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ArribaAbajoCapítulo IV

La aplicación de la ley



ArribaAbajoLas Cortes ante la denuncia de impresos

Con la entrada en vigor del decreto de 10 de noviembre la libertad de imprenta sigue ejerciéndose, ahora respaldada por la legalidad, de forma muy similar a como venía haciéndose en los dos años anteriores. La novedad, sin embargo, se deja notar. El decreto de las Cortes conmovió aún más los ánimos de aquel sector de la sociedad española contrario a cualquier innovación, y de modo especial protestó el clero, que veía con desagrado cómo proliferaban los escritos de todo tipo y comprendió que una imprenta libre tenía que llevar consigo un incremento de las críticas a los abusos de la Iglesia tradicional. Los eclesiásticos, o más bien una buena parte de ellos, se esforzaron en demostrar que con la libertad de imprenta peligraba, fundamentalmente, la esencia misma de la religión aun en el caso de que no se llegara, a su amparo, a formular proposiciones formalmente heréticas, pues todo ataque a las instituciones de la Iglesia era un atentado a la religión. Las protestas del clero, perfecta y hábilmente sincronizadas, apunta Dérozier, con la postura de importantes personajes del Antiguo Régimen, trataron de convencer, asimismo, del peligro que a partir de ahora correrían los fundamentos mismos de la sociedad. En 1811 «afluyen representaciones de eclesiásticos para decir que la libertad de prensa es una catástrofe, que hay una plaga de libelos y folletos anticlericales y que es vergonzoso hablar de la religión en semejantes términos y sobre todo difundir estas ideas en el extranjero»45.

La denuncia de periódicos y otros escritos se llevó con demasiada frecuencia a las Cortes, donde se aborda el tema con cierta doble intención. Los conservadores suelen achacar grandes lagunas a la ley de 10 de noviembre, proponiendo subsanarlas mediante la concesión de mayores atribuciones al poder ejecutivo; era una manera de limitar la ley. Los liberales contestarán a ello sistemáticamente que la ley debe ser mantenida y cumplida en todos sus términos, por lo que la intervención del ejecutivo resulta innecesaria ya que existen las Juntas de censura perfectamente establecidas y con funciones precisas. No se llegó nunca a un compromiso aceptado por todos, al tiempo que muchos, diciéndose amparados por la ley, aprovecharon para inundar la secretaría de las Cortes con denuncias sobre abusos en la imprenta. Ésta era otra maniobra, pues las Cortes no debían intervenir en un asunto regulado, previamente, por una ley emanada de ellas mismas.

La porfía de todos, pues también los liberales cayeron en la trampa a pesar de las advertencias constantes en el Congreso de Argüelles y otros diputados, logró obstaculizar en muchos momentos la tarea legislativa de las Cortes. Resulta sorprendente comprobar, al leer el Diario de Sesiones, cómo se interrumpen varias veces los debates sobre el proyecto de Constitución para dar paso a proposiciones o representaciones relacionadas con asuntos contemplados en la ley de imprenta. En parte, esto derivaba de la inconcreción del decreto de 10 de noviembre, como ha quedado apuntado, pero también hay que buscar en tales hechos un tanto de astucia política de los conservadores y no poco de inocencia en el mismo sentido por parte de los liberales. Al exigir a las Cortes determinaciones sobre un aspecto contemplado en una ley se ponía en duda, de hecho, la validez de las decisiones del poder legislativo y se contribuía a mantener la confusión de poderes. Sin duda esta práctica redundó en descrédito de las Cortes, circunstancia, por lo demás, bien aprovechada por los periódicos del bando «servil» y por los escritores más reaccionarios del momento.

La estructura de los debates en torno a denuncias sobre la ley de imprenta fue similar a los producidos sobre otros temas. Esquemáticamente es de la siguiente forma:

1. Una vez es denunciada una publicación al Congreso se emiten diversas opiniones (generalmente catalogables en dos bloques, liberal y «servil») enjuiciándola.

2. A las opiniones calificatorias se superpone otro nivel de controversia, según proceda tratar el tema en las Cortes o remitir su enjuiciamiento a otro organismo legalmente constituido (en este caso, las Juntas de censura). Por lo general, también en este momento se manifiestan las dos posturas mencionadas.

3. Por último, el asunto se abandona, bien porque haya quedado sentenciado por las Cortes, bien porque se remita a la comisión de imprenta para su estudio y dictamen, bien porque se envíe a un organismo extraparlamentario (unas veces las Juntas de censura, otras tribunales especiales nombrados al efecto). Es frecuente en las Cortes de Cádiz que muchos asuntos queden pendientes de resolución definitiva46.

A partir de esta forma de proceder resultó relativamente sencillo acusar a las Cortes de escasa diligencia en poner freno a los abusos de la imprenta. Esto también ha de ser una constante. Existen muchos folletos en varias bibliotecas españolas y sobre todo en la Colección del fraile donde hallar citas a raudales para confirmar esta opinión. Mas lo grave del asunto radica en que el poder ejecutivo, la Regencia, comulgaba con estas consideraciones. En julio de 1811, cuando aún no había transcurrido un año de vigencia del decreto de libertad de imprenta, la Regencia se dirige a las Cortes con una amarga queja contra los escritos publicados al amparo de la ley. En las penosas circunstancias del momento (reveses militares, penuria económica acusadísima...) los regentes consideran insoportable permitir la publicación de opiniones críticas sobre su labor de gobierno. «El abuso de la libertad va muy en breve -vaticinaban- a sumergir la Nación en la anarquía». Sucedería así porque el pueblo, incapaz de discernir las auténticas causas de las penurias de la Nación, responsabilizaría de ellas a los encargados del gobierno. Por ello, si las Cortes no frenaban a la prensa [«sólo V. M. puede detener los desastres que la amenazan» (a la patria)], la Regencia presentaría su dimisión47.

Nos hallamos ante un documento de sumo interés, pues muestra a las claras las vacilaciones del nuevo régimen y la tesitura en que tanto el pueblo como las instituciones, tal es el caso ahora, pusieron al poder legislativo. En la España de las Cortes de Cádiz todo se le exigió al Congreso, sin entender su auténtica misión. Por lo demás, como hizo notar Argüelles precisamente en un debate sobre la denuncia practicada por la libertad de prensa, era fruto de la escasa diligencia de las autoridades en practicar las leyes, no de las deficiencias intrínsecas de éstas.

Las Cortes se defendieron de exigencias como la mencionada instando a cumplir con la ley. A la regencia respondieron aceptando la necesidad de reprimir las licencias de algunas publicaciones, pero también recordaban la responsabilidad adquirida por los propios regentes y el poder judicial. «S. M. ve con dolor que la poca actividad en no castigar los abusos calificados por las Juntas respectivas de censura con arreglo a los breves y sencillos trámites de la ley de la Libertad de Imprenta es el verdadero origen de los desórdenes...». Como se comprueba, las Cortes no rehuyen su responsabilidad, antes bien exigen a los demás el cumplimiento exacto de la suya. En esta ocasión incluso llegaron más lejos: se brindaron a proporcionar a la Regencia todos los medios que este organismo indicara para hacer respetar su autoridad48. La Regencia no llegó a proponer nada, que sepa, y no obstante no cesaron las acusaciones contra el escaso celo del Congreso por reprimir los abusos en la prensa.

Las numerosas ocasiones en que las Cortes trataron asuntos que bien pudieran haber sido resueltos por cauces extraparlamentarios mediante la aplicación correcta de la ley dejan sin fundamento las críticas que les fueron lanzadas en este campo. Sorprende, más bien, hallarse en las referencias de las sesiones parlamentarias con tales temas, pues salvo raras excepciones ninguno debió llegar a tal alta instancia. Como hemos de ver a continuación, siempre hubo quien pretendió revestir de transcendencia inusitada pequeños incidentes carentes de interés o de carácter meramente personal, como los relacionados con ciertas ironías vertidas en algunos periódicos contra las personas de ciertos diputados. No actuaron con suficiente energía política los representantes de la Nación en estos casos y quedaron envueltos en debates baladíes, útiles sólo para obstaculizar su tarea49.

La historiografía conservadora, tan deudora del padre Vélez y de Menéndez Pelayo aun en la actualidad, no ha resaltado este hecho y ha denunciado, por el contrario, la precipitación de los liberales en defender desde las Cortes sus intereses de grupo. A veces fue así, pero no siempre. En lo relacionado con la libertad de prensa creo que los liberales perdieron la partida porque les perjudicó más el uso que de tal derecho hicieron sus enemigos políticos que el apoyo recibido por sus partidarios. Aunque se resalta con frecuencia el importante influjo de los periódicos liberales de Cádiz, no se debe olvidar la libertad que de igual manera disfrutaron sus contrarios y, sobre todo, la preeminencia de publicaciones conservadoras en provincias. Estos escritos estuvieron bien apoyados, e incluso «programados», por los enemigos de las Cortes y de la transformación del país. No resulta extraño comprobar que detrás de muchas publicaciones estaban magistrados, nobles y, naturalmente, las jerarquías eclesiásticas, pero sí es sorprendente hallar en estos manejos a la Regencia, máxima autoridad gubernativa del régimen.

El 24 de marzo de 1813 el diputado José Zorraquín denunció ante las Cortes la sospecha de la entrega de cierta cantidad de dinero detraída de los fondos públicos al periódico ultraconservador El Procurador General de la Nación y del Rey. Tras varias averiguaciones se comprobó que la Regencia en 1812 asignó 4.000 reales mensuales al periódico; uno de los ex regentes, Joaquín Mosquera, confesó ante las Cortes que se procedió así «a fin de oponer algún contrarresto a los (periódicos) que traspasando los límites de la justa libertad de imprenta, corrompían la opinión pública, ofendían al Gobierno y combatían... todo lo sagrado y respetable»50.

La Regencia, acabamos de ver páginas atrás, se quejó siempre de las licencias de la prensa y ahora comprobamos que contribuye a ellas, pues el talante del Procurador no fue nada conciliador. Júzguese por este «Aviso a todos los escritores serviles del Reyno» publicado en sus páginas a principios de 1813: «Compañeros: la Abeja (un periódico caracterizadamente liberal) sin dejar de continuar sus diatribas nos exhorta a la paz y reconciliación. Despreciadla y declarad guerra más dura a esta casta de alimañas. Semejantes a Napoleón proponen paces para adormecernos y en el ínterin continúan ellos sus maniobras. Firme en ellos, el pueblo es servil, esto es, Católico, Apostólico, Romano; ellos lo saben, quieren volver sobre sí; ya es tarde. Que dejen de escribir lo que escriben, declárense por la buena causa y luego hablaremos. Maete ánimo, Compañeros, Firmeza y constancia»51.

Sin duda el talante de la sociedad española ante la libertad de prensa no fue el más propicio para un ejercicio adecuado de la expresión del pensamiento y lo más grave del caso es que la guerra periodística está alentada desde las más altas instancias directivas de esa sociedad. Cuando se llegó a 1813, tanto en Cádiz como en el resto de la España libre de los franceses predominó el espíritu de guerra entre los propios españoles; la postura liberal y absolutista eran ya frontalmente irreconciliables. No partió de cero, pues, Fernando VII al iniciar la represión del liberalismo.




ArribaAbajoActuación de la Junta Suprema de censura

El decreto de libertad de imprenta creó las Juntas de censura como instrumento «para asegurar la libertad de la Imprenta y contener al mismo tiempo su abuso» (art. 13). Se trata, por tanto, de organismos fundamentales en la aplicación de la ley, dependiendo de su actuación en gran parte el éxito o fracaso del ejercicio de la libertad de escribir.

Como consecuencia de la ocupación militar francesa del territorio peninsular y del enorme protagonismo político de la ciudad de Cádiz fueron su Junta provincial y la Suprema las que entendieron en los asuntos de mayor envergadura. Así pues, nos referimos en las consideraciones siguientes a ellas y, de forma especial, a la Suprema, por asumir ésta la facultad máxima para la calificación de los escritos.

