas;
   y de su velo a través
sintió que absorto, anhelante,
con su mirada triunfante
le postraba ella a sus pies.
   Pero esto pasó no más
y en un punto entre los dos,
apercibido quizás

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tan solamente por Dios,
por ellos y Satanás.
    Ella empezó la escalera
solemnemente a bajar
y de ella al pie aproximar
mandó don Luis su litera.
   Cerráronla en ella: a lomo
los esclavos la tomaron
y sus puertas ocuparon
su dueña y su mayordomo.
   Hacia San Francisco echó
la fúnebre comitiva;
y a una mirada furtiva
de don César, respondió
   Per Antúnez con un gesto
del cual el significado
era el de «idos sin cuidado,
que yo sé cual es mi puesto.»

   Y fue en aquella ocasión
cosa fácil de advertir
que de la casa al partir
la fúnebre procesión,
   cual si temiera enemigos
durante los responsorios,
cerró la de los Tenorios
rejas, puertas y postigos:
   lo que dio claros indicios
de ser cuestión de impedir
a alguno entrar o salir
durante aquellos oficios.
   Hubo aún otra observación
que hizo el vulgo sevillano,
que era como buen cristiano
dado a la murmuración,
   y fue que juzgados fríos
en religiosas materias
por clero y personas serias,
vistos casi como impíos
   los Tenorios, raza hostil
a los monjes franciscanos,
pusieron hoy en sus manos
el funeral de don Gil.
   Pero olvidaban sin duda
los que tenían afán
de murmurar, que el guardián
era tío de la viuda,
   y que sus antecesores
en el panteón del convento
tienen, por ser bienhechores
de él y de él cofundadores,
lugar para enterramiento.

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ArribaAbajo- XV -



   Las honras fueron suntuosas,
las de un rey lo fueran menos:
la vanidad de los frailes
y los Tenorios a un tiempo
quedó satisfecha, y de ellas
absorto el cristiano pueblo.
La iglesia de San Francisco,
colgada de paños negros
orlados y cairelados
con galones y con flecos
de plata, estaba enlutada
dejando ver en su centro
un suntuoso catafalco
tendido de terciopelo,
cargado y lambrequinado
con los blasones soberbios
de los Tenorios, que brillan
bordados del alto féretro
en los costados del paño
que se arrastra por el suelo.
Doce cirios que sustentan
candelabros gigantescos
alumbran no más la nave
cuyo calado crucero,
rosetones y ajimeces
cierran crespones y velos
que hacen nocturno crepúsculo
la luz matinal del cielo.
Cien calaveras posadas
sobre dos cruzados huesos,
con sus bocas ya sin labios,
sin lengua ni voz ni aliento,
con sus ojos sin miradas
ya lóbregos agujeros,
sus pómulos ya sin carne
y su testuz sin cabellos,
decoran todos los arcos
y todo el cornisamento,
de la nada humana símbolos,
del fin del hombre mementos.
   Tuvo, pues, don Gil Tenorio
unos funerales regios,
con calaveras, blandones,
paños, borlas, terciopelos,
lloronas y piporristas;
y le cantaron los trenos
chantres de potentes voces
y coro de reverendos.
Profusión de agua bendita
tuvo, de cera y de incienso;
muchos Requiescat y A porta
inferi erue animam ejus,
que escucharon como música
celestial, con el buen pueblo
de Sevilla, los Tenorios
el funeral presidiendo
y la viuda arrodillada
al umbral del presbiterio
en reclinatorio gótico
labrado de marfil y ébano.
Fue una función solemnísima,
un espectáculo serio:
de atención para el creyente,
de inquietud para el incrédulo,
de admiración para el vulgo,
de lucro para el convento,
de honra para los Tenorios,
de pro para los pañeros.
Don Gil mismo, aunque en Sicilia
murió casi como un perro
en un callejón, herido
de noche a traición, si verlo
pudo desde el otro mundo,
pudo decir satisfecho:
«Mal muerto y bien enterrado;
al cabo, del mal el menos.»

