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La liberación del idealismo en Ortega1

Antonio Rodríguez Huéscar





La exposición de la crítica y superación del idealismo en Ortega puede valer como una buena introducción a su metafísica y, tomada en su más amplio sentido, incluso como una introducción a su filosofía entera. La metafísica de Ortega, en efecto, se constituye a partir de la visión o, si se quiere, de un fuerte sentimiento -muy precoz en él- de la insuficiencia de las posiciones filosóficas que definieron la «modernidad», todas ellas, desde fines del siglo XIX, en trance de declinación o de extinción de sus virtualidades históricas, tras un largo período de vigencia de casi tres siglos, en el que atraviesan por una serie de vicisitudes o alternativas, de las que la más profunda corresponde al momento kantiano -por lo que es en éste en el que Ortega encontrará la raíz más próxima, dentro de la tradición filosófica, del conflicto dialéctico que mueve su pensamiento-. Ortega está, pues, convencido, desde su primera juventud, de que está asistiendo al orto de una nueva era, una nueva sensibilidad, un nuevo modo de enfrentarse con el mundo y la vida, que será «nada moderno y muy siglo XX», según el título de su artículo de 1916 en el primer tomo de El espectador. No se trata, pues, sólo de la filosofía, sino de toda una situación histórica, que Ortega filiará desde muy pronto como una «crisis», una gran crisis, a cuya auscultación y diagnóstico dedicará, a lo largo de toda su vida, una amplia y esencial parte de su pensamiento -en rigor, todo su pensamiento está movido por esta conciencia profunda de la crisis y por la necesidad de responder a tal situación tomando posición ante ella, para lo cual era, a su vez, imprescindible escrutarla serenamente y a fondo para poder entenderla en su compleja y desconcertante estructura-. Este hecho lo vive Ortega desde muy joven -y en ello es un adelantado del pensamiento europeo-, no sólo como una necesidad histórica, sino también como una indeclinable misión personal, una necesidad y una misión a las que responde y por las que está modelada, desde la raíz, su filosofía. Desde sus primeros escritos -en realidad, desde su primer artículo, Glosas, 1902- puede advertirse (sobre todo si los miramos retrospectivamente, desde la perspectiva de su pensamiento maduro) que es esta intuición básica la que orienta e impulsa toda su meditación, y pronto se concretará en el hallazgo de una nueva idea metafísica: la idea de la vida humana concebida como la realidad radical. Ya veremos cómo dicha idea -tan rica en posibilidades de desarrollo como compleja y difícil de perfilar y encerrar en conceptos rígidos-, marca un giro filosófico que abre una nueva etapa, es decir, la posibilidad de una nueva etapa, de la metafísica sólo equiparable a las dos representadas por todo el pensamiento antiguo y medieval, de un lado, y por el pensamiento moderno, de otro. Obviamente, tal idea, como todas las de su envergadura y calado intelectual, no pudo surgir solamente en la mente de Ortega, de una manera aislada, sino que a su alumbramiento contribuyó todo un vasto y vario movimiento intelectual, en el que, por una parte, y desde distintas actitudes y enfoques, y hasta incluso, a veces, involuntarios desenfoques, se buscaba, en el fondo, justamente eso: un retorno a la metafísica, tan desdeñada y eludida en el clima positivista dominante en la segunda mitad del siglo XIX; pero, por otra parte, en la intención y orientación general de ese «retorno» latía, como su más genuina inspiración, la profunda necesidad de vincular el pensamiento a la vida, y no de cualquier forma, sino en el sentido concreto de un primado de ésta sobre aquél y, por tanto, de una renuncia a los principios mismos (y hasta a los supuestos) «intelectualistas» sobre los cuales venía discurriendo la filosofía desde Grecia, pero sobre todo desde que esos principios y supuestos quedan investidos del nuevo sentido que les imprime la reflexión filosófica «moderna». Hacer, pues, del pensamiento, de la propia filosofía, una función de la vida y, a la par, una reflexión sobre ella: he aquí la nueva misión, el nuevo desideratum, sentido y, sobre todo, «visto» por Ortega antes y con más claridad que por nadie, entre todos los que se movieron dentro de esta onda intelectual en la primera mitad de nuestro siglo.

