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La crítica bajo el Consulado y el Imperio.- Los «ideólogos».- El movimiento científico


En la rigurosa acepción de la palabra, y tal cual hoy la comprendemos (rebasando de lo formal y penetrando o aspirando a penetrar hasta la esencia), la crítica literaria, en Francia, nació bajo el Consulado y tomó vuelos en un período de aridez, en que el brotar de las facultades creadoras parece ahogado por la acción violenta, la guerra, la conquista. Coincide, pues, el incremento de la crítica con la atonía de la invención; es la crítica otra fuerza gubernamental, y llega el momento en que Napoleón, desde su altura, ase lo que después se llamó escalpelo, y borrajea, con el laconismo   —282→   voluntarioso que caracteriza su estilo, el artículo contra la Staël.

Impulsada o enfrenada por la potente mano que todo lo regía, la crítica tuvo dos fines: contener y reorganizar. No la veremos presentir el romanticismo, pero sí refrescar las memorias del áureo siglo XVII y levantar un pedestal a Racine, con objeto de arrasar el templo de Voltaire y Diderot y la obra de la Enciclopedia.

Coadyuva a este desarrollo de la crítica el ya definitivo establecimiento de la prensa periódica, afirmada como lo que realmente es, vista por ojos sagaces: resorte de estado, un arma de que disponen los poderes. La Revolución se había hecho sin prensa, al menos sin prensa normal: diarios libelos rabiosos, asimilables a arengas de club y a canciones callejeras, caracterizan a aquellos formidables años. Nacido del cataclismo el régimen nuevo, los periódicos se inundan de críticos; un estreno, una novelita, una traducción, un prólogo, un almanaque, son pretexto para llenar columnas. La acrimonia de las «guerras de pluma» del siglo XVIII se templa y cede el paso a formas más moderadas: en vez del puñetazo jacobino, la picadura de la avispa. Es la misma lid, son los «dos siglos armados para combatirse» de Manzoni, pero con distintas y más corteses armas.

Conviene no olvidar el influjo de un hombre que, antes y después de la revolución, a través de semejantes vicisitudes y en medio de crisis morales profundas, primero filósofo y luego   —283→   penitente, sostuvo su cátedra literaria. Por su condición especial (acompañada de un juicio claro) la Harpe58 es el tipo del crítico militante y profesional de quien se maldice, allí donde tres escritores se reúnen, y a quien todos quisieran, sin embargo, tener de su parte. Chiquitín, irascible, a la greña con los autores, satirizado, apaleado en la calle, silbado en el teatro, La Harpe fue quizás el último bel esprit, el postrer ingenio limitado, adobado, recortado, y, con todo eso, el primer impresionista, para quien, ante la emoción estética, son letra muerta reglas y leyes. El ídolo de su mocedad era Voltaire; la revelación de la belleza, en su vejez, Chateaubriand y El Genio del cristianismo.

Con frecuencia, la capa del crítico agresivo y reparón, género La Harpe, sirve de disfraz a un encomiasta o detractor interesado. A La Harpe es fuerza reconocerle la sinceridad en sus arremetidas y en sus panegíricos. No fue él ciertamente, fueron después los románticos quienes erigieron en doctrina la admiración incondicional. La Harpe, teniéndole por una deidad, corregía a Voltaire, y corrigió a Chateaubriand, ofreciéndose a señalarle los defectos del Genio, y dejando las bellezas tan sólo, convertirlo en obra perfectísima. Era por naturaleza catador y medidor, experto y contraste, como nuestro injustamente desdeñado   —284→   Hermosilla. Otro mérito de La Harpe es haber iniciado en su patria ese estilo crítico tan genuinamente francés, que instruye deleitando y que debe no poco al arte. Los amenos y doctos Cursos de literatura de La Harpe en el Liceo Marbeuf abrieron estela ya imborrable de enseñanza, de críticas, de folletones, de conferencias públicas. Llámese a esto vulgarización, tintura, lo que se quiera. De todos modos es cultura.

Al morir La Harpe, los críticos son legión. Observemos, sin embargo, que no podremos nombrar a ninguno cuya talla se acerque a la de los Taine y Sainte Beuve. Tampoco59 encontraremos al escritor de chispazos geniales en estética, al Diderot. La crítica es minuciosa, los críticos medianos, entendidos, hasta sabios y eruditos, pero de vuelo corto, y ni aun susceptibles del pertinaz apasionamiento literario de un La Harpe.

Más que el arte, en realidad, les importa la política, en la cual dejaron superior huella. No se han estrechado las distancias ni borrado los matices, y discuten desde su terreno, así los monárquicos del Memorial y La Cuotidiana, como los republicanos de la Década. El famoso Journal des Débats, «que habló cuando todos callaban», poseía brillante personal de redacción, en que descollaban el infatigable Geoffroy, fundador de la crítica dramática, a quien tantos disgustos acarreó la Zaira, de Voltaire; censor insistente y duro, acusado hasta de venalidad por sus víctimas; enemigo jurado de   —285→   la tragedia «filosófica», y, en general, del siglo XVIII; el caballeroso Feletz, que representa en la crítica de entonces el buen tono y la delicada ironía, el clasicismo elegante, y que hasta por su enfermedad de la vista en los últimos años, sufrida con extraordinaria ecuanimidad, me recuerda a Valera; Hoffmann, escritor concienzudo y de independiente criterio, muy acertado en sus críticas de las novelas de Walter Scott, y otras bien cortadas plumas que hicieron del periódico una potencia, hasta el extremo de inquietar al vencedor de Europa. En el Mercurio -que contaba a Chateaubriand entre sus colaboradores- escribía Fieveé, muy importante personaje político, ingenio cáustico, a ratos novelista; Michaud, a quien conocemos como historiador, uno de los periodistas monárquicos más activos, y dotado de sutil discernimiento crítico (cuando le leían algo nuevo, era forma de crítica hasta su tos); Fontanes, poeta estimable, que creía (¡error curioso en vísperas de la explosión poética y lírica del Romanticismo!) que todos los versos «estaban hechos ya», y sólo confiaba para la renovación literaria en la prosa -siendo su ídolo, en lo pasado, Racine, en lo presente, Chateaubriand-, y objeto de su antipatía y blanco de su malicia, el britanismo y el germanismo de la autora de Alemania. De Fontanes, como de Fieveé, puede afirmarse que hubiesen sido más literatos a no absorberles la preocupación política, dominante entonces en lo que parece estrictamente   —286→   literario. El Emperador se captaba a los escritores, para utilizarles; hasta la Restauración no asoma, en las esferas del poder, noción de respeto a los fines propios del arte y las letras.

La crítica del Imperio estaba, además, vendada, como los Cupidos de las alegorías, pues suponía que la batalla era entre la Enciclopedia y el «espíritu nuevo» religioso, todavía semiclásico en el joven emigrado bretón que representaba la inquietud genial. Feletz proclamaba abiertamente el reinado de la crítica como corolario del orden restablecido y la autoridad consolidada, sin presentir que en la crítica tronaría pronto el anárquico verbo del romanticismo. Declaraba Feletz, en su discurso de entrada en la Academia, que la crítica era «un curso de principios literarios, filosóficos, religiosos y morales», y tenía el cargo de adoctrinar una generación nueva, la cual, durante la tempestad revolucionaria, «había olvidado todo, sin que nada aprendiese». No cabe revelar más claramente la aspiración social, pero iban a venir los antisociales románticos.

Contra estas tendencias a la reorganización estética y filosófica, saltando el siglo XVIII, se sostuvo un núcleo que continuaba la tradición de ese siglo, una cohorte refugiada en varios salones o tertulias intelectuales, el grupo de los que bautizó el Emperador, a quien molestaban infinito, con el nombre de ideólogos. No cabe prescindir, en la historia literaria, de recordar a este grupo, aunque en él escaseasen los literatos propiamente dichos, cuanto abundaban   —287→   los sabios y los pensadores. Según observa, con su penetración acostumbrada, Brunetière, si el movimiento literario que se inicia va a desenvolverse, no sólo fuera, sino contra las tendencias del grupo, la literatura y la estética que han de suceder al romanticismo y prevalecer desde mediados del siglo XIX acá, del grupo arrancan. Los ideólogos son precursores de la crítica y la novela experimental, del positivismo y las doctrinas evolucionistas aplicadas al arte.

