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ArribaAbajo- VI -

La novela.- Balzac.- La personalidad literaria


Indicado ya el plan y sentido de la Comedia humana, es tiempo de considerar el valer propio de su autor, la esencia de su personalidad literaria, sus condiciones y cualidades peculiares de literato y de artista.

Desde luego se advierte que la observación, en Balzac, no tiene afinidades con lo que más adelante llamarán observación los naturalistas de escuela. La observación en Balzac es aquel don natural de devorar las cosas, y a pesar de su riqueza pasmosa de referencias y detalles, datos y hechos menudos (que existían como existen las cosas familiares y verdaderas, a las cuales nadie presta atención hasta que el arte las pone de manifiesto); a pesar del admirable axioma que Balzac formula -«antes todo era relieve, ahora se trabaja ahondando»- ello es que no nos figuramos al autor de la Comedia   —130→   humana tomando notas en una cartera, clasificándolas, formando un prolijo expediente antes de escribir una novela, como hizo después Zola al recoger y querer realizar por cuenta propia la idea de la Comedia humana. Ni aun le comprendemos extractando un libro, por más que su obra demuestre con evidencia copia de lectura y conozcamos sus etapas de encerrona en bibliotecas.

Lo que le concedemos es vista de ojos, trato de gentes, conversación, práctica del vivir, lección de cosas incesante, recibida al pasar por distintos medios y varias profesiones, en estados si no de miseria, por lo menos de apuro y combate encarnizado. Balzac no podía contarse entre los legos, pero se cuenta en la escasa falange de los hombres que con su ardiente mentalidad dominan completamente a su cultura y en ningún caso son dominados por ella. Como en todo individuo de excepción, en Balzac no es lo adquirido, es lo natural, lo que hace el gasto, lo que vale, lo que se impone. Por eso muchos opinan que no es Alejandro Dumas padre, sino Balzac, quien debió ser calificado por Michelet de «fuerza de la naturaleza». Si en toda la literatura del mundo se hubiese perdido el don de la espontaneidad, a Balzac sería preciso acudir para encontrarlo, a pesar de lo tenazmente que mascaba sus obras.

Tenemos que adherirnos a la opinión de Sainte Beuve; según él, en semejante complexión de escritor, la parte de inventiva tiene que ser más considerable aún que la de observación   —131→   y estudio. La inventiva, en an novelista como Balzac, que no emplea los procedimientos hasta él empleados, que es objetivo y épico, no se reduce a discurrir una fábula cuando la realidad no se la proporciona hecha; en Balzac, como en Cervantes, la inventiva va al fondo de los pensamientos, de los sentimientos, de los intereses humanos, y se confunde con la adivinación y la segunda vista, y a veces, por la, misma acuidad de la visión, llega hasta la alucinación, forzando y extremando el sentido arcano y oculto de las apariencias vulgares.

La inventiva inferior del novelista es la de la fábula, de lo que se llama el asunto o argumento, y no sería difícil probar que el asunto de las mejores novelas ha sido tratado en otras detestables, así como los argumentos de los dramas de Shakespeare se encuentran en mediocres y olvidadas producciones teatrales anteriores. Todo va en la personalidad del autor.

El mérito de Balzac no estribaba en la fábula, ni sus novelas de argumento complicado y sensacional son las mejores. Lo que distingue a Balzac es que, así como Rousseau y Bernardino de Saint Pierre trajeron a la novela el paisaje, Balzac trajo los objetos y el dinero. Antes de Balzac, dice acertadamente un crítico, no hay novelas vestidas ni amuebladas, y yo agregaría: ni novelas en que los héroes dependan de la bolsa (a excepción quizás de Gil Blas y Manon Lescaut). La novela se había considerado género de mero entretenimiento, como han seguido considerándola todavía en   —132→   nuestros días algunos escritores clásicos (citaré, entre nosotros, a D. Juan Valera); por lo tanto, no se escribía para escudriñar la vida social, ni para disecar el corazón humano fibra por fibra, sino para narrar un episodio, generalmente amoroso, generalmente de juventud -recuérdese la mayoría de las novelas románticas, y dígase si fueron otra cosa- (excepto las de aventuras). En esa cualidad secundaria de la invención del asunto, Balzac quedaría por bajo de Alejandro Dumas padre, y hasta del autor de Las memorias del diablo, a quien Julio Janin, apaleador concienzudo de Balzac, anteponía a éste por «el movimiento y los incidentes variados». Así es que, al hablar de la invención en Balzac, me refiero principalmente a la invención de caracteres, presentados en un medio real, rigurosamente histórico en los grandes rasgos, y de una exactitud geográfica que recuerda la de Dante. Esa invención de caracteres es la creación de seres vivos «haciendo competencia al registro civil».

Sin duda los caracteres presentados por Balzac existen, y a no ser así no valdrían cosa; pero el novelista no pudo observarlos todos en su inacabable serie, ni retratarse en todos, como diz que se retrata en Alberto Savarus. En sus novelas -él mismo nos lo afirma-, a pesar de la fidelidad en reproducir las costumbres, no hay clave; apenas si la malignidad señaló dos o tres figuras que pudiesen corresponder a personas de carne y hueso, famosas en los anales de la sociedad parisiense o de las   —133→   letras, como la Camila Maupin, que en lo físico recuerda a la actriz Georges y en lo moral tiene rasgos de Jorge Sand. Es evidente, pues, que los caracteres de Balzac son inventados, creados, pero creados sobre la vida, con pasta de verdad interna y externa, y he aquí una de las enormes superioridades de Balzac respecto, no sólo de Walter Scott, Jorge Sand y los novelistas de aventuras y lances, sino del ilustre Flaubert, que sólo creó dos o tres caracteres marcados con el sello vital, y de Zola, que no creó caracteres, sino tipos, lo cual es muy diverso, y conduce fatalmente a generalizar, a caer en la abstracción y en la mentira.

No sólo es Balzac un inventor de caracteres, sino que -y no puedo menos de nombrar a Shakespeare, en quien observo otro tanto-, a pesar de su adhesión a lo real, es un idealizador del carácter; es decir, que entre sus caracteres abundan los individuos extraordinarios, dotados de tal fuerza de individuación (en diversos sentidos), que nunca podrían confundirse con ese vulgo medio cuya pintura prefirió, veinte o treinta años después de Balzac, la escuela naturalista. Brunetière asegura, con razón, que no es en Rojo y Negro, de Stendhal, donde hay que buscar los profesores de energía, y -añadiría yo- los cerebros de complicadas ruedas, sino en diversas obras de Balzac, a pesar de las profesiones de fe democráticas (democráticas en arte) que podemos encontrar en su teoría. Lo verdaderamente democrático en arte no consiste en tomar por modelo a   —134→   una labriega o una criada de servir mejor que a una señora; lo democrático es retratar la verdad, si se quiere, pero la verdad insignificante. Una criada de servir, entendida como la Rabouilleuse de un Un menaje de soltero, o como la Cochet de Los labriegos, deja de ser carácter vulgar y sin sentido.

Entre los personajes de Balzac, que forman un mundo, hay algunos estudiados con tal ahínco y relieve, que la vida intensa del alma humana está en ellos en acto continuo. Con igual penetración ha creado los caracteres masculinos que los femeninos, particularidad propia del gran inventor de caracteres, pues hay novelistas y dramaturgos de alta fama, cuyas mujeres son totalmente convencionales. Y es otra cualidad de Balzac: imprime sello de carácter hasta a los personajes meramente episódicos, que no hacen sino cruzar por la escena y resaltan un minuto, cómo pueden resaltar los protagonistas, de quienes habla extensamente. No es el menor encanto de Balzac ese don del apunte, del boceto, de la mancha intensa, propio de los pintores geniales.

El vigor psicológico de ciertos caracteres de Balzac llega a revestir proporciones imponentes, que recuerdan el mar en días de tormenta, la emoción terrorífica de aquello cuyos límites no discernimos. Véase la terrible figura de Felipe Bridau (Un hogar de soltero). Felipe Bridau es el estudio más completo de una psicología modificada por el medio y la concurrencia   —135→   vital: es el hombre de presa, que pudo ser héroe y paró en bandido, pero bandido social, que elude las responsabilidades ante la ley. Demuestra Felipe Bridau que la guerra, al establecer estados anormales, anormaliza también los caracteres y los prepara a mantener en la paz el mismo estado belicoso, pero sin la generosa y franca exposición al peligro y sin la aureola de la gloria. Abismos de psicología son Papá Goriot, Luciano de Rubempré, el padre de Eugenia Grandet, el abate Troubert, Marneffe, Crevel, César Birotteau, Beatriz; la prima Bette, Eugenia Grandet, Úrsula Mirouet, la Duquesa de Langeais, la Musa del departamento, Baltasar Claes, ¡y tanta y tanta figura de segundo término, en que la indicación, por lo firme y segura, equivale al estudio detenido y concentrado!

Dícese comúnmente que Balzac fue novelista épico; creo llegado el momento de notar que en Balzac, al lado del positivismo histórico, hay una propensión constante a dramatizar la epopeya. Su vasta obra hubiera debido llamarse, más que Comedia humana, Drama humano. En efecto, hasta lo cómico de Balzac es cómico dramático. Se ha dicho de Balzac que, así como no tiene distinción ni elegancia, no tiene chiste, ni humorismo, ni esprit; y acaso sea cierto, si consideramos el chiste, el esprit y el donaire como algo que provoca, no a meditación, sino a solaz y risa. Los tipos de Balzac encierran un sentido cómico demasiado hondo: son crueles, son amargos, como amargas son la   —136→   vida y la realidad. Balzac no es de los que divierten, en el sentido inferior y trillado de la palabra. La malignidad de Julio Janin, al poner en la misma línea a Paul de Kock y a Balzac, pudo ir más allá, y anteponer al chocarrero autor de Gustavo el calavera; seguramente ha arrancado más carcajadas, y los mozalbetes le prefieren. Balzac veía el drama, la comedia dolorosa, a lo Molière; nunca el sainete, ni aun cuando retrata tipos tan grotescos como el ínclito Gaudissart.

Pero cuando digo que veía el drama, conviene añadir que era el drama natural, por decirlo así, que encierra toda vida, aunque algunas veces llegase a la exageración de los caracteres dramáticos, como en la Historia de los trece y La última encarnación de Vautrin. Es curioso que el novelista, a quien se rechaza del teatro considerándole incapaz de un éxito alumbrado por candilejas, sea el hombre más inclinado a dramatizar y a sugerir la preocupación dramática, hasta sobre la base de insignificantes asuntos. Y es que Balzac posee, al lado de aquella «viva sensibilidad» que le acuchillaba el corazón, una imaginación fogosa, plástica, volcánica y sin freno, no al estilo de Dumas ni de Sue, pero no menor ni menos rica. Dícese que era premioso y difícil en la labor literaria, pero yo creo que el exceso de ideas y planes y materia ígnea en su cerebro es la causa de esta especie de dificultad, parecida al tartamudeo de los que hablan emocionados, con atropello de conceptos y períodos. Si su premiosidad naciese   —137→   de aridez, no se explicarían sus incesantes variaciones y refundiciones del texto. No hubo, al contrario, novelista más abundante, más ahogado en sobreproducción, y pudo decir de sí mismo lo que otro ilustre novelista contemporáneo: «En mí es una secreción la novela».

Lo dramatizado en Balzac -hasta cuando la imaginación y no la realidad es la que suministra el terror dramático, sin cuidarse de la verosimilitud- es siempre fuerte y ejerce sugestión, mayor que la ejercida por otros escritores, excepto por Edgardo Poe y Hoffmann. Compárese, por ejemplo, la ejecución de Milady en Los tres mosqueteros, y el castigo de la coqueta Duquesa en la Historia de los trece, o la degollación del bretón delator en Los chuanes. Y la inclinación a dramatizar y el poder dramático de Balzac se demuestran, tanto o más que en los sucesos que refiere, en las descripciones, penetradas de una especie de fatalidad, de un sentido de misterio, vibrantes de emoción secreta, indefinible, que nos anuncia algo próximo a suceder o que ha sucedido ya, y cuya huella conservan los objetos. Las descripciones de Balzac son efectivamente largas, minuciosas, a toques lentos como los cuadros de la escuela holandesa; pero es que en la descripción está ya el drama asomando y como insinuándose en nuestra mente. Alguna de estas magistrales descripciones guarda con el asunto la misma conexión que la sinfonía o el preludio con la partitura. Balzac no describe   —138→   jamás por describir, porque un lugar o un paisaje encantaron sus sentidos y solicitaron su pluma. Al describir, lo que hace es situar en el medio ambiente el drama, dentro de la verdad psíquica que presta significación a los hechos materiales. Los objetos tienen su lenguaje, y este lenguaje lo ha interpretado como nadie el vidente Balzac. La escuela, más adelante, llegará a desquiciar, exagerándola, esta relación profunda de nuestro espíritu con lo que nos rodea, y las tres descripciones consecutivas de París en Una página de amor, aunque trozos de muy bella factura, no nos producirán el efecto revelador y dramático de la descripción de la villita de Guérande en Beatriz, o la selva de Aigues en Los labriegos, que son, más que descripciones, pedazos de alma anticipados y entregados a nuestra avidez psicológica. Hay que saber leer estas descripciones; si las saltásemos, llevados del vulgar afán de ver «lo que sucede», realmente habríamos perdido el tuétano de la obra de Balzac. Debo decir, porque a ello obliga la sinceridad, que a veces Balzac se enreda en esta parte de su labor, no mide las proporciones (ya se sabe cuán de prisa trabajaba; para abreviar hay que tener tiempo) y llega tarde a lo que propiamente se conoce por drama y acción. Así le sucede, verbigracia, en la novela Los labriegos, en la cual el suceso dramático, el asesinato del guarda Michaud, ocupa tres páginas y viene precedido de una interminable serie de estudios de ambiente y medios, grabados muchos de ellos al aguafuerte   —139→   con el sentido humorístico más encantador, -como, por ejemplo, las páginas del timo de la nutria-, pero que, reducidos a la mitad, bastaban para armonizar los elementos de ficción y observación.

