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La loca de la casa

Comedia en cuatro actos

Benito Pérez Galdós



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Imprimo completa esta obra, tal como fue presentada en el Teatro de la Comedia en Octubre del pasado año. Las exigencias de la representación escénica, como resultan hoy de los gustos y hábitos del público (más tolerante con los entreactos interminables, que con los actos de alguna extensión), han impuesto al autor de esta comedia la ley estrecha de la brevedad, y a la brevedad se atiene, salvando, en lo posible, la verdad de los caracteres y la lógica de la acción.

Mientras llega la ocasión crítica de descifrar el enigma que lleva en sí toda obra representable, esta se ofrece al público de lectores, medrosa, sí, pero con menos miedo que ante el público de oyentes. Y si Dios y la excelente compañía de la Comedia le deparan un resultado feliz en la representación, será impresa nuevamente en la forma y dimensiones de obra teatral.

1.º de Enero de 1893.

B. P. G.



PERSONAJES
 

 
VICTORIA,   hija de MONCADA.
GABRIELA,   hija de MONCADA.
DOÑA EULALIA,   hermana del mismo.
LA MARQUESA DE MALAVELLA.
SOR MARÍA DEL SAGRARIO.
CARMETA,   criada de MONCADA.
JOSÉ MARÍA CRUZ.
DON JUAN DE MONCADA.
DANIEL,   marqués de Malavella.
JAIME.
HUGUET,   amigo y agente de MONCADA.
JORDANA,   alcalde de Santa Madrona.
LLUCH,   portero de la fábrica.
Hermanas de la caridad.
Señoras y caballeros del vecindario de Santa Madrona, etc.
 

La acción es contemporánea, y se supone en un pueblo de los alrededores de Barcelona, designado con el nombre convencional de Santa Madrona.

 



  —1→  

ArribaAbajoActo I

 

Salón de planta baja en la torre o casa de campo de Moncada, en Santa Madrona.-Al fondo, galería de cristales que comunica con una terraza, en la cual hay magníficos arbustos y plantas de estufa, en cajones.-En el foro, paisaje de parque, frondosísimo, destacándose a lo lejos las chimeneas de una fábrica.-A la derecha, puertas que conducen al gabinete y despacho del señor de Moncada.-A la izquierda, la puerta del comedor, el cual se supone comunica también con la terraza.-A la derecha de esta, se ve el arranque de la escalera, que conduce a las habitaciones superiores de la casa y al oratorio.-A la derecha, mesa grande con libros, planos y recado de escribir.-A la izquierda, otra más pequeña con una cestita de labores de señora.-Muebles elegantes.-Piso entarimado.-Es de día.

 

Escena I

 

La MARQUESA DE MALAVELLA con sus dos hijos, DANIEL y JAIME, que entran por el parque. Después GABRIELA.

 

MARQUESA.-   Ya estamos... ¡Ay, hijos, me habéis traído a la carrera!  (Volviéndose para contemplar el paisaje.)  ¡Pero qué jardín, qué vegetación!   —2→   Santa Madrona es un paraíso, y el amigo Moncada vive aquí como un príncipe.

JAIME.-   No verás posesión como esta en todo el término de Barcelona. ¡Y qué torre, qué residencia señoril! Cuando entro en ella, eso que llamamos espíritu parece que se me dilata, como un globo henchido de gas.

DANIEL.-    (Meditabundo.)  Cuando entro en ella, la hipocondría no se contenta con roerme; me devora, me consume.  (Apártase de su madre y de JAIME, y cuando estos avanzan al proscenio, vuelve hacia el fondo contemplando la vegetación.) 

MARQUESA.-   ¿Y Gabriela?

JAIME.-    (Mirando hacia el comedor.)  Ahora saldrá. Está dando la merienda a los niños.

MARQUESA.-   ¿Chiquillos, aquí?

JAIME.-   Sí, mamá: los seis hijos de Rafael Moncada, que han sido recogidos por su abuelo.

  —3→  

MARQUESA.-   Es verdad... ¡Pobres huerfanitos! (Entra GABRIELA en traje de casa, muy modesto, con delantal.)  Gabriela, hija mía, ángel de esta casa.  (La besa cariñosamente.)  ¿Pero cómo te las gobiernas para atender a tantas cosas?

GABRIELA.-   ¡Qué remedio tengo! Ya ve usted... Estoy hecha una facha.  (Quitándose el delantal.)  Les he dado la merienda, y ahora van de paseo con el ama y la institutriz.  (Saludando a DANIEL.)  Dichosos los ojos...

DANIEL.-   Tanto gusto...  (Le estrecha la mano.) 

GABRIELA.-    (A la MARQUESA.)  ¿Pero no se sienta usted?

MARQUESA.-   No: dispongo de poco tiempo. Con dos objetos he venido. Primero: visitar a tu papá y a tu tía Eulalia; segundo: ver y alquilar, si me gusta, una de las casitas que han construido... ahí en el camino de Paulet.

JAIME.-   ¿Sabes?, junto al convento de Franciscanos.

  —4→  

GABRIELA.-   ¡Ah, sí! Son preciosas.

MARQUESA.-   Y baratas, según dice este. Hija mía, los tiempos están malos, y lo primero que hay que buscar es la economía.

GABRIELA.-   ¿De modo que seremos vecinas esta primavera?

MARQUESA.-   Sí.  (Bajando la voz.)  Tenemos a Daniel bastante delicado... inapetencia, melancolías...

JAIME.-   Y la Facultad  (Por sí mismo.)  ordena campo, aires puros, sosiego, trato continuo y familiar con la naturaleza.

GABRIELA.-   ¡Pobrecito Daniel!  (Los tres observan a DANIEL, que ha vuelto al fondo y está embebecido contemplando el paisaje.)  ¿Trabaja demasiado?

MARQUESA.-   Ya no...  (Suspirando.)  ¡Lástima de bufete, llamado a ser uno de los primeros de Barcelona!   —5→    (Cariñosamente a DANIEL.)  Hijo mío, ¿qué haces?

DANIEL.-   Nada, miraba... Mucho ha cambiado Santa Madrona de seis meses acá... Dígame usted, Gabriela; allí veo una torre gótica, esbeltísima.  (Señala al fondo por la izquierda, hacia un punto que no se ve desde el teatro.) 

GABRIELA.-   La de los Franciscanos. La concluyó papá hace un mes.

DANIEL.-    (Señalando hacia la derecha.)  ¿Y aquel gran edificio?

JAIME.-   El hospital, Asilo de huérfanos y Casa de Expósitos que debemos a Jordana.

DANIEL.-   ¡Soberbia construcción!

GABRIELA.-   Hecha toda con limosnas, suscripciones y petitorios.

JAIME.-   Y con funciones de teatro, bailes, tómbolas, rifas y kermesses... ¡Es mucho hombre ese Jordana!

  —6→  

MARQUESA.-    (Queriendo recordar.)  Jordana, Jordana...

DANIEL.-   El alcalde perpetuo.

JAIME.-   Sí, mamá, aquel que llamábamos el patriarca bíblico porque tiene veinticinco hijos.

GABRIELA.-   No tanto... son quince.

MARQUESA.-   ¡Jesús!...  (Con prisa de marcharse.)  ¿Puedo ver a tú papá y a Eulalia?

GABRIELA.-    (Acercándose de puntillas a una de las puertas de la derecha.)  Papá... escribiendo en el despacho. Mi tía no tardará en volver de la iglesia.  (DANIEL se aleja de nuevo hacia la terraza.) 

MARQUESA.-   Esperaremos un ratito.  (A GABRIELA con extremos de cariño.)  ¡Ah, dame otro beso! No me canso de mirarte, ni de admirarte, ni de alabar a Dios por la dicha que me concede haciéndote mi hija.

JAIME.-    (Con entusiasmo.)  Madre. ¿No es verdad que no la merezco? Dígame usted que no la merezco.

  —7→  

MARQUESA.-   Sí, hijo, la mereces, ¿por qué no? Tú también eres bueno...

JAIME.-   ¡Que no la merezco! Pero en fin, la tengo: lo mismo da. ¡Qué feliz soy! Y usted, mamá, también lo es. Diga que lo es... dígalo pronto, si no quiere que me incomode.

GABRIELA.-    (A la MARQUESA que hace signos negativos.)  Dígalo para que nos deje en paz.

MARQUESA.-   Lo digo y no lo digo... Escuchadme:  (Cogiendo a GABRIELA y JAIME por una mano y situándose entre los dos.)  Soñé que cogía en mis manos la felicidad... enterita, completa, redonda, toda para mí... Era como una hostia. Al despertar de aquel sueño, encontreme que sólo poseía la mitad... La otra mitad, rota, caída, deshecha a mis pies... Tu padre, el buen Moncada, el consecuente amigo de mi esposo, tenía dos hijitas casaderas, ángeles si los hay... pues yo creo en los ángeles terrestres.