   Concluida la ceremonia
con el Requiescat postrero
y el último guisopazo,
los tres Tenorios el duelo
a despedir comenzaron,
de parientes y de deudos
y de amigos cabezadas
aceptando y devolviendo.
Cuando unos tras otros todos
la iglesia dejando fueron,
quedando solos en ella
los frailes, la viuda y ellos,
esperaron que la dama
bajara del presbiterio
con ellos a reunirse
y tornar como vinieron:
mas vieron, sin darse al pronto
razón de tal movimiento,
que los frailes hacia ella
detrás del guardián se fueron.
Juzgaron que, deferente,
su tío, a honrarla dispuesto,
iba él mesmo a recogerla
para entregársela él mesmo;
mas con el mayor asombro
y no menor corrimiento
vieron que aquél, de sus frailes
poniendo a la viuda en medio,
se dirigía hacia el pórtico
del lado del Evangelio
que daba salida al claustro
del patio del monasterio.
Don Luis a esta evolución
entró, aunque tarde, en recelos
de que el dolo que don César
presentía fuese cierto.

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Don César mal dominando
de ira un repentino vértigo,
con pasos tan mal seguros
como si estuviera ebrio,
arrastrando a sus hermanos
avanzó en su seguimiento:
don Diego, sin orden suya
de avanzar, se estuvo quieto
con la familia, lo que
pasaba no comprendiendo.
Los Tenorios con los frailes
llegaron al claustro a un tiempo
casi, los frailes llevándoles
de ventaja un corto trecho:
mas ya estaba lleno cuando
en él penetrar quisieron.
Desde lo alto de tres gradas
que a él dan de la nave egreso
y al patio que abre a la calle
paso por el lado opuesto,
por encima de cerquillos
y capuchas ver pudieron
en el patio bien armados
veinte jinetes, cubiertos
con antifaces los rostros,
como era uso en viajes luengos.
Una litera, que tiene
con el postiguillo abierto
un paje, aguarda a una dama
que debe ocupar su asiento.
Dos mulas de fraile esperan
dos mujeres o dos viejos
que en sus cómodas jamugas
hagan un viaje sin riesgo.
Tres acémilas cargadas
con bucólicos pertrechos
acusan que es largo el viaje
que va allí a tener comienzo;
y a un grande carro vacío,
que espera aún su cargamento
que no está a la vista, envuelve
no sé qué aire de misterio.
Cargo en un instante hiciéronse
los Tenorios de todo esto;
mas antes que le rompieran
rompió el guardián el silencio
diciéndoles: «Vuestra casa
no es ya, nobles caballeros,
para doña Beatriz
decoroso alojamiento,
y parte adónde la llaman
deber y cuidados nuevos.
-¿Adónde? ¿Cuáles?, con ímpetu
preguntó don César. -Lejos
de Sevilla, dijo el fraile
con flema y con tono seco,
lejos de cuanto ha tenido
cerca tal vez mucho tiempo.»
   A estas palabras, del todo
la situación comprendiendo,
sintió don César parársele
el corazón un momento
y trastornarle una tromba
vertiginosa el cerebro,
quedando un instante mudo,
ahogado por el despecho.
Aprovechando aquel rápido
paroxismo pasajero
que a don César embargaba,
Beatriz, ante quien abrieron
paso los frailes entre ella
y don César interpuestos
hasta entonces, acercóse
a sus cuñados diciéndoles
con tono en que rebosaban
desdén, mofa, odio y desprecio:
   «Cuñados míos, ya veis
cómo he las cosas dispuesto
y están de más las palabras
donde hablando están los hechos:
ahorremos, pues, las inútiles
como gentes de talento.
El guardián de San Francisco,
mi tío, tiene con sellos,
firmas y certificados
legales un documento
por el cual de hoy para siempre
lo que Gil me legó dejo
a don Diego, su hijo, que es
su legítimo heredero.
Mi equipaje, que en mis cámaras
dejé en baúles abiertos
por si, curioso, don César
quiere saber lo que hay dentro,
al padre guardián, mi tío,
que entreguéis de grado espero
para que él hoy los expida
detrás de mí, y... olvidemos
lo pasado entre nosotros
cual si hubiera sido un sueño,
pues de lo por mí pasado
con vosotros no me quejo.
Lo pasado lo hizo Dios
o el diablo: mas ya está hecho;
lo presente lo he cogido,
cual me lo habéis dado, al vuelo;
del porvenir... cada cual
a mirar tiene derecho
por el suyo, y no es el mío
vivir más en poder vuestro.
Conque, señores cuñados,
hasta más ver: y os prevengo,

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don César, que si con vos
en mi camino tropiezo
otra vez, no seré yo
quien procure tal encuentro
y me creeré autorizada
a haceros quitar de en medio.»
   Dijo doña Beatriz:
besó con mucho respeto
la mano al guardián: los frailes
cercándola la siguieron
hasta la litera, entre ella
y los Tenorios poniendo
como al descuido una valla
de santos hábitos; y ellos,
perdida al ver la jugada,
cruzando otra vez el templo,
con don César casi en brazos
a su casa se volvieron.