Hay que resignarse: Balzac debe leerse a veces, como se lee a los historiadores, a Macaulay o a Suetonio, con la diferencia de que la preparación lenta de su lectura hace estallar más vivamente la emoción dramática. Si falta el drama en los sucesos, está delicadamente envuelto en la psicología, como pasa en César Birotteau, asunto esencialmente burgués y vulgar, que la fuerza analítica de Balzac eleva a las proporciones de conflicto terrible, lucha épica de los intereses materiales en la sociedad contemporánea.

El estilo en Balzac forma parte de los procedimientos nuevos y especiales que el gran innovador aporta al género. Desde luego, es un estilo muy distinto del que empleaban los románticos, y en el cual se nota la huella que imprime la poesía lírica. En la novela romántica (salvo excepciones, como Adolfo, que está escrito de un modo seco y sencillo) abunda siempre la retórica, y esto cabe decirlo, en primer término, de las novelas de Jorge Sand, escritas con láctea fluidez, pero escritas en prosa poética. Cualquiera de los que precedieron a Balzac, y también de los que le siguieron (Flaubert, Zola, Daudet), se ha preocupado más de lo verbal y formal que el creador de la Comedia humana. Es seguro que el estilo, aisladamente,   —140→   no importó a Balzac: lo miró como medio de decir lo que quiere, o de insinuarlo con ese calor interior, esa vibración y estremecimiento de vida que es preciso reconocerle. Balzac, no cabe duda, sea por instinto o sea por reflexión y estudio, y lo primero me parece evidente, sabe su idioma tanto como el que más, según afirma Taine; lo sabe desde sus primeros orígenes y verdores y retoñares literarios, y basta abrir los Cuentos de gorja (Contes drolatiques) para cerciorarse de ello. Pero no se forma un estilo literario por conocer a fondo el idioma, y hay ignorantes de todo elemento gramatical y retórico que son extraordinarios estilistas naturales. Evidentemente, Balzac, aparte de los juegos retozones de los Cuentos, en la labor de la Comedia humana no aspira a hacer estilo, ni aun arte riguroso, sino que, como dijo felizmente Brunetière, el arte de Balzac es su naturaleza y su temperamento.

Acerca del estilo de Balzac encuentro dos opiniones opuestas, y las dos de monta: la de Brunetière y la de Sainte Beuve. Sainte Beuve lo definió como una eflorescencia que hace temblar la página; como un estilo cosquilleador y disolvente, enervado, rosado, jaspeado de todos los matices, deliciosamente corrompido, asiático y flexible como el cuerpo de un mimo antiguo, que adopta cualquier postura. Sainte Beuve no es nada tierno para Balzac (dícese que le guardaba rencor por haber rehecho, en La azucena del valle, la novela Volupté), y, no obstante, su definición acusa un estilo de escritor   —141→   peritísimo y refinado, mientras Brunetière entiende que la definición repugna al verdadero modo de ser de Balzac: «Como escritor -dice- no es de primer orden; ni siquiera cabe decir que recibió del cielo, al nacer, prendas de estilista, y en este respecto no podemos ni compararle con algunos de sus contemporáneos, como Víctor Hugo y Jorge Sand». El detallado análisis que sigue a este fallo nos muestra a Balzac expresándose frecuentemente en galimatías, corrigiéndose para estropearse más, no escribiendo ni con casticismo, ni con pureza, ni con claridad; pero dado que Balzac no se propone la realización de la belleza, sino la representación de la vida, animando y vivificando, mediante un talismán secreto suyo, todo cuanto ha querido representar, no conviene decir que escribió mal ni bien, sino que escribió como es debido. La revolución que hace Balzac en literatura no es de forma, sino de fondo; inferior en lo verbal, su grandeza en lo substancial es la que le ha valido subir tan alto después de su muerte. Y en efecto, yo debo reconocer, a pesar de mi afición invencible a la belleza del estilo, que la vida es un don todavía más rico y precioso, y que los autores sólo admirables por la forma caen en olvido antes que aquellos capaces de insuflar a su obra aliento vital. Es la fábula de Pigmalión, aplicable al arte siempre. Sin duda, saludamos al gran estilista en Teófilo Gautier, pero está muy olvidado ya; lo único que le salva es una idea: su teoría del arte por el arte. Y a Flaubert,   —142→   admirable cincelador, no es el estilo, es la observación de la vida expresada con el estilo, lo que le sitúa entre los maestros.

En cuanto al estilo de Balzac, o mejor dicho, a su forma literaria, no cabe en la definición de Sainte Beuve. El estilo de Balzac es tan enérgico por dentro, que hace tolerar y hasta beber con gusto las digresiones y las descripciones detalladas. Entre el estilo brotan, traídos por la misma fuerza del asunto, párrafos de una belleza de realidad que sobrecoge; frescos y retratos que parecen de Goya. La comparación de Balzac con Goya se me ha venido frecuentemente a la pluma. Son dos «pintores universales» históricos, de la historia de su tiempo; son juntamente dos alucinados que van infinitamente más allá del realismo vulgarista, servil y fiel como un perro; son dos temperamentos desatados, en los cuales la vida es la cualidad maestra, a la vez que el modelo y el asunto; son dos retratistas de la mujer, del misterio femenino, de las elegancias y corrupciones de una época, dos agudos psicólogos sociales; son dos creadores en perpetua erupción de volcán, arrojando ya llama, ya lava, ya humo, ya escoria, desiguales en su producción, y condenados a no hacer obra parcial que pueda llamarse definitiva y perfecta, debiendo buscarse la perfección y lo decisivo de su labor en el conjunto, no en un trozo aislado. Son, por último, dos que se cuidan más del ser que del bien y de la perfección, imitando en esto a la naturaleza, según la afirmación de   —143→   Leopardi. De los dos puede decirse que trazaron la historia contemporánea, y que dentro de su patria descubrieron la vida local, y aun la vida regional.

Este aspecto de Balzac no hay que echarlo en olvido: es un novelista que sale de París y recorre los departamentos, estudiándolos con una justicia y una precisión que no han superado después los localistas especiales, encerrados, como nuestro Pereda, en su huerto. Y es que Balzac no es un costumbrista, sino un historiador analítico de las costumbres, y quisiera hacer resaltar la diferencia. Un costumbrista (Trueba, Fernán, Pereda) es siempre un poeta apologista (poeta de mayor o menor altura) de una comarca. Balzac estudia la provincia sin ternura, con el amor acre y viril del pintor al modelo, que quiere retratar si cabe hasta la medula, pero sin idealizarlo. Y la España local de Goya, que no está favorecida, se asemeja en esto a la Francia local de Balzac, admirable parte de su labor, que por sí sola bastaría para ganarle la inmortalidad. Si hubiera dos Balzac; el de los estudios de provincia y el de los de París, los dos serían colosos.

Clasificar a Balzac, incluirle no en una escuela, sino en una tendencia general literaria, no puede hacerse sin distingos y restricciones. Naturalista, lo es, aunque, sin duda, ni la retórica, ni la filosofía, ni los cánones de la escuela que de él procede sean los mismos que él profesaba: a su tiempo veremos la diferencia. Realista es también, por la noción de la   —144→   importancia de ciertos resortes que la novela antes había desdeñado, por la acción de esas mil cosas íntimas, menudas, si se quiere, que tanto influyen en el desarrollo de la vida humana. Y romántico, lo es en gran parte, no sólo porque queda en él enorme cantidad de levadura romántica, sino porque su obra está asentada y arraigada en época y terreno ultrarrománticos, y el ambiente le obliga a no prescindir del romanticismo, aunque le impulsen las nuevas corrientes objetivas y positivas. Considerando esta heterogeneidad de la obra de Balzac, es exacto lo que de ella dice Emilio Zola al comparar la Comedia humana a una torre de Babel, que el arquitecto ni tuvo ni hubiese tenido nunca tiempo de terminar: «El obrero ha empleado cuantos materiales encontró a mano: yeso, cemento, piedra, mármol, y hasta arena y barro de los fosos». La sensación de inarmonía, de desequilibrio, de barroquismo que causa la Comedia humana a los que más la admiramos, es lo característico de la obra de transición, en la cual, que su autor quiera o no quiera, al servir de puente entre dos épocas literarias, la tierra y la arena de las dos orillas se ha de mezclar al ludir del agua, y no han de poder ocultarse los materiales que confluyen y representan lo presente y lo pasado.



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ArribaAbajo- VII -

La novela.- Balzac.- Sus ideas políticas, sociales y religiosas.- Su influencia


Cuando se erige un monumento, todo lo imperfecto que se quiera, pero de la magnitud que es imposible negar a la Comedia humana, no puede sernos indiferente el concepto del mundo, de la sociedad, de la naturaleza y de lo que a la naturaleza no puede reducirse, que tenga su autor. Balzac no es un artista tan sólo, ni acaso es en primer término un artista; reproduce lo visto y observado (no siempre, como sabemos), pero analíticamente, que es una forma de meditación. En todo gran observador, a quien no le bastan formas y superficies, hay un moralista involuntario. En Balzac, el moralista era voluntario, y hemos visto la gradación que se imponía y que imponía al plan de la Comedia humana: primero pintar, luego contemplar el cuadro, después deducir lo que de él se desprende.

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No basta, sin embargo, el propósito de contemplar el mundo con ojos de moralista. Es preciso que detrás de esos ojos haya un cerebro poderoso y fuerte. Víctor Hugo tuvo, como nadie, intenciones de juzgar al universo -creencias, ideas religiosas, instituciones políticas-, sin que sus vuelos apocalípticos en verso y prosa hayan contribuido nunca a iluminar la mente humana. Zola, al final de su carrera, demostró (si le negásemos las filosóficas) pretensiones sociales, que no son para tomadas en serio. De Jorge Sand pudo decirse otro tanto.

En general, la literatura romántica, desde su segundo período, venía agitando problemas de conciencia, de acción social, casi siempre -nótese esta particularidad-, en el sentido de protesta y rebeldía contra la sociedad tal cual la encontraban constituida, hasta llegar al lindero de la perfecta utopía, de la reclamación de todas las libertades, igualdades y expansiones humanas. Recuérdense las tesis de Jorge Sand, sus reivindicaciones sucesivas de la libertad en amor, de la abolición de las diferencias de clase, del matrimonio, sus himnos al pueblo, su vaga fraternidad, su ideal de bondad y de paz entre los hombres -todo el material que, usado y deslucido, recogió Zola para refrescarlo en sus Evangelios-. Recuérdense las tendencias del Judío errante y los Misterios de París, y no se recuerde, porque hoy nadie lo ha leído, el a su hora célebre Viaje a Icaria, de Cabet que, como antaño el Telémaco (sólo que con sentido exactamente contrario), es, en forma   —147→   novelesca, un tratado de filosofía y economía política y social. Fijémonos en que toda esta literatura de tesis, reformista y demoledora, forma una cadena no interrumpida, desde el Último día de un condenado a muerte hasta Trabajo de Zola. He aquí cómo podríamos discutir la afirmación de un insigne crítico, que suponía que la novela no volvió a ser, después de Balzac, lo que era antes. La novela social a lo Sue, a lo Cabet, no murió; tiene siete vidas. Lo que hizo Balzac fue sentenciarla a inferioridad eterna.

Balzac -se me dirá- también elaboraba ideas, y también se cuenta en el número de los novelistas sociales. Exacto, y nadie negará que el Médico de aldea es novela de tesis. Sólo que, al mismo tiempo, es novela de observación y verdad, y la tesis social, en esta como en las demás obras de Balzac, nunca llega a convertirse en utopía. Las ideas sociales y políticas de Balzac pueden ser reformadoras en algún sentido, sin dejar de ser monárquicas y autoritarias; pero la realidad le tuvo sobrado embebido y macerado en su jugo amargo y tónico para que se perdiese en Icarias y falansterios, en los sueños de edad de oro y en las nivelaciones por el amor. Ni aun cuando inventa puede inventar Balzac así; sus invenciones abultan o exageran la verdad, mas no forman un mundo quimérico, sin raíces de verdad exacta. La base de Balzac es positiva, científica, naturalista, hasta en política: su política es social, precisamente porque acepta la sociedad   —148→   tal cual existe, con posibilidades de evolución y cambio, con la imposibilidad de transformaciones rápidas y absolutas. Merece notarse: los novelistas de tesis política y social son los que demostraron una incapacidad radical para entender la política, mientras Balzac, que piense como piense no prescinde de la realidad, es el único profundo político, el único que «no vive fuera del mundo», el único que se da cuenta del complicado mecanismo, de las mil fuerzas y acciones que integran una sociedad, y que la hacen estable y firme, a pesar de las mismas revoluciones y en medio de ellas, pudiéndose asegurar que una revolución jamás destruye sino lo que socialmente estaba destruido ya, y siendo la sociedad, y no el sueño aislado de un individuo, lo que actúa hasta en los procesos de disolución y renovación.

