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La leyenda de José María El Tempranillo (Raíces Literarias)


Antonio Cruz Casado




Sólo se anima [...] si alguien cuenta
la hazaña de un gallardo bandolero.1


Antonio Machado                






En una narración poco conocida del escritor cordobés Antonio Porras2 (1886-1970), oriundo de Pozoblanco, titulada Bandolerismo andaluz e incluida al final de su colección de novelas El misterioso asesino de Potestad (c. 1923), asistimos a un episodio de robo fallido. Un pobre bandolero, que no tiene dinero ni para munición, intenta asaltar a un viandante para robarle su hermosa mula roja. El lance se desarrolla con todos los rasgos específicos de un atraco nocturno: el viajero camina en la noche, portando su escopeta y a lomos de su mula, el bandolero le echa el alto, le quita la escopeta con habilidad y le indica que se baje de la cabalgadura; pero Felipón, que así se llama el propietario de la bestia, no hace caso, porque sabe que su propia escopeta, con la que es amenazado, no está cargada, y, aunque el forajido dispara, sólo se oyen dos gatillazos que provocan la risa del personaje atracado. Quizás en el fondo del relato haya cierta intención social: la acción se sitúa en parajes que recuerdan los del norte de la provincia de Córdoba, donde hay mineros que malviven y cazadores que no cobran ninguna pieza, y también bandoleros que se echan al camino, sin los pertrechos necesarios para ejercer su tradicional oficio.

En la parte final del relato se indica lo siguiente: «Felipón montó en su mula. Dio un cigarro al bandolero, en pago de la risa que le proporcionó en definitiva. Y como al trasponer volviese la cabeza y viera al forajido que continuaba en la vereda, inmóvil y pensativo, le gritó:

-¡Salud, heredero de José María!

Y a la magia del nombre, miró seriamente, con dejillo de admiración al que quedaba en la senda; y se decía mientras se alejaba:

¡Ese tío es más valiente que un jabato! ¡Mira tú que salir a jugarse la vida con la caña güera!»3. Se refiere el personaje, mediante la expresión la «caña güera», a que su escopeta carece de la necesaria provisión de municiones.

Pero, retengamos algún dato de este fragmento: Felipón le dice «heredero de José María», y se habla a continuación de la «magia del nombre» pronunciado y de cierto deje de admiración que le causa lo que esta designación evoca.

En un contexto de bandolerismo andaluz no es preciso decir más que el nombre propio citado para asociarlo inmediatamente con el del Tempranillo, por lo que el personaje se convierte en el bandolero que reúne todas las características específicas por antonomasia, mediante el recurso a esta conocida figura retórica, de tal manera que decir José María es como mencionar el bandolero andaluz por excelencia. Pero además se dice que tal nombre desprende cierta magia y lleva también consigo alguna carga de admiración, lo que en el fondo equivale a indicar que el bandolero tiene aún muchos admiradores y se ha convertido prácticamente en un personaje de leyenda.

Algo de esto se transparenta también en las primeras páginas de un guión cinematográfico inédito, de mediados de los años cuarenta, que nos parece no llegó a rodarse y que como texto codificado ofrece rasgos de obra literaria4. Según los autores del guión, tras los títulos de crédito aparece el fragmento introductorio siguiente: «En el año de 1818, en el corazón de Sierra Morena, reinando en España Fernando VII, se vio Andalucía asolada por el bandolerismo, pero, más aún, por los que agrupados en sectas secretas, dirigían los asaltos a mano armada en los caminos y carreteras, imponiendo contribuciones y tributos a los labradores y cortijeros. Hubo entonces un hombre, José María el Tempranillo, que atacó valientemente a la terrible plaga, haciéndola desaparecer y convirtiéndose en un héroe de leyenda». Aparte de las inexactitudes de presentar al bandolero como justiciero popular, en lucha anacrónica con la Mano Negra5, tal como luego se constata en el guión, nos parece significativo el carácter heroico y legendario con el que se nos presenta el personaje ya desde esta indicación inicial.

No parece necesario aducir más ejemplos encomiásticos al respecto, puesto que de la popularidad del Tempranillo dan fe incluso algunos cantares flamencos, bastante divulgados, como sucede con el conocido cante de «serranas»:


      Por la Sierra Morena
va una partía;
ar capitán le yaman
José María.
      Sus compañeros
Frasquito er de la Torre,
Juan Cabayero6.


A este poemilla tan significativo, puede añadirse algún otro, también tomado de la tradición oral, aunque menos divulgado, en el que se indica lo siguiente:


       José María se llama
el rey de los bandoleros;
por el camino de Ronda
sus pasos vienen siguiendo.
      Camino de Ronda
lo vienen a ver
las primeras luces
del amanecer7.


Sentado, pues, el carácter más o menos legendario y mítico que va adquiriendo José María el Tempranillo a lo largo del siglo XIX, y convertido ya en vida en el prototipo del bandolero romántico andaluz de rasgos positivos, gracias a los escritos y a los grabados de artistas franceses e ingleses, todos ellos contemporáneos del personaje real8, intentemos esbozar el panorama de las aportaciones literarias propiamente hispánicas, que son las que va a conocer de forma predominante el público español y las que configuran la imagen que se tiene del Tempranillo. En otros medios culturales extranjeros, sobre todo en el que conforman los viajeros románticos por España, la figura del bandido sigue llamando la atención, como se constata en alguna crónica de viajes, ya en la segunda mitad del mencionado siglo. En este sentido, se puede mencionar a la viajera francesa Madame de Gasparin, que publica su crónica de un viaje por Andalucía en 1886, la cual, puesto que no puede contar ninguna experiencia personal en el atractivo mundo de los bandoleros, recuerda la historia de José María, a la que dedica nada menos que cinco páginas de su obra. Allí señala, en la línea de Merimée, que el bandolero era un hombre joven y cultivado, de modales caballerescos y cortesía exquisita; que no asesinaba, sino que luchaba; que rogaba cortésmente a los viajeros que se desprendieran de sus joyas y dinero; que distribuía el producto de sus robos; que el gobierno cansado de perseguirlo, sin llegar jamás a detenerlo, le dio la amnistía, y que finalmente una noche reconoció entre los salteadores de un caballero a su lugarteniente de antaño, al que exhortó a cambiar de vida, pero que el cobarde no le hizo caso y le destrozó la cabeza de un pistoletazo9.

