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ArribaAbajo- VIII -

La novela.- El folletín: Dumas padre.- La gran influencia romántica: Jorge Sand.- Su primera manera


Al nombrar a Alejandro Dumas padre, no ya en concepto de autor dramático, sino de novelista, noto el hecho de que, en este caso, la crítica literaria se aparta del público, y no contenta con apartarse, rompe a andar en dirección opuesta. Ante la crítica, no es Dumas padre, novelista, un autor discutido, injuriado, maltratado; que a serlo, por vivo le tuviéramos. Es un autor arrinconado, a quien parece de mal tono, no digo estudiar, sino hasta citar. Los críticos le han barrido: no existe. Entre los muchísimos libros franceses de crítica que consulto a cada paso al trazar estos capítulos, encuentro media docena de páginas dedicadas a las novelas de Dumas padre; y entre ellas, habría que incluir la fulminante diatriba de Zola contra el proyecto del monumento de   -230-   bronce que a Dumas ha elevado la ciudad de París, y que, en sentir del autor de los Rougon, fue una usurpación a Balzac.

El público, en cambio, guarda fidelidad silenciosa a las novelas de Dumas. He preguntado a libreros españoles, y contestan que mientras nadie pide ya un ejemplar de aquellas novelas poemáticas de Hugo, que hace treinta años se despachaban a millares, Dumas se vende sin interrupción. Ni se ha cesado de traducirle, ni los periódicos de circulación han dejado de ver en sus creaciones un atractivo. Si estas cuestiones del mérito literario pudiesen resolverse mediante plebiscito, aún hoy Dumas se llevaría la palma.

Para mucha gente, acaso para la mayoría, los libros de Dumas realizan el ideal del género novelesco. ¿Qué debe proponerse el novelista, según la turba? Recrear, divertir, cautivar y suspender el ánimo con un relato en que el interés no desmaye un punto, en que sin fatiga del entendimiento y hasta casi sin su intervención, se espacie la fantasía, ya con aventuras y lances sorprendentes y extrañas dramáticas peripecias, ya con el desfile de una colección de telones donde aparezcan bocetadas a brochazos y retocadas por la imaginación, las principales escenas de la historia moderna y antigua, a guisa de epopeya barata y vulgar; y todo esto, diluido en un estilo incoloro, amorfo, claro y corriente como agua; que ni pese ni brille; el pan nuestro de cada día de los lectores a la buena de Dios, que detestan los primores   -231-   de la forma porque obligan a admirar, la verdad porque es ejemplar y triste, la psicología porque recalienta los cascos, y la observación de lo real porque es prolija, y aunque el novelista se encargue de desempeñar la labor, los lectores a que me refiero se parecen a aquel patricio romano, harto de deleites, que sufría congojas al ver trabajar a un esclavo.

Lo que el público agradeció a Alejandro Dumas es que supiese, como los narradores de los apólogos orientales, contarle cuentos amenos, y al mismo tiempo hacerle cosquillas en la planta de los pies para que se durmiese sin sentirlo. La facultad dominante en el hombre, la que se sobrepone a la razón, es la imaginación, y abundan más las imaginaciones frescas e incultas, parecidas a la del niño o del salvaje, que las descontentadizas, remilgadas y exigentes por el lastre de cultura. De la imaginación nace la credulidad, el ansia de lo extraordinario y estupendo, que antaño llamaron maravillosidad los frenólogos; y la imaginación y la credulidad se pusieron resueltamente de parte de Dumas, cuando este restauró las novelas de caballerías y los relatos de las Mil y una noches, renovando las Sergas de Esplandián y los prestigios fabulosos de la encantada cueva de Aladino, atestada de rubíes, perlas y diamantes.

Es justo reconocer que si carecía Dumas de elevadas exigencias artísticas; si no es posible extraer de sus novelas página que pueda incluirse en una Antología; si no nos ha legado   -232-   un profundo estudio humano, ni una obra de esas que abren surco en el pensamiento, nadie como él poseyó las cualidades secundarias, la inexhausta vena, la prodigiosa facilidad, la sorprendente inventiva, la amenidad, la alegría y buen humor en el trabajo; nadie como él devanó la enredada madeja de la narración; nadie encontró en mayor copia los recursos que avivan el interés e incitan a la lectura; y el conjunto de estas cualidades, en el grado en que Alejandro Dumas las reunía, compone una poderosa personalidad. Entre otros rasgos peculiares de Dumas debemos contar su destreza para el pasticcio. Hay entre sus obras una serie de cuentos imitando tan bien la manera tétrica y terrorífica de Hoffmann y de Edgardo Poe, que sólo los inteligentes pueden distinguirlo, como sólo un experto distingue la piedra falsa de la verdadera. Y es que Dumas se lo asimilaba todo, menos los primores del estilo; por lo cual es difícil, si no imposible, separar de entre la inmensa producción de Dumas la parte que corresponde a sus colaboradores asalariados, dándose el caso de que sabiendo, por ejemplo, que tal novela no la escribió Dumas, sino verbigracia, Augusto Maquet, de Dumas nos sigue pareciendo, y como de Dumas la miramos. Peregrina manera de ser, análoga a la de una máquina de fabricar papel, que de mil despojos heterogéneos, trapos, manuscritos, fragmentos de hojas impresas, saca una pasta homogénea.

Se ha sostenido, sin pretensiones paradojales,   -233-   que una de las cualidades que más favorecieron a Dumas fue su ignorancia. «La ignorancia» -afirma un crítico eminente, Albert, cuando después de remilgos desdeñosos se determina a decir algo sobre Dumas- «tiene muchas ventajas. Al que sabe, le atan las manos mil escrúpulos; las cuestiones de Historia, de Filosofía y de Arte, le estorban; las reminiscencias le molestan; el temor de imitar le paraliza. En cambio, el ignorante camina impávido». Sin duda los primeros estudios de Dumas fueron deficientes, y no se quemó las cejas; pero esto de la ignorancia, que se le atribuye como rasgo distintivo, no me parece del todo exacto. Los escritores de amena y vaga literatura no han solido ser unos sabios profundos, y menos especialistas; lo son por excepción únicamente: en general, se les puede calificar de ingenios legos, como a nuestro Cervantes. Comparado a Agustín Thierry, ignorante es Dumas, sin duda alguna; pero no hemos de exigir la conciencia del historiador documental al que decía desenfadadamente: «La Historia es un clavo que me sirve para colgar mis lienzos». De esa varia y pintoresca instrucción que necesitan el novelista y el autor dramático, se apoderó Alejandro Dumas por sorpresa, como él lo hacía todo, ya asaltando las bibliotecas a manera de niño que asalta una alacena de golosinas, y removiendo empolvadas crónicas, ya leyendo a diario, con voraces y alegres ojos de incansable viajero, ese libro inmenso que se llama el mundo. Además,   -234-   vivió, cosa de que a veces se olvidan los doctos. Vivir y viajar, son dos aulas donde se aprende mucho; recordemos que Cervantes llamaba universidad a las almadrabas de la pesca del atún. De estos estudios que realizó Dumas, otro sacaría el escepticismo de la desengañada experiencia; él sacó una ilusión vivaz, y la tela de grueso cañamazo indispensable para bordar sus invenciones; ora el libro de caballerías, que cuenta las fazañas de los Artagnan y los Porthos; ora las narraciones de viajes, en que a cada momento mezcla y diluye cinco partes de verdad, en forma de descripción o de recuerdo histórico, con noventa y cinco de novela y de divertidas patrañas. Aquí hemos comentado las trapisondas de su Viaje de París a Cádiz: en Italia, con ser el país favorito de los viajeros impresionistas, no han concluido aún de reírse de las inofensivas y cómicas farsas del Speronare y el Corricolo. Pues bien; para urdir tanta leyenda sobre motivos de Historia, de Geografía y de Arte; para tanto patrañear, no se puede ser un ignorante cerrado, el prototipo de la ignorancia, como hoy se pretende representar a Dumas: al contrario, es preciso saber bastantes cosas a diestro y siniestro y atesorar nociones y conocimientos, batiéndolos a punto de nieve para sacar unas merengadas tan huecas y a veces tan gustosas.

Lo que hay es que en Dumas, esa fuerza de la Naturaleza, como dijo Michelet, la vegetación natural, viciosa y exuberante de la fantasía, ahogaba toda simiente de estudio. La fecundidad   -235-   de Dumas era fenomenal y sin ejemplo. Aquí llamamos fecundo a un autor cuando escribe todos los días algunas cuartillas, lo cual debería calificarse de regularidad, y no de fecundidad; Dumas publicó en un año más de lo que podría escribir un copista, funcionando noche y día como una máquina. Dos periódicos fundó para redactarlos exclusivamente, y así y todo le faltaba espacio; no tenía canales por donde desahogar y se hubiera anegado en tinta, a no encontrar válvulas en el folletín, esa postdata o coletilla de la prensa periódica.