Los integrantes de la primera Junta Suprema fueron elegidos por votación en la sesión de Cortes del 9 de noviembre de 1810, sobre la base de un acuerdo adoptado el día anterior en el sentido de que sus miembros no pudieran ser diputados pero sí residentes en Cádiz, porque la ley de imprenta determinaba la instalación de la Junta cerca del Gobierno. La ley no especificaba más condiciones para formar parte de la Junta que tratarse de «sujetos instruidos que tengan virtud, probidad y talento necesarios para el grave encargo que se les encomienda» (art. 14). Como sabemos, en el reglamento para las juntas promulgado en 1813 se hacen nuevas concreciones en este punto.

La primera Junta Suprema de Censura quedó constituida, según el número de votos obtenidos, de la siguiente forma52:

  • Antonio Cano Manuel (87 votos). Fiscal del Consejo de Castilla.
  • Andrés Lasauca (66), miembro del mismo Consejo.
  • Manuel Fernando Ruiz del Burgo (59), consejero de Guerra.
  • Ramón López Pelegrín (52), Ministro de la Junta Suprema de Represalias.
  • Manuel J. Quintana (50), Secretario de Interpretación de Lenguas.
  • Martín González de Navas (47), canónigo de S. Isidro de Madrid.
  • El Obispo de Sigüenza, Pedro Inocencio Bejarano (46).
  • Bernardo Riega (39), consejero de Castilla.
  • Fernando Jiménez de Alba (34), cura del Sagrario de la catedral de Cádiz.

Todos eran personas prestigiosas en el Cádiz de la época y la mayoría de ellos había desempeñado ya encargos relevantes de las Cortes. González de Navas, Riega y Lasauca fueron miembros del tribunal especial designado por el Congreso para juzgar la causa del Obispo de Orense, Pedro Quintano, asunto de la mayor importancia porque estuvo motivado por su negativa, siendo presidente de la I Regencia, a jurar la soberanía de las Cortes. Antonio Cano Manuel, distinguido desde el principio del período constituyente gracias a su informe sobre la convocatoria de Cortes por el sistema unicameral, también había formado parte de un tribunal especial para juzgar las reservas formuladas en su juramento a las Cortes por el marqués de Palacio cuando fue nombrado regente suplente.

Algunos de estos hombres, además, estuvieron en la primera línea de la política. Quintana, como es sabido, actuará constantemente como personaje clave en la España liberal, ocupando cargos relevantes y, sobre todo, gozando de gran influencia por sus escritos. González de Navas fue, junto al anterior, uno de los extraparlamentarios más activos por su colaboración con las Cortes; actuó en varias comisiones extraordinarias (la de mayor significado fue la encargada de formar el plan de instrucción pública, constituida el 23 de septiembre de 1811) y siempre se distinguió como un convencido liberal (no olvidemos su adscripción a la colegiata de S. Isidro de Madrid, igual que el diputado Oliveros). Cano Manuel se hizo cargo de la Secretaría de Gracia y Justicia y a él se debe un importante plan para emprender la reforma de los regulares en 1813. El resto de los integrantes de la Junta no ocuparon durante esta legislatura lugares de tanta responsabilidad como los mencionados, tal vez porque su adhesión al liberalismo fue más dudosa. Dérozier considera que, en realidad, sólo Quintana y Navas fueron liberales fervorosos, encuadrando al resto entre el sector moderado y el reaccionario. Este juicio se ajusta a las características políticas de la Junta, con la única salvedad de Cano Manuel, en mi opinión claramente alineado en el bando liberal ahora y también en la segunda época constitucional, en que fue nombrado presidente del Tribunal Supremo de Justicia.

En la Junta hay, en cualquier caso, un predominio manifiesto de personas poco identificadas con el liberalismo. Parece que los contrarios a esta ideología ganaron la partida en este asunto, pues en el acto de votación lograron dejar fuera de la Junta a candidatos tan significados para el grupo liberal como Diego Clemencín, Ranz Romanillos, Fr. Jaime Villanueva, Francisco Sánchez Barbero... No olvidamos que la votación para la Junta Suprema de Censura se realizó dos días después de tratar las Cortes la denuncia contra El Conciso por injurias al diputado J. L. Villanueva y esto debió tener influencia en el voto, al menos la tuvo para que ciertos diputados intentaran vetar la candidatura de Sánchez Barbero, uno de los autores de El Concisín, suplemento de su hermano del mismo nombre dedicado a la referencia de los trabajos del Congreso53.

La composición de la Junta Suprema influyó mucho en sus decisiones. Pocas veces se atrevió a dar censuras claras, limitándose en la mayoría de los casos a calificar con la expresión «injuriosa y perjudicial», lo que decía poco del auténtico carácter de cada publicación. Esto ayuda muy escasamente a prestigiar la libertad de imprenta, de ahí que Dérozier califique como «nefasto» el balance de su actuación, desarrollada desde 1810 al 22 de junio de 1813. Las propias Cortes fueron muy duras con la Junta, si atendemos a las siguientes palabras de la comisión de imprenta pronunciadas en mayo de 1813: «No menos ha llamado la atención de la comisión la arbitrariedad con que la Junta Suprema [...] se desvía de los términos indicados en el decreto de libertad de imprenta para designar los escritos cuya lectura deba prohibirse. La palabra perjudicial es muy vaga, y por sí solo no denota la mayor o menor gravedad del abuso que se haya hecho de la libertad de la imprenta, pudiendo igualmente aplicarse a los libelos infamatorios o calumniosos que a los subversivos de las leyes fundamentales de la monarquía...»54.

La Junta Suprema ocasionó, además, serios problemas al Congreso porque a veces sus censuras estaban en clara contradicción con las de la Junta provincial de Cádiz, produciendo un confusionismo que, de hecho, obstaculizaba la aplicación de la ley. La propia justicia se quejó de esta práctica. Así, a propósito del Diccionario manual55, el juez de primera instancia de Cádiz se vio obligado a acudir a las Cortes pues la Junta provincial lo había calificado subversivo e injurioso al Congreso y la Suprema no halló en él ningún inconveniente para su libre circulación. La comisión de imprenta de las Cortes tuvo que exigir a la Suprema una censura clara, para permitir al juez el ejercicio de sus funciones56.

No fue sólo la vaguedad en sus censuras la causa de reprobación hacia la Junta. Para los liberales resultó insoportable la morosidad en tramitar ciertos asuntos, cuya gravedad exigía inmediata actuación, tardanza en la que se manifestó un propósito obstaculizador y aun de evidente complicidad con los enemigos del sistema, como se demostró en el caso Colón. Por otra parte, las censuras fueron muchas veces demasiado condescendientes con los escritos poco respetuosos hacia el texto constitucional o hacia la labor de las Cortes. Todo esto propició en algunos momentos el intento de ciertos diputados de prescindir de la Junta (así sucedió con la causa contra Lardizábal) y casi siempre el descontento de todos. También en el seno de la Junta hubo disconformidades, como es lógico sabida su composición, especialmente por parte de Quintana57.

Todas estas circunstancias, junto al deseo de concretizar al máximo las funciones de las juntas, motivaron las reformas legales de 1813, tan minuciosas al referir el cometido y la forma de actuar de estos organismos. De resultas, en junio de ese año se eligió nueva Junta Suprema, formada ahora por nueve miembros más tres suplentes. Repiten cargo Martín González de Navas y Quintana y el resto son el Obispo de Arequipa (Pedro Chaves de la Rosa) y José Miguel Ramírez, eclesiásticos; los laicos fueron Miguel Moreno, Felipe Bauzá, Manuel de Llano, Eugenio de Tapia y Vicente Sancho. Como suplentes figuraron Pablo La Llave (eclesiástico), José Rebollo y Juan Acevedo. El secretario fue Martínez de la Rosa58. Esta junta actuó con mayor diligencia que la anterior y sus individuos estaban más próximos al liberalismo. Por eso enseguida puso gran interés en renovar las provinciales, cuyos cargos en el período anterior «recayeron frecuentemente en sujetos que, en algunas provincias, en vez de proteger a los escritores que apoyaban la Constitución y al nuevo sistema de Gobierno les persiguieron y anatematizaron, y lejos de apagar las hogueras del furioso y azorado fanatismo, las encendían y atizaban con sus fallos ruinosos»59. Con todo, la oposición a este empeño de la nueva Junta Suprema fue enorme.

En el segundo semestre de 1813, cuando las Cortes han promulgado ya sus decretos fundamentales (Constitución, libertad de imprenta, abolición de los señoríos, supresión de la Inquisición, etc.) y debaten otros dos de suma trascendencia, la reforma de los regulares y la instauración de la contribución única y directa, los sectores inmovilistas actúan con enorme dinamismo. En 1810-11 el fundamento de la oposición a las Cortes se halló en el rechazo del principio de la soberanía nacional y sobre este asunto giró la publicística adversa a las reformas. En 1813, cuando estas últimas comienzan a realizarse y se vislumbran otras, el fondo ideológico de la protesta desaparece y ocupa el primer plano la defensa directa de los privilegios perdidos o a punto de fenecer. Ahora es más concreto el descontento hacia las Cortes y, además, incide en una situación económica verdaderamente angustiosa de España. Desde el comienzo de la guerra se ha estado exigiendo al pueblo un cúmulo de contribuciones e impuestos extraordinarios, en virtud de resoluciones de las Cortes, para hacer frente a los gastos incesantes. Lógicamente el pueblo estaba exhausto y sin recursos en 1813. Era sencillo agitarlo contra las autoridades. La prensa antiliberal, por consiguiente, adquirió considerable incremento y audiencia ante el pueblo más sencillo.

En este momento acentuó su protagonismo el clero. La Iglesia como institución adoptó cada vez posturas más tajantes en contra de las Cortes, hasta el punto de verse éstas obligadas a expulsar del Reino a varias jerarquías, entre ellas nada menos que al Nuncio de Su Santidad en España, monseñor Gravina, al Obispo de Orense y al Arzobispo de Santiago, Múzquiz, por mostrarse pública y abiertamente opuestos cada uno de ellos a cumplir varios mandatos del poder legislativo. Estos sucesos y el recorte paulatino de prerrogativas a los eclesiásticos en el orden temporal, sobre todo a los regulares, originaron una oleada de sermones y escritos contrarios a las Cortes. La nueva Junta Suprema de censura se ve inundada de expedientes y aunque impone su autoridad, constata Dérozier, «tropieza con la incompetencia y la mala voluntad» y pierde de esta manera su eficacia60. No es necesario recordar, por último, que duró en sus funciones menos de un año.

Como ha sucedido con muchos otros temas relacionados con las Cortes de Cádiz, han llegado hasta nosotros juicios muy alejados de la realidad acerca de la actuación de las juntas de censura. Casi todos proceden del padre Vélez, debido a la gran difusión de su obra, Apología del Altar y del Trono. Escribió este religioso, nombrado Arzobispo de Santiago por Fernando VII, que las Juntas de censura estuvieron todas en manos de los liberales, permitiendo todo tipo de tropelías. «Los papeles que sostenían la religión y el trono, sólo éstos fueron los condenados, recogidos»; «los jueces de censura diseminados por los pueblos eran otros tantos argos que velaban sin cesar porque no se publicase un escrito a favor de la religión, si en algo se oponía a las reformas proyectadas hasta allí»61.

Estos juicios de Vélez carecen de fundamento, como tantas otras cosas de su libro, pero han tenido considerable fortuna y quedan, para muchos, como expresión de lo verdaderamente acaecido con la libertad de imprenta. Escritores posteriores los han repetido demasiadas veces sin someterlos a crítica, incrementando, al menos desde el punto de vista cuantitativo, sus apariencias de autenticidad. No obstante, el plagio es manifiesto.

Valga, en su confirmación, lo que dejó sentado un conocido publicista inscrito en la ideología moderada de la época de Isabel II, Juan Rico y Amat: las Cortes «imposibilitaron la acción de los tribunales con el establecimiento de la Junta Suprema de censura y de las Juntas provinciales, compuestas todas de los amigos de la reforma, que iban apoderándose de los destinos y cargos públicos y usaban de suma lenidad con los periódicos sostenedores de aquélla»62.

