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ArribaAbajo- III -

La poesía lírica.- El platonismo: Lamartine.- El clasicismo: Delavigne.- Supervivencia de la Enciclopedia: Béranger.- El arte aristocrático: Alfredo de Vigny.- Sainte Beuve.- La última expresión romántica: Alfredo de Musset


El que venía a renovar la poesía y a expresar el estado general de conciencia que siguió a la caída del Imperio, Alfonso de Lamartine23, tenía un gran antecedente: era lo menos literato posible, en el sentido profesional de la palabra. Hízose literato años después, compelido por la inexorable necesidad; pero cuando apareció en escena, nadie como él pudo ampararse en frescura a la violeta silvestre. Chateaubriand, al publicar su primer libro, poseía ya un pasado literario, relación y   —77→   trato con gente del oficio, esbozos y manuscritos guardados en carpetas; no así Lamartine. Influencias del hogar y de la religión; una infancia tranquila y dulce pasada en el campo, en la solariega residencia de Milly; una madre amante y tierna, empapada en las teorías pedagógicas de Juan Jacobo; un colegio católico, el de Belley, formaron apaciblemente el alma de Lamartine. La revolución no pudo hacerle pesimista como al conde de Maistre, porque Lamartine estaba en la cuna cuando regía el Terror; en cambio, el Imperio, su seco positivismo y su brutalidad de acción, le lastimaron y repugnaron.

Contaba Lamartine treinta años ya; había servido en los Guardias de Corps, había viajado, amado a la supuesta Elvira, y no había impreso ni un renglón desigual. Un amigo suyo, publicista, acertó a ver sobre su mesa un manuscrito: eran las Meditaciones. Tan ajeno estaba a sospechar que Lamartine compusiese versos, que le preguntó si aquellos eran suyos; leyolos con sorpresa, con asombro, con éxtasis; amenazó con publicarlos, y Lamartine se alarmó sinceramente. Trazadas aquellas estrofas para desahogar su corazón, para evocar un recuerdo querido, para derramar la plenitud del alma, no aspiraba a la celebridad, y hasta temía profanar sus sentimientos más puros si entregaba a la multitud lo que debe guardarse sellado en lo íntimo. Este recato, este miedo a rasgar el velo de la poesía y al par los estremecimientos de la vocación poética, nadie los   —78→   contará mejor que Lamartine mismo; oigámosle: «Siempre recordaré -dice en su lírico estilo- las horas pasadas en la linde del bosque, a la sombra del silvestre manzano, o corriendo por las colinas, en alas del interior entusiasmo que me devoraba. La alondra cantora huía impulsada por el viento; así mis pensamientos arrebataban mi alma en un torbellino incesante, ¿Eran mis impresiones de tristeza o de alegría? No lo sé. Participaban a la vez de todos los sentimientos; eran amor y religión, presentimientos de la vida futura, gozo y lágrimas, desesperación y esperanza invencible. Era la naturaleza que hablaba a un corazón virgen; pero, en suma, era poesía. Yo trataba de expresar esta poesía con versos, y estos versos no tenía a nadie a quien leerlos; me los leía a mí propio, y encontraba, con dolor y asombro, que no se parecían a los demás que yo veía por ahí en los tomos flamantes recién publicados. Y pensaba: no van a hacer caso de los míos; parecerán raros, extraños, locos; por lo cual, apenas borrajeados, los quemaba. He destruido así tomos enteros de esta primera y vaga poesía del corazón, e hice bien, pues si los publicase caerían en ridículo y concitarían el desprecio de los que alardeaban de literatos entonces».

He citado estas palabras del poeta porque el estado de exaltación en que se pinta, el transporte que le causan las voces de la naturaleza es un fenómeno general de 1815 a 1820: reinaba entonces indefinible inquietud, y aspiraba   —79→   a concretarse en forma poética y musical, como sólo podía expresarla Lamartine. A la generación sanguínea del Imperio sucedía la generación nerviosa, sentimental y neocristiana de la Restauración; y el joven obscuro y desconocido que rasgaba o quemaba sus versos según iba componiéndolos, iba a encarnar en estrofas deliciosas esas aspiraciones de su edad, iba a exhalar los sollozos divinos; se preparaba a sustituir las cuerdas de la lira mitológica con fibras del corazón humano.

Por muy espontáneo que fuese Lamartine al aparecer en el horizonte de la poesía, tuvo antecesores y confesó maestros; no sólo le precedieron las tiernas elegías de Millevoye, en especial la titulada La caída de las hojas, sino también, y muy principalmente, Bernardino de Saint-Pierre, el Tasso, Osián, Goëthe con su Werther, influyeron en la formación del genio lamartiniano. Sólo que en Lamartine estas influencias pierden el carácter de literarias: van a depositarse en el sentimiento, no en la memoria, y en vez de dictar imitaciones más o menos felices, infunden un modo de ser que es ya genial y propio, cuando por primera vez se manifiesta. Si Lamartine atravesó ese período en que un poeta titubea siguiendo los pasos de otro poeta, jamás lo sabremos, porque al publicarse las Meditaciones ya no se proponía modelo, sino que producía obra perfecta en sí, donde se revela de una vez el gran poeta nuevo, superior al pasado, igual únicamente a sí mismo.

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En este respecto, Lamartine se diferenciaba de cuantos le habían precedido, de los románticos de la época imperial. Ni Chateaubriand, que practicó el romanticismo sin entender ni aceptar su teoría; ni la Staël, que definió y teorizó el romanticismo sin practicarlo, consiguieron desechar el lastre del siglo XVIII que llevaban como se lleva al cuello una piedra pesada. El primer romántico puro y sin aleación de clasicismo, y el primer cristiano sin mezcla de paganismo ni de rebeldía, es Lamartine.

Los temas de la poesía de Lamartine se reducen a dos principales, y que acaban por fundirse: Dios y el amor. Una de las fuentes más secas y más cubiertas por arena infecunda y abrasada en el siglo XVIII, fue el amor humano. De él habían hecho asunto para estampitas galantes, tema para madrigales libertinos, en que la frivolidad de la forma no acertaba a velar el descarnado materialismo del fondo. Parecerá a primera vista que no cabe juzgar a una sociedad según su manera de entender, describir y expresar por medio del arte el sentimiento amoroso; y, sin embargo, hay pocos síntomas tan elocuentes y tan significativos para el observador: como se siente, así se vive, y esto lo veremos más probado cuanto más penetremos y avancemos en el conocimiento de la literatura francesa. Aquella aridez de la época de Voltaire, sólo contrastada por las expansiones equívocas de Rousseau; aquella licencia del Directorio, aquel cortejar   —81→   a paso de ataque del Imperio, son característicos. De manera bien distinta sentía ya la generación de Lamartine, la que entre 1820 y 1830 sufría las borrascas del corazón y el ansia de lo infinito; y el poeta que encerró en estrofas melodiosas la forma de su manera de sentir, aparece como un revelador, casi como un apóstol. En la poesía de Lamartine, el amor es una especie de efusión platónica que se eleva hasta la religiosidad y que por el camino de la exaltación sentimental viene a abismarse en Dios. Las almas de los enamorados píntalas Lamartine ascendiendo juntas al través de los ilimitados espacios sobre las alas del amor y, convertidas en un rayo de luz, caen transportadas en el santuario de la divinidad, y se confunden y mezclan para siempre en su seno. Es un reflejo del Paraíso de Dante, que embalsama el lirismo moderno, y aspira a remontarse hasta Platón y la escuela alejandrina, cuyas doctrinas bebía Lamartine en las lecciones de Víctor Cousín, ya que no en el texto mismo del filósofo de la armonía y la pureza.

Al lado de este culto y del amor que le ganó los corazones de las mujeres y de la juventud -según él mismo solía decir-, Lamartine envió al cielo el incienso de otro culto: el de la inspiración, el de la Musa. Los versos de Lamartine, aquellos que ocultaba y se resistía a entregar a la curiosidad del vulgo, eran como holocausto ofrecido a una deidad, como el himno que entonan los bracmanes alzando las manos en figura de copa. Hay que leer la protesta   —82→   de Lamartine cuando le acusaron de poner su musa al servicio de las pasiones políticas. «¡No -exclama-, no he cortado yo las alas del ángel para amarrarlo aullando al carro de las facciones! Lo que hice con la Musa fue conducirla a lo más secreto de la soledad, como hace con una cándida hermosura un celoso amante; defender sus lindos pies de los guijarros y del barro de la tierra, que herirían y mancharían su tierna desnudez; ceñir su frente de inmortales estrellas; perfumar mi corazón para albergarla, y no permitir que bajo sus alas se cobijasen sino el amor y la oración!».

Cuando el amigo que sorprendió el manuscrito de Lamartine consiguió llevárselo a la imprenta: cuando cayó su maná celeste sobre las almas que peregrinaban en el desierto; cuando las ondas del lago lamartiniano derramaron su frescura misteriosa, esencia de la poesía misma, estalló un clamor de entusiasmo. Muchos no habían encontrado esperanza ni consuelo en las demostraciones apologéticas del Genio del Cristianismo, ni en las flamígeras visiones y vaticinios del conde de Maistre, pero sintieron penetrar hasta los huesos el dulce rocío de los versos de Lamartine, y lloraron, como lloró Alfredo de Musset en una negra noche de desesperación, al escuchar su acento divino, Lamartine había nacido para ser un foco que atrajese los rayos dispersos de la simpatía; poeta elegiaco, nada tuvo de misántropo, ni su dolor y sus quejas se parecen en cosa alguna al amargo esplín de René, ni al   —83→   tedio de Werther. Lamartine es un creyente, aunque por momentos desfallezca y dude; un alma embebida de resignación y paz; un optimista que se entrega en brazos de Dios; uno de los que no han renegado, ni blasfemado, ni escupido al cielo; de los consoladores, de los que llevan en las manos el bálsamo de nardo para ungir a la humanidad, aunque al verter la fragante esencia la mezclen y disuelvan con sus lágrimas. Sencillo, espontáneo, revestido de paciencia y conformidad, pero siempre noble. Muchos tienen a Lamartine por el poeta más verdadero del período romántico, en el cual representa el lirismo, el elemento íntimo de la poesía, el que revela el alma; y no un alma excepcional, ulcerada y misantrópica como la de un Byron o la de un Alfredo de Vigny, sino un alma espejo, donde todos ven reflejarse la suya propia, y cuyas efusiones, por lo mismo, tienen que ser en alto grado humanas y universales. Lamartine gozó de este privilegio, porque, según la feliz expresión de un crítico francés, al hacerse centro del mundo no olvidó que el centro supone la circunferencia. Desde Lamartine, la poesía, y en general la literatura, van paulatinamente desviándose del público, situándose aparte y fuera de él, hasta llegar a completo divorcio y, más tarde, a oposición. Hubo otros poetas más populares que Lamartine en un momento dado, por ejemplo, Víctor Hugo; más predilectos de la juventud, y lo fue Alfredo de Musset; más familiares al vulgo, más corrientes y burgueses, y lo fue Béranger; pero más dulcemente   —84→   pegados al corazón que Lamartine, más en armonía con un sentimiento general perenne, que ni depende de las vicisitudes políticas, ni de las escuelas literarias, sino de un fondo moral y religioso constante en nosotros sin que nos demos cuenta de su presencia, no los hubo entonces, y ¡quién sueña en que los haya ahora!

Lamartine era simpático, cualidad difícil de analizar, como no sabemos analizar la sensación del calor, pero que a manera de calor se percibe y siente. Simpático, no al estilo del calvatrueno Alfredo de Musset, que escandalizaba a las gentes timoratas, ni al del pedestre Béranger, sino al modo que es simpático un caballero noble y apuesto, algo melancólico, a quien atribuimos sentimientos elevadísimos, en quien no podemos concebir acción grosera ni baja. El nombre de Alfonso de Lamartine tiene el sonido del órgano de una catedral al anochecer.

Tal vez el secreto del atractivo de Lamartine consista en que, efectivamente, fueron sus versos melodías de órgano, música religiosa, y su alma, a pesar de ciertos dejos panteísticos, un alma empapada en Cristo.

Las virtudes que emanan de la poesía de Lamartine, especialmente de las Meditaciones y de las Armonías, son la resignación, la oración, la castidad, la paciencia y un cristianismo exento de toda pasión política, sin tendencias reaccionarias. Es realmente angélica en sus primeras poesías y en mucha parte de Jocelyn la inspiración de Lamartine.

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No extrañemos que cuajase pronto la leyenda de Lamartine, y que la figura del gran idealista se idealizase, convirtiéndose en algo inmaterial y etéreo. Lemaître describe al Lamartine de la leyenda «pío, célico, lánguido, afeminado, de pie sobre un promontorio, entre nubes, el cabello flotante, el arpa de David apoyada contra el luengo levitón». Era el cisne, que no se comprende sino bogando en el lago azul, a la sombra de los pensativos sauces; a su nombre latían apresuradamente los corazones femeninos, y de los rincones de provincia, de ciudades arcaicas semejantes a las que describe Balzac en algunas de sus novelas, recibía Lamartine cartas henchidas de suspiros, con tímidas declaraciones y petitorios de rizos de pelo, o cuadernos de poesías donde un alma solitaria exhalaba sus querellas imitando las estancias de las Meditaciones, y queriendo seguir al poeta al través del espacio.

