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ArribaAbajo- XXI -

El señor Marcó del Pont era un hombre de edad madura sin ser todavía un anciano. Acostumbrado a la alta sociedad, y a los modales galantes de la corte, era amigo de vestirse bien, aunque se había quedado con las modas y los modelos del tiempo de Carlos III. Pero, en aquel día, sus afeites andaban bien descuidados. No había dormido, y hacía dos días que la situación de su espíritu era harto angustiosa y agitada para que hubiese tenido tiempo y humor de ocuparse de sus atavíos. Además de que su fisonomía era muy vulgar, de que tenía ojos redondos y parados, con un pestañeo incómodo y desairado, estaba pálido, ojeroso y desencajado; la boca temblorosa y seca, como cuando crueles ansiedades y el miedo descomponen los jugos del paladar y del estómago. Sus movimientos y sus ademanes eran febriles pero atontados e inconscientes. Vestía (como tres días   —165→   antes) una lujosa casaca verde; sin cuello, a manera de chaleco, bordada de oro en todas las caídas, en los anchos faldones, en las solapas y en las faltriqueras. Seis u ocho condecoraciones colgaban de su pecho cruzado por una rica banda de seda roja y amarilla. Calzón corto y bragueta de alzapón, con dos gruesas cadenas de oro, y grandes sellos, colgadas a cada lado hasta el muslo; medias de seda colorante, algo ajadas ya, y tomadas por las piernas del calzón con dos hebillas a oro y de brillantes, y zapatos de paño negro con otro par de valiosísimas hebillas de igual clase. Tenía en una mano el bastón puño de oro de que jamás se separaba desde que se bajaba de la cama, en la cabeza una peluca blanca con abultada trenza y moño negro a la espalda, y el tricorne ribeteado con finos galones de oro, en la mano izquierda, y en la derecha un pañuelo blanco con el que a cada momento se enjugaba los ojos y la boca.

Cuando madama M... entró al salón, Marcó del Pont estaba parado junto a una mesa donde el padre Torres escribía bandos, proclamas, y notas que según él iban a salvar al reino de las garras de los argentinos. Al verla se adelantó a ella con su cortesanía habitual; y mientras ella saludaba en círculo, a estilo de corte, a todos los circunstantes, la tomó de la mano y la hizo sentar a su lado. El padre Torres   —166→   que no perdía ocasión de hacer de su parte todo lo que veía hacer al presidente, se levantó también llevando la pluma en la mano, y vino a ofrecer sus agasajos a la dama.

-Cuánta dicha, señorita, de tan donosa visitante -dijo Marcó del Pont.

-Por sentado -dijo el fraile- nos traerá usted algunas buenas nuevas de M...

-¡No, padre! Nada sé de él, ¿saben ustedes algo?

-¡Pero no esté usted inquieta, señorita Pepa! ¡Todo marcha bien! En este momento la cuesta y la hacienda de Chacabuco está ya guarnecida, y es impenetrable. Esos miserables vienen buscando su sepulcro... y la horca. El señor presidente saldrá hoy o mañana a campaña; y puesto a la cabeza de nuestro ejército, irá, verá y vencerá, como dijo... Pompeius magnus, sin que yo haga otra cosa al citarlo que cambiar el tiempo; porque ha de saber usted que... Pompeius magnus, lo dijo de pasado, y yo lo arreglo de futuro.

-¡Ah, Reverencia! -dijo la dama con mucho donaire- ¡no es chica la diferencia! Sí, Su Reverencia hace una profecía, y el otro hablaba de pasado ¿no es así?

-¡Así es! ¡así es! -dijo Marcó pestañeando, y enjugándose los ojos con el pañuelo...-. Esta señorita tiene cosas admirables... Nunca se desmiente la hija de Andalucía... Este padre Torres   —167→   arregla las cosas a su modo... y yo... pues... peso todas mis responsabilidades... y...

-¡Así será, señor presidente! -dijo el padre.

-¿Pero qué quiere Vuestra Excelencia? tengo plena confianza en un ejército mandado por el mariscal don Francisco Casimiro Marcó del Pont, gran cruz y gran cruz de todas las grandes órdenes del reino, en el que militan también M... un San Bruno.

La dama hizo un gesto de asco.

-Mire usted, señorita -continuó diciendo el padre Torres- el señor presidente hace gran caso de la capacidad y de los servicios del mayor San Bruno.

-Así será, reverendo padre -dijo ella- pero como el señor presidente ha sido tan bueno y cortés conmigo que me ha recibido al momento...

-Bueno fuera que no, madama M... Usted es la joya de este reino, y yo un humilde servidor a sus pies en todo lo que pueda sin faltar al servicio y beneficio del rey nuestro amo.

-Yo le doy las más sinceras gracias a Vuestra Excelencia; porque deseando, como deseo, que se cumplan las profecías del reverendo padre Torres, cuyos sabios consejos hace Vuestra Excelencia muy bien de recoger...

-¡Gracias, señorita! ¡Oh! ¡gracias por esa justicia!... ¿Qué podrá usted pedir que no le sea debido?... pero déjeme usted concluir mi profecía, ella se realizará; y estoy cierto que el   —168→   señor presidente le va a pedir a usted la mano para el primer paspié o para el primer rigodón que se baile en este salón, en festejo de la victoria.

-¡Oh, sí!... Eso colmará el júbilo del triunfo.

-¡Acordado, señor! con tal que M... no vaya a tener celos de Vuestra Excelencia, porque es un turco... Y muy bien pudiera ser que los favores que Vuestra Excelencia me acuerda y su galantería exquisita movieran mi gratitud de tal manera, que M... pues, creyera que las exigencias de tan gran señor, como Vuestra Excelencia, tienen su peligro.

-¡Oh! ¡qué encantadora! qué festiva criatura,

-Es, señor, que yo vengo a pedir, y el que pide, debe ser humilde y respetuoso.

-No diga usted eso, señorita ¿qué es lo que usted pide?

-Señor, un resguardo de seguridad absoluta para unas pobres mujeres que dependen de mí, que están muy asustadas, y a quien yo tengo que proteger.

-¿Y son realistas?

-¡Dependiendo de mí, señor!

-Tiene usted razón. Escriba usted padre Torres, ese resguardo, absoluto, y sin limitación ninguna: ¿cómo se llaman, señorita? ¿No hay hombres?

Nadie más que ellas. Una anciana y cuatro   —169→   son sus hijas: honradas y buenas todas a carta cabal. La anciana se llama doña Sinforosa Anadero y sus hijas...

-¡Basta! Se dará para doña Sinforosa Anadero y cuatro hijas jóvenes ¿no es así?

-¡Perfecto, señor presidente!

Luego que el resguardo estuvo escrito fue sellado con el sello presidencial, refrendado, apostillado en toda forma, y entregado original a la dama, que se retiró muy complacida, y cortejada hasta la antesala por los personajes que estaban en el salón.



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ArribaAbajo- XXII -

El triunfo de la Guardia tenía un valor relativo de bastante consideración; porque, si bien no era decisivo para el éxito definitivo de la campaña, por lo menos, le abría al coronel Las Heras el valle de Santa Rosa, permitiéndole flanquear la derecha del enemigo, mientras la vanguardia bajo las órdenes del general Soler bajaba amenazándole de frente, y triunfaba también en el puesto de Las Achupallas. Para desembarazarse de esta peligrosísima situación, los realistas no tenían más recurso que retroceder hasta la cuesta de Chacabuco, único punto en donde podían concentrarse, y asegurar sus flancos, para contener al ejército invasor. Pero esta retirada forzosa los obligaba a hacer abandono de todo el valle de Putaendo, entrada capital de la rica provincia de Aconcagua, donde los argentinos podían montar su artillería, proveerse de magníficos caballos y encontrar toda clase   —171→   de recursos con la adhesión y con la cooperación de todos los habitantes, que estaban decididos, como era natural, por la causa de la independencia contra el yugo colonial.

El coronel Las Heras, jefe de la división invasora de la izquierda, ocupó pues sólidamente el reducto de la Guardia con una fuerza avanzada y estableció su campamento en las faldas occidentales del Paramillo, pronto a bajar las cordilleras por allí, cuando el general Soler se hubiese hecho sentir sobre el valle de Putaendo. Al saber que a su derecha nuestras tropas habían sorprendido y triunfado también en Achupallas, Las Heras se movió hacia abajo y ocupó el pueblo de Santa Rosa con cerca de mil hombres, al mismo tiempo que Soler, seguido del general San Martín con todo el Estado Mayor General, ocupaba el valle de Putaendo, montaba la artillería, dotaba de acémilas el parque, y adelantaba al comandante don Mariano N... con dos escuadrones de granaderos a caballo hasta las Coimas, donde este bravo oficial destrozaba literalmente al coronel realista Atero, poniendo toda la provincia de Aconcagua bajo el dominio de nuestro ejército.

El 9 de febrero, las tres divisiones que formaron el cuerpo de batalla de la invasión, se incorporaron bajo las órdenes del general en jefe en San Felipe de Aconcagua. San Martín supo allí, como ya lo había previsto, que los enemigos   —172→   se proponían hacerle frente en la cuesta de Chacabuco.

Bien informado de la topografía del lugar, dispuso su ejército en dos cuerpos prontos a tomar diversa dirección en el momento oportuno no para atacar de frente y flanco las posiciones en que el enemigo se había fortificado. El coronel Las Heras con toda la división que había traído por la izquierda, pasó a ponerse bajo las órdenes del general Soler, que estaba destinado a operar por los cerros de la derecha sobre la izquierda de los realistas; el resto de las tropas, formó otro cuerpo a las órdenes del general O'Higgins, que debía embestir la cuesta por el frente siguiendo el camino real que va a Santiago. El general en jefe con su Estado Mayor y una reserva marchaba enseguida para atender a que estos movimientos se ejecutaran con la debida oportunidad.

En esta disposición, aunque sin efectuar todavía estas operaciones, el ejército argentino, pronto a la batalla, con las municiones repartidas y sin mochilas, vino en la noche del 11 de febrero de 1817, a acampar al pie de la cuesta de Chacabuco, cuya cumbre estaba ya acordonada por el famoso batallón de Talaveras y otros cuerpos realistas, habiendo quedado el coronel Maroto con el cuerpo principal de su ejército, en el caserío de la hacienda de Chacabuco, que ocupaba la garganta de salida al otro lado de la   —173→   cuesta, pronto para apoyar la vanguardia situada arriba. Un juicioso y correcto historiador, dice: «las tropas que componían el ejército realista, eran sin duda lo mejor que había entonces en Chile, y los jefes que las mandaban, poseían bastante tino y arrojo para batirse con acierto y valor».

Los cuerpos argentinos acamparon al pie de la vista de los enemigos, y se les había prohibido encender fuego y fumar. Lo único que llevaban, además de sus armas, era una pequeña cantimplora, con una dosis moderada de aguardiente, y una buena dosis de peumos cocidos de que se les había provisto en San Felipe, y que son como se sabe, un alimento apetitoso y suculento9.

Al tomar cada cuerpo la posición que le correspondía para emprender las operaciones de la próxima jornada, el coronel Las Heras adelantó hacia la derecha, por orden del general Soler algunas avanzadas; y en una de ellas compuesta de quince hombres de la compañía de granaderos, y de otros quince de la de cazadores, al mando del teniente Dehesa, adelantada como hemos dicho a una de las gargantas de la derecha, estaba el sargento Ontiveros platicando en voz baja con sus compañeros en rueda, cuando   —174→   a eso de las diez de la noche se levantan todos desaforados y toman las armas en tumulto, sin que el centinela que ocupaba una pequeña eminencia hacia adelante hubiera dado la menor voz de alarma.

Un bulto extraño estaba por delante de ellos, silencioso y tranquilo como si fuera una esfinge de piedra.

-¡Ontiveros, tu Loca! -gritó el cabo que era el que primero se había lanzado sobre aquel ente que los había sorprendido.

-¡La Loca!... ¡La Loca! -siguieron gritando los demás sin poder contenerse ni recordar en el primer momento las órdenes estrictas de silencio que se les había dado.

El teniente Dehesa levantó su reserva y vino a pasó de trote al lugar del alboroto, y aunque encontró ya a la avanzada repuesta, y riéndose de la aventura, no se sorprendió poco de que la Loca hubiese podido burlar las precauciones tan cuidadosas que se habían tomado para colocar centinelas y resguardar el recinto que se la había encomendado. Un momento después venía también un ayudante del coronel a inquirir lo que había pasado; y poco después, el mismo coronel Las Heras se presentaba allí para informarse; y tenía motivo de admirar tan raro incidente, no pudiendo negarse a aceptar las explicaciones que Dehesa le daba en descargo de sus responsabilidades, Dehesa había hecho formar   —175→   la avanzada, y la Loca, sin preocuparse de nada, se había sentado al pie del sargento Ontiveros, como si no comprendiese todo lo que pasaba a su alrededor.

-¡Veamos, muchacha, ven acá -le dijo el coronel Las Heras.

Mas como ella no se moviera.

-Acércate te digo.

Ella no hizo movimiento alguno para obedecer.

-¡Qué demonios! -dijo el coronel- esta loca tiene el diablo en el cuerpo. Acércate te mando, o de no...

Ontiveros, contenido por la disciplina permanecía mudo e inmóvil y mirando a su frente, aunque en el fondo estaba bastante inquieto de ver la autoridad suprema de su coronel comprometida delante de los soldados por la inobediencia de la Loca.

-Señor coronel -le dijo entonces el teniente Dehesa- si no la levanta Ontiveros, me dice este cabo que la matarán antes que moverse. ¿Me permite Vuestra Señoría ordenar?

-Ordene usted.

-Sargento, levante usted a esa mujer y acérquela al coronel.

Ontiveros la tomó por el brazo diciéndole:

-¡Venga niña! -y algo avergonzado de las demás soldados. Ella se dejó levantar y acercar al coronel.

  —176→  

-Pregúntele usted, sargento, por donde ha pasado hasta aquí.

Ontiveros obedeció; y ella señaló hacia atrás del lugar en que estaba la avanzada; lo que impresionó mucho al coronel porque comprendió que no estaban bien colocados.

-¿De dónde viene? -Ontiveros repitió la pregunta.

-De ver a los lagartos -le contestó ella señalando la cumbre.

-¿Los lagartos?... ¿Qué dice esta mujer?

-Señala, señor, a la cumbre.

-Dígame, niña... ¿y los Sambrunos? -le preguntó Ontiveros recordando que ella daba este nombre a los soldados realistas tomados en la Guardia.

-¡Allá! ¡con los lagartos! -dijo ella señalando siempre la cumbre... Ya les he quitado el hijo de los cóndores.

-Pregúntele, sargento, si por el camino que ella ha traído se puede ir a matar a los lagartos.

-¡Venid conmigo! -le contestó ella a Ontiveros-. Vamos por acá -le dijo señalando siempre hacia atrás con inclinación al lado derecho-, y yo te voy a mostrar los lagartos de arriba (señalando a la cumbre) y los otros que están abajo -dijo señalando con la mano lo que daba al otro lado de la cumbre.

-¡Ah! -dijo Las Heras- por lo visto forman dos divisiones. Habrán acordonado la cuesta   —177→   con una fuerte vanguardia, y tendrán las demás fuerzas en la garganta donde están las casas y los corrales de la Hacienda. ¡Es claro!... ¡así debe ser!

-Di, muchacha, ¿dónde están los Talaveras?

No fue necesario que Ontiveros interviniese: los ojos se le pusieron enfurecidos a la Loca pero no salió de su aplomo, y con una voz ronca, siniestra:

-¡Los lagartos y San Bruno, allá arriba! -dijo señalando la altura de la cuesta.

-Teniente Dehesa, conserve bien segura aquí a la muchacha; y dando vuelta a su caballo, él coronel se dirigió a la tienda del general Soler.

A poco rato vino el sargento mayor del II, don Enrique Martínez con cincuenta cazadores, encargado de reconocer bien el camino por donde la Loca había penetrado al campamento sin ser sentida; y para obligarla a que lo enseñase, fue necesario encomendar a Ontiveros el mando de la partida exploradora y el cuidado de hacer andar a la Loca, que, en efecto, se puso a su lado, y marchó sin vacilar, retrogradando hasta un cauce seco pero muy encerrado y angosto, que las aguas del invierno se habían abierto entre dos serranías subalternas, y que apenas dejaba lugar para dos hombres de frente bastante oprimidos. La Loca siguió esa senda por el espacio de diez minutos; de allí ascendió a las pendientes de un cerro que quedaba a su izquierda,   —178→   para tomar hacia la cuesta de Chacabuco; haciendo un camino circular sobre una meseta, y bajó por la derecha al fondo de una quebrada; y subiendo después otra pendiente, colocó a la partida exploradora en otra altura, desde la cual se distinguía como a cinco cuadras el bulto de la cuesta.

Las asperezas y fragosidades de los otros caminos, quedaban todas a la izquierda de la partida exploradora, y perfectamente evitadas por allí, pues desde aquella meseta la cuesta podía ser franqueada por la izquierda a la vez que atacada de frente por el camino real.

En este momento, la luna se mostraba a lo largo de las cordilleras orientales, iluminando horizontalmente la cuesta; de modo que Martínez, acercándose tanto cuanto la prudencia lo permitía, pudo inspeccionar bien los accidentes del lugar, y convencerse de que por allí podía atacarse el flanco de la posición enemiga sin ningún obstáculo serio. Con esto, regresó al campamento, y dio cuenta de las ventajas que había encontrado y de las facilidades que ofrecía la nueva senda que acababa de practicar.