Del romanticismo eran enemigos natos aquellos rezagados de la Enciclopedia, reunidos en casa de la marquesa de Condorcet y de su hermana la viuda de Cabanis. Partidarios de Voltaire y de Alembert contra la influencia de Rousseau, tan decisivamente romántica, nadie, ni aun los severos censores del Journal des Débats, podía mirar con menos indulgencia a René y aun a Corina. En Chateaubriand les importunaba el neo-cristiano; en la Staël, la exploradora que descubría y ensalzaba una mentalidad tan opuesta a la de Voltaire y su escuela como la mentalidad alemana y anglosajona. Contábanse entre los ideólogos, Saint-Lambert, «espíritu frío, hueco y vano», ya viejo entonces y entregado a los goces de la mesa; el abate Sièyes, temprano impugnador de Rousseau, demoledor profundo, obrero de igualdad, inventor de una razonada teoría de arte social, aquel que bajo el Terror resolvió el problema de existir, y que calificaba a Francia «de nación de monos con laringe de cotorras»   —288→   y a Chateaubriand de «sacamuelas». (Notemos de paso que la impresión producida por Chateaubriand puede servir en aquella época para medir y pesar opiniones. A quien Chateaubriand le parecía un sacamuelas, no podía arrastrarle la corriente romántica.) Otro resuelto impugnador de Chateaubriand, dentro del grupo, fue Guinguené, que le conocía mucho y había platicado con él largo y tendido; en cambio tributó a la Staël plena justicia y la defendió de los brutales ataques que Delfina suscitaba.

No olvidemos a Laromiguière; en él encontramos la gran influencia filosófica que domina al grupo, el sensualismo más o menos mitigado, imperante bajo la Revolución. No es Laromiguière, último discípulo de Condillac, el único de los ideólogos que merecería detenido estudio, si aquí cupiese. Laromiguière, profesando y escribiendo, supo desenvolver, corrigiéndolos, los principios de Condillac, de un modo que arrancó a Víctor Cousin el párrafo más entusiasta, acerca del encanto de su estilo y la atractiva lucidez de su explicación. «Muchos, al escucharle, creían que su cerebro se abría a la luz por primera vez».

Y aunque pudiésemos limitarnos a nombrar como de paso a otros ideólogos, a De Gerando el experimentalista, a Garat, a Daunou -secretario póstumo de un siglo-, al mismo Maine de Biran, que pasó por el grupo y después se apartó de él afirmando su propia originalidad, buscándose a sí mismo, ¿cómo resistir   —289→   al deseo de recordar un instante, al lado de las salientes personalidades intelectuales de Destutt Tracy y Cabanis, una figura literaria no diré que tan eminente, pero tan característica y reveladora como la de Volney?

Adviértase ante todo que Cabanis, procedente de Diderot, es el primero en quien vemos claramente la influencia que sobre el movimiento literario estaba destinado a ejercer el científico; en él madruga esta influencia, por medio de Stendhal, que fue ahijado intelectual suyo y de Destutt Tracy; y obsérvese cómo, merced a esta dirección que prematuramente siguió Stendhal, un escritor contemporáneo de Chateaubriand no parece sino que está vivo y disfruta aquella gloria póstuma y tardía que él se vaticinó a sí propio. Y es caso singular, pues aparte del contacto establecido por el autor de La Cartuja de Parma entre el pasado y el porvenir, no hay esferas que parezcan más divergentes que las del arte y la ciencia en la primera mitad del siglo.

Grande amigo y correligionario en filosofía de Cabanis fue, asimismo, Volney, célebre entre los devotos asustadizos y los impíos baratos. ¿Quién no conoce de nombre, aunque no las haya visto, Las ruinas de Palmira? Lo que pocos recuerdan ya, si llegaron a enterarse, es que el autor de esa novela fastidiosa, que hace juego con los canapés rematados por cabezas de esfinge, los relojes de sobremesa mitológicos, y cuyas huellas he encontrado hasta en países de abanico -era un lingüista, un   —290→   cronologista, un orientalista, un sabio, en suma, recriado a la sombra del barón de Holbach y en la tertulia de la esposa de Helvecio-. En sus venas corría, pues, la negación, y dentro de su alma no podían producirse esas efusiones que en otros exégetas también negadores -por ejemplo, un Renan- son el desquite y la victoria del sentimiento y de la poesía religiosa. En la cola del romanticismo cabe Renan, pero entre sus precursores nunca cabría Volney.

Él fue quien inició la serie de los viajes a oriente; precedió en Egipto y Siria a los ejércitos de Bonaparte, en Palestina a los altos personajes románticos, como Lamartine, a los piadosos peregrinos de neo-cristianismo, con espíritu bien diferente; para encontrar, no emociones ni reliquias, sino -como Dupuis, como Destutt Tracy- el origen de todos los cultos, y confundirlos en una sola superstición. En sus Viajes se advierten la sequedad y la concisión preconizadas por Stendhal; en las Ruinas, el estilo enfático del arte Imperio..., aunque el Imperio, cuando aparecieron las Ruinas, andaba lejos aún. Si Volney viene a cuento aquí, es por lo significativo de su papel, adverso a lo que fermenta en las entrañas de la literatura. Como todo el grupo de los ideólogos, fue Volney decidido impugnador de Rousseau, y uno de los que con más sensatez atacaron sus utopías sobre el estado de naturaleza. También Rousseau sirve de piedra de toque para discernir la repulsión al romanticismo (fenómeno más universal   —291→   en los espíritus cultos de lo que se creería mirando desde lejos, producido por causas que radican en lo interior de la nacionalidad, la raza y la historia, y que explican lo efímero del triunfo romántico).

Testimonio convincente de lo que afirmo, de esta instintiva repugnancia hacia el romanticismo, aun antes de que le caracterizasen exageraciones y extravagancias que alarman a los cautos y divierten a los zumbones, lo hallaríamos en la opinión de hombre tan competente como Pablo Luis Courier, el célebre panfletista. No cabe ser menos admirador de la grey de los escritores elocuentes que iba a resucitar con Chateaubriand, que el que decía: «Desde el reinado de Luis XIV no se ha vuelto a escribir en francés... Cualquier mujercilla de entonces sabe más de eso que los Juan Jacobo, los Diderot, los d'Alembert y sus contemporáneos y sucesores. No valen nada, no existen en cuanto hablistas». Ante el inquieto hervor y el fresco germinar de los nuevos ideales; ante la musa de Chateaubriand; ante los versos de Lamartine, Pablo Luis Courier escribió impávido: «Nuestro siglo carece, no de lectores, sino de autores». «No hay cinco en Europa que sepan el griego, pero hay menos aún que sepan el francés».

A despecho de los que creen que un idioma al llegar a cierto grado de perfección se ha de cuajar en mármol y bronce, y cuando todavía Víctor Hugo no pensaba en lanzar su famosa diatriba contra la aristocracia de las palabras y   —292→   los privilegios y castas en el lenguaje, alborotaba el cotarro la Neología de Mercier, y estaba realizándose la obra desamortizadora del idioma -no sin protestas, escándalo y aflicción de los puristas-. La Revolución, que se atrevió con todo, se atrevió también al lenguaje, introdujo palabras nuevas y crudas y sanguinarias, y entre escorias y barro sembró flores, como, por ejemplo, los nombres de los meses en el calendario republicano. Lo que Mercier y Domergue quisieron realizar de un modo reflexivo y sistemático -romper los moldes clásicos del idioma-, hízolo por instinto genial Chateaubriand. Innovador en algo que va más allá del vocablo y del giro, que llega a lo hondo -innovador porque llevaba en sí la oculta raíz de la transformación, la raíz romántica-. Chateaubriand saltó por cima de leyes y preceptos, gramática y estilo, conveniencias y costumbres, horripilando a los hablistas conservadores. Guinguené, Morellet, Hoffmam, se velaron la faz; Geoffroy exclamaba: «Los vándalos del idioma son los escritores», mientras La Harpe, alarmado, pero subyugado, aplaudía.

Lejos de la liza; sin que se otorgase a su obra ese tributo de curiosidad que suscitan los debates literarios, los hombres de ciencia avanzaban, sin sospechar que su labor envolvía el porvenir del arte. También el movimiento científico revestía desde el Imperio caracteres distintos de los que presentaba en el siglo XVIII. En este, bajo la gloriosa dictadura de Newton, florecieron preferentemente las matemáticas,   —293→   la geometría, la astronomía; el XIX descendió de los espacios y las abstracciones a lo concreto, lo humano, lo terrestre; prosperaron los estudios que tocan al problema de la vida: química, física, paleontología, geología, fisiología, psiquiatría, biología, antropología, y con el mismo carácter práctico, las ciencias morales y políticas, precursoras del gran movimiento sociológico, entrelazadas aún con la utopía, pero ya tanteando para encontrar el suelo firme de la experiencia. ¿Cómo extrañar que la ciencia propendiese a hacerse de especulativa, práctica y aplicable? Había que bajar de las nubes; los acontecimientos apremiaban; las guerras comenzaban a fundarse en lo científico. Desde la Revolución fue preciso estudiar e inventar para que la nación se defendiese; se inventó el telégrafo aéreo, la aerostación militar, se perfeccionaron los sistemas de fabricación del acero y la pólvora; el cálculo y la geometría se aplicaron a la estrategia y la táctica.