JAIME.-   Yo no... pero en fin, pase.

MARQUESA.-   Dos ángeles digo: tú y tu hermana Victoria.   —8→   Yo tenía y tengo dos hijos. No por ser míos, ni por hallarse presentes, dejaré de afirmar que algo valen. Este te quiso a ti, Daniel a tu hermana. Dieron las niñas el sí con aquiescencia y regocijo de los padres. Doble matrimonio, dicha completa... Pero ¡ay!, de la noche a la mañana, Victoria se siente arrebatada de un misticismo ardiente, le nacen alas, levanta el vuelo, y no para hasta ingresar en la Congregación religiosa del Socorro; y mi pobre Daniel...  (Mirándole desde lejos.)  Ahí le tienes... sin haberse casado, parece un viudo inconsolable. Esa es la mitad de mi dicha perdida. La mitad alcanzada eres tú, que serás esposa de este indigno médico.

 

(Óyese sonido de campana, lejano.)

 

DANIEL.-   Mamá, que es tarde...

MARQUESA.-   Sí, vamos.

DANIEL.-   Si te parece, después de ver la casa, entraremos un rato en los franciscanos.  (A GABRIELA.)  Ese esquilón...  (Deteniéndose a oírlo.)  ¡Qué extraño timbre, a la vez dulce y desgarrador!... No puedo oírlo sin estremecerme.

MARQUESA.-   ¿Ya empiezas?  (A GABRIELA en secreto.)  ¡Pobre   —9→   muchacho!, le tenemos tocado... de monomanía religiosa.  (Alto.)  En fin, me voy... Puesto que Eulalia no viene, la veré a la vuelta.

GABRIELA.-   Tomarán ustedes chocolate con nosotros.

MARQUESA.-   Si no se empeñan los franciscanos en que probemos el suyo, aquí nos tendrás. Vaya, adiós.  (A JAIME.)  ¿Tú te quedas?

JAIME.-   Naturalmente.

MARQUESA.-   Hasta luego...  (Tomando el brazo a DANIEL, vanse por el fondo.) 



Escena II

 

GABRIELA, JAIME.

 

JAIME.-   Ya rabiaba por verte.

GABRIELA.-   ¡Ocho días sin venir!

JAIME.-   Que me han parecido ocho siglos. Habrás recibido mis ocho cartas, a carta por siglo.

  —10→  

GABRIELA.-   Sí, y sólo te he contestado cuatro letras... ya ves; no tengo tiempo para nada. Con la anexión de los sobrinitos, necesito Dios y ayuda para atender a todo...

JAIME.-    (Con entusiasmo.)  ¡Mujer extraordinaria, sublime, excelsa!

GABRIELA.-   Tonto, no adules.

JAIME.-   Déjame, déjame que te eche muchísimo incienso...

GABRIELA.-   ¡Fastidioso!

JAIME.-   Dime: cuando nos casemos, ¿seguirás de reina Gobernadora en la casa de tu papá?

GABRIELA.-   Es natural que sí. ¿Cómo quieres que le deje solo?

JAIME.-   ¡Ah!, no... de ninguna manera... ¡Don Juan de mi alma! Pero es mucho trabajo para ti. ¿Por qué no había de ayudarte tu tía doña Eulalia?

  —11→  

GABRIELA.-   ¡Mi tía!  (Riendo.)  No la saques de sus rezos, de su labor de gancho, de sus visitas a todas las monjas y frailes que hay en tres leguas a la redonda; no la saques de dar buenos consejos y traer malas noticias, y de opinar siempre en contra de los demás. Es buenísima; pero al nivel de su virtud, y un poquito más arriba, pongamos su inutilidad.

JAIME.-   Bueno... Pues no nos acobardemos por el exceso de trabajo... ¡Ah! ¿Sabes que voy teniendo clientela? Decididamente, me dedico a la especialidad de enfermedades nerviosas.

GABRIELA.-   Pues empieza por tu hermano... ¿Sabes que no me gusta nada su aspecto?

JAIME.-   Pasión de ánimo. Lo que dijo mamá: soltero, y viudo inconsolable. Créelo, tu hermanita le desquició con el dichoso monjío. Lo más raro es que a Daniel le ataca también ese terrible asolador del humano cerebro: el bacillus mística.

GABRIELA.-   ¿De veras?

  —12→  

JAIME.-   Los Franciscanos de Barcelona cuidan de inoculárselo.

GABRIELA.-   ¿Qué me cuentas?

JAIME.-   Sí; mañana y tarde le tienes entre frailes más o menos descalzos, platicando de cosas abstrusas y enrevesadas, cháchara espiritualista, que yo, disector de cadáveres, no he podido entender nunca.

GABRIELA.-   No desatines.

JAIME.-   Y a propósito de enfermos. ¿Qué tiene tu papá?

GABRIELA.-    (Con asombro.)  ¿Papá? Nada... Ah, sí; algo tiene... Padece insomnios, tristezas... Apenas habla... Se me figura que ha sufrido estos días algún contratiempo gravísimo.

JAIME.-   El incendio de los almacenes de Barceloneta.

GABRIELA.-   No... algo más será... Presumo que pérdidas   —13→   considerables en Bolsa. Huguet, su agente y amigo, viene casi todas las tardes.

JAIME.-   Hoy también.

GABRIELA.-   ¿Con vosotros?

JAIME.-   No.

GABRIELA.-    (Con interés.)  ¿En qué coche venía Huguet?

JAIME.-   En el de ese bárbaro... ¿Cómo se llama?... ¡Ah! Cruz, José María Cruz, que vive ahí, en casa de Jordana.

GABRIELA.-    (Recelosa.)  ¿Venía también Cruz?

JAIME.-   Sí... Sabrás que mis amigos le llaman el gorilla, porque moral y físicamente nos ha parecido una transición entre el bruto y el homo sapiens.

GABRIELA.-   Hombre de baja extracción, alma sórdida y cruel, facha innoble, la riqueza no le ha enseñado, como a otros, a sobredorar la grosería   —14→   de sus modales, la vulgaridad zafia de sus pensamientos.

JAIME.-   Mala persona, según dicen. ¿Y es cierto que se crió aquí, en tu torre?

GABRIELA.-   Sí, hombre. Es hijo de un carretero que tuvimos en casa. Yo era muy niña entonces. Apenas me acuerdo.

JAIME.-   ¡Qué cosas se ven!

GABRIELA.-   Es de esos que van cerriles a América, y luego vuelven cargados de dinero. La Providencia nos ofrece a cada instante estas ironías horribles.

JAIME.-   La riqueza en perfecto consorcio con la barbarie.

GABRIELA.-    (Con vehemencia.)  En fin, es hombre el tal Cruz, cuya presencia y cuya voz me atacan los nervios... Apenas cambio el saludo con él... Y el muy bruto no conoce la antipatía, la repugnancia que me inspira... y... vamos, ¿te lo cuento?

  —15→  

JAIME.-    (Receloso.)  ¿Qué? Me asustas.

GABRIELA.-   Anteayer iba yo por el jardín... ¡Pasé un susto...! Estaba sola. Presentóseme saliendo de unas matas, como res brava perseguida de cazadores; y al verle delante de mí quedeme fascinada, sin poder hablar. Quise dar un grito; pero no lo di, hijo, no lo di.

JAIME.-   Eso es lo que no sabe ninguna mujer: gritar a tiempo.

GABRIELA.-   Pues con una inclinación muy torpe de cabeza y cuerpo me saludó, y al querer ser fino y galán, parecía que se iba a poner a cuatro patas.

JAIME.-    (Con repentina cólera.)  Gabriela... ¿ese animal tiene el atrevimiento increíble de prendarse de ti?

GABRIELA.-   Algo de eso me dio a entender con sus gruñidos...

JAIME.-   No me lo digas...

  —16→  

GABRIELA.-   ¿Pero yo que culpa tengo...?

JAIME.-    (Muy inquieto.)  ¡Enamorado de ti! ¡Ay, qué idea me asalta, qué recelo, qué presentimiento horrible! Gabriela, ese hombre te quiere comprar. Dime, por tu vida, dímelo; dime que no te vendes... que no cambiarás mi honrada personalidad por la de ese alcornoque cargado de bellotas de oro...

GABRIELA.-   ¿Pero estás loco?  (Viendo salir a MONCADA.)  Cállate... Mi padre...



Escena III

 

Dichos. MONCADA, que sale por la derecha, muy caviloso y triste; después HUGUET.