Impuesto de todo el general Soler, y siendo ya muy cerca de las 12 de la noche, que era la hora que se había señalado para moverse por la derecha a fin de flanquear la izquierda del enemigo que acordonaba la cuesta, encomendó la vanguardia de su división al coronel Las Heras   —179→   y emprendió la marcha por el cauce estrecho de que hemos hablado, siguiendo exactamente el camino que acababa de explorarse.

Al amanecer, la división del general Soler se presentó a la izquierda de la cuesta de Chacabuco sin grandes dificultades para caer de flanco sobre la vanguardia enemiga cortándole la bajada al caserío de la Hacienda, que era donde el general Maroto había colocado el punto fuerte de la resistencia; y al mismo tiempo, la otra división argentina al mando del general O'Higgíns que se había movido dos horas después, ascendía de frente, tocando las músicas el Himno Nacional argentino, y arrollaba así con su masa, todas las guerrillas, que mandadas por los coroneles realistas Eleorraga, Marquelli, Calvo y mayor San Bruno, se habían desprendido a contenerla. Al replegarse estos jefes a la cuesta delante de las fuerzas que los empujaban, encontraron toda su línea en confusión, y una gran parte de los talaveras y demás tropas que la guarnecían huyendo en desorden hacia abajo por el otro lado para ganar el caserío de la Hacienda. Era que la división flanqueadora del general Soler marchaba ya sobre el flanco izquierdo de la cuesta haciéndose imposible allí toda resistencia, a términos que Maroto no tuvo a tiempo siquiera de mandar los refuerzos necesarios para que se sostuviesen.

O'Higgins tomó la cuesta, pero quedaba intacta   —180→   todavía la posición que el enemigo había ocupado con toda habilidad en el caserío de la Hacienda.

El camino de la bajada estaba ocupado ya por la división de O'Higgins, de manera que para el general Soler no era oportuno meterse también en él, inutilizando sus fuerzas en una sola masa de frente; y le mandó aviso al general San Martín, de que iba a continuar su movimiento primero para caer de flanco sobre la Hacienda, al mismo tiempo que el general en jefe le ordenaba también que lo hiciera así, y que le daba órdenes al general O'Higgins de que no se lanzara al ataque decisivo sobre el general Maroto, hasta que Soler estuviese sobre su flanco.

Soler tuvo que volver a tomar a su derecha con toda precipitación; y para no alejarse demasiado del campo de batalla se aprovechó de las primeras indicaciones del terreno para inclinarse a la izquierda y aproximarse a la Hacienda por ese lado.

Pero con asombro general divisaron a la Loca de pie como un fantasma sobre la cuesta de un cerrito que quedaba como a tres cuadras más a la derecha. El coronel Las Heras, se lo hizo notar al general Soler.

-Pero el vaqueano me dice que se puede pasar por aquí.

-Dije que «tal vez» señor general; porque Vuestra Excelencia me ha apurado por lo más pronto.

  —181→  

-¡C...! ¡Lo más pronto no es por donde no se pueda, so animal!

La Loca estaba a la vista de la división.

Y al mismo tiempo, el sargento mayor Martínez mandaba aviso que tenía por delante una quebrada profunda por donde no podía atravesar la artillería ni la caballería.

El coronel Las Heras picó su caballo exponiéndose mucho por los Pedregales de la serranía vio por sus ojos que la dificultad era grande y con su informe la división tomó de nuevo a la derecha siguiendo al rumbo en que la Loca se mantenía de pie e inmóvil.

Pero cuando ella notó la variación del movimiento, comenzó a correr hacia abajo, deteniéndose en los puntos donde podía ser vista, y corriendo otra vez desde que conocía que la habían visto. Con esa precipitación ella y la columna, entraron en una quebrada, que los llevó a una pequeña meseta, inmediata a la Hacienda, cuando parecía ya, por el fuego y el cañoneo, que la batalla estaba en lo vivo.

¡Si hubieran tardado un cuarto de hora más estaba perdida!



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ArribaAbajo- XXIII -

Al oír el nutrido tiroteo, las descargas, y el fuego de la artillería que tenía lugar sobre su izquierda, el general Soler veía con una profunda ansiedad, que la batalla se había comprometido a destiempo, y que todo el éxito dependía de que él pudiera llegar cuanto antes sobre el flanco enemigo; así es que puesto a la cabeza de la columna, no cesaba de repetir sus voces -¡Al fuego, muchachos, al fuego!- avanzando al trote de su caballo seguido de los batallones que a toda prisa corrían también en la misma dirección por entre barrancos y precipicios.

Lo que había sucedido era que el general O'Higgins, bravo pero irreflexivo había creído inútil atenerse a las órdenes terminantes que le había dado el general San Martín, para dar tiempo al movimiento capital de la columna del general Soler.

O'Higgins, luego que se había visto dueño de   —183→   la cuesta, y que había arrollado las fuerzas enemigas obligándolas a desalojar la altura, no comprendió que este resultado era hijo de la marcha hábil y eficaz ejecutada en el flanco derecho por la columna del general Soler. Exaltado por el tiroteo, por el ataque y por el empuje que llevaba su columna, no vio más sino lo que él había hecho, olvidando a los demás que, aunque no habían entrado al encuentro, habían operado de modo a hacer imposible la resistencia. Infatuado pues por el primer triunfo, alborotada su sangre irlandesa con las emociones del combate y desprovisto de dotes militares para un mando superior, creyó que lo más hábil y conveniente era -«no dar tiempo al enemigo para rehacerse»- sin reflexionar que el enemigo ocupaba una posición sólida en la que estaba hecho y fuerte; y que las fuerzas que él había arrollado, habían entrado a esa posición donde quedaban en aptitud ya de recibirlo.

Sin ver nada de eso había lanzado su columna pendiente abajo para atacar la Hacienda de Chacabuco; y había tenido la temeridad de llevar a la bayoneta sobre la línea enemiga los dos batallones 7 y 8 mandados por Crámer y Conde. Recibidos por los fuegos de la artillería, y por la infantería abrigada en la posición, estos batallones fueron rechazados; pero cayeron, los dos jefes enemigos Elorreaga y Marquelli, cuya falta era una catástrofe irreparable para los realistas.   —184→   El rechazo de nuestra primera había agravado con la imposibilidad que el terreno le opuso al coronel Zapiola para operar con los granaderos a caballo.

El general en jefe se había apercibido desde la reserva del mal estado de la acción. El peligro de perderla era supremo. San Martín no distinguía ni veía la columna de Soler de zozobra se arrojaba al campo de batalla con la reserva, creyendo que apenas le sería posible retirar sus fuerzas de la posición insostenible en que el general chileno las había comprometido.

En ese momento el general Soler llegaba a la meseta que dominaba el flanco izquierdo de la posición enemiga, y que Maroto había creído imposible de ser ocupada por la falta de camino para llegar a ella.

Una sola ojeada le bastó al general Soler para hacerse cargo de lo crítico del momento, e indignado de que el general O'Higgins hubiese procedido sin tenerlo en consideración trató de reparar la falta cometida.

Llevaba la cabeza de la columna el batallón de cazadores de las órdenes de Alvarado, y en el momento el capitán el capitán de la primera compañía don Lucio Salvadores recibió orden de descolgarse sobre el flanco de los realistas, siguiéndolo por allí las demás fuerzas de infantería al mismo tiempo que por debajo de la pendiente, entraba en acción, sobre el mismo flanco, el coronel don   —185→   Mariano N... -el Murat argentino- a la cabeza de sus granaderos a caballo.

La Loca, de pie sobre la meseta que dominaba el campo de batalla parecía ver todo aquello con la impasibilidad de las masas de granito en que pisaba.

La acción tomó en el instante otro carácter. El enemigo abrió su flanco derecho por la turbación que sufría su línea en el izquierdo. El coronel Zapiola pudo penetrar entonces con otros tres escuadrones de granaderos a caballo: acuchilló la caballería realista y ocupó la retaguardia de la Hacienda, al mismo tiempo que la columna de O'Higgins, bajo las órdenes ahora del general San Martín, y reforzada por la reserva, acometía otra vez de frente llevándoselo todo por delante.

La persecución fue tan tenaz que no quedó absolutamente cuerpo ninguno de las fuerzas del general Maroto que no fuese deshecho del todo, o prisionero; y de todas ellas no pudo rehacerse ni una compañía siquiera que pudiera incorporarse organizada a las fuerzas que venían del sur a toda prisa para defender la capital.

Decidida y terminada la batalla a eso de la una del día, el general San Martín, sentado en un tosco madero a la sombra de una frondosa y soberbia patagua, descansaba de la fatiga, y conversaba con Arcos, con Álvarez Condarco, sus edecanes y otros muchos oficiales que lo rodeaban;   —186→   cuando el comandante Melián, el oficial más tunante y más bondadoso del ejército, uno de aquellos que viven con el día, del amor y de la guerra, y que gozan, como de cosa conquistada por derecho propio, del cariño de sus compañeros y de la condescendencia absoluta de los jefes para hacer de todo una gracia, salió alegre de lo interior de la hacienda, con un barrilito pequeño cargado al hombro; y gritando:

-¡Jerez, mi general!... ¡Jerez!... ¡Vea que hallazgo!

-¡Cuidado, Pepe!... ¡No lo revuelvas! -dijo el general con Sumo interés-. ¡Qué ganga!.. ¡Lorenzo! ven acá, espicha este barril con mucho cuidado y ponle una canilla.

-¡No, general! -dijo Melián. No hay espiche a mano, ni canilla; y como yo no se lo regalo todo a Vuestra Excelencia sino me reservo una botella, lo mejor es que cada uno prepare su jarro, y que le metamos un barreno cualquiera hasta vaciarlo. Don Matías10, me da orden de incorporarme al instante al escuadrón y de marchar a seguir la persecución. Si Vuestra Excelencia se tarda mucho me quedo sin mi parte.

-¡Bien! ¡Lorenzo, pronto una barrena!

-Y una botella -agregó Melián.

Obedeciendo la orden, Lorenzo, que era un mulato diligente, y acostumbrado al servicio personal   —187→   de su general, vino al minuto con el barreno, colocó debidamente el barril y le abrió un agujero.

Melián llenó la botella, se la dio al asistente y montó a caballo.

-¡Pepe! -le dijo San Martín, haz que me llamen a don Bernardo11, a Soler y a Las Heras.

-¡Ahora mismo! -contestó Melián- y partió a galope.

El general quería saborear con ellos el jerez que le había regalado Melián12.

Al recibirlos con la jovialidad que le era habitual en estos casos, para celebrar la felicidad del día con una buena copa del rico vino cuyo barril tenía por delante, notó con sumo disgusto que algo muy grave pasaba entre los generales Soler y O'Higgins. El primero traía el rostro visiblemente enfadado y siniestro. Dio la mano a todos los compañeros que se apresuraron a felicitarlo por su oportuna aparición en el campo de batalla, menos a O'Higgíns, marcando bien la voluntad que tenía de ofenderlo con este desaire.

O'Higgins lo notó también y tomó un aire arrogante, produciéndose con esto un incidente   —188→   que aunque mudo y contenido, perturbó visiblemente la cordialidad de la reunión.

San Martín hizo distribuir los cántaros que más a mano había para tomar el vino, y poniéndose de pie, dijo:

-¡Señores! ¡A los guerreros del frente y de la derecha!

Y sin dar tiempo a más, con aquella sagacidad y viveza de percepción con que sabía obrar en los momentos difíciles, agregó tomando el tono del mando oficial:

-General Soler: tome Vuestra Señoría el mando de la vanguardia con toda su división, incorporándose a ella, los cuatro escuadrones de granaderos a caballo; y ordene Vuestra Señoría que la persecución no pase del portezuelo de Colina, porque es muy probable que las fuerzas enemigas que quedaban al sur, estén concentrándose en Santiago, para presentarnos otra batalla13.

-¿Otra batalla, señor general? -dijo O'Higgins con su arrogancia natural, y con la idea que ya tenía de que iba a ocupar el poder en pocos momentos más, como que era ya el personaje más preeminente y benemérito de Chile.

-Es natural, general O'Higgins: abandonarnos la capital, quedándoles todavía intactas las fuerzas que tenían al sur, los tres escuadrones   —189→   de Barañao, los batallones de Chiloé y de Chillán, el de la Palma y quince cañones que pueden mover con 300 artilleros, me parece que sería el colmo de la imbecilidad. Tienen que aventurar otra batalla, porque si se retiraran, tendrían que replegarse a Concepción; y todo quedaría perdido para ellos, pues tendríamos el país entero con nosotros.

-Yo digo, general, que Vuestra Excelencia no los conoce...

Los jefes que oían este dialogo se afectaron más al oír esta observación impertinente del general O'Higgins. Soler levantó la cabeza haciendo un gesto provocativo.

-Creo, señor general -agregó O'Higgins-, que estamos hablando entre amigos ¿no es cierto?

-¡Por supuesto!-contestó San Martín dando una forma llana y fácil a sus palabras.

-Pues en ese caso me permito insistir en que no hemos de tener otra batalla... Si Vuestra Excelencia quiere me comprometo a marchar sobre Santiago, y ocuparlo mañana al amanecer.

-Puesto que la conversación es amistosa, señor general -dijo Soler-, permítame decirle que opino como Vuestra Excelencia; que si Vuestra Excelencia me retira el honroso puesto de dirigir la vanguardia para encargárselo al señor general O'Higgins, que lo desea, cuide mucho Vuestra Excelencia de que una fuerte división pueda   —190→   operar de flanco en el momento oportuno, bien apercibido de lo que puede ocurrir en esta noche.

-¡Señor general Soler! -dijo O'Higgins-. Explique Vuestra Excelencia si esas palabras tienen doble sentido.

-Tienen, señor general O'Higgins, el que Vuestra Señoría les ha dado.

-¡Señor general! -dijo San Martín incorporándose y tomando el tono de mando. ¡Acaba de recibir Vuestra Señoría una orden perentoria y urgente! Marche Vuestra Señoría a cumplirla que los momentos son preciosos, y ya que Vuestra Señoría sabe lo que preveo, obre Vuestra Señoría del modo conveniente para que el enemigo no lo encuentre desprevenido.

Soler era entonces un hombre de treinta años a lo más. Era el oficial más alto y más arrogante del ejército argentino. Derecho y esbelto como un álamo. Militar consumado en su andar, en la severidad de su gesto, y en la cortesía reservada de sus modales. Pasaba por el más entendido de los jefes de división que tenía entonces nuestro ejército, y en la reciente campaña había desempeñado la importante parte que le había encargado el general en jefe con una habilidad notoria y con una competencia de primera clase.

El rompimiento dél general Soler con el general O'Higgins, la intransigente soberbia de su carácter, y la idea que el primero se había formado   —191→   de la poca capacidad militar del segundo, iban a ser causa de su separación del ejército de los Andes desde que este general O'Higgins ocupase en Chile el puesto supremo que le estaba destinado por los propósitos políticos y necesarios del general San Martín14.

La escena anterior dejó muy preocupado al general San Martín, y aunque procuraba disimularlo todos estaban también más o menos afectados del sinsabor que estos incidentes ocasionan.

-¡Las Heras! -dijo el general sentándose de nuevo debajo de la patagua-. Téngame al corriente de lo que pasa entre O'Higgins y Soler, y trate de aquietarlo por ahora, hasta que entremos en Santiago.

-¿Hablamos como amigos, o como de general a subalterno?

-Completamente como amigos.

-¡Entonces, no me encargo de eso, general!... yo no tengo ninguna intimidad con el señor general Soler: ni nos tocamos ni quiero tocarme con él sino en cosas de servicio.

-¿Qué demonio? -dijo el general San Martín   —192→   echando a otra parte su enfado, anda haciendo esa mujer?

-Anda mirando, señor, a todos los prisioneros y registrando a los muertos y heridos enemigos... Andará buscando algún hermano, o a su marido...

-Arrójenla del campamento. Álvarez Condarco, vaya usted a ver si es espía, y remítala presa a la retaguardia.

Las Heras, que conversaba con Arcos, no dio atención por el momento a este incidente; pero cuando Álvarez Condarco regresó al grupo diciendo que era loca al parecer, que pretendía que era de la familia de los cóndores, y que buscaba un gran lagarto, le dijo al general:

-¡Esa es una mujer rara, señor general!... Parece que se ha enamorado de un sargento de mi batallón; y desde la Guardia viene haciéndonos grandes servicios como guía. Hoy mismo, fue ella quien nos dirigió por el mejor rumbo para caer sobre la Hacienda.

-¿Pero qué anda haciendo con los muertos?... Andará buscando si el sargento está vivo o muerto.

-No debe ser así, señor -dijo otro edecán-, porque lo que busca es un enemigo; y ahora mismo repare Vuestra Excelencia que recorre aquella hilera de prisioneros que pasa a retaguardia.

-Vaya a traerla.

  —193→  

Cuando la Loca llegó a la presencia del general, traída y tomada por los brazos, aunque sin hacer resistencia, tenía en la cabeza ocho o diez plumas de cóndor atadas de sien a sien por una tira de trapo.

-¿Qué buscas, muchacha?

-¡Al lagarto! -le contestó ella, sacándose una o dos plumas, y adelantándose a San Martín con todo desembarazo se puso a colocarle dos plumas en los dobleces del sombrero de hule del general.

Como éste la dejó hacer, ella manifestó en su mirada y en su rostro la más íntima satisfacción.

-¿Cómo se llama el lagarto?