Las investigaciones sobre la actuación de las Juntas provinciales de censura son prácticamente inexistentes, salvo algún caso aislado muy meritorio63. Esta circunstancia imposibilita un examen detenido del problema y obliga a limitarnos a aquellos casos de denuncias de impresos más relevantes, por su significado y repercusiones, tratados por las Cortes. Así pues interesa aquí averiguar cómo se comportó el Congreso ante ciertas infracciones, o posibles infracciones, de la ley de imprenta, tratando de establecer una serie de casos paradigmáticos. Hemos necesariamente de seleccionar porque las denuncias de publicaciones fueron enormemente abundantes. Téngase en cuenta, por tomar un caso, que un solo diputado, Fr. Simón López, en un momento dado denunció más de 40 impresos y varias proposiciones de sus compañeros del parlamento, aduciendo que todo ello constituía un ataque a la religión64. Iniciativas como ésta inundaron a la Regencia y a las Juntas de papeles, haciendo compleja la investigación hoy mientras no se cuente con una base monográfica suficientemente extensa.




ArribaAbajoLas ofensas de la prensa a un diputado. El Conciso

Un ejemplo elocuente del interés de los sectores contrarios a las reformas por atacar la libertad de prensa desde cualquier ángulo lo constituye la denuncia de un artículo aparecido en El Conciso. En su habitual crónica de las sesiones del Congreso se permitió el periódico un breve comentario sobre una propuesta del diputado Joaquín Lorenzo Villanueva. Había solicitado éste a las Cortes el 3 de noviembre de 1810, la aprobación de un decreto exhortando al pueblo a la penitencia, pues desde su acendrado espíritu jansenista, siempre estimó el diputado valenciano que los males de España tenían su origen en la relajación de costumbres y el abandono del auténtico espíritu religioso. El Conciso relató así esta propuesta:

«En seguida el Sr. D. Joaquín de Villanueva leyó un discurso piadoso; no se entendió bien su final; pero según noticias y la caridad del orador es de creer que cediese sus rentas en beneficio de la patria, reservándose lo preciso únicamente para su alimento; mucho más si se considera que las palabras adquieren por las obras los más admirables efectos».


(Núm. XXXIX, del 6-II-1810).                


El lector actual, sin duda, considerará estas líneas como un simple comentario jocoso, no exento de gracia conocida la personalidad del distinguido liberal que fue Villanueva (quien, en efecto, solía hablar en tono más bajo de lo habitual, como testimonian sus contemporáneos), mas sin trascendencia alguna. En Cádiz, sin embargo, pronto surgió un celoso defensor de la dignidad de los diputados y denunció al periódico ante las Cortes. Se trata de un desconocido Sargento Mayor de uno de los regimientos instalados en Cádiz, José Mazarrasa, quien presentó el día 7 todo un memorial de quejas contra El Conciso, achacándole desprecio hacia la piedad y hacia la personalidad de un diputado65. Un comentario intrascendente de la prensa ocupó, de esta guisa, la atención del Congreso. El propio Villanueva, actuando de forma impropia en él a juzgar por su actividad parlamentaria posterior a estas fechas, intervino abundando en los argumentos de Mazarrasa. Zorraquín intentó quitar importancia al asunto, pero enseguida terciaron más diputados exigiendo algunos, incluso, la prohibición del periódico tras calificar, como hizo Cañedo, de «enorme injuria» las palabras del periodista. Se acordó, finalmente, el pase del asunto a la comisión de justicia de las Cortes para su dictamen.

El sorprendente revuelo parlamentario producido por tan poca cosa es sintomático de la actitud ante la libertad de imprenta. Acababa de ser aprobada con el propósito, entre otros, de servir como vehículo para controlar la gestión de los responsables del gobierno del país y, sin embargo, pocos cargos públicos estaban dispuestos a tolerar el más insignificante comentario sobre sus personas. Villanueva confiesa que de no haber presentado el Sargento la denuncia lo habría hecho él mismo. A este fin tenía redactado un escrito, de aire por cierto bastante ingenuo, para defender su dignidad de diputado. Suponía en él que el periódico rechazaba su propuesta de rogativas públicas (no se trasluce tal cosa de la nota de El Conciso) y hacía «una mordaz represión de mi procedimiento». El diputado se esforzaba, además, en demostrar su conducta caritativa y desprendida, y terminaba de la siguiente forma: «Por todo esto pasaría, señor, como he sufrido otras injurias en el discurso de mi carrera, si fuese sólo persona privada, o si como tal se tratase de mí en este periódico. Mas ridiculizándoseme en él como uno de los individuos del augusto Congreso, y en el momento sagrado de hacer yo una propuesta a V. M., me veo obligado a rogar a Vuestra Majestad tome en consideración este agravio, no para que mi queja pare al dicho escritor el menor perjuicio..., sino para que se digne tomar V. M. la providencia que estime justa, a fin de vindicar la piedad de mi proposición y la dignidad de mi persona, vulneradas en este periódico, y precaver otras libertades semejantes que pudieran comprometer en lo sucesivo la Representación nacional y el honor de los individuos del augusto Congreso»66. Lejos estamos aquí del brillante diputado que llegó a ser Villanueva, mas esta larga cita trasluce la forma de entender en el primer momento los diputados su cometido parlamentario, más próximo a lo que era un cargo en el Antiguo Régimen que a constituirse en auténticos representantes de la opinión nacional. Poco a poco, sin embargo, al menos los del bando liberal fueron aprendiendo en esta legislatura.

Como no se había publicado aún el decreto de libertad de imprenta, no se pudo pasar el número de El Conciso a las juntas de censura, aunque esto habría sido posible de haber esperado al día 10, esto es, tres días después de aparecer la denuncia ante el Congreso. Las Cortes, sin embargo, prefirieron dejar el asunto en manos de su comisión de justicia. Esta dio a conocer su dictamen el día 15, censurando al periódico por la ofensa a Villanueva y por otras también cometidas contra otros diputados, apuntó la comisión, por lo que propuso pasar el expediente a la Regencia para que señalase un tribunal que lo juzgara67. De haberse realizado así habrían comenzado las propias Cortes a infringir la ley de imprenta. No se llegó a tal porque Villanueva se opuso a la propuesta de la comisión y solicitó el sobreseimiento del asunto. Alegó haber recibido excusas en el número XLII de El Conciso, por lo que se consideraba satisfecho68. Aunque algunos diputados se resistieron a zanjar el caso, deseando el castigo del periódico, la mayoría aceptó la postura de Villanueva.

Este curioso incidente refleja la susceptibilidad de los diputados ante las críticas y también la facilidad con que las propias Cortes se apartan del cumplimiento estricto de sus propias leyes. El número de El Conciso fue denunciado al Congreso cuando ya se había terminado el debate de la ley de imprenta, aunque el decreto no se hubiera proclamado aún. Lo consecuente hubiera sido no dar entrada a la denuncia, esperar a la publicación del decreto y seguir los cauces previstos en él. Al no hacerlo así se expusieron las Cortes a suplantar en sus funciones a las Juntas de censura y a la justicia ordinaria. No sabemos el motivo exacto que indujo a Villanueva a solicitar el sobreseimiento de la causa. Tal vez fuera suficiente la satisfacción dada por el periódico, como dice el interesado, o quizá el propio Villanueva, gracias al posible consejo de otros diputados, se percatará del peligroso rumbo del asunto. Recordemos que El Conciso es entonces el periódico más prestigioso entre los que apoyan a las Cortes y sus redactores son todos incondicionales partidarios de las reformas. Los diputados liberales, por consiguiente, no podían correr el riesgo de perder a un colaborador tan precioso. En todo caso, con mal pie inició su vigencia legal el decreto de libertad de imprenta.




ArribaAbajoLa defensa de la religión


a) La condena de La Triple Alianza

La denuncia del número 2 de este periódico proporcionó un buen pretexto para agitar los ánimos. Esta publicación, de parca vida como consecuencia del incidente que vamos a abordar69, era redactado por un grupo de americanos residentes en Cádiz, íntimamente relacionados con su compatriota el diputado Mexía. El talante liberal del periódico es evidente: en su presentación los editores se confiesan «amantes de la filosofía» y pretenden echar a Napoleón e influir en los redactores de la constitución, guiados por un elogioso sentido filantrópico (desean que se les considere «beneméritos de la humanidad») y basados en la alianza hispano-luso-británica. Según Gómez Imaz este periódico fue «acaso el más avanzado de los de la grey reformista».

En el número 2, fechado el 22 de enero de 1811, se hace un elogio del espíritu que los griegos clásicos tenían ante la muerte. Con la intención de instar a la lucha sin cuartel contra el francés, el articulista trata de ahuyentar todo temor ante la muerte: «Necios: ¿no veis que la duración de vuestros días está irremediablemente prescrita en el libro de los Destinos?». Este asomo de fatalidad no implica que haya de considerarse la muerte como la inmersión en «un negro calabozo de rabiosa melancolía», idea nada propia del hombre valeroso, sino que es más bien «fruto de las falsas ideas de la niñez y el triunfo de la superstición sobre la filosofía». Exhorta a la lucha denodada contra este sentido lúgubre de la muerte, aunque reconoce el articulista que es difícil, pues todo lo que tradicionalmente se ha montado en su entorno, «ese aparato lúgubre, invención de la ignorancia para aumentar las numerosas desdichas del género humano» (clara referencia a las ceremonias religiosas en los oficios de difuntos), es un obstáculo a superar.

La reacción contra estas opiniones, en las Cortes y fuera de ellas, no se hizo esperar. En el Congreso fue el diputado García Quintana quien denunció el escrito el 28 de enero, dando pie a un largo debate que entretuvo la atención del parlamento durante varios días70, en un ambiente de gran tirantez.

El artículo denunciado fue calificado como funesto al Estado y a la religión (García Quintana), de ideas contrarias a la doctrina sobre la muerte enseñada por Santo Tomás (Leiva) y por San Pablo (Joaquín Martínez); se negaba en él, según dijo Cañedo, la inmortalidad del alma y la vida eterna..., se le acusó, en definitiva, de ser un manifiesto materialista y pelagianista (Villanueva), insistiendo el diputado Lera en que «da a entender que la muerte es un fenómeno de la naturaleza, cuando la religión nos enseña que es pena del pecado». Sólo dos parlamentarios defendieron el periódico: Mexía y Gordillo. Este último, en la sesión del 31 de enero, mantuvo que el autor del artículo había incurrido en errores dogmáticos, aunque reconocía que la redacción era oscura y se prestaba a torcidas interpretaciones. Mexía, cuyos vínculos con el periódico son innegables, lo defendió desde el primer momento. Rechazó toda acusación de pelagianismo (notar la divergencia de opiniones en este caso entre Mexía y Villanueva, hombres que defenderán más adelante posturas idénticas casi siempre) y afirmó rotundamente:

«Sea quien sea el autor de este papel, todas las proposiciones son mías: las defenderé contra todos los teólogos de España, y estoy pronto a hacerlo ver en un Concilio...».



Y más adelante:

«Yo conozco al autor de este papel, y sé que tiene más de religión en su corazón que muchos aparentan en su celo».



Al tiempo que se debate acerca de la ortodoxia del escrito se plantea a quién corresponde juzgarlo. Los liberales propugnan en todo momento el cumplimiento estricto del decreto de libertad de imprenta, por lo que compete a la Junta de Censura tomar cualquier decisión al respecto. Así opinaron Argüelles, Mexía, Gallego, Olivares y Muñoz Torrero. Evidentemente, era éste el cauce legal, mas los diputados conservadores se empeñaron en trasgredir la propia legalidad, insistiendo en que fueran las Cortes quienes entendieran en el asunto, llegando tres diputados (Lera, Garoz y Morrós) mucho más lejos, al proponer que el papel objeto de denuncia fuera quemado por mano del verdugo sin más trámites. A esta sugerencia se sumó, en cierto modo, el entonces presidente del Congreso, el americano Antonio Joaquín Pérez, proponiendo que pasara a la Inquisición, organismo no suprimido expresamente por la libertad de imprenta y con necesidad de que fuera reavivado para que evitara, mediante el usual sistema de los edictos, la publicación de escritos como el presente.

Finalmente se decidió «que se suspendiese el papel intitulado La Triple Alianza, hasta que fuese examinado por una junta», sin especificar qué tipo de junta, y «que sin perjuicio de las penas civiles, se remitiese al tribunal de la Inquisición el papel titulado La Triple Alianza».

