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- XXI -

     POCO después de que desde los alminares hubo sido anunciada la oración de al-âtema; cuando el silencio imponente de la noche había totalmente reemplazado la animación, el movimiento y la vida de las primeras horas, en aquel tiempo santo, en que el devoto permanece en la mezquita por el día para entregarse de noche a sus habituales ocupaciones; cuando la Damasco del Magreb, parecía entregada a la meditación o al descanso,-insólito rumor sin semejante, interrumpía a deshora la majestuosa tranquilidad de la serena noche, sembrando el estupor y el sobresalto en los muslimes granadinos.

     Confusos y amenazadores, como el rugido del mar tempestuoso, resonaban en el torreado recinto de Medina-Alhambra gritos de furor y de muerte que reproducían medrosos y centuplicaban los ecos, y que de uno a otro extremo de la población sorprendida llevaba el regalado viento de la noche, sembrando el espanto y la zozobra por todas partes. Como de ordinario, toda la Pascua había permanecido abierta Bib-Aluxar para que los habitantes de Granada pudiesen visitar el templo de la almedina, y durante el día y parte de aquella noche, grupos de devotos habían penetrado por ella sin infundir recelos; pero en aquel momento, al fulgor sombrío de las antorchas que, cual estrellas errantes, cruzaban por todos lados la enhiesta colina que señorea la población, entre el vocerío incesante y el estruendo de las armas que crecía a cada momento, otros grupos más numerosos se veía salir por la Cuesta de Gomeres, por el barrio de Mauror, por las vertientes occidentales del Darro; grupos de hombres armados que vociferaban furiosamente, y que repetían pavorosos los gritos lanzados desde la almedina.

     Sorprendidas las guardias de Bib-Aluxar y de las Torres Bermejas, asesinadas las de Bib-ax-Xarêa y Bib-al-Godor, la turba enardecida, como brotada de improviso a la evocación de misteriosos genios, había ya penetrado en el recinto donde se levantaba el alcázar de los Al-Ahmares, apoderándose sin grave resistencia del Al-Hissan, y sembrando la desolación y la muerte a los gritos de �Muera Mohammad! �Viva Ismaîl, el Sultán de Granada!

     De nada habían servido las precauciones del Sahib-ul-Medina, el valiente Abd-ul-Malik, ni de los guazires. En vano aquél desde los primeros momentos había procurado oponerse al torrente popular con sus soldados... El grito de rebelión había resonado de súbito primero en las naves de la mezquita misma de la Alhambra, entre la multitud de fieles congregados en actitud piadosa bajo la luz templada de las lámparas; al escucharle, los devotos, abandonando el templo, se habían derramado por la almedina, apoderándose de las entradas, donde se trabaron los primeros combates; y al grito de los rebeldes, como un eco, respondía en la ciudad el de numerosos grupos que acudían precipitados arrollándolo todo sin respeto, e invadiendo la Alhambra por todas partes.

     Entre ellos, como caudillo y jefe, a la luz de las antorchas destacaba la arrogante figura del príncipe Bermejo, conduciéndoles a la almedina, enardeciéndoles con sus promesas, y guiándoles experto. Inútil resistencia la de Abd-ul-Malik y de sus gentes! Encolerizados los rebeldes con la que les opuso alguna de la fuerza obediente al Sultán, lanzaban frenéticos gritos de exterminio, y cual torrente desprendido desde la cima de la montaña, todo lo arrollaban a su paso con ímpetu incontrastable.

     En medio del fragor de la lucha, trabada no obstante en algunos puntos, defendidos con tesón,-el arráez y el príncipe Bermejo al resplandor de las teas y al del incendio que devoraba algunos edificios en la almedina, habíanse recíprocamente reconocido, y movidos de un mismo sentimiento de odio y de un mismo deseo, uno y otro se hallaron frente a frente.

     -Alabado sea Allah, traidor, que consigo verte al alcance de mi espada,-exclamó Abd-ul-Malik dirigiendo su acero al pecho del príncipe Bermejo.

     -Alabado sea por siempre, Abd-ul-Malik, porque me permite que te envíe a la presencia de Xaythan, como tanto tiempo he deseado,-contestó Abu-Saîd, parando rápidamente la estocada.

     -No tendrás ese gusto, perro, hijo de perro, infame renegado, pues he de arrancarte por mi mano el corazón perverso, y he de verter gota a gota tu sangre,-replicó el arráez lanzándose de nuevo sobre el príncipe.

     Trabose entre ambos horrible pelea, que no debía, sin embargo, durar mucho.

     Fuertes eran uno y otro, y manejaban el acero con singular destreza; pero por desdicha, la espada de Abd-ul-Malik saltó en dos pedazos al chocar en la cota que vestía el Bermejo, encontrándose aquél desarmado en consecuencia.

     -�No importa!-rugió el arráez arrojando el trozo de espada que tenía empuñado y desenvainando su gumía.-Morirás a mis manos!-añadió arrojándose sobre Abu-Saîd y arrancándole la espada con increíble esfuerzo.-Morirás a mis manos, y no gozarán tus ojos del triunfo, así Allah me abra las puertas del Paraíso!

     Y agarrados en mortal abrazo, ambos cayeron al suelo.

     Poco después, se levantaba el príncipe.

     Abd-ul-Malik, había muerto! Que Allah le haya perdonado!

     Al propio tiempo, la turba desenfrenada, ebria y sin dique, penetraba tumultuosa en el sagrado del alcázar de sus señores, y después de asesinar cruelmente al guazir Redhuan, de aprisionar a Ebn-ul-Jathib, de prender fuego a los aposentos en que ambos guazires se encontraban, se había derramado furiosa por las estancias del palacio, destruyéndolo todo con bárbara complacencia y criminal deleite.

     Huían despavoridas del harem las mujeres del Sultán, perseguidas por el populacho que se cebaba en ellas sanguinario y en las hijas de Redhuan, sin que nadie saliera a su defensa; huían los esclavos y los servidores del Amir como locos, sin saber a dónde dirigirse, acosados por todas partes, y huían los guardias, desarmados, sin alientos, llenos de invencible pánico, refugiándose en los lugares más ocultos hasta donde los perseguía la saña de los rebeldes... Y en tanto que el imbécil Ismaîl, a quien habían sacado de su morada, y habían conducido en triunfo a la Sala de Comarex las turbas, recibía los homenajes de la amotinada muchedumbre, sedienta del robo y del pillaje,-Abu-Saîd, ensangrentado y colérico, recorría como loco los aposentos del palacio, buscando a su primo el Sultán para darle muerte.

     Pero fueron en balde sus esfuerzos: el Sultán había desaparecido.

     Gozando en brazos de su enamorada Aixa estaba Abd-ul-Lah, después de haber regresado de su paseo por el bosque, en la Torre de Abu-l-Haxix, cuando llegó a oídos de la gentil pareja, en medio del silencio poético y misterioso de la noche, rumor extraño y desacostumbrado a tales horas en la almedina y en el regio alcázar.

     El fulgor movible y atropellado de las antorchas; el vocerío incesante que reproducían los ecos de los grandes y solitarios salones; el acongojado gritar de las mujeres del harem atropelladas; el ruido de las armas; los alaridos de los combatientes... todo este conjunto de rumores, que se acercaba por momentos, llegaba a sorprender a Mohammad V, en el momento en que más halagos y promesas tenía para él la felicidad de que disfrutaba.

     -�No oyes?-preguntó el Sultán poniéndose en pie de un salto, y lleno de inquietud, que en vano trataba de ocultar.-Sí...-prosiguió.-La mano de Allah me hiere!.. He aquí mis temores realizados!... Gritan mi muerte, y al mismo tiempo victorean a mi hermano Ismaîl! Ya lo ves, Aixa! Era imposible tanta dicha! Ya lo ves! Solo tú te hallas, infeliz mujer, a mi lado para luchar contra mi pueblo rebelde... Pero no importa! Quieren mi muerte?... Que vengan a arrancarme la vida! Yo me basto para defenderme!

     Y desnudando la ancha espada, se dirigió a la puerta de la cuadrada estancia a la cual un extenso patio, poblado de árboles y de flores, ponía en comunicación entonces con las dependencias del magnífico Salón de Comarex.

     Mas antes de que hubiera podido abrir la puerta, Aixa, de rodillas, con las manos juntas, los ojos llenos de lágrimas y el pecho angustiosamente agitado, se colocó delante del Amir en actitud implorante.

     -Oh, no! No, amado mío, mi soberano Sultán y dueño! No saldrás de este aposento! Sí! Son tus enemigos que triunfan! Son aquellos que pretenden y desean tu muerte, y te buscan por todas partes!

     -Déjame paso!-exclamó el joven Príncipe, enardecido.

     -No saldrás, no!-repuso entre sollozos la joven, abrazada a las piernas de su amado.

     -�No ves, insensata, que me buscan? Prefieres que me asesinen a tus ojos? No! Quiero que me encuentren! Quiero que sepan cómo sabe manejar este acero, templado en las aguas del Darro, el Sultán de Granada!

     -Oh! No saldrás de aquí, si no es pasando sobre mi cadáver!-gritó ella haciendo esfuerzos desesperados por contener a su amante.

     -Ya están ahí!-añadió el Sultán.-Abre pues, por última vez paso!

     Nunca!-exclamó Aixa poniéndose de pie.

     Y al par que pronunciaba estas palabras, con febril rapidez y mano segura, despojábase de sus ricos atavíos; y antes de que Abd-ul-Lah hubiera podido oponerse, cubría la joven con el amplio solham de seda el cuerpo del Amir y le ocultaba con su propio al-haryme el rostro.

     -Ahora,-dijo la niña,-ahora puedes salir... Pero saldrás conmigo y volveremos al bosque... Tus enemigos triunfan... Pero tú triunfarás, Príncipe mío! Tú no consentirás nunca el ultraje que te hacen... Perdonar el ultraje, es caminar al desprecio, y Allah te ampara y te protege.

     Y asiendo de un brazo al Sultán, que se resistía, le arrastró hacia la puerta de la torre, se deslizaron ambos por la que daba desde el patio al bosque sobre el Darro, y desaparecían perdidos entre las sombras.

     Momentos después, la turba invadía la Torre de Abu-l-Haxix, profiriendo soeces amenazas y gritos descompuestos; pero Mohammad y Aixa, llegados con fortuna al río, confundidos entre los rebeldes, lograban guarecerse en uno de los cármenes inmediatos, y al galope del caballo que facilitó al Sultán un antiguo servidor que allí vivía, solos, llenos de sobresalto, tomaban el camino de Guadix entre las tinieblas, que hacía más espesas la noche de tristura de sus almas, dejando triunfantes a su espalda la traición, la infamia y la alevosía!

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     Al día siguiente, mientras en medio de la universal agitación era tumultuosamente reconocido como Sultán de Granada Abu-l-Gualid Ismaîl, hijo de Seti-Mariem, el desposeído Príncipe Mohammad se amparaba de los muros de la leal Guadix, donde era recibido con agasajo y con respeto.



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- XXII -

     LLEGABAN a Castilla las nuevas de aquel deplorable suceso, que privaba a don Pedro del más fiel de sus aliados, cuando el infortunado hijo de Alfonso XI veía la inminencia de la lucha con que Aragón le provocaba, y los bastardos le movían más cruda guerra. Las defecciones aumentaban de día en día, y aunque no recibió don Pedro con buen talante la noticia de la traidora destitución de Mohammad V, imposibilitado entonces de ejercer el derecho de soberanía, propio de Castilla respecto de Granada, para devolver al hijo de Abu-l-Haxix Yusuf I el trono por él perdido,-viose en la precisión de tolerarla por el pronto, fijando la atención en acontecimientos de mayor urgencia y mayor bulto aún para su reino.

     No se ocultaban, por cierto, ni al príncipe Bermejo ni a Mohammad V, en medio de los esplendores del triunfo al uno, y en la soledad de su retiro al otro,-las causas que impedían al de Castilla tomar partido por la razón y por el derecho; y al propio tiempo que el intruso Ismaîl se entregaba a los deleites del harem y de las sensuales fiestas por él en la Alhambra preparadas, y Abu-Saîd afianzaba entre los granadinos su prestigio,-Mohammad V, en Guadix, deplorando la veleidad de sus vasallos, en quienes confiaba, convencido de la imposibilidad en que se encontraba don Pedro de auxiliarle en aquel trance a que le habían conducido su suerte y las ambiciones del príncipe Bermejo, más que la alevosía de su hermano Ismaîl II,-volvía los ojos al África, buscando allí, en el Sultán de los Beni-Merines, el apoyo necesario para recuperar el solio.

     Patentes eran para él, sin embargo, las dolorosas consecuencias que habían los musulmanes de Al-Andalus sufrido en tiempos anteriores, al implorar el auxilio de los africanos; y al par que recordaba la confianza con que el grande Al-Môtamid de Sevilla había solicitado contra los nasseríes, mandados por Alfonso VI, el socorro de Yusuf-ben-Texulfin, al finar del siglo V de la Hégira (XI de J. C.),-acudía a su memoria, según las historias le tenían enseñado, el desconsolador ejemplo de la destrucción del poderío muslime andalusí, reemplazado por el fanático e intolerable imperio de los almorávides, y la triste suerte que en Agmat cupo al último de los reyes Abbaditas, víctima de su ceguedad sin nombre.

     Después, cuando en la siguiente centuria (cuántas veces se lo había referido Lisan-ed-Din!), arruinado ya el imperio almorávide, y triunfante en varias regiones de Al-Andalus el partido propiamente andalusí, el mísero régulo Aftasida llamó, desde su corte de Badajoz a los almohades, capitaneados en África por Abd-el-Mumen, vio también erigirse a aquellos auxiliares en señores, hasta el feliz momento en que, derrotado el terrible Aben-Hud de Murcia, Mohammad I desde Arjona, había logrado levantar el ánimo de los muslimes españoles para fundar con ellos, en el siglo VII (XIII de J. C.), el imperio de Granada.

     Todos estos recuerdos batallaban en el espíritu de Mohammad V, y le hacían resistir las repetidas instancias de Aixa, para demandar de Abu-Salem, Sultán de Marruecos, el auxilio con el cual debían ser segundados los deseos de los leales habitantes de Guadix y de la Serranía de Ronda, quienes se habían francamente declarado en su favor, y en contra del usurpador Ismaîl II.

     Vencido al postre, mientras el afeminado hijo de Seti-Mariem gozaba de cuantos deleites había soñado y le proporcionaba a manos llenas con siniestras intenciones el Bermejo; mientras parte del pueblo granadino, para quien en los primeros momentos el triunfo de los rebeldes significaba el triunfo de la causa del Islam, iba poco a poco persuadiéndose de que no era Ismaîl ciertamente el llamado a realizar sus esperanzas,-en los últimos días de la luna de Xagual de aquel año de 760(39), enviaba Mohammad expresiva embajada al Sultán de los Beni-Merines, noticiándole lo ocurrido, y como preliminar de ulteriores negociaciones.

     Pero ya Abu-Salam era conocedor de la traición de Ismaîl, y había conseguido de éste el permiso de que el destronado Sultán pudiera libremente salir de Chezirat-al-Andalus, así como la libertad al propio tiempo del guazir y sentido poeta Ebn-ul-Jathib, a quien tenían preso los rebeldes.

     Una fresca mañana de la luna de Chumada primera del año 761(40), notábase en la cassabah de Guadix extraño movimiento.

     Brillante tropa de jinetes se hallaba formada en la explanada de la fortaleza que, erguida sobre alto cerro, dominaba la población, y servía a Mohammad de morada.

     Al frente, cubierto por el amplio capellar bordado que le envolvía, dejando resplandecer a los rayos del sol la reluciente cimera del acerado casco, que aparecía a través del izar, veíase montado al guazir Ebn-ul-Jathib Lisan-ed-Din, cuya cabalgadura, de hermosa estampa y nervudos remos, piafaba de impaciencia.