Estos datos parecen más o menos históricos, o resultan admitidos como tales a partir de Prosper Merimée10, como ya señalamos en otro lugar.

Ahora bien, ¿cómo se divulga la imagen de este bandolero en nuestros textos literarios? Al respecto, hay que tener en cuenta que, junto a la obra escrita, existe también la vertiente oral de la leyenda, algo difícil de documentar, salvo mediante una amplia recogida de materiales in situ, a la manera de una labor folklórica de campo. De una manera genérica, sin ocuparnos en esta ocasión de los libros de historia (o presuntamente históricos), que son lectura de gente preparada y letrada, en los que habitualmente no se considera al bandolero un personaje legendario sino como objeto de estudio, investigación o curiosidad, podemos señalar algunos hitos que van a ir configurando la figura mítica del bandolero, entre los que se encuentran un poema del cordobés Luis Maraver, acerca de un bandido innominado, en el que se reflejan rasgos de la conocida «Canción del Pirata», de Espronceda, fechado en 1845; la obra de teatro José María, de Enrique Zumel, que se había estrenado en Cádiz ya para 1858, año en que se edita en Málaga, y que al menos tiene otra reedición en 1902; la pequeña serie de composiciones titulada «José María», incluida en el libro de José de Olona, Recuerdos de Andalucía, editado en 1861, y especialmente las amplísimas novelas de Manuel Fernández y González, El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María (Madrid, 1871-1874) y José María el Tempranillo. Historia de un buen mozo (Madrid, 1886), que tanto éxito y tantas reediciones tuvieron a lo largo del siglo XIX e incluso en la primera mitad del XX, a lo que hay que añadir otras muchas narraciones, más bien breves, algunas de ellas anónimas, en las que el bandolero figura como personaje, entre las que están José María o el rayo de Andalucía (1911), de Álvaro Carrillo, José María el Tempranillo (1931), de Antonio Oller Bertrán, u otra del mismo título de Julián Caballero (1969), entre varias más. También, de alguna manera, la personalidad del Tempranillo informa las actuaciones del protagonista masculino de La duquesa de Benamejí (1932), de Antonio y Manuel Machado, llamado Lorenzo Gallardo, como hemos estudiado en otra ocasión11, relación amorosa entre la duquesa y el bandido que ya estaba prefigurada en una novelita erótica, La marquesa y el bandolero (1915), de Antonio de Hoyos y Vinent12. Más cercano a nosotros es el texto de Antonio Gala, José María El Tempranillo, que sirvió de guión para un episodio de una serie televisiva y se editó no hace mucho tiempo (1984). Incluso en la actualidad aparecen libros más o menos interesantes y conseguidos sobre el bandolero de Jauja13.

En este panorama incompleto esbozado, no todas las obras tienen el mismo valor en la formación y transmisión de la leyenda de José María; seguramente las más relevantes, incluso en lo que respecta al interés literario o sociológico, son las aportaciones de Olona, Zumel y, sobre todo, Fernández y González. Casi todas las demás pertenecen al mundo de lo subliterario, sin que haya que menospreciar en exceso, y en esta ocasión, estas obritas de escasísimo interés artístico, puesto que también divulgaron personajes y situaciones del mundo bandoleril. En consecuencia, diremos algo sobre las que nos resultan más significativas.

Aun cuando las aportaciones del escritor Luis Maraver y Alfaro (Fuenteovejuna, ?-1886) se inscriban en el terreno de la historia cordobesa14, hemos localizado en un periódico de 1845 una composición suya, de claro aire romántico y heredera de Espronceda, en la que aparece una alabanza al jefe de los bandoleros que es el soberano del valle en lucha constante con los guardias civiles y carabineros15. Sin que se mencione el nombre de José María, que había muerto algo más de una década antes, nos parece que su sombra planea sobre esta canción, titulada «El bandolero». Curiosamente, un viajero francés, el Barón Davillier, que recorre España antes de 1874 (fecha de edición de su libro de viajes), compra en Carmona una versión de este texto16, junto con otros pliegos que tratan de la vida de Diego Corrientes, Los siete niños de Écija y otros bandoleros célebres.

He aquí la segunda estrofa del poema:


De todos soy respetado
cual si fuese un soberano,
nadie se atreve en el llano
mi capricho a contrariar.
Que vengan guardias civiles,
que vengan carabineros,
mis trabucos naranjeros
los harán escarmentar,
y no querrán más ensayo,
¡a caballo!
trabucazo y a cargar.