Que la filosofía sea un modo de vida además, o a la vez, que un modo de teoría es algo que siempre han sabido -y practicado- los filósofos, por pertenecer a la esencia misma de la filosofía; pero la conciencia clara y expresa de que en esa «vida teorética», en la que el viejo Aristóteles, con optimismo primicial, hacía consistir la forma plenaria de la felicidad, aquello sobre lo que la teoría debía recaer fuese precisamente la «vida misma», esa evidencia, digo, aunque presentida, más o menos oscuramente, en diversos momentos «estelares» de la historia de la filosofía (señalemos los de Sócrates, San Agustín, el Descartes ético, el Kant de la «antropología» y del «primado de la razón práctica», Fichte, Nietzsche y, desde luego, ya muy próximamente, Dilthey) estaba reservada a nuestro tiempo; y no podía ser de otro modo, porque su alumbramiento requería -«dialécticamente»- la previa consumación de una larga serie de experiencias intelectuales de tipo, precisamente, metafísico. (Ortega, como es sabido y lo veremos con detalle en este estudio, intentó resumir esa totalidad de experiencias filosóficas en dos largos tramos de pensamiento, que van: el primero, desde el siglo v antes de Cristo, con Parménides, es decir, desde los orígenes mismos de la filosofía, hasta el siglo XVII, con Descartes; el segundo, desde esta fecha hasta comienzos del siglo XX; y los caracterizó, respectivamente, como «realismo» e «idealismo», interpretando su significado más genuino mediante sus dos famosas «grandes metáforas», a las que después nos referiremos directamente.) Según esta interpretación, nos encontramos -es decir, se encontraba ya la mente europea hacia 1914, fecha en la que podemos situar la primera maduración de la gran idea metafísica de Ortega- en el tramo final del idealismo (cuyo canto de cisne estaba representado por Husserl y su fenomenología) y en sazón de «superarlo»; una sazón que, por constituir una urgente necesidad histórica, Ortega no vaciló en identificarla con «el tema de nuestro tiempo». (Algún día no lejano habrá que tomar en serio la tarea de precisar cuidadosamente las muchas cosas, los muchos errores históricos e intelectuales a corregir comprendidos en esa expresión: «superación del idealismo»; errores que afectan a cuestiones vitalísimas y nada académicas, de cuya acertada solución va a depender nuestro incierto futuro; errores cuya perduración en nuestro tiempo, en nuestro hoy, cuando debieron haber sido eliminados, «superados», con Ortega, o bajo su clara indicación desde hace más de medio siglo podría explicar muchos de los inverosímiles de los estupefacientes y absurdos fenómenos que constituyen nuestra desnortada y caótica actualidad. No puedo yo pretender realizar aquí esa tarea, no sólo por la limitación temática de este trabajo, que se centra más en la crítica que en la superación del idealismo, sino también porque se trata de una labor de largo aliento que no puede llevarse a cabo por una sola persona ni en un solo estudio.) Digo, pues, que en el primer tercio de nuestro siglo se hace sensible en amplios ámbitos del pensamiento filosófico la necesidad de esa «superación». Se manifiesta tanto en las filosofías llamadas «de la vida» (Bergson, Dilthey, Simmel) como en las llamadas «existenciales» (Jaspers, Heidegger, Marcel, Sartre), e incluso en las llamadas «del espíritu» (Le Senne, Lavelle), así como en otras secuelas de la fenomenología (Scheler, Hartmann, etc.), y en el propio último o penúltimo Husserl (el del Lebenswelt), para no citar más que algunos de los principales. Es un nuevo clima metafísico, en efecto, el que se respira en todo este movimiento, aunque no falten en él posiciones que se declaran extra, sino antimetafísicas, si bien suelen hacerlo en nombre de ciertas postulaciones «ontológicas», pese a sus amplias diferencias de orientación. Un clima por cierto bastante caliginoso, deprimente o, con la expresión que entonces se puso de moda, «angustioso», patente sobre todo en el sector «existencial». Ortega ironizó sobre los «aficionados a la angustia» de aquel período y opuso al temple sombrío que lo caracterizaba el temple «ataráxico» o «alciónico», sobre el que Julián Marías ha escrito sugerentes y depuradas páginas. Pero la verdad es que no todo era simple afición y que algunos de los más relevantes representantes filosóficos de aquel período aportaron profundos testimonios que habrán de ser tenidos siempre muy en cuenta, que serán imprescindibles para entender aquel momento histórico. Hoy está de moda el desdén y hasta la mofa de aquellas filosofías en nombre de otras presuntamente nuevas y presuntamente «científicas»: analitismo lingüístico, empirio-logicismos, dialecticismos, estructuralismos y otros «ismos» menores, pero cuyos supuestos metafísicos (porque no hay filosofía que pueda eludirlos, aunque no sea capaz de abordarlos y de desentrañarlos, como sería su obligación) son de un anacronismo por lo menos decimonónico. La verdad es que, en las décadas que van de 1900 a 1960 aproximadamente, lo problematizado por todas esas filosofías de nueva inspiración metafísica era nada más y nada menos que el ser del hombre, su destino histórico, el sentido o sinsentido de su vida, que se tornaba opaca en la procela de la crisis; es también la época de proliferación de las filosofías y literaturas del «absurdo», de floración de los irracionalismos, y que de los hombres que encarnaron aquel temple filosófico -una Stimmung, incluso en el sentido heideggeriano de la palabra, aunque no sólo en él, quizá exagerada, quizá desviada, y que podrá no ser compartida a los efectos concretos de la elaboración de una filosofía-, de aquellos hombres, repito, no se podrá decir sin mendacidad o sin supina ignorancia de lo que representaron, que no respondieran con su actitud a una profunda exigencia de su tiempo. La reacción de Ortega ante aquella situación fue, sin embargo, más compleja y, a la vez, más serena -y por ello más eficaz-: supo evitar los despeñamientos irracionalistas o los retrocesos a un inviable «ontologismo» de aquellas filosofías, y encontró la clave para «salvar», intelectualmente hablando, los fueros de la vida y de la historia, sin renunciar por ello a la razón. Por eso nadie como él ha precisado los verdaderos términos de esa «superación», cuya necesidad era sentida o presentida por todos, pero cuya efectiva realización sólo en él se consuma suficientemente, alcanzando con ello un nuevo nivel metafísico, es decir, una nueva ruta viable para la filosofía, si por filosofía seguimos entendiendo el intento radical de encontrar el sentido del mundo y de la vida dando razón de ellos. Y hay que decir, yo al menos así lo pienso, que ello acontece precisamente en Ortega no sólo quizá por su genio personal, aunque, por supuesto, sin éste nada de ello hubiera sido posible, sino también, aunque parezca paradójico, por la peculiarísima «circunstancia» en que éste tuvo que desenvolverse. (Lo cual constituiría la más honda y contundente corroboración de su famoso principio: «Yo soy yo y mi circunstancia».) Quizá Ortega, en efecto, no hubiera llegado en su visión metafísica hasta donde avanzó si hubiera nacido y vivido en Alemania o en Francia; quizá el descubrimiento plenario de la vida humana como realidad radical, el nuevo principio de la filosofía en que cristaliza -repito, en forma expresa y con total lucidez- la superación del idealismo, no podría haber sido llevado a cabo sino precisamente por un español, es decir, por un europeo, pero en una circunstancia como la española, en un medio carente de una fuerte tradición filosófica -lo que había de permitirle una libertad de pensamiento y de reacción de que carecían los otros filósofos europeos, inmersos en las suyas propias y muy condicionados por ellas- y, además, claro está, por un hombre de las especialísimas dotes y rasgos personales y biográficos de Ortega -entre ellos, muy especialmente, los que le condujeron a asumir como «destino» o «misión» de su vida la «salvación» de su circunstancia española (requerida por la suya propia) por el pensamiento o, lo que es igual, la implantación de la filosofía en España al nivel de los tiempos y en la única forma en que entonces ello era posible habent sua fata philosophiae!