   Don César, trémulo, torvo,
pálido y calenturiento,
se encerró con Per Antúnez
en su cámara por dentro.
Don Diego y la servidumbre,
que lo del claustro no vieron
porque en la iglesia quedáronse
órdenes no recibiendo
de los tres hermanos, fuéronse
también a casa siguiéndolos
y estaban en el vestíbulo
esperándolos inquietos.
Don Diego, de quien sus tíos
recataron sus recelos
del caso de su madrastra,
por ser el caso uno de esos
difíciles de explicarse
decentemente a un mancebo
y que entre hombres se comprenden
hasta sin dar cuenta de ellos,
esperaba los mandatos,
mozo paciente y modesto,
de sus tíos y tutores
a quienes está sujeto.
Don Luis y don Guillén mudos
gran rato permanecieron
en el vestíbulo, absortos
en sus propios pensamientos.
   Como ellos los servidores,
irresolutos e inciertos,
no osaban las reflexiones
interrumpir de sus dueños.
Y henchía la casa aquella
un ambiente de misterio
fatídico; había en su aire
un no sé qué de funesto
y amenazador, un lúgubre
y fatal presentimiento,
alimentado por algo
vago, incógnito y siniestro
que fermentaba en su atmósfera,
el corazón comprimiendo
de cuantos la respiraban
con ansia bajo sus techos.
   Apercibióse don Luis
al cabo del mal efecto
que hacía en sus familiares
su distracción, y volviendo
en sí y a su aplomo, dijo:
«Podéis, sobrino don Diego,
rezar por vuestro buen padre
en vuestra cámara;» y vuelto
a sus servidores, díjoles:
«A los quehaceres domésticos
id;» y a los de su cuñada
la palabra dirigiendo
por fin, les dijo: «Vosotros
quedáis de hoy a antojo vuestro.
La señora se retira
de nuestra casa: el arreglo
de vuestras cuentas hará
nuestro mayordomo luego
que se las presentéis, si
la señora no lo ha hecho.»
   El paje y la camarera
que de la antesala adentro
servían a Beatriz,
se adelantaron diciendo:
«La señora nos pagaba
adelantado y tenemos
el salario de noviembre
recibido por entero.»
Don Luis dijo gravemente:
«La señora era en efecto
muy puntual y prevenida:
de que os pagara me alegro.
Podéis iros.» -Los criados
saludaron y se fueron,
los unos a sus quehaceres,
los otros tras amo nuevo.