Los poemas del malagueño17 José de Olona, aunque editados en Barcelona en 1861, están compuestos unos diez años antes, en 1852, si creemos la indicación del propio autor en el subtítulo de su obra, Recuerdos de Andalucía. Costumbres, tipos, trajes. Romances. Tal como señala Caro Baroja, este escritor, nacido hacia 1830, recuerda desde París una serie de aspectos característicos de su tierra natal, entre los que se incluyen una tarde de toros, la perchelera, el charrán de Málaga, el calesero el contrabandista y también el bandolero José María. La composición que dedica a este último está dividida en cuatro partes, tituladas respectivamente «José María», «La ermita», «El robo» y «La despedida». Se trata de cuatro romances, no siempre regulares, alguno de ellos con abundante diálogo, en los que esboza ciertos episodios de la historia del bandolero de Jauja, al que hace oriundo de Estepa, tal como puede verse en su comienzo:


Nació en el pueblo de Estepa
el ladrón José-María,
hijo de padres labriegos
que honradamente vivían.
Apenas fue mozo el niño,
ya el mozo se distinguía,
más que por lo que él valiera,
por el valor que tenía.
Taciturno, melancólico,
de pura raza morisca,
era José enamorado,
generoso... y sin codicia


(pp. 57-58).                


Más tarde se dedica al contrabando y, tras un encuentro con la justicia, en el que asesina a un hombre, se hace bandolero18. En la ermita han encontrado la partida de bandoleros su refugio seguro y desde allí planean sus robos. Uno de ellos tiene como objetivo una diligencia, cargada de pasajeros y con un buen botín: cuatro mil duros, la dote de una muchacha que viaja en el coche. Claro que José María, haciendo gala de su proverbial generosidad, le deja el dinero y pondrá el equivalente de su propio bolsillo, con el fin de contentar a sus compañeros de fechorías. El personaje aparece aquí investido de una gran autoridad, respetado por todos los suyos, y con una forma de expresión claramente andaluza. Así habla en el asalto a la diligencia:


      -¡Chito!
...jentusa! y nenguno diga
más de lo que yo le mande.
Descomensar la requisa
del coche, y a esos dos niños
no ponerles un deo ensima.


(p. 70).                


Finalmente Olona concluye:


José se torna a los suyos,
que descontentos le miran,
y exclama: «-Cuatro mil duros
tengo pa ustés en la ermita.
Conque así, menos josico,
... y a galope, ¡malas tripas!


(pp. 73-74).                


En «La despedida» se incluye un monólogo de José María despidiéndose de los campos y de los árboles que le sirvieron de refugio en sus correrías (que recuerda algo a la despedida de Juana de Arco de su tierra natal, en el drama de Schiller del mismo título19), porque el rey Fernando VII lo ha indultado. El tono de esta parte es decididamente romántico20:


¡Adiós, campiña de arbaca!
¡Adiós, montes de tomiyo!
¡Consuelo de mi existensia,
de mis hasañas testigos!
Para siempre os abandono
de mi vida arrepentido...
Mas, ¡ay, que al dejaros cresen
del corasón los latidos!
¡No temáis que mi memoria
pueda echaros en olvido!...
¡Y si aún yo fuera ladrón
hoy os llevara conmigo!
Pero el rey Fernando Sétimo
me indulta de mis delitos,
y fuera, prendas, robaros,
serle desagradecido.

(pp. 75-76).                



Más tarde añade:


De esta vida me separo,
¡tan sembrada de peligros!,
¡y hombre vuelve a las siudades
quien fue lobo de caminos!
De todo el mal que he causado,
hoy me arrepiento, ¡Dios mío!
¡Y espero que al fin consedas
perdón al arrepentido!

(p. 76).                



Una forma parecida de expresión andaluza se constata en la larga obra teatral de Enrique Zumel titulada José María. Drama de costumbres andaluzas, que se había representado «con un éxito brillante -según indica la edición- en el Teatro del Circo de Cádiz»21, antes de 1858. Poco sabemos del malagueño Enrique Zumel (1822-1897), al que se ha dedicado algún estudio bibliográfico22, insistiendo especialmente en sus comedias de magia. Pero Zumel tiene también piezas de bandoleros, como Diego Corrientes, o el bandido generoso (1855), La gratitud de un bandido (1856), continuación de la anterior. El propio autor reconoce que, aunque ha escrito otras obras de más aliento y calidad, que le han dado cierta fama entre los doctos, lo que le ha producido verdaderamente buenos resultados económicos son sus obras de bandoleros. Al respecto mantiene una conversación con un crítico en el prólogo de la obra citada, donde podemos leer lo siguiente:

«Crítico.- ¡Sí, pero esos dramones de trabucos y puñales son de tan mal gusto! Ese lenguaje tan chabacano...

Yo.- [es decir, el autor] Las obras de los hombres deben juzgarse según sus aspiraciones; cada autor al emprender una obra se propone un fin, y si lo consigue ha llenado su misión: mi propósito fue hacer una obra que llamase mucha concurrencia al teatro, que produjese mucho, y fuese muy aplaudida; véase si lo he conseguido.

Crítico.- ¿Pero esos aplausos pueden halagar su amor propio?

Yo.- ¿Por qué no? Cuando logro atraer mil personas al teatro, y estas espontáneamente aplauden y llaman a la escena al autor, y se repite el drama otra noche y vuelven, prueba de que algo bueno habrá en el conjunto defectuoso que usted censura; me dirá usted que esos aplausos son de la plebe, no de los inteligentes [...]. En cuanto a lo del lenguaje chabacano, son bandidos andaluces los que pinto, y es preciso que estos hablen en andaluz». Señala finalmente que, como había dicho Lope de Vega en el siglo XVII, al vulgo hay que hablarle en necio, puesto que es el que paga la función: «El vulgo es necio y pues lo paga, es justo / hablarle en necio para darle gusto», recuerda Zumel.

El crítico le hace otros reparos de índole moral y referidos a la estructura de la pieza, ajena a las normas dramáticas, a lo que el autor va respondiendo puntualmente, terminando con la siguiente afirmación: «así es, que yo he escrito a conciencia para mi nombre literario, si algo puedo hacer para él, Guillermo Shakespeare, Enrique de Lorena, Cervantes y Sueños de un loco; para mi bolsillo, Diego Corrientes y José María» (p. 8).