El folletín nació con nuestro siglo, y al principio dio asilo a la crítica literaria y teatral. En él se hacían y deshacían las reputaciones. Pero, bajo la monarquía de Julio, el folletín abandonó los dominios de la ciencia, del buen gusto y la razón, y se entró por los de la imaginación, solicitando las novelas de Dumas y Eugenio Sué. La popularidad del folletín fue súbita y vertiginosa: el público estaba pendiente de aquellas ficciones, hasta un grado que hoy apenas se concibe. Al pronto, los periódicos serios y de gran circulación se desdeñaron de recurrir al folletín; después no tuvieron más remedio que bajar la cabeza y solicitar con empeño y pagando cientos de miles de francos, las novelas socialistas de Sué y las novelas de aventuras del autor de Los Tres Mosqueteros. La evolución del folletín es sobrado conocida. Dumas y Sué eran semidioses del arte al lado de los industriales y prestidigitadores que les siguieron,   -236-   y que todavía infestan con sus engendros disparatados el piso bajo de muchas publicaciones, sin conservar más lectores que la hez del vulgo intelectual, que puede vestir de seda o de andrajos, porque se encuentra en todas las esferas sociales. Comparándole a los Richebourg, los Montepin, los Ponson y los Gaboriau, resalta la superioridad del narrador e inventor Alejandro Dumas, la dramática fuerza de algunas de sus novelas, por ejemplo, El Conde de Montecristo, y el vivo sabor de ficción caballeresca de otras, entre las cuales descuella como modelo Los Tres Mosqueteros.

Hay que tomar en cuenta la diferencia que existe entre Dumas y Sué, su rival folletinesco, y que basta para que Sué se diferencie y deba figurar en otra subdivisión, precediendo a Víctor Hugo en la novela social, de tendencias, y anticipándose también a los rusos que predican la supremacía del pueblo y la piedad anárquica. Por este carácter de Sué, no es aquí donde se hablará de él, sino en el segundo tomo, La Transición, porque la tendencia social, que es otra evolución del lirismo romántico, a la transición pertenece. Reyes, ambos, de folletín, se distinguen Alejandro Dumas y el autor de El Judío errante: mientras este puede incluir, en primer término, entre los elementos de su inmensa popularidad, el halago a las novedades e ideas que las revoluciones habían fomentado, y que habían de manifestarse en las letras, mientras les llegase la vez de salir del terreno de   -237-   la imaginación y concretarse en su forma positiva, sociológico-económica, el otro, el autor de Los Tres Mosqueteros, es ajeno a la política, no ataca a los jesuitas, no retrata príncipes errantes disfrazados de obreros, internándose en las tabernas de los suburbios parisienses a fin de salvar a una inocente obrera joven que la desgracia ha sepultado entre el cieno. Alejandro Dumas, para sus fábulas, al menos para las que le han valido tanta celebridad, tantos lectores, y tanto lucro, no ha menester sino la fuerza de su fantasía inagotable, propia, notémoslo, del fértil dramaturgo, que era aquel negroide -dramaturgo de acción, de emoción fuerte y de trama sólida-. No es que Dumas haya dejado, en su vida llena de actividades, muchas veces caprichosamente desordenadas, de mezclarse en política ni menos que profesase ideas conservadoras, a pesar de sus amistades con reyes y príncipes y de su megalomanía y pretensiones nobiliarias; es que en sus novelas, ya históricas, ya contemporáneas -al menos en las más famosas, porque no respondo de haberlas leído todas, ni son suyas, sino más bien de sus colaboradores, muchas que corren con su marca-, nunca asoma el sectarismo de Sué, ni las pretensiones redentoristas del mismo. Interesan, como queda dicho, por el arte especial de enredar la narración, de prestarle atractivo con graciosa rapidez y a veces con un sentido de lo cómico, de que carecieron por completo sus continuadores en la explotación   -238-   del género folletinesco. Quizás sea lo cómico lo más excelente de Los Tres Mosqueteros: en El Conde de Montecristo domina más la nota trágica, a veces muy vigorosa. Cuando resucite la gasconada heroica, con el verso de Rostand, habrá que reconocer que sus antecedentes se encuentran en los dos tipos inmortales de Artagnan y del Capitán Fracasa, de Gautier.

Llegado el momento de tratar de Jorge Sand48, quiero ante todo advertir que el relativo detenimiento con que hablaré de esta mujer famosa no se deberá a sus méritos literarios considerados aisladamente, sino al oficio y papel que desempeñó en la evolución y en la formación, incremento y descomposición del romanticismo, más encarnado en ella que en nadie, según reconocen críticos de suma autoridad y perspicacia, por ejemplo, Brunetière.

Los que me leen saben que por ahora no hemos salido del período romántico, el cual, prescindiendo de otros nombres -sin duda gloriosos, pero menos significativos-, puede darse por iniciado con Rousseau y Chateaubriand, y por llevado a sus últimas consecuencias con Víctor Hugo. Pues bien; siguiendo el mismo método, de dejar a un lado momentáneamente los nombres que no pertenecen a ese movimiento, podemos decir que con Jorge Sand se cierra el período romántico, y que en las varias   -239-   épocas y maneras de su producción abundante es fácil seguir paso a paso la transformación y decadencia del romanticismo, los nuevos aspectos que el siglo presenta, y, en suma, el cambio radical sobrevenido en los veinte fertilísimos años comprendidos entre 1830 y 1850.

Para demostrar que Jorge Sand tuvo efectivamente la representación que le atribuyo, me sería útil detenerme en su biografía, pero la creo tan conocida y efectista, que procederé con la mayor sobriedad.

Es la biografía romántica entre todas. Sin llegar al extremo a que llega Hipólito Taine, cuando sostiene que lo único importante que hay detrás de un libro es un hombre o una mujer, paréceme que la significación de los libros se completa muchas veces con la de la vida; y cuando los libros son, como los de Jorge Sand, esa vida misma -interna o externa- derramada por las hojas del manuscrito, y si además esa vida concentra la substancia de las ideas y de las esperanzas y ensueños que agitan al siglo y subvierten profundamente su mentalidad, no cabe dudar que interesa lo biográfico tanto o más que lo libresco. Sin embargo, me limito a recordar, en la biografía de Lelia, los elementos de romanticismo que la dominan y que se comunicaron a tantas almas, a tantos individuos que acaso ni habrían leído a la gran narradora.

El españolismo fue un tópico romántico, y la Sand recibió, como Hugo, sus primeras impresiones imaginativas en España, de la   -240-   cual recordaba mil detalles asaz pintorescos. La fantasía, otro elemento integrante romántico, era poderosísima en Aurora Dupin (fantasía no plástica como la de Hugo, sino ensoñadora). Las influencias de Rousseau, en la Sand, hacen explosión en un intenso cariño al campo y a la naturaleza, no desmentido hasta la muerte. El prurito religioso del romanticismo, y su anarquismo sentimental, encuentran terreno donde desarrollarse en el alma apasionada y naturalmente mística de la mujer. El espíritu del peligroso sofista, de Juan Jacobo, entra en el alma de Jorge Sand por la brecha que habían abierto las emociones religiosas del claustro. Voltaire era repulsivo a Lelia, en quien el entusiasmo constituyó enfermedad crónica.

En su primera época, lo que se destaca en la fisonomía moral de Jorge Sand, lo que la ha de hacer tan influyente, es su actitud de incomprendida. Poco menos sutil que el contagio del «mal del siglo», y bastante relacionado con él, es este de las «almas superiores» oprimidas, asfixiadas por el ambiente. El hombre tiene medios de sustraerse al ambiente, de buscar espacio y aire; la mujer enferma y languidece en el rincón de una provincia, como la «musa del departamento», como la Bovary. El soplo lírico ha afinado sus sentidos, y cuanto la rodea la ahoga en prosa, en materialidad, en pequeñez. De esta lucha entre un espíritu y un medio, harán con el tiempo Flaubert y Balzac estudios desgarradores, sátiras amargas. Jorge Sand, no cabe duda, capitanea esa legión de   -241-   mujeres pálidas, de largos tirabuzones, que alisan con mano marfileña, para quienes el marido es el ser grosero y tirano, y la provincia el destierro entre los Sármatas. La Bovary se liberta con el suicidio: Jorge Sand estuvo muy a pique de hacer otro tanto antes de emanciparse con la rebeldía y la fuga. Hacia 1831, la baronesa Dudevant llega a París, resuelta a trabajar para sostener a su niña pequeña.

Y en esta etapa fue influyente, porque adquirió celebridad ruidosa, muy presto. La imagen de Jorge Sand que por tanto tiempo dominó la imaginación, es la del azaroso período de su vida, cuando la cobijaba su buhardilla del malecón de San Miguel, y recorría el barrio latino vestida de hombre. El retrato de Jorge Sand que permanece en la memoria, es el de la cabeza de melena romántica, envuelta en el humo del cigarro. Fue, sin embargo, una actitud impuesta por las circunstancias. No tuvo siquiera la extrañeza de la novedad. Hay pocas cosas nuevas bajo el sol, y en nuestra misma literatura española no faltan ejemplos de damas que anduvieron algún tiempo en hábito varonil, desde la poetisa Feliciana Enríquez de Guzmán hasta la pensadora Concepción Arenal. Sería, además, desconocer el carácter de Aurora Dupin creer que aquella excentricidad obedeció al deseo de llamar la atención. Bien como para salir a cazar codornices en Nohant había adoptado las polainas y la blusa, adoptó en París el traje masculino por razones de comodidad y economía.