     A la puerta de la alcazaba, con jamugas el uno, y ensillado el otro a la jineta, dos magníficos potros cordobeses, negros como las sombras de la noche, y lujosamente enjaezados con gualdrapas y caireles de seda verde y oro, aguardaban sin duda sus jinetes.

     Multitud de curiosos invadía las avenidas de la fortaleza, y la animación, que tenía en realidad algo de solemne y de sombría, era en Guadix grande e inacostumbrada.

     Las mujeres, cubiertas por recias alcandoras de tupida lana, la faz oculta de tal suerte que sólo era dable distinguir los ojos, y la cabeza envuelta con sencillas tocas de abigarrados colores, circulaban entre la muchedumbre, lanzando de vez en cuando penetrantes gritos, como si fueran a asistir a alguna fúnebre ceremonia.

     Al fin, llevando de la mano a la hermosa Aixa, cuyas mórbidas formas desaparecieron entre los pliegues del solham de blanca seda recamada de oro que pendía de sus hombros, apareció en el dintel de la puerta principal de la alcazaba, gentil y apuesto como siempre, pero triste y conmovido, el magnánimo Abu-Abd-il-Lah Mohammad, el contento con la protección de Allah, como le llamaron más tarde sus cortesanos y aduladores. Haya Allah bendito su alma, y se haya en él complacido en el Paraíso!

     Vestía holgada marlota de seda verde, conforme a la excelsitud de su extirpe, toda ella con fimbria de oro guarnecida, bajo la cual se descubría la almalafa de veludillo carmesí con golpes de igual clase.

     De su cintura pendía la ancha espada con los gavilanes en forma de cabezas de elefante, el puño primorosamente esmaltado y la vaina de terciopelo con fornituras de oro labradas a cincel y asimismo esmaltadas, en tanto que, por entre el bordado tiraz o ceñidor que rodeaba su cuerpo, asomaba en su vaina de terciopelo la corva hoja del alfange.

     Seguían a Abd-ul-Lah gran número de soldados con fuertes lanzas, y en tanto que el destronado Príncipe, llevando de la mano a Aixa, avanzaba en dirección de los caballos que le tenían dispuestos, los soldados se abrían en dos filas, en actitud respetuosa y en medio del mayor silencio.

     Hincando en tierra la rodilla para que montase, aguardó con cortés galantería Mohammad a que su enamorada se hubiese colocado en la silla; y montando él luego de un salto sobre el potro que le estaba destinado, hízole dar una vuelta en torno de los circunstantes, y se situó al lado de la joven, rompiendo la marcha entre las aclamaciones de la muchedumbre, y los agudos gritos de las mujeres.

     Cuando, bajada la pendiente rampa de la alcazaba, se halló la comitiva en la plaza del pueblo, donde la multitud era aún más compacta, dio orden Mohammad de hacer alto, y dirigiéndose a todos en general, con acento trémulo y conmovido, exclamó:

     -La-illah ila-Allah! Hua-al-Aziz! Hua-al-Akbar! Gua-la-galib-ila-Allah!(41). La paz y la bendición de Allah sea con vosotros todos, fieles muslimes, que habéis abierto vuestros brazos al proscripto! Allah sabe las cosas pasadas y venideras, y lo que se oculta en las entrañas de los hombres! A Ifriquia(42) voy! Allí, en aquella tierra, donde impera sin contradicción la palabra santa de Mahoma, donde resuenan sólo las plegarias que los siervos del Islam levantan al Señor del Trono Excelso, tal vez encuentre mi causa en el Imam Abu-Salem (prospérele Allah!) el auxilio que reclama mi autoridad escarnecida por esos devotos servidores de Thagut, a quienes Allah maldiga! La paz sea con vosotros! Que Allah acreciente misericordioso vuestros bienes y vuestra ventura!

     Dijo así Mohammad; y picando espuelas al fogoso corcel, seguido de Aixa, de Ebn-ul-Jathib, y de los suyos, abandonó a Guadix, en tanto que la muchedumbre le aclamaba frenética, y le deseaba feliz y próspero viaje.

     Al perder de vista, entre las sinuosidades y accidentes del terreno, la leal población que le había dado cariñoso hospedaje por espacio de diez lunas tributándole toda especie de agasajos,-en medio del natural quebranto que los acontecimientos le habían producido, brotó una lágrima de sus ojos, y sombrío y cabizbajo, caminó largo trecho en dirección a Marbella.

     Larga era la travesía que emprendía en aquel momento, y grandes los riesgos que debía correr hasta llegar al puerto de la Cora malagueña, donde había de embarcarse; pero su resolución era grande también, y no hubo instante alguno de vacilación en el propósito que le guiaba. Preciso le era internarse en las escabrosidades de la montaña, y sufrir por tanto los contratiempos que en aquella estación aún fría del año, brindaban semejantes lugares; tal vez si hubiese emprendido su camino por Hissn-al-Lauz(43) y Montefrío, habría llegado más pronto a Marbella; pero quizás hubiera visto a deshora truncadas sus esperanzas con la presencia de las gentes del intruso Ismaîl, las cuales le habrían cerrado el paso, a despecho de lo prometido por el nuevo Sultán de Granada al Beni-Merin Abu-Salem, cuya protección buscaba.

     Ocultando discretamente su elevada alcurnia, pero procurando a la par conocer el espíritu de los musulmanes de las comarcas por donde atravesaba, llegaba por fin Abd-ul-Lah al puerto de Marbella, al mediar del día primero de la siguiente luna(44), quince días después de haber salido de Guadix.

     Sólo Aixa había logrado durante el viaje desarrugar el ceño del Sultán; ni las risueñas esperanzas con que Lisan-ed-Din trataba de distraerle, ni la seguridad que el guazir mostraba de que con el auxilio de los benimerines sería fácil empresa la de recuperar el trono, en vista de la actitud en que se ofrecían los habitantes de los pueblos, alquerías y aduares por donde habían cruzado,-conseguían otra cosa del infortunado Príncipe que arrancarle a veces algunas exclamaciones ponderando la misericordia de Allah �ensalzado sea!

     Cuando repartidos en grupos, y dejadas las cabalgaduras en el fondac inmediato a Marbella, penetraron en esta ciudad, la voz del almuedzín dejábase escuchar desde lo alto del alminar de la mezquita, invitando a los fieles a la oración de adh-dhohar, según el rito.

     Era aquel, día festivo por acaso; la turba de marineros se agolpaba a las puertas del templo, y Abd-ul-Lah, deseando cumplir con los preceptos religiosos, penetró a su vez en el patio de la mezquita, seguido de los suyos.

     En el centro del patio, rodeado de pórticos, bajo su cúpula de yesería, se hallaba el al-midha(45), en el cual hacían los fieles el alguado(46). Cercado de celosías, encontrábase en el otro extremo el al-midha para las mujeres, y allá fue Aixa, procurando ocultar el lujo de sus vestiduras, para no excitar la curiosidad ni la atención de aquellas buenas gentes.

     El Sultán, en tanto, hizo su ablución, y penetró en el templo, dirigiéndose al quiblah(47), mezclado con los concurrentes.

     Hallábanse éstos repartidos por las naves del santuario en actitudes diferentes, y por entre ellos circulaba uno de los sirvientes de la mezquita, pronunciando el al-icamah(48) con tono grave y solemne.

     Poco tiempo después, subía el imam(49) al minbar(50) situado a un lado del quiblah y comenzaba a leer en el Corán las Suras de precepto, siguiéndole en la oración de memoria los fieles, entre quienes se acentuaba el movimiento ondulante, iniciado desde la presencia del imam en la cobba del mihrab(51), según los ar-rakaâs y los sachdas(52) que prescribe la liturgia.

     Luego, dejando sobre el kursy o atril el libro santo, dirigió el sacerdote la palabra al pueblo, entonando la jothba(53) de los viernes en honra del Sultán; y al escuchar Mohammad que dirigían fervientes votos a Allah por la prosperidad de Ismaîl, no pudo contenerse, y salió del templo profundamente afectado.

     Esperó en la puerta de los macassires destinados a las mujeres(54) a que saliera Aixa, y, meditabundo y triste, aguardó la hora de al-magrib, cuando el sol comenzaba a ponerse en el ocaso, que era la convenida para efectuar el embarque, dispuesto y prevenido todo oportunamente por el guazir Ebn-ul-Jathib, y los caballeros granadinos que no habían querido abandonarle.

     Presentaba en aquella hora el puerto de Marbella espectáculo verdaderamente grandioso.

     El mar estaba tranquilo y reposado, el día había sido primaveral, y la tarde estaba templada.

     Tachonaban el cielo algunas ráfagas de fuego, que, desvaneciéndose entre las sombras, iban a unirse allá en lontananza con la azulada superficie de las aguas.

     Algunas embarcaciones, chatas y de un solo mástil, se hallaban en el pequeño puerto, y entre todas se destacaba aquella en la cual debía verificar Mohammad la travesía del Zocac, que, según tradición, había en tiempos antiguos abierto entre el mar de las tinieblas y el mar de Siria el gran Alejandro, el señor de los dos cuernos(55).

     Cuando llegó el momento de partir, el joven Príncipe se detuvo indeciso.

     Extraños presentimientos le asaltaron, y retrocedió instintivamente antes de saltar a la lancha que le esperaba.

     -�Valor!-exclamó Aixa a su oído, estrechándole en sus brazos tan conmovida como él lo estaba.

     -No es el valor lo que me falta, Aixa-repuso el destronado Amir;-pero al abandonar esta tierra, siento temores desconocidos... Tal vez no vuelva ya nunca más a ver este cielo! Acaso en Ifriquia, como Al-Môtamid-ben-Abbad, encontraré la muerte!

     -No vaciles, Mohammad... Tus vasallos, desvanecidos por las promesas de los enemigos de su reposo, que ahora han logrado triunfar, no te han olvidado. Ya has visto, por Allah, en Guadix cuántos caballeros de tu corte te se han reunido; ya has visto cuán generosamente se sacrifican por ti, y van a correr contigo el riesgo de lo desconocido, ya has visto también cómo en la Serranía de Ronda sólo aguardan los muslimes tu señal para lanzarse a la pelea, ensalzando tu nombre... Ánimo pues, Príncipe y dueño mío! Detrás de esas olas, que vienen a morir humildes a tus plantas, está todo lo que has perdido! No dudes ya!...

     -Tienes razón!-replicó Abd-ul-Lah; y desprendiéndose de los brazos de la joven, hincó en tierra ambas rodillas, mirando al Oriente, con los brazos cruzados, y los ojos en el cielo; y allí, en ferviente oración, dirigió su espíritu al Omnipotente Allah, para que le ayudase y le amparara en aquel solemne trance de su vida.

     Después, volviéndose hacia la población de Marbella, cogió un puñado de arena entre las manos, y lo llevó a los labios, conmovido, exclamando con los ojos anublados por las lágrimas:

     -Bendita, bendita seas, tierra que has sido mía! Que Allah desde los cielos haga descender sobre ti todos los bienes, y te ayude y te proteja como yo te deseo! Quizás no volverán ya nunca a errar mis miradas por los floridos cármenes del Darro! Adiós, Granada mía! Adiós, mi alcázar de Alhambra, donde tanto he sufrido, y tanto he gozado! Adiós, vosotros los que me amáis, y lloráis en silencio las inclemencias de mi suerte! Adiós!

     Y con la cabeza baja y paso precipitado, entró en la barca.

     Poco más tarde, montaba en el bajel en que debía atravesar el Zocac, y donde le acompañaban, con Aixa, Ebn-ul-Zathib y la comitiva de caballeros que desde Guadix había con él llegado hasta Marbella; y cuando el muedzín, desde el alminar de la mezquita de este pueblo, pregonaba el idzan de al-âtema, a una señal del arráez fueron desplegadas las velas, y a favor de la brisa de la noche comenzó a hender las olas el barco, poniendo proa al Estrecho.

     Al mediar la mañana del siguiente día, la pequeña embarcación daba fondo en la bahía de Tancha (Tánger), cuya población fortificada, edificada en lo alto de una montaña y dominando el mar, presentaba en aquella hora, al destacar sobre los montes y la feraz campiña, aspecto verdaderamente pintoresco.

     Con el corazón oprimido, saltó el Príncipe en tierra; y después de breve descanso, y de presentarse al alcaide de la ciudad, poníase sin más tardanza en camino para Fez, residencia del Sultán de los Beni-Merines, a donde había sido enviado ya un emisario.

     Accidentado y no exento de peligros era el terreno; pero al cabo de seis largas jornadas, durante las cuales atravesó por Azila, Laraisch y Al-Cassar-Kibir, y cruzó ríos como el Safdad, el Luccos, el caudaloso Sebu y el Ordom, llegaba Mohammad V a Mequines, ya a corta distancia de la corte del Sultán Beni-Merin, de quien esperaba remedio a su desdicha.

     No lejos de la población, salíale a recibir el mismo Abu-Salem, con grande aparato y muestras de verdadero afecto, que conmovieron profundamente al Amir de los muslimes de Granada, quien, apeándose rápidamente de su cabalgadura, corrió a abrazarse con el Sultán de Fez, en presencia de los caballeros africanos y granadinos.

     Y juntos, en vistoso grupo, penetraron en Fez, en medio de las aclamaciones y las albórbolas de la muchedumbre, que invadía las estrechas calles de la ciudad, por donde pasó el cortejo hasta llegar al palacio, situado sobre una eminencia, y fuera del recinto amurallado de la población africana.

     Dos tronos a igual altura, y próximos el uno al otro, habían sido dispuestos en el gran salón de ceremonias del alcázar; y

allí, en pie, aguardaban los magnates de Abu-Salem la llegada del Príncipe destronado.

     Así que, precedidos de los caballeros, penetraron en el salón, todos los circunstantes se inclinaron, en señal de respeto, dando a Mohammad V la bienvenida; tomando luego el Beni-Merin la mano del granadino, hízole sentar a su lado, con muestras no dudosas de deferencia y exquisita cortesanía.

     Aixa, con el al-haryme sobre el rostro, se colocó a espaldas de su amado.

     A una señal de Mohammad, adelantose el guazir Ebn-ul-Jathib Lisan-ed-Din, y prosternándose a los pies del trono de Abu-Salem, demandole licencia para hablar en nombre de su soberano.

     Concedida que le fue, con tono grave y sentido, cual convenía a las circunstancias, dio principio a una larga improvisación poética, en la cual, imitando las antiguas cassidas arábigas, no era un rey de Granada destronado quien se lamentaba amargamente de la pérdida de su reino, sino Xemil, el pastor errante, quien hablaba del valle de Mojabera, su patria, y de la separación de su querida Botseína. La poesía continuaba describiendo la peregrinación por el desierto, para llegar por último al objeto que le era propio, mostrando las esperanzas que fundaba el malaventurado Príncipe andalusí en el auxilio del Sultán africano, a quien dirigía Ebn-ul-Jathib encomiásticas salutaciones e hiperbólicos elogios, para predisponer su ánimo e inclinarlo en favor de Mohammad, en largas tiradas de artificiosos versos que excitaron la admiración en los circunstantes, y que fueron interrumpidos varias veces por generales murmullos de aprobación y de entusiasmo. Después, invocaba la protección del africano para el granadino, y pintándole fácil la empresa, exclamaba:



                                    �Dales armas, y corceles como el viento
y hombres como leones,
que infundan, al llegar, con su ardimiento,
pavor en los contrarios escuadrones!�


     Y luego de expresar el reconocimiento de Mohammad por la protección que esperaba de su magnanimidad y de su benevolencia, concluía dándole gracias en términos tan lisonjeros y halagüeños, que enterneció todos los corazones, y arrancó lágrimas del auditorio.

     Él mismo, lleno de emoción, tuvo necesidad de retirarse, no sin haber recibido de labios de Abu-Salem la promesa de que pondría a las órdenes de Abd-ul-Lah las fuerzas suficientes para que recuperase el trono, triunfando causa tan justa como bien defendida.