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ArribaAbajo- XVI -

   Fuera a posta o por desliz,
sus puertas de par en par
y sus cofres sin cerrar
dejó doña Beatriz.
   Pensar que en ellos pudiera
ocultarse criatura
viviente, fuera locura
y absurdo supuesto fuera:
   y tanto más evidente
cuanto que se descuidó
el fraile y no los pidió
hasta la tarde siguiente.
   Ni en don César mismo cupo
la idea vil de un registro,
ni, de sus iras ministro,
pensar tal Antúnez supo.
   Don Luis, pues, como bizarro
caballero, los cerró
y sus llaves entregó
al que los llevó en el carro.
   Y cuando el carro partió
dijo a don Luis don Guillén:
«No creí librar tan bien;»
y don Luis dijo: «Ni yo.»
GUILLÉN
   Paréceme que se va
de nuestra casa el demonio.
LUIS
Fue en verdad un matrimonio
que anudó el diablo quizá.
GUILLÉN
    A ser yo mejor creyente,
cruces hiciera erigir
en su puerta y bendecir
la casa devotamente.
LUIS
   No des en eso jamás.
GUILLÉN
¿Pues qué mal de ello deduces?
LUIS
Que en casa tras de las cruces
entraría Satanás.
   Y pues la ocasión se ofrece
y a solas nos encontramos,
del caso en que nos hallamos
oye lo que me parece.
    No hay que echar nunca en olvido
que desde su fundamento
esta casa y el convento
mal fundamento han tenido.
   Los Tenorios pertenecen
al partido de aquel rey
cuyos recuerdos y ley
los clérigos aborrecen.
   Muerto aquel rey y vencido,
ellos harán que la historia
guarde una mala memoria
del a quien tanto han temido.
   Entre el clero y su corona
siempre hubo en pie una amenaza;
y el clero, Guillén, es raza
que ni olvida ni perdona.
   Según como sople el viento
y venga el tiempo que pasa,
o el convento hunde la casa
o ésta derriba el convento.
   Mas hoy no es partido igual;
gente poderosa y mucha
son y crecen; en la lucha
nos tiene que ir hoy muy mal.
   La casa hoy con gran trabajo
en sostener harto haremos,
Guillén, pues pertenecemos
a los que están hoy debajo.
   Los Ulloas por egida
tienen el convento ahora;
contra el convento no es hora
de ir: es lid comprometida.
   Si se cambia, que lo dudo,
para él el tiempo, veremos
si a los Ulloas podemos
sorprender sin ese escudo.
   Mas no creas que es cuestión
de familias ni personas;
los principios, las coronas
los que entran en lucha son.
   No va a haber arma ninguna,
por de mala ley que sea,
que empleada no se vea
sin fiar en la fortuna.
   Y nosotros como el rey,
si en tal lid nos empeñamos,
es forzoso que seamos
vencidos a mala ley;
   y si en un baldón eterno
para hundirnos es preciso
un milagro te lo aviso,
nos abrirán el infierno
y echarán del paraíso.
   Ves, pues, que por el momento
al convento no derriba
nuestra casa: quien arrasa
nuestra casa es el convento.
GUILLÉN
¿Qué hacer, pues? ¿A la venganza
renunciar?
LUIS
No: mas del fuego
de ella alejar a don Diego,
que es nuestra única esperanza
   de perpetuar nuestro nombre:
el odio perpetuaremos
los dos y a Gil vengaremos,
mas sin Diego aunque te asombre.
   Que no sepa de su padre
la historia y de su madrastra;
que no halle nunca esa rastra
de espinas que le taladre
   el corazón; que no huelle
ningún hijo de él la senda
de nuestros odios y selle,
si uno hay que en valor descuelle,
el fin de nuestra leyenda
con catástrofe tremenda
que en el convento le estrelle.
   Tengo miedo al porvenir:
o el convento ha de caer
o nuestra raza ha de ir,
al convento por vencer,
en el convento a morir.
GUILLÉN
   Luis, del modo que hoy estás
jamás te he visto.
LUIS
Es que hoy
viendo el porvenir estoy
como no le vi jamás.
   Hoy viste irse a esa mujer
por los frailes protegida:
¡bien ida, Guillén, bien ida!
No la deje Dios volver.
   En vez de correr tras ella
como querrá en su furor
César, borrar es mejor,
si la encontramos, su huella.
   Mas temo que César, ciego,
con el claustro en lid se empeñe
o con ella: y es un juego
que hay que atajar desde luego
antes de que nos despeñe.
   Ve, pues, a traer al doctor,
el que hoy menester nos es
para César, y después
pensaremos lo mejor.
   Como se ve por la clave
que de ella don Luis nos da,
la cuestión es ardua y grave
y espinosa cuanto cabe.
¿Cómo se resolverá?
¿Por quién y cuándo? ¡Quién sabe!
Aún en discusión está:
tal vez el tiempo la agrave:
un siglo la cortará
tal vez..., tal vez no se acabe
jamás de aclarar..., quizá
de ella Dios tiene la llave
y con un genio o un ave
un día nos la enviará.
Entretanto va sin rumbo
nuestra sociedad, cual nave
que del agua entre el balumbo
de la mar revuelta va.
   De César don Luis juzgó
bien: mas tarde por demás
para atajarle acudió:
porque del carro detrás,
aunque don Luis no lo vio,
por orden de aquél quizás
Per Antúnez se salió
de la casa, y no volvió
por ella a parecer más.