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El traje masculino de Lelia fue, sin embargo, la bandera de la rebeldía romántica, la quintaesencia del yo proclamado como ley del mundo; y las aventuras pasionales (que tampoco eran cosa para maravillar, después del siglo XVIII, no muy recatado ni evitador del escándalo en ninguna clase social, hasta en las gradas del trono) se revistieron, no obstante, de peculiar colorido; las Noches de Musset consagraron su carácter de inquietud nueva y honda, más allá del sensualismo. Los actos humanos son poco en sí cuando no llegan a la región del espíritu y no levantan en ella tempestades. Lances bien corrientes, amoríos y concubinatos hasta vulgares, se revistieron de influjo perturbador, por traer el sello genuino del romanticismo.

Y es lo único que importa en la historia de Jorge Sand, amenamente contada por ella misma; lo que puede dar idea de su papel capital dentro del romanticismo, que en cierto modo simboliza esta escritora -a quien, según confesión de Caro, hoy apenas se lee-. Reconocemos en Jorge Sand los siguientes elementos: la procedencia sajona, que explica la tendencia al ensueño; el enlace desigual de su padre y la lucha de familia que provocó, y de la cual se originaron las ideas igualitarias, la incesante protesta y prurito de arreglar la cuestión social por medio de la nivelación amorosa; la convivencia con la naturaleza, que inspiró las novelas geórgicas de la tercera manera de Jorge Sand, e hizo de ella una gran paisajista; las lecturas de   -243-   Rousseau, que determinaron la crisis religiosa y las explosiones del lirismo; la exaltación mística del convento, que reveló el fondo de religiosidad natural; la nostalgia de la «incomprendida»; la emancipación, el sentimentalismo, el predominio constante de la ilusión sobre el juicio y el entendimiento.

Lejos de ser lo que se entiende por una inteligencia varonil, fue Lelia un talento eminentemente femenino. La característica atribuida al talento femenino, es sufrir las influencias ajenas; recoger, como una epidermis, las benéficas acciones, y también las infecciones del ambiente exterior, las ideas de los demás, y prestarles forma y expresión eficaz y elocuente. Esta característica está patente en Jorge Sand, que es realmente un eco sonoro, un límpido espejo de aumento donde las imágenes se presentan más refulgentes y grandiosas. Los que se la representan como una especie de Safo delirante y rugiente, la entienden tan mal como aquellos pacíficos naturales de Bourges que se la figuraban vestida de pantalones colorados y con un par de pistolas al cinto. Ella misma nos dice: «Yo no soy más que una buena mujer, a quien se han atribuido ferocidades de carácter enteramente fantásticas».

Así, Emilio Faguet ha podido escribir con exactitud que Jorge Sand fue -a pesar de las apariencias- una de las organizaciones mejor equilibradas, y que su talento es lo contrario del tipo genial: un equilibrio de facultades.

La vejez, lejos de endurecer su corazón, lo   -244-   ensanchó para la doble maternidad de la abuela, y los últimos años de la fantástica Lelia no conocieron más ilusión que la de entretener a los nietecillos con cuentos, juegos y representaciones en el teatro de marionetas de Nohant. «El instinto maternal -dice Caro en su bello estudio sobre Jorge Sand- se apoderó de su vida como un amo, y casi como un tirano, haciéndola esclava sumisa de sus hijos y de sus nietos».

No podíamos prescindir de recordar este modo de ser de Jorge Sand, porque la muestra profundamente femenina, guiada e impelida por la ley de su sexo, encargado de la penosa faena de la maternidad, y a veces (cuando las mujeres son tan mujeres como la autora de Mauprat), subyugado por ella.

Si Jorge Sand, por haber sido tan femenina, ofrece en sus obras un compendio o resumen de la sucesión de las ideas estéticas y sociales de su época, no por eso pierde la personalidad del gran escritor y del artista natural y espontáneo. Entre las cosas más injustas que se han dicho de Jorge Sand, cuento aquella maligna y conocidísima frase: «En Jorge Sand, el estilo es el hombre». Precisamente el estilo de Jorge Sand nació con ella, puede decirse, porque desde las primeras páginas que trazó, encontrose dueña de su forma propia sin esfuerzo, sin atravesar el laborioso período de imitación y culto de los modelos de que apenas ningún escritor se exime. Tan de manantial era en Jorge Sand el estilo, que no había   -245-   cosa que la asombrase y compadeciese como las fatigas que pasaba su amigo Gustavo Flaubert para retocar una página, sustituir un adjetivo o acicalar un giro. Escribía Jorge Sand sin levantar mano, sin tachar, sin titubear; como hacen panales las abejas. «Su estilo» -dice Lemaître- «es amplio, suelto, generoso, y ninguna frase lo caracteriza mejor que esta antigua calificación: Lactea ubertas». De esta misma índole son siempre las imágenes que sugiere el estilo de Jorge Sand: mientras Lemaître la compara a la vaca Io, nodriza de los dioses, Caro la asimila a la Fuente azul de las montañas del Jura, tranquila, atractiva y honda, que refleja el paisaje y el cielo. Así como el estilo de Víctor Hugo inspira comparaciones metálicas, y el de Gautier comparaciones pictóricas, el de Sand recuerda la hermosura del agua, cuyo rumor y cuyo aspecto no cansan jamás.

No fue, pues, en el estilo, sino en las ideas, donde Jorge Sand recibió y adoptó, y devolvió con nuevo prestigio y revestidas de elocuencia, aunque sin orden ni lógica rigurosa, y con cierto candor aún más infantil que femenil, las ya no muy sólidas doctrinas de sus amigos.

Hay que dividir la producción de Jorge Sand en tres épocas por lo menos, tal vez en cuatro, y agrupar sus novelas con arreglo a esta división. No cabe que las estudiemos una por una, pues las obras de Jorge Sand forman más de cien volúmenes de lectura compacta. Atribuiremos al primer grupo las novelas de inspiración lírica, subjetiva o personal, las más   -246-   profundamente románticas, entre las cuales descuellan Lelia, Indiana, Valentina. En estas novelas, por el mismo procedimiento de Chateaubriand, Byron, Senancourt, Musset y tantos otros poetas y novelistas románticos, Jorge Sand se encarna en sus personajes, y por boca de ellos y en el conflicto de su destino, expresa sus propios desencantos y las turbulentas aspiraciones de su alma. ¿Qué amarguras tenía que desahogar Jorge Sand por boca de sus exaltadas heroínas? Hasta entonces, sus contrariedades, algo aumentadas por la imaginación y por el carácter, eran fruto del matrimonio; por eso Indiana, Valentina y Lelia proclamaban el derecho a la pasión y la ruptura del lazo conyugal.

Cuando la gente repite, un poco rutinariamente, que las novelas de Jorge Sand son inmorales, no se cuida de especificar a cuáles de ellas debe aplicarse esta severa calificación: si no se ha olvidado ya lo que dije acerca de la inmoralidad esencial del romanticismo, ahora es ocasión de aplicarlo: las primeras novelas de Jorge Sand, inmorales son, en efecto, con la inmoralidad del egoísmo individualista: son inmorales, no porque describan amoríos, sino porque en nombre de la pasión oponen al individuo, a la sociedad entera. Desplómese la sociedad, caigan por tierra las instituciones, sacudidas, como las columnas del templo filisteo, por un solo individuo, para aplastar a miles de personas; húndase el mundo y sálvese la pasión; tal es la fe y las doctrinas   -247-   de Jorge Sand. Y la reclusa de Nohant, al respirar las primeras bocanadas de aire libre, tan transportada se siente, que asocia a las aspiraciones de su corazón, con sacrílega inconsciencia, los altos y reservados decretos de Dios. Hay un pasaje de la novela Valentina que dice: «La Suprema Providencia, presente donde quiera a despecho del hombre, había puesto en contacto a Benedicto y a Valentina; pero entre los dos se atravesaba la sociedad, haciendo impía, absurda y culpable su recíproca elección. La Providencia hizo el orden admirable de la Naturaleza, y los hombres lo destruyeron». Es la misma idea del Antony, de Dumas; la misma, aunque todavía vacilante, que hemos podido ver despuntar en Chateaubriand; pero sostenida con más vigor y convicción; transformada, de queja dolorosa, en himno triunfal; elevada a rito religioso.

