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El teatro.- La resurrección de la tragedia: Ponsard.- El advenimiento de la comedia: Scribe.- El lirismo y la fantasía.- Alfredo de Musset.- La sátira de las costumbres: Feuillet, Barrere, Sandeau.- Restos de romanticismo: Jorge Sand


Desde 1840, el teatro cambia de un modo súbito. No había logrado echar raíces en la escena el romanticismo, y bastó para barrerlo el fracaso estrepitoso de Los Burgraves.

No encajaba en el genio francés el teatro romántico. Para Francia, a pesar de Corneille, que es un españolizante, fue el teatro o enseñanza y lección, escuela de las costumbres -y a este ideal responde plenamente Molière- o estudio de cuestiones pasionales, de amor y sentimiento, como en Racine. Los fogosos arranques de los incluseros Antony y Didier; las querellas del hidalgo bandido español de capa y chambergo; la sombría venganza del bufón del Rey; las retahílas indignadas de Ruy Blas; los venenos de Lucrecia Borgia y los asesinatos   —208→   de La torre de Nesle, no pertenecían a lo castizo, y con razón sobrada dice Filon que el romanticismo dio a Francia una poesía, pero en balde trató de darle un teatro.

Rechazado ya por el público como lo había sido por la crítica el drama romántico, se acerca la hora de la comedia, sea alta o llana, pero siempre ejemplar o satírica. La sociedad, con sus múltiples intereses, hablará por la boca de embudo de la máscara cómica. Vengan los satíricos y los prestidigitadores; vengan también los reformadores, el teatro de tesis al lado del de artificio mecánico, de taracea; ábrase la larga era de Scribe, Augier y Dumas hijo, para cuya glorificación se retiran Hugo y Dumas padre.

Mucho perdía el romanticismo al perder el teatro, no sólo porque el teatro será, mientras exista, la más social de las formas literarias (sin excluir la oratoria), sino porque en el teatro había obtenido su resonante victoria, en lucha con adversario tan poderoso como la tradición nacional.

Para mayor confusión de los antiguos melenudos, antes de que la comedia lo invadiese todo, pudieron ver cómo salía de su sarcófago la tragedia, por ellos con escarnio enterrada. Ponsard fue el llamado a hacerla revivir. No era que Ponsard, atraído hacia Víctor Hugo por admiraciones juveniles públicamente expresadas, enemigo declarado del clasicismo y de las pelucas, pensase restaurar algo para siempre fenecido, la tragedia clásica, tal cual   —209→   se concebía en los días anteriores al manifiesto de Cromwell y a Hernani. La teoría de Ponsard era más tímida y discreta; fundir las dos escuelas en una fórmula que las reconciliase; conseguir que se abrazasen Shakespeare, patrón de los románticos, y Racine, numen del clasicismo de su patria. Reconocía que había algo caduco en la tragedia y pretendía remozarla. La obra requería alientos titánicos, de que Ponsard, poeta estimable, ingenio mesurado, carecía seguramente.

En el teatro, lo que llamamos accesorio, la interpretación, influye tanto como lo esencial. No tuvo escasa parte en el pasajero resurgimiento de la tragedia la iniciativa de la gran comedianta Raquel. Antes del estreno de Lucrecia se había atrevido con el proscrito repertorio clásico de Corneille y Racine, que, dígase en honor del buen gusto francés, desde entonces no ha cesado de alternar en los escenarios parisienses. El tremendo fiasco de Los Burgraves allanó el camino a la Lucrecia que Ponsard tenía escrita, y que en vano trataba de hacer admitir para su representación. Los vientos eran propicios. Lucrecia provocó un delirio de entusiasmo; fue su estreno el desquite de Hernani. En horas, Ponsard se vio célebre, pensionado, laureado, condecorado, llevado en triunfo y capitaneando la escuela antirromántica, llamada del sentido común.

También por acá tuvimos nuestra restauración de la tragedia. Llamo la atención hacia el hecho porque revela -entre tantos otros- la   —210→   influencia que ejerce Francia sobre los autores que acaso más se preciaron de españolismo. El padre Blanco García, en su Historia de la literatura española en el sido XIX, dice: «Tamayo volvió después los ojos a la muerta tradición de Racine y Alfieri, que en París intentaban resucitar Ponsard y sus discípulos...». Tamayo, realmente, no hizo otra cosa sino inspirarse en lo extranjero. En Virginia, como Ponsard en Lucrecia, busca Tamayo, más que la restauración, la adaptación hábil de ciertas tradiciones clásicas a las prerrogativas ganadas por el romanticismo.

La acogida exaltada que obtuvo Lucrecia no fue, pues, señal de que la tragedia reflorecía, sino de que, en las tablas, el romanticismo había finado. Y, en efecto (al menos, con sus caracteres típicos), no debía reaparecer. En España, por ejemplo, hemos presenciado nuevas encarnaciones del teatro romántico, y bastará citar a Echegaray; pero es que aquí, nuestra tradición teatral, desde el siglo XVII, de llena está dentro del romanticismo. No así en Francia. Su índole propia se afirmaba en la comedia, más o menos dramatizada, y hasta melodramática, pero a cien leguas de los ejemplares genuinos de romanticismo, de Hernani y de Antony.

Al hablar de la comedia, no hay más recurso que comenzar por estampar el nombre de Scribe.

No es ciertamente el de un genio, a menos que se consideren dotes geniales la fecundidad,   —211→   la agilidad, la destreza, la inagotable vena. Si pensamos en los grandes autores cómicos que han ganado la inmortalidad -y nos limitaremos, ya que de Francia se trata, a recordar a Molière-, no podemos clasificar a Scribe sino entre los fabricantes.

Como otros escritores, de quienes se ha dicho algo en estas páginas, y que tampoco fueron genios, Scribe llegó, durante su larga carrera, a hacerse dueño del público; y este favor duró un cuarto de siglo, y, rebasando las fronteras de Francia, pasó a Rusia; hay quien dice que llegó hasta China. Y, también al igual de esos otros escritores a quienes le asimilo, Scribe pasa por un amuseur, a pesar de los elogios de Brunetière, bajo los cuales laten tantas restricciones.

Sin embargo, cuando un autor ha abundado y rebosado como Scribe y Dumas, no es posible prescindir de él; se truncaría, en cierto modo, la época literaria a que pertenecen. Por otra parte, Scribe tiene su papel, su lugar, y aun el derecho de decir que sobre sus huellas pisaron cuantos vinieron en pos.

Scribe no hizo teatro por ser escritor; fue escritor por su invencible afición al teatro, que le hizo abandonar la carrera de la abogacía. Era de temperamento equilibrado, de espíritu moderado, y la llaneza de su condición es la misma de su factura. Ni alardea de artista, ni busca la elevación del pensamiento, ni siquiera tiene ínfulas de moralista, ni va más allá del buen sentido práctico, reflejo de su vida metódica   —212→   y de su temperamento moderado y lleno de cordura.

Solo o acompañado de los asiduos colaboradores a quienes alguien deseaba ver sentados por lo menos en banquetas, rodeando el sillón de académico de Scribe, este infatigable productor trabaja desde mucho antes del período de transición, y mientras el teatro romántico prepondera, mantiénese agazapado en sus vaudevilles. Pasada la fuerza del torrente, Scribe puede ya hacerse oír, y, sin remontar el vuelo hasta donde no le alcanzarían las alas, se cuela por los dominios del alta comedia histórica, social y política.

Mirándolo bien, es un hombre muy representativo de Francia y del momento en que brilló, bajo el régimen del justo medio. Parisiense de nacimiento, su teatro tiene algo de la industriosa habilidad que sabe desplegar París cuando trata de ganar clientela y de atraer, durante un momento, al público que aplaude y paga. No era a los artistas a quienes pretendía gustar Scribe; se contentaba con los espectadores. La indignación de Teófilo Gautier contra tan diestro tejedor de teatro, ayuda a definirle; es el autor a quien el esteta no puede sufrir, porque representa la mediocridad, la vulgaridad, el sentido general y el agua corriente. Al tratar de Scribe, recuerdo lo que decía Edmundo de Goncourt, otro artista altanero como Gautier: «Lo bello es lo contrario de lo que agrada a mi cocinera y a mi querida».

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Vino Scribe a personificar lo que todavía se entiende por «hombre de teatro», y no faltó quien dijese «hombre-teatro» a secas. Todas las inferioridades del género, las que dimanan de su misma esencia, las concesiones, las mañas, la buena armonía con el bajo nivel de la multitud reunida en un recinto para pasar la noche; el descuido del estilo, cien veces más simpático a ese público que el primor literario y los remontados pensamientos, porque es el lenguaje a que está acostumbrado, el mismo que emplea; la ciencia de lo que se llama, en la jerga teatral «mover los muñecos», «enredar la intriga», «sostener el interés», «crear situaciones», y dar sorpresas efectistas; el ideal no más alto de lo que lo pone la mayoría, todo accesible, todo rebajado de talla, todo sin calentarse la cabeza... lo que no ha cesado de exigir a los autores la muchedumbre, lo poseía Scribe en grado tal, que nadie pudo igualarle en flexibilidad de imaginación, en abundancia de recursos. Fue, en su tiempo, el fénix soñado por los empresarios; el escritor que se adapta al público como un guante, y a su época como a la carne un lienzo mojado; aquel en cuyos estrenos no se tiene miedo, porque se sabe que no cometerá la locura de escribir algo superior, algo fuerte, algo poético, o que pugne con las ideas admitidas.

«Horacio -dice un crítico- prohíbe al poeta la mediocridad; a Scribe le va con ella muy bien». Tan bien le va, que por el camino de sus comedias sin pretensiones entra en la Academia   —214→   antes que Víctor Hugo y Alfredo de Vigny, y, consciente de lo que le vale tal chiripa, dice, hablando de un fracaso de Casimiro Delavigne: «Ahí está lo que se saca de ser poeta, de hacer versos muy bonitos. ¡No me sucederá a mí tal cosa!».