     Al escuchar Mohammad las palabras del Sultán de los Beni-Merines, no fue dueño de sí propio; y sin ocultar su turbación, y aun a riesgo de que a humillación tomasen sus demostraciones de agradecimiento, echáse a los pies de Abu-Salem con los ojos anegados en llanto, y besando la fimbria de las vestiduras del africano, dándole gracias, exclamó:

     -Deja, oh tú, tallo lozano de la estirpe de Yâcub, el descendiente del Profeta, el fuerte entre los fuertes, Sultán pío y generoso, excelso y justiciero, guerreador y defensor de la ley de Allah, deja que a tus plantas pueda un rey destronado manifestarte el hondo sentimiento que embarga su corazón, al oír en tus labios palabras de consuelo, dulces como el rocío que el alba deposita en estos campos fértiles de tu imperio, estos campos, que son tuyos, como es tuya la fuerza, y es tuya la justicia! Las flores de tus jardines y tus huertos, a tu voz se truecan en soldados, bravos como leones en el combate, tímidos como gacelas a tu voluntad, y es de ver cómo a tu presencia todo cede y se humilla! Bendiga Allah tu mano generosa, y quiera el Señor del Trono Excelso concederme la gracia de poder algún día pagarte con la sangre de mis venas el servicio que hoy me haces!

     -Alza, mi hermano y señor! Las gracias sólo corresponden a Allah! De Allah es cuanto hay en los cielos y en la tierra, y el imperio de todas las cosas pertenece a Allah! Ensalzado sea!-contestó sentenciosamente Abu-Salem.-Tu causa! oh Mohammad! es la causa de la justicia, y Allah ha armado mi brazo para defenderla! Oh, si cual en otros tiempos, fuera dado disponer en los actuales de tanta muchedumbre de gentes como hicieron estremecer la tierra al pasar desde Ifriquia a Chezirat-al-Andalus! Yo te ayudaría entonces en honra y desagravio del Islam, no sólo a recuperar el trono que usurpa tu desatentado hermano Ismaîl, sino a reconquistar todo Al-Andalus, apoderarte de Afrancha(56), y proclamarte señor del mar de Inquilisín(57)! Pero no llega, por desventura, a tanto mi poder, como para destruir a los idólatras(58), a quienes tantas veces hicieron huir como gacelas los estandartes del Profeta (�la paz sea con él!) Volverás como dueño a tu Granada; podrás gozar, desde las deleitosas estancias de tu alcázar de la Alhambra, del delicioso espectáculo que ofrecen, dilatándose por la ciudad, el Darro y el Genil, a la manera que el Arfana y el Farcana se dilatan por Damasco, si la voluntad del Señor de Ambos Mundos acompañara el esfuerzo de mis bravos berberiscos!

     Y en tanto que Abd-ul-Lah, con todos los honores debidos a su jerarquía, era dignamente aposentado en el palacio mismo de Abu-Salem,-daba este Príncipe magnánimo (Allah le haya perdonado!) las órdenes necesarias a sus guazires para que se aprestasen dos numerosos ejércitos, con los cuales debía el hijo de Yusuf I recuperar el antiguo reino de sus antepasados y mayores.



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- XXIII -

     LAS habitaciones destinadas a Mohammad V, hallábanse situadas en uno de los extremos del alcázar, vasta agrupación de edificios, independientes entre sí, bien que puestos los unos con los otros en comunicación por medio de irregulares patios y jardines, pero que no ofrecían, a la verdad, ni en construcción ni en magnificencia, semejanza ni recuerdo alguno con los que constituían el alcázar de los Beni-Nassares en Granada.

     Formaba el edificio o ad-dar, donde el destronado Príncipe fue aposentado, un rectángulo perfecto, con cuatro tarbeâs o cuadras, que correspondían a los lados del rectángulo, y se abrían en los ejes, hallándose dedicadas a serrallo la principal, a cámara de servicio la segunda y a harem las dos restantes, donde se habilitó lujoso camarín para Aixa, y fueron dispuestas las habitaciones para otras mujeres, quedando Ebn-ul-Jathib y la comitiva de caballeros granadinos instalados en distinto edificio, próximo al que ocupaba el Príncipe.

     Después de terminados las ceremonias y los agasajos con que Abu-Salem obsequió al granadino, quedaron solos en la cámara principal del ad-dar de Mohammad V, el ilustre proscripto, Aixa y el guazir Ebn-ul-Jathib.

     -Ya has visto, señor y soberano dueño mío (�Allah perpetúe tu gloria!), cómo no eran vanas, por fortuna, las esperanzas que al abandonar a Guadix y partir de Chezirat-al-Andalus, abrigábamos tus fieles servidores. Que el sol benéfico de tu sonrisa ilumine tu rostro, y borre las nubes sombrías que le obscurecen! En breve tornarás a nuestra hermosa Granada, no ya humillado por el triunfo de tus enemigos (�Xaythan sea con ellos!), sino victorioso y contento!

     -Alabada sea la misericordia de Allah!-repuso el Amir.-Sin ti y sin los ruegos de mi adorada Aixa, jamás hubiera intentado cruzar el Estrecho de Az-Zocac, y habría preferido la oscura vida que en Guadix parecía estarme reservada! La bendición de Allah sea sobre el Sultán Abu-Salem y sobre vosotros! No podréis imaginaros nunca lo inmenso de mi zozobra, al apartarse de las costas de mi reino la débil embarcación en que hemos surcado el mar de Siria! No podréis formar idea del sentimiento que embargaba mi alma, al pensar que, acaso, como el grande Al-Môtamid, no volvería a pisar nunca el suelo de mi patria (�prospérela Allah!) Pero no será así,-añadió.-No: que los guerreros del desierto, esgrimiendo la espada de la justicia, me ayudarán a conquistar el bien perdido! Juro a Allah (�ensalzado sea!) que no habrá perdón para los traidores, y que si fui magnánimo y generoso con el traidor Abu-Saîd cuando en Bib-ar-Rambla te hirió creyendo herírme a mí de muerte; si fui benévolo con Ismaîl, cuando muerta su madre Seti-Mariem le di asilo en mi propia morada, ahora, ahora, habrá de ser terrible mi venganza!

     -Justo será, señor,-contestó el guazir, inclinándose profundamente.

     -Sí: justo será, amado Sultán mio,-dijo Aixa, quien hasta entonces había guardado silencio.-Pero también es justo que, después de tantas y tan largas fatigas, des a tu espíritu y a tu cuerpo el debido reposo, bajo la egida protectora que el magnífico Abu-Salem (�glorificado sea su reinado!), te brinda hoy en el recinto de su alcázar.

     Comprendió Ebn-ul-Jathib que la enamorada pareja deseaba estar sola, y con un reverente salem-âlaihuma(59), abandonó el camarín, alegre y satisfecho por el éxito lisonjero que prometían los ofrecimientos del Sultán de los Beni-Merines, cuyas simpatías había conquistado el guazir con la brillante improvisación poética, que tanto conmovió a él y a su corte.

     Cuando Abd-ul-Lah y Aixa se hallaron solos, corrió la hermosa muchacha a los brazos del Amir, y derramando en ellos abundoso llanto, le colmó de caricias.

     -Bien mío!-exclamó.-Aquí, como en los jardines espléndidos de tu Granada, lo mismo entre los labrados muros de tu hermoso alcázar, que en el retiro de la humilde tienda, donde durante nuestro camino por Ifriquia tantas noches hemos hallado hospedaje, que en la soledad de esta cámara, donde ahora nos vemos,-siempre, siempre será tuyo mi amor, como son tuyos los latidos de mi pecho, y tuyos mi pensamiento y mi alma! Sí, Príncipe querido,



                                         ��Qué le importan al ave sencilla,
que en la selva sus cantos eleva,
qué le importan las glorias del mundo,
si amor y placeres caminan con ella?
                                                                   ---
     ��Qué le importan los paños de oro,
los joyeles, las ricas preseas,
si en el fondo del bosque, anhelosa,
cantando sus cuitas, su amante le espera?�

     �No es verdad-prosiguió,-que tú me amas, y que este amor, que es mi vida, endulza las horas amargas de tu existencia, que debía ser feliz como la de los elegidos de Allah en los deliciosos jardines del channat(60); que debía correr sosegada, límpida y tranquila, como desde la cumbre de Ax-Xo1air corren las aguas del Genil, como las de esa fuente, que murmura en apacible calma dulces y misteriosas frases de amor, que nunca se extinguen?

     -Sí, Aixa! Consuelo mío!-repuso el Sultán.-Sí; tus palabras y tus caricias son las que me animan y dan alientos en mi desgracia! Eres para mí lo que el fresco manantial en el desierto, para el pobre peregrino; lo que la luz para el ciego; lo que la palabra del Profeta (�la paz sea sobre él!), para el muslime! Sin ti, sin tu fervoroso cariño, que me hace olvidar lo triste de mi suerte, acaso no habría intentado llegar hasta Abu-Salem, a quien Allah bendiga!

     -Bendígale Allah!-repitió la joven, levantando los ojos al labrado artesón de la tarbeâ en que ambos se encontraban.

     -Si todos en mi Granada hubieran sido tan fieles como tú!-suspiró el Amir.-Allí quedaron, mártires de su lealtad, el desdichado Redhuán (�Allah le haya perdonado!), y el valiente Abd-ul-Malik (�complázcase Allah en él!). a no haber sido por ti, que tanto me amas, sólo Allah sabe si a estas horas mi cadáver frío hubiera ido en la macbora(61) de la Alhambra a reunirse con el de mi pobre padre, a quien Allah tenga en su Paraíso! Tal vez habrían pisoteado mi cuerpo esos infames siervos de Xaythan el apedreado!... Oh! Cuánto, cuánto debo a tu amor, adorada Aixa!

     -No evoques tan tristes recuerdos, Sultán mío!-replicó la joven.-Olvida aquellas escenas de horror, que no han de reproducirse, y mira al porvenir que te sonríe!

     -Sí! Quiero recordarlo! Tú no sabes lo que goza el ánimo con las memorias del pasado, por tristes que sean! Quiero recordar que, sin ti, aquella noche fatal en que tomé la envenenada fruta preparada por la sultana Seti-Mariem, habrían conseguido mis enemigos el triunfo que apetecían; que sin ti, sin tu animosa decisión, y el afecto de mi guazir Ebn-ul-Jathib, habría en Bib-ar-Rambla caído al golpe de la lanza del traidor Bermejo!... �Por qué no recordarlo?... �Por qué no bendecir la hora en que mis ojos te vieron, si a ti te debo la salvación y la vida, cuando a despecho mío echastes sobre mis hombros tu propio solham, y cubriste mi rostro con tu mismo perfumado al-haryme, bajo cuyo disfraz logré burlar la persecución de mis enemigos?...

     No otra era la sabrosa plática a que se hallaban entregados Abd-ul-Lah y Aixa, cuando, interrumpiéndola a deshora, penetraba en el aposento uno de los negros puestos al servicio de Mohammad, e inclinándose con el mayor respeto delante de destronado Sultán granadino, se prosternaba a sus plantas con los brazos cruzados sobre el pecho, y la cabeza baja.

    -Oh señor y dueño mío!-exclamó.-Abd-ul-Tahir el poderoso jefe de la guardia del excelso Amir de los muslimes, nuestro señor, el magnífico, el justo y generoso Abu-Salem (�glorifíquele Allah!), demanda tu permiso para comparecer en tu presencia, por mandado de su egregio señor.

     Hizo seña Abd-ul-Lah al esclavo de que podía penetrar el enviado de Abu-Salem, y desprendiéndose de los amantes brazos de su enamorada, tomó asiento en el diván de ceremonias, al propio tiempo que Aixa se apartaba discreta, ocultándose en una de las alhenias del aposento.

     Pocos momentos después, entraba Abd-ul-Tahir, a quien seguían dos mujeres, envueltas en largos haiques que les llegaban a los pies, con la cabeza oculta por finos izares de transparente muselina, y el rostro velado por el al-hayrme, que sólo permitía verles los ojos, negros y brillantes, en los que resplandecían a la vez la curiosidad y el sensualismo.

     -Oh noble señor mío!-dijo el emisario de Abu-Salem, prosternándose.-El poderoso, el justo, el sabio, el puro, el defensor de la ley de Allah, Abu-Salem, Amir de los muslimes, mi señor y dueño (�perpetúe Allah sus días!), en señal y muestra del afecto que te profesa, como a su hermano y amigo, te envía este presente. Son dos de las más hermosas mujeres de su harem. Mira,-añadió a la vez que las dos jóvenes se descubrían el rostro,-mira en sus semblantes la gracia y la hermosura, que resplandecen como si cada una de ellas fuera la luna llena. Sus ojos despiden rayos de amor, que no puede resistir corazón alguno; su frente es tersa y pura como el cristal de la fuente; su voz es dulce y acariciadora, como el rumor del laúd en medio de la noche; sus dientes son sartas de perlas, que despiden extraños reflejos sobre el estuche de su boca, y sus labios son dos corales. Míralas, esbeltas y erguidas como las palmeras de nuestros bosques; ligeras, como las gacelas del desierto, flexibles, como la caña del Ban; ellas harán para ti más agradable la estancia en este alcázar, y espera el Sultán, mi señor (�protéjale Allah!) que aceptarás el presente. Amina se llama una de ellas, y por mi salvación, que bien merece el nombre de Fiel que lleva: será fiel contigo hasta la muerte, más que lo han sido tus vasallos de Granada: Kamar(62) dicen a la otra, y ya ves cómo es digna de que así la apelliden, pues a su lado palidecen de envidia todas las demás mujeres de la tierra. Una y otra, tienen negro el cabello, las cejas, los párpados, y la pupila de los ojos; blancos el cutis, los dientes, las uñas y la córnea transparente de los ojos; encendidas las mejillas, los labios, la lengua y las encías; grandes la frente, los ojos, el pecho y las caderas, y pequeños, por último, las orejas, la boca, las manos y los pies(63).

     -Oh Abd-ul-Tahir!-replicó Abd-ul-Lah.-Aun cuando en estos instantes mi pobre corazón llora las penas que la deslealtad de mis vasallos ha producido en mi ánimo; aun cuando mi corazón late de amor por otra mujer, a quien debo la salvación y la vida,-no por eso dejo de agradecer la delicadeza de obsequio que me hace tu señor y mi dueño Abu-Salem (�Allah le bendiga!). Dile que acepto reconocido este testimonio de su amistad, y que deploro no poder, como quisiera, corresponder hoy a sus mercedes. Hermosas son, a fe mía... Sean Amina y Kamar nuncios de mi ventura en lo porvenir, con el auxilio de tu señor, y testigos del placer con que recibo su generosa dádiva.

     Alzándose del diván donde hasta entonces había permanecido, se adelantó hacia ambas doncellas y las besó con galantería en la frente en señal de bienvenida, con lo cual despidíase del jefe de la guardia del Sultán africano, y ellas quedaron en la estancia, trémulas y ostensiblemente indecisas, siguiendo con los ojos los movimientos del granadino, quien dirigiéndose a la alhenia desde la cual había Aixa oído y presenciado todo, tomó de la mano a la joven, y con ella, en tal actitud, fue a donde se encontraban Amina y Kamar sorprendidas.

     Sólo allí, a la luz que penetraba por los abiertos postiguillos del portón, pudo notar Mohammad la palidez que empañaba el rostro de su amante.

     -Aixa,-le dijo sin embargo,-el Sultán generoso de cuyas manos espero la autoridad perdida, me envía como precioso regalo estas doncellas. Míralas: son hermosas, son jóvenes, y tiene su nido en ellas el amor. Ya sabes que mi corazón es tuyo, y que sólo tuyo puede ser... Que sean Amina y Kamar tus hermanas... a tu cuidado y a tu solicitud las entrego.

     -Príncipe y señor mío,-replicó Aixa temblorosa,-tus palabras son órdenes para mí. Yo soy tu esclava. Has mandado, y serás obedecido...