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ArribaAbajo- XVII -



   Don Luis Tenorio era entonces
lo que Quevedo llamó
después un loco repúblico
y de gobierno, y lo que hoy
se llama un hombre político,
de su edad observador
y que la juzga según
la experiencia que adquirió.
De la marcha de su siglo
habiendo en observación
pasado toda su vida,
más que otros conocedor
del origen de los hechos
que habían a su nación
traído al indescriptible
desorden en que él la halló,
juzgaba del porvenir
conforme a la deducción
que de sus bien o mal hechas
observaciones sacó.
   Revuelta tierra era España:
y de tal revolución
no podía ir más que al caos
si no la salvaba Dios.
   Don Luis, que era algo filósofo
y hombre de hechos, no fió
nunca en que hiciera por locos
un milagro el Creador.
Si los grandes de Castilla,
llevados por la ambición
de riquezas y de mando,
obraban con poca pro
de la patria y despeñándola
iban a su perdición,
no había otra vez por ella
de bajar el Redentor.
Dios, que les dio buena tierra
e inteligencia les dio,
lo que hará será juzgarles
según usen de su don.
Así que don Luis, que nunca
que trastornara esperó
Dios por Castilla las leyes
que rigen la creación
y la humanidad, remedio,
si es que le había, buscó
en los gérmenes vitales
de aquella generación.
Así que al ver que Isabel
de Castilla se casó,
fugándose de la corte,
con Fernando de Aragón,
a ver para el porvenir
la influencia comenzó
que iba a tener para España
su grande unificación.
Mas viendo que solamente
podía dar a los dos
poder para realizarla
de ambos pueblos el amor,
y que para granjear este
tenían por precisión
que dar a sus elementos
un impulso superior:
dar a sus discordes pueblos
con una nueva impulsión
una idea y una gloria
nuevas, que haciendo mejor
su condición, absorbiesen
su interés y su atención
en un nuevo fin que uniese
su fe, su fuerza y su honor:
y comprendiendo que sólo
podía la religión
llevar a España entusiasta
de aquellos reyes en pos,
previó que de aquella próxima
cierta regeneración
tendrían que hacer los reyes
del clero el primer motor.
Por lo que se ve, don Luis
se encontraba en condición
de juzgar su era y hubiese
hecho un buen compilador.
Se ve que don Luis miraba
su edad con ojo de halcón,
con filosófico juicio
y cálculo previsor;
mas, hombre al fin, al hacer
individualización
de sus ideas, su círculo
para sí empequeñeció,
y del partido pedrista
siendo, tuvo en su opinión
que ser por necesidad
parcial cuando en sí tocó.
Don Luis era hombre mundano:
tenía al clero rencor
porque el clero no fue amigo
del rey a quien él amó.
Don Luis tenía a los frailes
inquina grande, y mayor
a los frailes sus vecinos,
quienes, desde que pasó
a los Tenorios la casa
y por sus lazos de unión
con Ulloas y Mejías,
a los Tenorios mejor
tampoco querían; breve
en su fina apreciación
del porvenir, a los frailes
don Luis Tenorio temió,
porque un odio de familia
lo extingue una variación
de ideas o de individuos,
o el generoso valor
heroico de uno de ellos
que a los suyos de sí en pos
arrastra, por el efecto
de un generoso perdón
y de su virtud heroica
que sus almas arrastró:
los odios de estirpe ahogan
la fe, el tiempo y el honor.
Pero los odios de clase
y los de corporación
y comunidad no ceden
a influjo alguno exterior
de fe, generosidad
ni entusiasmo ni valor;
las corporaciones tienen
cuerpos, mas sin corazón,
interés sin sentimientos,
y sus odios y su amor
gérmenes de su existencia
y de su instituto son.
Don Luis sabía esto bien
en aquel tiempo, como hoy
sabemos el gigantesco
poder de la asociación.
Don Luis aun en este juicio
conservaba el superior
instinto y golpe de vista
que le caracterizó:
mas don Luis, hombre mundano
y de poca religión,
como suelen ser los hombres
que, mirando en derredor
de sí, buscan en la tierra
de sus hechos la razón,
juzgó a los hombres de iglesia
mundanamente, y erró
de las cosas eclesiásticas
al hacer apreciación
y al juzgar él, hombre lego,
a los siervos del Señor.
En la santa teología
quiso meter su razón
y corregir, sin ser teólogo,
a los ministros de Dios,
y es sabido que mal siempre
la humana razón juzgó
a los a quienes alumbra
la divina inspiración.
Y es claro que de esta lucha
de Jehovah con Astharoth,
de la luz con las tinieblas,
de la fe con la razón,
la razón humana siempre
fue vencida y sucumbió
como quien lidia con armas
malas por causa peor.
Lo mismo siempre sucede,
sucederá y sucedió
al que ve las cosas santas
por el prisma del error.