Todo cuanto era representable, incluso e drama trágico -recuérdese Adriana Lecouvreur-, lo fabricó Scribe: vaudevilles, farsas, libretos de ópera, de bailes de espectáculo, de pantomimas cómicas y trágicas, dramas, melodramas, comedias de magia y algo que pudiera asimilarse a nuestros pasillos, apropósitos y disparates; revistas, sátiras políticas, sátiras de costumbres, comedias históricas, nada falta en el repertorio, y nada ha sobrevivido; nada salió a flote.

La misma habilidad que desplegó Scribe para sacar partido de sus condiciones de mediocridad, la tuvo para no indisponerse con ningún partido, y halagando a la monarquía, a los Borbones, a Luis Felipe, no descontentar ni al liberalismo triunfante, ni a la misma guardia nacional, blanco de su sátira ligera. Fue de esos que, saltando de piedra en piedra, pasan el río a pie enjuto. La lengua francesa debe a su musa riente la palabra calicot, aplicada a los dependientes de comercio.

Pues bien; este autor o, mejor dicho, este constructor de obras tan varias, este avisado y experto proveedor de escena, que vivió pendiente del gusto del público, y cuarenta años supo entretenerlo y continuó engatusándolo   —215→   mientras los geniales se estrellaban; este escritor, reñido con la gramática y el estilo, no puede ser omitido al reseñar un movimiento literario, no sólo porque, con todas sus condiciones de inferioridad, su teatro refleja, de un modo epidérmico y superficial si se quiere, pero exacto, un estado social, sino porque en él se inspiraron después otros autores dramáticos de más ínfulas, como Augier, y con el tiempo, y en grandes proporciones, Sardou, el situacionista...

Reconociendo las dotes verdaderamente excepcionales que poseyó Scribe para el enredo dramático, y que Dumas hijo calificó de juego de prestidigitación, se pregunta Brunetière por qué, de más de cuatrocientas obras que hizo solo o en colaboración -pues Scribe, como Dumas padre, se proporcionó una brigada de colaboradores-, no queda rastro ni memoria. Y encuentra que hay que achacarlo al abuso hecho por Scribe de esas mismas extraordinarias cualidades de hombre-teatro, como le llamó Légouvé. Añade el mismo crítico, dándose el gusto de desarrollar una ingeniosa paradoja, que la causa del hundimiento del frondoso repertorio del más fecundo y afortunado de los autores dramáticos franceses, no es otra sino que aquel burgués, aquel filisteo, aquel guardia nacional de gorro de algodón, hacía, lo mismo que Gautier, que le miraba por encima del hombro, nada menos que «arte por el arte». La paradoja merece transcribirse.

Scribe -dice Brunetière- trataba el teatro   —216→   como los parnasianos trataron la poesía. Al revés que Molière y que Beaumarchais, Scribe no creía que el objeto del teatro fuese la imitación de la vida: así lo hizo constar en su Discurso, cuando ingresó en la Academia francesa. Con mayor firmeza si cabe, entendió que el teatro no tiene por fin ni moralizar, ni instruir, ni aun atacar o defender idea alguna; es decir que, en el teatro, no vio sino el teatro mismo, y, dentro de él, los medios artísticos que le pertenecen: la novedad de las situaciones, lo ingenioso de las combinaciones, lo imprevisto del desenlace. Aislando así el teatro, como Gautier y Banville aislaron el verso, buscando la dificultad para vencerla, como juega un malabarista con sus hojas de cuchillo, Scribe, igual que los poetas impasibles y parnasianos, vio retirarse de su obra lo vital, y sólo quedaron combinaciones matemáticas, ingeniosos engranajes y maniquíes movidos por hilos.

Por efecto de esta manera de ser de Scribe, se le debe, en la historia del teatro francés, lo que a los parnasianos en la de la poesía: el adelanto técnico, la perfección de los medios propios del arte. Ha dejado el modelo de la técnica teatral.

Y cree también el autorizado escritor que desarrolla este punto de vista, original como suelen ser los suyos, que, desde Scribe y Balzac, el teatro será únicamente el arte o el artificio, si se quiere, de Scribe, vivificado por el influjo naturalista de Balzac, cuya acción en lo dramático ha sido incalculable, a pesar   —217→   de que sus obras no triunfaron en la escena.

Recordémoslas. Fue la primera Vautrin, que duró una noche, a pesar de que encarnaba el protagonista Federico Lemaître. No cayó Vautrin porque no agradase al público, sino porque el gran actor se hizo una cabeza semejante a la de Luis Felipe, y el Gobierno prohibió la obra. Vinieron después Las tretas de Quinola, comedia que se desarrolla en España, bajo Felipe II -y se precipitaron al foso-. Pamela Giraud pasó, como suele decirse, sin pena ni gloria. Balzac, sin embargo, no se desalentaba, y más adelante, estrenaba La madrastra, que, a decir verdad, es un melodrama negro, donde la nota cómica desentona, y donde un barniz realista encubre mal el fondo romántico espeluznante. Con Mercadet, tenemos completa la lista; y Mercadet, comedia satírica, cuyo asunto es el agio, no consiguió ser bien recibida por el público sino bastantes años después de la muerte de su autor. No es, pues, muy cuantioso el haber de Balzac en el teatro, y forma vivo contraste con la riqueza de Scribe; pero, según la exacta observación de Brunetière, no es por medio de su teatro como influirá Balzac en lo dramático, sino por la Comedia humana (aunque realmente Mercadet debiera exceptuarse, pues influyó extraordinariamente). A partir de Balzac, el teatro cada vez se acercará más a la novela, a sus procedimientos realistas, y este fenómeno irá en progresión, hasta cuando el teatro poético, y aun rimado, venga a satisfacer   —218→   la necesidad de ensueño y fantasía, que es eterna.

Shakespeare, numen invocado por los románticos, por Víctor Hugo especialmente; más invocado que imitado, dejó modelos de todos los géneros, o mejor dicho, de todas las formas internas teatrales; y en él se inspira el teatro de la fantasía, el teatro de Alfredo de Musset, que tiene el encanto peculiar de su autor, aquella mezcla de desenfado, sentimiento hondo y lirismo elegante, que él solo, entre los románticos, posee.

El teatro de Alfredo de Musset dio motivo a una de esas rectificaciones que sólo realizan los públicos muy cultos, pues donde la crítica va a la zaga de los espectadores, el error, una vez cometido, no se repara nunca. Cuando era más empeñada la guerra entre románticos y clásicos, y el realismo apenas apuntaba, el público del Odeón rechazaba, sin querer oírla, La noche veneciana, de Musset. O el poeta no tenía empeño en triunfar como autor dramático, siendo su teatro, en cierto modo, ramificación de su poesía subjetiva, íntima, como pudieran serlo Las noches, o quedó lastimado su orgullo: no intentó ya representar sus obras dramáticas. Las publicó según las escribía.

La noche veneciana era un reflejo del desengaño sufrido en Venecia con Jorge Sand, y lleva por lema Pérfida como la onda. Sucesivamente fue cultivando el género, que tanto se diferencia de lo que se había considerado «teatro romántico». En la lucha contra el clasicismo,   —219→   Musset estaba fuera de la fórmula; tenía su personalidad independiente y rebelde a los preceptos, a la retórica del Cenáculo, de cuyos ritos se había burlado en la célebre Balada. Lo observo, para que no sorprenda que del teatro de Musset no se hablase en otro volumen. Nótese que el teatro de Musset, como liemos dicho, no lleva más sello romántico que su lirismo. Por su filiación hállase fuera del motín de Hernani, fuera de la fórmula contenida en el manifiesto de Cromwell.

Cuando el teatro romántico yace bajo la losa, en 1847, una actriz francesa ve representar en San Petersburgo una obrita que le gusta: una traducción de El capricho, de Musset. Vuelve a París la actriz y saca a luz la obra, que entusiasma. Detrás, las restantes producciones de Musset, todas con igual fortuna; y desde entonces, su hechizo resiste al tiempo.

Entre las obras teatrales de Musset figuran esas comedietas de salón, género que tenía precedentes en los Proverbios dramáticos, de Teodoro Leclerq. Son cuentos de ensueño, y su acción (si puede dársele este nombre, que transciende demasiado a mecánica teatral) se desarrolla en cualquier país alumbrado por la luz lunar de la fantasía: Italia, Sicilia, Hungría, Baviera, lejos, fuera de la exigencia colorista (aunque tan poco rigurosa) de las Españas y las Germanias de Hernani y Los Burgraves, en las cuales hay intención de reflejar lo local, mientras Musset sólo busca, en esos fondos vaporosos, a lo Vatteau, lo flotante e ilusorio,   —220→   la magia casi musical de los lugares imaginarios, que, aun cuando lleven un nombre geográfico, no han existido sino en la mente de un poeta.

Esta sustracción a las leyes de la realidad, este teatro que se desarrolla dentro de un espíritu, son el mérito especial y propio de Musset. Pero nótese que la realidad a que Musset se sustrae, es la positiva y concreta. En todo ensueño verdaderamente poético hay fondo de verdad humana; y nadie pudiera negar que este fondo sea el principal, doloroso atractivo de Las noches, de Musset, y lo que sazona su fantástico teatro.

En efecto, sin pretenderlo, siguiendo la corriente de su propio sentir, Musset refleja en algún personaje, y acaso con mayor fuerza que Hugo en su Didier y Dumas en su Antony, el mal del siglo, la tortura de tantos hijos suyos, el exceso de análisis, el exceso de autocontemplación. Fantasio no tiene menos fuerza y sugestión de melancolía que René; pero nos cuenta su soledad, su vértigo moral, al repique argentino de sus cascabeles de loco. Como niño que es, hace una travesura: desbarata, por medio de cómico ardid, la boda de la princesa de Baviera con el duque de Mantua, y se reserva, al lado de la ya enamorada doncella, el dulce papel de su bufón. «Ven cuando quieras y te irás luego cuando te plazca» murmura la princesa. Así se le dice a la fantasía volandera y caprichosa...

Otro tema del teatro de Musset es el amor y   —221→   sus penas. No lo analiza objetivamente; como siempre, es su lirismo lo que nos presenta bajo la fábula entretejida de hilos de oro y rayuelos de luna.