     Y al pronunciar estas palabras, copioso raudal de lágrimas se escapó de los ojos de la joven, sin que ella pretendiese contenerlas.

     -�Por qué lloras, mi amada?...-preguntó Mohammad, estrechándola cariñoso.-�No has ganado tú mi corazón?...

     �No eres tú la mujer a quien adoro?... Enjuga pues el llanto... Que la luz de tus radiantes ojos no se anegue en ese mar de amargas lágrimas que me entristece. Ve, amada mía, ve, y da digno aposento a tus hermanas... Aquí, como siempre, mi corazón te espera.

     Alzó Aixa los ojos, y enjugando el llanto, sin pronunciar palabra, echó a andar, saliendo al patio anchuroso del ad-dar, en el que tomó la dirección de una de las cámaras destinadas al harem; dio allí por su parte la bienvenida a Amina y Kamar, festejándolas con dulces y helados, y procuró hacerse amar de ellas; pero a pesar de sus esfuerzos, la víbora de los celos había mordido su corazón, y a través de las muestras de regocijo con que procuró cumplir las órdenes del Sultán proscripto, habría podido adivinarse cuántos y cuán grandes eran sus sufrimientos.

     Al cerrar la noche, cambiábanse no obstante en felicidad sus temores; y al cabo de algunos días, con singular aparato, grandes festejos y públicos regocijos,-se celebraba en presencia de Abu-Salem y de los principales dignatarios de su corte, el matrimonio de Abu-Abd-il-Lah Mohammad V de Granada con Aixa, elevada por este acto solemne a la categoría de Sultana, en premio de su amor, su fidelidad y su adhesión al Príncipe granadino.

     Hermosa estaba, con verdad, la mañana del décimo quinto día de la luna de Chumada segunda, aquel año 761 de la Hégira(64).

     El sol, como queriendo tomar parte en los acontecimientos felices para Abd-ul-Lah que en aquel día se preparaban, destacábase ardiente y poderoso sobre el cielo, completamente limpio y despejado.

     Brillaban como brasas encendidas las cúpulas de los alminares en las mezquitas de Fez, a los reflejos del astro emblema de la vida, y los fértiles campos que rodeaban la antigua y la nueva población, se mostraban espléndidos bajo el verde follaje de que los árboles se habían vestido con la primavera.

     Aún en los picos de la cercana cordillera que se extiende al Oriente de la ciudad, como gigantescas masas de nácar resplandecía la nieve; pero el ambiente era templado, y la brisa, suave y silenciosa, sólo traía en sus alas el penetrante aroma de las flores de la campiña.

     Desiertos estaban los bulliciosos zocos, desierta la alcaisería; pero pobladas de gente las calles, estrechas y revueltas, y las avenidas del alcázar.

     Muchedumbre innumerable se agolpaba también en torno de la venerada mezquita de Muley Idrís (�complázcase Allah en él!), y todo, al primer golpe de vista, anunciaba acontecimientos inusitados.

     Y así era, con efecto: tendidos en el llano, formando vistoso alarde y peregrino espectáculo, veíase bosques de picas, semejando aquella tropa numerosa, con sus haiques blancos y sus tocas de igual color, bandada inmensa de palomas, a la orilla de un manantial sombreado por las palmeras y los árboles.

     Entre ellos, luciendo las recamadas marlotas y las bordadas almalafas de distintos colores, distinguíase acá y allá repartidos algunos jinetes, cuyas cabalgaduras impacientes escarbaban la arena, destacándose entre todos ellos el Alférez, de tez oscura, y negra y poblada barba, quien levantaba entre sus manos el estandarte verde del Profeta.

     Cerca del mediodía, pero antes de que hubiese llegado el sol a la mitad de su carrera, el movimiento acrecentó entre las masas en las inmediaciones del palacio del Sultán Abu-Salem, a quien esperaban.

     Porque aquellas tropas aguerridas, que semejaban palomas, siendo sin embargo terribles gavilanes en la lucha, constituían uno de los ejércitos formados por el magnánimo Sultán de los Beni-Merines para devolver a Mohammad V el trono usurpado por su hermano.

     Debía el Príncipe granadino ponerse a la cabeza de ellas para marchar a Tánger, donde se le incorporaría el segundo ejército, formado con las kábilas más fuertes y valerosas de Ifriquia; y el pueblo de Fez quería despedir al huésped de su Príncipe, y desearle de aquel modo buena suerte y prosperidad en su empresa.

     Pero en tanto que el pueblo se agolpaba de tal manera con demostraciones de cortés agasajo en la calle, escena muy distinta se efectuaba en el ad-dar, donde Mohammad V, cerrado el cuerpo en la recia cota de batalla, ceñido el férreo casco, y pendiente de la cintura la resistente espada de combate, se hallaba solo con su esposa, la bella Aixa.

     Ocultaba ésta la cabeza en el pecho de su enamorado, y mientras con ambas manos procuraba enjugar el llanto que corría por sus mejillas, comprimidos sollozos levantaban agitadamente las redondas formas de su pecho, revelandolo inmenso del pesar que la embargaba.

-�Por qué lloras, mi bien?-decía el Príncipe con acento cariñoso. Toco ya, por ventura mía, el ansiado momento de partir para Cheyirat-al-Andalus en busca de mi trono, �y lloras, débil, como nunca lo has sido, cuando van conmigo los leones de Ifriquia, dispuestos a despedazar mis enemigos?... No llores, no!... Volveré, sí, volveré de nuevo; pero entonces no seré ya el Príncipe proscripto: seré el Sultán de Granada, y tú irás conmigo a compartir gozosa las glorias conquistadas por mi esfuerzo!...

     -Sí, amado dueño mío... Sí... Tienes razón... Soy sólo débil mujer!... Pero esta mujer tan débil, esta mujer que llora en tu regazo, esta mujer que te adora, sabe, por tu amor, ser fuerte. Dame una lanza y un caballo, pon en mi mano una espada, y a tu lado, contigo, correré al frente de esos escuadrones valerosos, desafiando la muerte! No me arredra el rumor de los combates... Siento sed, sed, mucha sed de la sangre de aquellos que han hecho derramar lágrimas a mi Príncipe y señor, y yo sola sería capaz de presentarme ante los muros de Granada, y dar allí la muerte, que tanto han merecido, a tu perverso hermano Ismaîl y a tu primo Mohammad, el Bermejo!

     -Desvarías, Aixa!-replicó el Príncipe.-Tú naciste para el amor, y no para la guerra. Tus labios están hechos para sonreír, y no para ser contraídos por la cólera; tus ojos matan, sí, matan; pero matan de amor, y en ellos brilla más el rayo apacible de la pasión, que el relámpago de la tormenta... Si me has acompañado desde Guadix en la dolorosa peregrinación que me impuso con implacable saña la suerte; si has compartido conmigo los azares de la existencia que hasta aquí he llevado, es para mí demasiado preciosa la vida de la única mujer que ha hecho palpitar mi corazón, para que vuelva a exponerla a las fatigas del camino y a los azares de la guerra.

     �Aquí-añadió,-al lado del Sultán magnánimo, al lado de su esposa y de sus hijos, esperarás mi vuelta; no acibares con tus lágrimas estos instantes, los últimos de mi destierro! Adiós, amada mía! Adiós! Contigo queda mi alma-repuso Abd-ul-Lah, desprendiéndose de los brazos de Aixa.-Queda aquí en Fez mi corazón cautivo, y fío en Allah que en breve volveré a gozar a tu lado venturoso las dulzuras perennes con que tu amor me brinda!

     No replicó palabra alguna Aixa. Quedáse muda y sollozante en la actitud dolorosa en que estaba; y conmovido Abd-ul-Lah, corrió hacia ella, y cubrió de besos, apasionados y ardientes, el semblante angustiado de la joven.

     Poco después, resonaron sobre las losas del pavimento las espuelas del Príncipe, y Aixa rompió a llorar amargamente.

     Terminada en la mezquita de Muley Idrís la oración de adh-dhohar o del mediodía, a la que para mayor honra del granadino habían asistido Abu-Salem y toda su corte, dirigiendo fervientes preces a Allah para que concediera su protección al destronado Príncipe,-montó Abd-ul-Lah en el caballo que tenía de las riendas el guazir Ebn-ul-Jathib, y, acompañado del Sultán de los Beni-Merines, marchó a ponerse al frente del ejército.

     Gritos de entusiasmo y de alegría resonaron entre la multitud por todo el tránsito, y de las espesas celosías de las casas, tras de las cuales se delineaba el busto de las mujeres, caían sobre la brillante comitiva gran número de flores.

     Las albórbolas y lelilíes eran por todo el camino repetidos y cuando, abandonada la ciudad, llegaban ambos Sultanes a la llanura donde se hallaba el formidable ejército, unánime salva de entusiastas gritos se escuchó en el espacio.

     Allí, hecha la presentación de los adalides y de los principales jefes, en presencia de aquellos soldados, leones en la guerra, y de aquel pueblo que parecía idolatrar en la persona de Abu-Salem, dio éste el ósculo de cariñosa despedida a Mohammad; y en tanto que el Beni-Merin tornaba realmente conmovido a la ciudad, invocando la protección divina sobre el destronado vástago de los Al-Ahmares,-fija con insistencia la mirada en la elevada cima, donde se erguían confusos los distintos edificios y las almenadas torres del alcázar, deteniéndose a cada paso para contemplarle, y con el alma llena por la dulce imagen de Aixa, marchaba el granadino silencioso en dirección a Tánger, entre el polvo que levantaban los caballos y envolvía aquella masa de gente, que parecía con sus blancos ropajes jardín inmenso de movibles jazmineros.

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XXIV

     SALVANDO los espacios, cruzando quizás en brazos de la brisa las aguas turbulentas del Zocac, como viento amenazador y pavoroso llegaba a la Damasco del Magreb la noticia de que a la cabeza de numerosas tropas africanas, se disponía Mohammad V a penetrar en Al-Andalus para recuperar la sultanía y castigar a los traidores; y mientras con singular regocijo los leales habitantes de Guadix y los de la Serranía de Ronda se apercibían al combate, dispuestos a colocarse al lado de su amado Príncipe, el legítimo Sultán de Granada,-cundía entre los rebeldes el espanto, como si Allah, cansado de tantas iniquidades, hubiera decretado su ruina, y el afeminado Ismaîl sentía despavorido zozobrar la tierra bajo sus plantas.

     Sólo el príncipe Bermejo, comprendiendo la inminencia del peligro, y determinado a todo, había conservado el ánimo, tranquilo en apariencia; sólo él era capaz de luchar osado con Mohammad y sus auxiliares, y sólo a él era dado levantar en las coras o provincias del reino suficiente número de tropas con qué hacer frente a los benimerines, y con las cuales a toda prisa se preparaba a cerrar en persona el paso a su enojado primo, defendiendo así sus criminales ambiciones.

     Desde Al-Chezirat-ul-Jadhra (Algeciras), donde con toda felicidad arribaba, y en señal de respetuosa cortesía, apresurábase Mohammad V a enviar sus letras al poderoso rey de Castilla, don Pedro, así para darle cuenta de su negocio, como para alegar las causas por las cuales, siendo él, como Sultán de Granada, vasallo de los monarcas descendientes de Fernando III, habíase visto en la precisión de solicitar el auxilio de los Beni-Merines, antes que la protección castellana, protestando a la par de que aquel ejército que le seguía, y el triunfo a que aspiraba, en nada alterarían las buenas relaciones de amistad y el vasallaje que le tenía jurado.

     De mucho disgusto sirvió a don Pedro (�Allah le haya perdonado!) el que la situación interior de su reino le imposibilitara de prestar a Mohammad el amparo que cual señor le debía, en justa compensación, al propio tiempo, de los servicios que el destronado Príncipe en varias ocasiones le tenía hechos; pero complaciéndose con la idea de que en breve recuperaría aquel su vasallo el trono de que la ambición de sus parientes le había despojado,-franqueábale a él y a sus gentes de buen grado el paso por territorio de Castilla, a fin de hacer así más seguro el éxito, y contribuir por su parte a burlar las esperanzas de los que, comandados por el príncipe Bermejo, habían salido cerca de Chebel-Thariq (Gibraltar), con ánimo de estorbar la marcha de los africanos.

     Todo estaba ya dispuesto y prevenido, y aun señalados por los adalides los lugares de la antigua provincia o clima del Lago por donde se debía emprender el camino, cuando a deshora llegaban al ejército expedicionario tristes y aterradoras nuevas que, como el huracán del desierto, sembraban la desolación y el pánico, y que llenaban de inquietud y de amargura el lacerado corazón del Príncipe Mohammad.

     No eran, no, la ambición y la perfidia prendas sólo de los castellanos y de los granadinos, alzados en armas contra sus legítimos señores. No eran solos el conde de Trastamara y Abu-Saîd, el príncipe Bermejo: también allá, en aquel poderoso imperio africano, donde al parecer reinaban la paz y la concordia, donde el desposeído descendiente de los Al-Ahmares había con lágrimas en los ojos contemplado los alardes reiterados de ferviente adhesión con que las gentes alborozadas saludaban al magnánimo Sultán Abu-Salem,-también, como en Castilla y en Granada, había el crimen llegado a las gradas del trono, y las manchaba por mano del Príncipe Abu-Omar Taxfin, a quien juzgaban loco, con la sangre generosa de su propio hermano, el noble Amir de los muslimes de Marruecos.

     La proclamación en Fez del joven Mohammad Abu-Zeyyan, nieto del Sultán Abu-l-Hasan, cambiaba en absoluto la faz de los sucesos. Con sus esperanzas, tanto tiempo acariciadas, y perdidas quizás entonces para siempre, como ensueño quimérico, veía Abd-ul-Lah desvanecerse aquel ejército formidable, que regresaba a Ifriquia; y representándose en su imaginación las escenas que habrían sucedido al asesinato de Abu-Salem, estremecíase de horror y de angustia, considerando que, asaltado acaso por la soldadesca y el populacho desenfrenados el alcázar, según lo había sido el suyo, su esposa, su amada, no habría sido respetada por las turbas, y quizás estaría muerta!

     Recobrábase en cambio el imbécil Ismaîl en Granada; crecía la jactancia de Abu-Saîd y de los rebeldes, y el desventurado Mohammad, solo, abandonado, bajo el peso de su quebranto y de sus zozobras, como olvidado por Allah, decidíase a buscar en la Serranía de Ronda y entre sus partidarios protección y abrigo, con la desesperación en el alma.

     Bálsamo fue para sus penas la noticia que a poco de Fez un mercader rondeño le traía de que, aun abatida y triste, la Sultana Aixa seguía en el alcázar, honrada y considerada por el nuevo Sultán de los Beni-Merines; y sintiendo con esto renacer sus esperanzas, determinábase, ya tranquilo, bien que no sin cierta natural zozobra, a impetrar del de Castilla que le ayudase a recobrar el trono, pues siendo él, como era y se reconocía, vasallo de don Pedro, y teniendo, cual tenía el reino de Granada por los monarcas castellanos, sólo a don Pedro en realidad cumplía el restablecer su autoridad, imponiendo el merecido castigo a los traidores.

     Pero, amenazado constantemente por los bastardos, en la forma que las historias cristianas de aquellos tiempos refieren, únicamente era dado al hijo de Alfonso XI atender a su remedio propio, y harto convencido se hallaba el granadino de ello, cuando, por consejo de Ebn-ul-Jathib y de los principales caudillos de la gente rondeña, volvía segunda vez al África los ojos, y solicitaba de Mohammad Abu-Zeyyan el auxilio que tan generosamente Abu-Salem le había otorgado.