Siempre que consideremos la labor de Francia en cualquier ramo, tenemos que rendir homenaje a este gran pueblo, lamentando doblemente la desorientación que sufre. Más que nunca, si atendemos al impulso y desenvolvimiento brillante de su actividad científica, antes estimulada que contrariada, al parecer, por tantos trastornos y vicisitudes políticas y sociales. Los nombres que solemos repetir los extranjeros y que juzgamos influyentes son los literarios, olvidando a la falange científica,   —294→   cuyo ascendiente sufrimos, sin embargo, cuyos beneficios disfrutamos, cuya acción es decisiva hasta para los artistas y pensadores. Laplace y su sistema del mundo; Gay Lussac, aislando los cuerpos simples; Larrey, con sus aplicaciones del galvanismo; Bichat, ahondando la histología; los atrevidos exploradores de África, América y Oceanía; los Bory de Saint-Vincent; los Levaillant -para no citar a los utilísimos secundarios-; los Lacepède, Lamarck, Geoffro y Saint-Hilaire, Cuvier... Quien trate de explicarse cómo, a pesar de bien probadas semejanzas y afinidades etnográficas y psíquicas, nos hemos quedado tan atrás de Francia, analice el movimiento científico, más aún que el artístico y literario. Una generación de sabios no brota sino en suelo preparado, cultivadísimo.

La ciencia se aprestaba a invadir, ya directamente, los dominios del arte. La erudición histórica, la historia literaria, hermana de la crítica, desamortizada y arrancada de la pacífica celda de los benedictinos, se difundía en las cátedras, en el libro y hasta en la prensa; las Revistas no tardarían en ser institución. Abrían ya los estudios de orientalismo y egiptología vastos horizontes; se revelaban el sánscrito, la escritura jeroglífica, los poemas indios; se estudiaba la Edad Media, las fuentes poéticas, los orígenes del idioma, su verde frondosidad de selva gala. La imaginación recibe a la vez freno y acicate. Nadie calcula que la fuerza de estas corrientes arrastrará al siglo   —295→   entero y subyugará a la estética también, y que concepciones enteras del arte, sistemas de crítica acerados y vigorosos, Balzac, Flaubert, Taine, el naturalismo, los parnasianos, procederán, no ya de la emoción lírica, sino de la dirección científica.



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ArribaAbajo- XI -

La crítica.- Flaqueza de la crítica romántica.- Sus límites.- La resistencia del clasicismo.- Los críticos clásicos.- Razón de la pronta caída del romanticismo


A principios del siglo XIX apenas asoma la crítica romántica, y en 1820 empieza a surgir con sentido de oposición al clasicismo tradicional; la pugna de estas dos tendencias se prolonga durante la transición, que, en muchos de sus aspectos, fue un regreso parcial al clasicismo.

Dijimos, y hay que insistir en ello, que el romanticismo no se inscribió precisamente en contra del movimiento científico, pero se mantuvo extraño a él. Ambas direcciones del siglo se desarrollaron con independencia. Para que la literatura refleje las doctrinas positivas, tendrá que venir el realismo de Balzac, y para que adopte esas mismas doctrinas por bandera, el naturalismo. Stendhal, empapado de la filosofía de Condillac, es, como a su tiempo veremos,   —297→   una excepción, un precursor tan temprano, que ni se le escuchó, ni él mismo se preocupó de ser comprendido.

Cierto que el romanticismo de escuela incluyó en su programa leyes que más tarde el naturalismo hizo suyas; identificación del arte con la vida, exactitud en el color local y en la pintura de los medios, indiferencia de los géneros, o sea nominalismo literario, la estética de la fealdad, el derecho a la reproducción artística de lo más vil y deforme, la exhibición al sol de los andrajos de todas las miserias, la teoría democrática en la elección de personajes y asuntos. Pero ni la verdad, ni la vida, ni el color local, ni el popularismo de los románticos, se asemejaban a lo que después se practicó, y si ya de Voltaire en Zaira y de Racine en Bayaceto pudo afirmarse que buscaban el color local a su manera, y si se dijese que no acertaron con él, tampoco creo que Hernani o Ángelo sean modelos en este particular.

En cuanto doctrina, el romanticismo se distingue, como sabemos, por la afirmación individualista, y la consiguiente reclamación de libertad anárquica. De aquí nació su brío y su decadencia también, y la rápida disolución de sus elementos; pero lo que más contribuyó a derrotarla insurrección romántica, fue la crítica.

Como veremos, la flor y nata de la crítica francesa, de 1820 a 1850, forma en las filas del clasicismo, o de ese romanticismo mitigado, objetivo, girondino, que huye de las exageraciones   —298→   y de las montañas; y cuando críticos de la altura y sagacidad de un Sainte Beuve se alistan en la escuela, no tardan en pasarse al enemigo.

Para la mayoría, la revolución se afirmó con episodios ruidosos, como el estreno de Hernani, o fantasías de artistas como las visitas de los concurrentes al Cenáculo a las torres de Nuestra Señora, bañadas por la luz de la luna que se cierne en el espacio, según dijo burlonamente Musset, cual un punto sobre una I. La exterioridad recargada y excéntrica de la escuela quizás haya sido lo que la popularizó, al través de un baño de ridiculez y caricatura. La tizona, el chambergo emplumado, la funérea palidez, las mujeres sublimes e incomprendidas, los amantes que entran por la ventana, eso entendieron los alarmados burgueses y filisteos que era el romanticismo, y todavía se representan en España piececillas satirizando ese romanticismo peculiar, emancipación, no siempre sincera, de la imaginación y del sentimiento. Aun hoy, el sentido más general que se da al adjetivo romántico (aunque no lo consigne nuestro deficientísimo Diccionario de la lengua), es el de un modo de ser en que las nociones de lo real están sometidas a los estímulos desarreglados de la fantasía.

Sin embargo, y aunque en la esencia del romanticismo haya algo que pugna con el concepto esencial de la crítica, una crítica posee el romanticismo; y en ella hemos de considerar dos   —299→   aspectos: la exposición y defensa de las teorías propias, y la impugnación de las tradiciones y principios clásicos. Tal vez pudieran reducirse a uno solo. La afirmación del romanticismo, como escuela literaria, fue generalmente la impugnación del clasicismo, y, sobrio en formular programa propio, abundó el romanticismo en el ataque al promulgado por Boileau.

El clasicismo tenía en su favor dos cosas: representaba las más gloriosas tradiciones francesas, y era en sus principios y prescripciones expresión típica del genio nacional. No siempre la literatura reviste este carácter: según ha ocurrido en Francia en los últimos cien años, puede desviarse de sus cauces la corriente literaria; ni faltan países, como España, en que los clásicos por excelencia son románticos, cuando no realistas.

Al ser clásica la literatura francesa por sus cualidades de orden, mesura, arte en la composición y elegancia en la expresión, lo fue también por su instinto social. Más que para sí mismos, los clásicos escribieron para la cultura general de una época, de un reinado. Por algún tiempo se desvían de esta senda los románticos, pero volverán a ella, como a pesar suyo, porque el público de lectores que pudieron conquistar por sorpresa, les abandonaría si continuasen escribiendo para sí mismos tan sólo -como ha abandonado a los decadentistas y simbolistas, retoño romántico legítimo-.

Era, pues, el clasicismo más fuerte que el romanticismo en el terreno de la crítica, donde   —300→   hay que reflexionar, pesar, medir, analizar, justificar las afirmaciones; donde, en suma, es indispensable apoyarse, para no caer, en el balancín de la razón. Y en semejante terreno, aun en las horas de estrepitosa victoria del romanticismo, no fue el clasicismo desalojado de sus posiciones. El romanticismo presentaba obras discutibles, geniales algunas de ellas; el clasicismo conservaba la supremacía en juzgar y en educar y corregir el gusto.

Recordando las condiciones del género, no debe sorprender que el número de los críticos efectivamente románticos sea tan escaso, y que la crítica romántica parezca negación, ironía, proclama revolucionaria, nunca examen. En el agitado período de 1820 a 1830, los autores se hacen críticos improvisados para defender sus obras y barrer lo que les estorba y les cierra el paso; lo más significativo de este momento son los manifiestos y programas literarios, que hallaron modelo y tipo en el prefacio de Cromwell.