-¡San Bruno! -dijo ella- como levantado por un resorte.

San Martín saltó de su asiento como levantado por un resorte.

-¿Dónde está ese infame? -exclamó el general con el gesto y con el ademán más terrible.

-Yo te lo voy a traer y te lo voy a poner en tus uñas, cóndor viejo.

-¡Esta mujer es preciosa! Álvarez Condarco, que la lleven al campo de los prisioneros, y que se los muestren todos para que vea si está San Bruno, y que un oficial con diez soldados registre el campo de batalla para ver si está entre los muertos o los heridos.

-¡No quiero! -dijo ella...- yo te lo voy a traer.

  —194→  

-¿Mi general? -dijo Las Heras-. Es loca, pero ella sabe lo que hace y lo que quiere. Conmigo ha hecho lo mismo... pero dejándola de su cuenta y libre se porta admirablemente.

Entretanto, la Loca se alejaba ya del grupo sin hacer caso de nadie; y con un paso natural tomaba otra vez el camino de los cerros, como si no quisiese seguir la dirección de las tropas vencedoras.



  —195→  

ArribaAbajo- XXIV -

En la tarde del 12 de febrero, que tan glorioso había sido para el ejército argentino, el general Soler llegaba al portezuelo de Colina. Establecido allí sólidamente con toda la vanguardia, hacía replegar a las líneas al coronel N... que había llevado una tenaz persecución, hasta dos leguas más adelante.

Esta persecución había sido terrible para los vencidos. Porque, como recordará el lector, la caballería argentina, al mando de Zapiola por la izquierda, y de N... por la derecha, había penetrado hasta tomar posesión de la retaguardia realista, al mismo tiempo que Soler doblaba el flanco izquierdo del enemigo, y que O'Higgins, favorecido por estos movimientos, rehacía sus columnas y lo arrollaba por el frente. Con esto los enemigos habían perdido su formación y se habían declarado en una derrota espantosa. Pero al huir hacia la ciudad, en el más completo   —196→   desorden y confusión, habían encontrado que los granaderos a caballo les cerraban el paso; y como les faltara ya la disciplina, al marchar así revueltos en grandes grupos, tuvieron la imprudencia de hacer fuego, para abrirse camino; de modo que los granaderos a caballo, lanzados a fondo, los sablearon por más de cuatro leguas en los callejones de la vía, dejando detrás de sí, una enorme cantidad de enemigos muertos, heridos y prisioneros, sin que alcanzaran a salvarse sino algunos pocos fugitivos, que, trepándose a los cerros, o escondiéndose en las asperezas, lograron sustraerse por el momento al sable de los vencedores, pero no salvarse de caer en sus manos hora más u hora menos.

Serían ya como las seis de la tarde, cuando el general Soler le avisó al general San Martín, que quedaban en posición de contener cualquiera tentativa que el enemigo pretendiese hacer en la noche, para tomar desquite de la derrota que acababa de sufrir; y que, habiendo sido estudiada la topografía del lugar, por los ingenieros Arcos y Álvarez Condarco, estaba ya señalado el campo en que todo el ejército debía venir a acampar, para estar reconcentrado y prevenido a todo evento.

El general San Martín se adelantó entonces con el Estado Mayor hasta la vanguardia; y después de unas cuantas horas dadas a la reorganización de los cuerpos, al refrigerio de la   —197→   tropa y al descanso, el ejército se puso en marcha en aquella dirección entrada ya la noche.

Detrás de las últimas columnas de la retaguardia cabalgaban con negligencia, lado a lado, dos hombres seguidos de un piquete de soldados que arrastraban un cañón de montaña.

El uno era un jovencito de diez y siete años, escribiente por el momento de la secretaría del general en jefe, que por primera vez en su vida atravesaba un campo de batalla.

El otro era un hombre como de treinta años, figura grotesca y aire siniestro; que parecía encantado con el horrible espectáculo que se desenvolvía a su vista; y que había tomado una parte viva en la carnicería de la jornada.

Algunos grupos de campesinos silenciosos, provistos de faroles y de angarillas de cañas hechas a la ligera, recogían heridos en aquel campo de muerte y los transportaban a las casas de la Hacienda. Los que dirigían aquel piadoso trabajo, les gritaban de cuando en cuando:

-¡Carguen primero a los patriotas! A los godos después.

-¡Zeñor por Dios!... ¡Un vazito de agua! que perezco de zed!... -exclamaba un infeliz que yacía por allí.

Al oírlo, dos o tres campesinos procuraron acercarse a él para auxiliarlo. Pero el hombre que cabalgaba con el joven, les gritó:

-¡Eh, bestias! ¿no están oyendo que dice zeta?   —198→   ¡A los patriotas primero! -dijo entrometiéndose en lo que no le incumbía.

-¡Mal rayo te parta!... y el alma y el cuerpo se te pudra, hijo de una tal por cual! -exclamó el herido.

-¡Antes te vas a podrir tú, raza de moros! -le contestó el jinete, riéndose complacido de aquella desgracia.

De todos los lados del estrecho camino se oían salir ayes lastimeros.

-¡Ay, por Dios! ¡socórranme presto! -decía el uno con una voz moribunda.

-¡Por los clavos del Señor, mizericordia, mizericordia!... ¡tengo traspazado el pecho!... Me ahoga la zangre -gritaba otro.

Y los horribles lamentos daban un lúgubre aspecto a las tinieblas de la noche, y al vago andar de los escasos faroles con que las partidas de campesinos andaban inspeccionando y recogiendo los heridos.

Una voz angustiada se alzó por delante de los dos jinetes, y en tono de la más grande desesperación les gritó:

-¡Por la Virgen Santízima de Dolores, zeñor oficial! ¡me van a aplastar los caballos y el cañón!... ¡tengo las dos piernas destrozadas! ¡no me puedo mover!... ¡por piedad! ¡por piedad! ¡que todos zomos cristianos!

-¡Pues mejor!... ¡Te despenará cuanto antes!... -le dijo el mayor de nuestros dos hombres,   —199→   mientras los soldados continuaban impasibles arrastrando el cañón hacia el herido.

Pero el más joven tirándose prestamente del caballo, corrió al herido, y tomándolo por debajo de los dos brazos lo sacaba de la vía, y lo ponía a un lado contristísimo de los espantos quejidos que lanzaba al ser arrastrado.

-¡No puedo hacer más por usted, amigo! -le decía el joven, y se volvía ligero a su caballo dejándolo en sus atroces padecimientos y clamando ¡agua! ¡agua! ¡agua, por todos los santos del cielo!

-Mira -le dijo el otro- ¡si vas a ocuparte de eso con cada uno de los que te llamen, vas fresco!... ¡Aprende! -agregó señalándole con el dedo un bulto, que a la orilla del camino estaba dándole vuelta a un cadáver para ponerlo boca arriba-. Mira esa mujer, que en vez de enternecerse por los quejidos, anda haciendo provecho y robando a los muertos, que den gracias también si no los despena para aumentar la cosecha.

-¡Miserable! ¡Harpía! ¡deja esos infelices! -le gritó el joven adelantando a ella su caballo.

Pero al oírlo, la Loca de la Guardia se incorporó arrogante como una fantasma, y levantando su mano, le dijo con imperio:

-¡Sigue tu camino y deja a los cóndores su presa! ¿qué sabes tú de lo que yo busco, ni de lo que yo hago?

  —200→  

-¡Ah! -dijo el otro riéndose a carcajadas. ¡Es la Loca!

-¿La Loca? -preguntó el joven con sorpresa.

-¡Sí, hombre! ¡déjala no más que esta protegida!... -y tomándolo de la rienda de su caballo lo trajo a sí, y lo obligó a seguir el camino.

-No hay duda -dijo el joven- que un campo de batalla es una cosa tremenda: en este momento quisiera ser sordo.

-¡Pamplina! -le contestó el otro-. ¡Horrible es cada día que pasa!... O se te figura, inocente criatura, que el mundo no es también un campo de batalla en que van al hoyo, con dolores y lamentos espantosos, no digo yo quinientos o seiscientos pobres diablos como aquí, sino quinientos o seiscientos mil por día.

-Pero uno no los ve.

-¡Vaya con el consuelo! Pero los ven sus hijos, sus padres, sus hermanos, el que... los confiesa... el médico que los mata sin refregarse los ojos... Los asesinos que los despachan y qué se yo que otros mil.

-Pero a esos los auxilian y los atienden otros; mientras que estos desgraciados quedan ahí postrados y mueren sin más compañero que el abandono, la soledad, las tinieblas y el frío de la noche, clamando por un dedal de agua que nadie les da.

-Pues mira -mañana saldrá el sol como todos los días. Los muertos se podrirán enterrados   —201→   o no enterrados; los que no sean devorados por los gusanos serán devorados por los cóndores. Se entrara el sol después, saldrá la luna y brillaran las estrellas como siempre. Y por último ¿para qué hemos tomado servicio y cargamos esta espada?... Para matar y para matar, mientras no nos maten otros a nosotros. Y como nosotros también hemos de morir, sin que el sol se pare por eso, ni dejen de parir las mujeres, todo se traduce al fin a morir unos cuantos años antes o unos cuantos años después. Conque así, deja tú a los que mueren que mueran, y veamos si el tiempo que hemos de vivir, logramos ser nosotros de los que matan y gobiernan y gozan... Por lo que hace a mí, eso es lo que voy buscando, y para eso pongo en riesgo mi vida... A mí me gusta matar y mandar; y maldito si se me importa un bledo de los que caen, con tal que yo sea de los que quedan.

-Pues yo me he decidido a tomar parte en el ejército para defender a la patria...

-¡Matando!

-Matando, no; sino peleando por el triunfo, y por la victoria de la tierra en que hemos nacido, para ser libres en ella y hacerla feliz.

-¡Y todo eso matando!... La prueba está en esos quejidos y lamentos que estás oyendo y que te horrorizan.

-¡Así sera! pero lo que yo sé es que yo tengo   —202→   aquí en el corazón otra clase de sentimientos y de ideas que no son esas... ¡Libertar a Chile y triunfar de la España, es algo más que matar! ¡La gloria y la gratitud de los pueblos!

-Sí... ¡Ya verás la gratitud de los pueblos!... ¡y en cuanto a la gloria, no es gratitud sino agravios y rencores lo que te ha de dar!... ¡Para los pavos!

-¡Si todos viesen el mundo como usted, sería mejor haber nacido pampa, fray Félix! -le dijo el joven con un enfado visible y con acrimonia.

Pero no bien había pronunciado estas últimas palabras, cuando el otro acercándole su caballo con un movimiento violentísimo, levantó la mano con todo el ímpetu de la rabia como para descargarla de revés sobre su compañero. Y lo hubiera hecho, si éste, sorprendido pero ágil, no hubiera separado a tiempo su caballo y echado mano al puño de su espada.

El fraile Aldao se contuvo entonces, y le dijo:

-¡Mira, mocoso! Si no te hubiera visto nacer, y si no fuéramos los dos de Mendoza, te daría una lección que no olvidarías jamás... Pero te advierto que si otra vez me injurias te has de arrepentir.

-No quiero contestarle, teniente Aldao, porque reconozco mi falta y porque estamos delante de la tropa. Pero usted comprende que el hábito...

-¿El hábito? ¿Vuelves a insultarme? -dijo   —203→   el fraile Aldao como si quisiera contenerse antes de estallar.

-Quiero decir la costumbre. No he tenido la menor intención de ofenderlo; ni pensé de lo que decía.

-Pues ten cuidado para en adelante, porque estoy resuelto a meterle cuatro pulgadas de acero al que pretenda seguir con esa costumbre, sin tener en cuenta lo que soy ahora y lo que quiero ser en adelante.

Después de esta escena, los dos compañeros marchaban en silencio, cuando a poco tiempo se sintió el galope de un caballo que venía de adelante y que detuvo su carrera junto a ellos...

-¿Qué hay, Juan Apóstol? -le preguntó Aldao15.

-Orden de que todos los piquetes se pongan al trote; y que usted se incorpore a su cuerpo, fray Félix.

-¡Fray tu madre, loco de m...!

El oficial soltó una carcajada; y dando vuelta su caballo tomó otra vez hacia el cuartel general.

El general San Martín acababa de tener las primeras noticias de que las fuerzas enemigas se habían desorganizado completamente, y de que la capital estaba abandonada y en completa   —204→   acefalía. Aunque bastante vagos y poco auténticos todavía, había, sin embargo, algunos datos que parecían fundados, y que hacían presumir la necesidad de que el ejército argentino se adelantase a ocuparla tan pronto como fuera posible.

Y en efecto: en aquellos mismos momentos, Santiago era un caos, entregado al desorden más espantoso.

Las fuerzas venidas del sur aquel mismo día que al mando de Barañao habían tenido la intención de atacar al ejército vencedor, creyéndolo desprevenido y entregado a la confianza de su triunfo, habían tenido que desistir de la aventura y se habían replegado. La desmoralización se había apoderado de los cuerpos; y relajada la disciplina, los derrotados no obedecían órdenes de nadie, y corrían en grupos en la dirección de Valparaíso sin otra mira que huir y que embarcarse en los buques que pudieran encontrar; mientras que los otros cuerpos que no habían entrado en la acción, contagiados también del pánico general, y sin contar con la cohesión necesaria, y con la autoridad de un mando superior para hacer pie, volvían a tomar a toda prisa el camino del sur para replegarse a Concepción y a Talcahuano, y tener tiempo de conocer la situación general en que habían de quedar las cosas, y tomar medidas para defenderse o esperar refuerzos del Perú.

  —205→  

El mariscal Marcó del Pont había salido con tiempo de la ciudad; y desde mucho antes hizo marchar en dirección a Valparaíso las carretas en que había hecho cargar todo su equipaje, un gran número de los papeles de los archivos, y todos los valores líquidos, en barra y en dinero, que había podido tomar del tesoro; situándose, pronto y liviano, para disparar al momento, en las orillas de la ciudad que dan al camino de Valparaíso.

Cuando el pueblo se apercibió de todo esto serían como las nueve de la noche. Alborotada la plebe, se lanzó a las calles armada de hachas, barretas y picos, vociferando en un desorden atroz, y atacando a mano armada las casas que tenían por más opulentas y ricas, sin distinción de partido. A esta horrible confusión se agregó que las bandas de realistas derrotados, creyéndose atacados ya por el ejército vencedor, corrían por las calles, disparando sus fusiles y atacando también todo lo que encontraban al paso, en su deseo de ganar pronto los caminos por donde pensaban escapar. Andaban revueltos con los unos y con las otras familias enteras, mujeres y niños, que trataban de seguir a sus deudos; y mujeres y pilluelos de la clase baja que robaban y mataban sin piedad.

En tan crueles angustias, unos cuantos de los patriotas principales se reunieron con urgencia en la casa del vecino más opulento del partido,   —206→   don Francisco Ruiz Tagle; y con la firma de éste lograron hacer venir a la reunión a muchos otros, y constituir por el momento una especie de autoridad que tomó a su cargo el restablecimiento del orden. La empresa era ardua por cierto; fue preciso muchas horas antes de poder organizar y armar algunas patrullas de vecinos, sirvientes y paniaguados de confianza antes de ponerse en acción.

Pero, desesperando de tener fuerzas y medios con que llevarla a cabo, despacharon expreso sobre expreso al general San Martín para que apurase su marcha sobre la capital, y ocurriese a salvarla cuanto antes del saqueo que por momentos tomaba formas colosales, y del incendio de edificios que ya comenzaba a pronunciarse en muchos puntos de importancia.



  —207→  

ArribaAbajo- XXV -

Serían como las diez de aquella noche terrible, cuando un piquete de dragones como de ochenta hombres, bajando a galope tendido la calle de la Bandera, vino a detenerse con un ruido estrepitoso en la última cuadra de esta calle que toca en la grande y amplia avenida de la Cañada16. Y desmontándose con rapidez del brioso zaino que montaba, entró precipitadamente en su casa el coronel don Antonio M...

-¡Pepa querida! -dijo abrazando a su mujer, que bastante agitada había salido a recibirlo- Pepa querida, es menester abandonar ahora mismo a Santiago y que partas para Valparaíso. Hemos sido completamente derrotados; el enemigo marcha sobre la capital, y no hay como   —208→   contenerlo. El populacho se está alzando, y por todas partes comienza el saqueo de nuestras casas, y el incendio. ¡Pepa querida! Olvidemos todos nuestros disgustos. En este momento, aciago para mí, quiero repetirte que te amo; que te tengo aquí dentro de mis entrañas, ¡y que eres el único tesoro de mi vida! -agregó dándole un ardiente beso sobre la frente.

Pero ella, al oírlo se quedó helada; echó una mirada vaga e indecisa a su alrededor; y pasándose la mano desde la frente a lo largo de los cabellos que tenía desatados y sueltos:

-¡Ahora mismo!, ¿A Valparaíso? -dijo.

-¡Sí, ahora mismo! ¡Por Dios y por nuestro amor: no me hagas observación ninguna! ¡Compadece la situación en que me ves, Pepa querida! No me ha sido posible venir a buscarte antes; porque todo el día he estado envuelto en un infierno y buscando la muerte antes que dar la espalda a nuestros enemigos. He hecho cuanto he podido por rehacer nuestras tropas y por volverlas con otro ataque sobre ellos. ¡Todo ha sido inútil!... ¡Todo se ha perdido por el momento; y no tenemos más recursos que replegarnos a Concepción para reorganizarnos! -decía el coronel paseándose agitado por el salón; mientras su mujer con la mirada en el suelo, y consternada de la perspectiva que se le ofrecía, reflexionaba con el puño cerrado sobre los labios.