No puede darse mayor claridad en la justificación de la obra. El resultado carece efectivamente de calidad estética pero sería profundamente atractivo para un público popular, que en aquellos años tendría tiempo sobrado para emplear toda una tarde en asistir a la representación de los siete largos actos de que consta el drama.

La acción de la obra es muy movida; hay cante flamenco intercalado, peleas, tiros, diálogos breves y ágiles, personajes misteriosos, hijos abandonados que encuentran a sus padres, amores adúlteros, generosidad, fidelidad, final feliz para los buenos y desgracias para los malos. Los lugares de la acción son ocasionalmente infrecuentes pero característicos: la venta, la cueva de los bandidos, o la selva, caracterizada según la indicación escénica con «malezas y abrojos en todo el escenario: bosque de árboles corpóreos y hierbas que lleguen a la rodilla a los actores; por el foro se ve el arrecife, que pasa de un lado a otro, atravesando el escenario, con pilarillos marcando su linde» (p. 69). Todo ello a la luz de la luna. El ambiente romántico está potenciado por la personalidad de algunos bandoleros, el más importante de todos José María, que parece desasosegado y agobiado por un destino trágico y misterioso. He aquí un fragmento de conversación entre José María y Veneno:

Ven.
¿Qué tienosté, capitán?
José.
¡Ay, amigo!... ¡nada, y mucho!
¡en ese coche que espero
viene cuanto quieo en er mundo!
¡la mujé que me robó
el negro destino injusto!
Ven.
¿Y qué piensasté jasé?
José.
No lo sé: nada discurro:
la sociedad me arrojó
de sí con seño iracundo,
quitándome ar mismo tiempo
la quietú que en vano busco;
una mujé que quería,
¡la prenda de tóo mi gusto!
ella debió ser mi esposa,
y hoy viene... En vano procuro
tranquilisarme; Veneno,
sírveme tú en este apuro

(p. 14).                


Entre los misteriosos secretos que esconde la personalidad de José María, en esta obra oriunda de Granada, se encuentra el no conocer a su auténtico padre. Así se lo comenta a su amada María:

Escucha, por Dio, sabrás
mis tormentos y mi pena,
y al escucharme verás
que el mundo me echó no más
a esta vida de mí ajena.
En la arabesca Granada,
la de la espasiosa vega
de Cármenes mil poblada
y de flores salpicada
que el sonoro Genil riega,
me crié como un señó
como el hijo de un marqué,
y tóo er mundo miró
como su amigo mejó
al opulento José.
Pero yegó asiago día
en que fiera enfermedá
le ataca; a yamar me envía,
y en medio de su agonía
me declaró la verdá.
Me dijo: «Escucha hijo mío,
lo que desir no quisiera:
pero ya al sepulcro frío
me yeva este mal impío,
y es mi obligación postrera.
Tuve un amigo en Granada,
que víctima del amor
en una noche cayada
yamó a mi puerta cerrada
transido de cruel dolor.
Le abrieron y a mi aposento
con ligero paso entró:
desembosóse al momento
con ligero movimiento,
y un niño me presentó.
(pp. 20-21).                



El niño es José María y uno de los objetivos del mismo, entre asaltos, refriegas y traiciones, será conocer la auténtica identidad de su progenitor. El misterioso padre resulta ser un noble que intercederá ante el rey para que el bandolero obtenga el perdón, cosa que finalmente consigue.

Posiblemente la canonización literaria del bandolero típico, de José María el Tempranillo en este caso, se deba a un novelista con frecuencia denostado, pero que alcanzó grados de popularidad e incluso de riqueza insospechados; nos referimos al fecundísimo ingenio sevillano Manuel Fernández y González (1821-1888), escritor aún falto de un estudio riguroso que permita determinar con la debida fiabilidad el número, orden de edición y fecha de aparición de sus novelas23. Por lo que respecta a los bandoleros andaluces, sabemos que a lo largo de su vida compuso extensas obras en torno a los más relevantes, entre las que se encuentran: Juan Palomo o la expiación de un bandido (Madrid, Miguel Prats, 1855), Los siete niños de Écija (Madrid, Miguel Prats, 1863), Diego Corrientes. Historia de un bandido célebre (Madrid, 1866), El guapo Francisco Esteban (Madrid, 1871), El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María (Madrid, 1871-1874), Don Miguelito Capa-Rota, el célebre marqués ladrón (Madrid, 1872), El Chato de Benamejí. Vida y milagros de un gran ladrón (Madrid, 1878), José María el Tempranillo. Historia de un buen mozo (Madrid, 1886) y El señor Juan Caballero o los hijos del camino (Madrid, 1888, póstuma). Muchas de ellas han sido prácticamente inencontrables para nosotros en la edición citada, por lo que es posible que se haya omitido alguna narración de bandidos en la sumaria relación o que, por el contrario, se incluya alguna que no pertenezca propiamente al tema bandoleril.

El método de trabajo de este escritor era realmente curioso, tal como lo ha transmitido en sus memorias Julio Nombela (1836-1919), colaborador ocasional del mismo24. También son colaboradores, o negros, del sevillano escritores que luego alcanzan relevancia, como el sainetista Tomás Luceño (1844-1933) o Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928)25. Mientras degustaba una copa de champán francés, procedente de su bien provista bodega, por lo que estaba habitualmente endeudado con sus proveedores, dictaba a varios colaboradores las páginas que componían diversas entregas que tenían que imprimirse el fin de semana para poder entregarlas a los suscriptores el lunes. Se dice que Fernández y González componía varias novelas por entregas o folletines al mismo tiempo y que incluso podía intercambiar episodios entre unas y otras sin que se modificase sustancialmente la trama de ninguna de ellas. Esta forma de producción, que teniendo en cuenta los gustos y la reacción del público, podía ampliarse casi sin límite o reducirse si el éxito no era el previsto, es la que dio origen a las novelas de bandoleros andaluces del escritor sevillano, ya mencionadas.