     Y como la justicia de Allah debe cumplirse, y no hay en ello duda,-mientras el desposeído Mohammad desde Ronda procuraba interesar al Sultán de los Beni-Merines,-despojábase al fin el príncipe Bermejo del velo hipócrita con que había hasta allí mantenido ocultas sus secretas ansias; y dando primero, por estorbarle, cruda muerte en Almuñécar al guazir Mohammad-ben-Ibrahim Al-Fehrí, bajo pretexto de ciertas cartas que suponía escritas por éste a Abu-Salem prometiendo entregarle la persona de Ismaîl, con tal de que Mohammad V le conservase en el guazirato después del triunfo,-dirigíase ya desembozadamente contra el hijo de Seti-Mariem, para poner por obra el plan concertado en los dominios de don Pedro IV el Ceremonioso, con el conde don Enrique de Trastamara.

     Y con efecto: al frente de aquellos sus partidarios, fanatizados los unos por la esperanza de que bajo el mando de príncipe tan valeroso como Abu-Saîd lo era, el Islam recobraría en Al-Andalus el esplendor perdido; dominados los otros por el prestigio que sobre ellos había logrado el Bermejo, y seducidos los más por las promesas que éste les tenía hechas para el día del triunfo,-tres andados de la luna de Xaâban del año 761(65), apoderándose de la persona del desvanecido e imbécil Ismaîl, y de la de Caîs su hermano, mandaba darles muerte, y los despedazados cuerpos de aquellos infelices, que nadie osó recoger por miedo, permanecieron ensangrentados en las calles, y se pudrieron al aire, mientras en medio de estos horrores era aquel mismo día proclamado por el ejército y por la gente menuda y baldía del pueblo como Sultán de Granada el príncipe Bermejo.

     Así, respecto de Ismaîl, quedaban cumplidos los altos designios de Allah (�ensalzado sea!), y así, por medio de la traición y del crimen, subía el príncipe Abu-Abd-il-Lah Mohammad, sexto de este nombre entre los Al-Ahmares, al trono que manchaba la sangre de los dos hijos de Seti-Mariem, su antigua aliada, y que había honrado con su persona el excelso Mohammad V, cuyas gestiones cerca del Sultán de los Beni-Merines Mohammad Abu-Zeyyan, no habían, por desventura, producido efecto alguno.

     Como primer acto de su reinado, el príncipe Bermejo, convertido en Mohammad VI, apresurábase a enviar sus emisarios a Aragón, con el intento de notificar al conde de Trastamara su exaltación al trono, renovar el pacto ya antes entre uno y otro concertado, y proceder en consecuencia y sin pérdida de momento a ponerlo por obra por ambas partes, mientras inauguraba en Granada su gobierno con crueles persecuciones y castigos, que fueron muy aplaudidos por el populacho.

     Alentados por el fácil triunfo que sobre las tropas del rey don Pedro de Castilla habían conseguido en los campos de Araciana los bastardos don Enrique y don Tello (Septiembre de 1359), y habiendo resultado de todo punto ineficaces las gestiones reiteradas que el cardenal de Bolonia había hecho, ya en 1360, cerca de los monarcas de Aragón y de Castilla, para evitar, como legado del Pontífice, el rompimiento que entre ambos soberanos amenazaba,-engrosad as las filas de los infantes rebeldes con no pocos magnates castellanos, entre quienes se contaba el antiguo doncel del rey don Pedro, su capitán a mar y alguacil mayor de Toledo, el alavés Pero López de Ayala,-habían penetrado don Enrique y don Tello por las Encartaciones, apoderándose sin oposición de Nájera (1360), ciudad que entregaban al saqueo y a la matanza, asaltando la judería, y dando en ella alevosa muerte a los inermes hijos de Israel, por orden del mismo don Enrique.

     Perseguidos victoriosamente por el castellano, buscaban de nuevo asilo en Aragón los hijos de doña Leonor de Guzmán, cuya presencia en los dominios de Castilla sólo se había hecho aquella vez memorable por la feroz matanza de Nájera; y sosegado el reino en esta forma, tornábase a Andalucía el rey, después de tomar en las fronteras las precauciones convenientes, no dudando de que en breve volverían sus traidores hermanos a moverle guerra.

En tales condiciones se hallaba el reino de Castilla, cuando, obedeciendo Abu-Saîd las órdenes del de Trastamara, disponía sus tropas, y salía de Granada para algazuar por las fronteras, a fin de distraer por este medio la atención del castellano, y favorecer los movimientos que desde Aragón proyectaban los bastardos; mas noticioso el hijo del vencedor del Salado de los propósitos que animaban al granadino, y aprovechando la tregua en que le dejaban aquellos, disponía sus gentes de manera que resultasen infructuosos los designios del asesino de Ismaîl, por él harto recelados, quedando así reducido el provocativo alarde del Bermejo a simple paseo militar sin consecuencias.

     No hubo por ello de desconocer don Pedro que, mientras el usurpador Abu-Saîd ocupase el trono de Granada, sería mayor para él el riesgo; y en tanto que meditaba la forma en que debía castigar al granadino, como vasallo suyo,-enviábale éste hipócrita embajada, en la cual le hacía sus pleitesías, reconociendo el vasallaje, y rogándole ahincadamente que no diera contra él auxilio alguno al destronado Mohammad V.



     En la imposibilidad de reponer al hijo de Yusuf I, que proseguía en Ronda, recibió don Pedro con forzada benevolencia las proposiciones del Bermejo; y aunque sin darle respuesta alguna decisiva, despedía a los embajadores, satisfecho por el pronto, si conseguía apartar a Abu-Saîd de la alianza pactada con don Enrique, o por lo menos, si lograba ver seguras las fronteras de Castilla por la parte del reino granadino.

     Obedecía el paso dado por Mohammad VI al propósito de mantener al propio tiempo relaciones con don Pedro y los bastardos, bien que sin apartarse de éstos por completo, y para proceder según lo exigieran las alternativas de la guerra.

     Así pues, cuando rechazada, en pos de la de Nájera, nueva expedición proyectada contra Castilla por los infantes don Enrique y don Tello, y puesto el rey don Pedro sobre Almazán con muchas compañías, penetraba en Enero de 1361(66) por territorio aragonés, rindiendo varios castillos, entre los que figuraban los de Alhama y Ariza, ambos por extremo importantes,-fiel a sus intentos, conducía Abu-Saîd a la frontera de Jaén las huestes allegadas por su parte, de concierto con el de Trastamara, no con otro ánimo que el de mover desde allí sañuda guerra al príncipe de quien poco antes se había declarado vasallo, distrayendo su atención, y favoreciendo los designios del aragonés y de don Enrique.

     No sorprendía por cierto al rey don Pedro, si bien le producía muy honda indignación, la artera política del granadino; y aprovechando las excitaciones de paz con que le brindaba, respecto del aragonés, el cardenal de Bolonia, cedía mal de su grado a tales instancias, estipulándose, muy a disgusto suyo y muy contra su voluntad, las paces entre Aragón y Castilla, por el mes de Junio de aquel año(67).

     En virtud de las indicadas estipulaciones, el conde don Enrique, su hermano don Sancho, y los caballeros castellanos que seguían su bandera, se refugiaban, lanzados de Aragón, en la parte allá de los Pirineos, entrando a la fuerza en la Senescalía de Carcassona por el mes de Julio, a pesar de la oposición que les hizo Pedro de Voissins, señor de Rennes, quien se había colocado en el país de Fenouillades para estorbarles el paso.

     De esta manera, quedaba por el pronto libre Castilla de las guerras incesantes que la ambición, la deslealtad y la perfidia de los bastardos le movían, y de aquellas otras que la doblez de carácter, propia de don Pedro IV el Ceremonioso, suscitaba sin tregua al desventurado hijo de don Alfonso XI.

     Desde Deza, donde quedó asentada la paz con Aragón, regresaba don Pedro a Sevilla, ciudad en la que se encontraba aquel soberano el día 10 de Julio(68), y donde recibía cartas del destronado Mohammad V, su vasallo y amigo, en las cuales le felicitaba por el término de la campaña, y solicitaba al fin de él que le ayudase a volver a Granada, y lanzar del usurpado trono a su primo el rey Bermejo, de quien había ya podido formar juicio por los últimos acontecimientos.

     No sólo por satisfacer los legítimos deseos del Príncipe Abd-ul-Lah, sino por castigar los crímenes y la felonía de Abu-Saîd y tomar a la vez venganza de las paces que le había con sus actos obligado a firmar con el rey de Aragón,-determinábase don Pedro a mover guerra a Granada, mandando sus emisarios a Ronda para que se pusieran de acuerdo con Mohammad V, y enviando a llamar todos los ricos omes y señores de su reino, a quienes manifestaba las razones por las cuales había tomado determinación semejante, y que no eran otras principalmente sino las de que el Sultán Mohammad era su vasallo, y le rendía parias en tal concepto, y el Bermejo le había contra razón y derecho destronado.

     Cuando los emisarios del rey de Castilla ponían en conocimiento del magnánimo Abd-ul-Lah la resolución adoptada por su soberano, hallaban en Ronda al Príncipe islamita profundamente conmovido.

     La negativa de Mohammad Abu-Zeyyan, Sultán de los Beni-Merines, a facilitarle los recursos por él demandados, y que no por ser cortés, dejaba de ser menos cierta; la escasez de fondos, que había impedido llevar a la práctica el proyecto un momento acariciado de reclutar gentes en Ifriquia, y el dolor sin consuelo que la ausencia de su querida Aixa le producía,-motivos eran en verdad que pesaban grandemente en su ánimo, y justificaban su postración y su decaimiento.

     Entre las nieblas del porvenir incierto, no brillaba ya para él estrella alguna; y en balde sus leales rondeños le brindaban con un levantamiento general en la Serranía, el cual hubiera sido sin duda tan estéril como todo lo hasta entonces intentado.

     Las cartas que de vez en cuando recibía de Fez, en las cuales le daba cuenta Aixa de cuantos rumores llegaban hasta ella, y en las que le atestiguaba siempre de su cariño invariable,-si lograban por contados momentos templar la pena del pobre Príncipe, sólo eran incentivo poderoso para demostrarle y poner a sus ojos de relieve la impotencia absoluta en que los acontecimientos le tenían colocado.

     Cierto es que la noticia de que el harem del Sultán Abu-Salem había sido respetado por el populacho, al recibir alevosa muerte aquel Príncipe por manos de su hermano Omar, llevó a su entristecido espíritu algún sosiego; pero la imposibilidad en que se veía de llamar a su lado a la amada de su corazón antes de haber logrado el término legítimo de sus justos afanes, le llenaba de desesperación y de zozobras.

     Así pues, cuando fenecida la guerra con Aragón, consideró que su leal amigo y señor don Pedro podía desembarazadamente ya auxiliarle, no vaciló un momento en implorar de nuevo su ayuda, siendo inmensa la alegría de que sintió inundada su alma al recibir la jubilosa nueva de que el monarca cristiano disponía su ejército para castigar al usurpador, volviendo por los fueros, algún tanto olvidados, de la corona de Castilla.

     Corrió de uno a otro extremo de la serranía la fausta noticia; y al paso que los habitantes de aquella comarca se apercibían valerosos a la lucha, reunía en su torno Mohammad las fuerzas de que le era dado disponer, y llegaban sólo al exiguo número de cuatrocientos jinetes, y con ellos, gozoso y alborozado, como en sus buenos tiempos, partía de Ronda en medio de las sinceras aclamaciones de la muchedumbre.

     No había, entre tanto, perdido el tiempo el rey de Castilla: aprestada con generosa actividad la hueste, movíase de Sevilla en dirección al distrito de Ronda por Medina-Sidonia, y, penetrando en los dominios granadinos, llegaba a Hissn-Cassares (Casares) al finar de la luna de Xagual(69), seguido de sus tropas y de mil quinientos carros cargados con las máquinas de guerra de que los cristianos hacían uso.

     Cerca de Hissn-Cassares salía a recibirle con su escasa fuerza el destronado Mohammad.

     Era una mañana, alegre y hermosa, de los postreros días de Xagual; el cielo estaba completamente despejado, y la naturaleza parecía convidar con el magnífico espectáculo que presentaba.

     El sol, aunque brillaba esplendoroso, templaba sus ardores con la fresca brisa del cercano mar, y todo sonreía como feliz augurio para el Príncipe infortunado, cuyas esperanzas iban por fin a realizarse.

     Grande fue, con verdad, la impresión del granadino, cuando se halló en presencia del poderoso rey de Castilla.

     Así que las primeras compañías de peones y los primeros escuadrones cristianos se dibujaron sobre la dorada superficie del campo en que Mohammad se encontraba, picó éste espuelas a su corcel, seguido de Ebn-ul-Jathib, y penetró por entre las batallas de los castellanos, buscando al rey don Pedro.

     Iba el monarca de los nassaríes precedido por el Alférez mayor del reino que llevaba la cuadrada enseña real, y acompañado de muchos ricos-omes y magnates de su reino, distinguiéndose entre todos por la arrogancia de su porte y la severa majestad del rostro.

     Vestida llevaba la recia cota de batalla, y en su apostura y su talante conocíase la indómita soberbia de aquel egregio príncipe, en quien trataba de cebarse la desventura, que le perseguía incansable desde los momentos mismos en que fue exaltado al trono de sus mayores.

     Parecía por la majestad que respiraba toda su persona, mucho mayor de cuerpo de lo que plugo hacerle a la naturaleza; y aunque Abd-ul-Lah jamás le había visto, no vaciló en reconocerle, dirigiéndose a él desde luego.

     Detuvo don Pedro con fuerte mano su cabalgadura al distinguir al granadino, y esperó a que éste se aproximase.

     Pero Mohammad, descendiendo presuroso del caballo, habíase abrazado a las piernas de don Pedro, exclamando:

     -�Oh, mi señor y dueño! El más poderoso y fuerte de los sultanes de la tierra! �El incomparable rey de Castilla, mi dueño y soberano señor don Pedro! Allah perpetúe tus días y aumente tu ventura, como yo te deseo!... Benditas mis desdichas, señor, pues ellas me proporcionan el placer de que mis ojos te vean! Oh rey don Pedro! Eres como el sol brillante que alumbra los espacios, pues das vida y alientos con tu presencia, como él da vida a la tierra, después de las inclemencias del invierno! Deja que mis labios besen, en testimonio de mi reconocimiento, tus rodillas! Mira a tus pies al infortunado que un día fue Sultán de Granada, y se llamó tu amigo! Como el labrador espera la lluvia benéfica que ha de hacer fértiles sus agostados campos, así espero yo de ti el bien que ansío!

     Habíase ya a esta sazón desmontado el rey don Pedro, y mientras con verdadero afecto estrechaba entre sus brazos al granadino, así contestaba a sus apasionadas frases:

     -Alzad, señor: que harto me duele, por mi fe, veros en esta forma y en este sitio, y no en vuestro famoso alcázar de Granada, rodeado de vuestros magnates y cortesanos, y con todo el aparato propio de vuestra soberana estirpe y vuestra grandeza. Pero si la traición, aleve y tenebrosa, ha logrado arrebataros de las manos el glorioso cetro que en ellas puso la Providencia, sean señal mi presencia en este sitio, y los brazos que mi amor os tiende, de que hallaréis en mí la protección que la justicia de vuestra causa pide; y ojalá que la infanda guerra con que los que se llaman mis hermanos codician mi ruina, y aquella otra con que su amparador el rey de Aragón les favorece, divirtiendo mis cuidados hasta el presente, no hubieran impedido que antes de ahora, cual era en mí ferviente deseo, os hubiera restituido, señor, lo que es vuestro y tenéis en mi nombre, pagando así las muchas atenciones y la leal amistad que os debo.

     Reiteró, al escuchar estas palabras, Mohammad al castellano las muestras de su reconocimiento, y volviendo ambos a montar, cabalgaron juntos hasta Hissn-Cassares, donde fueron recibidos con expresivo júbilo.

     Puestos allí de acuerdo respecto de la campaña que iba a ser inaugurada, quedaba entre ambos príncipes concertado que, desde que la guerra comenzara, todos los lugares que se diesen al rey don Pedro, o tomare él por fuerza de armas, serían para siempre de Castilla; pero que aquellos otros que se entregaran a Mohammad, separándose de la obediencia del tirano Abu-Saîd el Bermejo, serían también para siempre del referido Mohammad, con lo cual, diéronse las órdenes oportunas, y al siguiente día, muy de mañana, fueron alzados los reales del ejército cristiano, y se rompió la marcha por territorio granadino.