No es de extrañar esta victoria de las posturas reaccionarias, pues en los primeros meses de sesiones el grupo de diputados liberales aún no había adquirido conciencia de su situación y no constituía el bloque organizado y coordinado que más tarde obtendrá muchas victorias dialécticas. Por lo demás, las continuas protestas recibidas en las Cortes durante estos meses contra los abusos de la libertad de imprenta debieron pesar en el voto de los diputados. Sin embargo, el tema no quedó zanjado. Al día siguiente de tomar el acuerdo apuntado, Argüelles protestó por el compromiso de remitir el papel al Santo Oficio, siendo apoyado por varios diputados. Además, los editores del periódico prometieron rectificar lo escrito en el número 2 exponiendo la doctrina cristiana sobre la muerte. Ambos hechos obligaron a prestar más atención al asunto, pero ahora los oradores centrarán sus intervenciones en el Tribunal inquisitorial. Varios diputados, y especialmente Villanueva, negaron que la Inquisición pudiera intervenir por una razón previa: la Suprema no estaba constituida y en consecuencia ningún tribunal provincial tenía autoridad para actuar. Riesco (inquisidor de Llerena) defendió acaloradamente que el Tribunal de Sevilla sí estaba constituido y mantenía su autoridad, tesis que fue apoyada por Creus, Aner, Borrull y Ostolaza. Se planteó así el primer debate en serio sobre la Inquisición en las Cortes. Aunque nada se decidió sobre la legalidad o ilegalidad del tribunal de Sevilla (cuyos componentes permanecían entonces en Ceuta, tras haber sido ocupada por los franceses la ciudad sevillana), se mantuvo al final de la sesión el acuerdo de pasar el papel al Santo Oficio. El 1 de febrero resurgió este tema, pero nada nuevo aportó, quedando desde entonces cerrado el asunto, pendientes las Cortes, en teoría, del juicio inquisitorial.

El acuerdo de remitir el periódico a la Inquisición sirvió como intento de revitalizar el santo tribunal, que entonces estaba en precaria situación, tanto por la renuncia a su cargo del inquisidor general Arce, el 23 de marzo de 1808, como porque los inquisidores no se habían distinguido por su actitud patriótica ante la invasión francesa. Ahora, los escasos funcionarios que permanecían refugiados en Andalucía intentaron constituir la Suprema nombrando nuevos miembros en sustitución de los que se habían pasado al bando josefino. Para forzar a las Cortes a adoptar un acuerdo inmediato sobre este asunto la Inquisición de Sevilla, que había recibido de ellas el número denunciado de La Triple Alianza, se dirigió a la Regencia insinuando que no podía proceder por sí a la censura del papel «porque éste era uno de los puntos en que se necesitaba la intervención del Consejo de la Suprema», por cuyo inmediato restablecimiento abogaban71. Por más que los diputados conservadores trataron de lograr el restablecimiento, éste no se produjo. De ahí que el número 2 de La Triple Alianza no llegara nunca mientras duró esta legislatura a ser censurado por la Inquisición de forma oficial.

Con todo, la actividad del periódico duró poco más. El 5 de febrero salía un suplemento explicando los términos dudosos del artículo denunciado, exponiendo con toda claridad el pensamiento católico sobre la muerte. A pesar de esto, el periódico sólo llegó a pocos números más. No es probable que ello fuera debido a una suspensión gubernativa ni, menos aún, que ésta procediera del Santo Oficio. El padre Vélez, años después, escribió que «la Inquisición o no recibió el escrito o no lo censuró: o si lo hizo el público no lo supo»72. Está demostrado que sí recibió el papel, pero la censura no fue posible por motivos legales.

Es interesante tener presente que durante el debate parlamentario el público hizo notar su toma de postura al respecto, manifestándose partidario de la absolución de La Triple Alianza y especialmente contrario a que lo censurara la Inquisición. En el Diario de Sesiones consta el revuelo organizado en el palco del pueblo cuando Lera pidió que el papel fuera quemado por el verdugo, al acusarlo García Quintana de herético y cuando afirmó el Barón de Antelles que las provincias no habían acogido con agrado el decreto de libertad de imprenta (de todas formas, otro sector del público también protestó cuando Gordillo defendió la ortodoxia del papel). La prensa liberal, por su parte, se mostró partidaria de que el asunto no fuera tratado en las Cortes, sino por los tribunales establecidos por la ley de imprenta73. Finalmente, no faltó la réplica mediante folletos y otros escritos que, de paso, aprovecharon para denunciar la caótica situación en que iba sumiendo al país la libertad de imprenta, según ellos.

El 3 de febrero de 1811 se publicó un folleto anónimo titulado Grito de la Razón Ilustrada contra la vana filosofía, que puede ser considerado como la primera refutación de las ideas del artículo del número 2 de La Triple Alianza, pues contesta a varios de los argumentos allí expuestos reproduciendo literalmente diversos párrafos, aunque nunca cita su procedencia. El anónimo publicista basaba su acusación en que, al igual que los filósofos, La Triple Alianza resaltaba lo inmanente y deseaba reformar la Iglesia. El 10 de febrero, un Apéndice a la Gazeta de Cádiz ataca, ahora acaloradamente, al periódico. A principios de marzo probablemente, el diputado y cura de Algeciras, Vicente Terrero, famoso por sus extravagancias, publicó un papel de título inequívoco: Refutación del periódico «La Triple Alianza» en su número 2. Basándose en citas del Nuevo Testamento niega el sentido naturalista de la muerte y subraya el carácter de camino hacia la otra vida. Emplea el cura un lenguaje muy claro contra el periódico y termina exhortando a que se arroje al fuego «sin morosidad». Otro escrito, Tapabocas de los periodistas, aprovechó la ocasión para atacar a toda la prensa liberal y para defender al clero. Finalmente, aunque una búsqueda paciente daría muchos más títulos, en otra réplica, El azote contra los filosofastros de la moda..., se atribuye a la difusión de las ideas ilustradas el origen de todos los males que acaecen a la religión.

También el padre Alvarado se ocupó varias veces de La Triple Alianza. En una carta escrita desde su exilio portugués, fechada el 14 de febrero de 1811, arremete contra ese periódico y contra otro de su misma tendencia política, La Tertulia, quejándose de los excesos a que había conducido la libertad de imprenta. Respecto a nuestro tema no anduvo este fraile con acusaciones baladíes. Según él era «el primer principio del ateísmo» lo que reflejaba el artículo denunciado, por lo que, lógicamente, quedaba justificada toda medida drástica contra él. En sus más conocidas Cartas Críticas insiste en esta línea, elevando una acusación de manifiesta herejía al contenido de varios periódicos liberales:

«... verán a la Triple Alianza arrancando de una dentellada los dos últimos artículos (del Credo), carnis resurrectionem, vitam eternam: al Conciso, a su mujer la Tertulia, y a varios otros de la familia, comerse la mitad del primero...»74.



A pesar de que Alvarado conoció, según parece, el texto del número 2 de La Triple Alianza en Portugal, no es probable que este papel se hubiera difundido fuera de Cádiz, aunque sí circularon por la Península amplias referencias de su contenido, especialmente gracias a la discusión recogida en el Diario de las Cortes. Ello bastó a los enemigos de la libertad de imprenta para utilizarlo como importante argumento en contra de las reformas emanadas del parlamento y para lanzar frecuentes acusaciones de herejía. Los obispos refugiados en Mallorca lo utilizaron en su conocida Instrucción Pastoral. Califican allí al escrito de materialista y de ser «una de las producciones más irreligiosas que puede ofrecer la incredulidad de nuestros días, igualmente opuesta a los primeros principios de nuestra creencia que a los que forman las buenas costumbres y sostienen los Estados».

Este decidido empeño por resaltar las tintas de la herejía y por mezclar la religión con la política (embargados del temor de que con el cambio de las ideas se alterara el orden social) es una constante en la actitud reaccionaria ante la libertad de imprenta. De ahí que siempre se aproveche la ocasión para denunciar la medida de las Cortes. Se lanzan frecuentes ataques a varias publicaciones tachándolas de atentatorias a la religión, pero el propósito básico, el motor de tales acusaciones, es buscar el desprestigio de la libertad de imprenta y, en última instancia, criticar la política de las Cortes y dificultar su labor reformista.

Los diputados liberales fueron conscientes de esta maniobra. En la sesión del 11 de junio de 1811 Argüelles (apoyado por Muñoz Torrero) dijo: «El dejar impunes los abusos de la libertad de imprenta pudiera provenir de manejo de los enemigos de dicha libertad, que quizá trataban de desacreditarla por estos medios indirectos, no atreviéndose a hacerlo por los directos». Ocurría, por consiguiente, que unos y otros se acusaban de maniobrar, según los liberales contra la libertad, según los conservadores contra la religión, valiéndose de la prensa libre. En todo caso, la situación resultante además de confusa fue tensa.

A juzgar por lo que consta en el Diario de Sesiones los diputados (incluyendo, por supuesto, a los liberales) están sumamente preocupados por mantener la ortodoxia católica y no sabemos de ninguno que propiciara escritos contrarios a la fe. Por lo demás, en esta época fueron muy escasas las publicaciones claramente contrarias al dogma católico en España y si las hubo no tuvieron circulación. Sin embargo, los conservadores y toda la prensa servil en el ámbito extraparlamentario, así como algunos obispos, resaltaron profusamente el ambiente herético que proliferaba en nuestro suelo al amparo de la libertad decretada por las Cortes. La razón de ello, ya se ha dicho, era evitar que los españoles cambiaran su manera de entender la religión y que las Cortes reformaran ciertos aspectos materiales de la Iglesia y del clero.




b) El Diccionario crítico-burlesco: la sátira anticlerical y el ataque a los liberales

El número 2 de La Triple Alianza fue, entre los escritos examinados y debatidos por las Cortes, uno de los que más relación pudo tener con la aparición de ideas contrarias al catolicismo. En las Cortes no sólo se juzgó su ortodoxia, sino que a su amparo se solicitó el restablecimiento en sus funciones plenas de la Inquisición. Otro asunto, no menos sonoro, el suscitado en torno al Diccionario crítico-burlesco del bibliotecario de las Cortes, Bartolomé José Gallardo, presenta un claro paralelismo. Aunque aquí no hemos de adentrarnos en un detallado estudio de esta publicación y de sus resonancias, sí nos detendremos en exponer cuál fue la actitud de los diputados75.

El Congreso recibió «con sumo desagrado» la noticia de la publicación del Diccionario, por lo que inmediatamente se acordó proceder de acuerdo con lo establecido en el decreto de libertad de imprenta, es decir, pasar el escrito a la Junta de Censura76. El 20 de abril de 1812 instaron a la Regencia a que comprobara debidamente el contenido de la obra, por los posibles insultos que en ella se profirieran contra la religión, y aplicaran las leyes con todo rigor77. Este acuerdo demuestra que las Cortes no estaban dispuestas a dejar circular impunemente escritos comprometedores para la piedad. Mas, al igual que ocurrió con La Triple Alianza, también ahora un grupo de diputados se servirá del suceso para darle dimensiones de escándalo y para exigir el restablecimiento de la Inquisición. Villanueva cuenta que el día 21 el diputado Rodríguez de la Bárcena buscó a Muñoz Torrero para que presentara al Congreso el dictamen que en octubre del año anterior dio sobre el restablecimiento del Consejo de la Suprema una comisión compuesta por Muñoz Torrero, el obispo Nadal de Mallorca, Pérez, Gutiérrez de la Huerta y Valiente. Aunque Muñoz Torrero se opuso, por considerarlo contrario a la Constitución ya aprobada, el dictamen se presentó en sesión pública el día 22, iniciándose así el debate sobre el restablecimiento del Santo Oficio.

Por otra parte, las Cortes no trataron del Diccionario en los meses siguientes, puesto que de ello se encargó la Junta de censura de Cádiz. Su dictamen, corroborado por dos veces, decía así: «... el carácter de este Diccionario es impío y contrario al espíritu de la Religión en sus jerarquías, prácticas, exercicios y costumbres; porque en él se vulnera y se lastima desde la cabeza visible de la Iglesia hasta el último Ministro suyo». Gallardo, para evitar que el asunto adquiriera mayores dimensiones, perjudiciales sin duda para él, se conformó con esta censura y, por tanto, la causa quedó zanjada78.