La hazaña metafísica de Ortega ha consistido, en efecto en haber caído en la cuenta, y ello desde muy tempranamente, de que la verdad y, por tanto, la realidad que el filósofo busca, es decir, la realidad misma, «en persona», como decía Husserl, no podrá hallarla ni fuera ni dentro de sí mismo, que es justamente lo que la filosofía venía pretendiendo hacer -y en este orden- desde Grecia, pues cualquiera de estos dos intentos -y no ha habido otros, salvo el de declarar imposible la empresa- incurre en una ingente «abstracción», en el doble sentido que los escolásticos daban a esta palabra: primero, y muy especialmente, en una abstracción «precisiva», porque, en efecto, se «prescindía» de uno de los dos grandes «componentes» de la realidad en beneficio del otro; después, en una abstracción «generalizadora», en la máxima abstracción generalizadora, que culminaba en la noción de ser. Ahora bien: Ortega advierte que este uso abstractivo del pensamiento es un error de origen -aunque necesario, esto es otra cuestión- de la filosofía, y como todos los de este linaje, muy difícil de extirpar o corregir: se trata, en efecto, de la más pesada y persistente herencia griega -en definitiva, la herencia eleática-, a la que la filosofía hasta hoy no acertó a renunciar. Ortega se percata entonces de que hay que instaurar una nueva manera de pensar o, como él dice también, proceder a una «reforma de la inteligencia» o a un nuevo «uso» de la razón. En ese nuevo uso, la razón deberá funcionar a la vez como instrumento de «análisis», función que, ésta sí, es para ella irrenunciable, y como órgano de «concretación», es decir, de toma de contacto directo y constante con la realidad misma. Y es en esta segunda función de la razón en la que radica esencialmente la condición de vital -«razón vital»- que Ortega le atribuye frente a la «razón pura» o «abstracta». Pero si Ortega postula este nuevo tipo de razón es porque ha descubierto que la verdadera realidad originaria o, como él dice, «radical» que la metafísica siempre ha buscado, es la de mi propio vivir, mi vida, una realidad que, de puro sernos próxima y transparente, nunca hemos acertado a ver, y que cuando salíamos en su busca siempre dejábamos ya a la espalda. Y esta realidad de perenne presencia y máxima transparencia nos implica a mí y a mi circunstancia o mundo en inescindible, dinámica y mutual unidad: a mi vida pertenecemos por igual, sin preminencia o prioridad de uno y otro término, mi circunstancia y yo, donde yo soy no una «cosa pensante» o «espíritu» o «conciencia», sino simplemente quien se encuentra en un determinado mundo y con unas determinadas «cosas», teniendo que hacer algo precisamente en él y con ellas hic et nunc, y donde esa mi circunstancia y esas llamadas «cosas» tampoco son nada en sí, sino algo para mí, concretamente instancias o funciones posibilitantes de ese mi hacer («posibilidades») que lo facilitan o lo dificultan («prágmata», dirá Ortega, «facilidades» o «dificultades», servicialidades o lo contrario). Esa realidad, pues, originariamente dual y mutual, esa originaria y activa interdependencia no está, por tanto, ni fuera ni dentro de mí; los términos «inmanencia» y «trascendencia» han cambiado totalmente de sentido (como casi todos los términos de la vieja ontología, aunque sigamos empleándolos por la inercia del uso): mundo y yo nos «trascendemos» mutuamente, pero ambos somos «inmanentes» a mi vida. Esta extraña realidad, mi vida, resulta, pues, que no es ser, sustancia, ni siquiera existencia, sino el «absoluto acontecimiento» -expresión de Ortega- de ese encontrarme viviendo, es decir, teniendo, quiera o no, que hacer algo con y en mi circunstancia concreta de cada instante para poder seguir viviendo en el instante siguiente. Pero resulta, además, que ese ineludible hacer mío no me está «dado» o fijado de antemano, sino que tengo que decidirlo yo, y para esa decisión necesito un cierto saber -que Ortega llama «saber a qué atenerse»- sobre esas posibilidades que mi circunstancia me ofrece -o me veda-, y también un cierto saber de mí mismo, esto es, un saber lo que puedo hacer con las cosas («plano del universo») y un saber lo que quiero hacer de mí mismo («proyecto de vida», que yo he de «inventar», en alguna medida, mayor o menor, es decir, con mayor o menor originalidad, pero también inexorablemente). Esta brevísima y elemental descripción de esa realidad llamada mi vida bastará, espero, para entrever ya hasta qué punto difiere de todos los modelos metafísicos, u ontológicos, hasta ahora propuestos. Nos muestra para empezar que este que Ortega llama el «dato radical» y el «hecho de todos los hechos» resulta ser un dato que no está «dado» -salvo como problema- y un hecho que no está hecho (factum), sino «por hacer» algo que «hay que hacer» (faciendum), y de ahí en adelante. Se comprenderá fácilmente que para pensar semejante realidad queden invalidadas todas las categorías de la metafísica más o menos tradicional y haya que sustituirlas por otras -o bien conferir nuevos significados a los términos usados para designar las tradicionales- aptas para aprehender y traducir las estructuras básicas de esa nueva -y a la vez la más vieja, dice Ortega- realidad. Pero, claro está, que, al cambiar tan drásticamente la idea de la realidad, deberá cambiar también no sólo el «contenido» de las categorías, sino el sentido mismo de lo categorial, es decir, no sólo los conceptos, sino su función.