Este propósito de glorificar el sentimiento, de santificar hasta sus extravíos, Jorge Sand lo confiesa paladinamente: «Hay que idealizar el amor -nos dice- y prestarle sin recelo todas las energías a que aspira nuestro ser, todos los dolores que padecemos. No hay que envilecerlo nunca entregándolo al azar de las contingencias; es preciso que muera en tiempo, y no debemos recelar atribuirle una importancia excepcional en la vida, acciones que vayan más allá de lo vulgar, hechizos y torturas que sobrepujan a lo humano, hasta la cantidad de verosimilitud que la mayoría de las inteligencias admite». En este pasaje descubrimos la   -248-   raíz del idealismo de Jorge Sand. Sin dejar de ser una egolatría individualista, no es la del individuo varón, simbolizada en el hosco y melancólico René, en el lacio y aburrido Oberman, en el fogoso y arrebatado Antony. Jorge Sand completa el individuo representándolo por medio de la pareja, el hombre y la mujer; y por este concepto, su lirismo supera en intensidad y en sugestión al de todos sus contemporáneos y predecesores; se extiende como un contagio, y provoca una explosión de fanatismo lírico. La idea pseudo-mística que Jorge Sand amalgama con el amor humano, se ve más clara todavía en otro párrafo de sus Memorias, que transcribiré modificando o suprimiendo lo más escabroso que encierra: «He oído decir -escribe- que no es muy difícil realizar los fines amorosos; que, para conseguirlo, bastan un hombre y una mujer. Yo digo que hay que ser tres: un hombre, una mujer, y Dios en ellos». Esta singular variante del Deus in nobis sirve de divisa a las novelas de la primera época de Jorge Sand: es la nota sobreaguda del lirismo y la apoteosis más anárquica del yo. No negaré que se hayan exagerado bastante los riesgos que tales doctrinas pueden entrañar. Sin que desconozcamos que son veneno para algunas almas juveniles, quizás predestinadas a adivinar y practicar esas teorías, aun cuando nadie se las hubiese inculcado, siempre parecerá el idealismo místico-erótico de Jorge Sand una enfermedad excepcional. Pero las doctrinas de un escritor pueden ser muy inmorales, aunque   -249-   no sean dañosas; como que la moralidad, o no es nada, o es en sí.

Haciendo el Conde León Tolstoi un examen crítico de las obras de Guy de Maupassant, observa que los novelistas franceses de este siglo parece que no ven más objeto para la vida que el amor. La observación es exacta; de cien novelas francesas modernas, noventa y cinco dan vueltas al mismo asunto que Jorge Sand declaraba el único poético e interesante. Este virus que desorganiza y corrompe la literatura francesa no puede dudarse que se lo inoculó en gran parte Aurora Dupin. No vacilemos en estampar un juicio severo cuando la verdad lo exige. La antigüedad fue viril y grande, porque si elevó altares a Venus, se los consagró también a la sabia Minerva, a la casta y vigorosa Diana, al inspirado Apolo y al sacro Jove; y las islas donde exclusivamente se adoraba a la Afrodita, quedaron infamadas. Se objetará que el amor divinizado por Jorge Sand fue un idealismo transcendental; pero bien sabemos cómo por el hilo de esos idealismos se saca el ovillo de la afeminación y la decadencia de una época literaria y hasta de una sociedad.



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ArribaAbajo- IX -

La Historia.- Los románticos puros.- Apologistas e impugnadores de la Revolución.- Thierry, Michelet


Al lado de la novela, se presenta lógicamente una forma épica, poderosamente influida, sin embargo, por el romanticismo; que tiene con la novela estrechas afinidades, y que si bien se funda en los altos progresos de ciertas ramas de la ciencia, y en el conjunto de los adelantos humanos y de la dirección civilizadora, pertenece por otro concepto a los dominios del Arte. A la historia me refiero.

Al hablar de los historiadores, no me coloco a tanta distancia como parece de los novelistas. No es que vaya a repetir la célebre humorada de Alejandro Dumas padre, cuando decía de Lamartine, refiriéndose a Los Girondinos: «Lamartine ha elevado la Historia a la altura de la novela». Lo que pretendo significar es que historia y novela son dos manifestaciones   -251-   de la epopeya; en la novela puede ser elemento integrante el lirismo, y en la historia, la pasión y el sentimiento del historiógrafo pueden introducir el lirismo igualmente. Por otra parte, una de las grandes direcciones de la historia, en nuestro siglo y en Francia, procede directamente de la novela; la otra dirección principal se deriva de los sacudimientos, alteraciones, guerras y conquistas de las épocas revolucionaria e imperial, que despertaron a los pueblos, infundiéndoles la conciencia de la nacionalidad, y suscitaron partidarios de la sociedad nueva, que la defendieron en obras históricas.

Aunque la historiase nutre del jugo de la ciencia, por su forma pertenece al Arte. Los insignes historiadores de la antigüedad, propuestos como modelos a las generaciones, no fueron ciertamente, si exceptuamos a Polibio y a Tácito, pensadores muy profundos, y todavía menos, eruditos abrumados bajo el peso de la investigación; pero fueron artistas: estilistas consumados, como Herodoto; lapidarios de la frase, como Tácito; retratistas de mano maestra, como Plutarco. Entre las crónicas de la Edad Media, las que han conseguido sacudir el polvo de los archivos y reaparecer llenas de vida y frescura, son las que, obra de un poeta como Froissart, tienen el atractivo y el encanto de un entretenido libro de caballerías y aventuras. No bastan, sin embargo, a la historia las galas de la ficción: necesita descansar en el sólido cimiento de la verdad documentalmente   -252-   probada. Así lo enseña Taine: «La Historia -dice- es, sin duda, un arte; pero es también una ciencia: pide al escritor la inspiración, pero también la reflexión; tiene por artífice a la creadora fantasía, y por instrumento la prudente crítica y la generalización circunspecta; sus cuadros deben ser tan vivos como los de la poesía; su estilo tan ajustado, sus divisiones tan marcadas, sus leyes tan demostradas, sus inducciones tan rigurosas, como las de la Historia Natural». Y Menéndez y Pelayo, al considerar la historia como obra artística, entiende que debe producir, aunque por sus propios medios, efectos semejantes a los que producen el drama y la novela.

Cuando se considera que el historiador necesita reunir las condiciones del sabio y del artista, y reunirlas en grado eminente; cuando se piensa que no le basta la inspiración del vate, la animación y colorido del novelista y la sentenciosa profundidad del filósofo, sino que, con largas vigilias e ímproba labor, tiene que captar tantas ciencias auxiliares, ramificaciones de la Historia en su acepción rigurosa -la sociología, el derecho, la cronología, la arqueología, la etnología, la lingüística, la numismática, la epigrafía-, y que todos estos conocimientos y otros innumerables, ocultos y disimulados, por decirlo así, han de infundir tono y vigor al cuerpo de la obra histórica, corriendo secretamente por sus venas -cuando se considera, repito, lo que el historiador ha de ser para realizar esa ideal conjunción del arte   -253-   y de la ciencia, comprendemos que es alta gloria del siglo XIX haber presenciado el renacimiento y florecimiento de los estudios históricos, y ser llamado por antonomasia el siglo de la historia-.

En esta gloria le cabe a Francia parte considerable. No en vano fue el territorio francés escenario donde se desarrolló el más tremendo y conmovedor drama histórico, y donde se forjó inaudita epopeya, comparable a las de las edades heroicas del mundo. Lo que en ellas produjo un Homero, o al menos una personificación que la leyenda llamó Homero, en la nuestra hizo surgir una legión de homéridas, armados de punta en blanco con las armas de la erudición y del análisis.

Desde los últimos años de la Revolución, advirtiose en Francia la tendencia de la juventud hacia los estudios históricos; hacia lo que podemos llamar contemplación del pasado. Empezaron a aparecer historiógrafos que se apartaban igualmente de la superficialidad de Voltaire y de la aridez y sequedad de los Benedictinos de San Mauro y los miembros de la Academia de Inscripciones. Entre estos heraldos de la historia nueva se cuenta el ginebrino Sismonde de Sismondi49, conocido en España por su estudio sobre las literaturas meridionales, economista y celoso propagandista de las doctrinas de Adán Smith; amigo leal de Madama de Staël, espíritu optimista, prendado de las   -254-   ideas progresivas, y bueno con esa bondad seria y sencilla de los suizos, cuyas almas parece sanear el aire puro de las montañas y el claro cristal de los lagos. Por desgracia, una cosa es la bondad del alma y otra la del estilo, y el de Sismondi pecaba de incorrecto y lo afeaban modismos ginebrinos y construcciones que el francés castizo rechaza. Nótase también en Sismondi, sobre todo en su Historia de las Repúblicas italianas, una levadura de hostilidad sistemática contra el catolicismo y el Papado, que suele atribuirse a resabios de la vieja sangre gibelina que llevaba en las venas -la familia de Sismondi era oriunda de Italia y refugiada en Suiza-. El mérito de Sismondi consiste en ser el primero que se remontó hasta las fuentes y pensó en utilizar, para explicar los cambios y vicisitudes de los Estados, el conjunto de hechos del orden económico, legal y moral, que hoy se entiende por sociología. Al presente, los historiadores no prescinden de apreciar estos hechos, y Taine, en sus Orígenes de la Francia contemporánea, y Macaulay en su Revolución inglesa, y sobre todo el afamado Thorold Rogers, tal vez examinan con mayor cuidado las consecuencias históricas de un impuesto que las de una batalla campal.

La otra dirección histórica moderna, que podemos llamar de inspiración poética, aparece con la Historia de las Cruzadas, de José Michaud. Este autor tuvo una fisonomía muy curiosa, y sus fluctuaciones políticas y sus amistades y odios literarios merecerían párrafo   -255-   aparte. Como el espacio de que dispongo no lo permite, me contentaré con entresacar del primoroso estudio que le dedica Sainte Beuve tres episodios de su vida. El primero es triste, y prueba hasta qué extremos puede arrastrar la excitación de las guerras de pluma. Empeñado en una polémica con José Chenier, Michaud no vaciló en señalarle la frente con la marca de Caín, acusándole de haber dejado guillotinar, pudiendo impedirlo, y movido de oculta envidia, a su hermano el gran poeta Andrés Chenier. La imputación de fratricidio cayó sobre la cabeza de José como una losa de plomo; le amargó la existencia, y le infamó ante la posteridad. No menor malignidad desplegó Michaud en sus ataques a madama de Staël, a quien trató con injusticia feroz. La casualidad le hizo encontrársela en casa de una amiga de ambos, y el ingenio le enseñó a salir bien de tan embarazosa situación con estas frases: «Señora, aunque no soy un héroe de la Iliada, me ha pasado lo que a Diomedes: luchando entre las tinieblas, en la confusión de la batalla he herido a una diosa».