El verdadero Lamartine en nada se parecía a ese ser espiritado y quimérico. Era el Lamartine real y efectivo un hombre sano y de arrogante presencia, alto, esbelto y musculoso; su temperamento equilibrado se debía a los años de infancia y juventud pasados en el campo y a una sangre rica y pura. La vida agreste, la caza, el ejercicio, semanas enteras en el monte, entre los pastores de ovejas, le robustecieron el cuerpo; el cariño de sus hermanos y su madre le saneó el corazón. No se crió pegado a las faldas, ni con la candidez seráfica que la leyenda le atribuía; vivió, antes de la   —86→   celebridad, a estilo de señorito de provincia, de alegre estudiante que tiene aficiones literarias, que opta a premios de juegos florales, que corre aventurillas amorosas, que juega alguna vez, contrae deudas y escribe a su madre pare que le saque de apuros. La leyenda, lo mismo que el arte, transforma cuanto toca. Así, Lamartine, para sus fervientes admiradores, las damas que le adivinaron poeta y prepararon con triunfos de salón otros universales, fue un caballero del Cisne. Nunca debemos pisotear una leyenda, sino acariciarla y llevarla en el seno, a estilo de gusano de seda que ha de hilar la materia primera de una tela riquísima. En una de sus poesías, Lamartine, de quien se ha dicho satíricamente que poseía el don de la inexactitud, y que bordaba sus recuerdos hasta desfigurarlos, habló de cierta yedra tupida que tapizaba las paredes de su casa de Milly. Jamás había existido tal yedra; pero la madre del poeta, con piadosa mano, apresurose a plantarla, y hoy se enseña al viajero. La madre del poeta, al plantar la yedra, colaboró para el ideal.

Del hidalgo campesino y del cazador que duerme en la majada y se levanta con estrellas, aparecen rastros a cada instante en los versos de Lamartine. Familiarizado con la naturaleza, la sintió y describió con efusión piadosa, y el fondo campestre de Jocelyn es su mayor encanto. Las estrofas de Lamartine, si a veces huelen a incienso, otras veces transcienden a heno recién segado. No es Lamartine,   —87→   sin embargo, un paisajista de profesión; el paisaje le sirve de fondo, nunca de asunto; y si en otros poetas la tierra pesa y las montañas abruman, en Lamartine todo es vaporoso y fluido; con razón se ha dicho de sus descripciones que tienen por objeto hacer leve, y como a flor de sentidos, la sensación.

Rebosa Lamartine espontaneidad y facilidad, que a veces rayan en negligencia. Improvisador genial, no trabaja sus versos a cincel y martillo como Víctor Hugo: los canta. La blandura y la ondulación, la penumbra y el misterio de la cadencia de las cláusulas, delicadamente engarzadas en diamantina y sutil cadena, son las dotes de Lamartine, poeta sugestivo ante todo; por ellas se explica el actual renacimiento lamartiniano, el culto que los decadentistas rinden al cantor de Elvira. En sus versos saborean la dulzura del período lento y flexible, que puede compararse al largo assai en la melodía; de él podrían aprender la voluptuosa languidez y la incidencia suave; en él encuentran la exquisita morbidezza, la estrofa indecisa de contornos, vista a la claridad de la luna y como al través de un velo de encaje: el anhelo del decadentismo, para eterna desesperación de sus adeptos, realizado por un poeta natural, sencillo y sincero, de quien se ha dicho que por momentos hasta parece un poeta primitivo, poseedor de la abundancia caudalosa y la inocencia juvenil que caracteriza a las edades pastoriles y agrícolas del mundo. Este sabor primitivo de Lamartine se   —88→   ha demostrado comparando trozos de sus poesías a otros sacados de los antiquísimos poemas indios, el Mahabarata, el Ramayana y el libro sagrado de los Vedas.

En todo autor fecundo hay una o dos obras que se destacan de entre las demás, o por expresar mejor su ser artístico, o por ejercer mayor acción literaria. De Chateaubriand escogeríamos, como influencia, el Genio del Cristianismo, y René, por lo bien que descubre el alma del poeta. Las dos obras significativas de Lamartine son las Meditaciones y Jocelyn. En las Armonías se aísla del mundo, es abstracto y metafísico; en las Meditaciones, tierno y claro. Jocelyn, anunciado como episodio de un poema interminable, del cual era otro fragmento suelto La caída de un ángel, causó transportes parecidos a los que acogieron las Meditaciones: el sacrificio del cristiano, el platonismo del enamorado, la caridad heroica del sacerdote, despertaron ese entusiasmo ardoroso y refrigerante a la vez que causa la obra de arte cuando se armoniza con lo más elevado y noble de nuestro ser moral, y nos hace estrechar en un solo abrazo la bondad y la belleza, hermanas no siempre unidas. Abarcarlas juntas, es el sueño que hizo soñar Lamartine, y el alma humana se lo agradeció.

No cabe aquí un estudio completo de las obras de Lamartine; son tantas, que hasta la lista parecería enfadosa. Si desde el año 48 puede decirse que su misión poética terminó, hasta la hora de su muerte, hasta los setenta y nueve   —89→   de su edad, siguió produciendo, apremiado por las deudas. Poseía el peligroso don de la facilidad y la fluidez de estilo; brotábale la elocuencia con limpidez de manantial. Las obras de Lamartine que han dejado memoria son, sin duda: en verso, las Meditaciones y las Armonías; en prosa, la Historia de los Girondinos, las Confidencias autobiográficas, con los encantadores episodios de Graziella y Rafael, y algunas páginas insuperables que se encuentran en las Biografías, entre ellas la semblanza de Fenelón, de tanta felicidad expresiva como un buen retrato al óleo. Lo demás es trabajo encargado por los editores, cobrado con una mano y entregado con otra a los acreedores impacientes: no hay para qué hablar de él, como no sea para lamentar que a tal extremidad se viese reducido el Cisne.

Lamartine no sabía calcular; era fastuoso y liberal como un magnate, y aunque en algunos de sus biógrafos se lee que casó con mujer rica, lo cierto es que ni aun tuvo esa previsión: tomó esposa -son sus propias palabras, y no hay motivo para dudar de ellas- «para ordenar severamente su inútil existencia; para vivir según las leyes establecidas, divinas y humanas; porque los días corren, los años se van, acábase la vida, y necesitamos para ella un objeto, y objeto elevado, a fin de agradar a Dios, fuera del cual todo es nada. Así encontraremos la paz del alma y la verdad interior». Excelente era el propósito, pero al ordenar el corazón y las pasiones, no supo Lamartine ordenar la   —90→   bolsa: tuvo la imprevisión de la cigarra, que canta y no entroja para el invierno. A Lamartine, por otra parte, no le estaría bien el papel de hormiga. Su viaje a Oriente lo realizó con la magnificencia de un soberano: aspiraba a la aureola que los países lejanos dan a los peregrinos de la poesía, y que si no era la ganada en Grecia por Byron, podía competir con la que de América trajo Chateaubriand. Después, la caída de los Borbones y el advenimiento de la rama de Orleans le empujaron a la política; su campaña tribunicia fue brillante y no tan vacía de ideas como algunos aseguran: su conducta honrosa y hasta heroica; su papel, decisivo en la Revolución de 1848. Esta página de la vida de Lamartine merece ser estudiada. Existe hoy una escuela fundada y capitaneada por el profesor italiano César Lombroso, que sostiene y pretende probar con datos estadísticos, por cierto muy incoherentes y nada exactos, que el genio es una psicopatía, y los individuos superiores o progenerados, a manera de dementes, que doran su enfermedad con la luz de la gloria. Los escritores y poetas que por ahora hemos conocido, en estas páginas, dan un mentís a la teoría de Lombroso. No diré que en Rousseau y en Chateaubriand no hubiese algo anormal y psicopático: pero en la Staël, en Lamartine (y de seguro en Víctor Hugo, Jorge Sand y Alejandro Dumas) comprobamos y seguiremos comprobando una salud mental a prueba del trabajo más asiduo, y una óptima complexión que da por fruto longevidad envidiable   —91→   y senectud fecunda. De estos individuos normales en todo, excepto en el genio, el más normal, el más firme de sentimiento y de espíritu es acaso Lamartine. Su vanidad inofensiva, su indulgencia y su desprendimiento, no son anomalías, sino accidentes de un carácter abierto y generoso, que infundía respeto y cariño visto de cerca. La medida de ese carácter la dio en pocas horas; pero horas decisivas y críticas. «No conozco nada más bello ni más heroico -escribe Lemaître, en su completo estudio dedicado a Lamartine-, no conozco nada más digno de ser vivido que los cuatro meses de poder de Lamartine, después de que, con la Historia de tos Girondinos, derrocó un trono. Cosa inverosímil, que ya sólo concebimos en las antiguas Repúblicas: Lamartine reinó efectivamente por medio de la palabra. El día en que, acorralado contra una puertecilla del Hotel de Ville, de pie sobre una silla de paja, viendo cómo le apuntaban los cañones de los fusiles, picándole las manos la punta de los sables, accionando con un solo brazo mientras con el otro estrechaba a un hombre de la plebe, un andrajoso que se deshacía en lágrimas; el día en que, oponiéndose al populacho, ciego e irresistible como el mar, lo contuvo con frases y arrancó la bandera roja de manos del motín, el mito de Orfeo fue realidad, y Lamartine tan grande cuanto cabe que lo sea el hombre».

Pasó aquel momento; retirose a la vida privada Lamartine, y, uncido el Cisne a un carro de labor, empezó a ganarse la vida como humilde   —92→   jornalero de las letras. Escribió en la cama, para evitar el frío; escribió al dictado, al lápiz, al vuelo, sin tregua ni reposo: novela, historia, biografía, autobiografía, confesiones, crítica, drama, libros de vulgarización y hasta no sé si textos para las escuelas de niños. Hay una página de las Nuevas Confidencias, que no puede leerse sin pena; en ella refiere Lamartine cómo, después de haber vendido las primeras Confidencias para descargar de hipotecas la amada posesión de Milly, el asilo de su infancia, el sepulcro de sus padres, sus Charmettes: después de entregar a la voracidad del público migajas de su corazón; después de ser acusado de impudor, de inconveniencia y de mal gusto, nada menos que por Sainte Beuve, el sacrificio había sido estéril, el precio no alcanzó a salvar la finca, y Milly se vendió... «Alégrense mis detractores» exclama Lamartine, con amargura en él extraña... Sólo dos años antes de su muerte, en 1867, se determinó Francia a ofrecer, a título de recompensa nacional, una renta anual de cinco mil duros al hombre que había evitado el derramamiento de sangre y las trágicas escenas de la revolución desencadenada en París; al que salió del Poder con las manos limpias y alta la frente, y al que en ella ostentaba una corona de laurel inmarcesible. Fue el óbolo de Belisario; y así y todo, honra a la Nación que lo votó, no porque suponga gran liberalidad -todos sabemos cómo suele repartirse el presupuesto-, sino porque supone reconocimiento de jerarquía, lo más raro en estos tiempos   —93→   de igualdad presuntuosa y desigualdad arbitraria.

El renacimiento cristiano tuvo de su parte, como hemos visto, a Chateaubriand y Lamartine, y no olvidemos que también a Víctor Hugo en sus primeros años. Sin embargo, no cabía unanimidad en una generación mal purgada de las doctrinas del siglo XVIII. La contrarrevolución fue poderosa, sobre todo en los años del Imperio y en los primeros de la Restauración monárquica; pero ya vuelve a levantar cabeza el jacobinismo.

Sin salir de los dominios de la poesía lírica, vamos a encontrar estas tendencias, representadas por Casimiro Delavigne y por Béranger.

Casimiro Delavigne se hizo popular dos años antes que Lamartine con las Mesenianas, elegías patrióticas, donde, como refieren los Viajes del joven Anacarsis que lamentaban los mesenios su decadencia y opresión, el poeta lloraba la afrenta de la Patria, sometida al yugo extranjero; la rota de Waterloo; la destrucción del veterano ejército, vencedor en cien campañas, y evocaba la mística figura de Juana de Arco, la Valkyria de las Galias, para echar otra vez de Francia a los invasores. Delavigne fue un poeta mediocre, y no le nombraría yo aquí si no hubiese acertado a iniciar, con Béranger, la apoteosis de la gloria militar y la rehabilitación poética del Imperio, tendencia más tarde difundidísima en Francia.

Mientras el Imperio existió, y Napoleón   —94→   pesó sobre los destinos de Francia y de Europa, hízose aborrecible a los poetas y a los artistas, hasta a los mismos que pensionaba; apenas cayó precipitado de su columna, y probó, como decía Manzoni, el triste destierro, la epopeya napoleónica se impuso a la imaginación y se hizo carne con la Patria. Las Mesenianas tuvieron la suerte de interpretar el sentimiento nacional, menos difuso, más enérgico y acérrimo que otros sentimientos humanos. Acordose Delavigne, como se acordó entre nosotros Quintana, del ejemplo de Píndaro; comprendió que las circunstancias, cuando son extraordinarias y de dignidad suma, pueden inspirará los poetas, y fue el vate de circunstancias, que sigue el filo de la opinión, que da forma y voz a la cólera y a la esperanza de un pueblo. Arrastrado por la ola patriótica, contribuyó a encresparla. De ahí dimanó su popularidad; de ahí también su caducidad; por eso, veinte años después de su muerte, sus obras dormían ya bajo una capa de polvo, y no se pensaba en reimprimir aquellos Mesenianas tan celebradas un tiempo. Aunque se dijo de Delavigne, con notable exactitud, que representó en arte, en política y hasta en su vida llana y vulgar el justo medio, que ni fue clásico ni romántico, que encarnó el eclecticismo -las tendencias de su musa, rebasando los límites del liberalismo vago y benévolo, llegaron al jacobinismo sañudo-. La campaña contra los hombres negros, como llama Béranger a los jesuitas, la sostuvo en la poesía seria Delavigne; a su voz,   —95→   surgió de la tumba el amarillento espectro de Voltaire.