La afiliación de Balzac parece clara: en el prólogo de la Comedia humana, él mismo nos dice: «escribo a la luz de dos verdades eternas, la Religión y la Monarquía». Hay, sin embargo, quien, no sólo fundándose en su manera de vivir y en ciertas páginas libertinas que escribió, le niega la fe religiosa, sino que le discute la ortodoxia de sus principios, basándose en el estudio total de la Comedia humana. Unos le consideran determinista y materialista; otros le califican de anarquista antisocial, y no hablemos de los que le tienen por un corruptor.

Sin propósito de vindicación apologética; sólo por ver con mis propios ojos, diré lo que   —149→   pienso de las opiniones y creencias de Balzac. Desde luego descarto toda sospecha de simulación hipócrita. Para lograr masa de lectores, se escribe El judío errante, atribuyendo a los jesuitas crímenes sin cuento; no se escribe la Comedia humana haciendo profesión de catolicismo. Ninguna ventaja práctica debía prometerse Balzac de tal protesta8. Para explicar sus opiniones -como si las opiniones necesitasen explicarse-, se dice que le atrajo al partido realista la influencia de la aristocrática extranjera, que acabó por ser su esposa, pero mucho antes de conocer a la Condesa Hanska, realista y católico se declaraba Balzac. No veo qué cálculo pudiera impulsarle a ello, toda vez que ni siquiera fiaba a la política su medro y su porvenir, que siempre esperó de la literatura y de una laboriosidad enorme. Sus veleidades de político activo, el querer ser Diputado, fueron cortas, un episodio sin importancia. No cabe, pues, admitir en Balzac, en este terreno, ni pose, ni siquiera cierta gasconada, inherente a su carácter.

Es preciso, sin duda, conceder que Balzac no se asemeja a los escritores oficialmente católicos de nuestra época, ni tampoco a los convertidos   —150→   y místicos, como Verlaine y Huysmanns, ni a los de la melancolía cristiana, como Lamartine, ni aun a los inquietos teólogos y sociólogos buscadores de verdad, como Brunetière. Y, sin embargo, la lectura atenta de la Comedia humana descubre un espíritu honda y naturalmente católico.

Ya adivino lo que se me argüirá. El argumento más resobado y endeble, pero más efectista, es que no se puede ser católico y firmar la Fisiología del matrimonio, las Miseriucas de la vida conyugal, los Cuentos de gorja y ciertas páginas de muy subido color que andan esparcidas por la Comedia. La Fisiología del matrimonio, que ha servido de modelo a la otra obra muy semejante y muy cruda, de Pablo Bourget, hoy católico militante, es un libro-humorada, un libro romántico en el fondo. Los Cuentos de gorja son un alarde gramatical y lingüístico y un brote de esa gauloiserie de sal gorda que asoma, en Balzac de vez en cuando y que descubre el temperamento sanguíneo (la indelicadeza, han dicho muchos críticos) del escritor. En otros tiempos, el siglo de Tirso y Lope, el de Shakespeare y Cervantes, los verdores y las osadías de pluma no se consideraban incompatibles con el catolicismo natural. Serán pecados; pero ni son impiedades, ni son herejías.

El análisis encarnizado, anatómico, lúcido, de la miseria humana -que vale tanto como decir de la vida humana- es, en cambio, tarea y obra de escritor católico, no materialista, sino pesimista, necesariamente pesimista. Dimana del   —151→   dogma del pecado original y la caída, de la corrupción de nuestra naturaleza, de la certidumbre de que nos rodea el mal y nos persigue eternamente el dolor, y estas grandes, irrebatibles verdades teológicas se imponen al que quiere estudiar, desde dentro y hacia fuera, las arcanidades de la psicología. El error psicológico es el optimismo, la creencia en la bondad humana, y de este error nacen la soberbia, la fe en el propio dictamen, la rebeldía a la autoridad, las teorías de laxitud e impunidad en lo penal, la consagración de todos los instintos, y, como consecuencia, la licitud de todos los apetitos. El heresiarca de esta herejía fue Rousseau (no ignoramos con qué gracia le satirizaba Voltaire), y le siguieron Víctor Hugo y Jorge Sand; en nuestros tiempos, Tolstoy9. Los que, como un tiempo Shakespeare, como Cervantes10, como Balzac, como Flaubert, echan la sonda hasta los abismos del alma humana, sacan consecuencias acordes con el pesimismo religioso, y no sonará a irreverencia si digo que algunas novelas de Balzac podrían llevar al frente, como las Doloras de Campoamor, máximas de la Imitación de Cristo.

Tomemos, por ejemplo, a Shakespeare. Cualquiera   —152→   que fuese la confesión de que formase parte el autor, la obra es católica. No lo es sólo por ciertos fragmentos de Hamleto que se citan siempre, sino por su concepción vasta y honda de la humanidad, más libre que la protestante, más amplia y sagaz que la racionalista, y hasta por ciertas formas de grotesco y cómico, que son esencialmente católicas, góticas y medioevales. Los grandes satíricos pesimistas han solido tener otra faz mística: de esta combinación, nosotros presentamos por ejemplar a D. Francisco de Quevedo, tremendo escritor de gorja (¡dónde se quedan los Cuentos reprochados a Balzac, dónde la Fisiología del matrimonio!).

No me canso de repetirlo: Balzac no tiene afinidades ni con un devoto, ni con un asceta, ni con místico de ninguna especie; y, sin embargo, su genio analítico está condicionado por el fondo católico de su concepción de la vida. En esta parte disiento enteramente de Brunetière, que no encuentra relación entre las ideas religiosas y sociales del novelista y su obra, a pesar de reconocer que Balzac se adelantó a Ketteler y a Manning en la teoría de la democracia social cristiana.

Lleva razón Brunetière cuando dice que las opiniones políticas y religiosas de Balzac no son fruto de detenido estudio. Pero ¿hay algo en la obra de Balzac que sea fruto de detenido estudio? No olvidemos que es el vidente, el devorante. Si he sabido inculcar mi parecer en esta cuestión, habré logrado que se entienda cómo no está el catolicismo de Balzac   —153→   en los pasajes donde explícitamente lo proclama, sino en la índole de su concepto de la humanidad, y las consecuencias que de él se deducen lógicamente. Al decir que Balzac es el padre del naturalismo, proclamado por Zola y la falange entera de Medan, necesito disipar el equívoco que resultaría de identificar el pesimismo religioso de la psicología de Balzac con el pesimismo materialista de la escuela. Nueva ocasión habrá de tratar este punto.

Por eso no se advierte en Balzac aquella estrechez asfixiante que más tarde se le echó a la escuela en cara. Balzac pudo abarcar a la sociedad y al hombre «en todos sus órganos», y supo adivinar «las próximas modificaciones sociales». Lo que tiene Balzac de sabor amargo, y a veces de contradictorio, es la amargura y la contradicción de la vida misma, que él no disfraza como la disfrazan los novelistas de tesis -como la disfrazó a menudo el propio Zola, antes ya de los Evangelios-. Todo es vida en Balzac, y no le podemos acusar de nada de que la vida no sea culpable. Pesimista como fue, no hizo selección de notas pesimistas para acumularlas: su psicología es tan negra como la vida, ni más ni menos. Así pudo defendérsele de la tacha de inmoralidad, preguntando sencillamente ¿si es que la representación de la vida, verdadero fin del arte, ha de ser más moral que la vida misma?

Adversario del individualismo romántico -no sé cómo ha podido llamársele anarquista-, Balzac es un novelista social. Una de sus opiniones   —154→   favoritas -lo dice en carta a Zulma Carraud- es la necesidad estricta del régimen autoritario. «Al pueblo», escribe, «debe ilustrársele; pero manteniéndole bajo el más fuerte yugo, suprimiendo cuanto le provoque a turbulencia. Conviene un Gobierno lo más firme posible».

Estas máximas adquieren valor en la pluma de Balzac, por estar de acuerdo con las que se desprenden de su estudio de las clases sociales, hecho a lo vivo, sobre la carne que sangra. Es más sombrío y violento el de Zola en el Assommoir, la Terre y Pot Bouille; pero el de Balzac, por lo franco y desinteresado, todavía persuade mejor de la necesidad de reforzar, y no de relajar, los vínculos que sustentan la mecánica social, armazón cuyos defectos son evidentes, pero cuya utilidad es más evidente todavía. Consecuente en su pensar -no obstante el caos de su producción, el continuo hervor de su fantasía excitada-, Balzac se manifiesta reiteradamente hostil al sufragio universal, la instrucción laica, el movimiento democrático, el avance del socialismo. No era absolutista, sino partidario del régimen constitucional bajo la Monarquía legítima.

Uno de los críticos de Balzac le niega la condición de novelista social, porque Balzac no se atribuye una misión moral y reformadora. Es confundir la oratoria de meeting y el sermón con la novela social. La representación fiel y enérgica y valiente de los estados sociales es el mejor acicate para las reformas justas posibles.   —155→   Las otras cabalmente son antisociales. Y como hemos de reincidir en esta cuestión de la novela social, que es uno de los caracteres típicos de la transición, bástenos por ahora notar cuánto va de la novela social de Balzac al Judío errante o a Los miserables. Y si alguien lo duda, plantéese únicamente este problema: si para conocer en espíritu y verdad la época, los hombres, la política, el pensamiento, la sociología y la psicología, desde el primer Imperio hasta que adviene el segundo, hay que acudir a Sue y Víctor Hugo o al autor de la Comedia humana.

La influencia del enorme monumento, del «mayor archivo de documentos sobre la naturaleza humana», la encontraremos por dondequiera: va a ser el fenómeno característico, decisivo, de las nuevas formas de arte, y aun de cierto movimiento más bien científico que artístico, determinado igualmente por la evolución literaria. Esta influencia llega al grado máximo después de la muerte del novelista, ocurrida en la plenitud de su labor y cuando no había podido realizar sino parte de sus propósitos. En vida, Balzac no se destacó cuanto debía destacarse, sobre todo en Francia. Su influjo creció lentamente, y no tuvo la falange de discípulos que vemos seguir la estela de Walter Scott. Sainte Beuve habla de la rápida fama que adquirió Balzac, especialmente en el extranjero: en Venecia, donde señoras de la sociedad adoptaron los nombres de sus heroínas; en Hungría y Polonia, en Rusia sobre   —156→   todo. Esto se llama, en justos términos, moda, y es distinto de la influencia. La influencia no salta a los ojos como el éxito aparatoso y espumeante. De moda estuvieron, con Balzac, otros escritores, incluso, a su hora, Federico Soulié, y no abrieron surco, y queda de ellos polvo y ceniza. La influencia de Balzac se reconoce, no sólo en los novelistas que le siguieron, sino en los críticos: Taine, que tanto le debe; Sainte Beuve, cuyo método es el mismo de Balzac, cuyos maravillosos retratos psico-físicos parecen en ocasiones páginas sueltas de la Comedia humana. Reconozco que tales coincidencias no se deben sólo a la influencia de un escritor, por decisiva que sea: hay corrientes que impulsan a toda una generación, mejor dicho, a las avanzadas de una generación, puesto que el romanticismo siguió defendiéndose mientras Balzac preparaba la era naturalista. «Hay -dice Brunetière- más relación de lo que parece entre la Comedia humana y Port Royal, de Sainte Beuve; son, en las letras francesas del siglo XIX, dos monumentos de igual género de originalidad. Sainte Beuve es más literato, Balzac es más contemporáneo; el crítico, a cada momento, se siente contenido y paralizado por escrúpulos de que el novelista no se preocupa; sus mentalidades son diversas, pero sus curiosidades análogas -curiosidades de fisiólogo y médico-... Ambos persiguen, por los mismos medios, la representación y reproducción de la vida».