Y baste con esto como nota introductoria. Sobre muchos de los puntos en ella tocados habremos de volver e insistir con más detalle a lo largo de nuestra exposición, y especialmente al final de la misma. Lo que vamos a ver a continuación es cómo Ortega llega a las nociones en esta introducción meramente apuntadas concretamente a través -o a partir- de su crítica del idealismo, y cómo esta crítica implica también la del realismo, además de la de otra serie de actitudes o doctrinas esencialmente vinculadas con ambas posiciones. Casi todas ellas se pueden contraponer en forma antitética, y de todas ellas encontramos en la doctrina orteguiana la superación, conexa de modo más o menos directo con la de la antítesis fundamental: realismo-idealismo. En esta antítesis, por otra parte, Ortega centra su atención y su crítica en el idealismo, puesto que la del realismo ha sido llevada a cabo históricamente por el propio idealismo, que surge como resultado de dicha crítica. (No obstante, Ortega criticará también el realismo, sobre todo en aquellos puntos en que el idealismo no podía hacerlo por constituir errores comunes a ambas posiciones.) Es, pues, en el idealismo -en su perduración o supervivencia, cuando ya ha cumplido su misión histórica y, por tanto, sólo puede prolongar su presencia en la mente europea como fuente de graves errores y desviaciones o simplemente como obstáculo o rémora que impide la instalación en nuevos y necesarios puntos de vista para el enfrentamiento con toda una nueva problemática vital y, por ende, social e histórica-, es, digo, en el idealismo en el que Ortega ve el gran peligro presente (a veces se refiere a él -ya lo veremos- como el gran «morbo» o «vicio» de nuestro tiempo). Claro que no es sólo Ortega el que se alza contra el idealismo; otros filósofos procedentes de muy diversas corrientes de pensamiento lo hacen igualmente -desde fines del siglo XIX-, pero en los casos más notorios y señalados (un Moore, un Russell...) lo hacen... en nombre de un nuevo «realismo»; es éste en realidad un denominador común a toda la cohorte variopinta de «realistas críticos» y «neorrealistas», tanto continentales como británicos o americanos, desde fines del XIX hasta mediados del XX. Ahora bien: Ortega piensa que, si algo no se puede hacer al rechazar el idealismo, es recaer de nuevo en el realismo, por muy «crítico» o por muy «neo» que éste sea. El único «realismo» con el que el pensamiento de Ortega tiene alguna concomitancia (aunque nunca en cuanto a la tesis fundamental) es el llamado «realismo volitivo», que tiene su antecedente más ilustre en Maine de Biran, y en el que se suele incluir también ya en nuestro siglo a Dilthey y a Scheler, pensadores que han sido objeto de exámenes y juicios orteguianos en los que se marcan claramente tanto sus méritos y aspectos positivos y aprovechables como sus insuficiencias e irreducibles diferencias con el pensamiento del propio Ortega. Hay, por último, los críticos del idealismo que no postulan como alternativa un nuevo «realismo», pero que tampoco logran consolidar una metafísica plena y claramente superadora de las dos posiciones tradicionales, bien porque nieguen la legitimidad o posibilidad de la metafísica misma, bien porque incurran en cualquier tipo de irracionalismo, o bien porque recaigan en un «ontologismo» incompatible, según Ortega, con la reforma a fondo de la filosofía que nuestra situación exige. Ya iremos viendo a lo largo de nuestra exposición cómo surgen y son tratados cada uno de estos puntos en la crítica orteguiana.