 

MONCADA.-   (¡Qué ansiedad! ¡Lo que tarda Huguet!...)

JAIME.-   Señor don Juan...

MONCADA.-   ¡Ah, Jaime!  (Con indiferencia.)  ¿Qué tal? ¿Y tu mamá?

JAIME.-   Ha venido conmigo y con Daniel.

  —17→  

GABRIELA.-   ¿Sabes, papá?... La Marquesa alquila una de las casitas de abajo...

MONCADA.-    (Que no se ha fijado en lo que JAIME y GABRIELA le han dicho.)  Dime: ¿me traes alguna mala noticia?

JAIME.-    (Sorprendido.)  ¿Mala noticia?

MONCADA.-   ¿No?... Es que... Hace días que no entra aquí una persona sin anunciarme algún desastre.

JAIME.-   ¡Don Juan!

MONCADA.-   Cuantas desdichas pienso, suceden. Toda la mañana me la llevo... pensando que ha caído un rayo en mi casa de Barcelona.

JAIME.-   ¡Qué disparate!

MONCADA.-    (Viendo salir a HUGUET por el fondo.)  ¡Ah!, gracias a Dios.

GABRIELA.-    (Aparte a JAIME.)  (Huguet... estamos demás aquí.)  (Retírase por la izquierda. JAIME la sigue.) 

  —18→  

JAIME.-    (Reparando en la expresión sombría del rostro de HUGUET.)  (Mal cariz tiene el agente.)

GABRIELA.-    (Ordenando a JAIME que salga por el parque.)  Tú por allí...  (Vanse.) 



Escena IV

 

MONCADA, HUGUET.

 

MONCADA.-    (Impaciente.)  ¿A ver...? ¿Qué hay? ¿Qué nueva desgracia me traes hoy?

HUGUET.-    (Cohibido.)  Hombre, aguarda...

MONCADA.-   Tu cara no puede engañarme. De tanto leer en ella me la sé de memoria.

HUGUET.-   Te diré... La cosa es grave; pero aún...

MONCADA.-    (Con firmeza.)  Déjate de atenuaciones, Facundo. No las necesito.

  —19→  

HUGUET.-   Bueno. Pues... lo que temíamos, Juan, un pánico horroroso, que no hemos podido contener comprando hasta comprometernos con ciega temeridad. Artús y yo hemos hecho verdaderas locuras. ¡Esfuerzo inútil! Las acciones del Banco Mercantil y Naval, ofrecidas a veinticinco.

MONCADA.-    (Llevándose las manos a la cabeza.)  ¡A veinticinco!

HUGUET.-   Ya me lo temía...

MONCADA.-    (Con ansiedad.)  Di: ¿podré esperar que la Compañía Insular y Continental me apoye para evitar el último desastre?

HUGUET.-   ¡Ay, querido Juan!, pues tienes un alma bien templada para el infortunio, te diré que...

MONCADA.-    (Vivamente.)  No sigas. Mi pesimismo me da un gran poder de adivinación. Hace un rato, pensaba en la espantosa baja... ¡La veía! Y he visto que la Compañía Insular es también cosa muerta... ¿Acerté?

  —20→  

HUGUET.-   (Con honda tristeza.)  Sí.  (Pausa.)  Han venido para ti tiempos malos, compensación de los buenos que gozaste. Así es el mundo.

MONCADA.-   ¡Ay, sí! La fortuna me halagó con increíble perseverancia durante treinta años. Tú, todos, yo mismo, nos asombrábamos de mi loca fortuna.

HUGUET.-   Sí... Tanta ventura no podía seguir. Decíamos que el Destino... ¿Te acuerdas de la broma?...

MONCADA.-   Que el Destino me cebaba para comerme después. Acertasteis. Llegó un día en que eso que llamamos suerte, ese misterio eterno, por todos temido, por nadie descifrado, se volvió contra su favorito. Empezaron mis desdichas con la muerte de mi esposa, mi idolatrada Luisa. ¡Ay! La prosperidad entró con ella en mi casa, y con ella se fue... Cuatro meses después de aquel golpe, recibí otro que también me hirió en lo más vivo del alma. Mi hija Victoria, la más parecida a su madre, la que me reproducía su bondad, su inteligencia, su viveza y gracia seductoras, es bruscamente,   —21→   asaltada de un religioso entusiasmo que más bien parece exaltación insana. Su jovial carácter sufre una crisis profunda, que termina con la resolución de tomar el hábito en el Socorro. Mi cariño y el de su hermana y su tía, no pueden nada contra su piedad despiadada. Comprometida a casarse con Daniel de Aransis, a quien amaba desde que ambos eran jovenzuelos, lo abandona todo, padre, hermanos, novio, casa, familia y amigos...

HUGUET.-   Su apasionada vocación es digna de respeto.

MONCADA.-   Si no digo nada contra su vocación... Allá la tienes a punto ya de cumplir el plazo del noviciado y profesar. ¡Hija de mi alma!... ¡Perderte viva!...  (Desechando una idea triste.)  Pues sigo: al mes de ver partir a mi Victoria para el convento, (...¡cómo se eslabonan en esta cadena infame de la suerte las cosas divinas con las profanas!...) ocurre la espantosa baja de los algodones, que me hace perder en un día... ya lo sabes. Al mes siguiente, una inundación hace estragos en la fábrica de Igualada. Pasan veinte días, y el fuego me destruye parte de los almacenes de Barceloneta. Y así continúan estos que bien puedo   —22→   llamar arañazos del monstruo, comparados con la inmensa desventura del mes anterior. Mi hijo, mi único varón, el hereu, la esperanza y el orgullo de mi casa, inteligencia poderosa, corazón grande, el que puso la fábrica de cerámica  (Señalando el paisaje del fondo.)  en el pie de prosperidad en que la ves...  (La aflicción no le permite concluir la frase.) 

HUGUET.-   ¡Tristísimo recuerdo!

MONCADA.-   Sucumbió, víctima de una rápida enfermedad infecciosa... Ahí tienes a sus seis niños, también huérfanos de madre, sin más amparo ya que su abuelo...

HUGUET.-    (Animándole.)  Y les basta y les sobra... Vamos, Juan, ánimo.

MONCADA.-   ¡Ay, Facundo! ¿no te parece a ti que Dios debe darme algún descanso?

HUGUET.-   Y te lo dará.

MONCADA.-    (Con desaliento.)  No; ya no espero nada. Me arrojo en brazos de la ciega fatalidad. Me siento incapaz   —23→   de prevenir nuevos males, y de poner remedio a los que ya me agobian... Aquel tino mío para los negocios, aquel golpe de vista, Facundo, ya no existen. Soy todo indecisión, torpeza. Ya no tengo ideas. Sólo queda en mí una especie de estupefacción terrorífica, el continuo, el angustioso esperar de nuevos golpes. No me atrevo a dar un paso: creo que la casa se me cae encima. Cuantas personas veo paréceme que expresan el duelo de una desdicha que por compasión no quieren revelarme. Siento caer un plato, y me suena como si se hundiera un tabique. Temo al aire que respiro y a la luz que me alumbra. Tiemblo por mi hija, por Gabriela, mi solo consuelo ya. Tiemblo también por esos pobres niños. Pienso que jugando en el jardín se caen al estanque, o que les muerde un perro rabioso...

HUGUET.-    (Cortándole la palabra.)  No más, no más ideas lúgubres. Lucharemos contra la adversidad... Más sereno que tú, yo veo caminos de salvación.

MONCADA.-    (Desconfiado.)  ¿Cuáles? La venta de inmuebles de que hablamos el otro día?, ¿el préstamo hipotecario?

HUGUET.-   Sí.

  —24→  

MONCADA.-   Ya es tarde. Tendría que ser en condiciones ruinosas.

HUGUET.-   Quién sabe... Te diré. He hablado con Cruz.

MONCADA.-    (Vivamente.)  ¿Y tiene noticia del horrible crack de hoy?

HUGUET.-   Si todo lo sabe. No creas que se presenta mal. Insiste en comprarte la fábrica y los terrenos de la Gran Vía.

MONCADA.-   ¿Pero en qué condiciones? Es usurero. Se enroscará en mí, como el boa, y me ahogará.

HUGUET.-   Y también parece dispuesto, si no quieres vender tus inmuebles, a hacerte el empréstito con garantía...

MONCADA.-   Facundo, por Dios, no me des esperanzas que luego resultan fallidas... ¿Y crees tú que podrá...?

HUGUET.-    (Asombrado.)  ¡Que si puede! Es hombre de inmenso capital...

  —25→  

MONCADA.-    (Ensimismado.)  Inmenso, sí... ¿Habéis venido juntos de Barcelona?