Víctor Hugo no fue romántico siempre. En la etapa legitimista de su poesía, sufrió la influencia del clasicismo. Su papel de innovador empieza a desempeñarlo cuando toma la escena por campo de batalla. Y en Hugo, como en la mayor parte de sus correligionarios, el fondo de ideas estéticas procede de la Staël, aunque no siguiese fielmente a la maestra el autor de Hernani. Ni de su propio credo fue esclavo Hugo, y nadie ignora, si ha leído los primorosos estudios de Morel Fatio, con cuánto desenfado trató a esa exactitud histórica   —301→   y a ese color local que tanto encarecía. Más adelante le veremos, próximo ya a su período apocalíptico, lanzar una concepción de carácter eminentemente personal: el poeta considerado como vidente, profeta y guía de las naciones, los pueblos y las razas. Si hay un temperamento anticrítico, es el de Hugo, y si existe una negación total de la crítica, es el desatado ditirambo a propósito de Shakespeare, que encuentro en uno de los poemas más justamente olvidados de su autor: El asno. «Pedantes, no encerréis vivos en vuestras jaulillas a las águilas y a los gritos. ¿Creéis que el vuelo genial se mide por vuestro metro, y que os ha de consultar el pensador a vosotros, bedeles literarios, abates del buen gusto?».

Esta invectiva contra los que se atreven a tasar la admiración, a intentar discernir lo bello, forma la base de la crítica (si así puede llamarse), de Víctor Hugo. En efecto, pretendía colocarse fuera y por encima de la opinión de los expertos más duchos; y la idea de otorgar al poeta un papel social semejante al de Lino, Orfeo y Zoroastro (en el siglo XIX, en la Francia volteriana y escéptica), era una forma de su aspiración persistente a encaramarse al peñasco-pedestal. Si se le atreve algún crítico, le califica -y lo hizo a menudo- de pigmeo, Zoilo y otras lindezas.

Aparte de este sueño de intangibilidad, que, nótese, en parte se realizó, no pudiéndose en Francia ni en España misma censurar a Hugo; el poeta enunció, en el terreno de la literatura   —302→   dramática, varios principios románticos, código del anticlasicismo. El color local, la exactitud histórica, procedían de Walter60 Scott; y Víctor Hugo, a estos preceptos se ajustó mal. En cambio es el iniciador de la mezcla de lo trágico y lo cómico, de la estética de la fealdad, y el rehabilitador de las criaturas repugnantes, el que ama a la araña y a la ortiga, porque todos las aborrecen. Su sistema salta del ángel al monstruo y a veces descubre en el monstruo el ángel. Las aplicaciones de esta teoría son numerosas en sus creaciones. En ella podemos decir que se sustenta el artificio de su retórica.

El dogma de su crítica es la admiración, sin restricciones; lo que se ha llamado la crítica extática. Quien examine a un poeta, no puede menos de ser un mal intencionado o un ser bajo y mezquino; ante las obras maestras, lo único que cabe es arrodillarse. No vale observar que, para averiguar si la obra es maestra, se requiere examinarla, pues del examen saldrá la comparación y de esta la aprobación, si ha lugar. No; sólo es lícita la admiración fulminante, trémula, que se postra.

La parte negativa de la crítica romántica iba contra Boileau, las unidades y las reglas, que atacó el romanticismo, porque su teatro las infringía. De un hecho tumultuoso, como el motín romántico, no podía nacer una crítica depurada, persuasiva, fuerte. Los más adictos al hierofante, los que, y vaya para ejemplo Teófilo Gautier, satirizaban a la tragedia, exclamando   —303→   «honrada nación francesa, ¡qué heroísmo el tuyo ante el aburrimiento!» -ya en el terreno de los principios estéticos, los profesaron diametralmente opuestos a los de Hugo-. Gautier, cuyo principal servicio al Cenáculo fue el consabido chaleco rojo de la noche del estreno, se reía de los melenudos con pagana risa.

En efecto, en los primeros tiempos militantes de la escuela, vemos que su propaganda es, como hoy se diría, por el hecho, no por la discusión más o menos ordenada. El Cenáculo, que se reúne en casa de Víctor Hugo, es una leva de artistas independientes, atraídos por el olor de la pólvora. Como ha sucedido en épocas recientes en España, las ideas literarias se comedían por la edad y acaso por el cabello; los románticos eran jóvenes. Allí se congregaban los Petrus Borel, de melena frondosa e inculta, mofadores de la calvicie clásica; escultores, dibujantes, pintores y poetas, y también vagos de oficio, que no habían dado pincelada ni escrito renglón. Al leer el anuncio de una tragedia de Racine, despreciativamente se encogen de hombros, y cuando no tienen qué hacer, que es a menudo, inventan diabluras, piden rizos de pelo a los porteros en nombre de princesas enamoradas, desahogan la savia y el buen humor de la mocedad. Todo ello, desde el punto de vista crítico, se comprende que reviste muy escasa importancia.

Sin embargo, ni a la crítica -o lo que fuere- de Víctor Hugo, se le puede negar energía excitadora,   —304→   ni se ha de medir la transcendencia estética del romanticismo por la índole de su crítica en momentos dados, pues la crítica misma, en su brillante desenvolvimiento y en sus tendencias de arte, debe a aquel gran fenómeno auroral vivificantes elementos.

Impregnadas están de romanticismo tantas poderosas inteligencias, los Fauriel, los Sismonde de Sismondi, los Ozanam, los Rémusat, la misma trinidad de Villemain, Guizot y Cousin, aunque su campaña sea clásica -que es frecuente este dualismo-. Sin verdadero cuerpo de doctrina, poseyó el romanticismo una fuerza expansiva incomparable.

No falta quien cuente entre los críticos románticos a Carlos Nodier. El género de talento de este escritor tan vario, tan epidérmico, tan patrañero, tan solicitado en las direcciones más diversas, tan abigarrado en su personalidad, no permite ver en él sino a un simpatizador o más bien jaleador del romanticismo, a uno de esos entusiastas fáciles que animan y aplauden a todo principiante y a todo adepto, y, mediante una benevolencia sin valor, por prodigada, conquistan a su vez el elogio de sus contemporáneos, que trueca en olvido la generación siguiente. En cuanto a Julio Janin, mucho más moderno que Nodier, es un delicioso cronista, un artístico tejedor de aire; y aun cuando se le cuenta entre los guerrilleros románticos, la verdad es que no tuvo criterio fijo; sus críticas reflejaban impresiones poco profundas y nunca sistemáticas. Hizo   —305→   campañas en pro del teatro romántico, pero los absurdos de la fórmula no se le ocultaban. Su mayor hazaña en defensa de la escuela fue la contestación al célebre manifiesto de Nisard contra la «literatura fácil».

Vigny escribió poco que pueda llamarse crítica, y, como sucede a los románticos de acción, su crítica fue exposición de sus obras. Abogaba por la poesía filosófica, que, excepto él, contados poetas escribieron. Algo análogo puede decirse de Lamartine, que al dar un toque crítico, se limitó a exponer las principales cualidades y excelencias de su obra poética. Igual que Víctor Hugo, Lamartine fue partidario de la crítica admirativa, y en su Curso familiar de literatura abundan pasajes análogos a este, referente a la Staël: «La vi pasar como un relámpago. Era la gloria lo que pasaba». El fondo de la estética de Lamartine es el entusiasmo y la inspiración, fuentes de la poesía; fecundo lugar común, que tanto ha cundido, y que volvemos a encontrar con disfraz científico en las teorías de Lombroso sobre el genio.

A Musset hay que contarle en el número de los grandes románticos que ni en la práctica ni en la teoría se dejaron contaminar por lo que la escuela tenía de exagerado y deleznable. El sentimiento, la fantasía en la labor, la ironía en la apreciación de un movimiento, que sin embargo le arrastraba, situaron a Musset al abrigo de los peligros de la escuela. No escribió Musset, a decir verdad, dos renglones que aspiren al dictado de crítica, tal cual suele entenderse la   —306→   palabra; pero su prosa, en las ya citadas Cartas de Duguis y Cotonet, y muchos de sus versos, son donosa burla y parodia del romanticismo descabellado y cerebral. No cifró, como Lamartine, la poesía en la inspiración y el entusiasmo, el antiguo furor apolíneo; la cifró en la sinceridad del sentimiento, en lo hondo del sufrir, en algo real y humano. Por sólo este concepto, la idea de Musset es superior a la de Hugo y Lamartine.