Pedro Juan de Béranger24 es otro enemigo, más encarnizado y temible aún, de la monarquía restaurada, de la aristocracia de sangre y del catolicismo; en general, de la contrarrevolución. Procedía Béranger, por filiación intelectual, del siglo XVIII; había asistido, en tiernos años, a la formidable escena de la toma de la Bastilla, y sus biógrafos aseguran que el canto de la Marsellesa le arrancaba lágrimas. Hay en Béranger una nota propia: mientras la literatura, desde la Revolución hasta los primeros años de la Restauración, es obra de la clase aristocrática, o al menos ennoblecida, y la lista de los grandes escritores parece una página de la Guía -vizconde de Chateaubriand, vizconde de Bonald, conde de Maistre, baronesa de Staël, conde de Vigny, conde Hugo-, únicamente Béranger hace brillar en las letras un nombre francamente plebeyo -vilain et très vilain-, como decía al jactarse de que su abuelo era un pobre sastre. No se parecía en esto a su maestro Voltaire, que no pudo resignarse nunca a no figurar entre la nobleza que se remonta a las Cruzadas. Si Béranger no pregonase su baja extracción y su educación deficiente, podríamos adivinarlas en sus canciones, tan a menudo adocenadas y groseras en el sentir, tan inficionadas de mal gusto y ordinariez. A   —96→   los catorce años, Béranger, que vivía en Perona, entró de cajista en una imprenta; ni cursó las aulas, ni estudió latín; y los admiradores que le pusieron al nivel de Horacio, mejor debieran compararle al verde y fresco Lafontaine, saturado, como Béranger, de lo que llaman allende el Pirineo gauloiserie. Aunque Béranger se alababa de haber despertado a las abejas en el monte Hymeto, lo cierto es que carecía de humanidades.

Volvió a París Béranger, y dejando correr los días de la mocedad entre la miseria, alegremente combatida (¡qué bien se pasa en una buhardilla a los veinte años!, dice el estribillo de una de sus canciones), empezó a brujulear su vocación literaria. En aquel período fue Chateaubriand -¡quién lo dijera!- el que subyugó su fantasía y el modelo que se propuso; y antes de conseguir el hallazgo de un género propio, la viva y sucinta chansonnette, Béranger escribió Meditaciones y hasta ensalzó en rimas soporíferas el restablecimiento del culto. Por fin, en 1813, con una oportunidad fulminante, con una malicia transcendental, lanzó su primer canción, la famosa titulada El rey de Ivetot: he aquí dos estrofas traducidas en prosa:

«Había una vez cierto rey de Ivetot, de quien la historia no hace gran caso. Se acostaba tempranito, se levantaba tarde, y dándosele un comino de la gloria, dormía tan ricamente. Su corona era un gorro de algodón: en su palacio, de techo pajizo, hacía cuatro comidas diarias, y recorría el reino montado en un asnillo, sin   —97→   más guardia ni escolta que un can. No sería gravoso a sus vasallos si no padeciese una sed inextinguible; a cada moyo de vino le cargaba de impuesto una olla; pero, ¡qué diablo!, un rey que hace felices a sus súbditos, también es justo que viva y beba».

Relacionemos con las circunstancias la cancioncilla y comprenderemos su efecto. Era el momento en que las guerras de España y Rusia, infaustas para las armas francesas, habían engendrado descontento profundo; en que Napoleón pedía a la nación, exhausta, no la olla de vino del buen rey de Ivetot, sino nuevos e incalculables sacrificios de dinero y 300.000 soldados más; en que Luis XVIII, en cambio, ofrecía desde el extranjero paz y amnistía; en que todas las potencias europeas se coaligaban contra Francia, y los aliados disponíanse a marchar sobre París; el momento en que se acercaban la abdicación, Elba y después Santa Elena. El pacífico rey de Ivetot, que se ríe de la gloria, que no estruja al pueblo, parecía un ideal. Los liberales vieron en El rey de Ivetot la sátira del despotismo; los partidarios de la Restauración, el elogio de las tendencias que representaba. Napoleón hubiese podido ver en la canción satírica una lección de filosofía profunda; el rey de Ivetot, con su gorro de algodón por diadema, caballero en su jumento, era más feliz que el árbitro del mundo.

Lo curioso es que Béranger, después de estrenarse con la apología de la paz, apenas cae Napoleón, siéntese inflamado en ardor bélico y   —98→   no sueña -dice graciosamente un crítico- más que en aconsonantar gloria con victoria.

Ni el mismo Víctor Hugo contribuyó a formar la leyenda napoleónica como el autor de los Mirmidones, de la Bandera vieja y de los Recuerdos del pueblo. Sobre el pedestal de la adversidad, más grandioso que el de la fortuna, el vencido de Waterloo, con su levitón gris, la mano bajo la solapa, empezaba a señorear la imaginación. La literatura le había derrocado, y la literatura vindicaba su memoria.

La campaña de Béranger no se redujo a combatir a los Borbones con el prestigio de los recuerdos bonapartistas. También sacó a relucir el herrumbroso arsenal de Voltaire y Diderot contra la Iglesia. El cancionero tocó todos los registros: ya estoico, ya epicúreo, ya deísta bonachón, ya impío descarnado, no sólo satirizó las creencias, sino que ridiculizó ciertas ideas éticas, cristianas en su origen, pero admitidas y respetadas hasta por los racionalistas, y en conjunto por la sociedad, que en ellas descansa. A la honestidad la calificó Béranger de sandez; al decoro, de hipocresía; cuantos pisaban la iglesia fueron para él detestables mojigatos; escarbó la ceniza hasta reavivar el fuego de la negación dieciochena, y preparó y apresuró la caída de las lises.

La fuerza de las canciones de Béranger reside en su misma brevedad y agilidad, en el sonsonete del estribillo que las grabó en la retentiva y permitió cantarlas al choque de los vasos y al retintín de los cuchillos que los hieren   —99→   a compás. Se cantaron a los postres, en las mesas de familia y en las cuchipandas entre estudiantes y grisetas, en los caveaux con ribetes literarios y en las tabernas y chiscones: las cantó su autor, las cantó la burguesía, las cantó la plebe, y si se perdiese la edición entera de las canciones, en la memoria de los franceses se encontrarían archivadas, como el Romancero estuvo un tiempo en la de los españoles. Entre una copa de Romanée y otra de Chambertin, desde los brazos venales de Fretillon y Liseta, las canciones de Béranger anunciaban el advenimiento, primero de la monarquía ciudadana de Luis Felipe, de gorro de algodón como el rey de Ivetot, y después del segundo ensayo de República.

Ofreció Béranger un ejemplo nada común: versátil y hasta contradictorio en las ideas, fue consecuente en la conducta. No quiso aceptar sueldos ni cargos, no quiso entrar en la Academia; prefirió ser hasta su último instante el cancionero popular. Cuando Chateaubriand, muy abatido y viejo, le decía: «¡Hola, Béranger! Ya tiene usted su República», Béranger contestaba con perfecto idealismo: «¡Ah! ¡Preferiría soñarla!».

Porque coloco a Béranger entre Lamartine y Víctor Hugo, no se crea que les igualo. Béranger es un poeta que chorrea el jugo de su raza: galo hasta la medula, hasta cuando parece respirar el ambiente de Horacio o de Tíbulo, o cuando produce la ilusión fugaz de un moderno Anacreonte; artista, porque sabe   —100→   encerrar un asunto en corto espacio, y disparar la flecha satírica emplumada en la riente copla; pero jamás pudo Béranger salvar la misteriosa valla que separa al genio del ingenio25; y el que quiera notar la diferencia de estatura que hay entre dos satíricos de los cuales sólo uno es poeta excelso, compare la Bandera vieja de Béranger con la sublime invocación a las banderas contenida en Los castigos de Víctor Hugo.

Ejemplo memorable desde el punto de vista de la fraternidad literaria, fue la estrecha amistad que unió a Béranger con Chateaubriand, Lamennais y Lamartine. Sainte Beuve dice con donaire que cuando se figura reunidos a estos tres bajo el emparrado del cancionero, cree estar viendo el Carnaval de Venecia de la literatura. Si buscamos contrastes, ninguno como el que forman Béranger y Chateaubriand; no es ya contraste, es irreductible oposición; el plebeyo demócrata y el hidalgo legitimista; la alegría de vivir y de beber y el incurable tedio; la prosa poética y la poesía prosaica, porque Béranger, fuerza es confesarlo, muchas veces rimó prosa pura, y si se exceptúan sus canciones socialistas como Juana la roja y El viejo vagabundo, y algunas fantasías como El Hombrecillo gris, diríase que pone en verso artículos del Pére Duchesne. Aunque sus canciones parecen la facilidad, la improvisación misma, era realmente premioso y laborioso, y hasta rebuscado, violento y académico en la forma, él, que prefería a la Academia de la   —101→   Lengua la cueva de los bebedores. El siglo XVIII le había hecho mal de ojo, como tenía que hacérselo a los que en él buscasen veta poética, y por eso Béranger, con toda su malicia chispeante, con sus dotes de miniaturista y de grabador de camafeos, nunca figurará sino entre los poetas menores. El romanticismo, además, reniega de él.

He dicho que Chateaubriand era la antítesis de Béranger. Con más exactitud debí decirlo por el desdeñoso Alfredo de Vigny26, tan cuidadoso en evitar la popularidad como Béranger en solicitarla. El báquico emparrado de Béranger y la torre de marfil de Vigny... ¡qué ideales tan opuestos! Mientras Béranger trabajaba para la hora presente y se uncía al carro de la opinión, Vigny, lejos de la muchedumbre, preparaba con mano segura el porvenir de su fama. En vida, y sobre todo en sus primeros años, no fue Vigny un ídolo como Lamartine; pero hoy, cuando la crítica hila delgado y se contrastan y depuran méritos, el olvidado nombre de Vigny asciende cada día, y se coloca en primera línea, a corta distancia de los más grandes.

Aquella idea peregrina que se formaban de Lamartine sus cándidas adoradoras provincianas, realizábala Vigny plenamente; tenía el lindo rostro y los rubios rizos de un querube, y era un dechado de delicadeza y finura, hasta   —102→   de inmaterialidad. Refiérese que nadie consiguió sorprenderle sentado a la mesa, y Alejandro Dumas consigna que la actriz señorita Dorval, después de ser por espacio de siete años amiga íntima de Vigny, contaba con asombro, casi con terror, que, en tanto tiempo, sólo una vez le había visto comer... ¡un rábano! Aunque Alejandro Dumas sea fuente turbia y sospechosa, la anécdota retrata a Vigny, y confirma el dicho humorístico de Sandeau, el cual aseguraba que con Vigny nadie de este mundo27 se había tratado familiarmente, ni Vigny mismo. Pulcritud, reserva y corrección, eran la armadura tersa y glacial con que resguardaba su pecho el más desesperado de los románticos.

Al tener que decir en qué se funda la estimación creciente hoy otorgada a Vigny, siento un recelo muy natural: el riesgo que corro de extrañar y contristar a los que me leen. Quisiera poder justificar la admiración tardía que inspira Vigny, y para ello necesitaría largos comentarios. En Vigny se celebra, más que al poeta, al pensador; se alaba la profundidad y elevación de ideas, la trama intelectual que bordó de poesía. Y aquí está lo triste: las ideas de Vigny no son otra cosa sino el pesimismo más hondo y radical que se ha conocido en este siglo, con ser el siglo de Leopardi y de los filósofos de la nada, desde Schopenhauer hasta Nietzsche.

No hay erial ni desierto que al alma de Vigny pueda compararse. Hijo de uno de aquellos   —103→   filósofos de la generación enciclopedista, que se nutrían de la negación apasionada, transformó los principios de su padre en otros más desconsolados cien veces: forjó para su uso, despreciando la propaganda, un completo nihilismo moral e intelectual. Seria y concienzudamente ateo, no sólo en religión, sino en amor, esa religión profana de los poetas líricos, no lo proclamaba a gritos, y su programa consistía en oponer un frío silencio al tenaz silencio de la divinidad (son sus palabras). El pesimismo de Alfredo de Vigny es tan glacial y denso, envuelve tan completamente su alma estoica, que muchos críticos preguntan qué desgracias pudo sufrir para petrificarse hasta tal punto, y no encuentran en su vida nada que justifique el dolor de este nuevo Job... sin paciencia. Vigny no era rico, pero tampoco estaba en la miseria precisamente. Al pesimista, por otra parte, no lo hace la desdicha, sino una especial disposición y contextura de su espíritu: como que la desdicha, algunas veces, lejos de destilar ponzoña, destila bálsamo de resignación y de esperanza; y un caso de esta bella transformación del alma por el dolor es el que estudió Javier de Maistre en su precioso diálogo El leproso de la ciudad de Aosta, lo más contrario a las doctrinas de Vigny.