     Sorprendido Abu-Saîd de la alianza celebrada entre el rey de Castilla y el Príncipe Abd-ul-Lah, su primo, y más aún al conocer los aprestos formidables con que don Pedro se preparaba a combatirle y aniquilarle, hacía pregonar en todas las mezquitas del reino la guerra contra los nassaríes, reclutaba gentes en todas partes, y se aprestaba a solicitar el auxilio de Aragón, haciendo correr en tanto las fronteras castellanas, y causando en ellas todo el estrago que le fue posible.

     Había en Granada gran número de partidarios del legítimo Sultán, los cuales, si hasta entonces habían permanecido inactivos, se felicitaban ahora de la guerra, con la esperanza de que en ella triunfase Mohammad V, y se dolían del bárbaro despotismo del usurpador, a quien no ocultaban del todo sus sentimientos; y recelando el Bermejo de que, mientras él se colocaba al frente de las tropas, no dejarían aquellos de intentar algo en favor de su enemigo, decidíase a hacer en ellos horrible escarmiento, el cual sólo sirvió para aumentar el general disgusto y el descontento que en el reino se dejaba ya sentir, a causa de las odiosas y execrables tiranías de Abu-Saîd, de quien todo era de temer en tales circunstancias.

     Extendida la fama de tamañas tropelías por los dominios que aún el Islam conservaba en Al-Andalus, puso espuelas al anhelo de sacudir el yugo con que oprimía a los muslimes el asesino de Ismaîl y de Caîs, ayudando y facilitando por tal camino la empresa acometida por Mohammad V.

     Así fue que, a la presencia de los confederados, casi todas las poblaciones, castillos, fortalezas, lugares y alquerías se entregaban a partido, con lo cual la guerra ofreció desde sus comienzos muy lisonjeras esperanzas, llegando juntos y sin ningún contratiempo el rey de Castilla y el destronado Príncipe Abd-ul-Lah hasta los muros de la fortificada Antequera, después de haberse declarado por él en Málaga todos los habitantes de esta última ciudad, que le aclamaban con entusiasmo, luego de haber depuesto al gualí nombrado por el intruso Mohammad VI.

     No menos lisonjero se mostraba en las fronteras el éxito que sobre los granadinos alcanzaban las armas castellanas; pues si bien era cierto que las gentes de Abu-Saîd, presentándose de rebato en el Adelantamiento de Cazorla, perteneciente al antiguo reino de Jaén, habían cometido allí grandes desmanes, quemando a Peal de Becerro y llevando cautiva casi toda la población con más los ganados,-no lo era menos que don Diego García de Padilla, maestre de Calatrava, don Enrique Enríquez, Adelantado mayor de la frontera, y Men Rodríguez de Biedma, caudillo del obispado de Jaén, habían desbaratado y roto a los muslimes, dando libertad a los cautivos, y rescatando los ganados.

     No otra era la situación en que los negocios se encontraban cuando se detenían delante de los muros de Antequera el rey don Pedro y Mohammad V, cuyos cuatrocientos jinetes se habían convertido en fuerzas bastante mayores, con los caballeros y los peones que sucesivamente y con frecuencia se incorporaban al ejército, por donde quiera que pasaba, haciendo todo presagiar que en breve, y con la ayuda de Allah, resplandecería por fin la causa de la justicia.



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- XXV -

     DOS lunas y parte de otra eran transcurridas desde que en Hissn-Cassares se avistaron el castellano y el granadino(70): el tiempo era ya frío y la época de las lluvias había dado comienzo, lo cual constituía verdadero obstáculo para la campaña.

     Sin embargo de esto, y con ánimo de rendir la plaza, que era bien fuerte y se resistía-dirigidas al alcaide las intimaciones oportunas,-cercose a Antequera, aprestándose a combatirla los ingenios y máquinas de guerra que debían aportillar los muros y decidir la entrega.

     Ya porque, según lo estipulado, si la plaza caía por fuerza de armas en poder del rey don Pedro, correspondería de hecho a la corona de Castilla, quedando para siempre segregada del señorío muslime; ya porque esperara que el ejemplo de otras importantes poblaciones, de cuya rendición no dudaba así que ante ellas se presentase, labraría en el ánimo de los antequeranos para que se diesen más tarde a partido, quedando la ciudad en su poder,-es lo cierto que Mohammad suplicaba a don Pedro desistiese del proyecto de rendir la población, proponiéndole en cambio pasar a la hadhira o corte, y correr su hermosa vega para amedrentar a Abu-Saîd, y animar a los partidarios que el legítimo Sultán tenía en Granada, decidiéndoles a hacerse dueños de la persona del usurpador, con lo que el triunfo era seguro.

     No fue, a la verdad, muy del agrado del rey don Pedro la propuesta de su vasallo Mohammad; y una mañana, de las postreras de aquella luna de Moharram, mandó prevenir lo necesario para batir los muros, repartiendo las gentes en disposición de dar el primer asalto.

     Hallábase a la sazón Mohammad en su tienda conversando con su leal guazir Ebn-ul-Jathib, que no le había abandonado, y sorprendido por el aspecto que ofrecían a sus ojos las tropas cristianas, exclamó:

     -Por Allah, mi fiel Lisan-ed-Din que, según todas las muestras, el chund(71)de mi señor el rey don Pedro, más que dispuesto a levantar el cerco, se me antoja preparado al asalto de la hermosa Antequera.

     -Oh señor y dueño mío!-replicó el guazir.-Así es, con efecto... Prevenidas se hallan las máquinas de guerra, y formadas las batallas... Qué desgracia para el Islam si Antequera se rinde a los nassaríes!

     -Allah la ampare!-contestó Mohammad pensativo y con amargura.

     -Acaso, señor, puedas impedirlo... El Sultán de Castilla es generoso, y es tu amigo... Quizás consigas que este aparato amenazador desaparezca, y que Antequera te se entregue, cuando vea que la misma Granada te abre sus puertas.

     -Tienes razón-dijo el Sultán tras larga pausa, durante la cual pareció meditar el consejo del poeta.-Quiera Allah no te equivoques en tus cálculos; pero de todos modos, jamás me perdonaría el que por mi causa quedara así desmembrado el glorioso imperio que mi antecesor Al-Galib bil-Lah (apiádese de él Allah!) fundó en estas fértiles comarcas de Al-Andalus, en días bien tristes y de tribulación para los fieles añadió alzándose como decidido de su asiento, y echando sobre los hombros el blanco haique en que se envolvió majestuoso antes de abandonar la tienda.

     Guiándose a través del campamento por el pendón posadero que ondeaba sobre la del monarca de Castilla, dirigíase allí pausada y lentamente, cuando resonó en torno suyo por todas partes inmenso vocerío, al que sucedió extraño movimiento entre los peones, y comenzaron a formarse ordenadas las batallas, las cuales guiadas y conducidas por sus almocademes y adalides, sin pérdida de tiempo se dirigían en ademán hostil contra el murado recinto de la plaza, por cuyos torreones y baluartes agolpados los muslimes, arrojaban toda suerte de proyectiles sobre los castellanos, que impávidos echaban las escalas y trepaban animosos por ellas, para caer en gran número destrozados y confundidos al foso, donde muchos encontraban la muerte, y desde donde otros tornaban a trepar de nuevo, aunque sin llegar al adarve.

     Media hora no más duró aquella lucha, que presenció asombrado y lleno de tristeza Abd-ul-Lah sin moverse de su sitio; media hora, durante la cual pelearon con igual bravura muslimes y cristianos, y que terminó por repentina salida que los antequeranos hicieron, arrojándose de improviso con la fuerza de la desesperación sobre las tropas de don Pedro.

     Lejos de ceder el campo, y animados con lo irregular e inesperado de aquel ataque, los de Castilla daban en los atrevidos muslimes de Antequera, a pesar de la nube de flechas que vomitaban las murallas, y desbaratándolos en breve, hacían en ellos horrible carnicería, que llenó de luto y de profunda pena el generoso corazón de Mohammad.

     Entonces, sin aguardar el término del combate, afectado y entristecido, movió sus plantas el destronado Príncipe, y corrió a avistarse con don Pedro.

     Hallole rodeado de sus principales caballeros, no lejos del lugar de la lucha, y acercándose a él, exclamó procurando serenarse:

     -Oh señor mío! Día es ese de luto para los siervos del misericordioso Allah, cuya sangre y cuyos cuerpos destrozados se mezclan con el lodo! Día debía ser también de gloria para ti, soberano Príncipe de Castilla... Pero dígnate, señor, prestarme oídos, si a bien lo tienes, y Allah te lo recompensará en el Paraíso!

     -Venid con Nos, señor rey de Granada-replicó don Pedro no sin cierta extrañeza,-pues mejor podré bajo la tienda oíros, que no aquí a campo descubierto.

     Y picando espuelas al poderoso bruto que montaba, se encaminó, seguido de Abd-ul-Lah, hacia los reales.

     Ya allí, penetró en la tienda, que custodiaban sus donceles de servicio, y mandando que nadie les interrumpiera, invitó al granadino a que pasase.

     Hízolo así Mohammad, y cuando hubieron tomado asiento, comenzó a hablar el islamita:

     -Señor: en cuanto a los hechos de la guerra, que tan feliz principio ha tenido para nosotros, gracias sean dadas a Allah, nada tengo que decirte, sino es manifestarte mi agradecimiento por la buena voluntad y por la cortesía con que me ayudas y proteges; pero en cuanto a batir, como quieres, y a apoderarte, como intentas, por la violencia y por la fuerza, de la hermosa ciudad de Antequera, habrás de permitirme después de lo que ya te he significado, oh Príncipe y señor mío insigne!, que puesto a tus plantas, como me ves, te ruegue que desistas de tu propósito...

     -Imposible, Mohammad!-contestó con altivez el castellano, sorprendido por lo extraño e inoportuno de la súplica, cuyo alcance no podía comprender.-El rey don Pedro, debéis tenerlo así entendido, no retrocede nunca.

     -Señor-repuso el granadino sin desconcertarse por el tono de aquella negativa,-sé bien que tus soldados son leones en la guerra, y que nada hay que pueda intimidarles, y menos resistirles, como no hay nada tampoco que te detenga ni amedrente, y prueba de ello es lo hasta aquí conseguido en esta campaña; pero la sangre de tus caballeros se derrama en balde delante de esos muros de piedra que resisten con tesón inesperado su empuje poderoso, y acaso mejor que verterla estérilmente �no sería el ganar esta plaza sin que el buitre carnicero agite sus negras alas sobre los cadáveres insepultos de los que hayan por decreto de Allah de sucumbir en la lucha?

     -Pluguiera a Dios que así fuese; pero ya habéis visto, señor-replicó no sin impaciencia don Pedro,- que cuantas proposiciones han hecho mis heraldos al alcaide de Antequera, han sido una y otra vez rechazadas... Ojalá me fuera dado poneros en posesión de esa ciudad tan importante sin detrimento ni daño de mis huestes... Pero esto es ya imposible.

     -Alza, señor, el cerco de la plaza, aunque mi proposición te asombre-prosiguió Mohammad;-y penetrando con tus tropas en la misma vega de Granada, verás cómo, rendida a mi presencia la capital de mi reino, Antequera nos abrirá sus puertas sin combate. Si tal no sucediere, tiempo y valor te sobran, oh poderoso rey de Castilla, para destruirla luego. No te enojen, señor, mis palabras, ni las tomes a ofensa añadió rápidamente Abd-ul-Lah al notar el efecto que en el castellano su proposición producía.-Allah ve el fondo de mi alma y conoce la lealtad de mis intenciones... �Quién será osado a dudar de tu valor, ni del de los tuyos, cuando tu estandarte victorioso infunde pavor a tus enemigos, y huyen estos delante de ti, como las arenas del desierto huyen delante del huracán que las azota?...

     Fijos tenía don Pedro sus ojos recelosos y escrutadores en los del granadí, mientras éste, en pie, con la derecha sobre el pecho, hablaba conmovido a la cólera que resplandeció un momento en su semblante, sucedió la calma, y en pos de largo rato de vacilación en que ambos monarcas permanecieron silenciosos, levantose al fin el de Castilla de su asiento, y adelantándose hacia Abd-ul-Lah, estrechole entre sus brazos con generoso arranque.

      -Tal vez os engañéis, señor-dijo,-en lo que me proponéis, guiado de vuestro buen deseo y obedeciendo los nobles impulsos de vuestro corazón magnánimo. Podrá acaso suceder que Granada permanezca sorda a vuestra voz y a vuestras excitaciones; pero no quiero que nunca nadie sea osado a decir del rey don Pedro con justicia, lo que propalan falaces mis enemigos. Harto me fatiga la fama de sanguinario que aquellos desventurados hijos de mi buen padre me achacan, cuando me veo forzado a castigar la felonía de mis súbditos, para que aquí se derrame más sangre de la que se ha derramado. Seguiré vuestro consejo, señor, y ojalá que él produzca los efectos que os prometéis y que yo de todo mi grado y voluntad os deseo.

     Y llamando desde allí a don Diego García de Padilla, maestre de Calatrava, comunicole sin más tardar en presencia de su vasallo las órdenes para levantar el cerco.

     -Que Allah, señor, te premie por la merced que me haces!-exclamó Abd-ul-Lah sin ser poderoso a ocultar la emoción que le embargaba.-�Cómo no ha de ampararte el Señor de los cielos y de la tierra, si tu corazón es noble entre los nobles, y es tu benevolencia como la lluvia que beneficia los campos?... No dudes por lo demás de Granada: aviso tengo de que mis leales partidarios allí trabajan, y ellos son los que me invitan a presentarme ante la que fue corte mía y de mis antepasados.

     Íbase ya a despedir el granadino, cuando el maestre de Calatrava, penetrando en la tienda e invocada la licencia del rey, ponía en conocimiento del muslime que uno de los antequeranos, hecho cautivo en la última salida, solicitaba hablarle con instancia.

     -Quizás sea uno de los emisarios que mis vasallos me envían...-dijo Abd-ul-Lah.-Permite �oh alto y poderoso don Pedro, que después de reiterarte las gracias por la bondad con que has correspondido a mi solicitud, pueda recibir las nuevas que sin duda habrá de traerme ese infeliz cautivo, y que habré de comunicarte muy luego, para que tú determines y dispongas.

     Dicho lo cual, y saludando profundamente al rey de Castilla, obtenida su venia, abandonó la tienda.

     Cuando llegó a la suya, ya en ella le esperaba el cautivo, custodiado por Ebn-ul-Jathib.

     -Has deseado hablarme, y aquí me tienes muslime, exclamó el Príncipe tomando asiento en el diván que ocupaba el centro de la tienda.

     -Que Allah, el Excelso, el Sabio, el Omnipotente Señor de los dos mundos te bendiga!-respondió el cautivo, arrojándose humildemente a los pies de Mohammad.

     -Que Él te haga mensajero de buenas nuevas y te proteja! Levántate y habla!-contestó el Sultán con tono breve.

     -Oh señor mío!-prosiguió el antequerano,-no abandonaré ciertamente esta postura, antes de que hayas prometido perdonarme, tú que eres la espada del Islam, y a quien debían rendir parias todas las naciones, desde ax-xarc-al-acsa hasta al-mogreb-al-acsa!(72).

     -Levántate y habla,-repitió Abd-ul-Lah.-Estás perdonado por cuanto hubieres hecho, pero habla!-añadió exasperado.

     -Señor, prométeme también,-continuó el muslime sin abandonar la postura en que permanecía, -promete también que otros oídos que los tuyos no oirán lo que tengo para provecho tuyo que revelarte.