En el primer período romántico, libraron batallas, si no de crítica propiamente dicha, de polémica literaria, escritores que después sacudieron el yugo y anunciaron otras escuelas. Tal fue el caso de Teófilo Gautier, como sabemos; tal el de Stendhal y el de Sainte Beuve. Stendhal, que era enemigo de los clásicos, pero censor durísimo de los semidioses de la escuela, Hugo, Lamartine, Chateaubriand, a quienes ponía como chupa de dómine, identificó, en su estudió sobre Racine y Shakespeare, al romanticismo con la novedad: teoría que mucho después desarrolló Emilio Deschanel al sentar en su libro El romanticismo de los clásicos, que todo autor clásico actualmente empezó por ser revolucionario en su tiempo, y que los clásicos de hoy no son sino los románticos de ayer.

No decía esto precisamente Stendhal, pero no puede entenderse de otro modo su afirmación de que el romanticismo es el arte de presentar a los pueblos las obras literarias que, en el estado actual de sus costumbres y creencias, les procuren mayor placer. La definición es incompletísima   —307→   y acaso cambia los términos, pues si es cierto que el estado social y moral de los pueblos influye tanto en la producción literaria y que una literatura es siempre una expresión social y nacional, este fenómeno se produce indirectamente, sin propósito definido en los escritores. Además, el romanticismo no procuraba placer: conmovía, alborotaba, perturbaba, hacía soñar, pero no agradaba a todos, ni mucho menos. Lo que puede parecer profundo en la máxima de Stendhal es la idea de la relación de la literatura con el medio ambiente, que más tarde desarrolla Taine. Ciertamente, Stendhal no se ha limitado a presentirla, sino que la ha formulado y aun practicado.

Una de las regiones fértiles de la estética del romanticismo, no agotada ni yerma todavía, es la descubierta por Fauriel, Sismondi y Raynouard. Discípulos y amigos de la Staël, penetrados del sentimiento alemán, al ahondar en la erudición encontraron las fuentes populares. La importancia del hallazgo, en cierto respecto, es inmensa; en otros puede haberse exagerado; sin duda la abultaron los que, como Carlos Nodier, consideraban que Homero era inferior a Perrault. Para Fauriel no existían los siglos de oro, no era advenido el clasicismo. El manantial de toda belleza no artificiosa estaba en la Edad Media, en la gesta, el apólogo y el misterio, en los cruzados, en los trovadores, en Dante, en Lope de Vega. Su apología de la literatura provenzal es uno de los fundamentos, y quizá el más sólido, de ese movimiento europeo   —308→   que en Francia se llamó felibrismo y en España catalanismo y regionalismo literario. La ocurrencia, como tantas otras, pertenecía a la autora de Alemania; las «voces de los pueblos» querían resonar por todas partes, y el falso Osián, y la admiración de los Schlegel hacia nuestro Romancero, y el regionalismo escocés de Walter Scott, concurrieron al mismo fin. Era, sin embargo, el destino de estas resurrecciones no poder prescindir (restaurando, ensalzando, desentrañando lo popular) del elemento culto; los poetas regionales (excepto casos como el del gaucho Martín Fierro), han solido ser gente que sabe leer y escribir y ha seguido carrera.

Magnin y Vitet, románticos mitigados, pertenecen al número de los que eslabonaron al romanticismo con su al parecer irreconciliable adversaria la tradición gauloise. Vitet es más crítico de arte que de literatura, y, como nuestro Quadrado, dio a su romanticismo forma arqueológica; le deben su conservación no pocas reliquias del pasado, bellos ejemplares de arquitectura. Este amoroso estudio y sentimiento del ayer es nota característica del romanticismo; se enlaza con la imitación de Walter Scott, y su obra capital es Nuestra Señora de París.

Carlos de Rémusat, otro estaelista, es también de los románticos juiciosos; erudito, filósofo, doctrinario, le asiste la templanza de la sabiduría. Su campaña en favor de la transformación del teatro y contra la tragedia clásica, nos le muestra ansioso de que aparezca el genio,   —309→   «la imaginación independiente y fecunda, a quien obstáculos, opiniones y costumbres no podrán detener». Pero el pensador que existía en Rémusat corrige ya su propia doctrina al aconsejar a la juventud: «No os empeñéis en perseguir un no sé qué más vasto y alto que vosotros mismos o que vuestra época; y si porfiáis en correr tras algo grande, al menos enteraos de lo que es». Rémusat denunciaba así el defecto más saliente de la escuela, el vacío de las vaguedades declamatorias, que tanto exaltan los nervios de un crítico intelectual.

Sismonde de Sismondi tuvo un papel señalado en la crítica romántica, y pudiéramos asimilarlo al de Fauriel; fue el de transportar del Norte al Sur la tradición romántica, con su Historia de las literaturas del Mediodía de Europa. Tempranamente, bajo el Imperio, Sismonde reconoce los gérmenes románticos fuera de las brumas y las nieves en que se les creyó nacidos.

Como se ve, el romanticismo de escuela, de actualidad, de motín, no encontró verdaderos defensores, pues no lo fueron en rigor los discípulos de la Staël, y no son paladines temibles, en el terreno de la crítica, los autores que defienden causa y obras propias. Hay que hacer una excepción con Sainte Beuve, que, en su primera época, se erigió en defensor declarado del romanticismo, en cuyas filas militaba. Y este defensor pudiera valer por mil, pero desgraciadamente para la escuela, este defensor veía tan claro, que no podía menos de contradecirse.

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No eran las incertidumbres y las contemporizaciones de Villemain, que no se atrevía jamás a llevarle abiertamente la contraria al público, y, al juzgar a los vivos, ponía sordina a su estilo, ya de suyo sinuoso en medio de su elegancia, y echaba mano de circunloquios y eufemismos, para no desentonar. Distinto es el modo de ser de Sainte Beuve; lo que le cohíbe, en sus campañas a favor de la escuela romántica, es la propia sagacidad, esa naturaleza de crítico que poseyó acaso como ningún otro hombre.

Sin género de duda, la aparición de la escuela romántica ejerció sobre Sainte Beuve una fascinación juvenil. Su vocación literaria la determinó la aparición de las Odas y Baladas de Víctor Hugo. Con el instinto del erudito -aunque entonces no lo fuese por completo Sainte Beuve- de enlazar las épocas literarias; con propósito de que el romanticismo tuviese su genealogía nacional, escribió el Cuadro histórico y crítico de la Poesía y del Teatro francés en el siglo XVI, en el cual estudia la aparición de la Pléyade. Equivocándose, o aparentándolo, Sainte Beuve vio en la Pléyade, de la cual procede el clasicismo, pronto transformado y reprimido por Malherbe, los gérmenes románticos, como más tarde en la famosa Disputa entre antiguos y modernos. Algunos años permanece Sainte Beuve en las filas románticas, pero siempre se le encuentra muy dispuesto a notar los defectos, los amaneramientos, los resabios de la escuela; lo ficticio, la jerga, el énfasis, los   —311→   abusos de lenguaje y de imágenes que comete Víctor Hugo; su falta de buen gusto, su gongorismo. Abundando en el sentido de Rémusat, advertía que en lo gigantesco, desmesurado y desproporcionado estaba el peligro de la doctrina. Ya veremos en el siguiente tomo al prudente y sensato consejero de los románticos, historiando la desorganización de la escuela y el licenciamiento de sus huestes.

En cambio, a falta de críticos que concienzudamente expusiesen el sistema y propugnasen sus innovaciones, tuvo la escuela romántica un buen baluarte en la prensa diaria, en esa crítica ligera y mordaz que combate en la vanguardia, molestando al enemigo. No se descuidaron los del Cenáculo en fundar periódicos, que, como la famosa Musa francesa, eran tribunas. En sentido favorable al romanticismo estaban La Minerva y Al Globo. La prensa, con su instinto de adherirse y fomentar lo que mete bulla, era más bien anticlásica.

Y mientras los románticos triunfan, ¿qué hacen los clásicos, cuál es su actitud?