Vigny no creía en nada, de tejas arriba ni de tejas abajo. El caso es más singular de lo que se piensa: no creer en nada, requiere esfuerzo inaudito. El entendimiento, ante la sombría puerta de la negación absoluta, se detiene   —104→   como atacado de vértigo. Rectifico: en algo creía Vigny: creía en una virtud no divina, sino humana; virtud sin palma celestial, que parece brotar de la tierra: el honor. Una chispa del rayo que abrasó la soberbia frente de Luzbel había caído sobre la de Alfredo de Vigny, y su orgullo, brillante vicio del alma superior, era estela de bronce que se mantenía enhiesta, entre la desolación y la ruina. El orgullo de Vigny se revelaba en los modales y las costumbres, en esa misma reserva cortés propia del trato muy exquisito y que acaso es la forma más caracterizada del desdén; en el horror a la exhibición ruidosa de los sentimientos y de las heridas morales; y este modo de ser peculiar, este aislamiento y claustración en la ebúrnea torre, contribuye a que Vigny suba cuando baja el romanticismo, pues en él reconocen un verdadero precursor los partidarios de la impasibilidad y los teóricos del arte refinado, a quienes hasta repugna (más o menos sinceramente) el aplauso del vulgo.

Hoy Vigny es grande por su influencia y por haberse adelantado a sus contemporáneos, antes que por méritos propios: es poeta corto de resuello, sutil y alambicado, sin el vuelo de águila de Víctor Hugo, ni el suave bogar císneo de Lamartine; pero Hugo, Lamartine, Leconte de Lisle, Baudelaire, Sully Proudhomme, todos se inspiraron en él. La caída de un ángel proviene de Eloa; las españolerías de Musset proceden de Dolorida; Víctor Hugo, en La leyenda de los siglos, se acordó de   —105→   Moisés. Fue asimismo Vigny el primer novelista walterescotiano que tuvo Francia, y el primer autor dramático que siguió las huellas de Shakespeare. Anunció también el simbolismo: sus poemas La cólera de Sansón, Eloa y La casa del pastor son realmente simbólicos. Con todo el caudal de nuevas direcciones que trajo Vigny a la literatura, el público apenas le conoció; y si no le lisonjeaba la ruidosa popularidad, tampoco le agradaría pasar inadvertido para los contados inteligentes que produce cada época literaria; su personalidad era sobrado intensa y enérgica para resignarse al olvido, y debiera sorprenderle que, verbigracia, Caro, al escribir un libro sobre el pesimismo en el siglo XIX, y estudiar a Leopardi en concepto de poeta de la desesperación y la infelicidad, no le dedicase a él, Alfredo de Vigny, su compatriota, ni un párrafo, ni dos líneas siquiera. Y, sin embargo, el pesimismo de Vigny es más entero que el de Leopardi todavía, y sin duda más espontáneo, pues al cabo Vigny no era contrahecho, ni desconocía las amorosas venturas, que es fama ignoró el poeta de Recanati. Nunca este, ni en sus más acerbas inspiraciones, atribuyó a la naturaleza lenguaje tan cruel como le hace hablar Vigny: «No escucho vuestros clamores ni vuestras quejas; apenas noto que sobre mí se desarrolla la comedia humana; sin mirarlos ni oírlos, confundo el hormiguero y la inmensa capital; no distingo el terruño de la ceniza; al soportar a las naciones, me desdeño de aprender su nombre.   —106→   Me llaman madre, y soy una tumba; mis inviernos desmochan el árbol de la humanidad, y mis primaveras no sienten vuestra adoración». «Desde entonces -añade el poeta- detesto a la naturaleza impía; veo en sus aguas nuestra sangre, bajo sus praderías nuestros muertos, cuyo jugo chupa la raíz de las plantas... La odio, sí, con odio invencible». Pero este poeta que reniega de la naturaleza, ¿al menos creerá en el sentimiento, en el amor, en una Nerina, como Leopardi? ¡Menos! La mujer, para Vigny, es un ser impuro de cuerpo y de alma; domina al hombre porque le acaricia desde la cuna, y arrullado por ella contrajo la necesidad de reclinarse en su tibio seno; pero ¡ay del incauto! Toda mujer es más o menos Dalila... ¿Y el cielo? El cielo es sordo, mudo, ciego, insensible..., y el hombre, altanero y crispado, no debe llorar, ni rezar, sino morir cerrando la boca, sin exhalar ni un suspiro». Cuando un poeta profesa tales doctrinas, no en pasajeros arrebatos de rabia, sino sistemáticamente; cuando por ellas, precisamente por ellas, toma incremento su fama y se le ensalza y pone en las nubes, ¿no es verdad que notamos un terrible síntoma, indicación bien amarga y poderosa del estado del pensamiento contemporáneo? Y no se diga que las teorías de Vigny triunfan porque las reviste forma poética soberana. Sin duda hay bellezas en Vigny, pero no es el artista, es el desesperado el que cautiva a la generación actual.

Otro pensador en verso es el famoso Sainte   —107→   Beuve28, respetado como crítico, como poeta arrumbado ya, pero que tuvo su hora y su papel peculiar en la historia de la poesía romántica francesa. Los primeros versos de Sainte Beuve vieron la luz bajo el seudónimo de José Delorme, joven médico que había muerto del pecho. Los que nacimos después de mediado el siglo XIX, recordamos que en nuestra niñez aún conservaba cierto prestigio poético la tisis: era enfermedad espiritual y bella, propia de organizaciones selectas, de espíritus soñadores, y de la juventud sobre todo; el tísico moría mecido por ardorosas ilusiones, excitado por una especie de fiebre dulce, y se extinguía como el pájaro, cantando... y también tosiendo. Hoy la tisis ya es la tuberculosis; hoy se idealizan la salud y la fuerza, y si hay enfermedad de moda en las letras, es la neurosis; pero antes que Alejandro Dumas (hijo) en la Dama de las Camelias, Sainte Beuve creó el romanticismo de la tisis en las Confidencias autobiográficas del supuesto doctor.

Otro tema nuevo trajo Sainte Beuve. Fue también iniciador de lo que después se llamó poesía intimista, género en que han descollado Coppée y Teodoro de Banville, y desplegó la bandera de un realismo familiar y democrático, pintura de género inspirada por la lectura asidua de los poetas ingleses de la escuela lakista, Wordsworth y Coleridge; ideal de llaneza   —108→   que contrastaba con la tendencia aristocrática de Chateaubriand y de Hugo en sus primeros tiempos, y con el altivo aislamiento de Vigny; por lo cual no faltó quien diese a Sainte Beuve el título de Lamartine de la burguesía. Ciertas afirmaciones que estaban comprendidas en la esencia misma del romanticismo, si no podía Sainte Beuve encarnarlas por carecer de facultades poéticas de alto vuelo, tenía que definirlas y verlas con claridad, por lo mismo que era crítico ante todo. Medio frustrado como poeta, no se equivocó en el juicio, y ejerció en el Cenáculo y respecto a Víctor Hugo el papel de legislador y maestro. En concepto de tal definió las condiciones esenciales del verso romántico, reduciéndolas a tres: movilidad de la cesura, libertad del encabalgado y riqueza de la rima. La rima, en su opinión, es la primer ley poética; en ella reside aquella fuerza natural e innata, parte divina y misteriosa de la inspiración; y por esta teoría, que identifica la técnica con el ápice sumo del arte, Sainte Beuve es el nuncio de los parnasianos y de los partidarios del arte formal y puro. En Sainte Beuve, poeta arrinconado, y, sin embargo, de acción tan fecunda, se cumplió la ley que dispone que los artistas de segundo orden contribuyan más que los de primera línea al movimiento estético y a la aparición de escuelas nuevas; porque el verdadero genio no tiene imitadores: sólo se puede imitar, exagerándolos, los defectos y la manera. Cargado de merecimientos Sainte Beuve en la   —109→   crítica nunca se resignó a ver marchitos sus laureles de poeta, y un fermento de añeja envidia le llevó a arañar felinamente a Lamartine y a Alfredo de Musset.

Al nombrar a Alfredo de Musset29 siento la dificultad de expresar con palabras el encanto de este poeta, que en Francia es moda desdeñar ahora, porque representa la frescura juvenil en un período del siglo en que la gente nace o aparenta nacer con el espíritu envejecido.

Alfredo de Musset es una mezcla de sentimiento romántico y de lucidez picaresca, propiamente clásica, gauloise. Lo prueba el oficio que desempeñó en el Cenáculo, donde empleaba su humorismo y su donosa ironía en satirizar las risibles exageraciones de la escuela, los paseos nocturnos a contemplar la luna que asoma sobre amarillento campanario. Para traer a los románticos al terreno del sentido común, Musset esgrimió las acicaladas armas del ingenio: la ocurrencia, el chiste, el desplante y el gracejo más ático. No sólo en la célebre Balada a la Luna, que cayó a modo de ducha glacial sobre las calientes cabezas y las revueltas greñas de los cofrades en romanticismo, sino en las preciosas Cartas de Dupuis y Cotonet, el joven poeta supo demostrar raro instinto crítico, y ejercitar una cualidad muy   —110→   francesa: la percepción de la ridiculez y el don de corregir las exageraciones con la risa.

La agudeza, la humorada, el desenfado con ráfagas sentimentales, caracterizan la primera época de Alfredo de Musset, aquella en que hacía, según propia confesión, versos de niño. Ya entonces, y quizás entonces más que nunca, poseía en alto grado el esprit, mezcla de vivacidad y agilidad en comprender, y donaire y concisión en expresar; don de cazar al vuelo lo más saliente y marcado de cuanto se ofrece y propone a nuestra consideración en el vario espectáculo del mundo, y condensar su esencia en una frase gráfica, ligera e insinuante como exquisito aroma. Aparte del esprit, se destaca otro elemento peculiarísimo en Alfredo de Musset, y para precisarlo habría que definir una cosa indefinible, que no es precisamente la elegancia, ni la distinción, pero se les asemeja: el dandysmo. La palabra no es castiza, pero no puedo sustituirla con otra equivalente.

¿En qué consiste el dandysmo, brillantemente representado dentro de las letras inglesas por lord Byron, y de las francesas por Alfredo de Musset? No ciertamente en los blasones, pues Musset no los poseía; pertenecía a una familia de la clase media acomodada. Tampoco en llevar vida calaveresca, ni en llenar de nombres femeninos una lista como la de Don Juan, ni en tener desafíos, ni en jugar fuerte, ni menos en raspar con un trozo de vidrio el paño del frac a fin de adelgazarlo, según se refiere que hacía el rey de los dandyes, el célebre   —111→   Jorge Brummel. Los requisitos del dandysmo pueden reunirse en un sujeto, sin dar por resultado un dandy. El dandysmo es un aura, un vapor, un granito de sal, una futesa, cualquier cosa; un modo de presentarse, de hablar; una insolencia fina, un incopiable estilo propio que hace rabiar a los imitadores; y, en literatura, un acento desdeñoso que no se confunde con otro acento, un desenfado que subyuga y hechiza, porque es la negación de la pedantería, de la ñoñez y del apocamiento; una malicia aristocrático-intelectual que transciende. Entre los literatos contemporáneos españoles, Campoamor ha tenido a veces el estilo dandy.

Ante la imposibilidad de sugerir por medio de la frase lo peculiar de la primera época de Musset, recurro a decir que sus versos producen el efecto del Champagne, no el de ningún otro vino, ni siquiera el que imaginamos que producirá la ambrosía de los dioses: el del Champagne solamente. Cuando el Champagne, leve, chispeador, con el áurea transparencia del topacio bohemio, cae en amplia copa de cristal; cuando al rozar los labios su delicada espuma se despierta el cerebro, se avivan las percepciones y se enciende la fantasía, apresúranse las ideas con el ritmo de un corro de ninfas danzadoras -de ninfas, entiéndase bien, no de desenfrenadas y ebrias bacantes-. No diré que el Champagne sea espiritual, pero si que presta espiritualidad, y lo mismo sucede con los versos de Alfredo Musset.

Así y todo, después de haber escanciado a   —112→   sus contemporáneos ese vino de luz; después de producir Namuna y Don Páez; después de burlarse solapadamente del Cenáculo a pretexto de la casta Diana, y de evocar las serenatas y las estocadas de las callejuelas españolas, Musset no era todavía lo que se llama un gran poeta, un poeta que desde la imaginación llega a lo hondo, a las fibras secretas del alma. No lo fue hasta que le sucedió... ¿qué? ¿Alguna extraordinaria aventura? No, en verdad, sino la más usual y corriente; pero aventura que, según hace notar con su habitual acierto el insigne crítico Fernando Brunetière, no obstante su vulgaridad, no le acaeció ni a Lamartine ni a Víctor Hugo; sentir una pasión grande y sincera y sufrir un mortal desengaño. Y si no se quiere que esta haya sido la pasión más honda de Musset, por lo menos fue la que su imaginación transformó en poesía.