-¡Pepa querida! ¡media hora para tornar algunas ropas de abrigo y para partir!

  —209→  

Mas como la viera inmóvil y fría, le dijo sacudiéndole el brazo:

-¿No me oyes, Pepa? Mira que es preciso partir pronto ¡alma mía! ¡pronto y al instante!

-¡Pero M...! ¡es que no comprendo como voy yo a partir contigo! ¿Puedo yo seguir el galope de tus dragones? ¿Puedo yo hacer campamento con ellos; y exponerme a la persecución de los rebeldes, que no te dejarán descansar en esta derrota? ¡Es imposible, hijo de mi alma, que exijas esto de mí! Llévame por lo pronto al convento de las Cármenes; allí esperaré tus órdenes.

-No, Pepa querida: todo está previsto. Tú marcharás en la calesa con Mariana, en la comitiva de Marcó del Pont (animal...) Veinte dragones con el teniente Amenino te servirán de escolta y resguardo hasta Valparaíso. Allí hay buques prontos y seguros para que te embarques y vayas a Talcahuano. Yo me retiro por tierra con Barañao y con los demás compañeros que debemos reconcentrarnos allí. Ya ves, Pepa mía, que no hay peligro, ni obstáculo. Unos cuantos días de marco y nada más.

La dama reflexionaba, pero no parecía resuelta porque callaba.

-¡Hija mía! mira que se pasa el tiempo... ¡Teniente Amenino! la calesa está en el corral, haga usted que le aten dos caballos y que la saquen a la calle ahora mismo -dijo M... dirigiéndose   —210→   al teniente desde la puerta de la Sala. La orden debió ser cumplida muy pronto; porque cinco minutos después, la calesa pasaba rodando rápidamente por el patio hasta la puerta de la calle, quedando a uno y otro lado entre la tropa que la ocupaba.

-¡Mariana! ¡Mariana! ¿Dónde está Mariana que no la veo por aquí?

-¿Señor? -dijo presentándose con todos los síntomas del terror-. ¡Aquí estoy! ¿qué ordena su merced?

-Lleva pronto a la calesa dos o tres frazadas; y un buen tapado para la señora... ¡Vamos, Pepa, vamos! ¡que no tenemos tiempo que perder!

-¡Yo no puedo decidirme M...! ¡Es imposible que me ponga en viaje con esta precipitación!... ¡Reflexiona, y verás que esto es tremendo!... Llévame por Dios a las Cármenes, y te juro ir a reunirme contigo cuando pueda hacerlo de un modo decente.

-¡Imposible, imposible!... ¡Pepa, no me precipites!... -dijo M... abandonando el tono de la ternura y entrando en el de un enojo visible.

-¡Ves, M..., cómo eres tú!... ¡Ya me amenazas! Ya te preparas a hacerme alguna violencia sin querer oír la voz de la razón.

-¡Pepa, por Dios! mira que el momento es terrible para mí... ¡No puedo perder un instante!

  —211→  

-Y para mí es más terrible todavía, M...! ¿Cómo quieres que yo siga a Marcó del Pont cuándo los enemigos lo han de perseguir, y lo han de perseguir tan de cerca como han de perseguir a tus dragones? ¿Quieres que salga ahora a media noche, entre tinieblas?

-Por donde va Marcó del Pont puede ir una mujer... ¡Y te aseguro bajo palabra de honor que van muchas otras que valen tanto como tú!... ¿Quieres hacerme creer ahora, tú... que tienes miedo?... ¡Miedo tú!... -dijo M... frunciendo el ceño con desprecio... ¡A otro con esas, Pepa!

-¿Y Mariana M...?

-Mariana vendrá contigo.

Después de un momento de reflexión:

-Óyeme con calma M..., y hasta el fin -le dijo la dama con un tono singular de entereza y de valor- tenemos que llevar también un niño...

-¡Un niño! -exclamó M... sorprendido, precipitándose hacia su mujer.

-¡Óyeme hasta el fin, te digo, o dejo que me mates antes de moverme de aquí!... ¡Sí! un niño: es un huérfano cuya madre no conozco, y que una familia desvalida ha puesto en mis manos en estos días de tremendas angustias que hemos pasado...

-¡Manda ese niño a las Cármenes!... Allí lo han de cuidar, y no se morirá abandonado... Tú iras sola... con Mariana.

  —212→  

-¡Pues no iré!

-¿No irás? -exclamó el coronel sofocado por la rabia y como si quisiese destrozar a su mujer.

-¿No irás?

-¡No iré!

En ese momento, M... se precipitó sobre ella. Era un atleta con las fuerzas de un cíclope; y tomándola de sorpresa por la cintura, la levantó en peso y la llevó por el aire hasta la calesa, sin hacer caso de los golpes y de los arañazos que ella le daba en la cara gritándole: ¡Bárbaro! ¡inhumano!... ¡Yo te prometo que me las has de pagar! y cuando la hubo arrojado de golpe dentro del carruaje, dio orden a sus soldados de mantenerlo cerrado; y volvió precipitadamente al salón en busca de su morrión y de su capa.

Allí estaba Mariana consternada con el niño en los brazos y con algunas ropas de abrigo que había levantado deprisa.

-¡Señor! ¡señor!... ¡Por todos los santos del cielo! ¿Qué hago?... ¿Se va sola la señora en ese estado? ¿Dejo morir este niño aquí abandonado?... ¡Que el señor coronel me mate con su propia espada, o que me haga matar si miento!... ¡Es un huérfano, señor! la señora le ha dicho a su merced la pura verdad... ¿Qué hago, señor? ¿qué hago? -repetía Mariana desolada y abrazándole los pies.

Volviendo en sí de su arrebato, M... le dijo:

-¡Anda, corre y métete en el carruaje!

  —213→  

-¿Con el niño, señor? -le preguntó Mariana poniéndose de pie.

-¡Anda! -le dijo él empujándola hacia afuera y tomando su morrión y su capa, salió tras de Mariana, y la hizo entrar en la calesa. Pero, en la violencia y en la precipitación de sus movimientos, no pudo reparar que se había dejado caer en el suelo una hoja de papel muy doblada.

La Pepa ya no hacia resistencia. Resignada, pero iracunda, tenía el ceño luminoso de Lucifer. No lloraba, pero había lágrimas terribles en sus ojos; y no dio tampoco la menor señal de satisfacción o de contento al ver entrar a Mariana con el niño.

M... daba órdenes entre tanto a sus oficiales. Treinta dragones a las órdenes del teniente Amenino debían tomar el camino de Valparaíso, custodiando el carruaje de su señora, y reunirse con la comitiva de Marcó del Pont. Los otros cincuenta dragones, con dos oficiales más debían seguir al sur con el coronel para incorporarse con las fuerzas de Barañao, de Quintanilla, La Palma, y otros jefes que marchaban ya como a dos leguas de la capital con dirección a Talcahuano.

Una vez que dio estas órdenes, M... tomó la brida de su caballo, y abriendo la puerta de la calesa antes de montar, subió al estribo, y estampó un amoroso beso en la frente de su mujer. Pero ella, inmóvil, impasible como la estatua de Palas, ni lo miró siquiera.

  —214→  

-¡Qué demonio de mujer! -dijo él entre dientes bajando del estribo; y después de haber ordenado que la calesa con su escolta partiesen al galope, saltó sobre su caballo y atravesó a escape las tinieblas y el desorden en que estaba envuelta la capital.

Tiempo era, en verdad, de que escapasen. El ruido y el bulto que hacía el piquete de los dragones estacionados a lo largo de la calle, había comenzado a producir una grande acumulación de patriotas y de populacho en los dos extremos de la cuadra. Enardecidos los unos con sus ideas políticas, y atraídos los otros por la codicia que les ofrecía la casa, por la fama de su opulencia, de su vajilla de plata y oro, de las alhajas y ricas telas, que, según era fama tenía allí la señora, y de que había hecho ostentación en los días de favor y de prepotencia de que había gozado, premeditaban todos un ataque, y se armaban a la ligera para cercar la casa, con tanto más ahínco cuanto que, para todas las clases de Chile, uno de los jefes realistas más odiados por su petulancia, por su soberbia y por su dureza.

Pero el joven A... que fue después uno de los generales más estimados de Chile, había logrado contener el imprudente arrojo de aquellas gentes, haciéndoles ver que si se metían mal armados en el cajón de la calle iban a ser víctimas del sable de los dragones, y que antes   —215→   era menester proveerse de armas de fuego y formar dos líneas compactas en los dos extremos.

En Santiago no había entonces una sola azotea, un solo balcón desde donde pudiera atacarse con ventaja a los realistas que ocupaban la calle. Todos los edificios se hallaban corridos a sus frentes por interminables tejados, sobre los cuales era imposible formar una buena línea de fuego.

Hubo pues que emplear mucho tiempo para recoger algunos pocos fusiles y escopetas, antes de emprender el ataque y de entrar a la calle; y estaban muy distante todavía de haberlo conseguido, cuando la escolta de dragones formó sus dos columnas para desembocar en la Calada, y tomar desde allí el camino respectivo por donde debía escapar cada una de ellas.

Así fue que cuando los dragones, sable en mano, emprendieron su galope, los grupos que pretendían contenerlos por el lado de la Cañada, hicieron algunos disparos sobre ellos, pero al ímpetu de la carga se envolvieron al instante y se desparramaron despavoridos a uno y otro lado de la ancha avenida; mientras que los grupos del otro lado de la calle, viéndola desalojada, avanzaron en desorden haciendo fuego también, y con aquella gritería salvaje y descomunal con que las multitudes alborotadas presentan su tremenda fisonomía en estas angustiosas situaciones.

  —216→  

Antes de un minuto, la casa de M... estaba entregada al más espantoso saqueo. Era en vano que la juventud decente que había entrado en ella mezclada con la canalla, pidiese orden y moderación en aquel furioso arrebato.

El padre Ureta, al verse libre de los realistas había salido también a la calle, y esforzándose por contener los desacatos de la multitud, predicaba que se obedeciese a la autoridad de más urgencia y procuraba hacer menos dolorosa la ruina inútil de las familias, y las atrocidades del bárbaro desorden. Subió a una preciosa cómoda de admirables incrustaciones y de ricas chapas cinceladas en oro y plata, quiso hacerse oír con el influjo de su vestido y de su carácter sacerdotal. Pero no bien había comenzado a pedir a voces que le prestaran atención, cuando cien hachas y picos se descargaron sobre el hermosísimo mueble que caía destrozado entre los que se echaban frenéticos sobre él, para apoderarse de un pedazo cualquiera de sus riquezas.

Los escaparates y las gavetas no caían sino que saltaban y rebotaban entre los miles de brazos que se las arrebataban con furor. Los opulentos trajes de la señora, los grandes pañuelos de la India volaban arrancados y hechos jirones, entre las garras de los que se los disputaban; y se veían rodando por el suelo, en un repugnante pugilato, grupos de hombres famélicos, más feroces que una jauría de perros, golpeándose   —217→   e hiriéndose por recoger las cuentas de oro de un grueso rosario desgarrado, las piedras de los anillos y de los zarcillos, las varillas incrustadas de los abanicos, los destrozos de un reloj, las camisas de batista, los pañuelos, los candeleros de plata, las cucharas, los platos, las fuentes en fin17.

-Y el alboroto y el saqueo crecían, cada vez más bárbaro a medida que se agotaban los objetos, con los nuevos grupos de gente baja que acudían de los diversos puntos de la ciudad.

De repente el estallido de un inmenso derrumbe dominando sobre la gritería y el alboroto, dejó a todos consternados y suspensos. Parecía que los techos se hubiesen partido y que la misma bóveda celeste se hubiese rajado al golpe de un rayo. Siguiéronse gritos de espanto: ayes y lamentos de gentes heridas. Los unos corrieron al ruido desde las otras piezas, mientras los otros huían y se salían a los patios empujados y estrujados a la vez por los unos y por los otros.

Era que el colosal y espléndido espejo que antes hemos visto en la cámara de la elegante dama, sacado de sus asientos, sabe Dios cómo, había caído cuán grande era, estrellándose y haciéndose añicos sobre las cabezas de los grupos   —218→   voraces que saqueaban la pieza; y que centenares de las afiladas lajas del fornido y grueso cristal habían estallado como una bomba contra el rostro de un sinnúmero de víctimas.

No se había serenado aún la terrible emoción que había causado este accidente, y yacían todavía por el suelo los heridos y la sangre que había ocasionado, cuando otras voces despavoridas gritaban: ¡Fuego, fuego! ¡La casa se quema! ¡La casa se quema!

Y en efecto, una humareda negra y condensada invadía todas aquellas piezas privadas de aire por la aglomeración de la multitud; y ya una que otra llamarada amenazante, avanzándose de golpe buscaba alimento y rápida salida hacia afuera por las puertas y las ventanas.

La fuga fue entonces general, atropellada y difícil, por las estrechas salidas del edificio para ganar la calle.

Al atravesar el salón huyendo del incendio el joven A... pisó en el suelo el papel doblado que se le había caído al coronel M..., y movido de la natural curiosidad, aunque sin saber lo que pisaba porque la pieza estaba a oscuras, lo alzó y salió a la calle llevándolo en las manos.



  —219→  

ArribaAbajo- XXVI -

El joven que había levantado ese papel, trató de leerlo desde que pudo verse libre de la batahola en que se había visto envuelto; y como encontrara que su tenor era interesante, se fue inmediatamente a la casa de Ruiz Tagle, donde los principales patriotas estaban reunidos, y donde se había constituido, como antes hemos dicho, un gobierno de urgencia que había comenzado a funcionar y hacerse obedecer, en los establecimientos públicos al menos, como cárceles y policía de que se habían apoderado los amigos en las primeras horas de libertad.

El papel era un billete firmado por el comandante realista Calvo, y dirigido a M... que decía:

-Comprendo tu ansiedad por saber del mayor San Bruno, y son, en efecto, serios los motivos que tienes para estar inquieto. He hecho cuantas averiguaciones he podido. Dos oficiales   —220→   de su cuerpo con quienes he hablado, me dicen que debe haber salvado del campo de batalla, porque lo han visto entre los dispersos de nuestra derecha, haciendo un gran rodeo por entre los cerros. Es de suponer que si ha logrado quedar libre hasta la noche, haya buscado la vuelta para introducirse en Santiago; porque al empezar la acción él creía que si éramos derrotados, podríamos dar otra batalla con las fuerzas que acudían del sur, y que no habían tenido tiempo de incorporarse. Con esta esperanza habrá procurado ganar la ciudad. Pero le habrá sido difícil, y mañana, si entra, tendrá que ocultarse o caerá en manos del enemigo, porque ya habrás visto que no hay cosa con cosa, y que no podemos hacer nada sino desbandarnos y retirarnos a toda prisa. Conversando antes con San Bruno me había dicho que en caso de una desgracia y de que no pudiese replegarse a tiempo ocurriría a su amigo Imaz donde tenía oculta la mujer que vivía con él, y que ese señor lo salvaría a toda costa dándole medios de escapar, porque era muy su amigo.

Como el joven A... conocía toda la importancia que tenía el apresamiento de San Bruno, para castigar los crímenes y alevosías (indignas de un verdadero militar) con que se había manchado, se dirigió como hemos dicho, al centro de patriotas constituido en lo de Ruiz Tagle, a darles conocimiento de su hallazgo. E informados   —221→   que fueron, ávidos también, como todos, de echarle mano al facineroso que tanto los había ofendido, misionaron a A... para que con una partida improvisada se dirigieran a la casa de Imaz y prendiese a este, a San Bruno y a su mujer, si los encontraba allí, o tomara todos los datos necesarios para hallarlos.

Por fortuna de Imaz, A... era como lo fue en toda su vida, un joven de sentimientos elevados y nobles, que no bien entró a la casa de este honrado vecino, tuvo ocasión de compadecerse del espantoso terror en que estaba. El infeliz se arrojó a los pies de A...

-Yo, señor A... -le dijo- soy un pobre hombre trabajador; San Bruno, a quien conocí mucho cuando era fraile franciscano en Zaragoza, era mi amigo, y venía de continuo a mi casa aunque yo no tenía trato con la suya. ¿Qué podía hacer yo, señor A... teniendo él tanto poder como tenía, y sin tener yo queja ninguna contra él, ni mezclarme allá en las cosas que él hacía? ¿No le parece a usted?

-Pero usted tiene aquí oculta la mujer de San Bruno y se prepara usted a darle escape a él mismo.

-En cuanto a la mujer, es verdad, señor A... pero no está oculta. Mucho antes de la victoria de los patriotas, la trajo aquí el padre Quílez de la recoleta y me pidió que la tuviera en mi casa, porque había quedado abandonada y   —222→   sin recurso alguno para vivir. Compadecido yo de su estado... todo el día tuece y escupe sangre... me movió la caridad a recibirla. Ahí esta señor A... Yo no hago ninguna dificultad en entregarla a la autoridad: no la tengo, ni la he tenido oculta... ni he creído que cometía un crimen con esta buena acción. ¿No le parece a usted, señor A... que esto me justifica?

-Veremos lo que dice el gobierno.

-Pero, señor A... -dijo Imaz con una voz en extremo angustiada...- ¡no me lleve usted preso, por Dios! ¡Se lo pido por su mamá y por su anciano y venerable padre que siempre me ha estimado! Si en estos momentos me llevan a la cárcel ¿quién me oye? ¿quién me hace justicia? ¿quién se apiada de mí y de mi pobre familia?... Señor A... yo le doy a usted mi palabra de honor de no moverme de mi casa, y no admitir a nadie en ella... ¡Hágase usted mi defensor delante de sus amigos, y no me traten como a criminal! Después que se serenen las cosas infórmense de mi conducta, y me encontrarán pronto a todo.