El tercer rasgo interesante de la biografía de Michaud, es el origen de su idea de historiar las Cruzadas. Michaud era hombre sociable, discreto y culto, y por estas condiciones tenía que agradarle el trato de las damas. Al par que adversario de la Staël, fue amigo de otras escritoras de talento menos viril, a quienes podía aconsejar y proteger en cierto modo; entre estas se contó la famosa iluminada y novelista   -256-   rusa, madama de Krüdener, y la no menos célebre novelista, madama Cottin, popularísima entonces, hoy relegada al más profundo olvido. ¿No evoca el nombre de madama Cottin ningún recuerdo en los que me leen? Y ese recuerdo, ¿no va unido a las impresiones de la cándida niñez? ¿Existe alguien que no haya visto en su propia casa o en las humildes posadas y ventorros de los trasconejados pueblecillos, litografías que representan a un árabe guapo, caballero en fogoso corcel, y llevando al arzón a una mujer desfallecida y lánguida, envuelta en flotantes cendales blancos? El grupo romántico-sentimental de Malek-Adel y Matilde, en estampas, relojes de sobremesa y candelabros, hizo competencia a la tierna pareja criolla de Pablo y Virginia. Pues bien; la autora de Matilde o Las Cruzadas, no fue otra sino madama Cottin. De esta mujer exaltada, que acabó suicidándose de un pistoletazo en mitad del corazón, andaba prendado Michaud cuando se prestó a escribir el Discurso preliminar de Matilde; trabajo que hizo germinar en su mente el plan de otro más extenso, que llegó a ser la empresa eminente de su vida, y la que hoy nos obliga a recordar50 su nombre, el cual estaría no menos arrinconado que el de madama Cottin, si sólo hubiese lucido en polémicas periodísticas, en acerbas sátiras o en narraciones de viajes efímeras de suyo. La Historia de las Cruzadas es, en su género, obra clásica, porque no se ha escrito todavía sobre el mismo asunto ninguna que con más   -257-   gusto se pueda leer, ni con más provecho consultar; en el día sigue aún reimprimiéndose, y hay ediciones ilustradas por Doré. Encariñado con su tarea, y sintiendo el influjo del renacimiento religioso, que de la poesía pasaba a la historia, Michaud, aunque endeble de salud y ya en edad madura, no vaciló en realizar el viaje a Oriente, recorriendo los lugares donde se habían librado combates, asaltos, rotas y martirios de cristianos, rebuscando documentos, depurando noticias y enriqueciendo la obra, en nuevas ediciones, con copia de investigación. «Esta historia -dice un notable crítico, refiriéndose a la de Michaud- es sana y honrada, aunque nada ofrezca de superior su desempeño. Procede el autor de buena fe, buscando lo que considera más probable: es puntual y bien informado; pero no sobrecoge, no arrebata; aspira a repartir la razón entre los que admiran la inspiración religiosa y mística de los cruzados, y los que reprueban sus depredaciones y su bandolerismo; en suma, es Michaud historiador recortado, frío y elegante, sin ese íntimo ardor que se comunica a los lectores». ¡Lástima grande que el sugestivo asunto de las Cruzadas, que chorrea poesía, no hubiese caído en manos de un escritor, dotado, al par que de conciencia y honor histórico, de instinto artístico; verbigracia, un Agustín Thierry!

He dicho que una de las dos grandes corrientes históricas que aparecieron bajo la restauración procedió de los acontecimientos, del   -258-   cataclismo social de Francia y de las guerras europeas. Aunque la máxima tensión revolucionaria hubiese sido pasajera, como es toda lo violento, la labor transformadora del siglo XVIII era sobrado honda para que sus huellas se borrasen tan fácilmente. La restauración monárquica descansaba en terreno poco firme, que se disponían a minar en todos sentidos cientos de zapadores preparando otra restauración liberal, con un espíritu posibilista que no habían conocido los energúmenos del 93. Quien primero escarbó la mal apagada ceniza, fue madama de Staël, desde la tumba, porque las Consideraciones sobre los principales sucesos de la Revolución francesa son obra póstuma. El efecto era seguro. La autora narraba acontecimientos que había presenciado, que la afectaban directamente; y su voz, ahuecada por las graves resonancias de la bóveda sepulcral, adquiría nuevo prestigio sobre el que ya debía a la larga persecución sufrida bajo el Imperio, a la autoridad de testigo ocular, y a una noble actitud tan adversa al despotismo como a los bárbaros excesos de la demagogia. Así y todo, las Consideraciones de madama de Staël no están dentro de la Historia propiamente dicha, ni aun en la intención de su autora, que al poner mano en ellas sólo aspiraba a vindicar la memoria de su padre, el ministro Necker. Fue aquel libro tal vez el primero en que se presentó, a titulo de ideal para los pueblos latinos, la Constitución inglesa, pensamiento que, como otros muchos de la Staël, hallábase dotado de   -259-   singular vitalidad y fuerza difusiva, como que aún asoma periódicamente en las discusiones políticas y las teorías de los anglófilos entusiastas. A pesar de haber sido escritas las Consideraciones cuando ya la robusta organización de madama de Staël estaba quebrantada por los padecimientos, contienen trozos primorosos y ofrecen aquel grato sabor de madurez y seriedad que tan dulces frutos otoñales prometía en la escritora. Incompleto y todo, el libro fue una vindicación del nuevo régimen y un golpe fatal para la escuela reaccionaria, y puso nervioso al conde de Maistre, que escribía a Bonald: «Los libros de la Staël me impacientan siempre, pero sobre todos este último. Esa mujer tiene el talento del mal; concentra, sublima y dora los errores de la Revolución». No menos amostazado, Bonald emprendió la tarea de refutar las Consideraciones, tratándolas de novela casera, fundada en los afectos domésticos, y exclamando con afectación de desdén: «Consideraciones se titula el libro, lo mismo que si madama de Staël pudiese considerar cosa alguna».

Había tratado la Staël su asunto cual testigo apasionado en quien vibra el recuerdo y la apología nace de la sensibilidad; los que van a continuar su obra son hijos de otra generación, y viendo desde cierta distancia la época que estudian, podrán tener, ya que no la imparcialidad, por lo menos la sangre fría y el reposo del verdadero historiador. A la cabeza de los secuaces de madama Staël hay que   -260-   colocar el nombre conocido, casi familiar, de Thiers el pacificador51; uno de esos nombres que, sin ser en rigor geniales, son, en momentos dados, universales. Los dos lustros que transcurren entre las Consideraciones, de la Staël, y la Historia de la Revolución, de Thiers, bastan para que en vez de la parte interesada hable el juez, no tan recto como pretende ser, pero al fin sereno.

Thiers llegó de Marsella a París ávido de salir de los limbos de la obscuridad y la pobreza. Este episodio del mozo provinciano que busca en la gran capital el foco de luz y el pedestal de la fama, es muy frecuente en los anales de las letras, sólo que generalmente el primerizo suele traerse bajo el brazo un cuaderno de renglones desiguales, y Thiers se traía un amazacotado legajo de estudios históricos y políticos. A los veinticinco años de edad, fecha en que Thiers comenzó a publicar su Historia de la Revolución, era un abogaducho verboso, de exigua estatura y pronunciado acento meridional, provisto ya de sus eternas gafas, feíllo y rebosando inteligencia, que de todo hablaba, de todo entendía y se enjaretaba en todas partes, mostrando la petulancia del niño y del marsellés, antes que la timidez y reserva del sabio. Jamás, en efecto, pecó Thiers de modesto ni de encogido, y se le aplicó con notoria exactitud lo que observó Catón de los galos del Mediodía, locuaces y entendidos en asuntos   -261-   militares. El hombre que había de alejar de su patria el azote de la guerra, mostró desde el primer momento especial predilección hacia el militarismo, al cual otorgó en su Historia lugar preferente; dedicose, con el ímpetu y vivacidad de su temperamento, a estudiar la estrategia y la táctica; coleccionó mapas y planos, se hizo alumno de Foy y del historiador técnico Barón de Jomini. Visitó fortificaciones y maestranzas y dio nueva vida al sueño de Napoleón, un perpetuo estado de lucha y conquista. Para narrar los sucesos del período revolucionario, frecuentó el trato de los muchos que sobrevivían, recordando la época del Terror, de la cual maldecían o hablaban con espanto; y, sin arredrarse, pisando cenizas y sintiendo estremecerse el suelo, exploró por vez primera «la horrenda Montaña de la Convención, cercada de nubes y rayos como un Sinaí», y se consagró a explicar y cohonestar todo lo que de ella había descendido, demostrando, por el procedimiento fatalista, entonces nuevo y hoy carcomido a fuerza de uso, que estaba escrito, y estando escrito tenía que realizarse. Antes de que los historiase Thiers, los terroristas daban grima: eran a manera de monstruos o reptiles; Thiers, sin canonizarles, les restableció dentro de la humanidad, rehabilitándoles como a instrumentos de una catástrofe necesaria, que podían decir de sí mismos lo que Atila, el azote de Dios: «Yo camino, y siento que alguien me empuja».