Tal va a ser el programa, la bandera de la   —157→   renovación. No es sólo la novela, es -como hemos visto, y bien fácilmente se explica- la crítica, el cuento, el teatro, la historia, el periodismo, y hasta ciertas formas y manifestaciones de la poesía, lo que va a seguir los derroteros de la Comedia humana. Según el eminente crítico, -cuyo magistral estudio sobre Balzac hay que leer, hasta para disentir de algunas de sus opiniones- en el teatro, tanto o más que en la novela, resalta la influencia dominadora de Balzac; y yo añadiría que esta influencia, innegable en Dumas hijo y Augier, y hasta en el mañoso Sardou, que si no reproduce la vida, la parodia, persiste hoy, cuando parece que declina en la novela; y que el neo-idealismo y el neo-romanticismo, esos aparecidos contemporáneos, luchan sin fruto por hincar el diente en el teatro moderno, cada vez más empeñado en asemejarse a la vida y en reproducirla y estudiarla, en reflejar las costumbres, en justificar la acción por el ambiente y el atavismo; en aplicar, dígase de una vez, el naturalismo analítico de Balzac. A distancia, no creerán inspirarse en el autor de la Comedia humana dramaturgos, no sólo como Becque y Portoriche, sino como Ibsen, y, sin embargo, si el influjo de Balzac modificó la fórmula dramática definitivamente en su época, es que ya el teatro no puede volver hacia sus antiguos moldes y recetas pueriles y artificiosas. «Si se me pregunta -cito a Brunetière- cómo el influjo de Balzac se deja sentir primero en el teatro, cuando parece que debiera notarse en la   —158→   novela ante todo, daré esta razón: si los contemporáneos de Balzac no puede decirse que le «desconocieron», ello es que no «reconocieron» inmediatamente cuánto diferían sus novelas de las de Jorge Sand, Alejandro Dumas, Eugenio Sue o Próspero Mérimée...». Mientras en la novela fueron coetáneas de Balzac otras influencias poderosas entonces, el teatro, más flojo y débil, se prestó mejor a sufrir la transformación.

Pudiera afirmarse que los «discípulos» oficiales de Balzac, Carlos de Bernard a la cabeza, son los que menos testimonio dan de influjo tan dinámico, pero tan subterráneo. Es la fatalidad de los imitadores directos: no chupan la esencia, no pasan de arañar la superficie, de aspectos parciales y quizás inferiores de la obra imitada. Compárense Los labriegos, de Balzac, y El hidalgo campesino, la novela más recomendable de Carlos de Bernard. Es lo curioso que la novela de Carlos de Bernard está mejor compuesta, más limada, y proporcionada que la de Balzac; y desde el punto de vista de las reglas clásicas, se podía anteponer la labor del discípulo a la del maestro -cosa que no dejaron de hacer los críticos-. Lo que falta a los imitadores de Balzac, es lo que a la yegua de Rolando: el don de la vida. Por intenso que haya sido el influjo de Balzac, no suscitó a nadie (a no ser que incluyamos, con justicia, en la lista de los influidos a León Tolstoy), que pueda ponerse a su lado. Su influjo se repartió, se insinuó, se ejerció sobre diversos géneros,   —159→   y nos saldrá al paso incesantemente; porque, habiendo creado Balzac para todos esos géneros nuevas exigencias, nuevas necesidades, nuevas condiciones sine qua non, aparecen transformados desde la Comedia humana, y no en la forma, sino en lo interno de su modalidad artística y técnica. «Lo que Balzac no consiguió realizar -escribe Emilio Zola- lo dejó indicado; de suerte que se le imita sin querer, hasta cuando creemos emanciparnos de su dominio». Sin querer es como se ha imitado, principalmente, a Balzac -y es el género de influjo seguro, duradero, en cierto sentido perenne-. Con la misma lucidez añade Zola, sobre Balzac, esta definitiva sentencia: «El tiempo es quien clasificará a los hombres, y el criterio de clasificación es el influjo que ejercen sobre lo venidero».



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ArribaAbajo- VIII -

La novela social durante la transición.- Del lirismo anárquico al humanitarismo: Jorge Sand.- El pesimismo socialista: Soulié.- Eugenio Sue.- La sátira y el buen sentido: Reybaud


En el proceso de disolución de sus elementos, el romanticismo transforma el lírico e individual en objetivo. Donde mejor se comprueba la transformación, es en la novela.

Durante el período de esplendor del romanticismo, sus mejores novelas (exceptuando las de Víctor Hugo) son líricas: se llaman Adolfo, René, Oberman, Lelia, Valentina, y proceden de La Nueva Heloísa, de Rousseau. El arrollador influjo de Walter Scott va encaminando a la novela hacia el terreno épico, y ya Alejandro Dumas, a la vez que produce el drama lírico por excelencia, Antony, rinde tributo en otras obras teatrales y en la novela a una dirección que es preciso llamar histórica, a pesar de su carácter fantástico y romancesco. Pero   —162→   las preocupaciones político-sociales se infiltran en la novela ya, y durante el período de transición, el romanticismo se defiende en esa posición nueva, donde la imaginación encuentra espacio y altura.

Durante el período que abarca la transición, Víctor Hugo no escribe novela. Había sufrido también el ascendiente de Walter Scott, ídolo de su juventud; pero otros modelos se le impondrán, que lo confiese o no; cuando vuelva Víctor Hugo a cultivar la ficción novelesca, pisará las huellas de Jorge Sand y de Eugenio Sue. La pasión intensa con que Walter Scott escudriña y hace revivir, a veces prolijamente, el pasado, y que añaden a su obra romántica buena dosis de realismo, faltó a Víctor Hugo, que no tenía paciencia para evocar la historia, ni espíritu crítico para desentrañarla.

Al hablar de la novela social, conviene recordar una vez más El último día de un reo de muerte; su fecha es 1829, pleno romanticismo. Impresiones que afectaron a la sensibilidad de Víctor Hugo ante las ejecuciones, la guillotina y los suplicios cruentos (que duraron en Francia hasta muy entrado el siglo XIX), le dictaron ese opúsculo alucinador y admirable, en el cual la concisión, en su autor sorprendente, acrecienta la sugestión de lo horrible.

Aquel librito tiene dos significaciones: es el precursor de la novela social, que no aparece hasta diez años después, y es también el primer indicio de las tendencias de irresponsabilidad, de la lenidad jurídica, uno de los gérmenes   —163→   de disolución más activos de la organización social presente, que ataca en lo íntimo de su ser.

Por lírica que fuese la novela romántica del primer período, sabemos que no dejaba de envolver algo que al través del individuo afectaba a la sociedad entera: reivindicaciones colectivas de independencia, los fueros de la pasión contra la legalidad. Iniciadas por madama de Staël en Delfina, estas reivindicaciones encontraron una brava amazona en Jorge Sand. Aunque afirme que escribe sin propósito de teorizar y sólo de idealizar, es evidente que las creaciones de su primera manera hacen propaganda; atacan el matrimonio y la constitución de la familia, que sustituyen con la libre unión de almas y cuerpos; a su tiempo lo hemos observado, y no hay para qué insistir ahora.

El tránsito o, mejor dicho, la conversión de Jorge Sand a su segunda manera, nos la refiere ella misma en sus Memorias, documento que conviene consultar, porque, aun cuando deje en la sombra mucho de la biografía verdadera, permite adivinarla. En Jorge Sand, si no es exacto lo que se ha dicho malignamente de que «el estilo es el hombre», toda vez que justamente posee un estilo personal y propio y muy bello, por lo menos las ideas son reflejo de los sentimientos, y si la primer manera es un lirismo de mujer nerviosa, que ansiaba volar más allá de su estrecho horizonte, y una ardiente reclamación de libertad, la segunda es un caso   —164→   de proselitismo, en que amigos más o menos queridos la captan su pluma.

El camino de Damasco para Jorge Sand fue su encuentro con el famoso abogado Michel, de Bourges, el Everardo de las Cartas de un viajero. La escena se desarrolló en las solitarias calles de Bourges -donde todavía se alzan las vetustas mansiones del Renacimiento-, de noche y a la luz de la luna. El fogoso apóstol predica, y Jorge Sand escucha, llena de confusión y de emoción. «Mis amigos -dice la novelista- me habían citado ante el tribunal de Michel para que confesase mi escepticismo, mi orgullo, mi indiferencia hacia mis semejantes, los pobres humanos. Aquella magnífica arenga echaba abajo mis teorías de libertad individual. Aquel ardoroso espíritu había resuelto apoderarse del mío, y he aquí lo que poco después me escribía, en cartas inflamadas de celo: -El daño de tu inteligencia nace de las penas de tu corazón. El amor, tal cual lo has entendido, es una pasión egoísta: no lo reconcentres en una sola criatura: extiéndelo a la humanidad que sufre y está humillada: nadie, ninguno lo merece aisladamente, y todos juntos lo reclaman en nombre del eterno Autor de lo creado».

¿Qué le falta a esta exhortación para ser la misma que un padre de la Iglesia o un demacrado asceta de la Tebaida dirigiría a una pecadora, a Santa Pelagia o a la Egipciaca? ¿Qué le falta? Salir de unos labios purificados por la santidad. La intención era política; la conversión, política también, sin fuego religioso. Y   —165→   ni siquiera completa. En las mismas Cartas de un viajero se revelan las dudas de Jorge Sand, la protesta involuntaria, natural, del artista y del poeta que no quiere dejarse arrebatar su yo. Las feroces locuras de su maestro y apóstol, que quería arrasar el Louvre, sembrar de sal el recinto de París, proscribir el arte y la belleza (ideal que con el tiempo estuvo a pique de realizar la Commune) sublevaron a la neófita, que por poco manda a paseo al evangelizante. Sin embargo, la inquietud religiosa -palabras textuales- y el altruismo, se habían despertado en Jorge Sand. «Yo iba entonces -escribe- en busca de la verdad divina y la verdad social reunidas en una sola. Gracias a Michel, comprendí que estas dos verdades son indivisibles y se completan; pero todavía espesa neblina, me velaba la claridad». Para disipar la neblina acercose Jorge Sand al visionario Lammenais, cuyas Palabras de un creyente habían sido calificadas por un obispo de Apocalipsis del diablo. Lammenais enseñó a Jorge Sand un método especial de filosofía religiosa, y el ápice de sus doctrinas se resumió en esta sentencia: «La sociedad humana se funda en el don místico, a sea en el sacrificio del hombre al hombre; el sacrificio es la eterna base social». Austera lección y doctrina, que Lammenais completaba afirmando que el engaño más peligroso es hacer de la felicidad objeto y fin de la vida terrestre. Estos principios, de tuétano cristiano, contrastaban con los del furioso Michel, que desarrollaba ante Jorge Sand la perspectiva   —166→   de una degollina general, seguida de un regreso a la edad de oro, idílica y venturosa: el obscuro ensueño de la Revolución sangrienta del 93.

Michel, Lammenais, Pedro Leroux fueron las tres voces que repitió el eco sonoro del alma de Jorge Sand. Una mujer tan femenina, era presa fácil para los pseudo-cristos.

Vuelvo al aspecto literario de la cuestión, notando cómo al evolucionar Jorge Sand hacia su segunda manera, evoluciona también el romanticismo, y su ideal individualista, autocéntrico, cede el paso a un sueño colectivista, al culto de la humanidad sin trabas y venturosa. La cuestión social, hoy situada en el terreno científico, se agitaba confusamente en el poético; y Jorge Sand, con todo el ardor de su corazón fundente, se lanzó a escribir novela socialista.

Es el momento de decadencia de su arte; no cabe duda. Los críticos franceses no se atreven a decirlo explícitamente; no veo por qué se haya de callar. Reconoce Caro, entusiasta biógrafo de Jorge Sand, que abundan en esas novelas «trozos enteros teñidos de mortal languidez», lo cual quiere decir que no hay modo de leerlas. Y, por desgracia, no fue breve el período socialista de Jorge Sand; como que duró de ocho a diez años, y produjo El compañero del giro por Francia, El molinero de Angibault, El pecado del señor Antonio, Consuelo, La Condesa de Rudolstadt, Horacio -entre lo más conocido-. No faltan primores descriptivos, pero sobran   —167→   enfadosas disgresiones, sermones prolijos y personajes quiméricos, como el de aquella aristocrática señorita Iseo, comunista y masona, que se empeña en conceder su mano a un hombre del pueblo, a fin de ser pueblo también. A ratos, eran tan fastidiosas -no encuentro otra palabra- las novelas de Jorge Sand en aquel período, que sus amigos y admiradores, desconsolados, la creían náufraga en el golfo de la pesadez. Algunos fragmentos magistrales -verbigracia, la descripción de la vivienda semiarruinada del hidalgo obrero, en El pecado del señor Antonio- no compensaban los defectos inherentes a la índole de la obra. La misma Jorge Sand, con su ingenuidad de costumbre, se dio a investigar por qué sus novelas contenían páginas tan insoportables, y declaró que Buloz, el director de la Revista de Ambos Mundos, la rogaba que suprimiese tanto misticismo -la palabra viene subrayada-. «Por lo demás -añade-, los lectores de la Revista estaban conformes con el director, y entendían que yo me volvía a cada paso más insufrible, y que salía de los dominios del arte, al empeñarme en comunicar a mis lectores la obsesión de mi cerebro». Estaban en lo cierto los lectores de la Revista de Ambos Mundos; y sólo le queda a Jorge Sand, y no es poco, la prez de haberse adelantado a la pléyade de novelistas rusos e ingleses, en cuyas obras palpita el redentorismo humanitario. No afirmo yo que Jorge Elliot, que Tolstoi, que Dostoyewsky se inspiren en Jorge Sand; lo indudable es que vienen en pos   —168→   de ella y que proclaman algo análogo, aunque de un modo más artístico y real; y la fantástica Iseo de Villepreux es la precursora de las señoritas rusas místicas y nihilistas, deseosas de «ir al pueblo», de bajar hasta los abismos de la degradación y la miseria, para ejercer el amor y la piedad y desahogar el ansia de sacrificio.