Veamos, pues, ahora las principales de esas aludidas antítesis en más o menos directa vinculación y en aproximado paralelismo con la fundamental (realismo-idealismo), de las que el pensamiento de Ortega se puede considerar como una superación. Son éstas:

En el orden metafísica:

1. Realismo-Idealismo.

2. Sustancialismo-Fenomenismo psicologista, vitalismo biologista, etc.

3. Ontologismo (incluso existencial)-Antimetafisicismo (principalmente de base positivista).

La superación de estas antítesis se traduce en la nueva metafísica de la vida humana (entendida biográficamente e históricamente) como realidad radical.

En el orden gnoseológico o metafísico-gnoseológico:

4. Objetivismo-Subjetivismo.

5. Racionalismo-Irracionalismo (vitalista, existencial, etc.).

6. Racionalismo-Relativismo (principalmente historicista).

7. Intelectualismo-Voluntarismo.

8. Intelectualismo-Pragmatismo.

La superación de estas antinomias se traduce en el perspectivismo, expresión más amplia de la doctrina de la razón vital e histórica y del pensar «circunstancial».

(Se podrían agregar todavía otras caracterizaciones orteguianas del tipo o tipos de pensamiento que el suyo viene a superar, como «pensar naturalista», «progresismo», «pensar absolutista» o sub specie aeternitatis, «utopismo y ucronismo», pensar ad calendas graecas, etc.)