Mas ¡qué diablos!.. este libro
es leyenda y no sermón,
es un cuento y no discurso
de diputado hablador
que hace, aspirando a ministro,
al gobierno oposición:
y el autor que sólo el título
de poeta ambicionó,
la corta porque no quiere
ni aun en esta digresión
mostrar pujos de político
ni humos de predicador.

   Diez días después de ida,
don César su habitación
ponía en los aposentos
que su cuñada ocupó.
Estorbárselo intentaron
sus hermanos y el doctor
con juiciosas reflexiones
que don César no escuchó.
Dijo que él de los Tenorios
era el jefe y el mayor
ya, y que era derecho suyo
semejante instalación:
pues cuando tal fue la expresa
voluntad del fundador
de su casa, era evidente
que por algo la expresó.
En fin, por no ocasionarle
un acceso de furor
y respetando la extraña
póstuma disposición
del copero de don Pedro,
sometiéronse los dos
hermanos a lo que no era
al fin una sinrazón.
Lo que al médico inspiraba
y a sus hermanos temor
en tal mudanza, era sólo
el creer que su mansión
en las cámaras que un tiempo
la fugitiva habitó,
usando sus mismos muebles,
percibiendo aún el olor
de los perfumes que usaba
y de los cuales quedó
impregnado el aposento
en donde hacía labor,
y la alcoba en que dormía
y el espléndido salón

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do solía recibirle
y el alegre comedor
ornado aún con su vajilla,
lleno aún con profusión
de flores y candelabros
su labrado aparador,
y en fin la vista perpetua
de aquel funesto balcón
por donde el ramo agresivo
de un Ulloa recibió,
no hicieran en su cerebro
una funesta impresión
y una influencia maléfica
que hiciera su mal peor.
Porque no cabía duda:
había en el corazón
de don César un misterio,
un gusano roedor,
un secreto mal velado,
una incendiaria pasión,
un volcán, en fin, de inmensos
odios o de inmenso amor.
Mas con asombro de todos
don César tranquilo entró
y se aposentó en sus cámaras,
la más mínima emoción
sin dejar ver en su faz
ni apercibir en la voz,
y de ella y de lo pasado
sin volver a hacer mención.
Tranquilizóles tal calma
y a la par les inquietó,
porque don César no era hombre
de cambiar de condición
ni de renunciar tranquilo
a una venganza que ansió
siempre, de amor o de odio
sin una oculta intención.
Comoquier fuese, don César
desde que Beatriz partió
pareció un poseso libre
de diabólica obsesión,
como un loco a quien un filtro
largo tiempo trastornó,
cuya influencia cortárase
de algún remedio a favor.
De cualquier modo, don César
en su nueva habitación
por algo que nadie alcanza
hombre nuevo se tornó.
Y en verdad que si el estar
bien alojado es razón
de mejorar de salud
y de estar de buen humor,
no era extraño que a don César
le pluguiera la mansión
de aquellas nobles estancias
que Don Pedro aderezó
con un gusto tan artístico
y lujosa ostentación
y en las cuales invitamos
a penetrar al lector,
aunque le parezca plano
que un arquitecto trazó,
o de gula de viajeros
minuciosa descripción.

   Mas tal es de las leyendas
el privilegio: su autor
va por donde se le antoja,
que vaya bien o que no.
Poema de nuestro siglo
destartalado, invención
romántica de moderno
cuño, aun no le reselló
con reglas un Aristóteles
de academia; que, doctor
en ciencia ajena, de suyo
nada supo ni inventó.