La novela socialista la escribió Jorge Sand con el sentimiento, sin preocuparse de la lógica y la razón. No solamente le falta sistema, sino que ni ella misma sospecha cuáles son sus principios políticos y sociales. Todo lo arregla con el amor, la fraternidad, la piedad, la bondad, la supresión del dinero, la apoteosis de la pobreza. A poco más, asomarían en ella caracteres de franciscanismo, porque todo lo violento la subleva, y aborrece el despojo, el derramamiento de sangre, los motines y asonadas, en suma, cuanto no sea dulzura y bondad. Nadie ignora cómo protestó y se retiró a su aldea, ante los desmanes de la revolución de 1848.

Una de las señales de la condición esencialmente femenina de Jorge Sand es su teoría de la nivelación social y reparación de injusticias y desigualdades por el amor y el matrimonio.

«Así como hay igualdad ante Dios, habrá igualdad ante el amor, que es obra suya -escribe Máximo du Camp-, y veremos a las nobles heroínas Valentina de Raimbault, Marcela de Blanchemont, Iseo de Villepreux y tantas otras, buscando su ideal tras la zamarra del aldeano o la blusa del obrero. Así se realizan los   —169→   desposorios de las almas, de un extremo a otro de la escala social, en las novelas de Jorge Sand, que se complace, en los juegos de su fantasía, en nivelar las condiciones y preparar la fusión de las castas y las jerarquías por el lazo amoroso».

Hace ya algunos años que, en un drama calurosamente aplaudido por el público, desarrolló aquí Pérez Galdós la misma tesis: el drama se titulaba La de San Quintín, y el asunto era una duquesa que otorga amor y mano a un obrero.

El crítico antes citado, Máximo du Camp, se pregunta a sí mismo: ¿qué hay de verdad en tal idea? Duda que me parece exceso de modestia intelectual, pues quien no haya perdido el seso dirá que en tal idea sólo podemos ver un caso excepcionalísimo o una poética falsedad. Si se afirma que la venda del amor cubre a veces las desigualdades sociales, esa es una verdad anterior a todo sistema comunista. Mas no por eso se derogan las leyes de la jerarquía social; siempre las desigualdades, especialmente las de educación, alzarán valla entre los corazones. Ya que he citado el drama de Galdós, téngase presente que en él la aristócrata es una duquesa arruinada y en cierto modo excluida de la sociedad por falta de medios de alternar en ella, y el obrero un joven muy fino e instruido, lo cual suprime toda diferencia esencial. Iguales concesiones a la verosimilitud hizo Jorge Sand para que su hipótesis de la nivelación por el amor no apareciese hasta repulsiva.

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Cuestiones son estas, al parecer, ajenas a las letras; pero no pueden omitirse tratándose de escritores como Jorge Sand, en quienes la idealidad social se refleja y se agiganta.

Lo curioso y lo que prueba que Jorge Sand procedía de completa buena fe en la creación de este género de novela predicadora, simbólica y redentora, es que, aun creyéndose obligada por sus deberes hacia la humanidad a escribirla, no sólo se daba cuenta, como sabemos, de su aburrimiento, sino que para descansar y respirar tal vez, ensayaba otro género y, según dice su biógrafo Caro, «alzaba un momento la losa de plomo».

Entre El molinero de Angibault y El pecado del señor Antonio, que se cuentan en el número de sus novelas más caracterizadamente socialistas, se inscribe el primor de La charca del diablo; una perla. ¿Por qué una perla? Porque la novelista se dejó llevar un instante hacia la verdad poética que la rodeaba. «¡Oh, inesperada dicha! -exclama el biógrafo antes citado-. En estas privilegiadas páginas ni una sola palabra de política ni de utopía...». Aunque todavía remanecerá la novela social en Jorge Sand, con La charca del diablo se inicia su tercer manera, la mejor sin duda.

Resumiendo la obra social de Jorge Sand, podemos reducirla a la siembra, por medio de la ficción, de unas cuantas ideas que no por carecer de fundamento en el orden político y económico dejaron de ejercitar acción perturbadora, mejor acaso que si las apoyase un   —171→   reflexivo estudio, o al menos la ironía cortante de Cándido y Micromegas. Lo ilógico no repugna a las multitudes y lo absurdo tampoco. Absurdas, no pueden serlo en mayor grado esas novelas. Indiana combinando el suicidio con sir Ralph; Valentina, seducida por un aldeano; Lelia, donde todo es simbólico, y en que la heroína, enamorada de un poeta, por desprecio de la materia, le arroja en brazos de una cortesana; Jacobo, donde el marido, al comprender que por la mala organización del matrimonio estorba a su mujer y a su amante, se quita de enmedio, renuncia a vivir para dejarles tranquilos, se quedan tamañas ante Ángel, el protagonista de Spiridion, buscando en una tumba la revelación de una religión nueva, que es la de Lammenais y Leroux; Consuelo, condesa, de Rudolstadt, anunciando el Evangelio de la francmasonería por el mundo adelante, y ni aun por fines políticos, sino en virtud de iniciaciones teosóficas; los obreros Pedro y Amaury, disertando como filósofos, oradores y poetas y trastornando la cabeza a damas aristocráticas; Marcela de Blanckemont y su enamorado, arruinándose primero voluntariamente antes de unirse, porque no es posible tener un alma elevada siendo rico y porque así preparan el advenimiento de una iglesia comunista, en que todos los hombres son hermanos; el marqués de Boisguibault, perdonando añejos agravios y hasta instituyendo heredera a la hija del señor Antonio, que los encarna, a trueque de que funden con sus riquezas   —172→   una asociación comunista... gentes son que parecen bajadas de la Luna. Se me dirá que recientemente hemos aceptado y admirado y sentido -aun los que no pensamos como él- a los príncipes que Tolstoi nos presenta repartiendo sus bienes y marchando a Siberia en pos de una meretriz, para compartir su desventurada suerte y ofrecerla su mano. Acaso el problema se reduzca a conseguir persuadirnos, no de que un tipo psicológico existe, sino de que puede existir e interesar. No dilucidemos si son efectos del talento que para lograrlo posee el novelista; bástenos saber que mientras Resurrección será siempre una de las grandes novelas de nuestro siglo, las sociales de Jorge Sand (¿quién sabe si inspiradora en parte de Resurrección?) no han dejado sino un rastro de tedio.

El juicio más exacto de Jorge Sand, en este respecto, lo ha formulado Sainte Beuve. «Es -dice- un gran pintor de naturaleza y paisaje; pero, como novelista, sus caracteres, al principio bien sorprendidos y delineados, tienden pronto a cierto ideal de la escuela de Rousseau, que raya en sistemático. Sus personajes no viven siempre: hay un momento en que se convierten en tipos. Jorge Sand quiere realzar la naturaleza humana, distendiéndola y violentándola para engrandecerla. La culpa mayor se la carga a la sociedad, y deprime a clases enteras, para ensalzar a individuos, que no pasan de abstracciones. En suma, la seguridad magistral de sus descripciones, falta en sus caracteres».

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Antes de llegar a Eugenio Sue, conviene recordar a aquel prolífico Federico Soulié, en cuyas Memorias del Diablo se inspiraron los Misterios de París. Federico Soulié, que, en su no muy larga vida, produjo un sinnúmero de obras dramáticas, novelas y artículos, fue clasificado por Víctor Hugo, al pronunciar la alocución sobre su tumba, entre los autores honrados y concienzudos que no olvidan que en el escritor hay un magistrado, y en el poeta un sacerdote. Por esta clasificación comprenderemos que Soulié era un adepto de la novela social y política.

La idea desarrollada por Soulié -y que no le pertenece del todo- en Las memorias del Diablo, es más vigorosa que ninguna de las que sugirió a Jorge Sand el credo de sus amigos políticos. Dejando a un lado lo circunstancial, Soulié va al fondo de la vida, y, el libro es del número de esos en que una idea genial, profunda, no necesitaría sino un excepcional talento de observador y de narrador para dar por fruto una obra maestra.

En realidad, la idea de Soulié es la misma de La Comedia humana, de Balzac; desentrañar el carácter secreto de la sociedad humana, bajo las apariencias y la capa de una avanzada civilización. El barón de Ronquerolles pide al diablo que le descubra la ciencia del bien y de mal, que desnude ante él las almas de sus contemporáneos, que salga a luz su verdadera historia; y como Asmodeo en El Diablo Cojuelo -modelo de Soulié-, Satanás se presta a mostrar la verdad,   —174→   y aparecen cosas tremendas, toda especie de delitos y crímenes, un desate de horrores morales y de espantables tragedias ocultas. La obra aspiraba a censurar el estado social, pero iba más allá, como va Balzac también; era la humanidad corrompida, esclava del pecado. Y, adviértase: el estado enfermizo de un público gastado, que pide sensaciones y picantes y excitantes; el estado al cual se han atribuido antaño ciertos éxitos del naturalismo y se atribuyen hoy los de la novela erótica y la novela policiaca, lo denuncia Soulié en su época al publicar, en 1838, Las Memorias del Diablo, tronando contra las predilecciones de los lectores, contra la necesidad de aplicar corrosivos y ácidos a su sensibilidad callosa o gangrenada, y llamando a París tonel de las Danaides, donde se disuelven las ilusiones de la juventud. Este olvidado novelón, un momento célebre, precede a los sociales de Sue y también a los de Hugo.

Al hablar de Eugenio Sue, uno de los excluidos de la crítica (al menos la crítica de pretensiones estéticas), no puedo menos de recordar que, un día, rivalizó con Balzac, y hasta se consideró superior a él por la fuerza creadora. Y si tal pretensión nos parece, en la actualidad, una insensatez, por mi parte no considero justo el completo menosprecio bajo el cual yace enterrado este autor. Últimamente, sin embargo, un antropólogo ilustre ha rehabilitado algún tanto a Sue, alabando, en sus novelas, el estudio de los tipos criminales, que parecen vistos   —175→   al través de las más recientes investigaciones de la ciencia.

De todas suertes, con Sue no se cuenta: yace arrumbado en el cajón de sastre de los Diccionarios enciclopédicos. Es un episodio estruendoso y efímero de la historia literaria. Lejos está el tiempo en que Sainte Beuve le comparaba con el autor de La Comedia humana, en inventiva, en fecundidad, en arte de composición, aun reconociendo que Sue no escribía «ni tan bien, ni tan mal como Balzac, ni con tanta sutileza en lo malo». El olfato sutil del crítico, su instinto opuesto a todo lo declamatorio y falso, su buen gusto, para decirlo de una vez, le dictaron después estas palabras: «Sue incurre en el error de no entregarse a sus propios instintos, y de consultar los sistemas que están de moda, profesándolos en sus últimas novelas, cosa que Balzac no hizo nunca, intransigente a fuer de verdadero artista».

En efecto, Sue viste con arreglo a uno de los figurines de su tiempo; el figurín socialista, humanitario y democrático, y su lema es esta frase de Martín el Expósito:

«¡Oh, miseria, miseria! ¿Serás siempre fuente de todo mal en el mundo? ¿Nunca llegará el día de la reparación y de la dicha para todos?».

No era, sin embargo, Eugenio Sue uno de esos hombres que, salidos del pueblo y luchando desde la niñez con la adversidad, como Luis Veuillot, llevan en el alma el sueño de un desquite. Lo mismo Jorge Sand que Sue, de acuerdo para encontrar que la sociedad está muy mal   —176→   construida y es preciso quemarla o desbaratarla, pertenecen al número de los que encontraron, al nacer, puesto su cubierto, y de plata fina. La propaganda socialista de Sue hubo de extrañar a los que le conocían, y no se explicaban cómo podía describir las últimas capas sociales un muchacho tan elegante y pulcro. Era, en efecto, Eugenio Sue lo que hoy llamaríamos un gomoso. Hijo de un médico, a quien dio cierto renombre una discusión con Cabanis acerca de la persistencia de la vida en la cabeza guillotinada, el novelista fue apadrinado en la pila por la Emperatriz Josefina y el Príncipe Eugenio; estudió mal y a trompicones la medicina, y mientras le creían dedicado a preparaciones anatómicas, realmente se consagraba a beberse el rancio Tokay y el Joanisberg que su padre guardaba como un tesoro.

En sus años juveniles no aspiró Sue a la gloria; se contentaba, como tantos personajes de Balzac, con un tilbury y un groom, y se los procuraba recurriendo a los usureros. La primer idea literaria de Sue, las Cartas del hombre mosca, nació de los apuros en que le ponían sus gustos mundanos y la tacañería paternal. En castigo de sus calaveradas le obligaron a embarcarse, y dos veces hizo el viaje a las Antillas, encontrándose en la batalla de Navarino, que fue el moderno Lepanto. De esta etapa proceden las novelas marítimas, lo mejor que escribió Sue y lo que constituyó su ínsula, el terreno propio que descubrió y acotó, y por las cuales se le llamó el Cooper francés. Con Sue,   —177→   por primera vez, la novela francesa se hacía a la mar. Sin embargo, en estas novelas, que pudieran ser reflejo franco de impresiones personales, asoma el pesimista amargo, que, como Soulié en Las memorias del diablo, al descubrir el fondo de las acciones humanas, encuentra la mentira y el crimen. El negro Atar-Gull, que ha ejercitado con su amo una venganza espantosa por espacio de largos años, recibe, de la sociedad engañada, el premio Montyon; el inepto capitán de la Salamandra, que hubiese perdido el barco si otro no lo salvase, es recompensado como digno marino, mientras el salvador es fusilado; y el ex-pirata Kernock muere en opinión de varón religioso y grave.