HUGUET.-   Y juntos entramos en tu parque. Ahí le dejé paseándose con Jordana, que no le suelta.

MONCADA.-   ¿A ver?  (Aproximándose al foro para mirar hacia el parque.) 

HUGUET.-    (Solo en el proscenio.)  (¿Cuajará mi proyecto? Atrevidillo es. Pero Eulalia conspira conmigo, y es mujer que lo entiende.)

MONCADA.-   No veo a nadie... Mi hermana es la que viene ahí.  (Volviendo al proscenio, desalentado.)  Ya estoy temblando. ¡Si me traerá malas noticias!...

HUGUET.-   ¡Oh, no!



Escena V

 

Dichos. DOÑA EULALIA, vestida de negro, con sombrilla y un libro de rezos. Es señora de cabellos blancos, de rostro pálido y sin movilidad.

 

DOÑA EULALIA.-   ¿Pero qué? ¿No ha vuelto Florentina?

  —26→  

MONCADA.-   No; yo creí que estaba contigo.

DOÑA EULALIA.-    (Secamente.)  No; sólo he visto a Jaime. Buenas tardes, Facundo.  (A MONCADA.)  ¿Y tú, qué tal te encuentras? Fuertecito... animado. ¡Ay cómo te admiro!

MONCADA.-    (Alarmado.)  A mí, ¿por qué?

DOÑA EULALIA.-   Por tu tesón, por tu estoicismo, por esa firmeza heroica con que recibes los tajos y mandobles de la adversidad.

MONCADA.-    (Impaciente y mal humorado.)  Pero qué, ¿me preparas para alguna mala noticia?

DOÑA EULALIA.-   No se trata de eso. A no ser que tengas por mala noticia la de que tu hija Victoria profesará dentro de quince días.  (Gesto de indiferencia en MONCADA.)  ¿Y tampoco te importa saber que la Superiora le permite pasar tres días en tu compañía?

MONCADA.-   ¿A Victoria?

  —27→  

DOÑA EULALIA.-   Sí... La tendrás aquí esta tarde con Sor María del Sagrario, la hermanita del Socorro que ha pedido Rius para asistir a su suegra.

MONCADA.-   Bienvenida sea mi adorada hija... Pero de veras, ¿no tienes alguna nueva desastrosa que comunicarme?

DOÑA EULALIA.-   ¿Y qué?... ¿No hemos nacido para padecer? Tus penas son mis penas. ¿No estoy aquí para compartirlas, para consolarte?

HUGUET.-   ¡Oh!, sí... el consuelito espiritual.

DOÑA EULALIA.-   ¿Qué tiene que decir el bueno del agente?  (Amoscada.)  Estos hombres descreídos, metalizados, idólatras del becerro de oro...

HUGUET.-   ¿Pero dónde está ese becerro, señora! Dígame usted dónde está el becerro.

DOÑA EULALIA.-   A usted, Facundo, que es ya cosa perdida, nada tengo que decirle... Tú, querido hermano   —28→   mío, te salvarás porque has padecido y padeces... El Señor te ha probado.

MONCADA.-   Bien lo veo... Pero dime, ¿ha concluido ya? Tú, que conoces lo de arriba, ¿puedes asegurarme que terminaron las pruebas?

DOÑA EULALIA.-    (Con severa convicción.)  Quizás no... Mejor para tu alma. Alégrate.

MONCADA.-   Alegrémonos pues.

DOÑA EULALIA.-   Y bendice la mano que te hiere.

MONCADA.-   Pues la bendigo... Ahora... pega.

HUGUET.-    (Con intención.)  No; si hoy no trae el rayo de las malas noticias.

DOÑA EULALIA.-   ¿Y si trajera el iris de las esperanzas risueñas?

MONCADA.-    (Incrédulo.)  ¿Iris, tú...?

DOÑA EULALIA.-   Yo, sí.

  —29→  

MONCADA.-    (Esperanzado.)  ¿De veras?

DOÑA EULALIA.-    (Con sequedad.)  No, no es nada. (No debe saberlo todavía.)

MONCADA.-    (Resignado.)  Adelante la adversidad.

DOÑA EULALIA.-   Adelante.  (Con afectada emoción.)  Querido hermano mío, cuando Dios te pone en el yunque, y bate y machaca, por algo será.

MONCADA.-    (Meditabundo.)  Por mis pecados... sí.

DOÑA EULALIA.-   Tú lo has dicho... ¿Quieres oír un juicio sano y leal?... Pues llueven sobre ti tantas desdichas por el olvido en que tienes las prácticas religiosas.  (Movimiento de disgusto en MONCADA y de sorpresa en HUGUET.)  No, si ya sé que eres dadivoso... Pero no basta dar dinero a los franciscanos para que acaben el campanario... No se llega al Cielo elevando torres para encaramarse por ellas.

  —30→  

MONCADA.-   Déjame, te digo.

DOÑA EULALIA.-   Diré la verdad aunque te duela, la verdad, medicina que entra por los oídos y anida en el cerebro, como la paciencia anida en el corazón... El Señor te aflige y te afligirá más todavía porque has olvidado sus leyes sacrosantas, devorado por la fiebre mercantil y por el afán de acumular riquezas.  (Con acrimonia.)  Y no estás ya en edad de atender más a los negocios que a la suprema especulación de salvar tu alma, porque el mejor día viene la cobradora fea con la libranza del vivir vencida, y tienes que pagar a toca teja, dando tu cuerpo a los gusanos y tu alma a la eternidad. Y te llaman a juicio; y allá, el ángel que pesa y apunta, te preguntará por tus buenas acciones, no por las del banco, ni por el mayor o menor capital que tengas en cuenta corriente o en caja... Y entonces será el rechinar de dientes y el decir... ¡maldita riqueza, malditos negocios, y maldito tanto por ciento...!  (MONCADA se ha sentado con muestras de fatiga, y aguanta el sermón sin decir nada.) 

HUGUET.-   ¡Basta, por Dios!...


  —31→  

Escena VI

 

Dichos. La MARQUESA, DANIEL, JAIME, por el fondo; después GABRIELA.

 

MARQUESA.-   Aquí están... ¡Querido Juan!

MONCADA.-    (Estrechándole la mano.)  ¡Florentina!...

DOÑA EULALIA.-   ¡Qué gozo verte aquí!...  (Se abrazan.)  ¿Que tal la casita?

MARQUESA.-   Positivamente la tomo.

DANIEL.-    (A MONCADA.)  Desde mañana, mi querido D. Juan, seremos vecinos. Usted, según parece, no goza de buena salud; yo tampoco. Nos acompañaremos, nos consolaremos mutuamente, reanudando la serie de largos paseos que eran nuestra delicia seis meses ha.

MONCADA.-    (Abrazándole.)  Tu amistad es un gran consuelo para mí. Te quiero como a un hijo.

  —32→  

MARQUESA.-   ¿Y Gabriela?

JAIME.-    (Atisbando por la puerta de la izquierda.)  Aquí está.

GABRIELA.-    (Vestida con traje más elegante que al principio del acto.)  ¿Toman chocolate?

MARQUESA.-   Sin duda.

DOÑA EULALIA.-   A mí me lo haces con agua. Ya sabes que ayuno.

MARQUESA.-   ¡Ah!  (Recordando.)  Mañana Domingo de Ramos.

 

(Forman todos un grupo, del cual se separa DOÑA EULALIA para reunirse con HUGUET al otro lado del proscenio.)

 

HUGUET.-    (Aparte a DOÑA EULALIA.)  ¿De veras conspira usted conmigo?

DOÑA EULALIA.-   Yo no conspiro; influyo con mi autoridad en la suerte de la familia... ¿Pero ese bendito salvaje no viene?

HUGUET.-   No tardará... Dígame usted, ¿no le parece que esta familia nos estorba un poco?

  —33→  

DOÑA EULALIA.-   Sí; ¡visita más inoportuna...!

HUGUET.-   ¿Qué hacemos?

DOÑA EULALIA.-   Yo les espantaré, como a las moscas.



Escena VII

 

Dichos. JOSÉ MARÍA CRUZ y JORDANA, que entran por el foro. El primero es hombre rudo y de ademanes torpes, rostro ceñudo. Viste con decencia y sencillez, sin pretensiones de elegancia.

 

MONCADA.-    (Adelantándose.)  Amigo Cruz...

CRUZ.-    (Saludando con embarazo.)  Sr. D. Juan... D. Facundo...

JORDANA.-   Por tercera vez he enseñado al señor de Cruz esta hermosa finca, y la fábrica.

MONCADA.-    (Con tristeza.)  ¡Ah!, ¡la fábrica! Desde la muerte de mi hijo está un poco descuidada.