Por lo pronto, aceptan la batalla. La crítica, realmente, era clásica entonces, y entre los críticos figuraban los escritores más entendidos, de mayor autoridad y peso, la gente seria; caso notado siempre que asoma una nueva escuela literaria. Contra el romanticismo estaban Feletz, Baour Lormian, Viennet, Lemercier, Cuvillier Fleury, Gustavo Planche, Hoffmann, Villemain, Nisard, muchos de ellos verdaderos críticos profesionales, todos armados   —312→   con esa coraza del buen sentido y el buen gusto, el más francés de los arneses. La crítica, en conjunto, tenía que poner la proa al romanticismo, o al menos hacer un cúmulo de restricciones que equivaliesen a negarlo. Y, sin embargo -curioso fenómeno observado por Emilio Faguet-, en todo este período en que lucha contra el romanticismo el clasicismo, no despunta autor clásico alguno. Los que no pertenecen al romanticismo, no son clásicos tampoco, a menos que consideremos cualidades clásicas el buen gusto de Mérimée y su concisión, o la sobriedad y naturalidad de Béranger. Lucharon, pues, los críticos clásicos por un sepulcro vacío, el de la tragedia; pero, al hacerlo, restablecieron los fueros de la verdad, del aticismo y de la más elemental sensatez, y dejaron expedita la senda del realismo.

Fue Gustavo Planche uno de los que mejor plantearon la cuestión principalmente debatida en el terreno técnico: la lucha del teatro romántico y el clásico, de Shakespeare y Sófocles. Sin duda que el teatro romántico, el de Hugo y Dumas (y tampoco el del precursor Lemercier) no se asemeja mucho al de Shakespeare, humano y eterno. Los románticos no creaban caracteres, sino abstracciones y contrastes, y las heroínas de Racine, Andrómaca y Rojana, y no digamos Fedra, eran cien veces más reales que doña Sol y María Tudor. Pero la cuestión había sido equivocadamente enunciada, y los románticos tomaban por patrón al gran Guillermo, que no se les parecía. Gustavo Planche   —313→   sostenía que el teatro debe ante todo fundarse en la realidad humana, y el derecho a interpretar la historia no es el de disfrazarla de carnaval. Y, consecuente en sus opiniones, al otro día del estreno de María Tudor, escribía que «se acabó, que el arte se iba». Al mismo tiempo, reconocía la insuficiencia de la tragedia del siglo XVII, y reprobaba la incondicional admiración que la rodeaba de una aureola y la oponía a las tentativas del arte contemporáneo, como infranqueable muralla. En suma, era Planche un partidario de lo posible, de lo que guarda el porvenir; creía que lo pasado, por grande, por respetable que sea, no debe atravesarse ante lo futuro, cuyo contenido ignoramos.

No deja de ser gracioso que este severo censor de los románticos fuese también el que se batió, no con la pluma, sino con la espada, por defender a Jorge Sand y a Lelia. Tuvo, pues, su época romántica exaltada, según indica este detalle, y sufrió la misma natural evolución que Sainte Beuve. Demostró (como el insigne cronista de Los lunes) que teniendo temperamento de verdadero crítico, no se podía pertenecer a la nueva escuela, o al menos la etapa sería corta.

Planche realizó un tipo que ha sido parodiado y falsificado hasta en España: el del crítico incorruptible, inflexible, que no conoce amigos ni recomendaciones, que no se deja influir por nadie y se crea enemigos con fruición y tenacidad. Todo el que en pequeña o grande escala   —314→   ha ejercitado la crítica, quiero decir la militante, la que se ejerce sobre autores vivos, sabe adónde arrastran la cólera y el amor propio ofendido y a qué venganzas corsas se expone; pero si el censurar a Víctor Hugo todavía era peligroso en España hacia el año 90, después de la muerte del gran poeta, ¿qué sería atacarle en París en plena consagración, en plena apoteosis?

Y no se limitó Planche a Víctor Hugo, cuyos defectos son de los que saltan a los ojos; todas las altas reputaciones fueron cribadas en su harnero61; Lamennais, Lamartine, Balzac, sufrieron su lima. Planche no pertenecía al número de los críticos comprensivos, que descubren a veces en un autor méritos que no descubriría el mismo demonio; era lo opuesto: su juicio severo, fundado y exigente, unido a sus muchos conocimientos, a la seguridad de su golpe de vista, hacen que aún hoy leamos con agrado su crítica, no como se lee la de un Sainte Beuve, pero acaso -esto es un matiz, una cosa sutil que escapa al análisis- con mayor confianza moral. En Planche no hay la amenidad, la sugestión del autor de Port Royal; tampoco hay perfidia ni arañazo gatuno. Planche puede equivocarse, nunca a sabiendas: modelo de críticos independientes, penetrados de la dignidad de su misión, adquiere autoridad. Atacado, injuriado, insultado diariamente, con insultos que no ofendían sólo a su capacidad, sino a su rectitud, a su honor, Planche, ya rendido y exánime, llegó a exclamar un día: «Esto de   —315→   censurarlo todo, parece cosa de un demente, y yo nunca debí dar mi parecer sobre nada, pues me he creado terribles odios». No era cierto, sin embargo, que lo censurase todo Planche, ni cabe tal censura sistemática en hombre que juzga y piensa. Sus mayores severidades fueron para Víctor Hugo, y no hay que extrañarlo. Recordemos lo escrito por Valera, que conocía bien la labor crítica de Planche acerca de los enormes, monstruosos defectos de Hugo, y no olvidemos cuánto sublevan, a quien tiene la pasión de la justicia estética, los endiosamientos. La protesta es más fuerte cuando se ve que una reputación se agiganta merced a la política y que las pasiones de la ignara muchedumbre logran lo que no el talento y la perfección artística. Y no es menos irritante la pretensión (muy antigua en Víctor Hugo, pues la encontramos ya en su libro Miscelánea literaria y filosófica, donde figuran bastantes de sus primeros escritos y cuyo prólogo está fechado en 1834) de la magia del poeta, que saca del caos un mundo.

Tales absurdos explican lo que se ha llamado «el ladrido de Planche». Dos cosas son innegables: a veces la belleza, sobre todo la belleza poética, no puede sentirse con sólo la ayuda de la razón ni aun del buen gusto, y hay en la poesía, sin duda, algo de inefable; y, por otra parte, cuando la belleza poética se adorna con tanto similor y lentejuelas, tanto barroquismo como en Víctor Hugo, quizás la ironía es mejor forma de crítica que el ladrar   —316→   desesperadamente. Pero cada cual escribe según su manera de ser, y la de Planche era sincera y ruda.

Incluido entre los críticos clásicos por su guerra al teatro romántico, no hizo Planche, sin embargo, profesión de fe. Recordemos que fiaba más en el porvenir que en el pasado. Uno de sus principios fue tan fecundo, que el realismo no se ha apartado un ápice de él. Consistía en «regresar a Francia». Nótese que el romanticismo se trasladó a los países de ensueño, como las Italias y Españas inventadas, o las brumas del Norte. Regresando a Francia, se va hacia Balzac y Flaubert.

El papel del crítico que erige el clasicismo en sistema y lo preconiza como criterio estético seguro, correspondió a Nisard. Planche, ya lo hemos dicho, no intentó contrastar la invasión romántica por medio del ejemplo de los siglos de oro, durante los cuales la lengua y la literatura habían llegado a suma perfección. Planche creía en lo venidero, mientras Nisard volvía a la tradición gloriosa. La tarea de Nisard era más fácil y segura. Desde un principio se profesó clásico, diferenciándose en esto de los que, como Sainte Beuve o Lemercier, militaron en las filas del romanticismo, no ya sólo como críticos, sino como autores. El cuerpo de doctrina de los clásicos, las enseñanzas de Boileau, fueron su credo, y la exageración del clasicismo pareció mayor en él, por lo especial de las circunstancias. No dejó de valerle esta tarea enemigos y detractores, y fue acusado   —317→   de pedante, de espíritu limitado y estrecho, con orejeras. Más adelante, cuando ya el romanticismo62 era un recuerdo y sólo conservaba apariencia vital por la supervivencia de algunos de sus jefes, todavía la atmósfera creada mediante estas invectivas valió a Nisard manifestaciones de desagrado y hasta cencerradas de estudiantes. No dejó de andar en ello también el sectarismo político, aunque Nisard no tomase en política parte activa. Es que se había infiltrado en las masas semi intelectuales la afirmación tendenciosa de Víctor Hugo, de que el romanticismo era el liberalismo en literatura, y los enemigos de los románticos, sobre todo de aquel eterno pontífice que, en medio de la desorganización de la escuela, permanecía en pie, y más que en pie, en el ara, eran tenidos por reaccionarios, por opuestos al progreso y a la luz. Nisard pagó la pena de haber sido fogoso republicano en sus tiempos, íntimo amigo de Armando Carrel, y haber abandonado este género de luchas por la palmeta crítica contra el «liberalismo literario». De tal manera se creó a Nisard una reputación de dómine y a sus escritos de soporíferos, que fue para mí una sorpresa, la primera vez que leí sus obras, encontrar en ellas, si no el complicado y capcioso atractivo de Sainte Beuve, un estilo excelente, un juicio claro y seguro, una comprensión suficiente de la belleza, en suma, las cualidades que le ha reconocido la pluma de Sainte Beuve mismo, saludando en él a un maestro y a un sabio. Sin suscribir en mucha parte a sus principios   —318→   y a sus juicios, incluí la lectura de Nisard entre las que dejan sedimento mental, enseñándonos a discernir, a pensar, y a depurar lo pensado.