Rico al heredar, Sue no renunció a las letras, donde tanto le había sonreído la fortuna. Vivió a su gusto, satisfizo sus caprichos de refinamiento. Él fue el primero, nos dice Dumas, que amuebló sus habitaciones por un estilo generalizado después; el primero que recogió esas zarandajas bonitas llamadas bibelots, vidrios de colores, porcelanas de China y Sajonia, muebles tallados del Renacimiento, platos repujados y armas ricas. Al mismo tiempo mostraba tendencias parecidas a las que manifestaron aquí Espronceda y sus amigos los del Parnasillo romántico. Asociado a una trinca de buen humor, recorría de noche las calles de París, haciendo diabluras a los ciudadanos pacíficos, particularmente especieros y porteros, profesiones muy satirizadas por los melenudos. De estas pesadas chanzas hay reminiscencias   —178→   en la humorística lucha del portero Pipelet y el pintor Cabrión en Los misterios de París; y, en el lenguaje familiar, un portero sigue llamándose un pipelet.

Como se ve, no daba indicios por entonces Sue de redentor socialista. Y efectivamente, tardó bastante en emprender esa senda. Entre las novelas marítimas y la aparición de Los misterios de París, se intercalan bastantes obras de otro género, muy celebradas y famosas, porque Sue, en vida, tuvo siempre de su parte al público.

Son narraciones novelescas fundadas en anécdotas y leyendas, como las aventuras del Marqués de Letoriére, o las de una especie de Artagnan, el caballero de Croustillac, que salva al Duque de Montmouth en plena selva virgen americana, o sombríos dramas de familia, como Matilde, o episodios realmente históricos, como Latreaumont, en que la historia es tratada con igual desenfado que hubiese hecho Dumas. El apogeo de la popularidad, el género más conforme a su naturaleza, lo encontró Sue cuando publicó Los misterios de París.

Ante todo observemos que Sue no es un novelista idealista como Jorge Sand. Los diferencia profundamente, no sólo su concepto de la vida, tan pesimista en Sue como optimista y cándido en la autora de Mauprat, sino su estética. Sue se inclina al realismo; las pretensiones y aspiraciones que públicamente confiesa son descubrir la verdad sin miramientos ni reticencias; pintar la vida real, con su séquito   —179→   de males y vicios, no rehuir la crudeza, no velar, no esconder nada humano. No se diferencia mucho este programa del de las escuelas, no diré realistas, sino naturalistas, que han venido después. Y al exponer la teoría de que los pecados capitales son «admirables medios de acción, de felicidad y de riqueza», Sue no hace sino adelantarse a lo que dicen actualmente los amoralistas de profesión, los que cifran la belleza en «el libre juego de los instintos» y en la glorificación de la energía.

En aquel período, la revolución latía en todas partes, no ya una revolución puramente política, como la de 1793, sino social y económica. Así como aquella se había incubado en la Enciclopedia, en los escritos de los filósofos, la de 1848, históricamente menos efectista, pero de consecuencias más graves en realidad, vino preparándose también con la literatura, con la obra de tantos escritores brillantes y célebres como siguieron las teorías comunistas y colectivistas.

La ebullición del romanticismo social producía los neocristianos, Saint Simon y sus discípulos Enfantin y Bazard, que pretendían que toda la historia de la humanidad se reduce a la explotación del hombre por el hombre; que el capital es el enemigo, que hay que destruir el capital -todo envuelto en fórmulas religiosas, como una herejía mística de la Edad Media-; Fourier y su falansterio, la propiedad abolida, las uniones libres, los niños educados en común y la esperanza de que el hombre, con   —180→   tal régimen de vida, adquiriese nuevos órganos de los sentidos, un ojo nuevo; Cabet, con su Icaria ideal, no aboliendo la familia, algo es algo, pero poniendo en común todo lo demás, realizando el socialismo de Estado hasta sus últimas consecuencias.

También Leroux, el amigo de Jorge Sand, es un místico, y mientras ellos se pierden en ensueños de colectivismo, Proudhon funda el anarquismo. No sólo la agitación económica se apoya en la literatura, sino que es literatura, retórica, otra fiebre romántica, una efervescencia cerebral. Adviene el tiempo en que un literato puede encontrar en las masas (si no la consagración para la inmortalidad, que esa siempre la discernirá la minoría superior e inteligente, desdeñosa de lo que no es arte verdadero), al menos otra cosa que halaga y fascina: la popularidad, la fama estrepitosa, la venta de centenares de miles de ejemplares, la devoción irrazonada y por lo mismo más vehemente de las muchedumbres. Y Sue publica Los misterios de París, mientras va acercándose el día en que Víctor Hugo publique Los miserables, que a su vez, y por iguales estímulos, irán preparando el nacimiento de Los evangelios, de Zola.

En Los misterios de París hay un príncipe, Rodolfo de Gerolstein, que bien pudiera ser padre de la estirpe de los príncipes humanitarios de la novela tolstoyana. Concedamos a Sue esta gloria, ya que no podemos asentir a la opinión de la prensa obrera de su época, que proclamó   —181→   que Los misterios eran del número de las obras maestras, sublimes, de la literatura universal. Es fuerza reconocer también que las narraciones de Sue no trasmanan aburrimiento, como las de Jorge Sand. Al contrario, aunque folletinesco y de segundo orden, hay en ellas vivo interés.

Esta cualidad, seguramente inferior desde el punto de vista del arte, no todos la poseen; no todos logran que se vuelva la hoja con impaciencia, y yo diría que en tal concepto, Víctor Hugo, en sus novelas humanitarias y revolucionarias, no ha llegado a Sue; menos aún logró acercársele Zola, cuyos Evangelios son lingotes de plomo. En cambio, Pablo Féval, con sus Misterios de Londres, publicados poco después que los de París, pudo ser para Sue, en el folletín, un rival temible.

Eran aquellos los tiempos áureos del género. El pueblo leía con avidez las obras de imaginación, lo cual nos parece prodigioso, hoy que sólo lee la mesocracia, y las masas se limitan al gazofilacio del periódico diario y político. Se comentaba con entusiasmo el que Sue, semejante a su príncipe Rodolfo, Sue, elegante, rico, dandy, hubiese descendido a los antros de París, a las tabernas y chiscones y bujíos donde hierven la miseria, el vicio y el crimen, para recoger la jerga popular y pintar esos tipos de malhechores y de prostitutas que hormiguean en tantos capítulos de la obra. El cuadro pintado a brochazos, aunque no sin efectista realce, y en el cual hay trozos de observación,   —182→   se tomó por estudio grave, definitivo. Era quizás la primera vez que un novelista, profesionalmente, salía a caza del documento humano. Además, alardeaba de hacerlo en bien de los oprimidos, para dar al pueblo una lección útil y enseñarle a conocerse. Ante el entusiasmo que suscitaba Sue, nadie pensaría en demostrar que la verdad, donde había que buscarla, era en Balzac, que no alardeaba de mezclarse con el pueblo ni con el hampa. ¿Qué mucho que los obreros divinizasen a Sue, cuando hemos visto a Sainte Beuve con la manzana en la mano, dudando si entregarla a él o a Balzac?

La enorme resonancia del nombre de Sue llegó al paroxismo con la publicación del libelo fantasmagórico-terrorífico titulado El judío errante. Creo recordar que a Pablo Féval le llevaron, antes que a Eugenio Sue, un fajo de papeles relativos a la Compañía de Jesús, proponiéndole una fuerte cantidad por escribir algo semejante al Judío; y como Féval rechazase la venal tarea, Sué se encargó de desempeñarla. No veo en esta noticia sino una inverosimilitud; la de los datos entregados con el dinero. ¿Datos? ¿Para qué? La fábula del Judío es inventada de cabo a rabo.

Y, si no lo fuese, si se mantuviese en los límites de lo verosímil, ya que no de lo auténtico, no hubiese producido el efecto que produjo, no hubiese parecido una formidable máquina de guerra contra el catolicismo, y en especial contra los jesuitas. Todavía, en mi niñez, oí   —183→   hablar de El judío errante, con una especie de terror, a las gentes timoratas. Si el buen sentido fuese un don general, el Judío no hubiese causado el menor estrago. ¿Qué género de consecuencias adversas a cosa alguna podían sacarse de una obra tan manifiestamente descabellada? Un bosquejo de su argumento basta para demostrarlo.

Aceptando la conseja del Judío errante, aquel Ashavero condenado a no morir nunca y vagar siempre, sin detenerse, al través del mundo, supone el autor que a los descendiente de este judío les ha de corresponder fabulosa fortuna, que se les entregará en una fecha señalada y ya próxima. Los jesuitas, ni cortos ni perezosos, han tramado secreta conjuración para apoderarse del capital, y persiguen de muerte, por todos los medios, a los Rennepont, que así se apellida la familia. Con ayuda del puñal, del veneno, del cólera morbo, de todas las plagas y asechanzas, el socius Rodin, que espera, con el inmenso caudal, llegar nada menos que al papado, vendimia a los Rennepont; pero no le sale la cuenta, porque el viejo Samuel, depositario de los papeles que garantizan la posesión del tesoro, los reduce a cenizas. Muertos todos sus descendientes, el Judío errante y su compañera de maldición, Herodias, pueden morir a su vez, lo cual hacen gustosísimos.

No ha llegado todavía la humanidad a la edad de la razón, y es probable que no llegue nunca: el efecto del Judío lo prueba. Las aventuras   —184→   y desventuras de las hermanas Blanca y Rosa; el trágico fin de la elegante Adriana de Cardoville y del enamorado Príncipe Djalma, y demás interesantes víctimas de Rodín y de los hombres negros, conmovieron, arrancaron lagrimones, y son acaso, todavía, una de las obscuras fuentes de donde surte el persistente e irrazonado odio hacia los hijos de San Ignacio, que he comprobado en personas bien ajenas a la política.

A vueltas de tan mal gusto y tanta inventiva gruesa y burda -mucho más gruesa que la de Los Misterios, que con relación a esta otra novela son labor delicada- hay en El judío páginas que revelan al escritor y al pintor colorista que es Sue. Acaso la mejor es la que describe la siesta del Príncipe Djalma y la abrumadora y espléndida naturaleza de la India. De sus viajes Sue había traído este don de pintar tierras y gentes lejanas, con tonos impresionantes.

Desde la cima adonde había llegado, Sue podía ya escribir sin tasa, seguro de una ovación mundial. Cuando, dos años después de haber visto la luz El judío en 1847, publica Martín el Expósito, los periódicos se lo disputan, y aquí, en España, queda un curioso testimonio de este furor por las publicaciones de Sue: el artículo de don Modesto Lafuente en su Teatro social, con la graciosa rosa náutica de periódicos que insertan el folletín y el comentario: «De cualquier lado que sople el viento, tiene que soplar un Martín el Expósito», y la divertida   —185→   viñeta de la fábrica de traducciones que Eugenio Sue, mirando por encima del Pirineo, ve desde París.

Martín el Expósito es la más antisocial quizás de las novelas de Sue; Los siete pecados capitales pertenecen, como sabemos, a la escuela inmoralista, que santifica las pasiones considerándolas como formas de la expansión humana; y, siguiendo la misma veta, vienen después Los misterios del pueblo, historia de una familia obrera al través de las edades. Los tiempos habían cambiado durante la publicación de esta especie de epopeya democrática en varios tomos. La resonancia y popularidad de sus novelas tendenciosas habían valido a Sue que el partido obrero le eligiese para la Asamblea legislativa; Sue no carecía de ambición política, lo mismo que Víctor Hugo; pero hizo breve carrera; vino el 2 de Diciembre, el segundo Imperio, y tuvo que expatriarse, fijando su residencia en Annecy. Los misterios del pueblo fueron denunciados y condenados por los Tribunales de justicia; y es lo peor que ni la persecución ni el destierro engrandecieron a Sue; no halló un pedestal como el que Hugo se alzó en su islote. El ocaso de la fama y del ingenio vinieron juntos. Y, sin embargo, no se dormía sobre los laureles: los cinco años que duró su destierro, hasta su muerte, publicó obras ya sin realce, tan lánguidas como Gilberto y Gilberta.

Quizás no sea indigno de mención Emilio Souvestre, que ha escrito novelas socialistas,   —186→   por ejemplo, la titulada Rico y pobre, con fondo conservador; y seguramente no debe prescindirse de Reybaud, escritor de singulares destinos, que, como el abate Prévost y Fontenelle, produjo infinidad de libros, y se salvó del olvido por uno solo: Jerónimo Paturot en busca de una posición social.