La Historia de la Revolución, emprendida y realizada a los veinticinco años, es un caso   -262-   de precocidad más sorprendente que el de Víctor Hugo publicando a los diecinueve las Odas y Han de Islandia. La inspiración es amiga de la juventud; el trabajo reflexivo pertenece a la madurez. Pero Thiers, a pesar de su petulancia juvenil, nació maduro, como nació clásico. Nadie más adverso que Thiers al romanticismo; la ardiente ráfaga de mistral literario no logró calentarle los cascos; de los poetas melenudos decía que eran la nota ridícula de la literatura, y el espíritu católico y monárquico a la sazón dominante en el romanticismo, inspiraba cuchufletas desdeñosas al que se había propuesto demostrar que la Revolución fue una sangría bien recetada, que la República era posible en Francia, que no siempre representaría el Terror y la doble guerra civil y de la frontera, sino que, andando el tiempo, llegaría a constituir una solución estable. Poco antes de su muerte, los tremendos sucesos de la Commune pudieran hacer vacilar las convicciones de Thiers.

No sólo disentía Thiers de los románticos en el ideal político, sino en el estético, cuando proclamaba en un artículo inserto en el periódico El Globo, que no hay más poesía verdadera que la realidad. Naturaleza de vuelo bajo, esencialmente prosaica, la de Thiers, por fuerza tenía que renegar del romanticismo, y esta limitación de sus facultades le impidió contarse en el número de los historiadores artistas, que son de raza poética y zahoríes y entrevén el venero de oro bajo la costra de la tierra. A   -263-   estos pertenece la victoria definitiva, pero en el porvenir; pues la ventaja inmediata es de los que, como Thiers, reúnen la habilidad polémica al sentido de lo concreto y positivo, de lo que en determinado momento interesa a sus compatriotas y a mucha gente de toda nación. Volveremos a encontrar a Thiers escribiendo la Historia del Consulado y del Imperio, jefe del Estado, enfrenando la anarquía; y siempre se nos presentará inalterable, fatalista de la actividad, vindicador de la Revolución pasada, custodio del orden presente y teórico de la República posible.

Aunque sólo sea de paso, hay que dedicar algunas líneas a Francisco Mignet52, amigo, compañero y émulo de Thiers, que por extraña similitud de destinos vino a París en su compañía, habitó la misma angustiada y fementida casa de huéspedes, y mantuvo con él relación y afecto inalterables, a53 pesar de que también escribió otra Historia de la Revolución, y, por consecuencia, se expuso a las asechanzas de odiosas comparaciones y rivalidades forzosas. Es Mignet, además, un historiógrafo que tiene derecho al reconocimiento de los españoles, que le deben los interesantes episodios titulados Antonio Pérez y Felipe II, Carlos V, su abdicación, estancia y muerte en el monasterio de Yuste y Rivalidad de Carlos V y Francisco I. Para estos trabajos de asunto español   -264-   utilizó Mignet documentos, algunos enteramente inéditos, del tesoro de nuestro Archivo de Simancas. Mignet fue uno de los indagadores que más contribuyeron a desvanecer la extraña leyenda de los funerales de Carlos V, celebrados en vida y ante sus ojos. Pero en la época que abarca este capítulo, todavía Mignet no explotaba, a competencia con los Gachard y los Merimée, la rica veta histórica española: cooperaba a la obra de rehabilitación del período revolucionario, depositando su sillar en el edificio cimentado por la Staël y levantado por Thiers. Este analizó aquella época formidable, y Mignet la sintetizó, juzgándola entrambos a la luz de la necesidad y del fatalismo, como si los siglos fuesen un producto natural y las virtudes y los crímenes naciesen en el alma a guisa de hierbas en el prado.

Nótese que la Revolución tuvo propicio al numen de la historia. Los historiadores políticos que aparecen con la Restauración, son apologistas y vindicadores de la Asamblea legislativa, de la Convención y del Terror. La razón de esta singularidad no se adivina; la historia podía ser arma temible y destructora en manos del partido monárquico y católico; mas éste no produjo historiadores. La anomalía es tanto más sorprendente, cuanto que la Restauración sumaba la flor y nata de los ingenios; los escritores de mayor nombradía eran o habían sido del bando de las blancas lises. La escuela poseyó un brillante apologista del cristianismo en Chateaubriand, un profeta en De Maistre, y en   -265-   Bonald un teórico y un dialéctico; mas no apareció el hombre de poderosas facultades que supiese disecar y pulverizar la Revolución por procedimientos esencialmente científicos: el destino tenía decretado que al fin se hundiese el antiguo régimen, y cooperase a su pérdida el tribunal supremo de la historia. La única voz que se alzó para hacer simpática la causa de la Monarquía fue la de una mujer, que no era juntamente, como madama de Staël, un literato, ilustre; pero que herida, lo mismo que madama de Staël, en sus afectos y en su corazón, testigo y actor igualmente de memorables sucesos, fue historiadora lírica, y su obra un grito de pasión y casi una plegaria54. El libro a que me refiero es el titulado Memorias de la marquesa de Larochejaquelein, que Barante se jactó de haber redactado, pero que únicamente corrigió y ordenó. Y acaso fue lástima, porque serían más atractivas tal cual salieron de la ingenua pluma de la dama que rechazaba el nombre de escritora, y sólo deseaba recordar el momento en que la tempestad histórica cruzó rugiendo sobre su cabeza, y la hizo postrarse, a la manera del árabe cuando sopla en el desierto la bocanada del terral.

Victoria Donnisan, nieta de la duquesa de Civray, emparentada con lo mejor de Francia, pasó su niñez en Versalles y contempló el ocaso del esplendor monárquico, las últimas   -266-   fiestas y las últimas pompas. Cierto día pudo ver cómo se llevaban preso a la Bastilla al Cardenal de Rohan, el del collar de la Reina, y a fuer de chiquilla lloró desconsolada por el que acostumbraba regalarla confites, sin adivinar que la prisión de aquel Príncipe de la Iglesia y de la sangre era el primer estallido de catástrofes que tantas lágrimas habían de costarle en lo porvenir. Desde entonces, y convertida ya la niña en mujer, su vida se enlazó con la trágica vida de los Reyes, compartió las ilusiones de la fiesta de la Federación, presenció el delirante banquete de los Guardias de Corps y la degollina de los leales cuando las hordas invadieron el real sitio, así como la matanza del 10 de Agosto, cuya sangre la salpicó. Enamorada de su primo el Marqués de Lescure, su boda con él fue la primera que, según mandato expreso del Papa, se celebró secretamente por un cura no juramentado. Las emociones de su luna de miel más tuvieron de políticas que de amorosas: los jóvenes esposos sólo pensaban en la defensa del trono derrocado. Disfrazados partieron hacia Poitou; su hado les impulsaba a aquel Bocage, la tierra de la insurrección, tan bien descrita en las Memorias, con sus impenetrables selvas, sus caminos hondos, pantanosos y estrechos, su aspecto agreste y feroz, su falta de carreteras y de ríos navegables, su gente tenaz, creyente y ruda: tierra predestinada por la Naturaleza para la guerra de guerrillas, esa guerra singular en que el país pacta alianza con el hombre y combaten unidos. Asistimos   -267-   en las Memorias a la fermentación que la prepara, y casi sentimos impulsos de exclamar, ante la descripción de agitaciones en España tan conocidas, lo que en el drama de Zorrilla Gabriel de Espinosa:


    «No sé por qué la memoria
de ese lance me enternece
y me irrita: no parece
sino que cuentan mi historia».



Era la marquesa mujer tímida y apocada, y cuando su marido y Enrique de Larochejaquelein, por sobrenombre el «Intrépido», le dan la primera lección de equitación para habituarla a la vida de facciosa o de brigande, échase a llorar de puro miedo. ¡Quién dijera entonces que poco después la medrosa ha de verse empeñada en una vida de fatigas, aventuras y horribles peligros, siempre a caballo, siguiendo al ejército que se llamó «católico y real» por montes y breñas, encinta, sin punto de reposo, padeciendo hambre y desnudez, no oyendo más que el estampido de la fusilería y los gritos que excitan al combate el inextinguible arrojo de los vendeanos! Tan extraño le parecía esto, como debía de parecerle, al evocar sus años juveniles en la brillante y fastuosa corte de Versalles, verse disfrazada con los harapos de una aldeana, guardando ovejas, cubierta de miseria, tan derrotada, que le daban limosna; y presenciar cómo sus hijos, apenas vestidos de un pingajo, sucumbían por fin a las privaciones   -268-   y al hambre. Y todavía estos males, con ser tantos, eran menores que el ver caer uno tras otros, segados por la muerte, a los héroes de la causa a tanta costa defendida; su marido, el marqués de Lescure, a quien apodaron los guerrilleros el Santo del Poitou, y el Intrépido, aquel Enrique de Larochejaquelein, Aquiles de la Iliada realista. En las Memorias de la noble señora, quizás el mayor atractivo consiste en el contraste de un temperamento muy femenino, tierno y débil, y una situación en que la sublimidad y el horror son constantes. Aunque la marquesa protesta de que ella no es una amazona, de que no combate ni combatió nunca, de que su oficio se reduce a seguir a su esposo, cuidar a los heridos e interceder por los que van a ser fusilados, de continuo acuden a su pluma frases que indican la estrecha solidaridad con el ejército; frases militares. «Lo que más sentimos fue que nos cogieron un cañón», escribe con espontaneidad, después de referir una jornada llena de sobresaltos y riesgos increíbles. Si era mérito del historiador de antaño haber actuado en los sucesos que narraba, rebosa este mérito en las Memorias de la marquesa de la Rochejaquelein. De su historia puede decirse que es historia, más que vivida, padecida.