  —34→  

CRUZ.-    (Con sequedad.)  Y un mucho. Falta dirección, sobra gente. El trabajo no marcha con regularidad.

MONCADA.-   Cierto.  (Continúan hablando.) 

MARQUESA.-    (A DOÑA EULALIA.)  ¿Quién es este gaznápiro?

JAIME.-    (A la MARQUESA.)  Es ese Cruz de quien te hablé.

MARQUESA.-    (Mirándole con impertinente.)  Ya...

DOÑA EULALIA.-   Mala traza, ¿verdad?

JAIME.-   Y peores obras.

MONCADA.-    (A CRUZ, presentándole a la MARQUESA.)  Nuestra amiga la señora Marquesa de Malavella.  (Presentando a DANIEL.)  Su hijo el señor Marqués de Malavella.  (Saludan inclinándose.) 

CRUZ.-   Por muchos años...

MONCADA.-    (Presentando a JAIME.)  El otro hijo...

  —35→  

CRUZ.-   A este ya le conocía... el médico. Ese otro caballerito es abogado.

DANIEL.-   Servidor de usted.

GABRIELA.-    (Aparte a JAIME.)  ¿Has visto qué tío más grosero?

JAIME.-   Nunca vi mostrenco igual.

 

(MONCADA invita a CRUZ a sentarse. Obsérvese en la situación de los nueve personajes, la disposición siguiente: A la izquierda forman un grupo la MARQUESA, GABRIELA y DOÑA EULALIA, sentadas, teniendo a un lado y otro a HUGUET y JAIME, en pie; en el centro CRUZ y JORDANA, sentados; a la derecha MONCADA sentado, DANIEL en pie.)

 

JORDANA.-   Lo que tiene encantado al amigo Cruz es el parque.

MONCADA.-   No es malo.

CRUZ.-   Lo miro como cosa mía.

Todos los del grupo de la izquierda.-   ¡Como cosa suya!

  —36→  

CRUZ.-   Cierto... porque en él me crié.

Todos.-   Ya.

JORDANA.-   El señor no reniega de su origen humilde.

CRUZ.-   Nunca. Nací en la indigencia. Todo lo que tengo se lo debo... a este.  (Señalándose.) 

DANIEL.-   No es flojo mérito.

CRUZ.-   Los señoritos de carrera  (Mirando a DANIEL y JAIME.)  ven en mí un hombre sin principios, un hombre tosco y vulgar...

DANIEL.-    (Por cortesía.)  ¡Oh!, no...

MARQUESA.-    (A los de su grupo.)  ¿Y decís que este cafre es riquísimo?

JAIME.-   El asno cargado de reliquias.

DOÑA EULALIA.-   ¡Envidioso!  (A la MARQUESA.)  ¿Tú qué opinas?

  —37→  

MARQUESA.-   ¿Yo?, que se puede perdonar al animalito por las alforjas.

DOÑA EULALIA.-    (Alto.)  El amigo Cruz no se avergüenza de haber desempeñado en esta casa los oficios más bajos.

CRUZ.-   ¿Qué he de avergonzarme? Mi padre, Magín Cruz, era el carretero de esta posesión. Vivíamos allá, junto a las tapias de Paulet, cerca del ferrocarril.

MONCADA.-   Cierto.

CRUZ.-   Mi padre sacaba los escombros y las basuras; traía estiércol y mantillo para las plantaciones, y el guijo para los paseos del jardín. Entonces, Sr. D. Juan, usted me tuteaba... naturalmente, y me llamaba Pepet. ¿Por qué ahora no me dice también Pepet?

MONCADA.-   Si lo desea usted... si lo deseas, Pepet te llamaré.

CRUZ.-   Han pasado muchos años. Yo tenía en   —38→   aquel tiempo diecisiete o dieciocho, y fama de muy díscolo y rebelde.

MONCADA.-   Hablando con franqueza, Pepet; eras un bruto.

CRUZ.-   Y lo soy todavía.

MARQUESA.-   Me gusta la sinceridad.

MONCADA.-   Cansado de luchar con tu fiereza indómita, tu padre tuvo que embarcarte.

CRUZ.-   Atado codo con codo... me metieron en un buque de vela que salió para Mazatlán por el estrecho de Magallanes.

MARQUESA.-   Viaje divertido.

CRUZ.-   Sí, señora, muy divertido: un viajecito que convendría a sus hijos de usted para que aprendieran a vivir.

GABRIELA.-    (A JAIME.)  ¡Pero qué animal!

  —39→  

CRUZ.-   Volviendo a lo de mi infancia, diré que más de una vez entré en esta casa con un respeto supersticioso. Pensaba yo que entrar descalzo en la sala donde ahora estamos, era una profanación, un sacrilegio. Me parece que estoy viendo a la señora, madre de esa señorita y de su hermana. ¡Oh, la señora no era orgullosa ni finchada... tan guapa, tan benévola...! Algunas tardes, metíame yo en la cocina.  (Señalando al foro por la izquierda.)  Blasa, la cocinera, me ponía delante un plato de cocido... así.  (Indicando lo abultado de la ración.) 

JAIME.-   Y que no tendría usted entonces mal apetito.

CRUZ.-   Como ahora. Mi salud es de bronce. No sé lo que es estar enfermo. Nací para vivir mucho, y viviré.

MONCADA.-   Así has podido resistir tan grandes trabajos y fatigas. Pasaste después...

MARQUESA.-   ¿En México?

  —40→  

CRUZ.-   Y en California: beneficiando primero la plata, después el oro.

MARQUESA.-    (Con admiración.)  ¡Plata!

DOÑA EULALIA.-   ¡Oro!

MARQUESA.-   ¿Y usted sacaba esos lindísimos metales de las entrañas de la tierra?

CRUZ.-   Sí, señora.

JAIME.-   ¡Bonita industria!

CRUZ.-   Como bonita, no.

DOÑA EULALIA.-   Horrible, vamos. Sr. Cruz, no crea usted que aquí nos trastornamos oyendo hablar de metales más o menos viles...

HUGUET.-   Eso se deja para nosotros los adoradores del becerrito. Estas señoras, cristianas bien curtidas, conservan sus almas en vinagre, o sea en el desprecio de las riquezas.

  —41→  

MARQUESA.-   ¡Oh!, no... un desprecio prudente nada más, porque hay necesidades...

DANIEL.-   La eterna cuestión. No es el dinero bueno ni malo, sino quien lo posee.

CRUZ.-   Y quien no lo posee, ¿qué es?

JORDANA.-   Nadie lo sabe...

MARQUESA.-   Porque falta el toque.

EULALIA.- Resultará siempre que el dinero es abominable.

JAIME.-   No: hay que distinguir.

CRUZ.-   Yo no distingo nada, y aseguro que el dinero es bueno. Tengo bastante sinceridad para declarar que me gusta... que deseo poseerlo, y que no me dejo quitar a dos tirones el que he sabido hacer mío con mis brazos forzudos, con mi voluntad poderosa, con mi corta inteligencia.

  —42→  

HUGUET.-   (¡Cáspita; el hombre se explica!)

JAIME.-    (A GABRIELA.)  ¡Pero qué bruto!... ¿ves?

GABRIELA.-   Me repugna oírle.

DANIEL.-   (Naturaleza bravía, estilo crudo.)

JORDANA.-   (¡Vaya un mozo!)

CRUZ.-   Hay que dispensarme. Soy muy tosco, no entiendo de floreos; no sé adornar la palabra, ni ponerle flecos y borlitas.

DOÑA EULALIA.-   Es usted un diamante en bruto. Le faltan las facetas.

MARQUESA.-    (En el grupo.)  No le faltan, hija, no; las tiene en el bolsillo.

DOÑA EULALIA.-   Es preciso que vaya desmintiendo la mala opinión que se ha formado de él.

  —43→  

MARQUESA.-   ¿Mala opinión?  (CRUZ alza los hombros.) 

MONCADA.-   Digámoslo claro. De ti, Pepet, se cuenta que eres avaro, que amas el dinero con pasión desordenada...

DOÑA EULALIA.-   Y que en su vida ha dado usted una limosna.

MARQUESA.-   Toma, las dará en secreto, como Dios manda.

CRUZ.-   No señora, no las doy en secreto ni en público. No quiero proteger la mendicidad, que es lo mismo que fomentar la vagancia y los vicios.

JAIME.-    (A GABRIELA.)  ¿Pero has visto?

GABRIELA.-    (Con repugnancia.)  ¡Y lo dice tan fresco!

DOÑA EULALIA.-   Vamos, que no suelta usted un cuarto así le fusilen.

  —44→  

HUGUET.-   Es que le ha costado mucho ganarlo.