Reybaud, nacido en Marsella, hombre de experiencia política, había expuesto en la Revista de Ambos Mundos los sistemas comunistas y colectivistas, bajo el epígrafe de Estudios sobre los reformadores modernos, obra laureada y recompensada con el premio Montyon. La reacción del buen sentido francés cristalizó en él en forma satírica, y produjo ese libro tan genuinamente galo, que, no obstante, logró, fuera de Francia, éxito menos ruidoso pero más duradero que el de los voluminosos alegatos de Sue. De vez en cuando, lectores ocasionales, que se han deleitado mucho con Jerónimo Paturot, me preguntan con timidez si es una obra de valía; y yo les contesto, porque el librito es de oro.

Para que un libro, que satiriza determinado momento de una sociedad, conserve el don de agradar a gentes que no conocieron esa sociedad ni acaso forman de ella juicio por datos históricos, es preciso que el autor haya estado inspirado.

Si se inclina un poco Reybaud a lo vulgar, sus héroes, Jerónimo y Malvina, serán sencillamente personajes de Paul de Kock; si se remonta, lo serán de Eugenio Sue. La sátira social   —187→   de Reybaud ha evitado estos dos escollos. Es imposible desplegar mayor donaire en la sencillez. Nótese que esta sátira de un régimen deja muy mal parado al romanticismo; y así tenía que suceder, tratándose de un escritor castizo, dotado del humorismo nacional, y cuyos númenes son la sensatez, la claridad, la moderación y un grano de sal irónica. La forma de Reybaud es sucinta, incisiva, sin galimatías ni digresiones; su vena, cáustica y mordaz. No diré que Jerónimo Paturot llegue a la altura de Gil Blas, pero es de su raza, de la estirpe de esos buscavidas aventureros, descentrados, que al cruzar todos los medios sociales, abarcan en su historia la de una generación.

He dicho que el destino de Reybaud es singular, debido a una sola obra. Realmente, dos de las suyas salieron a flote: Jerónimo Paturot en busca de la mejor República aún se lee con gusto, a pesar de que aquellos sucesos políticos han criado moho.

Por mucho que concedamos a la imaginación, que tiene grandes derechos, elevados privilegios, reinos inexplorados que revelar, después de releer Valentina o El judío errante, nadie se maravillará de que nos encontremos a gusto en compañía de Paturot, de la sensata Malvina, de Óscar, el pintamonas romántico, y que la linda sátira nos parezca un oasis donde descansar de tanto delirio.



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ArribaAbajo- IX -

La novela.- El idealismo sano y sentimental.- Como se deriva del romanticismo.- Lamartine.- Saintine.- Julio Sandeau.- Octavio Feuillet.- Cherbuliez


Mientras escribía Balzac la Comedia humana, sabemos que se interrumpió la producción novelesca del romanticismo, aun cuando se había evolucionado hacia el socialismo y el folletín. Pero no se trata ahora de novela romántica propiamente dicha, sino a lo sumo, de un subgénero, la novela idealista y moral, que, durante la transición combatió, en parte contra el romanticismo, en parte contra la invasión del realismo, precursor del naturalismo.

Como otros muchos, este subgénero está contenido en el romanticismo, y ya desde sus orígenes.

Aunque Pablo y Virginia desarrolle gérmenes anárquicos por la condena de la sociedad   —190→   organizada y la exaltación de la naturaleza, no deja de pertenecer al género idealista y moral. Después del nombre de Bernardino de Saint Pierre, conviene inscribir, entre los patronos y fundadores de la novela idealista, el glorioso de Lamartine. En él podemos comprobar la transformación; porque el romanticismo más genuino se une a la pureza más cristiana, a la castidad y sensibilidad más exquisitas. Si es cierto que en Rafael se advierte un vago fondo de sensualismo panteísta, ni aun esa tacha cabe poner a Genoveva y al Picapedrero de Saint Point. Todas las novelas de Lamartine, son obra de poeta, poemas en prosa, así como las de Víctor Hugo frecuentemente son proclamas políticas, y bien puede afirmarse que la escuela idealista, menos poética y más social, no ha de producir, dentro del género, nada que pueda superar, ni aun quizás igualar, a Graziella y a Fior d'Aliza.

La diferencia está en que la escuela idealista, por cima de la poesía, pondrá el fin moral. Lamartine, que es tan puro, moraliza poco. Su enseñanza, si es que alguna pretende encerrar, es meramente poética, sentimental, superior; una enseñanza alada. No así los novelistas de la virtud y del deber social, que, en substancia, son utilitarios.

Ya, en 1823, un novelista gana el premio Montyon, ofrecido por un célebre filántropo a la obra literaria que se considerase más provechosa a la sociedad. Tal fue el caso de Saintine, con su novela Picciola. Además, y por igual   —191→   concepto, se le condecoró con la Legión de Honor.

Picciola es la historia de los sentimientos que engendra en el alma de un prisionero la vista de una florecilla que nace en el patio de su cárcel. Es el prisionero un hombre que, libre, colmado de los dones de la fortuna, se aburría; cuando su suerte cambia y le sepultan en un calabozo, la vista de la humilde florecilla le conduce a volverse a la Providencia, de la cual se había olvidado en sus días prósperos. La idea era de Tertuliano, pero Saintine supo desarrollarla con emoción persuasiva, y ganó la fama y las cuarenta consecutivas ediciones que de la obra se hicieron. Publicó Saintine después bastantes libros, sin el éxito de Picciola; pero en uno de ellos, el titulado ¡Solo! (cuya lectura se recomendó a los niños), trazó el programa y encarnó el símbolo de la nueva novela idealista social. Conviene fijarse en que tal programa abre zanja muy honda entre Saintine y los de la generación romántica, aunque bien pudiera el romanticismo reclamar para sí a Picciola.

¡Solo!, es la misma historia de Robinson, referida para sacar consecuencias asaz distintas. El pobre marinero Alejandro Selkirk, abandonado en una isla desierta, en vez de averiguar que el hombre se basta a sí propio, y que su energía le sacará siempre de apuros, aprende, al contrario, que no hay nada más antihumano que el aislamiento, y, lejos de sus semejantes, se embrutece. «El ser aislado» -declara Saintine-   —192→   «es algo imperfecto; el hombre se completa con el hombre. Nuestra fuerza nace de la sociedad. La independencia absoluta, para el individuo, es sentimiento artificial; sólo es poderosa y natural en las naciones. Creamos en el matrimonio, en la familia, en la Patria...». A cien leguas nos hemos ido del individualismo romántico, de la rebelión antropocéntrica; la escuela del deber está fundada.

Sin conceder más que mención rápida a dos secundarios, Luis Ulbach y Mario Uchard, nos fijaremos en un escritor que representa bien el subgénero, Julio Sandeau. Las razones que mueven la pluma de Julio Sandeau en su propaganda moralizadora son asaz naturales: brotan del sentimiento, a manera de sangre de antigua herida. Fue Julio Sandeau el primer amigo íntimo de Jorge Sand, y juntos colaboraron en una novelita sin resonancia. Jorge Sand, con frase delicada, respetuosa hacia la ilusión muerta, lamentó la ruptura de una amistad que juzgó llamada a ser inalterable; pero sin duda Sandeau quedó lastimado y ofendido, y mientras Lelia asciende a la cumbre de la fama, él dirige su labor literaria contra las tendencias de la insurrección lírica, proclamada por la Baronesa Dudevant. La propaganda de Sandeau será a favor del hogar, del cariño, del culto de los lares domésticos, de la honrada severidad del deber aceptado. Armándose con estas ideas, que un chispeante escritor calificó de «quijada de jumento», combatía Sandeau a la vez el romanticismo anárquico cuando   —193→   declinaba y el realismo cuando nacía.

Mariana, tenida por la obra maestra de Sandeau, parece reproducir la historia íntima de Jorge Sand, su fuga del hogar doméstico, los ensueños y los desencantos de sus aventuras pasionales; diríase que al frente de esa obra pudo escribir el autor la frase de Espronceda sobre el Canto a Teresa: «Es un desahogo de mi corazón».

Sin embargo, si el lirismo de Lelia se oponía a la marcha ordenada de la sociedad, si minaba los cimientos de la familia, el oculto dolor del alma, tal vez ulcerada y rencorosa, de Sandeau, le dictaba opiniones al diapasón de las aspiraciones generales, a la reacción antirromántica. Jorge Sand representaba el desorden; Sandeau, lo normal, el criterio de la inmensa mayoría, la moral social aceptada y consagrada por la religión, y cuando la religión faltase, por lo natural de los afectos humanos.

Otra obra que parece inspirada también en los añejos resquemores de Sandeau es la titulada Fernando, severísima condenación del adulterio y exposición de sus consecuencias fatales, con una venganza conyugal más lenta y hábilmente combinada, pero no menos implacable que la de cualquier esposo calderoniano. Lo que Jorge Sand elevaba a la categoría de sagrado y divino, Sandeau lo clasificaba entre las infecciones sociales que importa combatir, aplicando, si es preciso, el fuego purificador.

Lo mismo que Mariana, fueron acogidas con aplauso y simpatía otras obras de Sandeau,   —194→   como La señorita de La Seigliére, Blasones y talegas y Magdalena. Su público (no un público restringido, sino muy numeroso) le seguía con la fidelidad que luego le veremos tributar a Feuillet; de sus obras multiplicábanse las ediciones, se traducían, se aplaudían adaptadas al teatro, y la gente seria las introducía en su hogar, a la vez que la Academia las coronaba. En medio de tantos halagos de la suerte, Sandeau era el primer novelista que ingresaba en la Academia; y se sentaba entre los inmortales, representando a un género hasta entonces excluido. Con razón dijo Sainte Beuve, refiriéndose a este suceso, que si Sandeau había tenido en su vida muchos éxitos, ninguno como este, no obtenido antaño por Lesage ni por el abate Prévost -los autores de Gil Blas y de Manon Lescaut-, y rehusado en nuestros días a Balzac... La literatura novelesca moral abrió aquellas puertas, cerradas para el genio.

A pesar de la respetabilidad y nombre adquiridos por Sandeau, el corifeo y maestro de la novela moralizante, y el más alto dentro de ella, es, sin duda, Octavio Feuillet.

Feuillet era consciente en su papel de jefe de una escuela opuesta a la literatura cruda y materialista; pero, al mismo tiempo, era un literato con inclinaciones estéticas, que no sacrificaba su gusto al de la multitud, ansiosa de que la virtud, al final, reciba su recompensa, y el vicio su castigo. Feuillet sentía el deseo, no tanto de perfección, como de diversificación, una de las maneras que tiene la vida de llamar   —195→   a sí al arte; existía en él estímulo provechoso de orgullo artístico y, con tales condiciones, no podía ser un vulgar fabricante de literatura azul.

No sería ni exacto ni justo repetir, con un crítico maligno, que el núcleo de las admiradoras de Feuillet se reclutaba entre las duquesas. He conocido yo aquí, en España, partidarios acérrimos de Feuillet, y han sido y continúan siendo vertidas al castellano sus obras, como también suele aún subir a escena la adaptación teatral de La novela de un joven pobre, «el mayor éxito de lágrimas de su tiempo». Seguramente innumerables lectores, de los dos sexos, le pusieron por encima de Balzac y de Flaubert, fundándose, no en que les hubiese interesado la lectura, haciéndoles volver hojas y aun saltarlas, para conocer el desenlace -como se diría de un Ponsón du Terrail o de un Gaboriau-, sino en consideraciones de orden más elevado, pues no cabe, míresele como se le mire, situar a Feuillet fuera del arte; de cierto arte, del suyo, lo cual ya no es poco.

Al margen del arte, sin embargo, le relegaron los más notables críticos de su época: Sainte Beuve, Lemaître, Schérer, Anatolio France. Y otros hicieron más y peor: no contar con él, o consagrarle una mención benévola y breve.

Su único vindicador, Brunetière, se pregunta la causa de esta actitud de la crítica, que contrasta con la no interrumpida carrera triunfal recorrida por Octavio Feuillet, durante cerca de medio siglo. Acaso el mismo triunfo explique   —196→   la severidad. Si no fue justo tratarle tan mal, ni darle aquellos sobrenombres desdeñosos de «Musset de las familias» y «autor favorito de la Emperatriz Eugenia», tampoco dejaba de existir desproporción entre el valer propio de Feuillet y los lauros y honores, negados a autores de más valía. No es malo que los soberanos ensalcen y distingan a los literatos; sí que no lo hagan con discernimiento y espíritu de análisis, y entre Mérimée y Feuillet, había peldaños.

Los elementos de Feuillet son varios: cuando empezó su labor literaria en el teatro, se inspiró en Musset y en Scribe; cuando se dedicó a la novela, ejercieron influencia sobre él, al principio, Jorge Sand y Sandeau. Definido ya su estilo propio, pudo entroncársele con los novelistas clásicos, más o menos idealistas, de su patria y de Inglaterra: con madama de Lafayette, autora de la Princesa de Cléves; con Richardson y su Clarisa Harlowe; con la Eloísa, de Rousseau; con la Staël en Delfina, y con Jorge Sand en Indiana; y bien pudiera esta genealogía de la novela idealista, remontándose mucho, ascender hasta el Amadís, padre del género. Lo que se reconoció unánimemente en Feuillet, fue el don de lo «romancesco»: y nótese que, si lo romancesco difiere de lo romántico, se distancia también de la trillada senda del buen sentido, por la cual se intentó, en protesta contra el romanticismo, llevar en carreta a la literatura. Este peligro contribuyó Feuillet a conjurarlo, porque   —197→   era elegante, altanero, melancólico, soñador.