   De los Tenorios la casa
solar su real donador
con torres por sus cuatro ángulos
macizas apilaró:
las cuales dando por dentro
al edificio vigor,
le dan además por fuera
bizarra decoración.
   Ocupando la mitad
de su fachada exterior
que da a la plaza, y cogiendo
toda entera la extensión
de su ala izquierda, del área
total de su cuadro dio
la mitad a esta vivienda
puesta en el piso de honor.
Siendo árabes bizantinos
su estilo y su construcción,
tiene todas las bellezas
y defectos de los dos;
fábrica por demás sólida,
muros de grande espesor,
labores, alicatados
y tallas con profusión:
comodidad no muy grande,
pero amplitud... sin temor
de mentir puede un torneo
darse en cada habitación.
La de que tratamos, la
que Beatriz abandonó,
de uno de los cuatro ángulos
apoyada en el torreón,
abierta por dentro al patio
del homenaje o de honor
por una ancha galería
que Don Pedro avidrieró,
consta de una amplia antesala
do se abre a un primer salón
de espera, estucado de árabe
comarágica labor:
y sabido es que Don Pedro
a los moros empleó
en labrarle sus alcázares:
en Sevilla aún se ven hoy.
Paso este salón de espera
abre por un corredor
a la cámara del baño,
que es de pórfiro un tazón.
Luego hay una sala de armas,
arsenal proveedor
de todas las que aquel tiempo
de Fierabrases forjó.
Al fin, con tres grandes luces
sobre un jardín posterior,
está el comedor, servido
por un torno que, impulsión
dando a un contrapeso, trae
desde el oficio inferior
los manjares; con lo cual
no hay paje que en ocasión
de escondido huésped, cita
o antojo de su señor,
sepa quién come con él
ni oiga su conversación.
De rica vajilla henchido,
un inmenso aparador
da frente a una chimenea
en cuyo hogar se quemó
alguna vez medio roble,
y cuya ornamentación
es curiosidad artístico
de imponderable valor.
Sus dos morillos de bronce
son la representación
de dos galgos que tendidos
esperan a su señor,
y aunque esto es lujo excusado
donde la fría estación
es primavera en el Norte,
es adorno de rigor
en las mansiones feudales,
donde las veladas son
en familia y hechas siempre
del hogar en derredor.
Mas útiles en Sevilla,
doña Beatriz dejó
colgados en los remates
del tallado aparador
dos abanicos de sándalo
de la asiática región
con los cuales dos esclavas
la daban aire y olor.
Del salón de espera se entra
por un dorado portón
a otro cuya alta techumbre
casetonada es de boj
incrustado en cedro y ébano,
de plata con clavazón;
vístele cuero de Córdoba
que allá guadameciló
el arte moro, y la alfombra
blando tapiz de Lahor,
ofrenda que el rey Bermejo
con la cabeza pagó.
Desde este salón se pasa
al en que se abre el balcón
en donde el ramo de Ulloa
doña Beatriz recibió.
Allí estaban sus labores
y el laúd a cuyo son
vibraba el aire aromado
por su aliento, con su voz.
Allí estaban, ya no están;
consigo se los llevó;
hoy no hay ya más que los muebles
donde formaron montón.
Casa de que mujer bella
se fugó, dice un doctor
persa que es jaula vacía
de la que el pájaro huyó;
y tras ave y mujer queda
el vacío; y la impresión
de la vista del vacío
da frío en el corazón.
En esta cámara está
la alcoba en que ella durmió,
cerrada con dos vidrieras
de quien las ve admiración.
Son de ese extraño mosaico
de cristales de color,
hecho con miles de piezas
de prolija trabazón.
Como alas de mariposa
pintadas y con primor
ensambladas, como en hilos
de telarañas, aún son
timbres de artistas vidrieros
que son artesanos hoy:
artistas que hizo la antigua
masónica asociación
que fue la que esas católicas
catedrales fabricó
que al alma infunden poética
y religiosa emoción.
La alcoba era un camarín
que el rey Don Pedro mandó
labrar tal vez con intento
de hacerle nido de amor;
mas su delicioso asilo
tal vez nunca cobijó
más que sueños negros, hijos
de alguna mala pasión.
De este salón hay abierto
en el muro posterior
un postigo que festona
una aljamiada inscripción
en cúficos caracteres;
pero en idioma español
dice que aquella es la puerta
del cuarto que reservó
para sí el rey que a su súbdito
tan espléndida mansión
el año de mil trescientos
cuarenta y seis regaló.
Daba entrada a un gabinete
el cual me pesa al lector
no abrir... porque de su llave
don César se apoderó
desde el día que se puso
de su cuarto en posesión
y hay que esperar a que él le abra
el día que esté de humor.
   Tal era la hereditaria
y casi regia mansión
en que don César, ya jefe
de su casa, se instaló.
Siempre con su idea fija
y de ella con aprensión
sin duda, aunque de ella nadie
por entendido se dio,
dos fieles criados puso
de su alcoba en rededor;
uno de aquel gabinete
al umbral, y en el salón
inmediato otro, aunque quien
tal medida aconsejó
e insistió en que se observara
semejante precaución,
fue el médico, que temía,
de su mal conocedor,
algún acceso nocturno
de febril exaltación.
Don César no estaba aún sano:
aún le molesta una tos
nerviosa que le amenaza
con una sofocación,
y aún en postura supina
respira, aunque sin dolor,
mal, sintiendo el mal servicio
de la tráquea y el pulmón.
Cada día, a pesar de esto,
iba de bien a mejor
y ya no tomaba más
que una calmante poción
que al dormir y al despertar
el doctor le recetó,
y que a ojos vistas le daba
tranquilidad y vigor.
Ya salía sin apoyo
de brazo ajeno, aunque en pos
llevando un criado fiel
por prudente precaución.
   Y así pasó una semana
y así noviembre pasó
y nadie de lo pasado
volvió ante él a hacer mención;
ni él a doña Beatriz
ni a Per Antúnez mentó,
y olvidado todo ya
parecía en conclusión.