Los enemigos de las reformas no podían pasar tan buena coyuntura como ésta para criticar la libertad de imprenta y desprestigiar a los liberales, así como para poner en un aprieto a las Cortes. El 21 de julio propuso Ostolaza que juzgara al Diccionario la Junta Suprema de censura. Las Cortes no lo aceptaron ya que, como demostraron varios diputados del sector liberal, habíase cumplido con la ley después de la censura de la Junta de Cádiz.

En noviembre del mismo año, otro destacado portavoz de los serviles, Simón López, reintrodujo el tema, solicitando ahora que se procediera sin dilación al castigo de Gallardo, empezando por separarlo de su cargo como Bibliotecario de Cortes79.

En este asunto contaba el bando servil con el apoyo de varios obispos, quienes habían condenado al Diccionario en sus diócesis. De estas condenas conviene resaltar la que hicieron los ocho obispos refugiados en Mallorca en una Pastoral del 1 de julio de 1812:

«En juicio nuestro teológico, moral, eclesiástico y canónico es el dicho Diccionario crítico-burlesco un libelo atestado de heregías [...]; es un texido de impiedades, de ironías y de sátiras injuriosas a la fe católica, a la disciplina eclesiástica, y a las costumbres cristianas [...]. Lo prohibimos severamente y anatematizamos cada cual de Nos».



Y termina diciendo:

«Entended todos que están en su fuerza y vigor los edictos del Tribunal de la Santa Inquisición acerca de los papeles y libros prohibidos por él, o censuras de excomunión fulminadas contra sus lectores y demás acordado en sus decretos; y que estáis obligados respectivamente a denunciar y entregar a Nos o a nuestros Vicarios generales o Gobernantes, o delegados, cualquier papel y libro que prohibimos»80.



Por el lenguaje parece que se haya retrocedido muchos decenios, como si no hubieran existido las Cortes y, más aún, como si la libertad de imprenta no hubiera ni siquiera sido tratada. Queda bien claro que los obispos firmantes de esta pastoral, así como el de Segovia y el Vicario Capitular de Cádiz, ambos autores de sendas condenas en la misma línea, y los diputados serviles tienen la misma intención: obstaculizar en lo posible la labor de las Cortes y actuar, fuera de ellas, como si nada se hubiera alterado desde 1808. Los diputados liberales comprendieron perfectamente estas actitudes y no sólo no condenaron el Diccionario en el parlamento (trámite innecesario, según ellos, ya que había sido censurado por los organismos pertinentes), sino que rehusaron la pretensión de Simón López de destituir a Gallardo como Bibliotecario, denunciando el fin que los promotores de este escándalo perseguían. Golfín, en la sesión del 20 de noviembre, afirmó que Gallardo estaba siendo objeto de persecución injusta en nombre de un equivocado celo religioso. No se persigue a Gallardo ni se defiende a la religión, dijo, sino a las propias Cortes; se está trabajando en favor del «antiguo sistema de la arbitrariedad, del despotismo, de la tiranía». Idéntico parecer expresaron Argüelles y Muñoz Torrero y, atacando a la facción contraria, Gallego advirtió que no eran fatuos como para creer los liberales que el mejor cristiano es aquel que nombra a la religión y que más a menudo infama a los demás con el calificativo de herejes e impíos.

Los diputados liberales estaban tan preocupados como los conservadores por mantener la ortodoxia, mas hemos visto que no fueron las cuestiones doctrinales, es decir, la preocupación por velar por la esencia dogmática de la religión, el auténtico móvil de estas acciones de los serviles. Éstos saltan, se agitan especialmente cuando ven peligrar el orden establecido que es, en definitiva, el mantenimiento de una concepción clericalizada de la sociedad. Para ellos resulta incomprensible que los tribunales civiles, aunque entre sus miembros se cuenten eclesiásticos, como eran las juntas de censura, sean los competentes para la aprobación de las obras impresas. De ahí sus artificiosos rodeos cuando se discute en el parlamento algún tema relacionado con el ámbito eclesiástico, para provocar el descrédito de la ley de Cortes que establece el nuevo sistema de censura. Un análisis cuantitativo de las palabras pronunciadas en estos debates demostraría que abundan con mucho las dedicadas a discutir sobre la conveniencia o no de la ley de imprenta y sus disposiciones (incluyendo el constante recuerdo a la Inquisición) sobre las empleadas en defender desde la óptica doctrinal el dogma católico, lo que viene a demostrar que los diputados saben que no son cuestiones dogmáticas las que se ponen en duda, sino determinadas prácticas de la sociedad eclesial, principalmente mantenidas, y capitalizadas en su provecho, por el clero.

El padre Vélez, en su Apología del Altar y del Trono, libro que pretende ser un pozo de pruebas de la irreligiosidad de las Cortes, relaciona las principales publicaciones que, acogidas a la libertad de imprenta, atentaron según él contra la religión, consignando además sus faltas81. Respecto al Diccionario señala, amén de una serie de irreverencias de segunda importancia, su ridiculización de la penitencia, el viático y la doctrina de la gracia y su mofa de los milagros. Al Conciso le acusa de no haber tratado nunca de los dogmas católicos y de haber abundado, por el contrario, en críticas a frailes e inquisidores y en burlas de la superstición y del fanatismo. El Redactor General es reprobable porque recogió las sátiras y chistes publicados en otros periódicos contra inquisidores, obispos y frailes. El Diario Mercantil por publicar cartas contra los frailes. La Abeja Española por sus burlas contra la Inquisición, el Nuncio y los regulares («animales dañinos que chupan la sangre humana», fue una de sus definiciones de los religiosos) y por el retrato que dio de la Iglesia: «barca haciendo aguas por todas partes, varada en la playa, sin que de ello haga caso nadie». En otras partes de su obra incluye Vélez en esta relación prácticamente a todos los restantes periódicos liberales y a bastantes folletos, especialmente los que discuten sobre la autoridad del Papa. En general, reconoce Vélez, fueron más los ataques a la disciplina de la Iglesia que al dogma, aunque esas invectivas son claramente atentatorias contra la religión:

«En todos estos proyectos, exposiciones, exámenes entran la filosofía a hacer la guerra a las religiones en sus instituciones y leyes, y la crítica a poner en duda los derechos más conocidos, las adquisiciones más justas de la Iglesia, de sus ministros, y la política a alarmar el estado contra el santuario».



Se trata, en definitiva, de la postura reaccionaria opuesta a los principios ilustrados que constituyen el punto de partida de quienes abogaron, dentro y fuera de las Cortes, por la libertad de imprenta. La permanente acusación de «filósofos» a los partidarios de las reformas pone de manifiesto el ataque a la ilustración y el retroceso a las polémicas que en el siglo XVIII mantuvieron ilustrados y ultramontados. La postura de los críticos de la libertad de imprenta, por consiguiente, no es nada novedosa ni siquiera por los argumentos empleados82.

Determinados términos como «irreligión», «materialismo», «herejía», «ataque frontal a la religión», etc., son muy utilizados por los serviles en las Cortes y por su prensa fuera de ellas. Esta contundente y gratuita serie de acusaciones ha sido prolongada hasta nuestros días por la historiografía que ha aceptado sin crítica la casi siempre excelente exposición de Menéndez y Pelayo, que respecto al asunto Gallardo sentencia así: «aquélla fue la primera victoria del espíritu irreligioso en España, quedando absuelto Gallardo y descubierta bien a las claras la parcialidad del bando dominante en el Congreso y el blanco final al que tiraban sus intentos»83.

Hay que aceptar que el asunto Gallardo aunó al grupo liberal, y se convirtió, para él, en una cuestión de partido como también lo fue para el sector político contrario. Los liberales, defendiendo a Gallardo, además de proteger a uno de sus partidarios, afirmaban su razón de ser como grupo político. Los serviles, atacándolo, denunciaban al sector parlamentario y extraparlamentario contrario al Antiguo Régimen. La insistencia en los temas religiosos quizá habría que explicarla por el esencial significado que tenían a los ojos del pueblo. Cuando Fernando VII se instale en Madrid continuará literalmente la misma argumentación empleada en las Cortes por los serviles. El primer Inquisidor General nombrado por este Rey, el Obispo de Almería, Francisco Javier Mier y Campillo, condenó el Diccionario en un edicto del 25 de julio de 1815 en estos términos:

«... por contener proposiciones respectivamente falsas, impías, heréticas, temerarias, herróneas (sic), piarum aurium ofensivas e injuriosas al Estado eclesiástico, secular y regular, al Santo Oficio, etc.»84.



No puede ser más clara la forma de actuar del Rey que pretendió borrar todo avance revolucionario, como también es evidente su identificación ideológica con los diputados gaditanos conservadores.

Deducir que la irreligión y el deseo de acabar con la ortodoxia católica eran el móvil y el fin de los liberales parece hoy un juicio gratuito. Las decisiones que tomaron las Cortes sobre temas religiosos no fueron nunca antidogmáticas, aunque sí, en ocasiones, contrarias a los intereses de algunos sectores clericales.

Queda confirmado, tras un acercamiento a la época, que la ley de libertad de imprenta no fue una patente de corso para atacar la religión. Insistimos en que el dogma nunca fue alterado. A lo sumo podemos hallar escritos anticlericales e irrespetuosos hacia algunas prácticas de la religiosidad popular. Éste es el caso, sencillamente, del Diccionario de Gallardo, que abunda en ironías del estilo apuntado, pero nunca contraviene el dogma. Lo que ocurre es que el clero reaccionario no quiso deshacer la confusión establecida entre religión y orden clerical, y por ello se tildó de hereje e irreligioso a quien atacara determinadas situaciones del clero. Muchos escritos arremetieron crudamente contra las riquezas de la Iglesia o contra la ignorancia del clero, y esto desató las iras de quienes se sintieron aludidos. Quizá el motivo fundamental que existió contra el Diccionario crítico-burlesco se funde en esa reacción, aunque se tiñó de sesudos razonamientos teológicos y canónicos. Así, se dijo que Gallardo atacaba de frente a la Biblia porque en el artículo «Geología» se burlaba de la ignorancia científica y de la ausencia de sentido crítico entre quienes despreciaban las nuevas ciencias:

«La Biblia es un libro muy santo y muy bueno; pero no es una enciclopedia o repertorio universal de ciencia, artes y oficios, donde haya de acudir el gañán para saber de arache y cavache...».



Se le tildó de mofarse de la gracia divina y de compararla a la de una mujer, porque en el artículo «Molinistas» ridiculizó la famosa disputa surgida en el siglo XVII entre dominicos y jesuitas sobre la gracia, pero no fue sino una ironía sobre los métodos teológicos al uso en especial los patrocinados por los jesuitas, y de paso un alegato en favor del jansenismo:

«Primeramente, se llaman molinistas los secretarios del P. Luis Molina... el qual heregió diabólicamente en materia de gracia. Si se me pregunta ¿de quál gracia? respondo peladamente que no lo sí, o no me acuerdo, que para el caso es lo mismo. ¡Verdaderamente que hay tantos géneros de gracia! Hay gracia gratisdata, haila eficaz, la hay suficiente, medicinal, operante, concomitante, gracia versátil, gracia... Últimamente yo no sé en quál prevaricó Molina; pues aunque todas estas gracias las conozco de oídas, y aunque creo y venero como católico cristiano todas las que no huelan a chamusquina; yo, fuera sea la de Dios, no entiendo de otra gracia, que la encantadora de que ha dotado el cielo a cierta gentil personita, que yo me digo para mi pianpianino» (sic).



No cabe duda que el Diccionario fue muy atrevido, dada la mentalidad de la época. Se excedió, es cierto, en el insulto y, a veces, rayó la calumnia, como cuando duda de los procedimientos empleados por el clero para obtener riquezas85 o cuando trata de los jesuitas, calificándolos como «los principales corruptores de la doctrina cristiana»86. Es, igualmente, irreverente87 y, siempre, sumamente polémico. Pero en modo alguno cabe tachar al escrito de herejía o de hacer apología de la irreligión. Aunque algún estudio actual siga dudando de la ortodoxia del Diccionario88 es evidente que la utilización que de él se hizo en la época de las Cortes tuvo finalidad política.