Esta página no hay para qué transcribirla aquí; es sobrado pública, como que se ha divulgado a campana herida, y casi diré que a toque de rebato, en periódicos y revistas y hasta en gruesos volúmenes, escritos expresamente para defender, ya la causa del poeta abandonado y vendido, ya la de la ilustre inconstante. Al arte y a las letras no les importa el nombre ni la ocasión; lo único que les interesa es que a la cruenta herida del alma de Musset se deben sus obras maestras, las que le harán inmortal; sus bellos clamores, sus gritos divinos, según la frase de Gustavo Flaubert30; las incomparables Noches, más sentidas que el Lago de   —113→   Lamartine, y casi tan puras como él, porque Musset, al contacto del dolor, acendró su inspiración y la elevó a la dignidad y a la hermosura que sólo procede del verdadero sentimiento; dejó de ser el pajecillo, el dandy, y fue el hombre. Ni Rolla, ni Namuna, ni los proverbios, cuentos y comedias, ni la Balada a la Luna, ni aun el tierno ¡Acuérdate! consagraron a Musset para la incorruptibilidad de la gloria, sino las Noches y la Epístola a Lamartine, poesías donde vierte sangre un corazón desgarrado, y donde la variedad y el contraste de los afectos, la indignación terrible y la repentina calma dolorosa, la invectiva y el ruego, los sollozos y los himnos, alternan con el magnífico desorden y el soberbio empuje de las olas del mar en día de desatada tormenta. Bien comprendía Musset que de sus lágrimas iba a formarse su corona de laurel, y en La noche de Mayo pone estas palabras en boca de la Musa, consejera del poeta: «Por más que sufra tu juventud, deja ensancharse esa santa herida que en el fondo del corazón te hicieron los negros serafines. Nada engrandece como un gran dolor: que el tuyo no te haga enmudecer; los cantos desesperados son los más hermosos, y los conozco inmortales que se reducen a un gemido. El manjar que ofrece a la humanidad el poeta es como el festín del pelícano: pedazos de entraña palpitante».

Cuatro son las admirables elegías tituladas Noches: la Noche de Mayo, la Noche de Diciembre, la Noche de Agosto, la Noche de Octubre.   —114→   Están escritas en tres años: desde Mayo de 1835 a Octubre de 1837: tanto duró la impresión violenta y trágica que dicta sus estrofas. Tres de ellas tienen forma de diálogo del poeta con la Musa: el poeta solloza y se retuerce, y la Musa, la consoladora, la amiga, la hermana, la única fiel, le murmura al oído frases de esperanza, le vierte en el corazón los rayos lumínicos de su túnica de oro. En la Noche de Diciembre no es ya la Musa quien habla al poeta, sino una fúnebre visión, un hombre vestido de negro, que se le parece como un hermano, «Dondequiera que he llorado; dondequiera que he seguido ansioso la sombra de un sueño; dondequiera que, cansado de padecer, he deseado morir... ante mis ojos se apareció ese infeliz vestido de negro, mi propia imagen». Al final de la elegía sabemos el nombre de la visión: es la soledad, es el abandono..., compañero eterno del poeta, hermano gemelo de su alma. Sin duda la Noche de Mayo y la de Octubre son las más bellas de las cuatro elegías, y así lo declaran los críticos por unanimidad; pero en la de Diciembre hay una melancolía más penetrante y más incurable.

Hasta en prosa, lo mejor que escribió Musset fue inspiración directa de la historia de amor que él llamó misteriosa y sombría, aunque no pudo llamarla secreta. La Confesión de un hijo del siglo, novela autobiográfica, encierra, y no en germen, sino bien desarrollados ya, los temas y casos pasionales que con fortuna aprovecha hoy para sus celebradas novelas psicológicas   —115→   Pablo Bourget; y al calor de la humillación y de la rabia, se forjó la intencionada e ingeniosa sátira El mirlo blanco, digna de ser comparada a los mejores cuentos de Voltaire. Cuando se cicatriza la llaga; cuando se mitiga el padecimiento y vuelve al espíritu de Musset la serenidad perdida; cuando la Musa cumple su misión consoladora; cuando atónito le parece que es otro y no él mismo el que tanto sufrió, al disiparse la embriaguez de la pena se disipa el estro: las últimas producciones de Musset ya no traen el sello de fuego, ni son obra de los negros serafines: el poeta acaba decadente y frío como placa de hierro apartada del horno. El ejemplo de Alfredo de Musset debiera hacer reflexionar a los que creen, como creía Flaubert, que la efusión del sentimiento, el grito arrancado por la pena, son cobarde exhibición de flaquezas vergonzosas, y que el poeta ha nacido para callarse cuanto realmente le importa, a ejemplo de cierto diplomático famoso, que suponía que la palabra nos ha sido otorgada, no para revelar, sino para encubrir y disfrazar el pensamiento. Si fue flaqueza la que nos valió esas Noches incomparables, la verdad misma, porque brotan empapadas en lágrimas amargas; Noches en las cuales, según la sugestiva frase del poeta, diríase que fermentaba a deshora el vino de la juventud, no deploremos tal flaqueza, cristalizada en poesía.



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ArribaAbajo- IV -

La segunda fase del renacimiento religioso.- Los apologistas.- Frayssinous.- «El Papa».- El renacimiento religioso deriva hacia el catolicismo liberal.- Lamennais.- Reaparece el hábito.- Lacordaire.- Montalembert.- Ozanam.- Exaltación democrática.- Luis Veuillot


El gran movimiento religioso que empezó a producirse a la caída del Imperio, y que se enlaza estrechamente con el romanticismo, si ya no es el propio romanticismo, en forma genuinamente espiritualista, tomó al pronto aspecto de reacción contra la Enciclopedia y el terror jacobino. En su segunda fase, el espíritu liberal late ya en él, insinuado. La obra de desintegración comienza, en medio de un esplendor que tiene tanto de triunfal.

Lo que constituye la unidad de un período tan agitado y efervescente como el que se inicia hacia 1814 y decae hacia 1845, es el impulso general de renovación. Todo germina, todo florece, en una especie de fiebre de crecimiento   —117→   vital, de esas fiebres que no aniquilan, sino que exaltan las facultades y las potencias, descubriendo horizontes de esperanza y evocando ilimitadas perspectivas. La inteligencia, llena de confianza en sí misma, se embarcaba todas las mañanas en una de las carabelas de Colón. La multitud seguía a la inteligencia con docilidad entusiasta, convencida de que encontraría tierras recónditas, nuevos paraísos, o por lo menos recobraría el Edén perdido, la verdad enterrada por la fatal filosofía de la Enciclopedia, y que, cual la hija del conde de Barcelona, permanecía viva en su sepultura.

No se deduce de lo que voy diciendo que el período romántico fuese de unanimidad y concordia: sabemos que era de combate y estrépito, de choque fragoroso. Mas las controversias y las polémicas de aquel tiempo ostentaron ese sello de sinceridad vehemente que caracteriza a las edades heroicas del pensamiento y del sentimiento, entre las cuales debe contarse, sin género de duda, el romanticismo. Si me preguntan en qué se distinguen las edades heroicas intelectuales, diré que es justamente en la incansable esperanza y en el ardiente anhelo de encontrar la verdad, y también en el convencimiento de haberla descubierto y sacarla a luz, coronándola.

De tantas aspiraciones y luchas; de tal persuasión de la victoria; de aquel programa ideal que comprendía, en la esfera política, la conciliación de la libertad con el orden; en la religiosa,   —118→   la armonía constante de la razón y la fe; en la filosófica, la depuración y fusión de todos los sistemas, y en arte, la suprema fórmula de la vida y la pasión, queda, por lo menos, en el cielo un rastro lumínico, en medio de la crepuscular melancolía de lo presente.

Tal vez nos inclinemos a suponer que entonces, en el apogeo del romanticismo, apareció una raza de hombres superiores a los contemporáneos nuestros, dotados de más ricas facultades, de energías más poderosas. Sin afirmarlo ni negarlo, me parece preferible otra suposición: la masa reencontraba predispuesta. Los hombres excepcionales necesitan fondo y ambiente, y aquellos lo tenían. La muchedumbre ansiaba oír, aprender, creer; y del terreno removido por la espada, fertilizado por la sangre, como la cuenca del Nilo por las avenidas y riadas, brotaron los genios. Nada revela la virtud generadora de ese ambiente caldeado y electrizado por el entusiasmo, como el espectáculo de dos tribunas: la filosófica y la sagrada.

Napoleón había restablecido el culto mediante un Concordato con Pío VII. La Iglesia transigía con los compradores de bienes nacionales; el Estado protegía el ejercicio de la religión católica y su independencia. Aceptó la Iglesia esta situación, pero no pudo menos de recordar que bajo el antiguo régimen poseía la quinta parte del territorio, percibía el diezmo, no toleraba disidencias y sancionaba la constitución de la familia. Quedábale el deseo y casi la necesidad de la lucha para reconquistar   —119→   lo perdido. La Restauración borbónica dio, naturalmente, alas a este afán. Carlos X y el volteriano Luis XVIII coincidieron en intentar reformar el Concordato en sentido ultramontano. Luchando con la sociedad nueva, se pretendía volver a la tradición del derecho divino, restableciendo leyes como la del sacrilegio castigado con la mano cortada, -que ya ni aplicarse pudo-. La persecución revolucionaria había hecho al clero popular; la protección restauradora le hizo tan odioso, que en 1830 los sacerdotes no se atrevían a vestir en la calle sus hábitos. La Monarquía de Julio evitó que el clero influyese en la política oficial; entonces le vemos recobrar su prestigio y el hábito religioso aparece en el seno de la representación nacional. Ténganse en cuenta estas fluctuaciones para comprender la batalla que se libró en el terreno intelectual, filosófico y literario.

Al tratar del movimiento religioso hasta el fin del romanticismo, fijan la atención dos episodios principales: las disensiones entre galicanos y ultramontanos, y la explosión del catolicismo liberal. Las primeras nacieron de un formidable libro del conde de Maistre, ariete y cimiento a la vez, titulado El Papa -con otro que viene a ser su apéndice o coletilla: La Iglesia galicana en sus relaciones con el Soberano Pontífice-, donde el autor pulveriza a Pascal y a los jansenistas y acorrala a Bossuet, cuya pluma y palabra aquilífera servían de fundamento al episcopado francés en sus alardes de   —120→   relativa independencia respecto a la Santa Sede. Otro teórico fogoso iba a proseguir la obra del conde de Maistre, acabando de arrancar la raíz del galicanismo; pero el espíritu de la Iglesia francesa aún encontró defensor en el respetable Frayssinous. Este sacerdote, que ha sido comparado a Massillon, supo, ya desde la época del Imperio, atraer a sus pláticas de San Sulpicio, diferentes del clásico sermón, un auditorio de gente seria, ansiosa de aprender a creer, y explicó con moderación y claridad los puntos controvertibles de la doctrina y la tradición histórica. Prohibidas por el despotismo imperial estas pláticas, cuando la Restauración devolvió a la tribuna religiosa su libertad, volvió Frayssinous a su púlpito después de cinco años de forzoso silencio, y eligió para asunto, no ya los dogmas y la moral cristiana, sino la Revolución, en sus causas, efectos y fines. La persecución sufrida y la importancia del tema, entonces novísimo y cadente, valieron al fervoroso catequista de la juventud una ovación muda, la única a que el predicador puede aspirar. Dedicado desde entonces a la cátedra sagrada, Frayssinous reunió sus conferencias en una obra que tituló Defensa del cristianismo, y que si no llena las exigencias de la apologética de hoy -como tampoco El genio del cristianismo de Chateaubriand- por el influjo que ejerció merece no ser relegada al olvido. Lamennais, que entonces aún no había comenzado a disentir de Frayssinous, decía de él: «Ha sido suscitado por la Providencia un orador, capaz   —121→   de confundir a la incredulidad con lógica poderosa».

Mas estos méritos de Frayssinous, la integridad y dignidad de su carácter, el desinterés y honradez de su apologética, su previsión de que el problema del porvenir religioso de Francia estaba en la instrucción pública, y de poco serviría la represión política si se abandonaban el aula y la escuela, no bastaron para reanimar al galicanismo. Las doctrinas del conde De Maistre sobre la primacía y autoridad suprema de la Santa Sede cundían y hacían prosélitos hasta entre los obispos galicanos; a ellas se adhería el catolicismo joven, bautizado con la sangre de los mártires de la Revolución; a ellas se afiliaban Lamartine y Lamennais. El dogma de la infalibilidad cuajaba en las conciencias. Las convulsiones revolucionarias, dividiendo al clero francés en juramentado e injuramentado, habían roto la unidad del sentimiento nacional y afirmado el eje espiritual fuera de Francia.

He hablado ya de José de Maistre; si hoy repito su nombre es para decir que fue maestro y guía de los primeros pasos de un hombre en quien al pronto vieron sus contemporáneos a otro San Agustín, y que después, fulminado como el ángel caído, sirvió de escándalo y aflicción de sus antiguos admiradores; se adivina que me refiero a Lamennais31.

  —122→  

Nació este apóstata, que en los primeros siglos de la Iglesia hubiese sido formidable heresiarca, en San Malo, en una casa de la misma calle donde años antes Chateaubriand había venido al mundo. El alma sombría del celta, su imaginación nebulosa, se revelaron en Lamennais desde la niñez. Huérfano de madre y muy enfermizo, fue uno de esos chiquillos de ojos verdes y cara pensativa que los provincianos del Noroeste solemos encontrar en las playas de nuestra tierra, y que, en vez de jugar, miran fijamente el ir y venir de las olas. Espíritus inquietos y amargos como el Océano, pero poéticos y soñadores.