José María el Tempranillo adquiere entidad entre los lectores populares en estos novelones, dicho esto con el mayor respeto posible, que pasaban de padres a hijos y que se convirtieron en la base de la mayoría de los episodios que conformaron su vida ficticia, hasta tal punto que se olvidan prácticamente los datos que suministraron personajes más o menos cercanos a él, física o temporalmente, y en su lugar se alza una leyenda que tiene obvias raíces literarias: las novelas de Manuel Fernández y González, reeditadas con cierta frecuencia en el siglo XIX y que ven de nuevo la luz, en otro formato, igualmente popular y barato, a lo largo de la centuria que ahora concluye. Curiosamente el auge de las ediciones de novelas de bandoleros coincide con la posguerra inmediata, hacia 1942-1946, como si el público de entonces necesitase alimentar su imaginación con mitos de libertad, de rebeldía y de riqueza y amores fáciles, en una situación de pobreza extrema y de ausencia absoluta de libertad. Parece como si la imaginación literaria sirviese de lenitivo contra una existencia de estrechez y de calamidades de todo tipo.

Hay que esperar al último tercio de nuestro siglo XX para que se inicien revisiones históricas adecuadas en torno a esta figura legendaria.

Son dos las novelas que Fernández y González dedica al bandolero de Jauja, que él hace oriundo de Montilla. De acuerdo con el orden de los sucesos que se narran, la primera tendría que ser José María el Tempranillo. Historia de un buen mozo, cuya indicación de fecha primera de publicación suele omitirse en alguna ocasión, y en ella se cuentan las aventuras del personaje desde su adolescencia hasta su matrimonio con Ginesilla. La segunda, titulada El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María, se inicia cuando el bandolero se encuentra en todo su esplendor y acaba con la muerte del mismo. Las fechas internas que marcan el comienzo de ambos textos26 son el 6 de febrero de 1818, momento en que José María tiene 18 o 19 años, siempre según el relato, y el 23 de octubre de 1825, en la segunda narración, que termina con su muerte, y es posible que se escribiesen y se publicasen en el orden señalado. La fecha de publicación que se indica para la segunda novela es 1871-1874, «en cinco mortales tomos», dice Ferreras27, en tanto que para la primera encontramos la indicación del año 1886. No hay que descartar, sin embargo, que el orden fuese el inverso al que parece exigir la coherencia interna del argumento, tal como se hacía con alguna frecuencia en los libros de caballerías, en los que se presentaba primero el héroe en su momento de plenitud y luego se contaban su origen y primeras aventuras, lo que técnicamente se denominaba enfances, recurso que también afectaba a la antigua épica española en verso y que se documenta propiamente en el caso del Cid. Como se sabe, los folletines decimonónicos han sido considerados en alguna ocasión los herederos de la antigua narrativa caballeresca28.

Sin que sea una cuestión baladí la determinación de la fecha de aparición, sino un dato importante para una aproximación seria al tema, hay que indicar que José María el Tempranillo. Historia de un buen mozo aparece dividida en cuatro libros: El jefe de la cuadrilla, Odio a muerte, El cortijo misterioso y El beso triunfante, y la que suponemos su continuación El rey de Sierra Morena. Aventuras del famoso ladrón José María en tres libros: El famoso José María, El bandido fantasma y La última aventura. No es posible dar una idea del fárrago de aventuras que encierran tantos centenares de páginas, casi nunca leídas desde una perspectiva crítica. En las primeras ediciones del siglo XIX el número de páginas tendría que contarse por miles, teniendo en cuenta que el tamaño de la letra era mucho más grande, dado el tipo de lector al que iba dirigida la obra, por lo general poco habituado a la lectura, y que además interesaba rellenar mucho papel, puesto que se cobraba por cada entrega (cobraban tanto el autor, del empresario o editor, como los distribuidores o cobradores de cada uno de los suscriptores), de ahí la importancia de las frases cortas, que ocupan una sola línea, del diálogo entrecortado, de las escasas descripciones, que suelen exigir el punto y seguido. Igual ocurre con el resto de las novelas y al respecto hay que señalar que Los siete niños de Écija, del mismo autor, en su edición de 1863, tiene 1796 páginas, y algunas más El chato de Benamejí, edición de 1878 (851 páginas el tomo I y 1080 el tomo II, más ocho láminas en la primera parte y siete en la segunda). Así se explica que, mientras un periodista ganaba unos treinta duros al mes, hacia 1864, y este es el caso de Julio Nombela, Fernández y González podía conseguir unos veinte o veinticuatro duros a la semana, es decir, casi cuadriplicaba al mes el salario de un periodista, con el que se podía vivir con cierta holgura. Con todo, y a pesar de haber obtenido pingües beneficios con la literatura, según recuerda Manuel Machado29, el prolífico novelista sevillano, al que se le achacan unas trescientas novelas, sólo tenía en su cuarto, en el momento de su muerte, un duro y un paquete de tabaco, y tuvo que ser enterrado de limosna.

El mismo poeta recuerda, en un texto de 1913, que dictaba sus novelas a sus escribientes, en alguna ocasión cinco a seis a la vez, y que alcanzaron extraordinario éxito, no sólo las históricas, a cuyo propósito, por la tergiversación constante de la historia auténtica, se asociaron las iniciales de su nombre M. F. G. con el remoquete Mentiras Fabrico Grandes30, sino también las de bandoleros, y al respecto se acuerda Manuel Machado «de aquellas otras [novelas] que hacían temblar a las almas sencillas de ha cincuenta años con los lances de bandoleros y caballistas. ¡Oh divinas entregas de a cuartillo de a real; adorables librotes inacabables, deletreados al rincón del fuego por el único lector de la casa, mientras en torno junta el miedo, la atención y el encanto las cabezas de oro y las de plata!»31.