Dícese que la aventura de Fortunio en El candelero es una desilusión de Musset adolescente. Fortunio ama con la idealidad de los dieciocho años; su adorada le toma por juguete, le engaña, suerte común de quien ama de veras, drama íntimo de Fortunio, y de Celio, en Los caprichos de Mariana. En amor, tal es la teoría de Musset, hay siempre una víctima, llámese Fortunio, Celio o Roseta; en amor todo es sufrimiento, martirio y crucifixión del corazón; pero Musset hubiese firmado este verso de otro gran poeta español:


Todo en amor es triste;
mas triste y todo, es lo mejor que existe.

Lo cierto del teatro de Musset es que no ha envejecido, como no envejecen los sentimientos eternamente primaverales que en él se estudian con melancólico encanto. Sin llegar nunca a sentimentalismo; entremezclado con la risa, como en la vida sucede, lo infinito del anhelo late en ese teatro que tiene tantos precedentes, del cual Sainte Beuve dijo que le producía el efecto de una traducción, y que, sin duda, pudiendo saludar como ascendientes a Shakespeare, a Marivaux, a otros acaso, lleva un sello de originalidad en su sincera revelación   —222→   de la personalidad del autor, en su estrecha fraternidad con los versos y la prosa de Musset. Quizás el alma del poeta no se haya manifestado de un modo más intenso ni en Las noches, ni en Rolla, ni en La confesión de un hijo del siglo; el velo de la inevitable, aunque transparente, ficción teatral, hace más insinuante la revelación y la queja y el humorismo que debajo palpita. En ninguna parte Alfredo de Musset es más fiel a sí mismo, a su naturaleza propia, que en su teatro, y por eso se ha podido decir que en el teatro de Musset, y no en Kean o El rey se divierte, es donde el sollozo romántico no engaña, donde arranca del corazón.

La imitación del teatro de Musset, realizada por Octavio Feuillet en varias comedias, fue lo que le valió la denominación de «Musset de las familias». Naturalmente, la distancia entre el discípulo y el maestro es considerable. Para reproducir el teatro de Musset había que transfundirse en él, tener su alma; porque nadie menos objetivo que Musset, el cual, como Byron, se ha reflejado en todos sus héroes, hasta en el tenaz conspirador Lorenzaccio.

Feuillet trabajó bastante para el teatro, en el cual no le abandonó la suerte que presidía a sus destinos. Dalila pasa por ser su obra maestra teatral; pero a Dalila va unida una acusación de plagio, de imitación patente cuando menos, y recordando el argumento de Dalila y comparándolo al de Las mozas de mármol, de Barriére, que son anteriores, no cabe negarlo.

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¡Y qué larga tela teatral queda cortada en esas dos comedias! ¡Cuánta saliva y cuánta tinta han de hacer gastar!

Suscitan la cuestión, aparentemente profunda, de la «redención de la cortesana»; y aunque sea increíble que tal supuesto problema inquiete a un siglo y a una literatura, lo positivo es que la prensa y las letras le dieron proporciones desmedidas, agigantándolo. Dumas hijo, en La dama de las Camelias, había poetizado, sublimado, redimido por el sentimiento a una Magdalena; Barriére y Feuillet, en pos, sentaron que las Magdalenas no tienen corazón, y, por lo tanto, no son redimibles. Es extraño que no se haya empezado por reconocer que las Magdalenas son mujeres, y que las mujeres no son todas iguales; que unas se redimirán y otras no, y que esto pende esencialmente de los caracteres y las circunstancias. Una tesis nueva, sustentada en Dalila y en Las mozas de mármol, también es de las que tienen siete vidas. ¡Ay del artista que se entrega a la disipación en brazos de las cortesanas! Inutilizado, perdido para el arte. Aun cuando esto ya sea más defendible, por mil razones, unas del orden fisiológico, otras del moral, tampoco merece los honores de un debate tan largo y pretencioso... Es, a lo sumo, consejo higiénico, no aplicable sólo a los pintores y escultores. Los dramaturgos lo han elevado a símbolo de misteriosa creencia. Todavía no ha mucho, Sudermann, en El fin de Sodoma, ha dado el centésimo golpe al artista inutilizado para su   —224→   labor por la corrupción y los excesos. Comentario al verso célebre de Musset:


¡Oh! Malheur a celui qui laisse la débauche...

No prescindamos de Barriére, autor de Las mozas de mármol, pues la comedia de costumbres le debe bastante con la sátira de Los bonachones fingidos. Son estos los modernos Tartufos, que no simulan religiosidad porque actualmente eso no les reportaría provecho alguno, pero afectan otras virtudes para ocultar su egoísmo y su inmoralidad inveterada. Uno finge honradez, y es capaz de vender a su padre; otro delicada sensibilidad en sus afectos de familia, y está deseando que se muera su mujer; otro cordialidad, y empieza ensalzando a todo el mundo, para acabar desollando y calumniando. La sátira de Barriére, a diferencia de la de Scribe, es amarga, pesimista, y llega hasta el limo de la miseria humana. He ahí, a mi ver, la razón de su superioridad.

Rico venero dramático asoma con la linda comedia de Ponsard; El honor y el dinero. No más afortunado en este género que en la tragedia, pero seguramente más acertado, Ponsard hizo donosa caricatura del hombre de negocios, de la metalización prosaica de parte de la sociedad. Era el momento en que el triunfo de Luis Napoleón inauguraba la época de tráfico y chanchullo que preparó, en gran parte al menos, el desastre. Verdad que la industria, con su desarrollo floreciente, imponía la hegemonía del dinero; pero las circunstancias políticas ayudaban a que la plutocracia apareciese   —225→   como negación de la moralidad que hasta en los negocios hay derecho a exigir, en una nación que aspira a engrandecerse.

Ponsard satirizó donosamente al barrigudo financiero, al hombre millón, que acepta gustoso a un yerno y forma buena idea de él porque habla despreciativamente de la poesía. La idea de Ponsard dio origen a una serie de obras inspiradas en la misma idea (y recuérdese que la tesis se corrió a España, y la hicieron suya nuestros dramaturgos más afamados en El tanto por ciento y en la adaptación de la obra de León Laya, Le Duc Job, que valió aplausos sin cuento a Tamayo bajo el título de Lo positivo). Dilatada progenie tuvo la tesis de Ponsard, e hizo competencia a la de las Magdalenas redimidas y redimibles. El público se deshizo en ovaciones ante la actitud caballeresca de la serie de «jóvenes pobres y nobles», representación más o menos fiel de la vieja aristocracia despojada por la Revolución de sus bienes y prerrogativas, y desdeñada por los improvisados ricachones de las nuevas categorías sociales; y se regocijó cuando, en el último acto, por arte de magia, una fortuna se viene a las manos de estos sentimentales muchachos, en quienes encarna el romanticismo del desinterés.

Pero, aparte de esta forma candorosa, la cuestión del dinero reaparecerá en el teatro en otras más reales y humanas; y procede de Balzac, no solamente por la Comedia humana, sino también por una de sus obras teatrales, Mercadet,   —226→   donde crea el tipo del hombre especulador, vividor, sin escrúpulos, que se defiende con «los intereses creados»; no completo malvado, pero impávido aprovechador de lo ajeno; algo que tiene afinidades con aquel Roberto Macario que nació espontáneamente, en las tablas, de la observación instintiva de las tendencias de una época y los gustos de un público, realizada por un actor genial. Y Mercadet, el faiseur -no sé cómo traducir- tendrá sucesión interminable, porque la cuestión del dinero va a dominarlo todo, no sólo en el teatro de Augier, sino hasta a veces en el de Dumas hijo, disputando al tema del adulterio la primacía.

Entre los precursores de Augier habría que citar a Sandeau, su colaborador más adelante, y cuya Señorita de la Seigliere, por más de un concepto, inicia otro tema, del cual procede El yerno del señor Poirier. También este tópico -las dos Francias, una hija de la revolución, otra adherida al antiguo régimen-, dio mucho juego.

El del adulterio, tan explotado después, lo llevó a la escena por primera vez (al menos con carácter de tesis), Jorge Sand, en Cosima. El honor conyugal, en escena, se vio calificado de «feroz prejuicio». Verdad que el adulterio lírico es el asunto pasional de Antony; pero Cosima es el adulterio rehabilitado, legitimado. Cuando se estrenó Cosima, empezaba a predominar, sobre las reivindicaciones anárquicas del romanticismo, el instinto de defensa social,   —227→   el legalismo: la obra fue mal recibida. Mejor acogida obtuvieron, mucho después, los idilios sacados de las novelas campestres, y el Marqués de Villemer.

Se ha fundado sobre firme base la comedia de costumbres. Cabe asegurar que no cesará de ser el género predilecto, lo general, lo nacional. Dos caracteres ha de presentar: variedad infinita de matices y constante tendencia a inspirarse en la novela, a confundirse con ella más cada vez. La línea divisoria entre los dos géneros tenderá a borrarse; pero todavía, frente al realismo, aunque en parte infiltrado de él, tenemos el teatro de los moralistas.



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ArribaAbajo- XI -

El teatro.- Los moralistas.- Emilio Augier. Alejandro Dumas, hijo


Recordemos, una vez más, y no será la última, que hemos de prescindir de ajustarnos a un orden cronológico riguroso en estos estudios.

La mayor parte de las obras teatrales que nombraremos, se estrenaron después de 1850, fecha en que el advenimiento del realismo y casi del naturalismo es un hecho; y, sin embargo, no pertenecen al período naturalista; no se manifiestan contra él (lo cual las situaría dentro del mismo momento, como están unidos dos combatientes mientras combaten), sino fuera de él; y, rigurosamente, corresponden al periodo de transición.

Dijo con gran justeza un historiador literario que, «de 1825 a 1845, el romanticismo dota   —230→   a Francia de una poesía y trata inútilmente de darle un teatro; y, de 1875 a 1895, el naturalismo, habiendo creado una forma nueva de novela, quiere implantarse en la escena, y se estrella, como le había sucedido al romanticismo. Los cuarenta años que separan a estas dos tentativas abortadas, pertenecen a Augier y a Dumas».