Sobre las mencionadas antítesis hay que hacer todavía algunas observaciones generales antes de entrar temáticamente en nuestro asunto titular. Hay que advertir, en primer lugar, que las antinomias -o antítesis- gnoseológicas encuentran casi siempre su fundamento en las metafísicas, cuando no se despliegan simultáneamente con ellas, y lo mismo puede decirse de su superación. Existe, pues, entre unas y otras, como he dicho antes, una vinculación que las más de las veces, por no decir siempre, es esencial. Y todo ello se refleja, como es natural, en la crítica, que puede recaer a la vez sobre unas y otras. (Ejemplo destacado de ello es la vinculación entre idealismo y racionalismo moderno.) Por otra parte, los dos miembros de cada oposición no se corresponden exactamente con los de las demás; no hay una estricta correlación entre ellos. Por ejemplo, el «sustancialismo» de la segunda antítesis metafísica no se adscribe con exclusividad a ninguno de los dos miembros de la primera (realismo-idealismo), sino que puede adscribirse -y de hecho así sucede- a ambos por igual. Debemos renunciar, pues, desde ahora a la tentación de establecer una perfecta simetría entre los miembros de esta serie de oposiciones. Lo que hay entre ellas es sólo, como he señalado anteriormente, un paralelismo aproximado. (El prurito de las «simetrías conceptuales» ha llevado más de una vez a la filosofía a esquematizaciones postuladas por él, pero no siempre por la propia realidad -ejemplos notables a este respecto son los de Kant y Hegel: las famosas ternas hegelianas, que tienen un precedente inmediato en las no menos famosas ternas y cuaternas kantianas-.) Observamos también que algunas tesis, por seguir usando la terminología tradicional, pueden tener más de una «antítesis» (por ejemplo: «racionalismo» o «intelectualismo»). Ello es debido a que los conceptos correspondientes o, quizá mejor, los términos mismos que los expresan están sometidos, según el contexto dentro del cual en cada caso funcionan, a una cierta oscilación semántica, lo que por lo demás es un hecho perfectamente normal y que en términos hoy en boga podría expresar diciendo que la pragmática -el uso de los términos- condiciona a la semántica, esto es, a la significación de los mismos. (En ese condicionamiento insistió mucho precisamente Ortega, y está en la base de su teoría de la «universalización» de los conceptos «ocasionales», es decir, de la necesidad de extender esta «ocasionalidad» a todos los conceptos que se refieren a hechos de la vida humana). Por último, y vuelvo con ello a mi primera observación, debe subrayarse con toda energía la primacía que en Ortega tiene lo metafísico sobre lo gnoseológico o, para decirlo en términos suyos, la necesaria inserción de la «perspectiva intelectual» dentro de otra perspectiva más amplia y fundamental que es la «perspectiva vital», es decir, la de la vida misma. En rigor, todo el pensamiento de Ortega es metafísico, o está dado en función estricta de una preocupación, de una última intención y, en definitiva, de una doctrina metafísica.

Y tras estas observaciones elementales entremos ya en nuestro tema inmediato: la crítica orteguiana del idealismo. Se trata aquí del idealismo -y, naturalmente, del realismo, cuando hayamos de referirnos a él- como denominaciones de posiciones o tesis metafísicas. Quedan, pues, eliminadas -mientras no se haga advertencia en contra- las demás posibles significaciones, filosóficas y extrafilosóficas de estos términos, desde las que tienen en el lenguaje común y en el literario hasta las gnoseológicas, éticas, etc., dentro ya de la filosofía, y también las especiales que pueden asumir dentro de ciertos problemas técnicos -como la del «realismo» en la cuestión de los universales-. (Ello no quiere decir, por supuesto, que entre estas distintas significaciones no existan con frecuencia concomitancias e incluso estrictas implicaciones conceptuales.)

Realismo e idealismo, pues, en sus diversas formas históricas representan para Ortega los dos grandes intentos de solución, hasta nuestro tiempo, al problema que parece haber constituido la preocupación básica de la filosofía, el «motor» primordial de la misma, y cuya traducción conceptual ha venido determinando formalmente desde Grecia el ámbito de su investigación fundamental: la que Aristóteles llamó -prw/th filosofía -«filosofía primera»-, y que después recibirá el nombre de metafísica. Ortega, como es sabido, por razones que atañen a su peculiar manera de entender o concebir la realidad y el conocimiento de la misma, modifica la formulación de dicho problema, pensando que al hacerlo refunde en su propia fórmula toda la intencionalidad válida de las tradicionales -desde el ti/ to\ o()(v griego-, depurándolas a la vez de todo lo que en aquéllas pudiese representar la admisión no justificada de cualquier supuesto. Se trata, por tanto, de un nuevo planteamiento en el que las palabras «ser» o «ente» suelen ser deliberadamente eliminadas, o bien, cuando aparecen, lo hacen, ya después de haber sido sometidas al oportuno tratamiento crítico o ya en contextos que muestren inequívocamente haber sido vaciadas de su significación tradicional e investidas de un nuevo sentido. Tales fórmulas son, por ejemplo: «¿Qué es lo que verdaderamente hay?». O, mejor todavía: «¿Qué hay?». O bien en la formulación suya quizá más original: «¿Cuál es la realidad radical?».