Las novelas sobre José María ofrecen los rasgos usuales en este tipo de narración; no son ni mejores ni peores que otras del mismo tipo, aunque casi nunca las hemos visto citadas con especial encomio, cosa que sí se hace respecto a otras obras de ambiente histórico, como Men Rodríguez de Sanabria (1853) o El cocinero de su majestad (1857). Personalmente nos parecen interesantes, por el ambiente arabizante y fantástico, la Historia de los siete murciélagos (1863) y la Historia de un hombre contada por su esqueleto (1858), reeditada esta última no hace mucho tiempo32.

Menos interés ofrecen otras muchas narraciones de principios del siglo XX, que no vamos a tratar en esta ocasión para no hacer excesivamente larga la aportación presente. Algunas resultan un tanto deudoras de Fernández y González, otras son más o menos originales, pero en conjunto no aportan gran cosa a lo ya expuesto salvo la continuidad y la diversificación del tema en múltiples aventuras, muchas de ellas intrascendentes.

Ya en nuestros días, y coincidiendo con la adopción de otros medios de difusión más visuales que el libro, como el cine y la televisión, encontramos aún alguna obra que permite hablar de cierta actualidad y actualización en el tema de José María. Se trata del guión de Antonio Gala para una serie de televisión33, titulada «Paisaje con figura». No se trata aquí de una simple recreación literaria, sino que Gala quiere dar al mismo tiempo una visión histórica aproximada del personaje, para lo que recurre a determinados documentos que crean un ambiente sociohistórico adecuado en torno al mismo.

El Tempranillo deja aquí patente su fuerte carácter, sus dotes de mando, tal como podemos ver en la conversación que mantiene con Céspedes, un teniente de migueletes que quiere ingresar en la partida: «[Llevamos] una vida mu dura -dice- que yo no cambiaría por ninguna. Pero quiero que sepas que, en mi banda, hay mucha más disciplina que en el cuartel de donde vienes. Mano de hierro tengo, porque entre los caballistas también hay gente mala como en tós sitios y gente peligrosa y mu difícil. Yo no tolero ni un mal movimiento. No consiento muertes ni sangre sino en defensa propia. Aligeramos de su peso a quien lo tiene, y ya está. Pero aquí, cortesía con las mujeres y los ancianos, buen trato para todos y un poquito de gracia, que hasta para robar hay que tenerla. La justicia la impongo yo: se acata lo que digo o se va uno con viento fresco al otro mundo: no podemos andarnos con chiquitas. Precisamente porque nos hemos sublevao contra unas leyes, tenemos que cumplir a rajatabla otras» (pp. 93-94).

También se hace eco el escritor del atractivo que irradiaba su persona, y para ello hace conversar a varias muchachas acerca del aspecto físico del bandolero:

«1ª- Mi tío, que es concuñao de uno de la cuadrilla, dice que es rubio, rubio con los ojos celestes.

2ª- Qué disparate, si tiene los ojos como dos pozos negros. Qué sabrá tu tío, el pobre. Es moreno y altísimo.

3ª- Pos el alguacil de Rute que lo vio de lejos, dice que es bajito y que no levanta casi ná del caballo.

1ª- El alguacil de Rute es un muerto de envidia. José María es más guapo que un san Antonio. ¡Ay!

4ª- Eso digo yo. ¡Ay!».


Todo ello aquilata aún más el carácter mítico y legendario del bandolero de Jauja, cuya personalidad histórica puede estar más o menos desdibujada por lo que respecta a algunos sucesos reales (aunque prestigiosos e incansables historiadores trabajan con constancia para aclarar la verdad de los hechos), pero lo cierto es que el personaje sigue viviendo en los libros de ficción, de donde se surtieron todos aquellos que estaban seducidos por su atractiva figura, lo que en el fondo no es más que la atracción por un hecho característico de nuestra cultura andaluza. Así lo vio Antonio Gala al señalar: «si en la historia del bandolerismo se busca un nombre, se encuentra uno el de José María el Tempranillo. Reúne todos los ingredientes para formar un mito. Los mitos españoles, con frecuencia, han crecido al margen de la ley y marcando ley propia a ser posible: la ley común es aburrida y no muy justa siempre. El Romanticismo no inventó nada: lo recoge de la realidad» (p. 85). Así nos parece también a nosotros.

Lucena, octubre de 1999.






Apéndice

José María el Tempranillo y el bandolerismo andaluz en el Viaje por España (1874), de Charles Davillier.

El camino de Barcelona a Valencia era antaño uno de los de peor fama, a causa del bandolerismo. Al menos en la época en que todavía existían bandidos, pues en nuestros días son tan raros como los castillos en España, que al menos justifican bien, por su misma ausencia, un refrán muy conocido. Si hemos de creer los relatos de la mayoría de los viajeros, era la Península, no hace más de veinte años, la tierra por excelencia de los salteadores de caminos. Nadie emprendía el viaje a España sin temer alguna aventura, y los que volvían, si no habían sido atacados, estuvieron a punto de serlo, y siquiera podían contar alguna historia de españoles, misteriosamente embozados en su manta, que desaparecían de improviso, o de afiladas hojas que brillaban al claro de luna.