JORDANA.-    (Con adulación.)  ¡Oh, mucho, mucho!

DOÑA EULALIA.-   ¿Y es cierto que tiene usted una fuerza hercúlea?

CRUZ.-   Así, así...

JORDANA.-   Se cuenta que de un machetazo le cortó la cabeza a un indio bravo.

GABRIELA.-   ¡Qué horror!

JORDANA.-   ¡Y qué puntería, señores! Parte un cabello a cincuenta pasos.

CRUZ.-   No es extraño... El continuo manejo del rifle en un país donde hay que estar siempre a la defensiva...

MONCADA.-   No sé quién dijo que una vez te acometieron dos tigres...

CRUZ.-   Aquí tengo la señal del zarpazo.  (Mostrando   —45→   una mano, y retirando el puño de la camisa para que se vea parte del antebrazo.) 

HUGUET.-   ¡Ah!, sí... ¡valiente caricia!...

DOÑA EULALIA.-    (Acercándose para examinar el antebrazo.)  Pero diga usted, ¿qué garabatos son esos que tiene usted ahí?

DANIEL.-    (Que se ha acercado también.)  Es lo que llaman tatuaje.

CRUZ.-   Justo.

DOÑA EULALIA.-   ¡Jesús! ¡Qué horror de pintura en la misma piel! Miren, miren.  (Acércanse HUGUET, MONCADA y JORDANA. La MARQUESA, JAIME y GABRIELA, permanecen alejados, expresando más bien repugnancia.)  Dos calaveras, cruces, anclas...

CRUZ.-   Esto se hace con pólvora y aguardiente. Costumbres de marinería.

JAIME.-    (En su grupo.)  Y de tribus salvajes.

DOÑA EULALIA.-   Por Dios, señor Cruz, afínese usted un   —46→   poco. Lo conseguirá si sigue mis consejos... Lo que a usted le falta para ganarse mis simpatías, es consagrar una parte, siquiera mínima, al socorro de los necesitados.

JORDANA.-   (¡A buena parte vas!)

CRUZ.-   Cada uno sabe lo que tiene que hacer en este punto. Reconozco y declaro que no soy pródigo, ni siquiera generoso, y, si me apuran, diré también que no soy compasivo.

GABRIELA.-   ¡Y lo dice!

JAIME.-   ¿Pero has oído?

DOÑA EULALIA.-  ¿A ver?  (Curiosidad en todos.)  Explíquenos eso.

CRUZ.-   Pero no se asusten. El primer artículo de mi ley es cumplir estrictamente lo pactado...

MARQUESA.-    (Interrumpiéndole.)  ¿Y el segundo?

CRUZ.-   El segundo... no dar nada a nadie graciosamente.   —47→   El que no puede o no sabe ganarlo, que se muera y deje el puesto a quien sepa trabajar. No debe evitarse la muerte del que no puede vivir.

MONCADA.-    (A DANIEL.)  Lo dirá en broma.

DANIEL.-    (Alto.)  Desconoce la compasión.

CRUZ.-   ¡La compasión...! Lo sé por larga experiencia... es una flaqueza del ánimo que siempre nos trae algún perjuicio. ¡La compasión! Donde quiera que arrojen ustedes esa semilla, verán nacer la ingratitud.

MONCADA.-   Hombre, ¡por Dios!  (Asombro en todos.) 

CRUZ.-   Como me he formado en la soledad, sin que nadie me compadeciera, adquiriendo todas las cosas por ruda conquista, brazo a brazo, a estilo de los primeros pueblos del mundo, hállome amasado con la sangre del egoísmo, de aquel egoísmo que echó los cimientos de la riqueza y de la civilización.

JORDANA.-   Eh, ¿qué tal?

  —48→  

CRUZ.-   Digo que la compasión, según yo lo he visto, aquí principalmente, desmoraliza a la humanidad, y le quita el vigor para las grandes luchas con la Naturaleza. De ahí viene, no lo duden, este sentimentalismo, que todo lo agosta, el incumplimiento de las leyes, el perdón de los criminales, la elevación de los tontos, el poder inmenso de la influencia personal, la vagancia, el esperarlo todo de la amistad y las recomendaciones, la falta de puntualidad en el comercio, la insolvencia... Por eso no hay ley, ni crédito; por eso no hay trabajo, ni vida, ni nada... Claro, ustedes, habituados ya a esta relajación, hechos a lloriquear por el prójimo, no ven las verdaderas causas del acabamiento de la raza, y todo lo resuelven con limosnas, aumentando cada día el número de mendigos, de vagos y de trapisondistas.

JAIME.-   ¡Pero qué bárbaro!

GABRIELA.-   Lo que tú dices: el gorilla.

DOÑA EULALIA.-   Si bromea... ¿no lo veis?

MARQUESA.-   Da miedo este hombre.

  —49→  

MONCADA.-   Tus ideas, Pepet, son un poco extrañas.

DANIEL.-   ¡Y tan extrañas!

DOÑA EULALIA.-   Falta que nos diga los demás artículos de su ley moral.

GABRIELA.-    (Levantándose.)  Dejen para otra ocasión los artículos, si han de tomar chocolate.

MARQUESA.-   Ah, sí; son las tantas, y yo quisiera volver de día a Barcelona.  (Dirígese al comedor.) 

GABRIELA.-    (A CRUZ.)  Y usted, ¿no toma chocolate?

CRUZ.-   Gracias, no lo gasto.

GABRIELA.-    (A HUGUET.)  ¿Y usted?

HUGUET.-   Luego, luego...

MONCADA.-    (A GABRIELA que le coge de la mano.)  ¿También yo? Déjome llevar.

 

(Mientras se dirigen al comedor los que se indican, HUGUET y   —50→   CRUZ hablan aparte en el centro del proscenio, y DANIEL y JORDANA a la derecha.)

 

DANIEL.-   ¿Qué casta de hombre es este?

JORDANA.-   ¿Usted lo entiende? Yo tampoco. Le alojo en mi casa, le colmo de atenciones, hasta le adulo... con la esperanza de que costee la terminación de mi grandioso hospital... y nada, no entiende mis indirectas.

DANIEL.-   Pero al menos prometerá.

JORDANA.-   Pues si prometiera... Nada.  (Apretando el puño.)  Es así... Pero no desmayo, y sigo en mi campaña. Yo soy terrible. Pordioseando con los poderosos, he levantado aquel gran monumento... En fin, ¿tomamos chocolate?

DANIEL.-   Sí señor, sí...

 

(Pasan al comedor.)

 


Escena VIII

 

CRUZ, HUGUET, después DOÑA EULALIA.

 

HUGUET.-   Pero, amigo Cruz, en esta ocasión crítica,   —51→   en plena conspiración, no se pinte usted con tan feos colores.

CRUZ.-   Me presento como soy... Hablaré con ella, y si no acierta a ver en mí lo que ver no pueden estos raquíticos jóvenes de carrera, no hemos adelantado nada.

DOÑA EULALIA.-    (Que viene del comedor a prisa, oficiosamente.)  Ea, ya estoy aquí. Facundo, la Marquesa se va pronto con sus hijos. Ya he dicho a Gabriela que en cuanto les despida, se venga acá. Usted coge a mi hermano, me le da un paseo, como que va al encuentro de los niños, y le prepara bien.  (A CRUZ.)  Pero usted, bárbaro inocente, ¿por que se complace en ennegrecer y afear su carácter?

HUGUET.-   Eso le estaba diciendo. Como no nos ayude...

CRUZ.-   ¿Qué quiere usted, que me eche polvos en la cara del alma? Si soy negro, ¿a qué he de blanquearme con harina de arroz, que, apenas puesta, se me caería, dejándome, además de negro, sucio?

  —52→  

DOÑA EULALIA.-   En fin, adelante, y no perdamos tiempo. Facundo, fíjese usted en la consigna.

HUGUET.-   Allá voy... Por mí no quedará.  (Vase por el comedor.) 



Escena IX

 

CRUZ, DOÑA EULALIA.

 

DOÑA EULALIA.-   ¿A qué vienen esos alardes de fiereza, señor gigante Goliat?... También me ha disgustado, en las manifestaciones de usted, que no mostrara más cariño a esta casa, donde corrió inocente y plácida su infancia...

CRUZ.-   ¡Mi infancia! Señora mía, ¿cree usted que es muy grata esa memoria?... ¡Si yo era en esta casa poco menos que un animal doméstico!... Tratábame mi padre con rigor excesivo. Recuerdo que teníamos un burro, al cual yo quería como si fuera mi hermano. Mi padre le trataba con más cariño que a mí; desigualdad que no me lastimaba. Los palos que al animal correspondían hubiéralos yo recibido en mi cuerpo por aliviarle a él.