Aunque penetrado de impulsos místicos, desde la adolescencia fluctuó Lamennais entre la incredulidad y la fe; su vocación eclesiástica, precedida por una infeliz pasión amorosa, fue tardía y como violenta; anduvo reacio para ordenarse, cual si presintiese que por aquel camino no llegaría a encontrar la paz. Bretón legítimo, afiliado a la escuela católico-monárquica de Chateaubriand y el conde De Maistre, la duda le atormentaba desde la adolescencia.

Eran, no obstante, preocupación continua para él las cuestiones religiosas, y antes de los treinta colaboraba con su hermano Juan en dos libros de apologética y de historia de la Iglesia. Este hermano era ya sacerdote: Felicidad Roberto Lamennais no lo fue hasta 1815.

Ni aun al decir su primer misa se sentía convencido; por extraña vacilación, se le vio   —123→   ponerse lívido y casi desmayarse al consagrar.

De Maistre y su escuela atrajeron a Lamennais, y en el periódico El Conservador inició una campaña en pro de la enseñanza religiosa, señalando al catolicismo el escollo de las instrucciones oficial y laica. También rebatió las teorías de Odilon Barrot, el cual sostenía que puede haber tantas creencias como ciudadanos y que la ley es necesariamente atea. Revelose ya desde entonces Lamennais polemista vigoroso y hasta descompasado y acre, siendo la naturaleza de su talento semejante a la áspera costa bretona, erizada de escollos y arrecifes, azotada por espumas que encrespa el huracán. Sin embargo, era casi desconocido todavía cuando en 1818 dio a luz, bajo el velo del anónimo, el primer tomo de una obra titulada Ensayo sobre la indiferencia en materias religiosas. Fue la publicación un suceso magno: la vibración inicial del renacimiento religioso persistía aún; la campana tañía, el órgano gemía en los corazones, y las generaciones jóvenes solicitaban argumentos y bases para la fe. Tenía el Ensayo un estilo suasorio, ardoroso y altivo, una dialéctica apretada, el paso seguro y resuelto de quien camina por el firme terreno de la verdad; y lejos de transigir con el error y guardarle miramientos, tratábale como a ciego y a niño incorregible, y le fustigaba con desdeñosa ironía. Hasta entonces, dice acertadamente un expositor de Lamennais, el catolicismo se había defendido; con el Ensayo   —124→   tomaba la ofensiva. Ventaja tan considerable, que el insigne catequista Frayssinous, preguntado qué pensaba del autor del Ensayo, respondió con cristiana modestia: Illum oportet crescere, me autem minui. «Él tiene que crecer, yo que menguar».

Dícese que, no obstante la victoria de aquel primer volumen del Ensayo, la gente previsora no acertó a evitar cierto indefinible recelo, nacido, no sólo del carácter apasionado que delataba en su autor, sino de algunas proposiciones peligrosas asomando entre la crítica más ortodoxa. Alarmaba también el núcleo de discípulos indiscretamente celosos que se formaba en torno de Lamennais, esperando de él nada menos que una revolución teológica, infiltrando a la vez en el alma del maestro aquella tentación de orgullo que San Agustín ha declarado tan fuerte e insinuante, y que lleva a preferir la alabanza del hombre al favor de Dios.

Se habían agotado cuatro ediciones del primer tomo del Ensayo, y corrido tres años desde su publicación, cuando apareció el segundo, preparado por el autor con intensa y concentrada energía, para que fuese, si era posible, más allá que el primero. Demostrose en él, no obstante, el aforismo de que nunca segundas partes fueron buenas. Contenía el libro, en su extenso prefacio, un admirable análisis pulverizador de la Reforma, que no echó en olvido nuestro Jaime Balmes cuando escribió El protestantismo comparado con el catolicismo; en cuanto al principal cuerpo de doctrina de la   —125→   obra, era la aplicación del principio de autoridad a la adquisición de la certidumbre. Esa autoridad, según Lamennais, residía en Roma, en la persona del Sumo Pontífice. La proposición adolece de excesiva. Hay otros motivos de certeza, y los echaba al suelo Lamennais, abriendo así la puerta al escepticismo, el enemigo que pretendía combatir. El peligro era patente; el mismo conde De Maistre se asustó de aquel terrible hermano gemelo que le nacía, y hubo de darle, con prudentes reticencias, la voz de alarma, escribiéndole estas palabras verdaderamente humildes: «¿Qué es la verdad? Ya sabe que Jesucristo, el único que podía responder a tal pregunta, no respondió».

Desde la publicación de este segundo tomo, acogido con tanta reserva por los pensadores y los teólogos cautos, Lamennais sentó el pie en el resbaladizo declive por donde muy pronto había de precipitarse. Caída de la cual no hay ejemplo de que haya salido moralmente vivo un sacerdote católico. De todos los destinos tristes, el más triste es acaso el del hombre que sin poder arrancar de sus ungidas manos la indeleble consagración, llevando, como la señal de fuego de Caín, la marca del sacramento, rueda desde una altura ideal hasta el fondo de las pasiones humanas. Si posee el don del genio -y Lamennais lo poseía- sufre ese genio como un suplicio más, como un peso abrumador que redobla la velocidad de la caída.

No perdieron a Lamennais las tentaciones de los sentidos, sino otra tentación más insidiosa:   —126→   la soberbia32. «Tenía Lamennais -escribe uno de sus biógrafos- esa terrible confianza en sí mismo y ese olímpico desdén de la autoridad jerárquica, escollo donde tropiezan los más grandes». En su primer viaje a Roma, el Papa le acogió con afecto. A su vuelta, rodeado de entusiastas discípulos, fundó el Seminario de Vannes; donde fue profesor Rohrbacher, el historiador de la Iglesia. La situación de Lamennais era eminente, pero él la creía mucho más. Atreviose, en efecto, dos años después de publicado el Ensayo, a amonestar públicamente a Frayssinous, que ya ostentaba el anillo pastoral; y cuando el arzobispo de París reprendió su demasía, en vez de someterse, replicó con desabrimiento. Sin embargo, aspiró bastante tiempo a no perder el calor maternal de la Iglesia. Extremando la lógica hasta sus últimas consecuencias, apretó los tornillos al Gobierno para que eligiese entre los principios de la Revolución o los de Roma, en el libro De la religión considerada en sus relaciones con el orden político y civil; por este libro, el Gobierno le encausó, el episcopado francés se puso de parte del Gobierno, y Lamennais, impaciente y rabioso, hízose de golpe republicano -republicano católico todavía-. La prenda que dio al republicanismo fue otro libro con el epígrafe   —127→   Del progreso de la revolución y de la guerra contra la Iglesia; obra destinada a ensalzar la libertad, la independencia del clero agrupado al pie del solio pontificio.

La revolución vino en 1830, y al punto Lamennais, lleno de ilusiones, fundó el periódico El Porvenir, cuyo lema era «Dios y libertad», Papa y pueblo, y cuyo programa puede llamarse un ultramontanismo democrático. A su alrededor, como colaboradores, se agrupaban nada menos que Lacordaire, que todavía no era el orador de Nuestra Señora, y Montalembert, que hasta seis años después no había de escribir la Santa Isabel de Hungría; algún prelado, y muchos notables publicistas católicos. Alarmó al episcopado francés la campaña del Porvenir; el alboroto llegó hasta la Santa Sede, y Lamennais, a fin de vindicarse, se dirigió a Roma, en compañía de Montalembert y Lacordaire; mas no obtuvo audiencia del Papa, y presto apareció una Encíclica condenando las doctrinas del Porvenir. Aparentó Lamennais someterse; hubo una especie de reconciliación, y se retiró al campo, pero fue para meditar en la soledad y en el despecho el opúsculo titulado Palabras de un creyente, del cual dijo el Papa, en otra Encíclica, que era chico por el tamaño, cuanto grande por la perversidad.

Es justo decir que la influencia de las doctrinas de Lamennais, en sus artículos del Porvenir, decidió la formación de esa Constitución belga que hizo posible el desarrollo del catolicismo más ilustrado y eficaz socialmente que   —128→   conocemos: es necesario reconocer que, al apreciarse los resultados del sistema que Lamennais preconizaba, una corriente de rehabilitación se ha iniciado en favor suyo entre el clero francés. Una cosa es esto, y otra que se nieguen sus extravíos. Volviendo a las Palabras de un creyente, acabo de releer este librito, llamado también la Apocalipsis del demonio, y lo confieso: a la distancia que ya nos separa de la época en que vio la luz y consiguió tan prodigioso número de ediciones, y fue traducido a todos los idiomas del mundo, me parece una de esas anticuadas máquinas de guerra que se conservan a título de curiosidad en los Museos. Las Palabras de un creyente, por su vivo colorido, por su exaltación poética, son puramente románticas. Lo que sin duda prestó fuerza a ese opúsculo -amén de las circunstancias- fue la extrañeza del estilo, cortado en versículos y artificiosamente calcado en el del Antiguo y Nuevo Testamento, remedando los vuelos de águila del de San Juan en Patmos. He aquí33 una muestra de las Palabras de un creyente, que descubre el pasticcio, la mezcla de la afectada sencillez antigua y del fondo democrático y tribunicio a la moderna: «No tenéis más que un padre, que es Dios, y un maestro, que es Cristo. Si alguien os dijere que los poderosos de la tierra son vuestros amos, no le creáis. Si fueren justos, serán vuestros servidores; si injustos, vuestros tiranos. Iguales nacemos todos: nadie, al venir al mundo, trae consigo derecho a mandar. He visto en la cuna a un   —129→   niño que llora y se baba, y en torno suyo ancianos que le llaman Señor y se postran adorándole; y he comprendido toda la miseria del hombre. Nuestros pecados han hecho a los príncipes; príncipes tenemos, porque los hombres no se aman los unos a los otros, y buscan quien los mande. Si, pues, alguien viniere a vosotros y os dijere: Sois míos, responded: No, somos de Dios, que es nuestro padre, y de Cristo, nuestro único maestro».

El anatema de la Iglesia cayó por fin sobre la cabeza del autor, que ya había olvidado hasta las fórmulas de la sumisión aparente y contestó a la Bula condenatoria con un libelo. En esto vino a parar el acérrimo teócrata, el que poco antes quería someter al Papa, no sólo las conciencias, sino la soberanía y acción temporal de todos los monarcas del mundo, y resucitar aquella concepción de la Edad Media en que la potestad secular era la luna y el Papa el sol, ante el cual palidecía. Desde este previsto desenlace, Lamennais, convertido en tribuno, se lanza a la política activa; pero, como el Cimourdain de la novela de Hugo, no acierta a prescindir del carácter que imprime el sacerdocio, y le vemos siempre inquieto por las cuestiones religiosas, siempre deseoso de ejercer acción espiritual, y sintiendo formarse en torno suyo el hielo de la soledad, ese aislamiento que sufren los que abandonaron el hogar de su alma. Algunos siglos antes, lo repito, Lamennais pudo ser un gran heresiarca, un Arrio, un Prisciliano, un Lutero; en nuestro siglo no fue   —130→   sino un descentrado, una hoja arrancada que el viento se lleva. El autor del Ensayo sobre la indiferencia no supo ser indiferente, ni resignarse a la separación, y afirmaba con una ingenuidad que en él no podía nacer de ignorancia, que, a pesar del entredicho y de los folletos contra el Papa, seguía siendo tan ortodoxo como en aquellos primeros y claros días de su vida de escritor, cuando parecía despuntar en él un Padre de la Iglesia, un apologista sublime. Y mientras tanto, Montalembert, Lacordaire, Gerbet, habían huido de él: morían los periódicos que fundaba, y hasta se le iba de entre las manos su único prosélito, Jorge Sand, que en sus Memorias describe el estado moral de Lamennais y le retrata enfermo, desconfiado, ulcerado y acercándose ya a la última etapa de una vida que acaba por un entierro laico en la fosa común, sin que un solo discípulo llore sobre los despojos del que, si alguna ambición alimentó, fue la del apostolado.

Vivo contraste con esta figura torturada forma la muy serena de Lacordaire34. No los comparo en cuanto escritores: Lacordaire es, sobre todo, orador, y en los dominios de la elocuencia sagrada, fértiles en la patria de Bossuet, de Massillon y de Bourdaloue, raya tan alto como Lamennais en la prosa. El terreno estaba preparado para que brotase un orador religioso extraordinario: cuando Lacordaire   —131→   hizo resonar su voz en las naves de Nuestra Señora, le habían abierto camino, desde veinte años antes, las conferencias de Frayssinous en San Sulpicio y la obra apostólica y santa de las Misiones interiores, llevadas a cabo por el Padre Rauzán. Empresa modesta y casi olvidada, tuvo, sin embargo, la de las Misiones interiores momentos de sublimidad, y de sublimidad artística, porque si la elocuencia se propone causar en el ánimo movimientos bellos, y si esta belleza puede pertenecer al orden del sentimiento, no cabe desconocer que fue de divina hermosura el arranque oratorio del Padre Rauzán cuando, al terminar la misión de Nantes, al erigir la cruz sobre el mismo lugar donde había sido fusilado Charette, imploró de aquel pueblo tenaz y pródigo de su sangre en las luchas civiles el olvido de los odios y de los rencores, y el pueblo contestó unánime con un grito del corazón, eco de una emoción verdaderamente evangélica, uno de esos estremecimientos en que parece que azotan el aire las encendidas alas de un serafín.