Se comprende la impresión que estas Memorias produjeron. Relataban una epopeya digna de eternizarse en tablas de bronce, y la pintoresca descripción de aquella lucha desesperada era el argumento sentimental y lírico de una   -269-   mujer contra otra mujer; la respuesta a madama de Staël, dada por una criatura sencilla, una cristiana humilde envuelta en los crespones del luto de sus amados muertos, arrodillada al pie ele un altar, la encarnación más bella y pura del ideal católico-monárquico.

Con la Staël, Thiers, Mignet y la marquesa de Larochejaquelein, y dos o tres obras más a que no podemos consagrar espacio -por ejemplo, las Memorias de madama Roland, las de Clery y el Memorial de Santa Elena-, se cierra la lista de los testigos de cargo y descargo en el empeñado litigio entre la Revolución y la Restauración. El matiz neutral, el propósito de conciliar el antiguo y el nuevo régimen, la libertad y el orden, lo representó el doctrinarismo de Guizot55, el hombre de estado del justo medio, de Luis Felipe y de la Monarquía burguesa. Aun cuando la labor histórica de Guizot, de que son fruto muchos y muy doctos libros, merezca estimación y respeto, y haya ejercido influencia real, siempre me ha parecido que tenía más de enseñanza de catedrático que de cuerpo de historia para servir de texto a las generaciones futuras. Las obras capitales de Guizot, Historia de la civilización en Francia, Historia del Gobierno representativo, Ensayo sobre la Historia de Francia, Historia de la revolución de Inglaterra y Curso de Historia moderna, encierran copiosa   -270-   doctrina, y traen la novedad de un método no sin razón equiparado al de las ciencias médicas y naturales, que empieza por considerar la Historia como un todo orgánico, y acaba por estudiar en sus funciones propias cada órgano, con la perseverancia sistemática que fue en Guizot don nativo. Pero es justo reconocer que su estilo es gris, que escribe con apagador, que ni pinta ni narra.

La figura de Guizot historiador se destaca sobre el fondo de la cátedra de la Sorbona, donde enseñaba, en aquellos días de esplendor y florecimiento general, un triunvirato compuesto nada menos que de Villemain, Cousin y Guizot. Era la enseñanza de Guizot austera como su genio, impregnada de ese rigorismo estrecho y exclusivista propio de los hugonotes, que por tantos estilos se diferenciaron del espíritu nacional francés. El calvinismo prestaba su rigidez al plúmbeo estilo de Guizot, de quien decía Sainte Beuve que no tenía ni un instante de fatiga, ni un rasgo de frescura. Ese estilo siempre elevado, dogmático, que jamás sonríe, con pretensiones a la infalibilidad y a conocerlo todo desde el principio del mundo, trae aparejado el fastidio, y se comprende que un espíritu tan vivaz y alado como Heine gratificase a Guizot con el calificativo de elefante doctrinario.

Guizot, que era un notable crítico literario, no era un artista; su pluma tendía a enseñar e influir, y a pesar en la balanza de los destinos de su patria, como la espada del conquistador   -271-   en los de Roma. Al través de la acción literaria, buscaba la acción política y social. La cátedra, el libro, fueron en su mano instrumentos de precisión y construcción. Fundó una escuela, el doctrinarismo, y un sistema de filosofía de la historia, que Sainte Beuve juzgó y atacó duramente. «Dudo mucho -escribe Sainte Beuve- que sea dado al hombre abarcar con tanta amplitud y certeza las causas y orígenes de su propia historia en lo pasado, siendo harto difícil entenderlas aun en lo presente, y no equivocarse a cada minuto. No puedo ver en este sistema de Guizot sino un método fácil y socorrido de liquidar las cuentas del pasado, de suplir lo que se ignora. Suprímanse todas las fuerzas que no produjeron efecto, aunque pudieron producirlo; declárense imposibles y caducas todas las causas vencidas; mándese a los hechos, sobre todo a los muy antiguos, alinearse en orden, y ya hemos salido del aprieto. Lo malo es cuando nos acercamos a lo contemporáneo: aquí las generalizaciones fallan y nos estorba lo presente, movible, cambiante, complejo y diverso. De mí sé decir -continúa Sainte Beuve, dando rienda suelta a la irritación del crítico, ante las bambalinas históricas de Guizot- que después de leer algunas de esas lecciones tan decisivas e impávidas sobre la Historia de la civilización, me doy prisa a abrir un tomo de las Memorias de Retz, para restituirme a la realidad palpitante de la intriga y de la mascarada humana». He extractado este juicio, porque es lo que yo diría, si supiese decirlo tan bien, sobre   -272-   la escuela histórica que Guizot dejó fundada. Y aun la juzgaría con mayor acritud, si en vez de considerarla en sí misma, la viese a través de las numerosas imitaciones y clichés que ha producido, verbigracia, las páginas soporíferas del Espíritu del siglo, de nuestro buen Martínez de la Rosa. Porque el doctrinarismo cundió en España y tuvo ilustres prosélitos.

Salgamos de esa galería de frescos descoloridos y secatones, y entremos, como en sala que encierra dos o tres lienzos jugosos y entonados, en la obra de Agustín Tierry56, maestro y mago de la historia. Entre los ilustres historiadores de aquel período tempestuoso y duro, Agustín Thierry es el único que oculta o pone en segundo término el interés político, y en primer término la vocación del artista. Por eso quizás es su obra la más vividera, la que resiste y desafía el paso de los años: lleva en sí la inmarcesible juventud del arte puro.

La biografía de Agustín Thierry cabe en dos renglones: una vida de estudio incesante; por amargo fruto de su labor, la ceguera en lo mejor de la edad, a los treinta años; por consuelo de la eterna noche, el cariño de una mujer inteligente, que fue colaboradora asidua del infatigable obrero. Sólo hay en la vida de Agustín Thierry un momento romancesco interiormente: él nos lo ha referido en el prefacio de las Reflexiones sobre la Historia de Francia.   -273-   Era Thierry un muchachillo que seguía sus estudios en el colegio de Blois, su ciudad natal, cuando acertó a caer en manos de los colegiales, ahítos de historia clásica, un ejemplar de Los mártires, de Chateaubriand. Disputáronse el libro los muchachos, y Thierry lo consiguió un día de asueto; fingiose enfermo, y se encerró en casa con el poema, devorándolo. Cuando llegó al cántico de guerra de los francos, sintió algo como una descarga eléctrica -son sus propias palabras-. Saltó de su asiento, y recorriendo la sala, agitado, hiriendo el suelo con el pie, repitió en alta voz la estrofa: «¡Faramundo, Faramundo! Hemos combatido con la espada; hemos lanzado la frámea de doble filo; el sudor chorreaba de la frente de los combatientes, y corría por sus brazos. Las águilas y los buitres chillaban de júbilo; el cuervo se bañaba en sangre; todo el Océano era una sola herida. Las vírgenes han llorado largo tiempo». «Aquel momento de entusiasmo -añade Tierry- decidió mi vocación futura. Entonces no lo comprendí, pero ahora pago mi deuda al genio de Chateaubriand; por él, llegada la hora de elegir camino, me entregué a la historia, y si hoy releo la página de Los mártires, renacen mis emociones de aquel día».

Bien se ve en este pasaje la procedencia de la historia como la creó Thierry; es la evolución de un género, es poesía transformada, poesía épica de la más legítima. Lo que vio Thierry, en medio de la emoción causada   -274-   por la lectura de aquella estrofa en prosa de Chateaubriand, fueron las edades sombrías que su pluma debía sacar a luz: los normandos conquistadores, en sus barcazas, los sajones tenaces en resistir; los obscuros períodos de la dominación merovingia; la mezcla y antagonismo de razas; los francos, los galos y los galo-romanos; la llorosa figura de la Reina Galsuinda, la noble entereza del mártir Pretextato; la época bárbara, hasta entonces considerada un caos árido y confuso, y que al estudiarla Thierry con documentos y datos sacados de antiguos poemas, de cartularios y estatutos, de la poesía a la vez primitiva y decadente de San Fortunato, por los medios propios de la historia, en suma, adquiere todo el encanto y atractivo de la novela y del drama, y esa fuerza sugestiva que sólo procede de la realidad. En las obras de Thierry, Conquista de Inglaterra por los normados y Narraciones de las épocas merovingias, se concentra lo mejor del romanticismo: la resurrección del pasado y la belleza propia de la historia desde que cesa de ser pagana y se impregna de la hermosa melancolía del cristianismo; y lo mejor también de la época de transición en que el positivismo domina: el análisis, la sujeción al hecho, el sentido de la fuerza de las razas, que es el gran baluarte y el gran ariete de Hipólito Taine. Debemos de reconocer en Thierry uno de esos eslabones que enlazan dos épocas y reúnen lo fundamental de ambas. Hijo de la inspiración poética   -275-   de Chateaubriand, es padre del método científico de Taine.