¡Tiempos aquéllos! Las diligencias eran detenidas con regularidad y no se montaba en coche sin tener en cuenta a los bandidos. La profesión, que era lucrativa, se ejercía casi a la luz del día. Cada camino lo explotaba una banda, que lo consideraba como de su propiedad. Se dice incluso que los cosarios (así se llamaba a los recaderos) hacían pactos con los bandidos, quienes, mediante una suma convenida amistosamente, les dejaban de buen grado continuar su camino. Los cosarios, por su parte, hacían pagar a los viajeros, además del precio del billete, una prima de seguros que les garantizaba de todo ataque: se llamaba a esto«viaje compuesto». Si prefería uno emprender el camino arrostrando los riesgos y peligros, el viaje se llamaba «sencillo». Algunas veces, un capitán de bandidos, por cansancio o por desgana, quería retirarse del negocio. Solicitaba entonces el indulto, entregándose. Pero antes tenía buen cuidado de traspasar a otro bandolero su renta y su clientela, como se traspasa un bufete o un empleo después de haber puesto al corriente a su sucesor.

Todas estas historias, más divertidas que verdaderas, se han convertido en legendarias. ¿Qué ha sido de los Siete Niños de Écija, que siempre eran siete, a pesar de las bajas causadas por las balas, y cuyo jefe era tan temido que había sido apodado Veneno? ¿Y de la famosa banda de José María y de la de Esteban el Guapo?

Lo que es completamente cierto es que de los bandoleros ya no queda en España más que el recuerdo, y que hoy, los caminos son absolutamente seguros gracias a la activa vigilancia de los civiles, nombre que se da a un cuerpo de tropas reclutadas entre los mejores individuos del ejército, y encargados de velar por la seguridad de los caminos. Los civiles, cuyos uniformes se parecen a los de nuestros gendarmes, van siempre por parejas. Se les considera mucho en todas partes, a causa de los valiosos servicios que prestan al país.

Gustavó Doré y Charles Davillier, Viaje por España, Madrid, Ediciones Grech, 1988, I, p. 38-40.

José María, un ilustre bandolero, del que ya hemos hablado, era el auténtico modelo de bandido cortés y caballeroso:


Del pobre protector; ladrón sensible,
Fue siempre con el rico inexorable.



José María era de Ronda. Como la mayor parte de los andaluces, tenía apodo. Se le había apodado Tempranillo, porque siempre estaba dispuesto a «bajar» muy de mañana. Se dice que le gustaba distribuir entre los desgraciados lo que había robado a los ricos, y así se hizo muy popular en Andalucía. José María acabó tranquilamente sus días descansando, rodeado de bienestar, como un honrado rentista. Igual que la mayor parte de los bandoleros, tenía su querida, una jembra morena, hija de la Serranía de Ronda. Su querida Rosa, su Rosita e Mayo, como él la llamaba, le decidió a pedir su indulto y se apresuraron a concedérselo de muy buena gana. Sus hazañas han sido celebradas en gran cantidad de romances populares, pero muchas veces se ha reprochado al gobierno el haber transigido con él y su partida:


   Fue tan pobre y mezquino y tan cobarde,
Que transigió con él y su partida.
Al valor español haciendo insulto
Pidió al bandido contener su saña,
Y dióle en pago miserable indulto
Para baldón de la valiente España.



Apenas hay ciudad en España, grande o pequeña, en la que no se encuentren, esos romances populares en los que casi siempre son los bandoleros los que desempeñan el mejor papel, y casi podríamos decir que los niños aprenden a leer en historias de bandidos. Compramos un día en la pequeña ciudad de Carmona, cuya principal industria consiste en imprimir esas pequeñas poesías populares, una canción andaluza titulada El Bandolero:


   Soy el jefe de bandoleros,
Y al frente de mi partida
Nada mi pecho intimida,
Nada me puede arredrar.
Que vengan carabineros.
Que vengan guardias civiles,
Mis trabucos naranjeros
Les harán escarmentar,
Y no querrán más ensayo;
      ¡A caballo,
Trabucazo y a cargar!



Así pues, las historias de bandidos corren por las calles. ¡Qué buen ejemplo para la futura generación el de Diego Corrientes, el bandido generoso, el de Orejita, el de Palillos o el de Francisco Esteban, el Guapo, cuyos grabados en madera nos los muestran por dos cuartos, vestidos con el más hermoso traje andaluz, asaltando a pobres viajeros que imploran su perdón de rodillas con el más lastimero aspecto! O bien esta jácara titulada «Siete hermanos bandoleros», donde se cuenta «la vida, el encarcelamiento y la muerte de siete hermanos bandidos con el detalle de las grandes crueldades, ataques, robos y asesinatos cometidos por Andrés Vázquez y sus seis hermanos, como lo verá el curioso lector». Los miembros de esta agradable familia, que fueron cogidos en una redada, se confesaron culpables de ciento dos asesinatos, sin contar otros pecadillos del mismo género.

Hasta las mujeres tienen un sitio en esta galería del bandolerismo en España: tenemos ante los ojos un papelito amarillo, en cuyo encabezamiento hay una muchacha a caballo, trabuco en mano y sable a la cintura: es la Relación de las atrocidades de Margarita Cisneros, a la que se dio garrote en 1852.

Esta interesante joven comenzó por matar a su marido, con el que se había casado a la fuerza. Después mató a su querido. Era todavía muy joven cuando la detuvieron y se confesó culpable de catorce asesinatos.

Aún no hace mucho tiempo era costumbre, en Andalucía principalmente, que cuando un bandolero temible había sido capturado, se expusiera su cabeza en público. Se metía en una jaula de hierro en lo alto de un poste que se colocaba al borde de algún camino frecuentado, y se dejaba expuesta durante algunos días la cabeza del malvado, como ejemplo saludable. Tal fue la suerte de Paco el Zalao, célebre bandido andaluz que «trabajaba» en los alrededores de Sevilla.