-Bueno, Imaz; ¿me jura usted informarme del paradero de San Bruno?

-¿Cuándo lo sepa?

-Sí, cuando usted lo sepa o lo sospeche.

-Sí, señor, cuando lo sepa o lo sospeche.

-Pero sin moverse usted de su casa.

-¡Juro que no me moveré, señor A... por   —223→   esta cruz en que pereció Nuestro Salvador! -dijo Imaz besando los dedos que había cruzado, y anegado en lágrimas de pavor.

-¡Convenido! Voy a disculparlo a usted, y a interceder para que lo dejen tranquilo porque quedo convencido de su inocencia. Pero es preciso que usted me entregue a la mujer de San Bruno, porque ella tiene que declarar cuáles han sido los paraderos y relaciones de ese facineroso, y dónde tiene sus papeles.

-Muy bien, señor A... Llévela usted, pero llévela usted en mi litera de manos, porque la pobrecilla está deshecha y muy enferma. Un constipado terrible y violento la tiene postrada... tengo dos rotos que la pueden cargar.

-¡Bien! Abríguela usted y que me sigan.

-Pobrecita, señor A...

-¡Cómo ha de ser, Imaz! ¡En estos casos cada uno tiene que cumplir su deber, y hay cosas terribles!

-¡Es cierto, señor A...! ¡Es cierto!... Yo le quedo a usted eternamente agradecido... ¿Cree usted que ya no se me seguirá ningún perjuicio?

-¿Qué puedo yo decirle sobre eso? Hago lo que puedo; y lo dejo a usted en su casa; lo demás será incumbencia del gobierno que se forme; y nada puedo yo asegurarle.

Cabizbajo, pero consolado al mismo tiempo, Imaz se ocupó de acomodar y de abrigar a la   —224→   infeliz mujer de San Bruno, con toda la bondad y compasión que pudo.

Ella, resignada y sumisa siempre a purgar las faltas que se reprochaba, y teniéndose hasta por criminal según el criterio de los demás, contra el que no osaba levantar su espíritu ni su propia conciencia, obedeció como una víctima propiciatoria; y se dejó conducir a las Casas Consistoriales; que, situadas en la plaza, tenían al extremo de la acera el edificio de la cárcel.

Cuando A... regresó a dar cuenta de su comisión, Ruiz Tagle y los patriotas se habían instalado ya en esas Casas de Gobierno; y en la confusión y la premura con que se hacía todo en aquellos instantes; en la multitud de diligencias urgentes, de idas y de venidas, sin tener donde depositar a la infeliz mujer en otro lugar seguro donde se le pudiese tener a mano para interrogarla, se le introdujo por lo pronto en una de las piezas más habitables y reparadas de la cárcel. Pero, como al día siguiente comenzose a meter allí grupos de prisioneros y de presos por crímenes y atentados de todo género, Manuela quedó olvidada en su calabozo, aunque atendida por la buena mujer y familia del alcaide, que compadecidas de su estado, la asistían con remedios y cuidados, sin conocer su historia, y sin saber una palabra de los motivos o de los fines con que había sido llevada. Para los carceleros era una presidiaria, y para los de afuera   —225→   era como si no existiese ni hubiese existido en el mundo de los vivos.

Nadie se acordó más de ella. Imaz con sus labios sellados, no se atrevió a hablar con nadie ni se movió de su casa; y el mismo A... arrebatado por el torrente de la vida nueva que se le abría, por los quehaceres, y por los deberes militares a que se entregó desde el primer momento, perdió completamente de la memoria el recuerdo de aquel incidente, por las nuevas y las más grandes preocupaciones de su espíritu y de los gloriosos sucesos en cuyo curso tomó parte.

¡No solamente son bárbaros y atroces los hombres, algunas veces el destino lo es mucho más!



  —226→  

ArribaAbajo- XXVII -

Informado el general San Martín de lo que pasaba, le ordenó al general Soler, que se adelantase a ocupar rápidamente la capital y todas las columnas de la vanguardia rompieron su movimiento.

Como a unas cincuenta varas por delante de las primeras mitades, marchaba también la Loca de la Guardia, con aire de triunfo, y con semblante severo como siempre. Se había envuelto, de la cintura a los pies, y a manera de túnica griega, un poncho mendocino de listones blancos y azules, que probablemente había encontrado, abandonado o perdido, en el campo de batalla. Cubríale el busto nada más que la trabajada camisa que había tomado cuatro días antes, de la casa de Manuela, y que bastante desabrochada, dejaba ver los hombros, casi desnudos como en los modelos de la estatuaria antigua. Se había colocado sobre la cabeza una   —227→   especie de corona de plumas largas de cóndor, sostenidas de sien a sien, por una cincha de trapos colorados, cuyos dos extremos flotaban a un lado; y en la mano derecha blandía, a manera de lanza o de trofeo, una alta caña rematada por otro mechón de idéntico plumaje.

A pesar de tan grotescos atavíos, había en el conjunto y en el aire con que marchaba, algo de imponente, algo de armonioso y de homogéneo con tan raro ser, con el carácter especial, de su demencia, con las pasiones misteriosas que escondía en las tinieblas de su alma, y con el convencimiento que parecía tener de su propia misión, en esta grande evolución que hacía su patria al amparo del ejército argentino.

Era un poco más de medio día, cuando el primer escuadrón de granaderos a caballo, al mando del coronel N... penetró en la ciudad por el puente, y pagó a situarse al otro extremo en la cañada. Mandaba el primer piquete o avanzada, el teniente don Félix Aldao; quien, al desfilar para formar en línea, tropezó de cerca con la Loca; y como tuviera que hacer trastabillar su caballo para no llevársela por delante, se enfadó; y con un leve cintarazo la echó a un lado para que le diera lugar. Pero ella, irritada con el vejamen, blandió su plumero con una rapidez admirable, y lo hizo caer con violencia sobre el rostro del fraile. El caballo se le espantó; y como en el sacudimiento viniese al   —228→   suelo el morrión, descubriósele en la cabeza la corona sacerdotal, que no había tenido tiempo aún de cubrirse con el cabello para hacer desaparecer esa señal poco militar que denotaba su anterior estado.

Enfurecido con el contratiempo, y sospechando el ridículo en que lo ponía delante de los otros oficiales, iba ya a acometerla, cuando su hermano el capitán don José Aldao, que mandaba la compañía, y que tenía órdenes estrictas de tratar al pueblo con toda moderación y respeto, vino deprisa a contenerlo.

-¡Repara -le dijo- que es una mujer, y loca por lo que se ve!... Sargento; separe usted a esa mujer de la línea.

Pero ella sin dar lugar a que la tomaran, comenzó a alejarse, caminando con el mismo garbo, y tomó hacia arriba de la cañada, sin cuidarse de lo que dejaba atrás.

A ese tiempo, ya recorrían la ciudad numerosas partidas de vecinos organizados y armados, y algunas de las tropas que iban entrando por diversas calles, destacadas para restablecer el orden, para recoger objetos robados, prender facinerosos, y contener los desacatos que todavía seguían cometiéndose en algunos barrios apartados.

La Loca siguió su camino, sin interrupción, hasta la casa de Tomasa: y se entró en ella como una fantasma silenciosa, buscando por todos   —229→   los cuartos y aposentos al niño que cinco días antes había dejado. El terror y la angustia de la familia fue grande al verla; porque, aunque creían que habían procedido bien poniéndolo al amparo de la señora de M... no podían desconocer la falta en que estaban para con ella, que era quien lo había puesto en sus manos.

No hallándolo en ninguna parte, la Loca tomó un aspecto siniestro; y asiendo a Tomasa por el pañuelo que tenía cruzado en el pecho, le preguntó secamente:

-¿Y mi hijo?

-¿Tu hijo? ¿No me dijiste, Teresa, que no era hijo tuyo?

-¿Y a ti que te importa? ¿Tú lo conoces? ¿sabes que sea de otra? Yo te lo dí, devuélvemelo.

-Mira, Teresa, no lo tenemos en casa: los españoles... ¿entiendes?... ¡óyeme bien!... los españoles querían quitárnoslo; te buscaban a ti para matarte, y lo escondimos en otra parte.

-¿Dónde? -preguntó ella secamente.

-¿En dónde? -en lo de la señora doña Pepa M...

Un rayo de ira iluminó la fisonomía de Teresa y descargando la caña sobre Tomasa exclamé:

-¡En la cueva de los lagartos!... ¡para que lo devoren!... ¡Ladrona... Ladrona! devuélveme al niño -gritaba como una desaforada; y prendida   —230→   de las ropas de la Tomasa, con una fuerza tremenda, la arrastró hacia la puerta de la calle enmedio de la gritería y de la alarma de las otras mujeres que procuraban defenderla.

-¡Ladrona!... ¡Ladrona!... ¡Has entregado el niño a San Bruno! -exclamaba ella en altas voces cada vez más enfurecida y más violenta, llegando así hasta la calle; en donde el alboroto llamó la atención de los vecinos, y de una patrulla que al oír la palabra, ¡ladrona! ocurrió deprisa a informarse de la causa de aquellas voces y a contener el desorden.

Como el individuo, que encabezaba esa partida viera que se trataba del robo de un niño y que se hablaba de San Bruno, cuya cabeza acababa de ser puesta a precio en ese momento, comprendió que en todo aquello se ocultaba algún grave misterio, y tuvo por conveniente prender a Tomasa y a la Loca, y llevarlas ante las autoridades del momento.

Tomasa, entregada a la más cruel desesperación al ver a sus hermanas y a su anciana madre en aquel trance amargo, pedía que la llevaran a casa de la señora de M..., donde estaba el niño, y donde lo entregarían. Pero este mismo nombre lanzado allí con una imprudencia impremeditada e inocente, no sirvió sino para agravar las sospechas de los hombres de la partida, y para afirmarlos en la necesidad de prenderla, puesto que aparecía con semejantes connivencias   —231→   con dos nombres tan siniestros y tan odiados como el de San Bruno y el de M...

Nada fue pues bastante para hacerles cambiar de resolución, fue vano el testimonio favorable de los vecinos sobre aquella familia, fueron vanas las súplicas de las amigas del barrio; y como la Loca no cesaba de gritar ¡Ladrona! ¡Ladrona!... Le has entregado mi hijo a San Bruno y a M..., no hubo recurso; fue necesario marchar a la plaza mayor, sin que Tomasa tuviera tiempo para otra cosa, que para suplicar anegada en lágrimas a una de las más íntimas vecinas que fuera a lo de la señora de M... a informarle de lo que pasaba.

¡Cuál sería su aflicción y su terror al oír que de otra parte le decían que la señora de M... había huido de la ciudad en la noche anterior, y que su casa había sido saqueada e incendiada hasta quedar en cenizas y en escombros!



  —232→  

ArribaAbajo- XXVIII -

Alarmado por el estado de la capital, donde como hemos visto, se habían desencadenado todos los horrores del desorden popular, el general San Martín puso en movimiento todo el ejército, y sus diferentes cuerpos comenzaron a entrar en ella una hora, a lo más, después de la vanguardia del general Soler.

Las fuerzas realistas que habían alcanzado a entrar en acción, se retiraban hechas y compactas por los caminos que daban al sur al marido de Quintanilla, Barañao y M... Pero las que habían sido derrotadas no habían podido reorganizarse, ni tomar siquiera la menor cohesión. Convertidas en grupos incoherentes y anarquizados, no atendieron, ni pudieron atender a otra cosa, que a huir hacia la costa más inmediata; y en este estado informe y tumultuoso, producido por el pánico y el rompimiento de todos los vínculos de la disciplina, tomaron, los unos desde   —233→   la ciudad, y los otros desde el portezuelo de Colina, el camino de la cuesta de Prado, con dirección a Valparaíso, donde el general Maroto se había detenido con el ánimo de hacerse obedecer y de restablecer alguna formación que le permitiera asegurarse de ese puerto, para ejecutar el embarque con método y con esperanzas de poder llevar a Talcahuano una base regular de tropas.

Apenas pudo el general San Martín darse cuenta de lo que ocurría en una y en otra dirección, comprendió todo el interés que tenía en no darles tiempo a los unos para dominar las provincias del sur, ni a los otros para organizar su embarque. Y como el general Soler le hubiera manifestado que no estaba dispuesto a seguir la campaña del sur bajo las órdenes del general O'Higgins, que, como jefe supremo del país, día más, día menos, parecía naturalmente indicado para esa campaña, el general en jefe dispuso que el coronel Las Heras saliera al día siguiente a la cabeza de una fuerte columna de las tres armas, a perseguir a los cuerpos enemigos que habían tomado el camino de Concepción hasta encerrarlos en Talcahuano, y poner sitio a esta plaza; ordenándole al mismo tiempo al coronel N... que partiese esa misma noche, en los mejores caballos que se pudiesen recoger, a deshacer y atacar los grupos que con Maroto se habían dirigido a Valparaíso por la cuesta de Prado.

  —234→  

Entre tanto, los rumores de la espléndida victoria de Chacabuco se habían ya esparcido por todo el país, y no sólo los principales hacendados y patriotas de las campañas inmediatas, sino turbas libres de campesinos, se habían puesto en movimiento para saquear y capturar los carruajes, carretas, familias y personas de los realistas que huían a escape por todos aquellos caminos.

En la mañana del día siguiente, la mayor parte de estos grupos habían sido detenidos al pie de la cuesta de Prado por los jefes españoles que aún persistían en reorganizarlos.

Como aquella cuesta es una subida estrecha en zigzag, que no daba paso por ninguna otra vía, fácil les había sido contener allí a los dispersos, e impedir que los particulares y los convoyes de carretas, carros, calesas, birlochos y otros vehículos, en que las familias que huían llevaban sus equipajes, viniesen a mezclarse con los individuos de tropa que querían reorganizar. Y al efecto, ordenaron que todo ese alborotado tráfago de la fuga, se detuviese como a cuatrocientos metros del campamento en que querían arreglar los grupos de la tropa.

El general Maroto presidía esta operación con suma diligencia, haciendo esfuerzos increíbles para llevar a cabo su empeño. Pero era evidente la mala condición moral en que se hallaban los soldados. Lo que ellos querían, era adelantar   —235→   camino hacia la costa. No conocían como jefes de sus respectivos cuerpos a una gran parte de los oficiales que se les imponía. Los unos habían servido en tal o cual batallón, en tal o cual escuadrón, y los otros en otro. La menor cosa los alarmaba; y parecían más prontos a insubordinarse para proseguir la fuga, que a obedecer para hacer pie, o para rechazar al enemigo victorioso, que de un momento a otro veían todos venir sobre ellos. Si éste era el estado de la tropa, el de las familias era infinitamente más doloroso y alarmante. No había mujer que no gritase indignada contra la tropelía que se cometía con tanta infeliz familia que anhelaba escapar cuanto antes y llegar al puerto. Las exclamaciones, los lamentos y las protestas llenaban el espacio y repercutían con sus ecos lastimeros en las montañas inmediatas.

Se trató por un momento de hacerlas pasar adelante para que dejasen desempeñar con tranquilidad la tarea de los militares. Pero, fuera de que tantas carretas y tantos vehículos como formaban el convoy de Marcó del Pont, y de sus otros amigos exigían largo tiempo para pasar por aquella angostura al paso de los bueyes que las arrastraban, la tropa dio muestras al instante de grande inquietud y de enojo; pues no podía dejar de ver que todo aquel tiempo en que allí la detenían y daba lugar al enemigo para alcanzarla y exterminarla.

  —236→  

Había a un lado de la subida unos pantanos bastante extensos y fangosos, formados como sucede siempre, por la caída de las aguas de lluvia hacia el terreno más bajo, que no dificultaban poco la marcha desordenada que llevaba aquel convoy.

De repente se alzó una inmensa gritería entre aquella multitud, y aun entre la tropa que se estaba arreglando en esa especie de campamento que se procuraba formar. Veíanse sobre los cerros, y aun en el llano, numerosas partidas de gente armada, a pie y a caballo, que comenzaban a rodear a los fugitivos.

Al grito de: ¡El enemigo! ¡el enemigo! todo aquello se revolvió. Ya no hubo cómo contener a nadie. La soldadesca tomó cuesta arriba, llevándose por delante a sus jefes, que se vieron obligados a renunciar a su empeño y a seguir el empuje del pánico general.

Las carretas y los demás vehículos se movieron como pudieron. Los unos alcanzaron a tomar la cuesta con infinito trabajo; otros eran abandonados por los que los ocupaban, que tomaban caballos y se enarcaban de a dos y de a tres, hombres, mujeres y niños, para huir; mientras otros, tratando de pasar por los lados, caían en los pantanos, y quedaban encajados en su profundo barrial18.

  —237→  

Tocole esta última suerte a la calesa en que iba madama M... con Mariana y con el niño. El teniente Amenino hizo esfuerzos heroicos para sacarla de allí. Pero por detrás y a los lados se habían empantanado también otras calesas y algunas carretas que en el pánico no habían podido discernir bien el camino que tomaban, de manera que no era posible retroceder. Se hizo la prueba de amarrar caballos a la cuarta; pero el pantano, más profundo cuanto más adentro, no daba base para que los caballos hicieran pie, y no podían, por consiguiente, tirar. Desesperado de este contraste, el bravo y caballeroso español propuso a la señora que tomase la anca de su caballo para huir. Pero ella opuso la situación de Mariana y del niño.