     No pudo el Príncipe desterrar cierta sospecha de que repentinamente se sintió asaltado ante la extraña pretensión del cautivo, procurando examinar el rostro de aquél que se presentaba como su vasallo, pues éste, con la cabeza inclinada sobre el pecho, parecía ocultar su semblante; pero dirigiendo instintivamente la mano a la cintura, acarició el pomo de su espada y la cruz de su alfanje, y con desdeñosa sonrisa mandó a su leal Lisan-ed-Din que los dejara solos.

     -Solos estamos ya,-dijo el Sultán entonces.-Desata pues la lengua.. No habrá otros oídos que los de Allah (�ensalzado sea!), fuera de los míos, que puedan oír lo que tratas de decirme.

     -Alabado sea Allah!-replicó el cautivo levantándose, aunque conservando humilde postura ante el Amir de los muslimes.

     -�Te envían pues a mí mis leales vasallos de Granada?... �Traes algún mensaje de ellos?

     -Dos noches ha, señor, que partí de Granada; pero no conozco en ella a los que llamas tus leales vasallos.

     -Entonces...

     -Señor mío, óyeme: en Granada han perecido por orden de Abu-Saîd, que ocupa el trono de los Anssares, el cadhí Abu-Meruan, el jathib Abd-ul-Isa, el imán Mohammad-ben-Kabir Al-Lahmí, el faquíh Ibrahim-ben-Salemah, el poderoso Ben-Isahack Al-Comaraixi, y con ellos otros muchos acusados de mantener secretas inteligencias contigo, y con los nassaríes que te acompañan.

     -Que las almas de esos mártires gocen en el Paraíso las dulzuras de la bienaventuranza!-exclamó Abd-ul-Lah enjugándose las lágrimas, y reprimiendo sus suspiros.

     -Que Allah les haya perdonado!-repuso lúgubremente el antequerano.

     -Sigue, muslime,-añadió el Amir, interesado en lo que aquel hombre decía.

     -Diez días eran ya transcurridos, al salir yo de Granada, desde que el Sultán Mohammad había enviado al de Fez (�protéjale Allah!) un emisario...

     -�Qué dices?-interrumpió el Príncipe alarmado a su pesar y sin poder contenerse.

     -Un emisario,-prosiguió el cautivo,-con el objeto de alcanzar de Abu-Zeyyan la entrega de cierta esclava que en el harem tenía, para traerla a Granada...

     -Y esa esclava...-preguntó anhelante y con visible inquietud Mohammad.

     -Esa esclava, señor, se llama Aixa, y se dice esposa tuya...

     -Oh!... Eso no será! No!-exclamó el Sultán alzándose lleno de angustia.-Abu-Zeyyan no cometerá tal crimen... Las leyes de la hospitalidad son sagradas, y el Sultán de los Beni-Merines, que se dice descendiente del Profeta (Allah se complazca en él!) no puede faltar a ellas.

     -Sí! Sí, faltará, señor,-exclamó irguiéndose el cautivo.

     -Ebn-ul-Jathib!-gritó entonces Abd-ul-Lah acercándose a la puerta de la tienda.

     -No le llames, señor,-dijo con sarcasmo el antequerano.-No le llames, porque tengo aún que decirte otras muchas cosas, que no deben ser oídas sino de ti.

     -Nada puede importarme tanto, como lo que acabas de comunicarme, con intenciones que no conozco, ni quiero conocer... Basta ya!... Véte!

     -No, no me iré... Me oirás hasta concluir, mal que te pese,-repuso el cautivo encarándose con el Príncipe.

     -Ah! No eres lo que parecías!... Te atreves, miserable, a hablar de esta manera a tu señor y dueño?...

     -No lo eres mío, Mohammad! Mi señor y dueño es el Sultán de Granada, el que enarbolando el sagrado estandarte del Islam, pelea con los idólatras, a quienes Allah maldiga! Tú no eres más que un renegado infame, que va a morir a mis manos! Ha sonado para ti la hora de la justicia, y Malak-al-maut ha borrado tu nombre del libro de los vivos...

     -Te equivocas, tú, quien quiera que seas,-gritó el Amir desenvainando la espada.-Alientos tengo para darte la muerte que mereces! Pero no quiero manchar mis manos con la sangre de ningún muslime... Ebn-ul-Jathib!-llamó, poniéndose a la defensiva.

     -Llegará tarde,-clamó frenético el cautivo, en cuya diestra brillaba la acerada hoja de una gumía.-He jurado tu muerte, para bien de los muslimes, que te aborrecen, y gloria de mi señor el Sultán Mohammad el Bermejo, y morirás!-prosiguió arrojándose violentamente sobre el Príncipe.

     Pero Abd-ul-Lah, dando un salto, paró el golpe con la espada, y con un movimiento rápido hirió en el pecho al asesino.

     -Me has muerto!-dijo éste al caer en tierra.-Pero mi alma irá al Paraíso, mientras la tuya caerá maldita en los horrores del fuego eterno, donde se consumirá por espacio de siglos! Que la maldición de Allah caiga sobre ti y sobre los tuyos!

     Y en tanto que pronunciaba no sin dificultad estas palabras, penetraba en la tienda Ebn-ul-Jathib, bien ajeno del espectáculo que iba a contemplar en aquel sitio.

     -Ah! �Eres tú?-preguntó el herido al distinguir a Ebn-ul-Jathib.-�Eres tú, el poeta servil, el adulador miserable que reniega del Islam, para lamer la mano, como un perro, del amo que te da el pan?

     -�Qué es esto?-exclamó el guazir, deteniéndose sorprendido al ver a aquel hombre en tierra, sobre un charco de sangre, y advertir que el Príncipe tenía aún la espada en la mano.

     -Haz que lleven de aquí a este loco desventurado,-dijo Mohammad señalando al herido y sin dar otra respuesta.

     -Quieres librarte de mi presencia?-murmuró a duras penas y haciendo esfuerzos por levantarse el antequerano.-Aún me queda algo que decirte,-añadió.-Aún no sabes que la que llamas tu esposa, la que desvanecida osa llamarse Sultana de Granada, a estas horas se hallará en poder ya de mi señor y dueño... Y ahora, que Allah te maldiga, renegado impío, como yo te maldigo en la hora de mi muerte!      -Que Allah te perdone, desdichado,-contestó generosamente el Amir,-como te perdono yo lo siniestro de tus intenciones para conmigo, y todo el daño que pretendes pausarme con tus palabras!

     Y sin detenerse más tiempo, abandonó la tienda con ánimo de comunicar al rey don Pedro lo ocurrido, y procurar remedio a lo anunciado respecto de Aixa por aquel hombre, a quien dejaba en las últimas agonías.



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- XXVI -

     COMPASIVO escuchó don Pedro las sentidas quejas que Mohammad atropelladamente le exponía por la alevosa conducta de Abu-Saîd; y mientras disponía que, para escarmiento y ejemplo de traidores, fuera inmediatamente ahorcado el fanático partidario del usurpador ante los muros de Antequera, si aún tenía vida,-procuraba calmar el ánimo del Príncipe, y desvanecer en él los terribles presentimientos que le asaltaban y enardecían.

     Seguidamente, para impedir, si aún era tiempo y si eran ciertas las palabras de aquel hombre, que la esposa de su aliado y su vasallo cayera en poder del sanguinario usurpador, daba las oportunas órdenes para que uno de los caballeros de su corte pasara al África sin pérdida de momento, e hiciera presente al Sultán de Fez el desagrado que le causaría accediendo a los reprobados deseos del asesino de Ismaîl y de Caîs, y manifestándole a la par solemnemente que tomaba bajo su protección a Aixa, pues no se le ocultaba, con verdad, al de Castilla, que los únicos móviles que habían decidido al príncipe Bermejo para dar aquel paso, no eran otros sino los de impedir a todo trance por semejante medio, que el legítimo Sultán de Granada prosiguiera la comenzada campaña, poniendo así de manifiesto los temores abrigados por él y por los suyos respecto del éxito probable de la guerra.

     Y con efecto: si era dable a Abu-Saîd contar con los adalides y caudillos principales del ejército en Granada, si la mayor parte de los alcaides del reino eran hechura suya, no ocurría de igual suerte en orden a los habitantes de las poblaciones, quienes velan con asombro crecer los impuestos y aumentarse sobremanera las exacciones de todo género, sin que el entronizamiento de Abu-Saîd hubiera mejorado su condición en nada.

     No por otra causa Málaga había aclamado al hijo de Yusuf I, y en las ciudades donde aún no se había esto verificado, eran con pena recordados los tiempos de paz y de prosperidad disfrutados durante el paternal gobierno de Mohammad V, anhelando que triunfase el proscripto de Ronda, para que cesase de una vez la angustiosa situación creada por la ambición insaciable, las rapiñas, las detentaciones, los crímenes y las tiranías de Abu-Saîd y de la turba de advenedizos que con él se habían hecho señores del gobierno.

     Sólo así era lícito explicar la facilidad con que gran número de lugares y castillos del itinerario seguido hasta Antequera por el ejército cristiano y el muslime, se habían incondicionalmente entregado a Mohammad, reconociendo su autoridad de nuevo.

     Reducido a permanecer a la defensiva, tenía el antiguo aliado de la sultana Seti-Mariem reconcentradas en la capital las tropas en el mayor número posible, pues no era para él dudoso, conocido el carácter del rey don Pedro de Castilla, que no habría éste de contentarse con someter a la obediencia de Mohammad V una parte del territorio de Granada, sino que intentaría llegar acaso hasta las puertas mismas de la ciudad, con la esperanza de que le serían abiertas sin gran esfuerzo.

     A fin de atajar el peligro que con tan amenazadoras proporciones se presentaba, celebrado consejo con los más decididos de sus partidarios, en cuyas manos se desvanecían las rentas y los tesoros de la sultanía,-tomaba como medida preventiva, la resolución de apoderarse de Aixa a cualquier costa, para tenerla en rehenes, y amenazar a Mohammad si persistía en su propósito, refrenándole a tiempo, y evitando que la guerra, y con ella las justas pretensiones del desposeído, prosperasen.

     Para fortuna suya, el Sultán de Fez, Mohammad Abu-Zeyyan, habíasele mostrado muy su amigo; y aunque conocía el carácter de santidad que entre los fieles islamitas tuvo la hospitalidad siempre, no por ello dejó de enviar a Ifriquia uno de sus más devotos parciales, con el propósito de alcanzar de Abu-Zeyyan que le fuese entregada la enamorada de Mohammad V, a título de esclava de Abu-Saîd, quien tenía por consiguiente derecho a reclamarla como cosa propia.

     Aixa, entre tanto, permanecía abandonada y sola en Fez, sin que al subir al trono, que había allí dejado vacante la muerte de Abu-Salem, hubiese podido Abu-Zeyyan conocer siquiera su existencia.

     Cuando, al ser asesinado aquel generoso Príncipe por su propio hermano Omar, la soldadesca y el populacho juntos, ebrios con el desorden, y codiciosos de riquezas, habían invadido sin respeto alguno el alcázar de sus señores, cuantos en él estaban buscaron salvación fuera de aquel recinto, quedando abandonadas y a merced de las turbas todas las puertas.

     Y mientras el populacho recorría las estancias del palacio proclamando en ellas a grandes gritos a Mohammad Abu-Zeyyan,-Aixa, seguida de Amina y de Kamar, huyendo amedrentadas por entre la muchedumbre, buscaron por su parte asilo en la raudha o cementerio más próximo, donde permanecieron el resto del día, temiendo a cada instante por su vida.

     Al caer la noche, y sin saber dónde ampararse, pues ninguna de ellas conocía la población, de la que se hallaban además no muy cerca, volvían al alcázar, y en él se hallaban al tomar solemne posesión de Fez el nuevo Sultán, continuando allí apartadas del harem, que había sido renovado, hasta que enterado Abu-Zeyyan de la calidad de Aixa, rogábale prosiguiese siendo su huésped en las mismas habitaciones en que había vivido en tiempo de Abu-Salem, mirándola entre tanto con singular respeto.

     No contribuían poco a esto, las noticias que Abu-Zeyyan recibía de Chezirat-al-Andalus. Sabía por ellas que Mohammad V, a quien había no obstante negado todo apoyo, contaba con las simpatías de casi entero el reino de Granada, cuyos habitantes no se atrevían sin embargo, después de la muerte de Ismaîl y de Caîs, a sacudir el ominoso yugo del tirano; y aunque éste le había mandado sus cartas invitándole con una alianza en virtud de la cual podrían volver los Beni-Merines a recobrar en las regiones meridionales de Al-Andalus el señorío que después de los almohades habían bien que por poco tiempo tenido en la Península, y las relaciones de amistad quedaban entre ambos restablecidas en principio, no por ello se determinaba a romper abiertamente con el Sultán destronado, a cuyas manos habría al postre de volver el gobierno de Granada, con tanto mayor causa, cuanto que eran notoriamente suyos la amistad y el apoyo del poderoso rey de Castilla.

     Tal era el ánimo en que Abu-Zeyyan se encontraba respecto de Mohammad V y de Aixa, cuando llegaba a su presencia el emisario de Abu-Saîd el Bermejo, con el propósito de estrechar más aún la amistad de ambos soberanos, y sobre todo el de conseguir la entrega de la joven.

     Ricos y cuantiosos eran los presentes que para el africano de parte del granadino le acompañaban, y grandes fueron con verdad el cariño y la distinción con que Abu-Zeyyan le recibía, no siendo para él difícil vencer la repugnancia del sucesor de Abu-Salem, a quien no pudo menos de sorprender lo extraño de la demanda.

     Sólo a título de esclava y no manumitida, según parecía declararlo el testimonio redactado por uno de los cadhíes de Granada, y que el enviado de Abu-Saîd presentaba como prueba,-consintió al fin Abu-Zeyyan en hacer entrega de la persona de Aixa a Mohammad VI, faltando a las sagradas leyes de la hospitalidad, bien que bajo la condición precisa de que la interesada habría de confesarse y reconocerse sierva del granadino, con cuyo objeto, y defiriendo a las instancias reiteradas del emisario, hacía que en aquel mismo acto se mostrase la enamorada del destronado Príncipe, la cual, con efecto, aparecía no sin cierta inquietud en presencia del Sultán de los Beni-Merines, seguida de Kamar y de Amina, quienes no habían querido abandonarla.

     -Oh soberano señor, el más poderoso de los Sultanes de la tierra! Que la bendición de Allah caiga sobre ti y te siga y acompañe, perpetuando tu ventura, y aumentando tu felicidad en esta y en la otra vida!-exclamó Aixa haciendo su cortesía al Sultán, y adelantando hasta los pies del trono sobre el que aquél se hallaba sentado.

     -Que Él te proteja y prolongue tus días,-contestó Abu-Zeyyan con tono afectuoso.-Las nuevas que este honrado mensajero trae de Chezirat-al-Andalus, tu patria-continuó-me obligan, señora mía, a solicitar de ti como merced, pues al bien tuyo interesa, te sirvas darme respuesta a varias preguntas sobre acontecimientos del pasado.

     Tan grande fue la impresión que estas palabras produjeron en Aixa, y tales la emoción y el sobresalto, que, advirtiéndolo el Sultán, se apresuró a tranquilizarla, antes de que ella pudiera formular por su parte pregunta alguna.

     -Nada temas, mi señora, ni juzgues por lo que acabo de manifestarte que aflija mal alguno a tu esposo Abu-Abd-il-Lah Mohammad, a quien Allah proteja! Recóbrate, pues, y sosiega, que cuanto de ti saber deseo sólo con él indirectamente se relaciona.

     Sosegada, con efecto, algún tanto, tomó a invitación del Sultán asiento Aixa al lado de éste, y esperó a que Abu-Zeyyan hablase, mientras el enviado de Abu-Saîd, así como Amina y Kamar, permanecían de pie y en actitud respetuosa.