Y en cuanto a que sean insípidas y monótonas las obras de Nisard, no se concibe tal afirmación ante páginas como el Manifiesto contra la Literatura fácil, que encierra trozos dignos de imprimirse en letras doradas, y que nada ha perdido de su actualidad, a pesar de su fecha.

No ha perdido nada de su actualidad esa diatriba contundente y labrada a martillo, porque en puridad, más que al romanticismo, ataca a desbordamientos literarios que, periódicamente, como las crecidas del Nilo, se presentarán en las sucesivas etapas que recorra la literatura francesa. El mismo cuadro con tan gráficos rasgos trazado por Nisard; los propios síntomas recogidos con exactitud e ingenio, se registrarán cuando decline la literatura realista y naturalista, y cuando el simbolismo y el decadentismo se ahoguen entre una sobreproducción que lleva su marca. La retórica será diferente; a las miradas profundas, las puras frentes, los verdugos rojos y las iglesias enlutadas y subterráneas sucederán las descripciones interminables de escenas burdas, y más tarde las princesas liliales y los asfódelos; pero siempre será la misma inundación de libros, escritos, como admirablemente ha dicho Nisard, al acaso, sobre lo primero que ocurre, sin estudio, ni aplicación ni vigilias, ni arte; con una pluma que   —319→   todo lo acepta, que de todo se sirve, que no tamiza las impresiones, que toda se vuelve relámpagos, serpenteos; cometas sin cola, cohetes que no estallan -el perpetuo aborto que caracteriza a las decadencias de las fórmulas-. Porque, y no es el mérito menor del brillante artículo a que me refiero, Nisard ve muy bien en él que el romanticismo se disuelve irremisiblemente, y lo dice con sumo ingenio, explicando que la literatura de moda en provincia, es la pasada de moda en París. Cuando Dupuis y Cotonet se enteran, los parisienses se han hartado. El llamamiento de Nisard a las personas honradas también es un anuncio de lo que va a surgir durante la transición: el drama y la novela moralizadores.

Al hablar de los Poetas latinos de la decadencia, Nisard expuso ya, dentro del asunto, sus preferencias literarias, y no desperdició la ocasión de aludir a Víctor Hugo bajo el nombre de Lucano, el poeta español -no olvidemos que Hugo tenía pretensiones de españolizante, y que hispánicos son algunos de sus amaneramientos-. La Historia de la literatura francesa de Nisard, es obra de madurez; responde al mismo sistema de presentar como punto culminante de la gloria literaria de Francia, los siglos de oro en que brillaron Bossuet y La Bruyère, Molière y Montesquieu, Voltaire y Le Sage. Al sistematizar el clasicismo, al identificarlo con el idioma y el genio propio de la nación francesa, al hacerlo emblema de lo duradero y de lo bello en armonía con las leyes de la razón,   —320→   de la utilidad social y del buen gusto, Nisard continuaba su empresa de excluir al romanticismo de entre las direcciones legítimas en la historia de su país.

Por lo mismo que esta obra de Nisard es toda ella, indirectamente, reprobación de las nuevas tendencias, creyó oportuno suspenderla al llegar a Chateaubriand. Dio por motivo la falibilidad de los juicios63 sobre autores contemporáneos, que la posteridad no ratifica. Y, con notorio acierto, añade que, en la edad presente, otro motivo de engaño es la política, las complacencias y las injusticias del espíritu de partido. Tempranamente señala esta causa de error, y claro es que al escribir así, pensaba en Víctor Hugo, lo mismo que al decir: «La sagacidad de los críticos malévolos se debe a la prodigiosa ilusión de los admiradores».

En lo que Nisard presta muy señalado servicio, dándonos hecho el trabajo, es al definir las cuatro clases de crítica que existieron en su época. Para él, la critica literaria es como una parte esencial y nueva de la historia general. Los acontecimientos son las revoluciones del espíritu, los cambios del gusto, las obras maestras; los héroes, los escritores. El historiador debe mostrar la recíproca influencia de las letras y la sociedad. En esta primera forma, Villemain es el maestro. La otra es a la primera lo que las memorias a la historia: se complace en los retratos, busca antes la diversidad individual que la ley general. No es posible clasificar más felizmente a Sainte Beuve. La tercera   —321→   es la de Saint Marc Girardin: se cuida de la moral mejor quede la estética. La cuarta es la del mismo Nisard: se propone desarraigar el vulgar prejuicio de que sobre gustos no se escribe: tiene un ideal del espíritu humano en los libros, y llama bueno a lo que se acerca a este ideal y malo a lo que se aparta. Aspira a ser una ciencia exacta, y prefiere guiar y rectificar, que agradar o entretener.

Recontadas estas cuatro clases de crítica, habla Nisard como al descuido de otra más, a la cual no concede, visto está, gran importancia, no reconociendo que sea un género. Su nombre sería «arte de leer los buenos libros». Esta crítica, sigue diciendo Nisard, nos entera sólo de lo que goza; prefiere hacernos sentir las bellezas de las obras, que los defectos de los escritores... No podía adivinar Nisard el desarrollo que adquiriría aquel que ni aun era género, y como de él saldría, un poco tardíamente, la verdadera ramazón del romanticismo, la crítica individualista, la crítica del yo...

Numerosas son las objeciones que pueden formularse contra el cuerpo de doctrina del clásico por excelencia. Desde luego, su sistema pudiera, a lo sumo, adaptarse a Francia, donde el clasicismo representa lo castizo; además, su balance comercial, su cuenta de pérdidas y ganancias de las letras es, cuando menos, discutible; por otra parte, aun cuando el problema de la literatura francesa en el siglo XIX es verdaderamente un problema moral, y no pudiéramos negarlo, acaso la moral de Nisard sea   —322→   un tanto estrecha y calvinista. Hay cuestiones en que la amplitud debe unirse a la elevación, y Nisard no es amplio, ni puede serlo, desde su reducto.

Es justo no olvidar a los dos críticos a quienes Nisard concede puesto tan honroso. Villemain y Saint Marc Girardin se cuentan entre los adictos al clasicismo, si bien no lo erigen en sistema, como Nisard.

Villemain es un erudito, un helenista criado a los pechos de la antigüedad, lo cual ya encamina hacia un clasicismo de buena ley. Sus primeras empresas son panegíricos de clásicos: Montaigne, Montesquieu. Su primer trabajo algo extenso, labor de historiador. Más tarde entró en el profesorado y explicó en el Colegio de Francia el siglo XVIII y la Edad Media. Los entusiastas saludaron en él al que sabía fundir la crítica con la historia, elevándola a la altura de historia social. Y he aquí por qué Villemain, con todos los reparos que pueden ponérsele, descubrió su tierra propia y fértil, y esta nueva región que le pertenece es la crítica histórica.

Dando un paso más (ya veremos cuál es ese paso), nos acercamos a Taine. Y si prescindimos del carácter de sistema y método que en Villemain reviste la relación de autores y obras con la época y sociedad en que vivieron, si ello aparece como fruto natural de un espíritu curioso y analítico, en la zona de influencia de Villemain encontraremos a Sainte Beuve.

Leyendo hoy a Villemain nos cuesta algún   —323→   trabajo comprender aquel fanatismo de sus contemporáneos, que le llamaban monstruo y semidiós; aquel transporte de Agustín Thierry. Es la suerte común de las obras elocuentes, y Villemain poseyó como nadie el peligroso don de la elocuencia. Nisard, que no aspiraba a agradar a sus lectores, y lo declaraba en alto, es hoy fácil de leer, más que Villemain, el elocuente por excelencia. No se crea que sus contemporáneos no advirtieron el exceso (defecto no pudiéramos llamarle) de Villemain. Sainte Beuve nos ha transmitido mordaces frases. Royer Collard decía: «Villemain es un instrumento; ha aprendido el ingenio y lo emite a fecha fija... Si le abriésemos le encontraríamos dentro64 un mecanismo ingenioso, de autómata...». Otras veces afirmaba: «He releído encarnizadamente los dos tomos de Villemain en busca de una idea que sea suya, y no he acertado con ella». Otros aseguraban que el sistema de Villemain era coger una frase y ver qué podía colocar alrededor. Y el mismo Sainte Beuve, que había elogiado tan calurosamente a Villemain cuando coleccionó y publicó sus Obras literarias, diciendo de él que no conocía, entre las lecturas serias de nuestra edad, ninguna tan interesante como la de los Estudios sobre el siglo XVIII; que con tanta elevación había de lamentar su retiro del profesorado, -exclama por cuenta propia que en Villemain el pensamiento es de tal modo distinto de la frase, que aparece exterior a ella (característica de los elocuentes)-. Al emitir sobre Villemain   —324→   un juicio definitivo, le declara esencialmente un profesor de literatura, y reconoce que mientras sus lecciones eran admirables y brillantísimas, sus libros son... agradables.