  —53→  

DOÑA EULALIA.-   ¡Gracias a Dios que veo en usted un rasgo de amor al prójimo... digo... de...!

CRUZ.-   Cosas de la niñez... Acuérdome bien de las dos niñas, y aún me parece que las estoy viendo, tan monas, tan lindas... frescas, tiernecitas, como los tallos nuevos de las plantas cuando retoñan en primavera. Las miraba yo como a seres de raza superior, a los cuales no podía tocar, y me creía indigno hasta de fijar en ellas mis ojos. Bien grabadas conservo en mi memoria algunas impresiones de aquel tiempo. Verá usted: una tarde hallábanse las dos en la alcoba de su papá  (Señalando a la derecha hacia lo alto.)  Yo pasaba por el jardín, llevando la carretilla... Me decían mil cosas. «Pepet, bestia, zángano, borrico, qué sé yo...». Mandome el jardinero que abriera un hoyo junto a la pared, a plomo de la ventana, y mientras cavaba, las dos niñas se entretenían en echarme salivitas... Aún me parece que siento el golpe del salivazo tibio... aquí, sobre mi cogote.

DOÑA EULALIA.-   Una broma inocente.

CRUZ.-   No; si me agradaba... ya lo creo que me   —54→   sabía muy bien. Algunas tardes tiraba yo de un carrito en que ellas se paseaban; y yo relinchaba... y...

DOÑA EULALIA.-   Que llegaba usted a creerse caballo.

CRUZ.-   Que lo era realmente... yo estoy en que lo era. Paréceme aún que veo a Gabriela y a Victoria dándome trallazos, y tirándome de las riendas... Eran monísimas entonces.

DOÑA EULALIA.-   Y hoy lo son más. La monjita es un encanto.

CRUZ.-   No he vuelto a verla desde entonces, ni verla deseo. Ya sabe usted que detesto a toda la caterva de frailes, clérigos y beatas, cualquiera que sea su marca, etiqueta o vitola...

DOÑA EULALIA.-   ¡Cruz, por Dios, y me lo dice usted a mí, sabiendo que...!

CRUZ.-   Que es usted mojigata... quiero decir, religiosa. Pues no haremos buenas migas... Pero dejemos esto. Sigo contando: hace cuatro meses, cuando llegué aquí, vi un día a Gabriela   —55→   en la huerta de Jordana, y... lo diré seco. Pues me prendé, me enamoré de ella como un salvaje  (Con alarde de ingenuidad.)  Diré a usted todo lo que siento. En mis sueños de hombre rico, que si el pobre sueña el rico más, he vislumbrado siempre una como rehabilitación gloriosa y triunfante de aquellas tristezas de mi niñez. Mi ilusión constante, mientras viví en América, fue poseer Santa Madrona, ser señor donde fui criado, casi igual a las bestias. Transplantada a Europa, parece que la ilusión revive y florece, fertilizada por el caudal que traigo... No sé si me explico.

DOÑA EULALIA.-   Sí, sí... ¿Pero acaso usted guarda rencor a mi hermano?

CRUZ.-   Ninguno. Miro con respeto la casa, el jardín. Respeto también a la familia... Deseo asimilarme todo esto sin ofender a las personas, al contrario, haciéndolas mías, o que ellas me hagan a mí... suyo... ¿Es esto claro?

DOÑA EULALIA.-   Sí, sí...

CRUZ.-   En fin, que cuando vi a Gabriela, pensé que la única mujer del mundo con quien yo   —56→   me casaría es ella... Porque yo quiero casarme, fundar una familia...

DOÑA EULALIA.-   Es muy natural.

CRUZ.-   Tener muchos hijos...

DOÑA EULALIA.-    (Riendo.)  Vamos; competencia con Jordana.

CRUZ.-   Hijos, sí... y criarlos robustos, sanotes, para que aventajen a estas generaciones tísicas...

DOÑA EULALIA.-   ¡Qué idea, qué orgullo! ¿Cree usted que por tener tanto barro a mano podrá fabricar una humanidad nueva?... Por mi parte, no me entusiasma ver aumentado bárbaramente el número de pecadores. Por eso no he querido casarme.



Escena X

 

Dichos. HUGUET.

 

HUGUET.-    (En la puerta del comedor.)  Ya se van.

  —57→  

DOÑA EULALIA.-   Voy un momento. Dispénseme. Vuelvo.  (Vase por el comedor.) 

HUGUET.-    (Avanzando.)  ¿Han hablado ustedes?...

 

(Mirando por el fondo donde aparecen la MARQUESA y sus hijos, acompañados de GABRIELA, MONCADA y DOÑA EULALIA, que salen a despedirles.)

 

CRUZ.-   Dígame usted: ¿esa vieja aristócrata  (Por la MARQUESA.)  tiene dinero?

HUGUET.-   ¡Oh!, no... ¡pobrecilla! Su esposo no dejó más que trampas. ¡Excelente señora! Ha pasado mil amarguras y privaciones para educar a sus hijos...

CRUZ.-    (Con desprecio.)  ¡Valiente educación!

HUGUET.-   Buenos chicos... aplicados...

CRUZ.-   De estos que todo lo esperan de los libros, de los discursos... Se morirán de hambre si no pescan una dote.

  —58→  

HUGUET.-    (Observando los movimientos de los personajes que se ven en el forillo.)  Ya se fueron... Juan les acompaña hasta la verja, donde espera el coche. Voy...

 

(Vase por el fondo a punto que entran DOÑA EULALIA y GABRIELA.)

 


Escena XI

 

CRUZ, DOÑA EULALIA y GABRIELA.

 

GABRIELA.-    (Confusa.)  ¿Pero a qué me trae usted...?  (Sorprendida y aterrada al ver a CRUZ.)  (¡Ah, ese hombre aquí!)

DOÑA EULALIA.-   No, no te retires. El amigo Cruz me decía hace un momento que... Vale más que él lo repita delante de ti  (A CRUZ, que está cohibido.)  Vamos; la cortedad, la timidez, se despegan de un carácter tan fiero.

GABRIELA.-   ¿Qué significa esto?

CRUZ.-   Gabriela... señorita... yo...

GABRIELA.-    (Con entereza.)  ¿Usted... qué?...

  —59→  

CRUZ.-    (Notando el ceño de GABRIELA.)  Hace un momento contaba yo a su señora tía impresiones de mi niñez humilde.

DOÑA EULALIA.-   Sí, cuando tú y tu hermana le echabais salivitas... y él tiraba del coche, y vosotras le decíais «¡arre!».

GABRIELA.-    (Con desabrimiento.)  No me acuerdo de nada de eso.

CRUZ.-   Ha pasado el tiempo. Su oficio es pasar, correr, mudando y revolviendo todas las cosas, en la corteza, se entiende, que en lo de dentro, no hay poder que las cambie. Siempre somos lo mismo. Cosas que nos parecen extraordinarias, inauditas, han pasado millones de veces... Por ejemplo, esto.

GABRIELA.-   ¿Qué?

CRUZ.-   Pues... esto. En fin, Gabriela, hablaré, como acostumbro, en plata de ley. ¿Tendría usted inconveniente en casarse conmigo?

GABRIELA.-    (Espantada.)  ¡Oh... por Dios... basta!

  —60→  

DOÑA EULALIA.-   Pero, hija, no es para ofenderse.

GABRIELA.-   No puedo oír lo que usted dice, ni aun oyéndolo como broma... que me parece de muy mal gusto.

CRUZ.-    (Contrariado, sofocando su ira.)  Bueno... Agradezco la claridad con que se expresa.

GABRIELA.-   Y no teniendo más que decir, me retiro.

DOÑA EULALIA.-    (Cogiéndola de la mano.)  No, no te vas. ¿Y si yo te dijera que a tu padre, por circunstancias que no son del caso, le sería muy grato...?

CRUZ.-   Tampoco me importa la opinión del papá. Ya conozco la suya, y me basta.

DOÑA EULALIA.-   Ella lo pensará... Estas proposiciones no se contestan sin un poquito de melindre, y de sí, no, y veremos...

GABRIELA.-    (Con austera dignidad.)  Ya he respondido, y nada tengo que añadir.   —61→   ¡Que a mi padre pueda ser grato!... No, no le conoce quien le supone capaz de sacrificarme  (Angustiada.)  No, imposible... Y por fin  (Con gran energía.) , si mi padre me mandase querer a ese hombre, no le obedecería, no podría obedecerle... Dueño es de mis actos; pero en mis afectos, sólo puede mandar Dios, Dios, que los ha creado en mí...