Prescindiendo ahora de las diferencias de perspectiva que acusan las diversas respuestas históricas dadas a este problema (tenido hasta casi hoy, repito, por el fundamental de la filosofía), piensa Ortega que podemos reducirlas todas ellas a estas dos grandes posiciones o tesis clásicas designadas por los términos «realismo» e «idealismo»; un esquema dual que, según él, cumple con los requisitos que tal extrema reducción exige y que son en esencia los siguientes:

  1. Es apto para abarcar toda la metafísica habida hasta él.
  2. Sus dos miembros representan soluciones o intentos de solución, según indicábamos, a un mismo problema o, para decirlo más precisamente, a un mismo modo de planteamiento del problema metafísico. Este modo de plantear el problema condiciona en varios sentidos (que iremos señalando en su momento a lo largo de nuestra exposición), y en ambos casos, el tipo de solución. De tal manera que:
  3. Por una parte, el esquema es efectivamente «antitético», es decir, sus dos términos se oponen «dialécticamente».
  4. Pero, por otra parte, esta oposición se constituye y funciona -aunque en niveles de «radicalidad» distintos- dentro de unas constantes metafísicas comunes que podrían definirse por los tres puntos de vista que representan, dentro del cuadro de oposiciones ofrecido anteriormente, los tres términos -o sus opuestos- más directamente vinculados con los del esquema realismo-idealismo, a saber: sustancialismo, ontologismo y racionalismo.