En Feuillet está encarnada una de las formas características de la transición. Empezó combatiendo al romanticismo, y acabó luchando a brazo partido con el naturalismo, sin desertar un momento de sus primeras posiciones, idealistas y morales, de una moralidad elevada, fundada en un concepto aristocrático.

Todo esto que voy escribiendo requiere razonarse un poco.

Lo romancesco difiere de lo romántico, aunque en las obras de la escuela romántica se encuentre tanto romancesco. Hay, dice sabiamente Brunetière, infinitas maneras de ser romancesco, y hasta en la escuela naturalista, y mucho más en las que la siguieron y consumaron su desintegración, encontraremos lo romancesco a cada paso. No sé de nada más romancesco que El pecado del cura Mouret, a menos que sea Germinal. Feuillet, distinguiendo, proclamó que aspiraba a lo romancesco honrado y decente, que encarna la belleza moral; y la distinción es admisible. Como bastantes escritores que le precedieron, como el mismo Racine, Feuillet cifró la belleza moral en las luchas arduas del deber con la pasión; no excluyó la pasión de sus fábulas; al contrario, la hizo su eje, porque sabía que sin pasión no hay arte, y al decir pasión, claro es que no me refiero únicamente a la amorosa, pues Don Quijote, verbi gracia, platónicamente enamorado de Dulcinea, sufre sin platonismo, activamente, la pasión del honor, de la justicia y   —198→   de la gloria. No es, pues, la pasión lo que alarma en las teorías del romanticismo, como no había alarmado en el gran teatro de Racine y de Corneille, tan pasionales.

El peligro del romanticismo no estaba en el estudio y expresión de la pasión, sino en su apoteosis, en la teoría de su legitimidad y santidad, como todo el daño y pestilencia de las letras francesas, desde la Revolución, fue no sólo la pintura y la excusa, sino la divinización de los instintos, los más poéticos y sublimes y los más groseros, los más normales y los más perversos.

Y esta obra de sanción total de lo humano, la inició el romanticismo, y continuó dentro de las escuelas que parecían su antítesis, pero proseguían la tarea de que el hombre «fuese como Dios», viva ley de sí propio; bueno y santo por el hecho de ser.

No late, sin embargo, en la oposición de Feuillet a las dos escuelas opuestas en sus procedimientos, pero conformes en sancionar el instinto, un estrecho espíritu religioso. No representa dentro de la novela la doctrina estrictamente católica, a pesar de la Historia de Sibila, calificada de clerical. Ni Feuillet fue un convertido, como Pablo Feval, y más tarde Huysmans, ni se cuenta entre sus libros ninguno que esté impregnado del aroma de piedad ardiente que exhalan La narración de una hermana, de madama Craven, o El leproso de la ciudad de Aosta. La moral de Feuillet, y estoy por decir que su cristianismo, son del género   —199→   caballeresco. Lo malo es malo porque no es noble; lo feo es feo porque tampoco es noble, ni aristocrático, ni distinguido, ni de buen tono, y yo propendo a creer que, como el señor de Camors padre, Feuillet firmaría de buen grado la profesión de fe de que el honor es lo único que importa respetar y conservar en este mundo. Aun cuando, en la misma novela, se prueba que no basta lo caballeresco para no delinquir, y que sólo la fe salva, se advierte que el autor continúa prendado de su altivo ideal.

No era Feuillet de sangre azul, sino de burguesía decorosa, ilustrada; tuvo ocasión de rozarse con personas de alta clase, y adoptó ya ese ambiente para sus obras y para su vida y pensamiento. Tuvo, dice con gracia un crítico, la ocurrencia de preferir un salón a una zahúrda. ¿Es fiel en Feuillet la transcripción de los medios aristocráticos y el estudio de las almas?

Lemaître, con su acostumbrada agudeza, plantea esta cuestión. «Es asombroso -dice- lo que ciertos salones de Feuillet me hacen simpática la aldea minera de Germinal. ¡Por amor de Dios, venga una heroína que no sea espléndidamente hermosa y de piramidal entendimiento! ¡Venga un galán que no sea un prodigio! ¡Uno al menos que no monte perfectamente a caballo! ¿De veras son así todos los hombres y las mujeres en el arrabal de San Germán? Habrá que creerlo a ciegas, ya que no podemos verlo, lo cual nos chafa. La continua exhibición de ese mundo inaccesible tiene algo   —200→   de molesto para los que no hemos nacido y no entramos en él».

Lo que Lemaître insinúa es que puede haber mucho de convencional, de facticio, en la pintura de ese mundo hecha por Feuillet. No está lo convencional en las descripciones, en Feuillet siempre rápidas, de lugares, habitaciones, muebles y accesorios del alta vida. Hállase más bien en los caracteres y en la fábula dramática.

No relata Feuillet casos imposibles, pero sí raros, y su procedimiento de acumulación de lo noble y lo romancesco no le va en zaga al de Zola cuando amontona torpezas o groserías. Verdad es que la escuela de Feuillet concede mayores derechos a la imaginación y puede prescindir más de lo verosímil.

Si es lícito hacer intervenir una impresión personal, añadiré algo a la pregunta de Lemaître.

Yo no he penetrado en el arrabal de San Germán sino cosa de un mes, pero muy íntimamente, y comiendo y almorzando en las casas más entonadas de él todos los días. Era hace bastantes años. No tengo la pretensión de haber observado mucho en tan corto tiempo: sólo diré que leyendo después las novelas de Feuillet y las de Balzac, en las últimas fue donde me pareció encontrar impresiones análogas a lo visto por mis ojos. Había transcurrido, sin embargo, más de una generación desde la Comedia humana, lo cual cambia el aspecto de una capa social. Feuillet estaba cerca,   —201→   Balzac, lejos. Y era Balzac el exacto pintor.

Las obras más nombradas de Feuillet son La novela de un joven pobre, La historia de Sibila, El señor de Camors, Julia de Trecoeur, El diario de una mujer, La muerta. La novela de un joven pobre, a decir verdad, es obra del bastardo género sentimental, falso como el dublé, y soy testigo de que hoy, cuando su adaptación se pone en escena, el público se burla, mostrándose más severo aún que con Batalla de damas, de Scribe. Las novelas que vinieron después revelan mayor vigor y verdad en los caracteres, a pesar de la idealización. Hay dos méritos que nadie regatea a Feuillet: el arte de contar muy bien las tragedias amorosas, y el de estudiar ahincadamente tipos de mujer muy semejantes entre sí, dice Lemaître, porque todas son neuróticas, o, hablando mal y pronto, histéricas. En la preocupación incesante de la mujer y del amor, Feuillet se adelanta a Dumas hijo, y señala la ruta a novelistas y dramaturgos actuales, discípulos en esto del autor de Julia de Trécoeur.

Para los que esperaban de Feuillet historias siempre morales, pudo ser una decepción el giro que tomó su pluma: el azul y el rosa dejaron de ser sus colores predilectos, sustituidos por el gules y el sinople heráldicos. No excusó las faltas, pero las envolvió en poesía. No faltó quién, observando esta nueva tendencia, le acusase de haber creado la castidad del libertinaje, el «mírame y no me toques» del fruto prohibido; más adelante llegó a acusársele de   —202→   adoptar procedimientos naturalistas bajo el velo del idealismo. En conjunto, no obstante, la opinión siguió viendo en las obras de Feuillet una protesta desdeñosa y grave contra la lenta corrupción de las costumbres públicas.

Su obra de combate en este terreno fue la discutida Historia de Sibila, que dio ocasión a que Jorge Sand la impugnase en otra, La señorita de la Quintinie. Ventilábase en ambos libros la cuestión religiosa y de conciencia; por el retraso con que aquí suele llegar la moda, entre nosotros vinieron mucho después Gloria, La Familia de León Roch y De tal palo tal astilla, sin hablar de El escándalo. En la obra de Feuillet, Sibila, católica, rescata, con su vida, el alma del hombre incrédulo y librepensador a quien ama; en la de Jorge Sand, es el amante librepensador el que triunfa de las ideas de su amada, la creyente Lucía.

Hay que reconocer con Brunetière, y en honor de Feuillet, que ha adoptado en sus obras de tesis la actitud más noble, reclamando la independencia espiritual de la mujer, en toda cuestión de conciencia. Jorge Sand, en este particular, no era feminista; no en balde adolecía, desde sus primeros pasos en la senda intelectual, de sujeción a ideas y criterios ajenos y viriles. Dice el ilustre crítico antes citado, que la autora de Indiana y de Valentina no ha sabido abogar tan elocuentemente por la causa de su sexo, ni tener tan alta idea de los derechos de la mujer, como Feuillet. Y he aquí un   —203→   modo de pensar que Feuillet no habrá aprendido, de cierto, en los salones, donde tenían tanto partido sus escritos, y las señoras le admiraban devotamente.

Por la enseñanza del deber, por la lucha con las pasiones, Feuillet es un antirromántico; por la calidad selecta de los caracteres y lo excepcional de los casos, un enemigo de las nuevas tendencias realistas. No censura Feuillet los vicios del pueblo, porque ni lo mira; pero, a las altas clases, cuyo libro santo es el honor, las alecciona. Extravíos personales, no reprimidos desde el primer momento por fuerte y grave disciplina moral, ocasionan las catástrofes de Julia de Trécoeur, la incestuosa, precipitada al suicidio; de Luis de Camors, que traiciona la amistad y atenta a la honradez y a la felicidad de las personas a quienes debe más respeto, más amor; de tantos héroes y heroínas, todos de la misma raza, de igual condición, gente de altura, mujeres exquisitas, de abolengo y educación, que conservan, y hasta diría que acentúan, en medio del pecado y la contravención a sagradas leyes, la actitud altanera de reinas sociales. Cuida Feuillet de no recargar prosaicamente las consecuencias; su moraleja no es casera, al contrario, lleva un sello aristocrático, como si los humildes y los cursis tuviesen otros deberes y otro catecismo que la crema de la sociedad. Y por este mismo sello, entre profano y ascético, se distinguían las creaciones de Feuillet de tantas otras de su escuela, y vivirán, especialmente, Julia de   —204→   Trécoeur y El señor de Camors, cuya primera parte es admirable.

No me atrevo a decir lo propio del suizo Cherbuliez. A pesar de una novela bien construida, La tema de Juan Tozudo, y algunas otras en que la ficción entretiene, como El Conde Kostia y La aventura de Ladislao Bolski, me temo que este novelista, hombre de talento, moralista sagaz, no deje rastro. Todo es en él invención, y, como ha notado acertadamente Pellissier, carece del don de la vida. Zola le trató muy duramente, soltándole un zarpazo. «Prefiero a Feuillet» -escribe-. «Este, al menos, se queda en Francia; pero Cherbuliez elige sus personajes entre polacos, húngaros y tiroleses, lo cual le permite mentir más a gusto».

Una sola novela ha valido a Eugenio Fromentin, notable pintor, autor de intensas y coloreadas narraciones de viajes, puesto de honor entre los novelistas idealistas y psicólogos. Dominica es un librito afortunado, clásico ya, una obra maestra que no ha suscitado controversias en lo que se refiere a su valor.

Llegado el momento de considerar a la escuela en la totalidad de su significación dentro de las letras de este período, lo primero que ocurre es que pudo ser un elemento defensivo para la sociedad y la Patria, y que a esto aspiraron, sin duda, sus creadores, y en especial Feuillet, el más considerable, el más artista. ¿Por qué no lo fue, y nació, por decirlo así, vencido el idealismo? ¿Es que sus afiliados tienen menos talento que los románticos puros, y   —205→   los realistas y naturalistas? No cabe negar que entre los idealistas moralizadores faltan un Víctor Hugo, una Jorge Sand, y no existe un Balzac, un Flaubert, un Maupassant, un Zola. ¿Es que la tesis apaga la genialidad, es que el arte pide independencia? Me inclino a creerlo. De todas suertes, no sería el idealismo un obstáculo para el genio, y nos lo demuestra Lamartine; pero recordemos que en sus novelas idealistas apenas hay tesis, ni social, ni política, y la religiosidad nace del sentimiento, de la efusión del alma.

Por lo que hace a la defensa de la sociedad, no se ha menester profesar el idealismo novelesco para contribuir a ella. Balzac es, como sabemos, y quizás en primer término, un novelista social. Doblemente un novelista social, porque tampoco trata de sostener tesis, y la tesis se presenta ella sola, desnuda, terrible. Hacer ver que a una sociedad le falta ideal y que está en proceso de descomposición ¿dónde hay lección más enérgica? Y resalta de la Comedia humana, en conjunto, sin que pueda disputársele a Feuillet el mérito de haberla formulado en aspectos parciales, en el caso muy hondo y muy verdadero de Luis de Camors, o en el menos frecuente, pero no por eso increíble, de Julia de Trécoeur, que, sin tantas declamaciones y tanto galimatías sentimental y místico, es, mil veces más que Lelia y que Indiana, un caso de romanticismo agudo.