Figura Emilio Augier entre esa generación de literatos a quienes los Orleanes se complacieron en proteger y apadrinar, a quienes siguió distinguiendo Napoleón III, y que, durante el achatado reinado de Luis Felipe, y en la tarea de proscribir el romanticismo y preconizar la sensatez, habían contraído mezquindades y limitaciones. Cuando Augier se declaró admirador de Ponsard, y en la disputa de clásicos y románticos se inscribió en las filas de los secuaces del «buen sentido», fue prenda de su adhesión, no una tragedia, sino una comedia clásica, La Cicuta, que pasa por su obra maestra. En ella el moralista se vale de una fábula encantadora: el hastiado Clinias, que se apresta a morir bebiendo la verde papilla, renuncia a suicidarse y a su misantrópico aburrimiento, al rozarle con sus alas el verdadero amor de una esclava humilde. Esta idea la ha reproducido Sinkiewicz en un episodio de su novela más famosa. El personaje de Augier es réplica a los Renés y los Adolfos del romanticismo, por los cuales dijo Musset, en su Confesión de un hijo del siglo: «Semejante a la peste asiática exhalada por los vapores del Ganges, la horrenda   —231→   desesperanza adelanta a pasos gigantescos. Chateaubriand, príncipe de la poesía, cobijando al espantoso ídolo bajo su manto de peregrino, lo había colocado en un altar de mármol, entre perfumes; y los hijos del siglo, llenos de inútil vigor, enderezaban las ociosas manos y bebían en copa estéril el emponzoñado brebaje». Esa ponzoña es la que Augier, en La Cicuta, les arranca para acercar a sus labios el manantial de amor. Amar, sentir, luchar y quizás sufrir, ahí está el remedio,

Después del fracaso de otra comedia, El hombre de bien, Augier permaneció tres años disponiéndose a probar fortuna con La aventurera. La aventurera no tiene el encanto de La Cicuta; su moraleja es vulgar, y se reduce, en sustancia, a que los viejos no deben enamorarse y menos de una buscona que sale no se sabe de dónde, y que les hace cara por su dinero, o, como la aventurera, por adquirir posición y respetabilidad mediante el matrimonio; pero la clase media, la gente seria y respetable, vio en la obra una censura de las malas costumbres, un panegírico de la vida de familia y de los hogares honrados, y no fue menester más: la fama de Augier, fundada con La Cicuta, quedó consagrada.

No he llegado a persuadirme, ciertamente, de que ni la clase media ni el justo medio fuesen mejores que otras clases y otros sistemas de gobierno; pero, representando también la transición en lo social, su exigencia era el orden, contra la anarquía romántica. Hay un   —232→   género de hipocresía colectiva, que es espontánea, en que todos inciden, y que sirve de pantalla a vicios sin poesía y a corrupciones mansas, a la sombra de la ley. No se olvide que la sociedad bajo Luis Felipe (La aventurera es de 1848) es la misma que Balzac retrató de mano maestra y sin optimismo. Las sociedades, en la literatura, y más especialmente en el teatro, rara vez han querido aceptar la imagen real de sí propias, sino -como las viejas que se retocan y engalanan- de lo que desearían ser. Augier, el más burgués (a pesar de Scribe) de los autores dramáticos, cifra la moral en la familia, pero -según la acertada observación de mi ilustre amigo Doumic- no funda esa constitución y solidez de la familia en ninguna sanción religiosa. Es un ciudadano de 1840, que ha leído a Voltaire y desconfía de los jesuitas ocultos en la sombra, tramando contra el mundo moderno misteriosas conjuras. Quisiera transcribir el párrafo entero, por lo agudamente que analiza la mentalidad burguesa, cuya cristalización es el tantas veces proclamado buen sentido. En resumen, Augier, sumiéndose en esa corriente general, tenía que lograr adueñarse del público.

Gabriela, condenación del adulterio lírico que el romanticismo había puesto de moda y que tan admirablemente iba a disecar Flaubert en Madama Bovary, ayudó a sentar la fama de Augier. Los burgueses, en arte filisteos, molestados por la idea de que no eran poéticos, de que sus esposas les veían siempre con gorro de   —233→   algodón encasquetado, agradecieron infinitamente saber que el padre de familia es un gran poeta y que la consorte, desengañada, se arroja a sus pies y proclama que le adora. Si no era Augier el dramaturgo del Concilio de Trento, no puede negarse que fue el del Código civil.

Las primeras obras de Augier estaban en verso, y sin que deba contársele entre los poetas de alto vuelo, se muestra agradable versificador. El verso, hasta entonces, dominaba en el teatro; en verso habían escrito clásicos y románticos; la transición y el drama burgués pedían prosa, y en eso como en todo ofrecía ejemplos Scribe. Envuelto en su rico manto bordado de parlamentos e imágenes, moría el teatro romántico y con él el verso... hasta que lo resucitase Rostand.

Recompensada Gabriela con el premio Montyon, Augier tenía señalada su ruta. La mayoría no anhelaba solamente que se vindicase y consolidase a instituciones sociales como el matrimonio y la familia, sino que las instituciones políticas afianzasen el orden, constantemente amenazado por las asonadas y las predicaciones sediciosas. No era posible restaurar a los Borbones, porque la burguesía estaba infiltrada de liberalismo, y en cuanto a los Orleanes, acababan de ser arrojados del trono entre escenas punto menos atroces y sanguinarias que las que precedieron a la caída de Luis XVI. Con la desaparición de la monarquía de Julio, la burguesía quedaba vencida, derrotada en su régimen favorito, y presa de los temores que   —234→   justificaba la fermentación obrera y aquel riesgo anunciado por Tocqueville; que las pasiones, de políticas, se habían transformado en sociales, y las ideas y doctrinas propagadas no iban contra determinado gobierno, sino contra la sociedad en su base misma. Se deseaba el «escobazo», y se confiaba en que lo administrase el príncipe Presidente Luis Napoleón. Quizás no se definía bien la aspiración al segundo Imperio, aunque la soñasen los elementos bonapartistas; quizás se hubiese conformado la burguesía con que la segunda República entrase por la senda de la estabilidad, sin peligro demagógico. Sin embargo, el Imperio tenía preparado el terreno, y el golpe de Estado tranquilizó; fue una sedación y un alivio. La sociedad del segundo Imperio, la más notada de corrupción, causa de la mala reputación de París y de Francia en general, poseída de la fiebre de las especulaciones equívocas, minada por el lujo excéntrico, ofrecía al moralista ancho campo. Nunca mejor ocasión para la sátira de costumbres.

En este momento colabora con Emilio Augier Julio Sandeau. Augier no descuella por la inventiva, y necesita que le sugieran ideas; él las desenvolverá. Sus mejores obras las escribe en colaboración. El yerno del señor Poirier no es todavía un dardo contra la sociedad del Imperio; es la antigua cuestión, hija del movimiento revolucionario de 1793, el combate de talegas contra blasones. Si a alguien satiriza Augier, es a los burgueses vanidosos, y el señor   —235→   de Poirier es trasunto del divertido héroe molieresco. Desde este punto de vista, la comedia, una de las mejores en su género, vuelve a la tradición clásica, al fondo humano, y censura una flaqueza de todos los tiempos, la vanidad (hoy diríamos el esnobismo). Poirier, el burgués enriquecido, quisiera ser diputado y par de Francia; para lograrlo, casa a su hija con un noble arruinado, pero de gran familia territorial, y el pugilato entre el suegro y el yerno tiene verdadero sabor cómico, de buena ley, y la lección es sabia; la sátira del dramaturgo burgués, esta vez, alcanza a los burgueses; verdad que la idea era, lo sabemos, de Sandeau, a quien se ha calificado de «un poco chuan».

En La boda de Olimpia aparece una vez más la cuestión de la redención de la cortesana.

Como Barriére, como Feuillet, Augier vota en contra: la cortesana no es redimible. Ni otra cosa pudiera decir el apologista de la familia. De esta vez no se trata de la romántica redención por el amor, la de Marion Delorme y Margarita Gautier, sino de la rehabilitación por el matrimonio, el decoro y la respetabilidad: la aspiración de la baronesa de Ange en El semi-mundo. No es de creer, por lo tanto, que La boda de Olimpia sea una impugnación de La dama de las camelias; la cuestión se sitúa en terreno bien distinto.

Desde luego, la tesis pesimista de Augier ofrece más garantías; pero no todas las cortesanas lo son por gusto, ni sienten irresistiblemente   —236→   la atracción del vicio, «la nostalgia del cieno». El desenlace de la obra, el pistoletazo que suprime a Olimpia, presagia el célebre «mátala» de La mujer de Claudio.

La crítica efectiva de la sociedad del Imperio empieza con Las elegantes pobres. La novedad y fuerza de la comedia, consiste en que, lejos de presentar la conocida antítesis del hogar puro y santo y el mundo del pecado, donde se agitan las cortesanas destructoras del matrimonio, es en el mismo seno del hogar, al amparo del santuario burgués, donde el caso infeccioso aparece Sólo Asmodeo, que levanta las tejas para sorprender el secreto de la vida doméstica, pudiera decir cuanto encierra de verdad terrible la tesis de Las elegantes pobres. Augier, en esa comedia, puso el dedo en una llaga social auténtica, quizás antigua, pero que, bajo el Imperio, se descubre sin recato, justamente porque, triunfante la burguesía y establecida una igualdad imposible; desarrollado el gusto del lujo, el problema tenía que surgir. El antiguo hogar en que se hilaba, no existe. A la aristocracia se le han quitado sus privilegios; y ya toda mujer quiere vestirse y vivir como las duquesas de antaño o las millonarias actuales. Y llegan las Serafinas, las lionnes sin dinero, que lo buscan en el bolsillo del amante, mientras el marido, extasiado, admira la habilidad de su mujercita para lucir gastando poco. Que el daño no se concretó a la sociedad del Imperio; que, bajo la tercer república, la gangrena sigue avanzando, nos lo demostraría, si   —237→   demostración necesitase, una obra de Bernstein bien conocida en España, El ladrón. Como sabemos, la protagonista de El ladrón no es una entretenida, pero es una elegante pobre en toda regla, que, en competencia y roce con amigos ricos, roba para sostener su lujo, para encajes y trapos. La censura de Augier, de Dumas en La mujer de Claudio, de todo moralista que ve el riesgo en ese continuo culto a la moda costosa, insensata, niveladora de clases y fortunas, esa adoración del pingo y del bibelot, que fomentará la industria, pero, no cabe dudarlo, desquicia la conciencia, poco o nada ha conseguido atajar el daño, hoy extendido a toda Europa y supongo que también al Nuevo Continente, en sus mayores focos de civilización.