El bandido español ya no existe desde que las guerras civiles han cesado, y la terrible Serranía de Ronda es tan segura hoy como «el bosque de Bondy».

Ibid., I, pp. 342-345.

La Sierra Morena ha sido considerada durante siglos como el refugio más peligroso de los bandidos de toda España. Se les llama burlescamente los ermitaños de la Sierra Morena. «Hay tantos bandoleros juntos -dice Madame D'Aulnoy- que la muerte del que fuese ejecutado pronto se vería vengada. Estos miserables tienen siempre una lista de muertes y acciones malvadas que han cometido y de las cuales se enorgullecen. Y cuando se les emplea, preguntan si han de dar golpes que hagan morir poco a poco o bien un solo golpe que cause la muerte. Son éstas las gentes más perniciosas del Universo. En efecto, si tuviera que decir todos los trágicos acontecimientos que averiguo todos los días, estaríais de acuerdo conmigo en que este país es el teatro de las escenas más terribles del mundo».

Quizá hay un poco de exageración en este relato. Lo que sí es cierto es que desde principios de siglo ya no ocurren las cosas como antes. Los bandidos españoles han cambiado de modos. En lugar de proceder como los antiguos bravi italianos, que ponían su puñal al servicio de las venganzas personales, «trabajan» por su cuenta, bajo la dirección de un jefe, bien robando diligencias o a gentes que viajan en posta, bien atacando los convoyes de plata del gobierno. O también secuestrando a ricos propietarios y dejándoles en libertad sólo cuando han pagado un rescate de acuerdo con sus fortunas, procedimiento que aún se pone en práctica en algunas provincias de Italia meridional.

Ya no hay en España ni una sola partida de bandidos, pero aún se conserva el recuerdo de las hazañas de Palillos y de Orejita en Sierra Morena. La historia de Diego Corrientes (el bandido valeroso) y la del célebre José María (el bandido generoso) son conocidas por todas las gentes del pueblo. José María, de quien se ha hecho entre nosotros hace poco tiempo un héroe de ópera cómica, tenía en ocasiones, si hemos de creer a las leyendas populares, sus momentos de generosidad. Nacido en Estepa, Andalucía, comenzó por ser contrabandista, como la mayor parte de los bandoleros. Como mató a varios carabineros en un encuentro, fue perseguido, se ocultó en los impenetrables bosques de la sierra, y, como dice un poeta andaluz, se convirtió en:


    El ladrón de mayor fama
Y de más grande renombre,
Que hubo en las tierras de España.



He aquí, según el autor de los versos que acaban de leerse, cómo procedía José María en sus buenos días, en el ataque de un correo:

«-¡Silencio! -dijo uno de los hombres-; se oye ruido de cascabeles, es un coche..., se está acercando.

-¡Alto! -exclamó José María, apuntando al cochero-; que baje todo el mundo. Vamos, haz bajar a tus amos. ¿Cuántos son?

-Cuatro: un caballero, dos niños y una joven.

-¡Que bajen! Tú, Reinoso, vigila la portezuela; que se coloque otro delante de los caballos y que otros dos monten la guardia.

El señor Don Cosme (éste es el nombre del viajero) baja y suplica al bandido que perdone a su hija.

-No temáis nada; nadie faltará aquí a la cortesía. ¡Valiente moza! ¡Que Dios os guarde, señorita!

-Capitán -dice uno de los bandidos-, vaya un trozo escogido.

-¿Qué? ¿Se va a rifar a esa joya?

José María impone silencio a su gente y les manda registrar el coche sin hacer daño a nadie. Uno de los bandidos encuentra una bolsa llena, y pregunta al viajero cuánto contiene.

-Cuatro mil duros -responde el desgraciado-; el dote de mi hija, toda mi fortuna.

-No desesperéis, buen viejo -contesta José María-, y vos, señorita, no lloréis más, pues Dios es grande... ¿Estáis contenta con vuestro matrimonio? ¿Vuestro padre no os obliga?

-¡Oh, no señor!

-Entonces, que Dios os bendiga. Sois libres. Si el rey me recibe a indulto, algún día iré a haceros una visita. Vuestra mano, y adiós. ¡Vamos, mayoral, a tu puesto!

Y mientras que las mulas se alejan a galope tendido:

-Vamos, vosotros -dice José María a sus compañeros-; os repartiré cuatro mil duros que tengo de reserva en la Ermita. ¡No hagáis más gestos y a galope, mala partida!»



Varias veces habíamos pasado la Sierra Morena acompañados por la indispensable escolta de soldados. Esta precaución poco tranquilizadora es ahora inútil, después de la institución de los Guardias civiles, que se encuentran con bastante frecuencia por parejas en todas las carreteras principales de España. Así que cuando subíamos a pie la cuesta y le preguntamos bromeando al mayoral si no seríamos atacados, se puso a cantar como respuesta esta copla popular:


No le temo a los ladrones
Si civiles me acompañan;
¡Viva la Guardia civil!,
Porque es la gloria de España.



Bien es verdad que divisamos algunas de esas pequeñas cruces que se izan a menudo en el lugar donde un hombre ha perdido la vida, sea a consecuencia de un atraco, sea por accidente. Pero hay que decir que estas cruces son cada vez más raras. Un viajero del siglo pasado, el Marqués de Langle, se había extrañado de la frecuencia de estas cruces en las montañas que atravesábamos, y era de la opinión que en el lugar donde se había cometido un crimen hubiera sido mejor levantar un patíbulo. «Es menos interesante -añade- para los viajeros y otros interesados el perpetuar el recuerdo de un asesinato que el recordar la idea del castigo».

Ibid., II, pp. 51-53.



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