ArribaAbajoActuaciones contra el extremismo político


a) La condena de El Robespierre español

Uno de los periódicos más curiosos entre los publicados durante las Cortes es, sin duda, El Robespierre español, amigo de las leyes. Salió su primer número en marzo de 1811 en la Isla de León, se imprimió en Cádiz a partir del número 11 (el 27 de septiembre) y dejó de salir en 1812, aunque de nuevo tendrá una corta vida en Madrid en 1814. El redactor del primer período, el que ahora interesa, fue Pedro Pascasio Fernández Sardino, un personaje singular, médico castrense, patriota exaltado y liberal fervoroso, aunque no se distinguió ni por su estilo literario ni por su capacidad intelectual. A Sardino auxilió con eficiencia su esposa, M. del Carmen Silva, portuguesa de nacimiento y asimismo proclive a las ideas políticas extremas89.

El Robespierre fue un periódico «sin la menor intención informativa», dedicado únicamente a difundir las ideas de su autor90. Estaba mal escrito y se distinguió, entre otras cosas, por las numerosas veces que recurrió al plagio. Gallardo, con su habitual sarcasmo, demostró en una popular «Carta del cachidiablo andaluz al Robespierre español» aparecida en el Redactor General, sus excesivas coincidencias con Las Empresas de Saavedra Fajardo. No obstante alcanzó fama, en parte por su llamativo título y también por la virulencia generalizada de sus páginas. En opinión de Ramón Solís representó la postura periodística más avanzada, revolucionaria y antirreligiosa del Cádiz de las Cortes. Desde sus comienzos abogó por la necesidad de poner el poder ejecutivo en manos de un hombre «duro, inflexible», aunque sea un artesano, capaz de dirigir al país sin titubeos. «Desengañémonos -se lee en el número primero-: sin rigor, sin severísima disciplina, sin continuo degüello, sin fusilamiento reiteradísimo, sin horcas a centenares, seremos víctimas del más execrable de los tiranos». Varias veces exige Fernández Sardino el surgimiento de este «Robespierre español», como él le llama, a quien invariablemente adorna de un carácter sanguinario.

Es lógico que Fernández Sardino mirara con muy escasas simpatías a la Regencia y no gustará de actitudes moderadas o prudentes. Él todo lo cifró en la acción exaltada y parece, por lo que se sabe de su vida en Madrid y Badajoz durante los primeros meses de la guerra, que hizo honor con su comportamiento a este principio. En Badajoz especialmente (él era extremeño) actuó con fervor, acompañado de su mujer, para defender a la ciudad de los franceses. Cuando al fin ésta cayó, tras un controvertido acuerdo de las autoridades para pactar la rendición, el periodista se trasladó a Cádiz lleno de rencor hacia los militares, a quienes culpó de la conquista de su ciudad por los franceses. Desde El Robespierre denunció, constantemente, la responsabilidad de los jefes del ejército, quejándose de las nulas medidas tomadas contra ellos. En el número 1 escribió: «¿No da furor ver que entre tantos consejos de guerra como han sufrido diferentes generales todavía no se ha visto uno subir al cadalso?». Fernández Sardino se propuso, él mismo, hacer lo posible para ver a algún general ante la horca y no perdió ocasión para denunciar a más de uno.

Desde el primer número El Robespierre acusó a los militares por la capitulación de Badajoz, de modo especial al general Imaz, responsable militar de la plaza, y en los números 6 y 7 arremetió con dureza contra el general Carrafa por su conducta en Lisboa al ser desarmadas las tropas españolas por Junot. Esto motivó dos denuncias contra el periódico: una firmada por el duque de Híjar y otros grandes de España residentes en Cádiz y la otra por el teniente general Juan Carrafa. El 9 de junio de 1811 el juez del crimen de Cádiz remitió a la Junta de censura provincial los siete primeros números del periódico, dando comienzo a un proceso muy comentado, enseguida, en las Cortes y también en la calle Ancha, el mentidero de la ciudad gaditana91.

La Junta de censura de Cádiz no halló delito alguno en los cinco primeros números (a pesar de su tono, como acabamos de comprobar), pero consideró «infamatorio» y subversivo de las leyes el 6; y subversivo igualmente y sedicioso el 7, es decir, los dos dedicados al general Carrafa. Antes de ser comunicada esta censura a Fernández Sardino éste se tomó la revancha por su cuenta y arremetió contra la Regencia, en concreto contra el Ministro de Gracia y Justicia, Larrumbide, a quien consideró responsable de dar curso a las denuncias contra el periódico. En el número 10 escribió: «Declaración política robespiérrica: Nadie más que yo aborrece el despotismo y a sus viles satélites. Yo solo basto para derrocarlos y reducir a la nada aquel monstruo infernal. Mi alma es más indomable que los planetas, más elevada que el firmamento... ¡Contemplad, españoles, cuán despreciable átomo se me figura un perverso Ministro! ¡Contemplad cómo será abrumado de mi indignación el malvado que ataque la divina ley de la libertad de la imprenta!»92.

Larrumbide tuvo noticias de la próxima publicación de este número y antes de que finalizara su impresión ordenó al gobernador militar de Cádiz el secuestro del periódico y el arresto del autor de este artículo. Así se procedió en la noche del 28 de junio, sábado, presentando como excusa los funcionarios gubernativos que no era lícito trabajar en días festivos. El impresor, Francisco Períu, inmediatamente juzgó este acto contrario a la ley de libertad de imprenta, pues se suspendía una publicación antes de mediar -según él- las correspondientes censuras de las juntas provincial y suprema, y protestó ante las Cortes. Éstas recibieron la queja el 5 de julio y la examinaron en la sesión secreta de esa noche, mas como algunos diputados desearan dar la máxima publicidad al asunto (para dejar sentado que al periódico no le apoyaba nadie del Congreso, como se había presumido en algunos medios de la ciudad), se pasó su tratamiento a la sesión pública del día siguiente. A partir de ese momento, hasta el 15 de febrero de 1812 en que Fernández Sardino es puesto en libertad, sucederán varios debates por este motivo en el Congreso, será privado de libertad el autor del periódico, su mujer y hermano representarán varias veces solicitando clemencia y en toda España se extiende la noticia del suceso.

El primer elemento de sorpresa en todo este revuelo procede de las dimensiones que adquirió. No se explica fácilmente que la denuncia de un periódico hecha por particulares (aunque éstos fueran grandes de España y militares con mando) diera lugar a un asunto de esta importancia. Algo más hubo en todo ello. En efecto, en el fondo latían dos cuestiones gravísimas: una la constituye el propio asunto denunciado por el periódico, la responsabilidad de los militares en el desastroso curso de la guerra, y la otra deriva de la ley de imprenta en sí, esto es, El Robespierre planteó a la ley un problema no conocido: qué debía hacerse cuando una publicación no sólo incurría en delito sino además se burlaba de la censura recibida y de la autoridad que la había propiciado.

La caída de Badajoz desató amplias controversias en la España patriota porque muchos, en especial civiles participantes en la defensa de aquella plaza, estimaron precipitada la decisión del general Imaz de rendirse, al tiempo que se propagaron opiniones negativas acerca de la capacidad de este militar y de otros. En esta labor no estuvo solo Fernández Sardino, pues la controversia se extendió por medio de varias publicaciones. Entre éstas resalta una firmada por los diputados extremeños donde se defendía el comportamiento de los civiles frente a los militares93. Todo esto revistió a las consideraciones de las Cortes sobre El Robespierre de una problemática que traspasó los límites de la denuncia contra un periódico.

Contribuye otro tanto a dar realce al asunto la circunstancia de ser ésta la primera vez que en el Congreso se debatía una publicación que se burlaba de la censura recibida e incluso se permitía atacar sin recato a una alta autoridad del Gobierno. Esta osadía incomodó a todos los diputados, a los extremeños que comulgaban con Sardino en sus acusaciones contra los militares también, y resultó fatal para el periodista.

La tónica general de las sesiones parlamentarias dedicadas a este negocio fue el rechazo de El Robespierre. Ningún diputado lo apoyó, de modo que en punto a su condena ni surgieron divergencias ni se plantearon mayores problemas. Éstos fueron suscitados desde otra faceta, la referida a la manera de aplicar la ley de imprenta, aspecto de gran interés porque ilustra la actitud de los diputados ante el control de la libertad de expresión. El Congreso, como en todos los debates de cierta relevancia, se dividió en los dos bloques consabidos. Los diputados liberales defendieron la necesidad de aplicar tajantemente el decreto de libertad de imprenta, considerándolo capaz por sí mismo de evitar todo desvarío en las publicaciones; los del bando contrario apuntaron la necesidad de modificar ese decreto, cuyas disposiciones consideraban insuficientes para resolver problemas como el presente. Oliveros, Argüelles y Zorraquín, por el contrario, vieron en lo ocurrido un caso de aplicación incorrecta de la ley. La Junta de censura de Cádiz había ordenado el secuestro del número 10 del periódico sin preceder las correspondientes censuras, incurriendo en extralimitación de funciones, pues sólo a la autoridad judicial corresponde la incautación de las publicaciones. Por su parte, la Regencia, al permitir estos hechos, se complicaba con ellos y demostraba escaso celo en el mantenimiento estricto de la ley. Aunque los términos de ésta son claros, insistían los diputados, al menos tanto como los de cualquier otra ley de nuestro código criminal, falta la voluntad de aplicarla a cada caso.

El anciano Lázaro de Dou, prestigioso hombre de letras, vio las cosas desde otra óptica. Fallaba la propia ley de imprenta, que no contemplaba casos como el presente, en que un escrito se burla de la Junta de censura. ¿Podía la Junta en este caso, preguntó, censurar este escrito actuando como juez y parte? Otros de los adversarios de las innovaciones y famoso jurista valenciano, Borrull, apuntó más lejos: el reglamento de libertad de imprenta hace inviable de hecho la actuación de la justicia, pues al exigir cuatro censuras en cada proceso alarga su resolución unos cuatro meses. Se impone, por consiguiente, una evidencia: reformar la ley de imprenta para conferirle auténtica operatividad.

Se comprueba cómo enseguida se abandonó en el debate el hecho concreto que lo había motivado para trascender a consideraciones acerca de la validez de una ley ya aprobada por el Congreso. Ésta fue una táctica inteligente empleada muchas veces por el sector absolutista para obstaculizar la labor de las Cortes. En este caso Zorraquín la captó y denunció: los asuntos no se llevan directamente a los tribunales de justicia, sino a las Cortes; con ello se enmarañan las causas, porque hay muchos interesados en que no actúe la justicia e impiden, de esta manera, el desarrollo previsto en la ley de imprenta. A pesar de todo, los absolutistas insistieron en la necesidad de reformar la ley y al final se aprobó la formación de una comisión dedicada a estudiar el decreto del 10 de noviembre por si fuera incompleto (esta comisión elaboró las adiciones al decreto aprobadas en junio de 1813) y, también, se decidió que el asunto de El Robespierre siguiera los cauces reglamentarios. En cierto modo, por tanto, quedaron satisfechos ambos bandos del Congreso.

El Robespierre fue condenado y su autor sufrió arresto gubernativo en un hospital, pues su estado de salud era precario cuando sucedieron estos hechos, pero la Junta de censura de Cádiz quedó malparada. Se demostró su escasa utilidad, pues en definitiva habían sido las Cortes quienes resolvieron el asunto, y también su escasa disposición a juzgar con arreglo a las leyes los escritos dirigidos contra ella. Asimismo se mostró cómo en las Cortes se oponían serias objeciones a la ley de imprenta y que la Regencia, a pesar de todo, no estaba dispuesta a guardar los trámites contemplados por la ley. El asunto de este periódico curioso, de nombre francés y tono patriota exaltado, vino a denunciar la fragilidad de la labor de las Cortes y aunque sirvió de advertencia su condena para otras publicaciones liberales extremistas, también dio alas a quienes deseaban suprimir la regulación de la libertad de prensa.

La lentitud de la causa hizo comprender a los últimos que era factible contar con algún tiempo para divulgar las ideas que fuere. Lardizábal y Colón lo vinieron a demostrar. En el espectro político opuesto también se animaron en idéntico sentido. En el verano de 1811, cuando aún estaba pendiente de resolución definitiva el caso de El Robespierre, otro periódico gaditano atacó sin tapujos a las juntas de censura. Se trata de El Duende Político, redactado por Miguel Cabral de Noroña, un presbítero de ideas políticas muy exaltadas. Había sido denunciado el número 11 de este periódico y Cabral de Noroña, un presbítero de ideas políticas muy exaltadas se atrevió a anunciar en el siguiente su reimpresión y próxima venta. Y aún llegó a más, pues más tarde publicaba esta tajante crítica a los miembros de las juntas de censura: «¿Qué saben ellos de crítica, de filosofía, de historia...? ¿Y juzgarán de lo que no entienden?»94.