Con menos talento, pero con mayor habilidad que Augier, había de tocar esta misma cuestión Sardou, años después, en La familia Benoîton: el lujo del París imperial, en vez de caracterizarse en el sentido de la solidez y el refinamiento, como el artístico lujo de una Florencia, se acentuaba hacia la extravagancia, hacia lo carnavalesco, y su signo peculiar era la imitación de las cocottes por las madres de familia y por señoritas que debieran hasta ignorar que hubiese cocottes en el mundo. En este respecto, al comparar a Las elegantes pobres con La familia Benoîton, hay que confesar que Sardou supo cazar mejor al vuelo lo típico de aquella época. La desorganización de la vida interior, expresada en La familia Benoîton   —238→   por una frase que se repite en todos los actos «La señora ha salido»; aquella frivolidad ansiosa, es la mascarada calenturienta de un régimen que se siente breve, y sabe que a la caída de las hojas puede caer también.

Después de la sátira de las costumbres domésticas, Augier acomete la política. Sus obras más señaladas en este terreno son Los impudentes, El hijo de Giboyer y Leones y zorros.

El tipo del impudente, Vernoillet, puede pertenecer a cualquier período; es un intrigante vulgar, sin el sello de actualidad del Arístides Saccard de La ralea. No alcanza tampoco el realce del Mercadet de Balzac, en que se inspira. Con El hijo de Giboyer aparece el drama anticlerical, el más deplorable de todos los dramas; no fundaré esta afirmación en nada familiar a los espectadores españoles, pero bien se comprende que no sería difícil.

Cuando un autor como Sardou ha demostrado que sabe fustigar los errores sociales, insensiblemente, por sugestiones de la vanidad o por ansia de popularidad, se ve inducido a halagar las pasiones políticas. Este momento es fatal. No podía Augier invocar el precedente de Molière y de Tartufo, porque Tartufo es la hipocresía, y la hipocresía pertenece a todas las épocas, a la eterna levadura humana; Shakespeare la había flagelado en Ricardo III, y Dante la había representado bajo capa de plomo en sus infernales círculos. La literatura anticlerical no procede de Tartufo, sino de Voltaire. Venía Augier a ese terreno después de   —239→   que Flaubert, con su vigor de ironía, había creado el tipo inimitable del boticario Homais, el burgués anticlerical, enemigo del solideo...

Para que una obra escénica sea discutida, ovacionada, lo de menos es acaso su significación estética, su valor literario; el público, en general, no busca en la escena sino sus propias pasiones. Las obras anticlericales y antijesuíticas de Augier fueron acontecimientos, sobre todo la primera. Desde el estreno de Las bodas de Fígaro no se recordaba alboroto igual, representaciones tan tormentosas, con tanta resaca en el público. De antemano se había divulgado la intención de la obra, y hasta se sabía que Luis Veuillot sería en ella satirizado.

En Leones y zorros hacen el gasto los jesuitas. Una dote de nueve millones es el aliciente que les atrae. Si mucho se presta a desbarrar el anticlericalismo, la cosa se complica cuando los jesuitas entran en danza. En un folletín tan espeluznante a ratos como El judío errante, no hay, al menos nadie espera que haya, pretensiones serias. En una comedia moralizadora, es distinto, y la obra antijesuítica pareció, hasta a los que como el autor pensaban, floja y absurda. Y hasta tal punto fue así, que el mismo Augier se opuso a que la obra volviese a representarse, no ciertamente por arrepentimiento de la tesis, sino por convicción de lo endeble de la comedia.

En El contagio se condena el que la juventud tome a risa las convicciones y los entusiasmos. Tesis al menos oportuna, y hasta profética,   —240→   con el anuncio fatídico del trueno gordo que se preparaba para Francia, dos o tres años antes de Sedán.

No hay que olvidar una fase de Augier moralista: aunque Los Fourchambaul y Madama Caverlet pertenecen a una época en que ya la transición ha terminado, como el teatro aún no sale de esa etapa intermedia, no ha de pasarse en silencio que el burgués, antiguo defensor del matrimonio y de la familia, sufriendo, como no podía menos de suceder, el influjo de su único rival temible, Alejandro Dumas hijo, abogó resueltamente, en las dos obras citadas, por el divorcio y por la familia ilegal. Los Fourchambault son de las obras mejores, teatralmente hablando, de Augier, y la «situación» del bofetón que un beso borra, nada tiene que envidiar a ninguna «escena culminante» de Sardou.

Dícese que después del éxito de Los Fourchambault, Augier decidió retirarse a tiempo, antes de que el público le retirase, y que le dictó tan sabia resolución el haber visto que un director de teatro, con modos despreciativos, se negaba a recibir al viejo Scribe, que pedía humildemente una audiencia.

Desde diez años antes de su muerte no volvió a escribir nada. Decía que su hora había pasado, y formulaba una gran verdad. Había pasado, como la transición.

El competidor de Augier, que picaba todavía más alto en sus pretensiones de moralista, fue Alejandro Dumas hijo. Así como el padre   —241→   ha sido sobradamente desdeñado, al hijo se le elevó a mayor altura de la que en justicia le corresponde. Ambos se hicieron célebres; pero la celebridad del padre encontró a la crítica zumbona, distraída y desdeñosa, mientras el hijo fue absolutamente tomado por lo serio, no ya como se toma por lo serio a un literato notable, sino como se toma al maestro y guía de una generación.

He aprovechado, al hablar del teatro romántico, la ocasión de rectificar y defender a Dumas I, aquel mulato genial, que poseía un raudal de inspiración más espontánea que la del hijo, el muchacho que daba lecciones de orden a su padre, enseñándole en un armario una fila de bien alineados y encerados pares de botas.

Hay que partir del padre para definir al hijo. Ciertos destinos se explican por otros. Se adaptan a ellos, o los contradicen; pero sin ellos no tendrían clave. Había sido Dumas I pródigo hasta la locura, abundante y prolífico hasta el abuso, bonachón, vanidoso y jactancioso hasta la puerilidad; y vino el sucesor, hábil gerente del dinero y del ingenio; más bien premioso en producir; convencido de su propio mérito hasta la autolatría, pero ducho en reservarse. El padre había aspirado a entretener y divertir a sus contemporáneos, y le encantaba que le enseñasen el castillo de If diciéndole -sin saber quién era-: «De este calabozo se escapó Edmundo Dantés, cosido en el sudario del abate Faria». El hijo pretendía cosas más graves: adoctrinar   —242→   corregir a la sociedad, resolver los problemas de su tiempo, eclipsar a esos educadores del espíritu francés, los grandes moralistas, los Labruyère, los Montaigne. Y saboreaba el triunfo cuando, a deshora, velada, envuelta en elegante pelliza, alguna beldad de triste historia, como la Princesa Jorge, venía a confesarse con él, abriendo su corazón dolorido por la ajena falsía o el remordimiento propio. Director espiritual de almas y de naciones: tal fue la ambición del autor de La dama de las Camelias.

Augier también quiso moralizar y lo hizo; sólo que con más llaneza, en esfera más limitada. Dumas II se tenía por águila, superior al gallinero del buen sentido y de las ideas esencialmente burguesas de Augier. Por eso en Dumas II la moralidad pareció peligrosa y hasta desmoralizante, indicio cierto de que, cuando menos, tenía fermento de novedad. Al discutirse a Dumas II, no se trataba de arte; se trataba de ética, de sociología, de derecho, de reformas en el Código civil.

Y es que el problema de la vida, para Dumas II, había sido de índole legal y social.

Fue, como Antony, un hijo espúreo; sólo que conocía a su padre, y su padre era un hombre ilustre, por lo cual la bastardía de Dumas II se divulgó. El muchacho era pundonoroso, y se verificaba en él lo que dice Bourget: «casi siempre, el moralista ha necesitado sufrir en sus mocedades una gran injusticia, y sentir la necesidad de una gran reparación». Sufrir por la   —243→   mala organización social, o por las preocupaciones más o menos justas que en la sociedad predominan, dispone a la crítica, crea la inquietud reformadora. Augier había fustigado a los políticos venales, a los periodistas sin conciencia, a los burgueses vanidosos, a los nobles que por la inacción dejan cubrirse de orín sus blasones, a los jefes de familia que no saben lo que pasa en ella: Dumas venía a realizar el análisis del matrimonio como institución, de la paternidad legal, de los derechos de la mujer y del hijo. Y tan de moda puso estos temas, ignorados hasta entonces por las revoluciones políticas, que, como sabemos, Augier, al principio abogado ferviente del matrimonio según el Código, acabó por hacer, en Los Fourchambault, la apología de la querida y del hijo natural.

Aunque Dumas I no abandonó ni descuidó a su vástago, y le sostuvo y le educó decorosamente, el muchacho soportaba mal que en el colegio donde recibió segunda enseñanza, los compañeros aludiesen a la mancha de su origen. No llevaba entonces el apellido paterno, pero lo reclamó enérgicamente, y Dumas I, que tenía buena alma, lo otorgó, creándose el primer lazo de afecto hondo que unió a dos seres tan allegados y tan distintos.

No he de extenderme en la biografía de Damas II, ni en ninguna otra, porque sobre no permitirlo las dimensiones de estos estudios, siempre convendría, en tal terreno, la sobriedad. En Francia, sin embargo, los trabajos de   —244→   índole crítica no rehuyen ni la nota biográfica ni la anécdota, y así los lectores conocen a sus autores favoritos y se encariñan con ellos, por la humanidad que todo detalle biográfico descubre. Aunque críticos y biógrafos repitan los mismos rasgos con escasas variantes, nadie les acusa de monotonía, ni de falta de originalidad; hay cosas en que no cabe invención. No sucede otro tanto en España, y yo escribo para los que hablan castellano.