Thierry posee un don muy necesario al historiador: tener como presentes los hechos pasados; comprender el efecto duradero de las grandes crisis, efecto que no advierten los mismos que lo sufren. Thierry, al creer que la conquista de los bárbaros influye aún hoy en los destinos de Inglaterra, consignaba una verdad, pero de esas verdades que los profanos nunca llegan a advertir.

He dicho al principio que esta escuela histórica procede de la novela. Walter Scott, en efecto, comparte con el falso Osián y Chateaubriand la prez de haber influido sobre la imaginación de Thierry, y también sobre la de Barante, supuesto redactor de las Memorias de la marquesa de Larochejaquelein, y verdadero fundador de la historia descriptiva en su libro sobre Los duques de Borgoña. Desde 1814 a 1824, Walter Scott es el fanal de los que exhuman la Edad Media; todos envidian su admirable don de hacer revivir las edades pasadas, su instinto de arqueólogo y de pintor. La rigurosa exactitud documental no había por qué exigírselas a Walter Scott: no era el historiador, pero de él nacían los historiadores. Thierry pertenecía a esa raza innovadora, que sabe orientarse en las tinieblas, y las censuras del juicioso y sensato historiógrafo Daunou contra Thierry recaen precisamente sobre la filiación novelesca de sus estudios históricos, peligroso abolengo que le inducía a la temeridad de una   -276-   renovación completa, con el mismo ardor que Lamennais quería renovar la religión y la retórica Víctor Hugo. El prurito de innovar llevó a Thierry, como suele suceder, a lo más viejo, al arcaísmo; una de las polémicas que sostuvo, fue con Carlos Nodier, por obstinarse Thierry en escribir, en lugar de Clodoveo, Hlodevig; en vez de Meroveo, Merovig, y en vez de Galsuinda, Galeswinta: discusión pueril, que es, sin embargo, característica de aquellos años de idolatría medioeval.

La serie de los historiadores de la primera época romántica se cierra con un autor renombrado y muy traducido en nuestra patria, Michelet57. Aquí se le conoce más por ciertos libros escabrosos, como el titulado El Amor; del cual dijo Caro que era la fisiología comentada por el libertinaje, que por su obra capital, la Historia de Francia, diecisiete volúmenes de muy nutrida lectura. Si es permitido asociar una impresión personal a estos estudios, diré que la Historia de Francia, de Michelet, me puso hace años en gran confusión.

Es el caso que advertía yo tal diferencia entre los seis o siete primeros volúmenes, que leí con encanto, y los siguientes, hasta el último, y me parecía notar en estos, sobretodo en algunos, tan claras señales de perturbación mental, que movida de curiosidad escribí a un amigo francés muy erudito pidiéndole detalles acerca de la locura de Michelet, y si se había   -277-   curado o aliviado al menos, antes de morir. Grande fue mi sorpresa al recibir por respuesta que Michelet nunca había pasado por loco, siendo así que cada vez me parecían sus páginas más denunciadoras de la idea fija; y ahora me confirman en esta idea las palabras de Emilio Faguet, que habla de manía persecutoria, de temblor jesuítico, de clerofobia, al ocuparse del famoso historiador. En prueba de su monomanía de complots, recuerda que Michelet creyó seriamente en una conjura de arquitectos, a favor del estilo ojival y en pro de los curas...

He releído la obra de Michelet a que me refiero, la más considerable de todas las suyas, y no se me quita el recelo: Michelet no estaría loco furioso, pero de cierto padecía una obsesión caracterizada: su tema (asaz poco original, porque se reduce a seguir las huellas de Bayle), es ver donde quiera proyectarse a los jesuitas como fatídica sombra. A trechos, la Historia de Francia semeja un capítulo de El judío errante.

Desde que aparece en la escena del mundo San Ignacio, Michelet -sigo convencida de ello- pierde el seso, como Don Quijote desde que le tocan al punto de sus renegadas caballerías; y me explico perfectamente que bastantes críticos hagan cuenta de que esos desdichados diez tomos no se escribieron nunca. Grande es mi asombro cuando en el panegírico, mejor diré, en el ditirambo que dedica el otras veces sagaz Pablo Albert a la memoria de Michelet,   -278-   no encuentro ni una frase restrictiva o condenatoria del estilo y el criterio de un autor que, sucesivamente, en los diez últimos tomos de su Historia, parece un convulsionario, un erotómano, un profeta apocalíptico y un sugestivo novelista.

De esta verdad puede cerciorarse quien tenga la paciencia de leer los tomos a que me refiero. En ellos verá que con una sola clave, el fantasma jesuítico, y por contera el espectro de la influencia española, explica Michelet todo acaecimiento y particularmente los nefastos. No hay daño ni escándalo en que no asome la negra mano oculta, y en que no dance la Compañía, secundada en sus hórridas intrigas por frailes y monjas de todos colores y hábitos, inducidos ¡quién lo duda!, por la ambiciosa y maquiavélica España. Dan ganas de suspirar, echando de menos esos tiempos en que éramos tan listos y peligrosos, y en que mangoneábamos bajo cuerda, empleando los más estrafalarios arbitrios, la política de Europa. ¡Cuánto hemos cambiado desde entonces!

Abrid al azar un tomo y veréis lo que, según Michelet, hacían los jesuitas, y que no lo hiciera ni el mismísimo diablo. Se les encuentra hasta en los dobleces de la ropa, y no se da enredo ni trapisonda en que no intervengan. Ellos disponen la boda de Enrique IV con María de Médicis; ellos proyectan armar contra Inglaterra una nueva Invencible; ellos saben a ciencia cierta el secreto del extraño y trágico fin de la favorita Gabriela de Estreés. Por ellos   -279-   Enrique IV, indispuesto, sanciona con su firma, entre dos cólicos -la palabra que emplea el historiador es más baja aún-, la vuelta de los jesuitas a Francia. Ellos arman el brazo regicida de Biron, y ellos sellan los labios del reo con el silencio más profundo hasta el pie del suplicio: silencio que recompensan con aspersiones de agua bendita al cadáver. Ellos suscitan después a Ravaillac, y ellos cierran la boca de la Escoman cuando se preparaba a dar el aviso que salvaría la vida de Enrique IV. No extiendo más la lista, pues sería el cuento de no acabar nunca; baste advertir que el mismo Michelet, con toda su obcecación, nota que abusa del registro jesuítico, y dice ingenuamente: «No se lo atribuyamos todo, sin embargo, a los jesuitas». Cierto que poco después lo arregla, añadiendo: «Hay que dejar algo para los curas».

El espíritu de secta y la obsesión llevada a este grado, quitan el carácter de seriedad e investigación científica a la segunda mitad de una obra, que, en la primera contiene cuadros tan bellos como el del proceso de los Templarios, el estudio sobre San Luis y sobre los disturbios de la Jaquería. Aunque Michelet es poderoso estilista y colorista brillante, la forma se resiente del desorden y desconcierto de la inteligencia, las pinceladas son brochazos, escribe entrecortado y jadeante, y los rasgos de realismo brutal alternan con el patos filosófico y la solemnidad bíblica; la fantasía, pervertida y suelta, corre a manera de caballo sin freno, y la historia se convierte en catálogo   -280-   de un museo secreto, donde pueda recrearse y saciarse toda curiosidad malsana, contemplando raras anomalías, degeneraciones y monstruosidades: casos de magia, sortilegio, hechicería, escenas de aquelarre, contorsiones de poseídos y endemoniados y supercherías de sacrílegas embaucadoras. Los retratos de los principales personajes corren parejas con el fondo sobre que se destacan: San Ignacio es el autor del Manual del perfecto novelista (esto se refiere a los Ejercicios); y Laynez, el consocio del santo, el campeón del Concilio Tridentino, es un pillastre genial. Y si el Cid de Corneille fue aplaudido, se debió a la tenebrosa conjura tramada por los españoles para extinguir el espíritu nacional de Francia ¡hasta en las letras!

Michelet carecía de verdadero entendimiento. Faltábale, dice muy bien Faguet, «ese olfato interior que advierte la proximidad de la tontería», lo cual es decir sutilmente que era tonto a ratos. Su pasión le impedía profesar el respeto a la verdad, del cual ni aun los historiadores parciales deben prescindir, y de espíritu crítico, como sabemos, no tenía ni asomos.

Así rodó Michelet los peldaños de la escala. Triste es el espectáculo de una imaginación atrofiada como la de Thiers, pero mil veces más triste el de una fantasía hipertrófica que ahoga a la razón y parodia, no el delirio sublime de la musa, sino la pesadilla del enfermo atacado de fiebre mortal.



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