-Irán, señora, llevados por los dragones -le dijo él con la ansiedad propia del momento.

-¡Pero en este alboroto y confusión es imposible que no se nos pierdan!

-¡Yo respondo que no, señora!

-Usted no puede responderme aquí de eso, ni yo tendré cómo hacerle a usted responsable después si sucede.

-El coronel M... señora...

-El coronel M... no le exigirá a usted nada en ese caso.

-Pero, señora, estamos quedando solos... ¡Voto al infierno! -dijo al reparar que la mayor parte de sus dragones le habían desamparado,   —238→   y que huían también mezclados ya con el tumulto-. ¡Señora, por Dios!... un instante más y quedamos cercados.

Con la entereza de un hombre resuelto, y con el ademán de una suprema energía, le dijo ella:

-¡Huya usted, teniente!... Ya ha cumplido su deber hasta donde es posible.

-¡Dragones del Rey! -gritó el teniente a los cinco hombres que le quedaban- huyan a la cuesta y sálvense.

No necesitaron los dragones que les repitiese esta orden, y se pusieron a escape.

-Yo quedo al lado de usted, señora, y conservo esta espada y mis armas para morir haciendo respetar su honor y el nombre que lleva.

-¡No, teniente!... ¡Sálvese usted!

-¡Señora! -le contestó él visiblemente airado-. Una mujer no me enseñará jamás lo que me impone el honor y las órdenes de mis jefes -y separando su caballo, se colocó silencioso a cierta distancia de la calesa, sin querer dar oídos a las voces que la dama le dirigía diciéndole:

-¡Sálvese usted! ¡sálvese usted!

¡Y ya no era tiempo tampoco!

Un grupo de campesinos, aprovechándose del desamparo en que habían quedado, se echaban a galope sobre los carruajes que habían sido abandonados. Al embestir ellos la calesa de madama M... el teniente les hizo fuego con sus dos pistolas, y la defendió desesperadamente con su   —239→   espada. Pero acometido con libes19 y con los estribos baúles, que son una arma terrible en Chile, fue prontamente derribado, desarmado y rendido, mientras que otros se arrojaban al carruaje para saquearlo.

Sabe Dios la suerte que habría corrido el teniente Amenino, y la que le habría tocado a la bella dama que él había querido defender, si en ese mismo momento no hubiese aparecido allí, sable en mano y a galope, una mitad de granaderos a caballo, que acudía a toda prisa a desparramar y separar de los carruajes abandonados los grupos famélicos que los saqueaban; y un momento después llegaban deprisa también todo el escuadrón con el coronel N... a su cabeza.

Después que se restableció el orden en aquel tumulto, un oficial le dijo al coronel, señalándole el carruaje de madama M...:

-En aquel carruaje hay una señora con un niño, que parece en extremo afligida y angustiada.

Y en efecto: no tanto por sí, cuanto por la suerte del heroico teniente que se había sacrificado por ella, madama M... pedía a gritos que no lo matasen, que la oyesen.

Reparolo entonces el coronel, y metiendo su caballo en el pantano hasta el estribo de la calesa, con el garbo de un jinete consumado, y   —240→   con el que era natural a la esbelta y gigantesca talla que le hacía tan hermoso como era galán y cumplido, arrastrando la vaina de su espada mientras que su terrible hoja colgaba de la dragona en su mano derecha.

-Señora -dijo con una extremada cultura- no se alarme usted; esté usted segura de ser respetada y servida. En este momento no es posible que usted pueda continuar hacia Valparaíso con la debida seguridad... Pero diga usted lo que desea, que será usted complacida al momento.

-Lo que deseo, señor coronel, es que no sea martirizado ese oficial que me custodiaba. Por defenderme se ha sacrificado. No ha querido salvarse, y se ha expuesto a perecer a la puerta de mi carruaje.

Algo de indescifrable y malicioso debió pasar rapidísimamente por la fisonomía del bravo jefe de granaderos a caballo al oír estas palabras. Madama M... que tenía las percepciones vivas y centelleantes del talento, debió percibirlo, pues agregó al instante:

-¡Sí, señor! Sin conocerme, sin haberme tratado, sin haberme hablado, y sólo por cumplir el encargo de escoltarme que le había dado mi marido el coronel M...

-¿El coronel M..., señora?... ¿Es usted madama M...?

-Sí, señor, y créamelo usted, este joven, sin   —241→   sin conocerme, sin haberme tratado jamás, sin haberme visto hasta ayer se ha rehusado heroicamente abandonar mi carruaje. Sus soldados han huido; pero él ha preferido hacerse matar aquí antes que salvarse con ellos, como podía hacerlo.

Necochea tomó un aire circunspecto; y después de haber reflexionado un segundo, como si obedeciese a una noble inspiración, dirigió su voz al oficial prisionero y le preguntó su nombre.

-Manuel Amenino, teniente de dragones del Rey, y español de nacimiento -contestó.

N... sacó entonces un papel, y sobre sus pistoleras escribió:

«Certifico que el teniente de dragones del Rey, don Manuel Amenino, se ha negado a salvarse; y que aun abandonado por su tropa, ha permanecido al lado de la calesa de madama M...; que la ha defendido con su espada hasta ser herido y desarmado. Y en honor a su heroica conducta le pongo en libertad; y le doy este salvoconducto valedero hasta Valparaíso.

»El comandante de granaderos a caballo

»Mariano N...»

Después de haber firmado, alargó el papel a madama M..., y dijo:

-¿Será esto bastante para complacer a usted, señora?

  —242→  

Ella leyó, se le llenaron los ojos de lágrimas; y devolviendo el papel con una mirada gratísima, contestó:

-¿Qué puedo yo decir para expresarle la admiración de que es usted digno, señor coronel?

-Mi recompensa, señora, es el honor que usted me hace en esas palabras -le dijo él con el tono de la más exquisita cortesía.

Pero como era demasiado diestro y habituado al mundo para permitirse la menor galantería, se dirigió con gravedad al teniente Amenino, le tomó la mano, y felicitándole por su comportamiento, le dio el certificado que acababa de extenderle.

La sorpresa del teniente fue grande; y al verse libre y honrado con semejante testimonio, estrechó con efusión la mano del enemigo que le favorecía de una manera tan inesperada.

-¡Teniente Suárez! -dijo N...-. El mejor caballo que haya a mano para el teniente de dragones del rey don Manuel Amenino... ¡Teniente! Tiene usted libre el camino para incorporarse con los suyos... ¡Buena suerte y hasta otra vez! -agregó con un tono indefinido, que no podía decirse si era amistoso o problemático.

El teniente realista recibió su sable de manos de Suárez, arregló su caballo y partió.

Decir lo que tal vez pasaba en aquel momento por el alma romancesca y exaltada de madama M..., es imposible. La figura, la discreta   —243→   cortesía y la generosidad del bizarro jefe argentino la tenían evidentemente conmovida bajo la impresión de una profunda gratitud; y debían tener un influjo poderoso en su destino y en los futuros sucesos de su vida.

Del mismo modo, la belleza es aquella tan hermosa dama; su entereza en tan amargo conflicto; lo fantástico del encuentro, debían haber impresionado también (a pesar de su disimulo) el corazón de un joven tan señalado ya en los crudos combates de la guerra como en los tiernos asaltos del amor.

La escena había sido altamente dramática: los procedimientos, nobles y generosos... ¿Qué más para dar origen a la grande y peligrosa crisis de la vida?

De la estimación y de la gratitud, al trato y a la intimidad, de la intimidad... ¿Para qué decirlo, cuando el héroe de la aventura era un guerrero como el coronel N... que jamás había perdido la ocasión de... dar una carga a fondo, y a su tiempo?



  —244→  

ArribaAbajo- XXIX -

Sin manifestar más solicitud que la que el estricto comedimiento le impone en estos casos a un caballero discreto y culto, el coronel N... volvió a acercarse a la calesa.

-Señora -le dijo- me parece indispensable que ustedes desocupen el carruaje. Al arrastrarlo hacia terreno seco podría volcarse.

-Muy bien... pero no me gustaría verme obligada a salir a caballo.

-Veremos si es posible evitarlo -contestó el coronel-. Tendrá usted que esperar algunos minutos, porque mis deberes me obligan a tomar antes otras medidas.

Se ocupó, pues, de dar algunas órdenes; y en virtud de ellas, dos compañías del escuadrón entraron en la cuesta y se situaron en su altura.

-Enseguida ordenó que los campesinos que se habían reunido allí, deshicieran una o dos carretas, y que con los maderos, palos y cañas formaran   —245→   una especie de puente bastante elevado para que madama M... pudiese caminar sobre él y salir de aquel barrial.

Mientras que unciendo algunos bueyes arrastraban la calesa a buen piso, apareció por el extremo del llano, en dirección también a la cuesta, un batallón argentino destinado a ocupar a Valparaíso; y un momento después se adelantaba al lugar en que se hallaban los Granaderos, el comandante Alvarado, jefe del batallón de Cazadores de los Andes, montado en un soberbio caballo.

-Mariano -le dijo Alvarado, entregándole un oficio a N...- esa es una orden para que te repliegues a la capital. Yo tengo orden de marchar rápidamente sobre Valparaíso y de ocupar hoy mismo el puerto para impedir el embarque de los dispersos. El general espera que haciendo diligencia podré apoderarme de Marcó y de Maroto... ¿Qué ha habido aquí?

-Nada de particular; una parte del escuadrón está ya arriba de la cuesta; y apurando tu marcha, de seguro que tomarás muchos prisioneros.

-¿Y aquella señora?

-Es la señora de M... Se le empantanó el carruaje como a todas esas otras familias que están más allá; y se le ha hecho salir mientras se lo preparan.

-¿Y para dónde va?

-No tiene más remedio que regresar a Santiago.   —246→   Tú comprendes, siendo la mujer de M..., yo tengo que considerarla como prisionera... Cuando menos puede servirnos como rehén...

-¡Por supuesto! ¡Sabe Dios lo que estos diablos harán por el sur!... Y bueno es que tengan este freno.

-¿Quieres que te presente?... No has visto mujer más hermosa en tu vida.

-Por ahora no. Después la veremos en Santiago, si acaso.

Llegaban ya al pie de la cuesta las primeras compañías de cazadores; y Alvarado les ordenó subir inmediatamente.

-Yo creo que el general -dijo- ha de haber contado con que tú estarías ya en las inmediaciones de Valparaíso cuando yo te alcanzase, y me parece que sería conveniente que llevase conmigo una compañía por lo menos de tu escuadrón.

-Lo creo muy conveniente; y en todo caso es cosa de una hora hacerla regresar.

-¡Bien! Cuando llegues a Santiago infórmalo al general; y da orden a tus capitanes para que se pongan a mis órdenes.

Hecho así, se iban ya a separar los dos jefes, cuando Alvarado, golpeándose la frente, dijo:

-¡Qué diablos!... ¿No me has dicho que aquella dama era la mujer de M...?

-Sí.

-¡Pues mal va a encontrar sus cosas en Santiago!   —247→   Anoche le han saqueado la casa hasta barrerla del todo, no le han dejado ni un pañuelo, ni un trapo: espejos, muebles, ropas, vajilla, todo ha sido destrozado, y para colmo de fiesta, se ha incendiado y está en escombros.

-¿Y quién ha hecho eso? -preguntó N... indignado.

-El populacho. Los rotos.

-¡Es un oprobio!... Pero, en fin, ¿qué vamos a hacer?... Razón de más para que regrese a atender sus intereses... Lo mejor es no decirle nada... y que sepa su desgracia cuando llegue.

-Son muy mal queridos.

-En cuanto a ella... no creo que sea justo... Me ha hecho muy buena impresión.

-¡Ya lo creo!... Siendo tan bella como dices... ¿Qué te importa lo demás? Protégela tú, y al diablo los M... ¡y los otros! ¡Adiós!

-¡Adiós!

Compadecido ya de una manera particular de lo que Alvarado acababa de decirle, y reparando que la calesa de madama M... estaba ya fuera del pantano y pronta a rodar, N... se acercó a ella y le dijo:

-Señora, vamos a ponernos en marcha. La calesa de usted seguirá a retaguardia del escuadrón custodiada por un piquete para evitar todo contratiempo. El país está bastante alborotado como usted ha visto, y debe haber partidas alzadas que andarán cometiendo desórdenes.

  —248→  

-Permítame usted, coronel -le dijo ella- que le pida a usted un favor insignificante y tan vulgar, que hasta vergüenza tengo de verme obligada a pedírselo a usted.

-¿Y por qué, señora?.. ¡Diga usted!

-Hace muchas horas que esta pobrecilla criatura no ha tomado alimento, y quisiera acercarme a algún rancho, a alguna casa, en donde pudieran darme leche y alguna otra cosa para él; ya usted ve que no, es justo que me lo traten como a prisionero.

-Es muy fácil, señora, complacer a usted. Dentro de un momento vamos a estar en la posta; allí haré alto para que coman mis soldados, y usted podrá procurarse lo necesario.

N... se separó de madama M... y se puso a la cabeza de su tropa; la calesa siguió a retaguardia; y media hora después entraron a la posta, donde los soldados se ocuparon de su comida y la señora de proveerse de los alimentos que necesitaba para el niño, para ella y para Mariana.

Al poco rato entró el coronel al cuarto en que estaba madama M... y le dijo:

-¿Ha descansado usted, señora? Vamos a continuar la marcha.

-Cuando usted guste, señor coronel. El niño ha tomado ya su alimento, que era lo principal.

-¿Es hijo de usted?

-No, señor. Dios no me ha bendecido con   —249→   esa gracia. Es un huérfano cuya madre no conozco. No tiene más amparo ni más madre que yo, por ahora; y estoy obligada, por lo mismo, a cuidarlo como si fuera mío.

Madama M... le refirió entonces todo lo que sabía del niño, que, a la verdad, era bien poco, y la manera cómo lo había recogido en su casa.

-No sé ni cómo se llama siquiera -agregó ella.

El coronel, entonces, con una sonrisa llena de malicia, le dijo:

-¡Eso es grave! Será preciso que lo bauticemos.

-Quizás tenga usted razón.

-Pues, señora, permítame usted desde ahora que solicite ser su padrino, si, como es de esperar, ha de ser usted la madrina.

-Y no lo tome usted a broma -dijo la andaluza-. ¡Le tomo a usted la palabra! No se necesita de la pila y del cura para tomar bajo su protección un niño desvalido; y por lo que le he dicho a usted, bien ve usted que este pobrecillo bien lo necesita. ¡Una madre perdida, o que lo ha perdido, y una loca vagabunda por única dueña!... Y mire usted, coronel, si me lo quisieran quitar sin derecho de madre o de familia, voy a ocurrir a la protección de usted; porque lo que es yo, bien sé lo poco que he de valer en el nuevo orden de cosas que ha imperado. Lo único que puedo darle yo es el techo de mi   —250→   casa; y sabe Dios si puedo contar con él... Y eso, coronel, que jamás he tenido pasiones de partido; que quiero como míos a los americanos, y que he hecho por ellos cuanto he podido. Pero mi marido... ¡Dejemos esto! Me duele y me incomoda hacerle a usted protestas de este género en semejantes momentos... ¡De mí, que sea lo que el destino quiera!... Pero en cuanto al niño, queda desde ahora bajo la protección de usted... ¿No me hará usted el gusto de darle un beso, para dejarme tranquila de que ha de ser usted su padrino, con pila o sin pila, como usted me lo ha dicho? -dijo madama M... tomando el niño de los brazos de Mariana y presentándolo al coronel.

No teniendo cómo negarse, aunque con un evidente encogimiento, el coronel acercó sus labios a la frente de la criatura. Sin darle la mano, porque entonces no era permitido tomarse esta libertad con una dama, el coronel le hizo una cortés reverencia y se despidió enseguida, pidiéndole que le permitiera el honor de presentarse a ella en Santiago. Madama M... se lo concedió, y bien seguro estaba él de que la dama tendría que acudir a sus servicios cuando viera el estado a que la había reducido el saqueo y el incendio de su casa.



  —251→  

ArribaAbajo- XXX -

Feliz había sido madama M... en ser detenida antes de llegar a Valparaíso; porque no puede darse situación más desastrosa y lamentable que la que les cupo a las desventuradas familias que, huyendo de un mal imaginario, buscaron una salvación ilusoria en Valparaíso, contando con que lograrían reunirse con los suyos en Concepción y en Talcahuano.

Seguidos de cerca por el batallón de cazadores y por las dos compañías de granaderos a caballo, los prófugos que más se habían adelantado llegaron al puerto. Pero, muchísimos otros, detenidos por el cansancio y por la falta de medios para proseguir, cayeron, a poco de andar, en poder de los patriotas; y fueron remitidos a Santiago, donde no tardaron en ser puestos en libertad y en volver a sus respectivas casas.

Marcó del Pont tuvo miedo de huir incorporado a sus amigos y satélites. Creyendo que era   —252→   mucho más acertado y más seguro separarse del convoy y dirigirse a San Antonio, fue sentido, cercado y tomado por las partidas que se habían formado en la hacienda de las Tablas. Remitido al general San Martín, fue destinado a la provincia de San Luis, donde quedó confinado y oscuro para el resto de su vida.