No sé si he dicho que cuando yo explicaba literatura francesa en la cátedra de Estudios superiores del Ateneo de Madrid, un crítico se quejaba, en un diario muy leído, de que mi explicación versaba sobre cosas sobrado sabidas ya. Y el caso era que, al quejarse, barajaba y confundía autores y obras, estropeando los nombres de escritores conocidísimos, lo cual parecía extraño en persona tan versada en el asunto. Me reprendía también por las anécdotas, que, según él, nadie ignoraba. Aun cuando me inclinaba a jurar que él lo ignoraba todo, lo cierto es que tomé del enemigo el consejo. El público español, no cabe duda, tiene poca afición a Memorias, confidencias, correspondencias y autobiografías, que tanto escasean en nuestra literatura.

Suprimiendo, pues, lo anecdótico -y es mucho y bonito- en la biografía de Dumas II, no resisto al deseo de referir, y creo ser la primera en hacerlo, un episodio de su juventud, con una española. Ya no existe la dama, y podría estamparse el nombre, puesto que no dejó hijos que   —245→   vean en la publicidad ofensa a una memoria querida; pero no por decir el nombre sería mayor el interés de la historia.

Cuando los sentimientos impuestos por la naturaleza a ambos Dumas se habían fortificado con el trato e iban transformándose en aquella confraternidad de la cual se conservan elocuentes testimonios; cuando andaban juntos de bracero el padre y el hijo, realizaron el viaje a España, relatado por el primero con tal gracia y frescura, en medio de gasconadas inevitables. Detuviéronse los viajeros en Córdoba, y como quisiesen hacerse entender del posadero, se encontraron con que nadie hablaba francés allí.

Sólo pudo salir del apuro el posadero llevando a sus huéspedes a una linajuda casa, donde una señorita, acabada de salir de un elegante colegio, hablaba francés a maravilla. El regreso de la niña a sus lares se celebraba aquella noche con un baile, y a él fueron invitados los distinguidos extranjeros. La noble niña era hermosísima, discreta, de viva fantasía; Alejandro Dumas hijo tenía veintidós años; bailaron, conversaron, aislados y libres por el idioma que empleaban; ella quedó enloquecida. Fue como el rayo. A la mañana siguiente, la señorita, rompiendo por todo, iba a reunirse con el extranjero en su posada. Lo mismo hubiese ido si tuviese que cruzar una hoguera. Lo confesaba así en su ancianidad.

Lo que pudo no haber pasado de fugaz aventura de viaje, se convirtió en algo más íntimo al establecerse activa correspondencia. El francés   —246→   escribía a la española desde Cádiz, desde Madrid, desde París, largas y apasionadas epístolas. El deseo de una unión eterna palpitaba en las cartas de los dos amantes. Pero la ilustre familia española a que pertenecía la señorita se opuso desde el primer momento, y no paró hasta casarla con un viejo General gotoso y achacoso de malos achaques, que la hizo muy desventurada. Así que pudo reconquistar la libertad, casada primero, viuda después, la española sólo pensó en irse a París, en ver otra vez a Alejandro Dumas. Larga fue la vida de aquella señora, y no murió joven el autor de Dionisia; pero puede asegurarse que al través de vicisitudes e incidentes muy graves en la existencia de los dos, duraron tanto como ella los amoríos nacidos en Córdoba, al olor del jazmín, en una noche de juvenil embriaguez. No pudieron otros afectos, otros lazos, otros sueños, destruir aquel sueño primero, manchado, jamás desvanecido por la realidad. Ausentes, nunca dejaron de escribirse. Un día, Alejandro Dumas, extrañando el silencio de su D...., preguntó desde París a un amigo español, con celosa inquietud, qué tenía ella para callarse así... Y el amigo hubo de responder que D.... -la cual pasaba entonces de los sesenta años- acababa de morir de una pulmonía... Sólo la muerte cortó el hilo de oro de la comunicación; sólo guardó silencio la enamorada cuando heló su mano el frío del sepulcro.

Un baúl llenaban las cartas, los miles de cartas de Dumas a su española amiga. ¿Qué será   —247→   de ese tesoro de documentos, no sólo psicológicos, sino históricos y literarios? Dios quiera no hayan ido a dar a las manos, impías por piadosas, que destruyeron la correspondencia entre el Marqués de Mora y la señorita de Lespinasse, otra pareja interesantísima franco-española, que también debía de escribirse cosas muy bellas.

He dicho que las relaciones entre el padre y el hijo, reveladas las disposiciones de este para el arte, fueron fraternales, con cierta superioridad del mozo, fundada en mayor dosis de sentido práctico. Alejandro Dumas decía agudamente: «Mi padre es un niño grande que tuve cuando era yo pequeño». El espectáculo del padre pródigo sirvió para enseñar al hijo la necesidad de la economía, del orden, y no añado que del trabajo, porque ¿quién más laborioso que el infatigable autor de Los tres mosqueteros? Sólo que Dumas hijo pedía al trabajo la dignidad y la independencia. Arrastrado al principio por el remolino de derroche y bohemia del padre, comido de deudas, quiso pagarlas, no depender ni aun del liberal y desordenado niño grande, y esa fue la raíz de su vocación a las letras. Acaso con un padre más racional, el hijo no hubiese escrito novelas ni dramas, sino disertaciones de moral y filosofía, en el estilo ameno y paradójico, ya solemne, ya chispeante de ironía, que brilla en sus prólogos y folletos.

Moralista nato, hemos dicho que fue uno de los autores dramáticos más tachados de inmoralidad;   —248→   cosa que no sorprende, si recordamos cómo se identifica la moral con la regla establecida, con las costumbres y los usos admitidos. No quiero decir con esto que la moral de Dumas hijo me satisfaga ni me convenza, mirada en conjunto; sólo quiero decir que es moral; más todavía: una moral. Dumas hijo no se limita a satirizar, elemento negativo; es afirmativo. A pesar de las boutades contenidas en su carta al director del Gaulois, en la cual dice que renuncia a opinar porque no sirve de nada, la verdad es que opina siempre. Por opinar verificó su evolución de la novela al drama. La novela no influía bastante; no era bastante activa. El teatro, en cambio, le ofrecía medios de acción directa sobre la conciencia de su época. Allí tenía la cátedra, el púlpito... y, como consecuencia, el confesonario.

Cuando un autor está en el caso de Alejandro Dumas hijo; cuando ha influido profundamente por medio de algunas obras, siendo esta influencia lo que más ha realzado su figura literaria, creo que, al consagrarle un estudio no muy extenso, que forma parte de una serie de estudios sobre la literatura francesa en todo un siglo, debo fijarme únicamente en lo que abrió surco, dejando aparte lo demás, y citando sólo, a título de comentario de la obra literaria, los folletos y prefacios de polémica. He afirmado que si Alejandro Dumas hijo no hubiese tenido tal padre, quizás nunca pensase en ser literato propiamente dicho. Añadiré que, en este caso, sus escritos, aunque no pasasen   —249→   inadvertidos, no ejercerían el dinamismo, no serían el arma de combate, que fueron en un cuadro de tan inmensa influencia universal como el teatro en Francia. La suerte de Dumas hijo consistió en la reunión de estas circunstancias: ser el Delfín de un escritor de universal renombre, y diferir de él, lo suficiente para abrirse su propio camino; reunir suma de aptitudes literarias, y otra mayor de dotes intelectuales que dieron realce a las primeras, y salir al mundo a la hora crítica en que la literatura sufría un cambio de orientación y se hacía social. Las condiciones de pensador y moralista de Dumas hijo, bajo el romanticismo, para la literatura, le hubiesen estorbado.

Hagamos caso omiso de sus novelas juveniles, Aventuras de cuatro mujeres y un loco, El doctor Servando, El regente Mustel; de algunos de sus dramas, menos significativos o menos activos sobre la multitud (en Dumas hay que tomar siempre en cuenta el elemento del efecto producido, pues de otra suerte prescindiríamos de lo que le caracteriza); no digamos nada de La joya de la Reina, de La Princesa de Bagdad y de lo mucho que produjo en colaboración, como El suplicio de una mujer, Eloísa Paranquet, El ahijado de Pompignac, La Condesa de Romany; entre sus folletos y opúsculos de combate citemos los que levantaron más polvareda: El hombre mujer; el Prólogo a La mujer de Claudio, La cuestión del divorcio, la Carta sobre la indagación de la paternidad, Las mujeres que votan y las mujeres que matan, y fijémonos en   —250→   La dama de las Camelias (novela y drama), en El semi mundo, en Las ideas de madama Aubray, en El Señor Alfonso, La visita de novios, Francillón, La Extranjera, Dionisia, La mujer de Claudio, La Princesa Jorge.

Si pudiera ponerse en duda verdad tan evidente como la de que Dumas hijo es ante todo un escritor social, y la literatura en él un medio y no un fin, se probaría observando qué suerte han corrido en España las obras de Dumas. No tenemos comprobante más a mano; sirvámonos de él. Como España, socialmente, difiere tanto de Francia; como no tuvo (ni tiene aún, ni acaso tendrá nunca) planteados ciertos problemas que en Francia se impusieron después de los grandes períodos revolucionarios; como no estaba aquí en tela de juicio lo que allí, las obras de tesis de Dumas hijo fueron recibidas con extrañeza o con indiferencia. No ha mucho que observaba este último hecho la prensa, a tiempo de haberse representado en Madrid creo que La Princesa Jorge. Algún drama de Sellés, cuyas corrientes de pensamiento coinciden con las de Dumas, hubo de sufrir largo calvario antes de ser tolerado aquí. La única obra de Dumas que agradó a los españoles, fue aquella en que el sentimiento y la acción dramática se sobreponen a la tesis social: La dama de las Camelias. No así El semi-mundo, que despertó curiosidad, pero no simpatía; y si atrajo gente, fue quizás porque desde el púlpito el Padre Mon la anatematizó como inmoral, no sin gran asombro mío, pues   —251→   realmente El semi-mundo es una lección y un consejo no menos rigoristas que la plática del Padre, y no encierra ninguna de las tesis innovadoras que podrían alarmar, verbigracia, en Las ideas de Madama Aubray o en Dionisia.