Saint Marc Girandín empezó, como Villemain, por Elogios y Cuadros de la literatura de determinada época; como él, ingresó en el profesorado, pero ahí se acaba el parecido. De las alturas de la elocuencia, Saint Marc Girardin trajo a la crítica al terreno llano, ameno y fértil de la explicación casi familiar. Y como quiera que sus lecciones versaron sobre literatura dramática, tuvo ocasión propicia para hostilizar ingeniosamente a la nueva escuela y ser una de las varias fuerzas que prepararon su caída. El ingenio, o por mejor decir, lo que en Francia se llama el esprit, y que, como producto parisiense, no tiene equivalente en castellano, es la cualidad que preferentemente se reconoce a Saint Marc Girardin; pero no el esprit de fuegos artificiales a lo Alfonso Karr, sin o algo más racional, sazonado con esa tendencia a lo familiar decoroso, que recomendaba aquel marqués moralista, Vauvenargues, uno de los genuinos intérpretes del alma francesa. La familiaridad elegante, que es la modestia y franqueza del entendimiento, no sólo ponía desde luego al profesor y al crítico en contacto con el auditorio, sino que era la retórica más opuesta a la de los románticos. Nadie tan indicado como Saint Marc Girardin para ver la ridiculez y la hinchazón de una escuela literaria, pero quizás clásico hasta la medula,   —325→   le faltaba el entusiasmo admirativo de la verdadera hermosura, que aparece a veces hasta saltando por cima del buen gusto y de la sensatez, en el «más allá» de la revelación estética. Tal ha sido el flaco de los clásicos: no conocer la locura de la belleza; y tal la partícula de verdad que hay en todo error y que existía en la doctrina de «la crítica por admiración», preconizada por los melenudos. Volviendo a Saint Marc Girardin, su doctrina era desdeñar la poesía lírica y estimar sólo la dramática, y en esto también era absoluta y naturalmente clásico, pues la raíz romántica es el lirismo, y su verdadera gloria duradera, la poesía lírica. Saint Marc Girardin desenvuelve ingeniosamente sus teorías, apoyadas en razonada y oportuna erudición, y una de las que mejor demuestra es la antigüedad de la crítica, con Aristóteles y Aristarco. Su clasicismo no se contenta con Boileau, ni con la tradición nacional, y asciende a la antigüedad, a los arquetipos. En la lid contra los románticos, Saint Marc Girardin puede contarse entre los adversarios más temibles, por lo mismo que procede dentro del estilo y del gusto enteramente franceses, invocando esos númenes tan galos, la lógica y el buen sentido, pero realzándolos con un intelectualismo acerado. Como dice el mil veces citado Sainte Beuve (no hay guía más seguro), Saint Marc Girardin ha desinflado a alfilerazos hartos globos. El alfiler, añadiremos, es de oro, y arma bien francesa es el alfiler.

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Toda la enseñanza que durante la transición propagaron los moralistas de la escena y la novela; la reacción defensiva y social contra los desmanes del romanticismo, está contenida ya en la crítica moralista de Saint Marc Girardin. Y no es poco que pueda decirse de él que fue el médico que curó a la juventud de la enfermedad de René; que la reconcilió con la realidad y la vida, con sus fines honrados y sus deberes graves, impuestos por la naturaleza. Verdad, añade Sainte Beuve, que tal vez les curó demasiado radicalmente, creando esa generación de formales, de prácticos, en quienes parece haber muerto todo fervor y toda idealidad.

Aún quedan críticos antirrománticos65 dignos de mención, que ayudaron a la caída de la escuela satirizándola (fácil empresa), o demostrando sus deficiencias considerables. El abate de Féletz nunca se apartó de la brecha, y su campaña contra el romanticismo duró treinta años. Como que empezó a hacer propaganda clásica antes del romanticismo, y al hablar de la crítica bajo el imperio, hemos citado ya el nombre de este ático y culto escritor, que no conoció la pedantería, ni la virulencia, y que, siempre dispuesto al combate, no lo extremó nunca, ejerciendo esa tolerancia, que a veces, no nace tanto de la flexibilidad del pensamiento, como de la disciplina de la buena educación. En cambio, Hoffman, también nombrado anteriormente, en su índole crítica se asemejaba más a Gustavo Planche, y puede incluírsele en el número de los mayores enemigos del   —327→   romanticismo, hasta el punto de decir que Schiller debía ser condenado a pena de azotes. Para Víctor Hugo, acaso deseaba la cuerda.

En esta protesta, en el fondo tan nacional, contra el romanticismo, notemos que la cuestión gira principalmente alrededor de Víctor Hugo. No en balde fue el Napoleón, el triunfador estrepitoso. Contra Víctor Hugo, principalmente, iban las sátiras, las burlas, las indignaciones; en él la escuela vencía, pero se desbarataba, se caía a pedazos, en espera del Waterloo.

Se explica el enojo de los clásicos, seguros de tener razón y derrotados en toda la línea. Sería más difícil explicar la cólera de autores como Lemercier, precursor de todo el teatro romántico, romántico igualmente en sus versos, y fiero enemigo de la escuela, tanto que, al oír que los románticos procedían de él, contestaba; «No es posible; son incluseros». La restallante frase tiene el mérito de señalar uno de los flacos del romanticismo.

Cuando se recuerda que tantos hombres de verdadero mérito y superioridad -no todos figuran en esta reseña- se alistaron para combatir el romanticismo, la pronta disolución de la escuela parece naturalísima. El romanticismo tuvo contra sí, en conjunto, a la crítica seria; los críticos clásicos fueron más numerosos, fundados y sagaces que los románticos; a la larga, la resistencia era inútil. Una escuela literaria que, con tantas circunstancias66 a su favor, ve alzarse a la crítica en contra, y no por   —328→   vano capricho de los que escribían, de los que enseñaban, hasta de los que, como Cousin, más bien filosofaban, sino porque la índole de la crítica como género a la vez literario y científico lo exigía, porque lo reclamaban las tradiciones, la sociedad en lo que constituye su resorte y su fuerza orgánica, las cualidades de la raza, las exigencias elementales del gusto y hasta la misma libertad y variedad de la literatura, encerrada en la fórmula romántica como en uno de aquellos negros calabozos de que tanto partido sacaron los novelistas y dramaturgos -está sentenciada-.

Más adelante reaparecerá el ideal romántico en la crítica, y se llamará impresionismo.





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ArribaEpílogo

El movimiento que rápidamente y no sin inevitables omisiones queda reseñado, fue intenso, brillante, glorioso para Francia. De él arranca un hecho capital: la aspiración del pueblo francés a ser la nación guía, el director intelectual y espiritual de las demás naciones civilizadas, tomando por vehículo de su ingerencia la literatura.

Con la Revolución, de la cual son derivaciones, prolongaciones y consecuencias todos los hechos históricos posteriores, hasta los más recientes, Francia se creó un puesto aparte, escindió su historia, y, con la propaganda de la Revolución por el mundo entero, se cerró o al menos se dificultó el camino de las evoluciones orgánicas y naturales, en armonía con su genio y su estructura íntima. Todavía no ha cesado -ese pueblo tan enriquecido de energías   —330→   vitales por su instinto de laboriosidad, economía y sensatez- de hacer romanticismo político y social, y en ese terreno acaso esté muy distante aún su época científica y positiva. La aventura continúa.

Y lo que ha hecho posible esta aventura es la pretensión y obtención de una hegemonía en el orden literario-intelectual, que bien pudo fomentar la ilusión más halagüeña -la de ser fanal del mundo-.

El romanticismo fenece y la transición se presenta con su cambiante fisonomía; pero aún está lejos la hora en que el gallo galo, al despertarse de un sueño y notar que no ha cantado aquella aurora su clara y estridente salutación al Sol, vea atónito que el Sol, sin embargo, sale como de costumbre.