Los otros grupos, compuestos de hombres, mujeres, niños y soldados, todos revueltos, alcanzaron a entrar en Valparaíso; pero a la vez que los patriotas, presos desde antes en algunos de los buques realistas, se sublevaban en ellos, se hizo imposible también obtener el menor orden para hacer el embarque en los otros. Las tripulaciones, tan anarquizadas como los fugitivos, hicieron lo que quisieron al impulso de la alarma y del pánico general. La confusión fue tal, que en vez de hacerse a la vela para el sur, los marinos creyeron que no había salvación sino yéndose a Lima; y se llevaron toda aquella multitud completamente desprovista de preparativos para este viaje, y de medios para vivir allá, donde no tenían deudos o relaciones que los recibieran.

A eso de las nueve de la noche llegaba a Santiago el escuadrón del coronel N... conduciendo una larga comitiva de prisioneros y de prófugos, que tomados y detenidos por las diversas partidas y fuerzas que recorrían el país, había ido reuniendo en el camino.

  —253→  

Conociendo él la catástrofe que dejaba a madama M... sin la habitación con que ella contaba, se acercó a su calesa y le dijo:

-Señora, ¿dónde quiere usted que se la conduzca?

-Pues qué -dijo ella con sorpresa- ¿me tratarán ustedes como prisionera de guerra?

-¡De ningún modo, señora!

-Pues entonces que me lleven a mi casa: calle de la Bandera, última cuadra, al tocar en la Cañada.

-Es, señora, que voy a tener el dolor de darle a usted una triste noticia.

-¿Qué triste noticia puede darme usted, coronel? Todo lo que me interesa está aquí conmigo... No tengo más familia... ¡Ah! ¿Habrán tomado o muerto a M...? Y aun en este caso, no habría razón para privarme de ir a mi casa. ¿Sabe usted algo de M... coronel?

-Nada, señora; y no creo que le haya sucedido desgracia alguna; pues yo ya lo sabría.

-¿Y entonces?... Diga usted. ¡Yo puedo saberlo todo sin desesperarme, coronel!

-Pues bien, señora; el populacho ha saqueado la casa de usted antes que entraran nuestras tropas. Todo ha sido despedazado, robado, y la casa misma está en ruinas, fue incendiada.

Madama M... hizo un gesto de enojo; pero reponiéndose al instante, dijo con desprecio:

-¿Y eso es todo, coronel?

  —254→  

-Lo bastante al menos, señora, para que yo quisiera saber de usted a dónde quiere usted que se la conduzca... ¿Alguna casa amiga?...

-Déjeme usted pensar un momento, porque en estos casos no conviene aterrar o incomodar a los amigos.

-Si usted gusta, yo procuraré encontrar...

-No, coronel; le doy a usted las gracias, y cuento con su amistad para después, ¿no es cierto?

-¡Y para siempre, señora!

-¿Cree usted que de aquí puedo ir sin peligro al alojamiento que quiero tomar?

-Sí, señora... y en todo caso, irán dos soldados acompañando a la calesa.

-¡Mariana! -dijo la señora- Bájate tú, y que la calesa te siga a la casa de Tomasa, de doña Sinforosa: pasaremos allí la noche, y mañana veremos cómo arreglarnos. ¡No te aflijas, hija! Estos son contrastes pasajeros de la vida, ¡Unos días más y todo se repara! Coronel, está todo arreglado: que la calesa siga a esta muchacha... ¡Adiós, coronel! Le quedo a usted sumamente agradecida.

-¡Permítame usted dos palabras, señora! Serán más serias y sinceras de lo que usted podrá creer en este momento. Después de haber visto a usted, mi espíritu queda profundamente perturbado...

-Coronel, por Dios: ¿me va usted a hacer una declaración?

  —255→  

Era evidente que por más que lo quisiera ocultar, madama M... estaba enojadísima con la noticia del incendio y ruina de su casa.

-No, señora. Me voy a permitir un desahogo, porque no puedo separarme de usted sin...

-¡Santos del cielo!... ¡Y al pie del estribo, como en tiempo de los caballeros andantes!... ¿Sabe usted que no me disgustarla si fuese en un torneo?... ¿Y en un sólo día, ya padece usted de ahogos?

-¡Pero qué día, señora!

-¿Muy largo?

-¡Muy lleno, al menos, para todo el resto de mi vida!

-¡Dios mío!... ¿Y así mide usted la vida de sus pasiones?... Pues será preciso tener cautela con ellas. ¡Cómo se conoce que es usted coronel de caballería!

-Señora, yo no tengo talentos para luchar, con usted en el terreno de las gracias; pero soy impresionable, y tengo un corazón... Por otra parte, señora, yo no le he dicho nada más sino que quedo profundamente perturbado; y sólo quería pedirle a usted una gracia -dijo el coronel con la más exquisita dulzura y afectado candor.

-Pero siendo usted el acreedor ¿quiere usted ser duro y usurero conmigo?

-¿Y sería serlo, señora, pedir a usted que me permita frecuentar su trato?

  —256→  

-¡No lo sé!... Pero ¿cómo evitarlo?... Deje usted el porvenir al cuidado de la providencia y de los sucesos. No hablemos más en este tono -le dijo ella alargándole el revés de la mano.

El coronel la tomó con efusión, y depositó un delicadísimo beso en ella.

-Dígame usted -¿dónde se le hallará a usted si me persiguen y si tengo la desgracia de verme obligada a recurrir a usted?

-Ignoro, señora, cuál será mi cuartel. Creo que esta noche acamparemos en la plaza. Mañana procuraré ver a usted, si tiene la bondad de indicarme la casa en que piensa alojarse.

-En la misma acera del Carmen Alto, en la primera casa terminando la pared del convento.

-Permítame usted apuntarla, porque todavía no conozco a Santiago.

Al despedirse de nuevo, el coronel quiso volver a pisar en el estribo de la calesa; pero ella le puso la mano en el pecho con afabilidad y con entereza, y lo detuvo diciéndole:

-Adiós, mi amigo.



  —257→  

ArribaAbajo- XXXI -

Como era natural, la madre y las hermanas de Tomasa habían pasado el día en la mayor desolación. Por mucho que se habían afanado, no habían encontrado medio alguno de hacerse oír para demostrar la injusticia de su prisión, ni para explicar siquiera el terrible quid pro quo que las hacía responsables de la pérdida del niño, y de connivencias con M... y con San Bruno, que jamás habían tenido. Cuantas personas habían procurado ver ellas, les habían respondido: «Por ahora, es imposible»; «Es menester esperar que eso se aclare»; con otras evasivas que las habían descorazonado. Así es que vueltas a su casa, y rodeadas de las vecinas que compadecían su desgracia, no tuvieron otro recurso que congregarse todas por la noche, rezando y orando delante de una imagen de la virgen de las Mercedes, que les trajo una vecina, asegurándoles que era tan milagrosa, que   —258→   muchas veces había resucitado muertos, cuando los que la rogaban eran verdaderamente religiosos y ponían su confianza en ella.

-Una vez -les dijo la vecina- pasaba un hermano mío por una calle solitaria, y salió un perro a morderlo. Él sacó al instante su cuchillo, se defendió y logró herir al perro, que huyendo, ganó el cercado de la quinta, ladrando. Pero quién les dice a ustedes que unas varas más adelante tropezó con un cuerpo, se agacha para ver lo que era, y al ver que era un muerto, sale disparado, horrorizado y con un susto terrible. Pero tropieza allí con la partida de la Hermandad, que al verle con un cuchillo ensangrentado en la mano, lo arrestan, y descubren al muerto que estaba más alla bañado en su sangre. No se les ocurrió más sino que nuestro hermano era el asesino. En vano rogó, pidió. ¡Nada! ¡A la cárcel! Pero dice mi hermano que cuando le amarraban los brazos, vio en la obscuridad de la noche una señora toda vestida de blanco que, poniéndose los dedos en los ojos, dijo: «¡Yo he visto!» y se alzó en una nube a los cielos. En el acto conoció a la imagen de Nuestra Señora de las Mercedes, que teníamos en casa, y que es esta misma que les traigo, para que le recemos por Tomasa. Cuando el alcalde se informó de lo que le dijo la partida, mandó ponerle grillos y meterlo en un calabozo. Pero en esta misma noche, y cuando dormía a pierna suelta, acostumbrado como estaba   —259→   el maldito a cometer injusticias todos los días de la semana, recibió un terrible latigazo en la cara; y al despertarse asustado, se encontró con la Virgen de las Mercedes que echaba fuego por los ojos; y que levantándolo por los cabellos le refirió lo que había visto, ordenándole poner en libertad a mi hermano en el acto mismo, so pena de hacerlo morir de repente y en estado de pecado mortal para que lo purgase en el infierno. El mismo alcalde se lo contó así a mi hermano al ponerlo en libertad. Infinitos milagros de esta y de otras clases ha hecho esta imagen poderosa. ¡Prendamos velas, muchachas, y pongámonos a rezar! -decía la buena vecina acomodando el cuadro de la estampa sobre una mesa entre todas las velas que se pudieron hallar a mano-. Ya verán cómo Tomasa sale en libertad. ¿Usted cree, misia Sinforosa, que Tomasa estará sin pecado mortal?

-¡De cierto, doña María! ¡Si es la virtud misma!

-Pues arrepiéntanse ustedes de los que tengan y recemos toda la noche, que mañana estará ya en libertad; ya verán ustedes lo que es esta imagen.

Y todos, en efecto, se pusieron a rezar con el fervor más sincero y con la esperanza más grande puesta en la milagrosa imagen que adoraban.

Habían ya rezado dos rosarios, el trisagio y otras dos advocaciones, cuando la vecina dueña   —260→   de la imagen, que dirigía aquellas plegarias, les dijo:

-Ahora muchachas, descansaremos un poco y tomaremos unos mates de leche con canela; porque «a Dios rogando y con el mazo dando».

Haciéndose dueña de casa, como que era la administradora de los favores, dones y milagros de la santa virgen, echó mano al mate con los demás adminículos, hizo hervir la leche en el brasero, roció con ella la veneranda imagen para consagrarle las primicias, se tomó el primer mate para solazar el paladar, que lo tenía demasiado seco con tanto rezar; y después lo distribuyó entre los demás; pero la madre de Tomasa le dio las gracias diciéndole que no tenía apetito.

-Pues es preciso que usted tome aun sin gana. A esta virgen no le gusta que desconfíen de ella; y un mate caliente la ya a confortar a usted para que sigamos rezando.

Siguiose así el turno, tomándose siempre doña María dos mates bien llenos por cada uno, escasamente cebado, que repartía a los demás, hasta que dio fin a la leche, y limpiándose los labios.

-¡Eh!... Vamos ahora a rezar un padrenuestro, cinco salves y las letanías, que es lo que más la encanta a Nuestra Señora de las Mercedes. Estoy cierta que la Santísima Virgen se ha puesto ya al lado de Tomasa para salvarla. ¡Confianza y fe, querida amiga! -le dijo a doña   —261→   Sinforosa dándole un beso perfumado todavía con hierba y canela.

Todas se postraron y comenzaron los rezos con nuevo fervor.

En lo mejor de las letanías y del ora pro nobis, y cuando doña María entonaba con voz inspirada el Stella matutina: Consolatrix aflictorum, oyéronse muchos golpes a la puerta de la calle.

-¡Albricias, muchachas! ¡Albricias, doña Sinforosa! ¡El milagro esta hecho! ¡Esa es la Virgen Santísima de las Mercedes que trae a Tomasa! ¡Hínquense todas mirando a la puerta, que yo voy a recibirla! ¡Hínquense y levanten las manos al cielo!

Las diez o quince vecinas que habían estado orando, hicieron lo que les ordenaba la fervorosa devota de la Virgen de las Mercedes; y se pusieron todas con las manos levantadas hacia la puerta, esperando ver entrar la milagrosa aparición.

Aunque no santa, no fue menos bella la galana dama que, sin hacer caso de las genuflexiones y de las extravagancias con que doña María la tomaba por la Virgen de las Mercedes, se entró en la casa de Tomasa. Era madama M..., como lo sabe el lector, que, aunque febril y agitada por las emociones de aquel día extraordinario, venía muerta de cansancio creyendo hallar un poco de quietud que le permitiera reflexionar sobre el cúmulo de cosas y de ideas que se atropellaban   —262→   en su mente. No fue poca su sorpresa al encontrarse con todas aquellas mujeres, desconocidas para ella, que la recibían postradas como si le dirigiesen plegarias.

Al verla, la madre de Tomasa corrió a ella, y abrazándole las rodillas, exclamó -¡Señora! ¡Señora!- anegada en lágrimas.

Las demás se decían unas a otras:

-¡Es Nuestra Señora de las Mercedes! y se golpeaban el pecho mirando azoradas.

Doña María, que toda sofocada entraba también por detrás de madama M... decía:

-¡Virgen Santísima! ¡Virgen inmaculata! ¡Has oído nuestras plegarias! ¡Regina martyrum!

-¿Están ustedes locas? -dijo la Pepa con sorpresa y con disgusto, porque aunque sabía las letanías, no era muy dada a rezarlas, ni a devociones-. ¿Qué loquero es éste, Sinforosa?... ¿Qué hay aquí?

-¡Señora, señora!... ¡Misia Pepita querida! -dijeron la madre y las hermanas de Tomasa.

Al oír este nombre tan poco propio de la santísima y milagrosa virgen de las Mercedes, doña María y todas las demás devotas se quedaron estupefactas y confundidas. Pero doña María, que no se dejaba derrotar así no más por cualquier dio accidente de poca monta, interrumpió con enfado a doña Sinforosa:

-¡Vecina, vecina! Mire usted lo que dice!   —263→   ¡Está usted delirando! No le hagáis caso, Divina Mater: el dolor la extravía, Santísima Virgen. Ninguna de nosotras está en pecado mortal -gritaba- y ya es tiempo de que hagáis, señora, el milagro que esperamos.

-¡Esta mujer es loca!... Veamos, Sinforosa, ¿qué pasa? Digámelo usted pronto, que estoy fastidiada y no estoy para bromas.

Fue tal el tono imperioso con que madama M... pronunció esta orden, que las que la tomaban por la Virgen de las Mercedes enmudecieron sumisas; y las de la familia, que la conocían y respetaban, la informaron de cómo Tomasa había sido llevada a la cárcel a causa de la desaparición del niño.

-¡Acabáramos!... ¡Muy bien! Lo principal del milagro está hecho, el niño esta ahí dormido en los brazos de Mariana, como ustedes lo ven; y aunque sea propio de tontas y de locas figurarse que Nuestra Señora de las Mercedes ande en la tierra por gusto de ustedes, Dios, Dios el Padre de todos los mortales, no necesita de hacer viajar su Divina Madre, ni de velas, para honrar y premiar la virtud y para consolar a los afligidos. Muchas veces prepara las cosas... por medios muy humanos, que nada tienen de milagrosos, a fin de que los unos y los otros nos hagamos el bien en la tierra. Yo creo que, puesto que el niño está aquí, todo lo demás se conseguirá pronto, y que Tomasa será puesta en libertad.

  —264→  

-Usted, señora -dijo doña María, dirá lo que quiera y pensará lo que se le antoje. La aparición de ese muchacho es un milagro de mi Virgen; y si Tomasa sale en libertad no es por usted, señora mía, que, por lo que dice de los santos, muy bien puede ser que esté usted en pecado mortal, y sin confesión, que es lo peor; ¡sino por mi Virgen! Y por último, ¡no quiero estar más aquí! ¡Me llevo mi Virgen, y mis candeleros y mis velas! -agregó apagando las luces, cargando con todo lo suyo y repitiendo:¡Miren qué sujeta, qué Majestad, para hacer el milagro, si no hubiese sido por mi Virgen! ¡Gracias, doña Sinforosa, por el pago que ustedes me dan!

-¡Oye, mujer! -le dijo madama Espérate!-. Y sacando de un bolsillo un escudo de oro, le agregó: -¡Toma! ¡Ahí tienes con qué hacerle decir ocho misas a tu Virgen; ya ves que respeto sus milagros!

Esta generosa dádiva consoló un poco a doña María; pero no obstante eso, se retiró reclamando siempre el poder de su Santa Virgen; y agregando el nuevo milagro al catálogo de los otros muchos que ya había hecho. Bien es verdad que se hacía pagar dos duros por cada vez que prestaba su cuadro; y que no le convenía que se amenguase el crédito con que ella pregonaba sus preciosas virtudes.

Cuando la madre de Tomasa oyó que madama   —265→   M... le daba esperanzas de que su hija estaría en libertad al otro día, se sintió consolada; pero no tanto como para no exclamar:

-Y qué, señora mía, ¿la pobrecita tendrá que pasar esta noche en la cárcel entre presos y bandoleros?

-Es que a estas horas... más de las diez... Pero -agregó reflexionando- quizá sería mejor hacerlo lo más pronto posible. Mañana... no estoy segura de que esté mañana en Santiago la persona a quien pienso interesar por la libertad de Tomasa... Y fuera de él, no cuento por ahora con nadie más... ¡No hay remedio, es menester que vayamos ahora!... Mariana, quédate con el niño, ¡cuidado como se lo entregan a la Loca! Mariana, tú eres fuerte y guapa; resiste y échala a la calle si aparece aquí, aunque grite como un demonio... ¡Ahora me acuerdo! Con el ruido y la confusión que todas ustedes hicieron a mi llegada, me olvidé de dar orden de que se llevasen la calesa, y los dos soldados que me custodiaban deben estar ahí.

Con esto salió la Pepa precipitadamente a la puerta de la calle, y encontró que todo permanecía como ella lo había dejado al entrar. Dirigiéndose a uno de los militares, le preguntó qué órdenes tenían.