Al escoger entre las obras de Dumas hijo, España, literariamente, no se equivocó. Lo mejor, como literatura (entendiendo esta palabra en un sentido humano y real), es La dama de las Camelias, y después, a gran distancia, El semi-mundo, y acaso La visita de boda. En lo restante, prepondera el raciocinio, la argumentación, y los fuegos artificiales de la agudeza filosófica, sobre la belleza artística y sobre la verdad. Que el artista esté o no esté obligado -sobre todo en determinados momentos- a ejercer función social, es cosa que aquí no ventilaremos; pero en este concepto y en otros muchos conviene fijarse en que el artista y el escritor no son completamente libres ni dueños de trazarse su senda con independencia absoluta, puesto que les oprimen y solicitan fuerzas exteriores, el momento, la hora, la circunstancia. Estas fuerzas actúan a nuestra vista en la evolución del teatro francés, que desde la tragedia clásica y el drama romántico hasta el drama de levita, de burguesía o de costumbres, social y docente, se revela como producto necesario de la historia y de la sociedad. Es innegable que Dumas hijo era pensador, preceptor, maestro, moralista en suma; y también que lo fue en tiempo oportuno para su fama y su nombre. Sin embargo, lo que le ayudó en   —252→   vida, ante la posteridad es la brecha por donde la crítica le acomete. Para el crítico literario, Dumas II fue un predicador que sacrificó al sermón el arte, y para el filósofo serio, recluido en su gabinete, un mero aficionado, acaso un hábil explotador de la filosofía y la moral. Estas hibridaciones tienen el sino de dejar descontentos a todos.

Al producir esa obra de juventud, superior a las de la edad madura, La dama de las Camelias, Dumas hijo no se había erigido aún en doctor social. Si alguna tesis latía en el fondo de la historia de la cortesana redimida por el amor, el desinterés y la muerte, era tesis puramente sentimental, que el lector adivinaba. Sin duda allí preexistía, como la encina en la bellota, el Dumas pensador, porque el pensamiento de Dumas se ha ejercitado casi siempre en los problemas de la relación sexual y de sus consecuencias, el conflicto de la pasión, la ley y las costumbres, la lucha del hombre y la mujer y las fluctuaciones de la materia al ideal. Él lo confiesa: es un teórico del amor. Lo era ya en La dama de las Camelias; pero le guiaban el instinto y la inspiración; le salvaba lo patético y sencillo de la realidad. Que Margarita Gautier, la cual se llamaba en el mundo galante María Duplessis, haya o no haya realizado los actos de abnegación que en la novela se le atribuyen, poco importa; basta que estos actos fuesen posibles y verosímiles, y correspondiesen a sentimientos verdaderos y entrañables; basta que su carácter de humanidad sea   —253→   tal que, así en la novela como en el drama, el espectáculo de la vida de la heroína mueva los corazones y arranque lágrimas, y subyugue con la fuerza inefable de la verdad -verdad no concretada a determinado período social, sino a cuantos se han sucedido-. Es la marca de las obras maestras que, siendo de su tiempo, sean de cualquier tiempo. En mil detalles, la historia de Margarita revela el estilo de la época romántico-realista; tiene fecha; tiene corte a la moda; pero hay en ella algo eterno: la pasión; por eso puede asegurarse que si Antony fue la obra maestra del padre, La dama de las camelias es la del hijo.

Como signo de sabrosa madurez, como tránsito del sentimiento y de la ilusión juvenil a la malicia y a la observación exacta, elogiemos el paso que da Dumas desde La dama de las Camelias al Semi-mundo. Siete afros mediaron entre la conmovedora novela y la primorosa alta comedia, y dijérase que las separa un siglo de experiencia y de ciencia amarga. La dama de las camelias era la apoteosis del amor, que donde proyecta su luz solar, transforma en oro el fango; El semi-mundo, la tónica copa de absintio, que bebe tarde o temprano el que ama sin medida y entrega sin desconfianza el corazón. Enseña El semi-mundo que la sociedad es una selva donde el que no es cazador es caza; advierte a los incautos y a los honrados; es el desengaño y es la esperanza también, porque muestra, entre la fermentación pútrida del pantano, la flor que crece pura. Si el teatro fuese   —254→   «escuela», como muchos quieren, nada más teatral que El semi-mundo.

No sé si traduzco bien el título de esta obra, porque no existe en castellano equivalente. Tampoco, a decir verdad, tenemos aquí ese semi-mundo, que brota en las capitales muy vastas, donde se ignoran los antecedentes de las personas. La enseñanza que encierra El semi-mundo, como casi todas las enseñanzas literarias y teatrales, no remediará ningún daño, no curará a ningún loco de amor... pero acaso le hará reflexionar, y dictará precauciones a los que aún no hayan perdido el seso. Esta clase de advertencias, que se contraen a la sociedad y consideran la forma social permanente, pueden caducar, y dramas que en la sociedad se fundan, no tienen el alto vuelo de obras como Hamlet, La vida es sueño, o Fedra; pero también dejan entrever, por los resquicios de una reja dorada, el abismo del corazón humano. Aquel enamorado de El semi-mundo, crédulo por pasión, no por estolidez; irritado contra quien le muestra la verdad; defendiendo su engaño, porque realmente ese engaño es dicha y es ideal, es amor, el bien sumo del alma; aquella intrigante habilísima, artificiosa y culta, que se deja desenmascarar cuando el diestro Oliverio asalta su vanidad femenil, cuando atribuye a celos y despecho de un amante preterido lo que no es capaz de atribuir a deseo de impedir una infamia... son reales, son interesantes, y pertenecen al tesoro de la psicología dramática.

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Tales comedias, no obstante, por bien hechas que estén (y en factura, El semi-mundo es una maravilla), y aun cuando lleven lastre suficiente de verdad, envejecen pronto, tienen lados efímeros. ¡Varía tanto el panorama social! Cada veinte años, la sociedad se transforma, el saco se vuelca, una generación llega, impaciente, enemiga del pasado. Allá en 1875, en París, existía el rigorismo puritano de ciertas capas, a que repetidamente se alude en El semi-mundo y en un acto de La extranjera. El barrio de San Germán, que tuve ocasión de ver muy de cerca por circunstancias fortuitas, era una especie de castillo, cerrado al aire exterior; se trataban y se casaban entre sí; vivían aislados, y realmente cultivaban, hasta con exageración, la nota del honor caballeresco. Pero el tiempo ha pasado, la realidad se ha impuesto, se ha transigido con ella, y la necesidad de estercolar loa blasones, la terrible cuestión de dinero, sin hablar de la ambición y de aspiraciones naturales, han ido cambiando la faz de la aristocracia. Ya no se precia de intransigente, al menos en conjunto. También las familias de origen menos ilustre, pero de severas tradiciones, gente del comercio o de la industria, aristocracia militar o de toga, han sufrido el embate disolvente.

Y en España, me explico que no se haya comprendido bien El semi-mundo. Jamás existió aquí esa valla de orgullo nobiliario y rencores políticos, que alzó en Francia entre el nuevo y el antiguo régimen la revolución (pues   —256→   antes, bien se sabe que fraternizaban todos los mundos, y que actrices, mujeres galantes, escritores sin padre conocido, se sentaban a la mesa con las duquesas y las damas intachables, descendientes de los Cruzados). No existió en España verdadero sacudimiento revolucionario, la Monarquía apenas sufrió un breve eclipse, y no hubo más guerra social que la corta y muy impertinente que se le hizo a la dinastía italiana. De suerte que aquí, si existieron y existen caprichosas exclusiones, no hubo exclusivismos; y a la Baronesa de Ange la encontraríamos en salones muy entonados. Este fenómeno ha sido reconocido y lamentado por el Padre Coloma, según el cual las famosas pavías de Dumas andan aquí mezcladas malas con buenas. En efecto, El semi-mundo, anatematizado por otro jesuita, sostiene -curiosa observación- la misma teoría seleccionista de Pequeñeces.

Después de La dama de las Camelias, El semi-mundo, La visita de boda (graciosa paráfrasis realista de la idea de nuestro atildado Desdén con el desdén), acaso sea la más verdadera y de seguro una de las más osadas y terribles producciones de Dumas, la titulada El señor Alfonso (Monsieur Alphonse). Esta obra, como La dama de las Camelias y El semi-mundo, ha enriquecido la lengua; los títulos califican, expresan un concepto moral; se dice «una dama de las Camelias», y todos entienden que es una cortesana; «un Alfonso», y se entiende un venal.

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Fue atrevido ante el público francés, y hubiese sido imposible ante el español, estudiar en serio, como se estudia una enfermedad, el tipo del Alfonso. Si en piececillas cómicas lo vemos cada día con la etiqueta de chulo, jamás un dramaturgo tendría valor para presentarlo. Hay esa división de plaza: en broma nada asusta; en serio es preciso no tocar a ciertas llagas y no herir ciertas cuerdas. El hombre venal en amor sublevaría al público. No discutamos si esto revela determinadas superioridades morales.

Tan atrevida como la tesis de Alfonso es quizás la de Las ideas de madama Aubray y Dionisia: la completa rehabilitación de la soltera seducida, y no por medio de la boda con su propio seductor, sino con otro hombre sabedor de lo ocurrido y rebosando, sin embargo, amor y estima. Este caso, que en la vida real se presenta con mayor frecuencia de lo que se cree, en el teatro es peligroso. Dumas lo trató en dos dramas de muy diferente mérito. Dionisia, aparte de la constante habilidad escénica de Dumas, no se salva sino por una o dos escenas de sentimiento; los caracteres son falsos, las situaciones melodramáticas, injustificado el desenlace. Las ideas de madama Aubray, en cambio, es un drama en que se equilibran el pensador y observador y el dramaturgo, y seguimos con interés la crisis tan real y tan hermosa del alma de Madama Aubray, aquella mujer superior, que ve las cuestiones desde arriba, que profesa generoso criterio, pero que al llegar   —258→   a la práctica, al tener que hacer en lo que más ama el ensayo de sus famosas ideas, al encontrar que es su propio hijo quien pretende casarse con la joven que fue seducida, retrocede enérgicamente gritando: «¡Imposible!». Si se quiere citar un modelo acabado de la comedia de tesis, lo tenemos en Las ideas de madama Aubray. Y no es empresa fácil la comedia de tesis: se necesita que los personajes no sean pálidas y frías abstracciones, argumentos que andan: conviene dejarles su carne y su sangre, sin quitarles su alto sentido. En Las ideas de madama Aubray el conflicto es humano. Madama Aubray profesa el convencimiento de que sobre la opinión del mundo está la verdad interior, y la teoría cristiana de que el arrepentimiento lava la culpa, y nadie tiene derecho a arrojar la primera piedra.