Dicho esto, hay que hacer notar todavía que este problema o tema, como todos los que figuran en el repertorio o elenco clásico o tradicional de la filosofía, es abordado por Ortega en sucesivas «visiones» más o menos «ocasionales» o «circunstanciales», es decir, en diferentes contextos o conexiones con otros a lo largo de toda su vida intelectual, lo cual es una característica esencial (por tanto, y pese a todas las apariencias, nada fortuita, arbitraria o caprichosa, como algunos han querido, hacer ver) de su pensamiento, una exigencia intrínseca, pues, de su «modo de pensar», y hasta un requisito metódico del mismo. Sobre esta peculiaridad del método orteguiano -que en otro lugar he estudiado con bastante detenimiento- no puedo demorarme ahora. Sólo destacaré que esa esencial y deliberada «circunstancialidad» del pensamiento orteguiano ha originado el que su doctrina filosófica se desenvuelva en forma reiterativo-evolutiva, y a la vez diríamos dinámicamente expansiva -en el sentido de una creciente plenitud de visión y dominio conceptual de los temas-, a partir de unas intuiciones fundamentales que aparecen en él ya en los mismos comienzos de su vida intelectual -en cierto sentido, como indiqué al principio, ya en su primer artículo (Glosas)-. Ello obliga, cuando se quiere exponer -y, por tanto, estudiar- alguno de esos temas en Ortega, a un procedimiento que incluye, junto a la visión de totalidad de su obra, el examen del desarrollo cronológico-biográfico del tema en cuestión, es decir, su «reconstitución» monográfica y a la par sistemática, extrayéndolo de su vario contexto «circunstancial», pero sin perder nunca la visión de éste, pues es ese mismo contexto el que permitirá entender en plenitud y, por tanto, el que justifica en última instancia esas características peculiares de la doctrina orteguiana en cada caso estudiada. Dicho de otro modo: la historia del despliegue de los temas básicos a la filosofía en el pensamiento de Ortega, su visión en la perspectiva vital de su autor, es esencial para la comprensión de su peculiar sistematismo, y la ultima ratio de ello es que el sistematismo de la filosofía, en Ortega, no es sino el trasunto intelectual del sistematismo de la vida misma, al que aquél permanece unido por el cordón umbilical de la justificación intrínseca, nexo fundamental de la razón vital. Por lo mismo, el método de las «vistas» sucesivas de la realidad que se pretende conocer -ya sea una realidad particular, ya «la realidad» en cuanto tal-, el asedio a la misma en «círculos concéntricos» o «en espiral», que Ortega denominó «método de Jericó» (entre otros nombres, alusivos a diversos aspectos del mismo, como «método de las series dialécticas», «método del hilo», «método de urgencia vital», etc.) responde perfectamente a este modo de pensamiento «circunstancial» y a estos reiterados, aunque a veces espaciados, acercamientos a los temas. Claro está que, en el limitado espacio de que disponemos, no será posible aplicar al nuestro cumplidamente la normativa metodológica antes consignada. Aunque nuestra exposición supone el conocimiento total de la obra de Ortega y una larga familiaridad con su pensamiento, habremos de limitarnos en ella a una selección de textos esenciales y, desde luego, tendremos que prescindir de toda, o casi toda, la «orla» hermenéutica brotada de la consideración «circunstancial» y biográfica del origen de los mismos, con plena conciencia de las mutilaciones e insuficiencias que ello comporta, especialmente en un pensador como Ortega, quien hace de la «circunstancialidad» del pensamiento un riguroso principio, y cuya doctrina, por tanto, no puede ser adecuadamente entendida sin un conocimiento suficiente de quién era su autor y cuál la circunstancia del mismo, a la que, en cada caso, fue una respuesta concreta la emisión de sus ideas. En 1942 (recogiendo ideas ya de antiguo expuestas por él) formula Ortega temáticamente la necesidad de una «reforma general» de la historia de la filosofía (en su «Prólogo a la Historia de la filosofía de Brehier», en Obras, tomo VI, págs. 390 y sigs.). Hay que entender esta exigencia como un caso particular dentro de su método de la razón vital o histórica, que reclama entender todo hecho humano -y las ideas lo son- dentro de su contexto vital. Ya hacia 1921 (en El tema de nuestro tiempo), decía Ortega: «Hasta ahora la filosofía ha sido siempre utópica. Por eso pretendía cada sistema valer para todos los tiempos y para todos los hombres. Exenta de la dimensión vital, histórica, perspectivista, hacía una y otra vez vanamente su gesto definitivo. La doctrina del punto de vista exige, en cambio, que dentro del sistema vaya articulada la perspectiva vital de que ha emanado...» (Obras, III, pág. 201). Y en la obra anteriormente citada dice también: «Una doctrina es una serie de proposiciones. Las proposiciones son frases... Ahora bien: es un error suponer que la frase tiene su sentido en absoluto, abstrayendo de cuándo y por quién fue dicha o escrita. No hay nada inteligible en absoluto. Ahora bien: las historias de la filosofía al uso suponen lo contrario: las doctrinas nos son presentadas como si las hubiera enunciado el filósofo desconocido, sin fecha de nacimiento ni lugar de habitación» (Obras, VI, pág. 391). Basten estas citas -a las que se podría agregar infinidad de otras- para hacer ver que no podríamos hacer nada menos orteguiano que exponer a Ortega como si se tratase del «filósofo desconocido». Ahora bien: aunque es cierto que Ortega sigue siendo todavía un «desconocido» para la inmensa mayoría de la gente, incluso de la gente «intelectual», y hasta dentro de ésta, para muchos que hablan o escriben sobre él, no es menos cierto que ya no lo es para muchos otros, y que puede no serlo para todos aquellos que tengan por su persona y obra el interés suficiente para acudir a las fuentes de información que, aunque todavía en medida bastante exigua e incipiente, hay que decirlo, existen ya a este respecto. Hay ya, en efecto, una nutrida bibliografía orteguiana de la que se pueden entresacar testimonios directos y fidedignos -muchos de ellos discipulares- suficientes para diseñar una figura de nuestro filósofo que responda con bastante aproximación a la doble pregunta: «¿Quién era Ortega y cuál era su circunstancia?». Hay incluso -especialmente para el Ortega juvenil- un testimonio de excepcional valor -por su contenido intrínseco y por la condición y calidad del testigo- que marca una pauta a seguir en este tipo de estudios, y cuya lectura es obligada como muestra máxima hasta ahora de ellos. Me refiero, claro está, aparte de otro conjunto de escritos del mismo autor, al tomo de casi 600 páginas que Julián Marías dedicó a empezar a contestar las susodichas preguntas bajo el título Ortega, I: Circunstancia y vocación (Madrid, Revista de Occidente, 1960), y que esperamos que se continúe por lo menos con un Ortega, II del mismo gálibo y formato. Todo ello me dispensa, al menos a los efectos del presente trabajo, de realizar en él ese tipo de exégesis o comentario que sería inexcusable en otro de mayor envergadura.





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