Mas el predicador que transformó la elocuencia del púlpito, y rompiendo sus tradiciones clásicas y solemnes, la impregnó del espíritu del romanticismo, fue Enrique Lacordaire, que por la audacia, novedad y elevación de los conceptos; por el resplandor de la palabra, semejante a una espada desnuda, y por la adaptación de la retórica sagrada a las exigencias y aspiraciones de la época presente, fue el jefe nunca igualado de una escuela en que habían   —132→   de afiliarse los Ravignan, los Félix y los Dupanloup. Unidos un momento por el correr de las ideas, Lamennais y Lacordaire difieren en el carácter. Lacordaire, nacido en una familia en que predominaban las aficiones científicas, hijo de un médico, hermano de un profesor de Historia Natural, de esa sangre borgoñona que también corrió por las venas de Lamartine y que da equilibrio al temperamento, no tuvo la niñez soñadora y contemplativa de Lamennais: era un buen estudiante, un aplicado alumno, y al presentarse en el mundo parecía un abogadito formal y de porvenir. A los veinticinco años sufrió su correspondiente crisis de melancolía romántica, su ataque de la enfermedad de René; pero en él tenía que ser pasajero; su espíritu necesitaba calma y esa alegría robusta que producen la realidad y la acción. Lacordaire era entonces volteriano y deísta; de pronto, por medios que el hombre desconoce, verificose el cambio; lleno de regocijo tierno y humilde, como el niño que, perdido en las tinieblas, siente una mano vigorosa coger la suya y una voz afectuosa decirle palabras de cariño, dejó el mundo, entró en el Seminario de San Sulpicio y se ordenó sacerdote.

Una circunstancia distingue a Lacordaire de los primeros grandes pensadores religiosos del período. El vizconde de Chateaubriand, el conde de Maistre y el vizconde de Bonald enlazaban estrechamente el catolicismo con el antiguo régimen y la monarquía; Lacordaire, desde el primer momento, y en esto coinciden   —133→   él y Lamennais, aparece prendado de la causa de la libertad y hasta inclinado a la democracia. Por eso, cuando Lamennais, después de la revolución de 1830, funda su periódico con el significativo título de El Porvenir, Lacordaire corre a afiliarse bajo su bandera, reconociendo por maestro al demócrata cristiano. La idea de los Lacordaire y los Montalembert, que no ha dejado de abrirse camino, era que no convenía a los altísimos intereses de la religión ser confundidos con los de la monarquía y la aristocracia, ni con los de ningún partido político, así fuese el más poderoso; que la importancia social y moral del catolicismo es eterna, y transitoria la de los partidos; que la Iglesia está mejor libre que a sueldo del Estado, y que se podía en Francia y en todas partes ser católico fervoroso sin sombra de legitimismo. No ha de negarse que la obra pacificadora de León XIII complacería absolutamente a Lacordaire. Este, por otra parte, atendió a conservar encendida la lámpara, guiándose dócilmente por Roma, y cuando fueron reprobadas, no precisamente las tendencias, sino las exageraciones y osadías del órgano de Lamennais, la sumisión, en este ficticia, fue en Lacordaire sincerísima y perseverante.

Poco después inició Lacordaire sus Conferencias bajo las bóvedas de Nuestra Señora, la primer cátedra de París, por consiguiente, la primer cátedra entonces del mundo civilizado. Era su vocación, era su camino, desahogar la plenitud romántica en aquel templo romántico   —134→   por excelencia, en las amplias naves que añadían vibraciones a su voz melodiosa de orador. Lacordaire era innovador, y no lo negaba, persuadido de que la oratoria sacra debe cambiar de matices, como cambia de colores el camaleón de la mentira y del mal bajo el sol de cada siglo. Era también atrevido, y lo comprendía: volaba sin querer, arrebatado por el estro; sentíase llevado a las cimas, pero nunca sufría el vértigo; su simpática humildad, de verdadero cristiano, le enseñaba a no perderse en el desierto abrasado donde agonizaba Lamennais. El carácter de éste siempre había sido desagradable y repulsivo a Lacordaire, cuyas cualidades eran la sensibilidad, la franqueza, la humanidad, la naturalidad y, sobre todo, el arte de hablar de lo que interesa al auditorio, de ser el hombre moderno que se dirige a la gente de su siglo, y aun tratando de verdades eternas, sabe descubrir el aspecto actual y relativo de esas mismas verdades.

Ya en la cumbre de la oratoria, vencedor y dominador de un público que tal vez había entrado allí con el corazón blindado, con ínfulas de juez, y que salía conmovido; apoyado en su fe y guiado por la fija luz de Roma, Lacordaire aspiraba a más; quería ser un foco psíquico y ver crecer y propagarse una espiritual familia. Para conseguirlo, concibió una poesía romántica en acción. Pronunció los votos, vistió el hábito de los Hermanos Predicadores, y restableció en Francia la ínclita Orden española de Santo Domingo de Guzmán. Esta gloriosa   —135→   creación del siglo XIII, inspirada por la fuerza del Verbo que remueve al mundo, se ofrecía al orador sagrado del romanticismo con toda su gallardía de aguja ojival; la Orden era, a su modo, otro templo de Nuestra Señora; la imaginería del pórtico representaba filósofos, ascetas, sabios, iluminados y mártires, cantados en los tercetos del Paraíso de Dante Alighieri. El centro soñado por Lacordaire fue esa Orden extinguida, que al soplo de su ardiente boca iba a resurgir.

Y resurgió, en efecto, y nunca apareció Lacordaire revestido de mayor aureola ante su auditorio entusiasta que cuando en 1841, contra la opinión de gente muy conspicua -del mismo Rey-, vistió el hábito y se destacó sobre el púlpito de la catedral de París, con el blanco sayal, con el monástico cerquillo, fraile -fraile como San Antonio de Padua, como San Buenaventura, como Santo Tomás, como esos insignes atletas de las Ordenes mendicantes, que en la Edad Media italiana supieron juntar en íntimo lazo los mismos sentimientos que Lacordaire profesaba: el amor ardiente de la patria y de la libertad, y la incondicional adhesión a la Santa Sede-. Tal fue el coronamiento de la vida religiosa de Lacordaire, y a él responde su libro Historia de Santo Domingo de Guzmán (por cierto muy inferior a la de Santa Isabel de Hungría, de Montalembert).

Recordemos una amistad de Lacordaire, que nos hará observar un caso extraño: la existencia de un salón religioso; el de madama   —136→   Swetchine. Realizó esta virtuosa dama, consorte de un general ruso y amiga de la nata y flor de los emigrados franceses y especialmente del conde de Maistre, el tipo singular de la santa mundana. Con un pie en la más sincera piedad, y otro en el trato social más delicado y cortés, y sin embargo, ni beata ni frívola, madama Swetchine es digna de mención en la historia literaria y en la del movimiento religioso, más aún que por sus cartas filosóficas, por la creación original de su salón, único en su género, un salón cristiano, sin intolerancia ni alardes de inoportuna mojigatería, pero donde las opiniones y las creencias35 se armonizaban y los adalides del catolicismo se reunían, se conocían, se entendían, se contaban y calculaban su fuerza. Con los nombres de los tertulianos de madama Swetchine podría escribirse la historia religiosa de Francia desde 1845 hasta 1857 -dice uno de sus biógrafos-. El único reparo que al tal salón he oído poner, es que el catolicismo sólo estaba representado allí por nombres aristocráticos, y que si se pudo llamar a madama Swetchine una madre de la Iglesia, fue madre de la Iglesia del arrabal de San Germán. Esta censura revela que, por muy religioso que le consideremos, un salón es siempre un salón, es decir, una selección social. Sin embargo, para Lacordaire, que no era ningún descendiente de los Cruzados, se abrieron de par en par las puertas del salón de madama Swetchine, y entre el gran orador y la santa mundana se formó una de esas amistades, de   —137→   alma a alma, del género de la de madama Guyón y el autor del Telémaco, y de las cuales conserva bastantes ejemplos la historia. El papel de madama Swetchine en la existencia de Lacordaire fue el de consejera evangélica; cuando las censuras de la Iglesia recayeron sobre las doctrinas del periódico El Porvenir, en que militaba Lacordaire bajo las enseñas de Lamennais, la mansedumbre, la docilidad de la leal amiga guiaron al amigo a la sumisión sin restricciones. Cuando, vestido ya el hábito de dominico, Lacordaire pasea en triunfo su elocuencia por las provincias de Francia, donde la muchedumbre se reúne bajo sus ventanas a victorearle, a madama Swetchine escribe estas satisfacciones que la flaqueza humana saborea, aunque la humildad se tape los oídos.

La paz y perseverancia de Lacordaire es el reverso de las agitaciones y variaciones continuas de Lamennais. Estos hombres a quienes la inspiración religiosa, la más alta de todas las inspiraciones, la más relacionada con el sentimiento, coloca en alto lugar, alumbrando al mundo, cuando caen, no caen solos; se llevan consigo la fe de otros a quienes sostenían. Hay una frase de Lacordaire que demuestra cómo comprendía esta verdad. «Aun cuando no hubiese -dice- sino un alma pendiente de la mía, sería en mí un deber no contristarla. Mas si somos el lazo de unión de muchas almas, el punto a donde miran para cobrar ánimos y consolarse, no hay sacrificio que arredre».

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Otra figura noble, seria y consecuente del joven catolicismo liberal fue el conde de Montalembert, nacido en Inglaterra, orador parlamentario celebradísimo en la Cámara de los Pares, historiador y hagiógrafo, autor de la importante obra Los monjes de Occidente y de la preciosa leyenda dorada Santa Isabel de Hungría. Estos libros, traducidos y estimados en España, hemos de considerarlos como dos productos naturales del romanticismo, dos síntomas de su influencia ya decisiva en el orden religioso y en el histórico. La restauración del arte gótico, del sentimiento de la nacionalidad y de la poesía de la Edad Media, inspiraron lo mismo las páginas severas de Los monjes de Occidente que la vidriera de colores donde se desarrolla la mística historia de la landgravesa de Turingia.

Hay un género de belleza sentimental en el catolicismo que no se había percibido hasta la época romántica, aun cuando floreciese desde muchos siglos antes. Los que crearon el arte de la Edad Media, trovadores, arquitectos, cronistas, escultores, vidrieros, imagineros, tallistas, forjadores, pintores; los que elevaron esos monumentos que hoy nos parecen una Divina Comedia que escribe en piedra su profundo simbolismo, ¿sentirían como nosotros; comprenderían así, por un estilo tan hondo y delicado, la expresión de lo que ejecutaban? Misterio que no aclararemos jamás. Lo cierto es que en la Edad moderna, desde el período romántico, esa forma del arte se ha revelado a   —139→   nuestro espíritu, y ha suscitado en él ideales antes desconocidos y nuevas tendencias. No solamente produjo esas nuevas tendencias, sino que se hincó tan adentro en algunas almas, que, por decirlo así, las formó a su imagen y semejanza, imbuyéndolas de la melancolía hermosa que nace de la religiosidad estética, y es como la nostalgia de un cielo soñado. Almas tales son almas de poeta, aunque hayan escrito en prosa; y entre ellas contamos a Federico Ozanam36.

El apologista cristiano que acabo de nombrar pertenecía a una familia de origen israelita; es decir que era de raza religiosa. Si Lacordaire fue un convertido, Ozanam mamó con la leche los sentimientos de piedad y devoción. Nacido en Milán en la época del destierro de su padre, se educó en Lyon, y aprovechó las enseñanzas de un sacerdote ilustre, que desarrolló los gérmenes ya vivos de su fe: no la fe del carbonero ni la del fanático, sino la más culta y enriquecida de sabiduría, en las doctrinas del catolicismo elevado, generoso y filosófico que entonces practicaba una escogida pléyade. Para ser un católico como Ozanam necesítanse dones naturales de inteligencia y carácter, y virtudes congénitas, que, sin esfuerzo, conduzcan la voluntad hacia el bien, y la alumbren con la belleza ideal y la acendren y depuren. Otros católicos, deseosos de llegar   —140→   a este estado que envidiaría Platón, tienen que luchar contra el hervidero de sus inclinaciones y pasiones, medirse cuerpo a cuerpo diariamente con el tentador, y salir de la pelea ensangrentados y sin aliento. Entre estos luchadores pueden contarse hasta santos: verbigracia, San Jerónimo. No así Federico Ozanam, que estaba orgánicamente predispuesto a la santidad. Si no tenemos atribuciones para llamarle santo, creo que podemos ver en él a un justo, un obrero infatigable de la viña, y además, como antes he dicho, una de esas naturalezas poéticas, copas de puro cristal en quienes todo choque produce una vibración musical larga y misteriosa.