CRUZ.-    (Con sarcasmo.)  Sí... ¡Y Dios es quien ha plantado en el alma de usted esa flor raquítica, esa hierba sin fruto... el amor a uno de los hijos de la Marquesa...! ¡Ay, dispénseme usted, señora!  (Por DOÑA EULALIA.)  No puedo contenerme... Éntrame la calentura...

EULALIA.-  (Asustada.)  ¡Eh... por Dios, ya se descompone!...

CRUZ.-   Duéleme haber dado este paso, haber manifestado un sentimiento1 que no resulta correspondido, ni comprendido siquiera...  (Accionando con rudeza y alzando la voz.)  Mi orgullo cruje al sentir el tremendo rechazo... Me ciego, me trastorno, no sé lo que digo. No se espanten de que las manotadas de la bestia herida alcancen a alguien...  (Paseándose furioso.) 

  —62→  

GABRIELA.-    (Espantada.)  ¿Pero está loco?

DOÑA EULALIA.-    (Queriendo amansarle.)  Señor Cruz...

CRUZ.-    (Gesticulando y entregado sin freno alguno de conveniencias a su cólera brutal.)  No se resigna al agravio quien ha vencido peligros de la tierra y del agua; quien no ha temido a las fieras, ni a hombres peores que animales; quien ha triunfado de la Naturaleza...  (Apretando los puños.)  No, no se resigna el hombre para quien no han sido bastante duras las entrañas de las rocas, ni bastante intrincadas las selvas, llenas de reptiles venenosos... No, mil veces; no soporto que me humille, que me pisotee... una muñeca sin reflexión, que resulta más dura que las peñas, más impenetrable que los bosques, más árida que los desiertos pedregosos, más brava que los abismos de la mar.

GABRIELA.-    (Aterrada.)  Será preciso llamar...

DOÑA EULALIA.-    (Llevándose las manos a la cabeza.)  ¡Pero, Cruz... por la del Redentor!...

CRUZ.-   No oigo nada, no quiero saber más. Me   —63→   voy de esta casa, ¡Que lo pierdan todo, que se arruinen, que se mueran, que se deshonren!... Vengan los señoritos de carrera  (Con ira y mofa.) , enclenques, escrofulosos, ineptos, parlanchines... vengan a poner puntales a la casa de Moncada... Abur.

DOÑA EULALIA.-    (Queriendo detenerle.)  ¿Pero se va?... escuche...



Escena XII

 

GABRIELA, DOÑA EULALIA, JORDANA.

 

GABRIELA.-    (Sentándose desvanecida, como amenazada de un síncope.)  Dios mío... ¿qué hombre es este?

DOÑA EULALIA.-   ¡Jesús me valga!... Hija, cálmate... Perdona... yo creí... En rigor de verdad, yo no me he metido en nada... Cosas de Huguet...

JORDANA.-    (Entrando por el foro.)  ¿Se fue mi huésped?

DOÑA EULALIA.-   Sí, y Dios quiera que no vuelva más. ¡Qué genio de hombre!

  —64→  

JORDANA.-    (Advirtiendo la emoción de GABRIELA.)  ¿Pero qué ha ocurrido?

DOÑA EULALIA.-   Nada, nada...

JORDANA.-  ¡Ah! ¿No saben?... Ha llegado Victoria... Ahora mismo atravesó el parque con otra monja, y creyendo que aquí había visita, entró en la casa por la puerta de allá.  (Señalando a la derecha.) 

DOÑA EULALIA.-   Bueno; luego la veremos  (Como deseando que se marche.)  Su amigo y huésped salió de aquí furioso... Corra usted tras él; procure calmarle... ¡Ay Dios mío!

JORDANA.-   (¿Qué será esto?)  (Vase por el fondo.) 



Escena XIII

 

GABRIELA, DOÑA EULALIA, MONCADA, HUGUET por la derecha.

 

MONCADA.-   Ya, ya me ha enterado este... Francamente, Eulalia, siento que hayáis...

  —65→  

DOÑA EULALIA.-   ¡Oh!, no hables en plural... Yo me lavo las manos.

HUGUET.-    (Contrariado.)  (Pues yo no me lavo más que las puntas de los dedos...)

DOÑA EULALIA.-   Tu hija ha soltado una negativa rotunda... No podía ser de otra manera. Y el hombre salió como alma que lleva el diablo.

GABRIELA.-    (Abrazando a su padre.)  ¿Verdad, papá querido, que no podía serte agradable el sacrificio de tu hija? ¡Y qué sacrificio! Las pobres mártires arrojadas a las fieras, merecían menos lástima que yo, si con tal monstruo me casase.

MONCADA.-   No, no temas... Jamás tu padre forzará tu voluntad.

HUGUET.-   (Nos hemos lucido.)

DOÑA EULALIA.-    (A HUGUET.)  ¿Lo ve usted?

HUGUET.-    (Disculpándose.)  No, si yo no...

  —66→  

DOÑA EULALIA.-   Pues yo bien dije que no podía ser.

GABRIELA.-   Creyeron sin duda que me deslumbrarían las riquezas. ¡Ay, no me conocen! Aunque las de ese hombre fueran tan imposibles de contar como las estrellas del cielo, no me deslumbrarían, no.  (A MONCADA.)  ¡Qué!... ¿que nos arruinamos, que dejaremos de ser ricos? No me importa. Sabré aceptar con espíritu sereno cuantas calamidades quiera Dios enviarme.

MONCADA.-   Muy bien.

DOÑA EULALIA.-    (Acariciándole.)  ¡Pobre cordera! Así, así me gustas. El Señor mora en ti.

HUGUET.-    (Con ironía.)  (¡Bendita sea la pobreza, que nos hace a todos tan angelicales!)

GABRIELA.-   ¿Verdad, papá, verdad que no me mandas casarme con ese hombre?

MONCADA.-    (Hastiado, como deseando concluir.)  No, no, ya te he dicho...

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GABRIELA.-   Porque si me lo mandaras, yo... te lo juro... puesta en el dilema de desobedecerte o quitarme la vida, optaría por lo último.

DOÑA EULALIA.-    (Queriendo llevársela.)  Basta: ha sido una broma... de Huguet. Yo me alegro de ver tu firmeza de carácter, tu profunda convicción moral y religiosa... Vamos, ven...

MONCADA.-    (Aburrido, como despidiéndolas.)  Sí, sí...

DOÑA EULALIA.-   Iremos al encuentro de tu hermana.  (Vanse por el fondo.) 



Escena XIV

 

MONCADA, HUGUET.

 

MONCADA.-   Mal os ha salido la intriguilla.

HUGUET.-    (Desalentado.)  Sí, ya comprendes que mi objeto fue abrirte un camino, el único posible...

MONCADA.-   Buena fue la intención.  (Se sienta abatidísimo.) 

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HUGUET.-    (Recogiendo su abrigo y hongo que ha dejado en una silla.)  Pues señor...  (Al despedirse.)  Dime... con franqueza: Si la conspiración hubiera salido bien, ¿te habrías alegrado?

MONCADA.-    (Vacilando.)  Siendo a gusto de ella... sí.

HUGUET.-    (Con ira.)  ¡Lástima de...! En fin... paciencia, Juan.

MONCADA.-   Hasta mañana.

HUGUET.-   Mañana... Dios dirá.  (Vase por el fondo.) 



Escena XV

 

MONCADA, VICTORIA, SOR MARÍA DEL SAGRARIO.

 

MONCADA.-    (Que continúa sentado.)  Me parece que Dios no dirá nada...

 

(Queda profundamente abstraído. Aparecen por una de las puertas de la derecha, VICTORIA y SOR MARÍA DEL SAGRARIO. Esta viste el hábito del Socorro, blanco con manto negro; VICTORIA el de novicia, enteramente blanco, y trae en la   —69→   mano un palmito de Domingo de Ramos, labrado y adornado con flores. MONCADA no nota la entrada de las dos mujeres, ni ellas reparan en él hasta después de un breve rato.)

 

SOR MARÍA.-   No están aquí.

VICTORIA.-   ¿Pero dónde se han metido?  (Viendo a MONCADA, creyéndole dormido.)  ¡Ah!, mi padre... Chist.  (Imponiendo silencio a la otra, acércase de puntillas.)  Se ha quedado dormido.

MONCADA.-    (Viéndola a su lado, con viva sorpresa.)  ¡Ah!... Victoria...

VICTORIA.-   ¿No me esperabas?...  (Con orgullo.)  Mira, mira lo que te traigo... Para mañana, Domingo de Ramos...

MONCADA.-    (Muy afectado.)  ¡Ah!... sí, el palmito.  (Vencido de la emoción no puede contener el llanto, y cogiendo las manos de su hija, se las besa.) 

VICTORIA.-    (Confusa.)  ¿Pero qué... lloras?




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