   A mediados de diciembre,
el trece al ponerse el sol,
con su esclavina, sus conchas,
su calabaza y bordón,
ver con instancia a don César
pidiendo se presentó
un peregrino vulgar
del palacio en el portón.
Volvía de su paseo
aquél, y en cuanto le habló
con él se metió en sus cámaras.
Estaban ojo avizor
sus hermanos para asirle
cuando se fuese; mas no
lograron su intento, pues
César en conversación
volvió con el peregrino
a salir, y enderezó
con él hacia el río, donde
vogando a una embarcación
que zarpaba para Cádiz,
de ella a bordo le dejó
sin dar ni de su venida
ni de su ida explicación.

Pero hubo otra inexplicable
circunstancia, y fue que en pos
de sí traía don César,
cuando a su casa volvió
al anochecer, un mozo
cargado con un cajón
que parecía pesado,
y que en su cuarto metió.
Que hiciera compras don César
no era cosa que en rigor
pudiera causar asombro;
mas lo que sí lo causó
fue que desde aquella noche
echó de su habitación
a sus criados, y en ella
como Beatriz se encerró.
Pero antes que la sorpresa
que tal determinación
causó a todos, a don Luis
asombró un hecho anterior,
pues no fue aquel todavía
el más extraño, sino
el de que don Luis echando
tras del mozo del cajón,
lo que en el cajón había
traído le preguntó,
y él dijo sencillamente
sin miedo o vacilación:

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«Útiles de carpintero
y de herrero. -¡Vive Dios!,
dijo don Luis, que si a burlas
te atreves, villano... -Yo
respondo a vuestra pregunta
como Dios manda, señor.
Mi padre comercia en fierro
y herramientas; y el cajón
contiene sierra, martillo,
lima, destornillador,
tenazas, cepillo, pinzas,
cortafrío, hacha, formón;
todo doble y del tamaño
que ha pedido el comprador.»
   Don Luis quedó estupefacto
al oír tal relación,
y el mancebo, aprovechándose
de su asombro, se marchó
sin comprender de aquel hombre
la ira ni el estupor.

   Don César, en cuanto a solas
en su cuarto se quedó,
como con prisa y urgencia,
mas sin precipitación,
del rey Don Pedro al postigo
(sin atender al primor
de su rica entalladura)
hoja y quicio barrenó.
Atornilló en los taladros
de cada uno de los dos
cuatro armellas cuyos ojos
uno sobre otro ajustó;
metió en ellas de un candado
de mástil el espigón;
encajó en él la manija;
dio vuelta a su pasador
con la llave; de lo sólido
de lo hecho se aseguró;
y quedando satisfecho
de la tal operación,
dijo, de su idea fija
sin ceder: «Esto es mejor;
de nadie así necesito;
a nadie parte así doy
del secreto; madriguera
de dos bocas, si el hurón
por la otra entra, que no husmee
por la que he cogido yo.»
Desnudóse; bebió un vaso
de su calmante poción,
y guardándose en el pecho
su secreto, se durmió.

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