Cuando el joven Ozanam pudo levantar el vuelo desde Lyon a París, deseo de todo mozo ansioso de cultura, su primer homenaje fue para Chateaubriand; y razón tenía, pues el cantor de Los Mártires era el revelador de la hermosura del cristianismo, de su inagotable contenido estético; Ozanam le saludó conmovido y conservó perenne recuerdo de la entrevista; pero el gran amigo que encontró en París fue el sabio físico Andrés María Ampère, cuyo hijo, el incansable viajero y fecundo escritor, había de compartir el culto dantesco de Ozanam. Ampère padre recibió a Ozanam con los brazos abiertos, le admitió en su laboratorio, no se desdeñó de asociarle a sus experiencias y entabló con él una de esas comunicaciones efusivas que son puertas y válvulas de desahogo para las inteligencias pletóricas de ideal. Cierto   —141→   día que conversaban acerca de las maravillas de la naturaleza, el sabio, acostumbrado a escrutarla y estudiarla, se cogió de improviso la cabeza entre las manos, y, como arrebatado de lirismo, exclamó: «¡Qué grande es Dios, Ozanam! ¡Qué grande es Dios!». En este arranque puede resumirse el sentido de la vasta obra de Ampère y también de la de Ozanam. Aunque de género tan distinto, las dos proclaman la magnificencia divina.

Para resumir la biografía de Ozanam, pues no podemos dejarnos llevar del gusto de detallar su hermosa y breve vida, recordemos que, a pesar de su siempre quebrantada salud, adquirió tan vastos conocimientos que a los veintiséis años su brillante tesis ante la Facultad de Letras le valió una ovación, no tardando en ocupar en la Sorbona el puesto de suplente del famoso y eruditísimo catedrático Fauriel, y en reemplazarle cuando murió. Las lecciones de Ozanam congregaron a una juventud entusiasta, saturada de cristianismo y de romanticismo; entre esta misma juventud había reclutado Ozanam, años antes, siendo todavía un menesteroso estudiantillo, los ocho socios con quienes instituyó la Sociedad benéfica de San Vicente de Paúl, hoy extendida por todo el mundo cristiano y en España arraigada profundamente. El día en que Ozanam tuvo esta idea, no era ilusión de su espíritu aquella creencia romántica que tenazmente profesó de que su madre, muerta hacía tiempo, no cesaba de encontrarse a su lado. El estudiante, desde su   —142→   buhardilla, hizo una obra de caridad espléndida.

Evitemos la tentación de considerar sólo los actos de Ozanam, y tratemos de sus libros, que actos son también, actos de fe y de esperanza. «Ningún hombre de corazón -escribe el mismo Ozanam- aceptará el duro cargo de escribir sin que una convicción le domine». Él escribía, quién lo duda, bajo el impulso de una convicción calurosa que le penetraba alejando la duda, la indiferencia y el escepticismo. No por eso se crea que lo más loable en Ozanam son las intenciones (triste elogio en verdad para el escritor). Si bien Ozanam no consiguió en vida ruidosa celebridad, y aunque en su manera pueda señalar la crítica defectos, y excesos de lirismo, sus dotes de artista son grandes y las dos o tres ideas nuevas (dos o tres ideas nuevas es mucho) desarrolladas en sus obras, ejercieron una influencia que aún persiste. El fin de Ozanam, desde los quince años, fue aquel mismo pensamiento ambicioso que quiso realizar Chateaubriand en El Genio del Cristianismo: el anhelo de todas las épocas en que se agita el pensamiento, anhelo que en la Edad Media produce la Suma teológica, y en el siglo XVIII la Enciclopedia.

Ozanam quería escribir nada menos que una Demostración de la verdad de la religión católica por la antigüedad de las creencias históricas, religiosas y morales. La edad viril no borró, pero modificó bastante estos planes de la adolescencia y limitó la ambición apologética al   —143→   terreno de la historia; mas Ozanam había observado que el renacimiento religioso en Francia no producía historiadores, y la historia era o racionalista o francamente impía; y cumpliendo, como decía él, la palabra empeñada a Dios, contraminando la mina de Gibbón y de su escuela, trazó el programa de una historia de la civilización en los tiempos bárbaros. No quiso Dios que el gigantesco propósito se realizase, y llamó a sí a su siervo Ozanam bien pronto, apenas cumplidos los cuarenta años, que es la edad del vigor y plenitud de conciencia para escribir obras sólidas y duraderas. Murió Ozanam con resignación ejemplarísima, y dejando escritas de su puño y letra estas palabras: «Ya que me llamas, Señor, aquí me tienes». De su proyecto quedaron, como fragmento y muestra, dos volúmenes publicados bajo el título de La civilización en el quinto siglo de la Era Cristiana. Estos debían formar la introducción de la magna obra, de la cual también son episodios los Estudios germánicos, y otros libros aún más influyentes: Dante y la filosofía católica en el siglo XIII, Estudios sobre las fuentes poéticas de la Divina Comedia y Los poetas franciscanos. Sainte Beuve, que tenía sobrada malicia profanísima para experimentar por Ozanam simpatía verdadera, reconoce en un párrafo esta virtud de sus libros. «Todos -dice con tinte de malignidad- nos resentimos de la nueva y ruda educación; todos nos agarramos por algún lado a la filosofía escolástica y a lo gótico; la Edad Media se nos   —144→   impone y nos domina; todos, en fin, a dosis más o menos altas, hemos tragado a Ozanam...».

Este elogio ambiguo es, sin embargo, elogio.

¡Dichoso el que consigue descubrir una región y plantar en ella su estandarte! En el terreno de la erudición hay también inventores, y Ozanam es uno de ellos. Al encarecer el valor del trabajo de primera mano, no cuidamos de establecer una importante distinción. Si el erudito trabaja de primera mano sobre materias de última, no hay por qué estimar mucho sus hallazgos, que, a lo sumo, satisfarán curiosidades menudas; pero no modificarán sensiblemente la mentalidad, ni aun la cultura de su generación. El mérito de trabajadores como Ozanam es que supieron escoger, y cavaron, no para exhumar viles guijarros y tejuelos, sino para sacar a luz oro y perlas. Uno de los tesoros que encontró Ozanam fue el rico y bello de los poetas franciscanos, esos trovadores místicos del siglo XIII, que así lanzaban enérgicas invectivas a los tiranos y prevaricadores, como dirigían el enamorado serventesio a la dama Pobreza; arpas que exhalaban el quejido del éxtasis, cantores de un renacimiento religioso y artístico, franciscanos por el fuego del amor, pléyade que precedió a Dante como las estrellas al sol, y derramó por Italia un aura de inspiración, de libertad y de santidad. Sólo por haber interpretado y rehabilitado a los trovadores de la Orden seráfica, y por haber visto en su fundador, ante todo, el poeta y el gran artista   —145→   instintivo, habría que contar a Ozanam en el número de los felices inventores.

He dicho que los dos episodios capitales del movimiento religioso en Francia durante el romanticismo fueron la lucha de ultramontanos y galicanos y el catolicismo liberal. En ambos encontramos la huella de un hombre de genio, gran prosista, de los mayores que Francia ha poseído en este siglo, católico vehemente, atleta incansable: Luis Veuillot37. Aunque proceda del impulso romántico, realmente pertenece a la transición, al segundo Imperio. Bajo el pontificado de Pío IX, la voz más apasionada que oímos es la de Luis Veuillot, y en su corazón podríamos contar los latidos del sentimiento católico. La Iglesia, aunque reprimiese, ya severa, ya benignamente, el celo excesivo de los discípulos del conde de Maistre y desaprobase la concepción radicalmente teocrática de Lamennais, procuraba la unidad absoluta, la sumisión filial e incondicional del Episcopado, preparando la declaración dogmática de la infalibilidad: al mismo tiempo, sin dejar de complacerse en la obra de los Lacordaire y los Montalembert, no podía menos de oponer restricciones a las tendencias del catolicismo liberal. Antes de que los hechos y la experiencia demostrasen que el sufragio universal, el régimen parlamentario y la libertad política no son panaceas, el catolicismo lo había comprendido   —146→   y lo había expresado por boca de Luis38 Veuillot.

Procedían las eminencias del catolicismo liberal de la alta aristocracia, como Montalembert, o de la burguesía acomodada, como Lacordaire: Luis Veuillot venía del pueblo, y del pueblo bajo. Hijo de un tonelero y de una tabernera, de niño quizás sirviese a los parroquianos. La miseria le había señalado hasta en el rostro: era picado de viruelas como son los hijos de los pobres. Las estrecheces y privaciones que ve en su familia, las tiranías y abusos de un patrón, le predisponen a sentir la injusticia social y la simpatía por los desheredados -sentimiento que no advertimos en los demás grandes católicos de su tiempo-, y determinan en él un odio profundo contra la burguesía, enriquecida, ahíta de carne desde la Revolución, y contra la sociedad capitalista, explotadora sin entrañas del pobre. «La sociedad no tiene misericordia -decía Veuillot- y Dios sí, porque es justo. Los ángeles que Dios envía a explorar el fango humano, saben que en él se encuentran perlas, acaso más que en las moradas de los ricos y en los palacios de los grandes...». Con razón se dijo de Luis Veuillot que, dada su manera de entender el mundo y la índole belicosa de su genio, a no guiarle las creencias que sinceramente profesaba, hubiese sido el más tremendo de los refractarios y de los nihilistas; un Julio Vallés o un Ravachol de la pluma. «La sociedad -escribe Veuillot- había dicho a mi padre: 'Sé sumiso y honrado, porque si te rebelas, te mataremos,   —147→   y si robas te llevaremos a la cárcel. Pero si sufres, no podemos evitarlo; si te falta pan, ¿qué nos importa?; y si enfermas, al hospital; no tenemos que ver contigo'. Entonces sentí, en la violencia de mi dolor, estallar el anatema. Empecé a juzgar, a conocer esta sociedad, esta civilización, estos pretendidos sabios, que al renegar de Dios, han renegado del pobre; han abandonado su alma fatalmente. Y entonces pensé: 'Este edificio social es inicuo: será destruido'. Cuando así discurría era ya cristiano; que a no serlo, desde aquel punto mismo me afiliaría en las sociedades secretas».

En realidad, la conversión de Veuillot, que jamás fue librepensador, ni ateo, se redujo al ansia de encontrar objeto y fin para su vida interior, y consuelo indeficiente para la tristeza y la indignación que le producía el estado social, más duro y amargo para el pueblo que el anterior al cataclismo revolucionario. Deseoso de echar el áncora, pasó a Roma, y volvió con una impresión indeleble. Desde aquel punto arregló su vivir y su pluma a sus creencias: pagó sus deudas, sujetó sus pasiones, rezó y practicó lo mismo que una pobre aldeana, y se apareció en la polémica y en el periodismo a estilo de campeón fuerte de Israel, de los que beben de pie en el hueco de la mano. El oficio de católico militante lo desempeñó con una constancia simpática y atractiva, de la cual se deriva la unidad y solidez del escritor. Su estilo forjado, musculoso como el cuerpo de un atleta, ganó poniéndose al servicio de convicciones   —148→   bien trabadas y fortificantes. Hay un aspecto de Veuillot que importa considerar, puesto que tratamos del romanticismo, y es que Veuillot supo derivar del catolicismo la condenación de la egolatría individualista, sentando la doctrina de una especie de comunismo o fraternidad espiritual, que aplica los méritos de los santos a la salvación de los pecadores, y ofrece el sacrificio de cada uno por el bien de todos. La más peligrosa doctrina romántica se transformó así en caridad.

Que Veuillot se dejó arrastrar por el ardor de la polémica hasta la injuria, y que le faltaba ese sentido de la buena educación literaria tan difícil de adquirir si no se ha mamado con la leche, no puede negarse. Su arremetida era colmillada de jabalí, su esgrima popular y sin contemplaciones caballerescas: irónico, sardónico, maestro en la caricatura y en la invectiva, elocuente y nunca verboso, sensible y desengañado, colorista sobrio, realista a veces del género español, lleno de donaire, de sal y de vigor viril, fue en suma un escritor excelso. «Los Librepensadores y Los olores de París, dos obras de Veuillot, son -escribe Lemaître- nuestros dos mejores libros de sátira social».

La campaña de Veuillot y del periodo El Universo contra el catolicismo liberal es memorable, y bien sabemos hasta qué punto ha repercutido en España. Nada indignaba a Veuillot como esos católicos conciliadores, que aquí se han llamado mestizos y a quienes él nombraba la última encarnación de Tartufo. Celo   —149→   violento e intolerable, que más de una vez moderó severamente quien podía hacerlo, poniendo a prueba la humildad de Veuillot, obligado a someterse y a reconocer que se le había ido la mano. Era como esos mastines demasiado vigilantes que su amo necesita encadenar para que no muerdan. No trato de hacer el panegírico de las ideas políticas de Veuillot; sólo me creo obligada a advertir que sus desafueros tienen excusa en la sinceridad. No se podrá decir otro tanto de muchos que siguieron sus huellas en el combate.

Era Luis Veuillot, a la vez que gran prosista, notable poeta. Es frecuente oír y leer que ha desaparecido en este siglo la poesía religiosa. No juzgo difícil probar lo contrario, y si del concepto vago de religiosidad pasamos al concreto de catolicismo, también cabe afirmar que nuestro siglo ha producido poetas católicos admirables, dignos del XIII: Verlaine, por ejemplo, de quien hemos de decir mucho. En la hueste merece lugar insigne Veuillot, por su bellísima poesía titulada Epitafio. Traduciré en prosa dos estrofas.

«Poned a mi lado la pluma: sobre mi frente el crucifijo: bajo mis pies este libro; y clavad en pos el féretro. Después de la última oración, erigid la cruz sobre mi fosa; y si merezco una piedra que me recuerde, escribid en ella: Ha creído, y ahora ve».

«Decid al recordarme: Ya descansa: ha concluido su dura faena. O más bien: ahora se despierta, y ve lo que tantas veces soñó».