Encuentra a una pobre muchacha llena de delicadeza y de virtud, con una mancha en su pasado, y se propone redimirla casándola... pero no con su hijo. Justamente su hijo, Camilo, es quien está perdidamente enamorado de Juanina. El egoísmo del instinto maternal se sobrepone; madama Aubray manda a paseo sus principios. Viene después la acción de la conciencia, la noble lucha, la victoria de la idea sobre el instinto, justificada con dramático acierto. Admitida la legitimidad del teatro de tesis, hay que saludar en Las ideas de madama Aubray un triunfo.

A cada paso el moralista se sobrepone al dramaturgo en Dumas. Podría enseñar con la acción,   —259→   pero no le basta; necesita poner cátedra, y la pone por medio de ese personaje que figura en casi todos sus dramas, encargado de explicar lo que la acción no diga -una sustitución individual del antiguo coro, que hacía reflexiones y comentarios sobre lo que ocurría en escena-. Este personaje, encarnación del autor, es un convencionalismo censurable, aunque al público suele divertirle el raudal de ingenio que fluye de su boca. Cuando el predicador no es ajeno a la acción y toma parte en ella (por ejemplo, el Oliverio de Jalin de El semi-mundo) no se discute su derecho; pero no así cuando no pasa de un testigo o de un profesor de filosofía irónica, que glosa cada escena y reprende cada yerro. No otra cosa son los de Ryons, los Barentin, los Lebonnard, los Fressard, hijos del Desgenais de Augier. Es la sátira, que no acertando a expresarse con bastante energía por medio de la ficción, acude a un arbitrio realmente pueril, tan sencillo como el resorte y el fuelle que hacen hablar a los muñecos.

No puede Dumas contarse entre los autores dramáticos de primer orden, porque sus aptitudes para el teatro están subordinadas a sus tesis.

La mayor parte de las obras de Dumas II, como La extranjera, La princesa Jorge, La mujer de Claudio, El hijo natural, La cuestión de dinero, Diana de Lys, Dionisia, Francillón, son, como teatro, bastante inferiores a lo que fueron, dentro de la fórmula romántica, Antony,   —260→   Ricardo d'Arlington, Kean, La torre de Nesle. Y es lo peor que, resuelto a desarrollar tesis, faltó a Dumas hijo el arranque necesario para llevarlas a su término lógico, arrostrando las iras del espectador. El romanticismo era más valiente.

Insistiendo en que el tema favorito de Dumas II, era la cuestión de las relaciones sexuales -el amor, el matrimonio, la paternidad, el adulterio- (campo inmenso, fuerza es reconocerlo, para el dramaturgo como para el novelista); comprendiendo que veía en esos problemas su relación estrechísima con el derecho y la moral, es extraño comprobar la timidez que a veces paraliza su pluma y la flexibilidad con que se adapta a las preocupaciones, en vez de cogerlas por las astas y hacer que rindan el testuz. No pudo Dumas ser un Calderón, ni un Lope, ni siquiera un Echegaray, un español de ahora, en cuanto a proponer soluciones rigoristas para las faltas de la mujer; pero no vacilo en afirmar que si nace dos siglos antes o nace hoy en España, sería de los más sanguinarios «médicos de la honra». Recuérdense las discusiones con motivo de La mujer de Claudio; recuérdese el «Mátala» tan debatido; recuérdese el desenlace de La mujer de Claudio y de Diana de Lys. Descubrimos así el flaco del moralista, que se pretende innovador, y comprobamos la profunda exactitud de la afirmación de Brunetière, de que el talento y el atrevimiento de Dumas hijo estaban cohibidos por el deseo de agradar al público, de no   —261→   ponerse con él sino en esa contradicción aparente y superficial, que es un elemento más de interés para la obra.

Hay una cuestión social que es la piedra de toque de los entendimientos en nuestros días, y prueba de la buena ley de los pensadores: la cuestión de la mujer. Cuestión en su esencia sencillísima, y, a no interponerse una balumba de preocupaciones y errores viejos, fácil de resolver; mas como sólo las inteligencias claras saben apartar esa balumba, la mayoría tropieza ahí. Yo creo que Dumas sabía ver; yo creo que, en su interior, había prescindido de la consabida balumba. En varios pasajes de sus escritos polémicos y en varias escenas de sus obras (a vuelta de contradicciones), apunta el convencimiento de que los problemas de la relación sexual, la supuesta lucha entre el varón y la hembra, podrían modificarse favorablemente por la equidad, si el hombre elevase a su compañera y la otorgase derechos iguales a los que él disfruta. De aquí su conocida defensa del voto de las mujeres, y su humorística respuesta a la objeción de que al votar perderían sus encantos: «No haya miedo; ellas sabrán votar con gracia». La prueba de la verdadera opinión de Dumas respecto a la mujer, de su total radicalismo, encontrose en sus papeles después de muerto. Al idear La Extranjera, su primer propósito había sido llegar al extremo de que la misma Princesa, la mujer honrada, digna, altiva, intachable, matase a su marido, con igual derecho y por las mismas   —262→   razones que tuvo Claudio para probar en su mujer el fusil de nueva invención. «Si a pesar de tu virtud, de tu paciencia y de tu bondad, te engaña la perfidia; si has asociado tu vida a una criatura indigna de ti; si no queriendo escucharte ni como esposo, ni como padre, ni como amigo, ni como dueño... te limita en tu movimiento humano y en tu acción divina...; si la ley que se ha abrogado el derecho de unir se declara impotente para desligar, declárate, en nombre de Dios, juez y verdugo de esa criatura... Mátala».

Esto que Dumas se atrevió a aconsejar al marido, no tuvo valor -aunque lo pensase- para decírselo ante el público a la esposa. Ni aun se resolvió en Francillon a presentar cumplidas las represalias femeninas, contra la infidelidad y deslealtad del hombre. Mal podría el dramaturgo ser a la vez el riguroso moralista, el lógico implacable; detrás de él está la convención teatral, y si es tan ducho en el oficio y tan conocedor de las exigencias de la fiera como Dumas hijo, siempre atenderá en primer término a salvar la obra, no cargándola mayor lastre del que pueda sufrir sin irse a pique. A este instinto y olfato de Dumas responden los folletos explicativos, los comentarios, los prólogos de combate. Libre del recelo que infunden las tablas, no sólo exponía en ellos lo más arriesgado de la tesis, sino que la defendía y apoyaba, con dialéctica no siempre segura. Algunas de sus mejores tesis, como la del trabajo y la energía para rehacer la vida nacional,   —263→   las echó a perder la afectación y el obscuro misticismo que mezcló a verdades tan evidentes, y el melodramático empeño de ver doquiera espías y traidores -aprensión que debía de flotar en el aire patrio, y cuyos efectos hemos conocido en el fatigoso asunto Dreyfus-. No puede negarse que, así en esta materia como en lo que se relaciona con el divorcio, el teatro y los escritos de Dumas pesaron en la opinión, ejerciendo verdadera acción social y contribuyendo a modificaciones legales: mérito que Dumas estimaría más que ninguno, dadas sus aspiraciones éticas, sinceras, aunque a veces cohibidas por la táctica y la estrategia del hombre de teatro.

Es frecuente que al presentarse un autor ante la posteridad -y ya vamos dejando de ser contemporáneos de Dumas hijo- pierda en gloria por aquello mismo que un día le ganó aplausos de su generación. La condición de moralista, y de moralista revolucionario (a medias, ya lo sabemos, pero no suele hilar tan delgado el público), fue causa poderosa de la nombradía del teatro de Dumas, cuando ya se pedía verdad y el estudio de la vida actual, con la enseñanza deducida de este estudio. Antes de estrenarse una obra de Dumas, creaba atmósfera de ardiente curiosidad; después, de polémica encarnizada. París encontraba en Dumas hijo, no sólo la emoción, no sólo el ingenio, sino el latigazo intelectual, el tema favorito de conversación. Quizás lo que menos se apreciaba en Dumas era el elemento literario, ni   —264→   el humano, el profundo, el de Molière y Racine. Dumas, leído, pierde mucho. Se resiente de hinchazón y alambicamiento. Sus tesis parecen viejas retocadas. La predicación desnaturalizó el diálogo. Quien predica tiene que amplificar, y para que se toleren los sermones se ha de forzar el ingenio y poner en tortura la frase, obteniendo a toda costa chisporroteo, el esprit, esa salsa rosa de la cocina francesa, bajo la cual no se distingue si es carne o pescado la obra.

Con todo esto, Dumas hijo reinó sobre la escena por cima de Augier y de Sardou. La mujer estuvo de su parte; al fin, aunque feminista restrictivo y contradictorio, era un feminista, y hasta creo que el inventor de esta palabra; y el público, hecho a tratar a Dumas padre como a un niño y a un mala cabeza simpático, respetó al hijo, convirtiéndole en una especie de semidiós. No sé qué fundamento tendrían ciertas leyendas corrientes en París acerca de la infatuación y engreimiento de Dumas II; entre otras, se refería la historia de una joven polaca, venida de Varsovia sólo a conocer a Dumas, a tener la dicha de verle la cara, y a quien el dramaturgo puso por condición, para lograr tanto bien, que le serviría de rodillas el almuerzo. Supongamos que sea una invención (al menos lo parece); de todos modos, indica el grado de apoteosis a que Alejandro Dumas hijo se vio elevado en vida.

Con razón se ha dicho que los tiempos venideros serían duros para él. Duros, sí, pero...   —265→   relativamente. Si no podemos saludar en Dumas hijo a Molière y Montaigne reunidos -la doble personalidad a que aspiraba- no le negaremos, como autor dramático, la destreza, el ingenio y el don de llevar al público a fijarse en graves problemas, y como pensador, el propósito de plantearlos con novedad y resolverlos con elevación. En este respecto, el teatro de Alejandro Dumas hijo es documento inestimable para conocer lo que preocupaba, entre 1845 y 1875, a la gran nación francesa, cuyas preocupaciones se transmiten, como ondas del agua, cuando cae en ella la piedra, al mundo civilizado.