Como sucedió con El Robespierre, también se llevó el caso de El Duende Político a las Cortes, que de nuevo remitieron el asunto a las autoridades judiciales, pero cuando se dio la orden de arresto contra Cabral de Noroña no se esperó el encausado y se exilió a Filadelfia donde, refiere Gómez Imaz, se distinguió por su notable actividad en favor de la Constitución española. Parece, pues, que lo sucedido a Fernández Sardino sirvió de ejemplo y no sólo en Cádiz, pues en otros lugares también se recordó este caso en momentos de atrevimiento periodístico. En Alicante por estas fechas salió un periódico, Décadas Filológicas de Alicante, dedicado a la información general, en cuyo primer número atacó violentamente al Gobierno y a los sectores ociosos de la sociedad, que él entendió compuestos por muchos -citaba militares, funcionarios, etc.- que cobran un sueldo sin merecérselo. En el número siguiente el editor, a quien desconozco, consigna haber recibido advertencias por parte de sus amigos para guardar mayor cautela, «no ocurriera lo mismo que al Robespierre español». No hizo caso y el periódico duró muy poco más95.




b) Los procesos contra Lardizábal y Colón

En las causas presentadas a las Cortes contra las publicaciones de carácter liberal siempre insistieron los diputados de esta ideología en la necesidad de seguir los trámites contemplados por la ley de imprenta, dando a entender que no correspondía a las Cortes decidir sobre tales asuntos. Sin embargo, las denuncias contra sendos escritos de dos personajes señalados por sus ideas inmovilistas, Miguel de Lardizábal y José Joaquín Colón, fueron acogidas de forma distinta por esos diputados.

El 14 de octubre de 1811 Argüelles propuso que las Cortes examinaran un Manifiesto publicado en Alicante por Lardizábal, miembro de la primera Regencia96, «por estar en él comprometida la tranquilidad pública». Apoyaron esta petición Toreno y otros, logrando se dedicara la sesión de ese día al tema, aunque hubo que suspender el debate sobre el proyecto constitucional que ocupaba entonces al Congreso97. Argüelles justificó su propuesta alegando que el Manifiesto constaba de dos partes: una expresaba las opiniones particulares del autor, a lo que como ciudadano tenía derecho; la otra afirmaba una serie de hechos radicalmente contrarios a las Cortes y a la Nación, y formaba parte de una trama urdida contra las Cortes desde el primer día de su instalación. Esto último traspasaba los límites de la normalidad política y requería medidas extraordinarias.

Un grupo de liberales, integrado por los más jóvenes de los diputados, estaba convencido de la existencia de una grave conspiración contra las Cortes. Responsabilizaron de ello al Obispo de Orense y, en general, a los miembros de la I Regencia, y suponían que contaban con el apoyo efectivo de otras personalidades del Antiguo Régimen afectadas por el nuevo rumbo político inaugurado por las Cortes. El Manifiesto de Lardizábal constituía una patente muestra de la vitalidad conspiradora del grupo, por eso el Conde de Toreno advirtió que «tratar de llevar este negocio por los trámites regulares en tiempos de revolución, es no ser hombres de Estado», pues, abundó, «cuando una disolución completa amenaza al Estado, es menester suspender a veces esas leyes, traspasarlas y aun quizá hollarlas y destruirlas». A este llamamiento revolucionario se sumaron, con similares parlamentos, Argüelles y Gallego. Sorprende este tono en tales hombres, a pesar de todo, pues a lo largo de la legislatura no fueron frecuentes en ellos actitudes tan exaltadas verbalmente. En esta ocasión, sin embargo, debió ser tan acusado su temor al embate de las fuerzas del Antiguo Régimen que García Herreros aún se expresó de forma más tajante: «Mi voto es que reconozca ese autor el papel, y si se ratifica en que es suyo, póngasele luego en capilla y al cadalso».

Insisto que no es fácil hallar palabras como éstas en el Diario de Sesiones en boca de los liberales. Si ahora se pronuncian con tanta dureza es porque el folleto de Lardizábal, por su contenido y por su significado, las provocaron. Era el Manifiesto un alegato completo contra el nuevo orden político, una negación de la legitimidad de las Cortes y un rechazo constante del principio de la soberanía nacional. Y no se anduvo con miramientos su autor en el insulto a los diputados y al propio Congreso, al que califica como «un cuerpo tan excesivamente numeroso y cuya grandísima parte es de jóvenes y de hombres que ayer eran unos meros pretendientes sin experiencia alguna de mando, práctica de negocios, ni conocimientos del mundo» que resultaba iluso esperar de él algo sensato98. Este escrito, junto a los del Obispo de Orense y al de Colón, son considerados por J. Herrero como los documentos políticos más importantes por los que la ideología antirreformista pretendió destruir tanto los principios renovadores como a los hombres que los sustentaban99. Los diputados liberales se percataron de ello e intentaron contrarrestarlos con energía.

Por el lado contrario se intentó restar importancia al caso y se produjo una más de las situaciones curiosas a que nos tienen acostumbrados las Cortes de Cádiz. Ahora los diputados absolutistas insisten en el cumplimiento a rajatabla de la ley de imprenta, proponiendo el pase del Manifiesto a la Junta de censura. Los liberales no apoyaron esta iniciativa (sólo Mexía se pronunció en su favor), pues no sólo pretendían la condena del escrito y de su autor, sino también iniciar un proceso de depuración política a todos los altos cargos nombrados por la I Regencia. No prosperó este intento, de consecuencias revolucionarias indudables, pero sí se logró aprobar una orden de arresto contra Lardizábal -por entonces residía en Alicante- y la recogida de todos los ejemplares de su escrito.

De nuevo prescindieron las Cortes del reglamento de libertad de imprenta. Pasaron por alto las censuras de las Juntas al efecto y los trámites judiciales ordinarios, nombrando un tribunal especial para juzgar el caso al que concedieron amplias facultades para proceder de forma breve y sumaria. Acto seguido acometieron otro asunto de idéntica naturaleza, a iniciativa también de otro diputado liberal. García Herreros comunicó que se estaba imprimiendo en Cádiz un escrito del ex decano del Consejo de Castilla, José J. Colón, hombre conocido por sus ideas hostiles a las reformas. Ante la presunción de que contuviera ideas similares a las de Lardizábal las Cortes decidieron recoger de la imprenta dos ejemplares o el original, si aún no estuviere impreso. El Secretario de Gracia y Justicia obedeció la orden y envió los dos ejemplares al Congreso, dejando custodiados los otros 500 ya editados.

El nuevo atropello de la ley de imprenta fue inmediatamente denunciado por Gregorio Vicente Gil, oficial de la Secretaría del Consejo de Castilla. De nuevo se suscitó un debate parlamentario el 16 de octubre, de características similares al dedicado al Manifiesto de Lardizábal, aunque ahora los diputados hostiles a tomar medidas extraordinarias, es decir, los absolutistas, sí consiguieron que el escrito pasase a la Junta de censura de Cádiz.

Lo sucedido con la censura de España vindicada confirma el acierto de quienes se negaban a remitir este escrito a la Junta, pues lo único que se logró fue alargar el asunto y permitir, mientras tanto, la difusión del impreso y la libertad de su autor. La Junta provincial lo censuró negativamente por primera vez el 25 de noviembre de 1811; el 15 de febrero siguiente, tras escuchar a Colón y dar una segunda censura, también desfavorable para él, se envió el expediente a la Suprema, pero ésta lo devolvió a la provincial dos meses después (el 22 de abril) alegando defectos de formas en sus censuras. Es decir, transcurrido medio año de la denuncia aún no se había producido sentencia alguna, lo que prueba la sospechosa actitud de la Junta Suprema de censura y la habilidad de Colón y su grupo de apoyo, dentro y fuera de las Cortes, para confirmar la inefectividad de la ley de imprenta. El 30 de diciembre de 1812 todavía no se ha decidido nada, pues en la sesión de ese día comunica el Ministro de Gracia y Justicia que ha ordenado el pase de la causa contra Colón al juez de primera instancia de Cádiz. Mientras tanto, la Junta Suprema de censura había desautorizado a la provincial de Cádiz, mediando un enfrentamiento entre ambas expuesto con detalle por Dérozier, y las Cortes, a su vez, habían considerado que la Suprema abusó de sus facultades legales al rechazar la sentencia de la provincial.

Aun sin entrar en todos los detalles curiosos de esta maraña, narrados minuciosamente en el Diario de Sesiones, basta lo consignado para mostrar la escasa voluntad en aplicar la ley de imprenta, como dijera Argüelles. Es más, todo indica que resultó más difícil condenar los escritos contrarios a las Cortes y al nuevo orden político que aquéllos dedicados a la crítica feroz de las instituciones del Antiguo Régimen. Hemos visto cómo recayó sentencia contra El Robespierre y El Duende Político, efectiva aunque algo tardía. El Manifiesto de Lardizábal, sin embargo, fue repetidas veces condenado e incluso el tribunal especial que lo juzgó declaró, el 14 de agosto de 1812, que debía ser quemado en la plaza pública y su autor expulsado de los territorios españoles. A pesar de esto, continuaron los recursos y ¡el 29 de mayo de 1812! el Tribunal Supremo de Justicia revocó la sentencia anterior y absolvió a Lardizábal. La causa contra Colón también se perdió en los vericuetos de los recursos. Mas no fueron éstos los únicos casos. Sobre todo a finales de 1813 casi todos los escritos contrarios a las Cortes y de modo especial la prensa reaccionaria, con el Procurador General de la Nación y del Rey a la cabeza, camparon por sus respetos. Incluso un diputado, el canónigo gallego Manuel Ros, escribió un feroz ataque a las Cortes, conocido como la «Carta Misiva», y aunque fue privado de su condición de parlamentario por seis meses, los recursos de sus correligionarios surtieron efecto al final y se reintegró al Congreso con aires triunfales100.






ArribaAbajoEfectividad de la propaganda reaccionaria: La Instrucción Pastoral de los obispos refugiados en Mallorca

A principios de 1813 apareció en Palma de Mallorca una extensa Instrucción pastoral firmada por seis obispos que originó una auténtica convulsión en la España patriota101. Eran sus autores Jéronimo M. de Torres, Obispo de Lérida; Antonio José Salinas, de Tortosa; Pablo de Azara, de Barcelona; Francisco de la Dueña y Cisneros, de Urgell; Blas Álvarez Palma, de Teruel y Fr. Veremundo Arias Texeiro, de Pamplona. Todos ellos se habían refugiado en Mallorca al ser invadidas sus diócesis por los franceses (extremo, por cierto, hecho notar por los escritores liberales contemporáneos para denunciar su cobardía y abandono de sus diócesis) y contribuyeron no poco a crear en la isla un ambiente sumamente hostil a las Cortes. Todos fueron recompensados a partir de 1814 con sedes episcopales importantes, entre ellas los arzobispados de Granada (para Álvarez Palma) y el de Valencia (concedido a Fr. Vermundo Arias).

La pastoral hacía un repaso minucioso de la obra de las Cortes y de los acontecimientos políticos recientes, deteniéndose de modo muy especial en el examen de las disposiciones legislativas sobre materias eclesiásticas, que califica como otros tantos ultrajes al clero, a la institución eclesial en general y a la doctrina católica. Achacaba todo ello a la manera de actuar las Cortes, que, incurriendo en actitudes heréticas, pues han intervenido en asuntos que no les competen, reflejaba la influencia de la obra de los revolucionarios franceses, a quienes remedan en todo los diputados liberales. Las Cortes están apoyadas por un copioso número de publicaciones subversivas, amparadas en la funesta libertad de imprenta. Ante este caótico estado de España los obispos instan a sus fieles a evitar la lectura de tales escritos (recuerdan, al efecto, la vigencia del Índice de libros prohibidos por la Inquisición) y el trato con sus autores y aun con quienes defiendan ideas o actitudes políticas similares. A los clérigos alientan a predicar contra estas depravaciones y autorizan a negar los sacramentos (incluso el del Viático) a quienes las mantengan.