     Tras breve pausa, durante la cual la legítima esposa de Mohammad V no apartó los ojos con marcada extrañeza y curiosidad visible, del rostro del mensajero, Abu-Zeyyan repuso:

     -Sabe Allah (�ensalzado sea!), y sabes tú, señora mía, que desde que fui conocedor de los lazos que te unen al descendiente de los Anssares en Granada, un día Sultán de los muslimes de Al-Andalus,-jamás he pretendido molestarte, guardando a tu persona todas aquellas consideraciones y respetos que a tu alta jerarquía corresponden. Hoy, por aventura que de mi voluntad no depende, me hallo en la necesidad de demandarte algunos necesarios antecedentes relativos a ti, y sólo de ti puedo obtenerlos. Ten, pues, la bondad de referirme tu historia, y por Allah, que nos oye y a todos nos ha de juzgar en su día, que no veas en mi deseo cosa alguna que pueda en lo más mínimo ofenderte.

     -Oh, poderoso Sultán!-exclamó Aixa.-Desconozco las causas que te mueven a interesarte hoy mejor que ayer en la historia de mi vida, pero respeto tus intenciones; y como ha sido y continúa aún siendo mi vida larga serie de desventuras y contrariedades, y no hay en ella nada vergonzoso ni que deba permanecer oculto, óyeme benévolo, y óiganme también los que aquí se hallan presentes, pues no hay para el triste nada que pueda servirle de consuelo tanto, como la comunicación de sus propios dolores.

     �Señor:-añadió después de dicho esto-hay allá al otro lado de Az-zocac, en la codiciada Al-Andalus, una región hermosa, donde parece que quiso el excelso Allah (�alabado sea!) copiar reunidos las dulzuras y los deleites del Paraíso eterno. Ríos de cristalina corriente la fertilizan y fecundan por todas partes, y es tan rica en producciones, que de las más extremas comarcas del Oriente, van a ella a solicitarlas. El mar de Siria la baña, y respetuoso se contenta con besar en testimonio de amor la fimbria de su vestidura; tiene montes, donde las nieves son eternas, y donde hay ocultas riquezas nunca soñadas, y su capital, Granada, no tiene rival en parte alguna del mundo, pues ante ella, como las estrellas en presencia de la luna, palidecen las celebradas del Iraq, de la Siria y del Egipto, de tal modo, que no es ella sino la linda desposada que ostenta al descubierto las perfecciones de su rostro, y que lleva su dote en la hermosura.

     �En uno de aquellos montes revueltos que cruzan y defienden esta región espléndida, y que llaman Albu-xarrat(73) no sé por qué motivo,-fui yo, señor, criada por una buena mujer, que no era mi madre, y que me inició en los misterios de las ciencias ocultas, a pesar de lo cual jamás pude saber quiénes eran mis padres, bien que después tuve noticia de que correspondía mi madre a muy encumbrada extirpe.

     �Apartada del mundo; en medio de aquella naturaleza exuberante y vigorosa; sin sospechar nunca que detrás de las crestas enriscadas de los montes que se elevan hasta el cielo, como la oración de los fieles, existiese nada que pudiera interesarme; feliz y dichosa en mi soledad y en mi ignorancia, oh, soberano Príncipe, pasé los años fugaces de la infancia, y aún en ellos, vi espirar en mis brazos a aquella mujer a quien llamaba madre, quedando sola y abandonada sobre la tierra. Cumplidos los deberes que nuestra santa religión ordena, cuando volví de acompañar su cadáver a la macbora, recordando la última recomendación que en su lecho de muerte me había hecho la anciana, y que no era otra sino la de que con el auxilio de los buenos genios que me protegían y con el de cierto amuleto misterioso que me entregó y ella misma colocó en mi brazo, debía partir a Granada, para encontrar a mi madre,-a pie y sin recursos, guiándome sin duda la misericordia de Allah, emprendí mi viaje a Granada, la ciudad maravillosa, que surcan las aguas del Genil, semejantes a un brillante dragón que engendra a su paso a la una y la otra parte las serpientes de numerosos arroyos, y que ciñe la población con precioso collar de perlas transparentes, dejando a la verde pradera que reciba abundantes riquezas del vergel del cielo, a las flores desnudando sus dientes con suave sonrisa, y mostrando, en fin, la vida del mundo con todas sus seducciones, como ha dicho el poeta.

     �Fatigada, pero gozosa, llegué, señor, a la vista de Granada, no sin esfuerzo y sin peligros; y allí, cual si los buenos genios y el mismo Allah me abandonasen también en mi orfandad y mi desconsuelo, allá fui víctima de la alevosía del que hoy osa llamarse Amir de los muslimes de Al-Andalus; pues apoderándose de mi persona cautelosamente, me entregó como esclava a la sultana Seti-Mariem, viuda del Sultán Abu-l-Haxix Yusuf I (�haya Allah perdonado su alma!)�

     -Ya ves, oh soberano Príncipe de los muslimes,-se apresuró a interrumpir el emisario del rey Bermejo,-cómo ella misma declara ser esclava de mi señor...

     -Cómo!-exclamó Aixa incorporándose.-Tú, tú vienes aquí en nombre de ese infame asesino, a quien Allah maldiga?... �Tú eres siervo y enviado suyo?-Oh, señor!-añadió dirigiéndose a Abu-Zeyyan que permanecía perplejo,-ruégote por lo que más amares, que me libres de la presencia odiosa de este hombre, así Allah, te colme de beneficios y mercedes! No se abrirán delante de él mis labios para pronunciar palabra alguna, sino sólo aquellas de condenación, que habrán de repetir a sus oídos el día del juicio los malos genios que han de conducir al fuego eterno su alma ennegrecida por el crimen!

     Defiriendo a los deseos de la joven, Abu-Zeyyan hacía que el granadino pasara a una habitación inmediata; y entonces, desbordado el torrente de sus penas, Aixa con voz sentida continuó su historia, que escuchó silencioso el Sultán de los Beni-Merines.

     Cuando hubo concluido, las lágrimas inundaban sus ojos y los de Amina y Kamar, mientras el africano, conmovido, buscaba no obstante el medio de complacer con apariencias de justicia al intruso rey Bermejo.

     -Ya ves, �oh, Sultán insigne!-añadió Aixa,-si está mi vida llena de desventuras... Mira si soy digna de compasión, y de que tiendas sobre mí tu mano protectora, hoy que sé que mi señor y dueño, el legítimo Sultán de Granada, se halla próximo a recobrar la herencia de sus ilustres antepasados.

     Nada contestó Abu-Zeyyan, cuyo silencio producía viva inquietud en el ánimo de la joven desposada de Mohammad V; hasta que al fin, alzándose de su asiento, y sin atreverse a fijar la mirada en los ojos de Aixa, hacíale con la mano seña de que se retirase, dando por terminada allí la audiencia.

     -Señor,-dijo levántandose también la pobre muchacha,-me has hecho llamar y comparecer a tu presencia como a la del cadhí, delante de ese hombre que trata de cometer alguna infamia y es emisario del más cruel de mis enemigos...-Dime, por Allah, por qué has deseado oír de mis labios mi historia, y qué significan las palabras pronunciadas por ese siervo del Bermejo, pues me debes protección y a ti me hallo confiada.

     -Ya sabrás, señora mía, a su tiempo todo cuanto ahora preguntas,-respondió secamente el Sultán, dirigiéndose lentamente a una de las puertas de la estancia; pero Aixa habíale seguido en su incertidumbre, y colocándose delante de él, prosiguió:

     -Oh, no!... Por tu cabeza y por la mía, Príncipe poderoso, te conjuro a que hables... Yo no soy tu vasalla, ni tu sierva, y tengo derecho, así Allah me salve, para conocer lo que me ocultas... �Qué pretende de mí ese hombre? �Qué pretendes tú mismo?... Considera mi desesperación, y comprende, oh Abu-Zeyyan, la justicia con que espero de ti respuesta...

     Miró el africano a la joven, y con acento solemne y frío, dijo solamente:

     -Por Allah, princesa, que dudo en este momento, si eres tú o si soy yo el Sultán de los Beni-Merines! Vuelve a tus habitaciones, y no me hagas olvidar, señora, la benevolencia que te debo.

     Y llamando al jefe de sus eunucos, ordenole que acompañara a las tres mujeres hasta el ad-dar que les estaba destinado, sin prestar oídos a las protestas de Aixa ni a su llanto, mientras él con ademán altivo e imponente, abandonaba el aposento.

     Poco después de que Aixa, Amina y Kamar hubieran regresado a los suyos propios, cediendo débil Abu-Zeyyan a las instancias del granadino, otorgábale bien que no sin cierta repugnancia cuanto pedía, convencido de que por este medio prestaba a la causa del Islam grande servicio; y sin atreverse a soportar de nuevo la presencia de la joven, determinaba que fuese desde luego puesta a disposición del emisario del rey Bermejo, siendo el encargado de transmitir a Aixa orden semejante el mismo jefe de los eunucos a quien habían interesado las desdichas de Mohammad V, por cuya causa miraba con cariño a su desposada.

     -Harto me duele comunicarte, �oh señora mía!-dijo,-esta decisión injusta de mi dueño. Mejor quisiera, así Allah me proteja, habérmelas con los idólatras, con los indignos vasallos del que hoy se llama Sultán de Granada, que no hacer que tus hermosos ojos derramen más lágrimas de las que han vertido!

     -Que Allah premie, Abd-ur-Rahim, la pureza y la lealtad de tus nobles intenciones! Pero �qué he de hacer yo, débil mujer, aquí abandonada y sola, sino es sufrir lo aciago de mi suerte?... Vuelve y di al Sultán (�Allah le ilumine y le perdone!) que estoy pronta a obedecer sus órdenes: que en medio de mis desdichas, le deberé la ventura de vivir bajo el mismo cielo que vive mi amado señor y dueño Mohammad! (Haga Allah perpetua su felicidad en la tierra!)

     Cuando las primeras luces del siguiente día asomaron por Oriente, oída en el mossalah del alcázar la oración de as-sobhi, montados en soberbios palafrenes bajaban a la ciudad, solitaria a aquellas horas, una mujer y un hombre.

     Iba aquella completamente envuelta en el solham que la encubría, y por entre la toca que rodeaba su cabeza y el al-haryme que ocultaba su semblante, sólo se distinguía la frente y los ojos, negros y brillantes, aunque enrojecidos por el llanto. Así, seguido de algunos servidores, que llevaban en diversos camellos el equipaje, trasponía aquel cortejo la puerta de Fez, dirigiéndose hacia Teththagüin (Tetuán), para llegar a Medina Sebta (Ceuta) y cruzar el estrecho hasta Marbella, en la cora de Rayya.

     Habían todos estos acontecimientos acaecido mientras el Sultán Mohammad y el poderoso rey de Castilla permanecían frente a Antequera, ciudad que resistía valientemente al ejército aliado; y cuando llegaban a noticia de Abd-ul-Lah, por conducto del fanático cautivo antequerano, las desconsoladoras nuevas del asesinato de los principales partidarios del destronado Príncipe en Granada, así como la de la resolución adoptada por Abu-Saîd respecto de Aixa, era precisamente en los momentos en que el emisario enviado a Fez por el antiguo cómplice de la sultana Seti-Mariem penetraba en la ciudad del Xingilis acompañando a la mujer que había sacado del alcázar de Abu-Zeyyan e n Ifriquia, la cual era aposentada en una de las torres del Al-Hissan, sin que el Bermejo se hubiera atrevido a soportar aún su presencia.

     Fiel a su promesa, y pasados ya algunos días, durante los cuales el infortunado Abd-ul-Lah fue presa de la más cruel incertidumbre,-disponía don Pedro que se levantaran los reales, y siguiendo benévolo las indicaciones de Mohammad, se internaba por los dominios granadinos, produciendo en ellos grande estrago.

     Tocó después de Antequera a Archidona el experimentar las vejaciones del ejército de Castilla; y talada su campiña, apresados los ganados y destruídos los aduares y las alquerías que en su torno se levantaban, siguieron castellanos y muslimes adelante, sin detenerse en población alguna, y en dirección a Granada.

     Loja los vio pasar con espanto, agolpada la guarnición en los adarves de su fuerte alcazaba; y ya en los primeros días de la siguiente luna de Safar de aquel año 763 de la Hégira(74), penetraba resueltamente don Pedro por la rica vega de Granada, en ocasión en que le era comunicada la para él fatal noticia de la muerte de doña María de Padilla, acaecida en la hermosa ciudad que baña el Guad-al-Kibir, y fue corte un día del magnífico Al-Môtamid, de quien Allah se haya apiadado misericordioso.

     Si bien este triste acontecimiento produjo honda mella en el corazón del animoso rey de Castilla, no fue bastante, sin embargo, a hacerle vacilar un instante; y ocultando la pena que le devoraba, caminaba al lado de Mohammad, quien, a pesar de sus propias desdichas, procuró templar los dolores de su amigo y protector por cuantos medios pudo.

     Bien en breve se trocaban los papeles entre ambos príncipes; pues habiendo llegado a los reales, de regreso de Ifriquia, el caballero que envió don Pedro desde Antequera al Sultán de los Beni-Merines, traía la triste nueva de que, cuando él era recibido por Abu-Zeyyan, había éste entregado ya a Abu-Saîd la desposada de Mohammad, con lo cual crecieron la cólera y las angustias del granadino, a quien no podían ocultarse la crueldad del Bermejo, y el odio que le profesaba, no dudando de que extremaría con la infeliz Aixa sus tiranías, haciéndola padecer terribles martirios.

     Ya a la presencia de Granada, y anhelando por momentos hallarse en su antigua corte, dirigió Mohammad sus cartas a la ciudad, otorgando perdón de lo pasado, y prometiendo grandes mercedes si la ciudad se le entregaba, como lo había prometido, amenazando en otro caso con batir la plaza y pasar luego a cuchillo a sus habitantes, pues no dudaba del éxito de la empresa.

     Cierto era que, allá en el fondo del alma, no dejaba de deplorar el espectáculo que a sus ojos ofrecía aquel que había sido su reino, y cuyos campos eran sin piedad talados por el ejército auxiliar de don Pedro, con muerte de gran número de muslimes.

     Poco afecto a los horrores de la guerra, cual siempre lo había sido, parecíale que cada gota de sangre que vertían los musulmanes caía sobre su cabeza; y en su conciencia se levantaban voces hasta entonces no oídas, que le acusaban de los graves males sobrevenidos a su patria con la invasión de los nassaríes.

     Pero puesto en el trance, y animados éstos, como su rey, del solo y noble deseo de devolverle el trono, érale ya imposible retroceder, con tanta mayor causa, cuanto que, apoderados ahora los enemigos de su idolatrada Aixa, era preciso a toda costa procurar su rescate.

     Así pues, sin aguardar la respuesta a sus cartas, enviaba un mensaje a su primo Abu-Saîd el Bermejo, intimándole la rendición, y conminándole, si no le entregaba la ciudad, con ir él mismo a la Alhambra y arrancarle del trono. En cambio, y si dejaba en libertad a Aixa, a quien sabía que tenía entre sus manos, prometíale olvidar la rebelión pasada, y perdonar el doble asesinato de Ismaîl y Caîs, señalándole un punto de la frontera como residencia.

     No se hizo esperar gran cosa la contestación del Bermejo: fuerte con los rehenes que había tomado en la persona de Aixa, se expresaba arrogante y destemplado, manifestando que en breve, tras de su carta, irían los leones de su ejército a demostrar al desvanecido rey de Castilla y a él, que los muslimes de Granada no eran, como creían, mansos corderos, y que si no abandonaba Mohammad el empeño que traía, retirándose de la vega, desde el adarve mismo de la plaza podría ver cómo era degollada su querida Aixa, la cual entonces le sería devuelta.

     Grande fue la indignación que en el ánimo del rey don Pedro produjo aquella respuesta; pero más grande fue aún la que experimentó Mohammad, esperanzado con que los de la ciudad ayudarían sus designios; mas como el tiempo transcurría, y la población de Granada permanecía sorda a la voz del destronado Príncipe, jugando el todo por el todo, resolvíase por ambos monarcas dar principio a la lucha, disponiendo las fuerzas para comenzar el ataque.

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