La pastoral era una incitación a la lucha contra el liberalismo y, en última instancia, abogaba por la desobediencia de los católicos a los mandatos de las Cortes. Estas ideas no eran nuevas. Se habían repetido hasta la saciedad desde la instalación de las Cortes y ya hemos tenido ocasión de ver en estas páginas casos notorios. Sin embargo, el alegato antirreformista de los obispos presentó una notable novedad, por la forma de hacerlo. La pastoral episcopal cumple el cometido, en la práctica de la Iglesia Católica, de principal medio de comunicación doctrinal de los obispos con sus fieles y clero, constituyendo en el terreno ideológico el instrumento fundamental para transmitir la doctrina religiosa; además, es una obligación de los ordinarios, para el cumplimiento de su tarea pastoral, hacer uso de ella. Así pues, el impacto del documento de los obispos refugiados en Mallorca tiene unas dimensiones que trascienden a los demás escritos de este cariz.

La gravedad de su contenido impulsó al Ministerio de Gracia y Justicia, desempeñado entonces por el liberal A. Cano Manuel, a proceder con rapidez102. Tan pronto recibió un ejemplar, el 14 de abril, lo envió a la Junta de censura de Cádiz. La Junta, apunta Villanueva, «tomó este negocio con frialdad, creyendo que se comprometía censurándola por ser pastoral de obispos»103. Mas el 5 de mayo tuvo constancia la Regencia de que se estaba reimprimiendo en Cádiz, y sin pérdida de tiempo ordenó a la Junta el inmediato despacho de la censura. Dos días después emitió la Junta su censura señalando que la doctrina de los obispos «se halla en contradicción con los derechos de la Nación», y la forma como se aborda en la pastoral la situación de la Monarquía «es presentar al pueblo un quadro borroso, que por fuerza debe excitar en el odio y la indignación contra sus representantes y prepararlo a la insubordinación, cuando no precipitarlo en una funesta revuelta contra las autoridades legítimas». Tras apuntar que la publicación no contaba con la censura del ordinario de Mallorca como prescribía el artículo 6 de la ley de imprenta (el obispo Nadal estaba entonces, precisamente, en Cádiz como diputado), terminaba pidiendo el secuestro de la pastoral, aunque dejaba la resolución completa del caso al dictamen de las Cortes. El mismo día 7 la Regencia ordenó la recogida de todos los ejemplares de la pastoral, pues aparte de la pretensión de reeditarla en Cádiz se tenían noticias de haberlo hecho ya en Málaga.

Al día siguiente las Cortes decidieron asumir el encargo de la Junta de censura y el 20 de mayo emitió su dictamen la comisión de imprenta, constituida, como se ha dicho en otro lugar, por una amplia mayoría de diputados liberales. La comisión consideró el asunto de suma gravedad, pero tampoco se atrevió a indicar nada en concreto ni para la pastoral ni para sus autores, aparte de ratificar lo decidido ya por la Regencia para evitar su reimpresión. Tan sólo se limitó a proponer precauciones para casos futuros, presentando a las Cortes tres proposiciones sobre el control de las publicaciones de la jerarquía eclesiástica, que serán asumidas, un poco más tarde, en las adiciones al reglamento de la libertad de imprenta publicadas ese año. Justificaba tal medida la comisión con este razonamiento: «Raras, rarísimas serán... las veces en que posponiendo el bien inapreciable de la paz, de que Dios nuestro señor los constituyó ministros, al temerario empeño de sostener a todo trance opiniones de partido, se vean los Rdos. Obispos españoles en el bochorno de que se denuncien y censuren sus obras pastorales. Pero como el caso es posible según desgraciadamente se ve por el impreso de que hoy se trata, no estará de más establecer las reglas que tanto respecto de él como de los que en adelante pudieren ocurrir hayan de observarse para que las sagradas funciones del Obispado no sufran embarazo ni la Nación perjuicio». He aquí a los diputados censurando la conducta cristiana de los obispos y razonando según las ideas regalistas más características del siglo XVIII, pero sin atreverse a tomar una decisión política concreta. Es un síntoma evidente del temor a la reacción y de la impotencia de los liberales para enfrentarse de plano con la jerarquía eclesiástica.

Aunque tal vez nos hallemos ante uno de los casos de infracción del reglamento de libertad de imprenta más rápidamente resuelto, hay que subrayar la cautela que caracterizó a las autoridades que intervinieron en él. Todas califican la pastoral de peligrosa y subversiva y, sin embargo, lo máximo a que se atreven es a secuestrar la edición. Los obispos no sufrieron ninguna condena y, a pesar de las repercusiones negativas para las Cortes ocasionadas por este escrito, ni siquiera se tomó alguna medida precautoria con ellos, a diferencia de lo acaecido con otros escritores laicos o incluso religiosos pero de segunda categoría. Realmente era arriesgado actuar contra las personas de varios prelados mas, a pesar de todo, las Cortes procedieron, como tantas otras veces, con excesivos miramientos. Los obispos, por el contrario, prosiguieron en Mallorca su campaña contra el Congreso, desarrollada por ellos y por el clero en los periódicos serviles de la isla y en los púlpitos de las iglesias. Ante el incremento de estas actividades la Regencia se vio obligada, por fin, a ejercer su autoridad con los prelados y a petición del propio Obispo de Mallorca (sus relaciones con algunos diputados liberales en Cádiz, como Villanueva, eran conocidas) y de los también parlamentarios por la isla Guillermo Moragues y José Sala, acordó, el 24 de mayo, ordenar la salida de Baleares de los obispos firmantes de la pastoral. Las Cortes, en las sesiones secretas de los días siguientes, tomaron varias providencias para el pronto cumplimiento de esa orden y, por último, el 8 de julio llegan noticias de haber desembarcado en Alicante los obispos de Lérida, Pamplona, Urgell y Teruel (el de Tortosa no hizo el viaje por estar gravemente enfermo).

Estamos a finales de la legislatura extraordinaria de Cádiz y los movimientos de rebeldía contra las Cortes han adquirido incremento, avivados desde el 22 de febrero por la negativa de varios obispos y otros eclesiásticos a dar lectura al decreto de supresión de la Inquisición. Las acciones de desobediencia se prodigan fundamentalmente en Galicia (fue importante la impronta del Obispo de Orense, bien acompañado por el Arzobispo de Santiago y por algunos diputados, como Freire Castrillón y el canónigo Ros) y en Mallorca. En esta última la actuación de los prelados autores de la pastoral, junto con el fraile Strauch, fue determinante. La propaganda mediante la imprenta de ideas contrarias al nuevo sistema político y a las Cortes fue, como se ve, efectiva.








ArribaConsideraciones finales

Se ha intentado mostrar a lo largo de estas páginas cómo el reconocimiento de la libertad de imprenta fue una exigencia de la coyuntura histórica en que se inscriben las Cortes de Cádiz. Aunque unos sectores la acogieron con temor y otros con aplauso, todos hicieron uso de ella, dando tanto trabajo a los talleres tipográficos que esa época se ha convertido en uno de los momentos de la historia de España más rico en publicaciones. Además de la extraordinaria vitalidad de la prensa periódica hay que contabilizar una cantidad de escritos que, por sí sola, manifiesta la efervescencia y también la abundancia de ideas de aquellos españoles. Aunque la mayoría de las veces se escribió con inusitada rapidez, pues así lo exigían los tiempos, han quedado obras muy serias y bastante documentadas, en una y otra parte del espectro ideológico. En ellas se cita a muchos autores, nacionales y extranjeros, se proponen medidas sensatas para el país, se expresan ideas de lo más variadas y ricas..., en suma, todo denota que la generación de escritores posterior a la última época ilustrada es abundante en individuos y también en ideas. De algo sirvió la ausencia de censura previa y la obra realizada a lo largo del siglo precedente por nuestros ilustrados.

La censura de publicaciones, su enjuiciamiento en las Cortes y las denuncias producidas por doquier se debieron, las más de las veces, a motivos de carácter político. Los liberales desearon una prensa libre para propagar su obra y sus ideas, en un intento bien programado de contrarresto de muchos siglos de silencio o, cuanto menos, de elocuencia bien controlada. Los conservadores, reacios primero a esta libertad, pronto se hicieron cargo de su utilidad para impedir la fructificación de las intenciones liberales. Y el caso es que unos y otros usaron de la libertad de imprenta. El resultado para la mayoría de los españoles fue inmediato. Por primera vez se enteraron, gracias al Diario de Sesiones y a los periódicos, de las deliberaciones de las personas encargadas de hacer las leyes para el país. Por vez primera, también, vieron reflejada en diversos escritos la divergencia de planteamientos de sus dirigentes. En suma, la libertad de prensa, como temieron sus contrarios, sirvió como elemento para la democratización del país. Aduciremos dos ejemplos, ahora desde el punto de vista del pueblo, en este sentido.

En Galicia, uno de los territorios mejor controlados por las fuerzas del Antiguo Régimen y, en consecuencia, muy contestatario a las Cortes, los particulares hicieron uso de la libertad de imprenta para dar a conocer al campesinado los cambios operados en el país. Hace poco, M. Rosa Saurín de la Iglesia ha publicado unos expedientes de gran interés104. Un fraile, encargado temporalmente de la parroquia de un lugar sometido al dominio señorial, fijó pasquines en las calles para informar a sus feligreses del decreto de abolición de los señoríos. A pesar de todo el esfuerzo de la prensa en dar publicidad a las medidas de las Cortes, no siempre llegaron a los núcleos rurales más aislados de España, entre otros motivos porque algunas autoridades pusieron toda clase de trabas a su difusión. Para paliar este hecho se decidió Fr. Juan de S. Antonio a informar a sus feligreses en una serie de «manifiestos al público». Uno de ellos decía: «sea notorio a todos... cómo yo Fr. Juan... deseando que todos los españoles especialmente los buenos de los labradores sean sabedores de las determinaciones savias y producentes de las Cortes Generales [...], usando yo de las facultades que tengo por decreto de las mismas Cortes para poder ablar, escrivir e imprimir...». Pasa luego a explicar el contenido del decreto de abolición de señoríos haciendo constar que lo hace con toda libertad, contra el comportamiento de las autoridades y sin sujetarse a ninguna censura previa porque le ampara la ley.

No cabe prueba más tajante de la efectividad de la libertad de imprenta, que el celoso párroco entiende perfectamente como libertad de expresión. Aunque muchas autoridades provinciales procuraron evitar este uso tan claro (el padre Juan de S. Antonio inmediatamente fue procesado) el hecho es que se produjo.

En un medio político muy distinto al gallego se produce otro tipo de hechos, también con el denominador común de ilustrar los progresos alcanzados con la libertad de imprenta. Se trata de Alicante, una ciudad marcadamente liberal durante los años de la guerra y en la que sus autoridades manifestaron total acatamiento a la obra de las Cortes. A finales de diciembre de 1813 se recibió una circular de la Diputación provincial de Valencia aconsejando la suscripción del Ayuntamiento al periódico El Tribuno del Pueblo Español. Se trataba de un periódico de ideas políticas bastante exaltadas, aunque contó desde fines de 1812, en que comenzó a publicarse, con notable estima en Cádiz, tal vez por la calidad de sus colaboradores habituales (entre ellos, Isidoro Antillón, Calvo de Rozas, el padre Salmón...). La Diputación valenciana justificaba su consejo en aras de fomentar por todos los medios la ilustración y el patriotismo, y para ello, decía, «nada podía ser más a propósito que la propagación de un periódico verdaderamente constitucional». El Ayuntamiento de Alicante aceptó la sugerencia y se suscribió, aunque resultó ya muy tarde para permitir al periódico en cuestión algún fruto105.

Estos dos episodios, aunque anecdóticos, exponen las posibilidades que quedaron abiertas a los españoles con la libertad de prensa. Si alguna decisión de las Cortes de Cádiz no quedó en letra muerta fue, precisamente, todo lo relativo a este asunto. Tal vez por eso fue tan atacada por el absolutismo y por la corriente de historiadores que, de una manera y otro, simpatizan con él.

Es innecesario, para terminar, mencionar la inmediata supresión de la libertad de imprenta por Fernando VII en 1814.



 
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