-Tenemos orden de estar aquí hasta que Vuestra Señoría nos despida.

-¡Bien, hijo! Hazme el favor de entrar con   —266→   tu compañero, para que les den algo de comer y unos mates; espérenme aquí hasta que yo vuelva, y defiendan esta pobre familia si algo sucede.

-Desde que Vuestra Señoría lo manda -dijo el soldado encogiéndose de hombros- así lo haremos.

-Yo voy en la calesa a ver al coronel.

-Pero es que tenemos orden, señora, de acompañar a Vuestra Señoría y no podemos faltar.

-Bueno; entonces, lo que haremos será que uno de ustedes se quede y que venga el otro conmigo.

Los dos soldados se consultaron; y después de bien examinado el caso, resolvieron que así cumplían la orden de acompañar a la señora y la de obedecerle también.

Madama M... volvió a tomar la calesa haciendo subir en ella a doña Sinforosa, y se hizo conducir a la plaza Mayor.

Después de las dificultades y requisitos de orden para entrar en el cuadro, vino a saber que el coronel N... estaba en ese momento con muchos otros jefes en la casa del general O'Higgins. No se desanimó por eso; antes bien, logró hacerse llevar alla y hacerse anunciar al coronel como la prisionera de la mañana que tenía grande urgencia en verle.

El coronel salió inmediatamente hasta la calle; y después de hacer bajar a madama M..., la tomó del brazo y la introdujo a una de las piezas de la casa, que toda entera estaba alumbrada   —267→   y llena de gentes y militares que se movían entrando y saliendo con grande actividad.

Después de haber hecho desocupar la pieza de los que estaban en ella para quedar solos, madama M... le refirió la desgracia en que había encontrado a lo pobre familia en cuyo seno había ido a buscar un albergue, ya que su casa estaba en ruinas y cenizas; y le presentó a la madre desolada que tenía allí delante.

-Precisamente, señora -le dijo N...- me ocupaba de usted en este momento con el señor don Bernardo (el general O'Higgins), y habíamos convenido que era un deber del gobierno patriota reparar el contraste...

-Yo le agradezco a usted muchísimo ese interés. Por ahora, coronel, tengo otro motivo más urgente que el de mis propias cosas... para venir a ver a usted; mi grande anhelo es que usted haga poner en libertad a esa pobre joven de que le he hablado a usted. El niño de que se trata, es ese mismo niño que usted ha tomado bajo su protección: su ahijado de usted. La pobre muchacha, como usted comprende, no ha cometido crimen ninguno al entregármelo a mí bajo el terror que le ocasionó el bando de Marcó del Pont. Ni es, ni ha sido jamás, realista, no ha tenido en su vida contacto alguno con San Bruno, a quien ni conoce, ni ha visto jamás...

-¡Así es, así es, señor! -repetía doña Sinforosa-. No le hemos visto, ni sé si es bajo o alto;   —268→   más bien nos daba miedo su nombre cuando lo oíamos.

-Créalo usted, coronel, es la pura verdad... y usted comprenderá que una noche de cárcel entre bandoleros y prisioneros desalmados, es cosa...

-Madama Pepita, me esta usted demorando en el deseo que tengo de complacerla. Por grande que sea el encanto que tengo de verla y de oírla, más grande es el que tengo de colmar sus órdenes. Voy ahora mismo a hablar con el señor don Bernardo; espérenme ustedes aquí.

Y el coronel salió de la pieza con suma diligencia.

-¡Esto es hecho, Sinforosa! Dentro de algunos minutos tendrá usted a Tomasa en sus brazos y la llevaremos a su casa... Pero yo...

-¿Usted cree, misia Pepita, que soltarán a mi hija ahora mismo?

-¡De seguro! -dijo-. Y murmuró entre dientes, como si hablase consigo misma: -¿Y yo? ¿podré defenderme?... ¡Eh! Haré lo posible, y en todo caso... ¡qué se cumpla mi destino! ¿Cómo evitarlo?

Habían pasado apenas diez minutos, cuando el coronel N... entró por la puerta del patio trayendo de la mano a Tomasa. Aquello fue un alboroto de llantos, de júbilo y de ternura entre la vieja madre y la hija. Las dos se postraron a los pies de madama M., con las demostraciones   —269→   más espontáneas de gratitud y de cariño; y cuando ella las hubo calmado pidiéndoles que dieran gracias a su verdadero salvador, éste encontró ocasión de decirle en voz baja:

-¡Ah, si yo hallase gracia también, señora! ¡Quizás es más grande mi tormento y mayores las ansiedades con que la duda destroza mi corazón!

-¡Coronel, sea usted generoso, por Dios! ¿No ve usted cuánto le debo? ¿No quiere usted reservarse siquiera el derecho de saber si soy digna de su estimación?... ¡Seamos amigos! Sea usted mi amigo; conózcame usted bien y déjeme el derecho de conocerlo y de juzgarlo.

-Pepita, merezco la lección; perdónemelo usted... El señor general O'Higgins desea tener el honor de verla a usted y de decirle algunas palabras.

-Es tan tarde, N..., que yo preferiría dejar para mañana el honor y el favor que me hace el señor general O'Higgins. ¿Quiere usted rogarle de mi parte que me conceda ese plazo?

-¿Cómo no?

-Entonces, será hasta mañana a mediodía. ¿Estará usted para introducirme?

-De seguro, Pepita.

Y se despidieron vinculados ya en los ensueños vagos de la fantasía por un no sé qué de misterioso, al que ninguno de los dos osaba dar su nombre todavía.

  —270→  

Visiblemente preocupada y taciturna, madama M... iba en la calesa agitada por un conjunto de ideas fugaces que se le deslizaban en el momento mismo en que quería tomarlas. Pero una surgía sobre todas las otras, y se fijaba en su mente con letras de fuego: El destino me arrastra. ¿Qué será de mí?... ¡De uno, pero jamás de dos... ¡Víctima, puedo ser!... ¡pérfida, jamás! ¡jamás!



  —271→  

ArribaAbajo- XXXII -

La dueña del milagroso cuadro de la Virgen no había podido resolverse a abandonar la casa como había amenazado hacerlo en el primer momento de su despecho; y apenas había llegado a su habitación y puesto en su lugar los candeleros y las velas con que había ayudado a las plegarias, se sintió movida por la curiosidad y se creyó con el derecho de volver, con su, imagen debajo del brazo, para ver si la señora de M... lograba o no sacar a Tomasa en libertad.

Algo mohína, pero indecisa, entró pues de nuevo protestando que si madama M... traía a Tomasa, era porque su Virgen de las Mercedes le había permitido representarla.

-Alguna de las que están aquí -dijo mirando de soslayo a una vecina, que por cierto no tenía mal talante- está en pecado mortal y sin confesión, que de no la misma Virgen hubiera hecho el milagro y nos hubiera visitado, en persona   —272→   Aquí está -dijo mostrando el cuadro- y aquí la tengo para que nadie se atreva a despreciarme. Y juro de nuevo que si esa señora no viene trayéndonos a Tomasa, es preciso que yo conjure todas las sabandijas que puede haber en esta casa para que se vayan a infestar en otra parte; y que las que estemos en gracia sigamos rezando hasta conseguir el milagro. Sí; ya sé yo quién ha andado diciendo que soy una fanática, y que...

En esto se levantaron todas de golpe, y ella misma se interrumpió. Habían oído el rodar de la calesa; y cuando salían a la puerta, Tomasa entraba de carrera.

La vuelta de Tomasa a la casa materna produjo, como era de esperarse, la más tierna escena.

Las hermanas la abrazaban, la besaban y corrían de ella a la madre Y de la madre a ella, llorando de júbilo. Las vecinas hacían lo mismo y cada una se empeñaba en ser la primera, y en señalarse más que las otras por el fervor de sus felicitaciones y de su alegría.

Si la misma Virgen Santísima de las Mercedes se hubiera presentado en medio de aquel cuadro, no hubiera sido tratada con más respeto y adoración que madama M... La eficacia y la suma bondad de sus servicios en momentos en que todo el régimen antiguo había venido al suelo, levantándose uno nuevo en que parecía que no   —273→   pudiera haber tenido tanto influjo, era la admiración de todas aquellas mujeres, que, al contemplar su belleza, sus gracias y la majestad de sus modales, la creían dotada de una virtud más que humana, en el alto nivel en que se levantaba sobre ellas.

Cuando la dueña de la Virgen pudo acercarse a la madre de Tomasa, le dijo:

-Doña Sinforosa, usted me debe dos duros, porque este milagro es obra de mi Virgen; y ya usted ve, yo tengo que abonarle dos misas al padre agustino fray Emeterio; y si no se las mando decir poniendo mi Virgen en el altar, la divina señora se irritaría contra mí, porque este milagro lo ha hecho ella sola, doña Sinforosa.

-Así lo creo yo, doña María; la divina señora ha sido piadosa con nosotros y nos ha oído; pero no le podré pagar a usted sino cuatro reales cada sábado, cuando cobremos las costuras.

-¡Por eso no hay cuidado!... Es lo mismo.

-No hay necesidad de eso -dijo madama M..., que había oído este último diálogo-. Mañana mismo tendrá usted sus dos duros, buena mujer... ¡Ah! -dijo para sí- si yo pudiera creer como ellas!... ¡Milagro! ¡Milagro! En fin, es lo mismo, milagro para ellas, destino para mí.... Pero es duro siempre caer después... ¿Quién puede penetrar los misterios del después?... Mis amigas -dijo dirigiéndose a todas las demás mujeres- estoy cansadísima, postrada, y voy a tomar una cama para reposar unas horas.

  —274→  

-Está pronta, señora. Por aquí -dijo una de las muchachas de la casa.

Contenta y reconciliada ya la dueña de la Virgen, con el milagro y con el abono de su renta, levantó la voz e hizo que la oyesen en silencio.

-Ya ven ustedes, amigas y vecinas; la señora reconoce que es mi Virgen la que ha hecho este milagro de la salvación de nuestra querida Tomasa. Ella misma lo ha dicho. ¿No es verdad, doña Sinforosa? ¿No le acaba de decir a usted que la Virgen es la que la ha movido y la que ha hecho el milagro, sirviéndose de ella?

-Sí, señora doña María, me lo acaba de decir.

-¡Ahí esta! Ya ven ustedes como no miento. ¿Y cómo mentir, ni pecar en mi casa o fuera de mi casa, teniendo en las manos esta santísima imagen? Eso está bueno para otras... Pero en fin, es preciso perdonar, porque «de arrepentidas se sirve Dios». Así, pues, yo no miento, ¿No le ha dicho también la señora a usted, doña Sinforosa, que pagaría las dos misas porque el milagro era hecho por mi Virgen?

-Es verdad; sí, señora doña María, así es.

-Ya ven ustedes, de mi boca no ha salido nada que no sea una verdad. Pero ahora les digo yo a ustedes que conforme antes rezábamos para rogar y pedirla su gracia a mi Santísima Virgen, ahora es preciso rezar otra vez para darle gracias de corazón por el beneficio que hemos recibido.   —275→   Pongamos, pues, la imagen con sus velas en el altar; lo mismo es esa mesa de planchar, porque la Madre de Dios tiene su trono sobre cualquier cosa; entendámonos, su trono místico (que yo no sé cómo será porque no lo he visto todavía), pero así se llama, y me lo ha dicho fray Emeterio el Agustino, que es el que le dice la misa a mi Virgen cada vez que ella hace un milagro como éste... ¿Qué iba diciendo?.... ¡Se me ha olvidado!... ¡Ah! ya me acuerdo; decía que teníamos que dar gracias por el milagro que nos ha hecho mi Virgen: vamos, pues, a rezar tres rosarios, un trisagio con letanías y la advocación que fray Emeterio le ha compuesto, de su propia letra, a mi Virgen. Aquí la tengo bien dobladita en el seno, que es donde siempre la llevo, por si me viniera la muerte de repente en pecado mort... quiero decir en pecado venial, porque yo... En fin, de rodillas, muchachas, y vamos a dar gracias.

Como todas eran devotísimas, doña María, armada de su Virgen, hacía y deshacía con ellas según quería; y se pusieron a rezar con el fervor de la gratitud y del contento, elevando su corazón al cielo, que es lo que en el fondo constituye la idea del Dios o de la Causa Suprema a quien las criaturas, por un misterio inescrutable, tienen ligada su suerte en la tierra.



  —276→  

ArribaAbajo- XXXIII -

En lo más fervoroso estaban de sus oraciones, cuando sin haber oído ruido alguno abriose de par en par la puerta del cuarto, al violento empujón que le dieran de afuera, y apareció de pie entre aquel grupo de mujeres hincadas, la Loca de la Guardia, blandiendo su plumero sobre todas aquellas cabezas. Asombroso fue el terror y los gritos de espanto que produjo. Mientras se desparramaban huyendo y se encerraban todas por las otras piezas de la casa, doña María tomó su Virgen y le salió al encuentro a la loca presentándosela de faz y diciéndole: «Vade retro, Satanás», como se lo había oído decir al padre Agustino fray Emeterio, cuando conjuraba los ratones y las sabandijas que infestaban alguna casa20.

  —277→  

-Vade retro, Satanás -dijo más fuerte.

Pero la Loca, que al ver el movimiento brusco con que doña María alzaba su cuadro, creyó que le iba a pegar con él en la cara, descargó pronto su larga caña sobre el cuadro y sobre la dueña; de manera que mientras el uno caía al suelo haciéndose pedazos el vidrio, la otra, desolada, huía exclamando:

-¡Sacrilegio! ¡Sacrilegio!

Excesivamente alarmada con este alboroto y con los gritos de terror que oía, madama M..., que apenas había aflojado sus vestidos para descansar, se dejó caer de la cama en que se había recostado y salió precipitadamente a la pieza donde había tenido lugar la aparición de la Loca. Mirándose frente a frente la una y la otra, se examinaron de arriba abajo durante algunos segundos; y la Loca, irguiéndose con el imperio especialísimo que le daba su demencia, le dijo:

-Te conozco, mujer M...

Pero la señora, viniendo en cuentas, tomó una actitud dulce y persuasiva.

-Yo también te conozco; te amaba antes de haberte visto, y me alegro infinito que hayas venido a ver a tu niño, porque vamos a ser muy amigas -le repitió tomándole la mano y dándole un beso en la frente, antes que Teresa hubiera podido ablandar el ceño severo con que había entrado.

Pero al mismo tiempo en que madama M...   —278→   dirigía a la Loca de la Guardia estas insinuantes palabras, entraba también en la pieza el padre Ureta, que, según parece, se guía deprisa los pasos de Teresa.

El padre Ureta y madama M... se conocían y se estimaban. Durante la dura y baja tiranía de Marcó del Pont, el padre Ureta había conseguido muchas veces limosnas y gracias para alivio de las familias, patriotas por intermedio de madama M...; y él mismo, encarcelado y puesto en gran peligro por una infame delación del Padre Quílez y del lego Chaves, había logrado, vindicarse por los empeños que madama M... había hecho para que el asesor de gobierno, el licenciado don José María Luján, le fuese favorable y lo sustrajese al juicio político y sumario que le hacia el Tribunal de Seguridad Pública presidido por San Bruno21.

La sorpresa del padre Ureta fue muy grande al encontrarse con madama M... en aquella casa, en donde él creía que hallaría el hilo para descubrir el paradero del niño y de la desgraciada Manuela, su madre, a quien buscaba, para salvarla de San Bruno, con el interés de un confesor que busca la rehabilitación de una víctima del más atroz destino que puede caberle a una pobre mujer, que había sido distinguida en mejores tiempos, aunque demasiado buena y débil   —279→   por su negligencia y sumisión de su temperamento.

-¡Señora mía! -exclamó el padre-. ¿Usted aquí?

-¡Y por fortuna, con usted, querido y virtuoso padre!

-Se había dicho que usted había tomado el camino de Valparaíso.

-Pero me han tomado prisionera y aquí me tiene usted con el niño que quiere ver esta querida criatura -dijo sacudiéndole las manos a Teresa con muchísimo cariño-. Entre usted, padre Ureta, entre con ella; el pobrecito niño está durmiendo; y usted comprenderá que yo lo cuido como una madre hasta que encontremos a la suya...

-¡No! -dijo la Loca- ¡Es mío!

-Sí, amiga mía -le dijo madama M...- ya lo sé; pero después que hablemos con tu amigo el padre Ureta, te llevarás el niño, si acaso, él te lo da... Usted comprende, padre... ¿Cómo entregárselo a ella, estando así?... -le dijo la señora en voz baja y disimulada.

El padre guardó silencio por un momento, y dijo después de un rato:

-Lo que Teresa quiere, y en lo que yo deseo ayudarla, es que el niño no caiga en manos de San Bruno, y de...

-Y de M... ¿no es verdad? ¡Es una ilusión, un vano temor! A M... no le da nada de eso;   —280→   ni conoce a esta criatura; y en cuanto a San Bruno, ¡yo me dejaría matar, matar cien veces -agregó con una voz exaltada y con un tono solemne- antes que entregárselo a semejante bandido, o antes que ponerlo a su alcance!

La Loca la miró entonces sorprendida, pero con evidente satisfacción.

-Sin embargo -dijo el padre- usted se llevaba el niño a Valparaíso, y a...

-¿Y qué había de hacer? ¿Sabe su reverencia cómo tuve que dejar mi casa? Yo no quería salir de ella. Me resistí cuanto pude; pero M..., con sus dragones, me obligaron, y cargándome como un atado, me metió en la calesa y me hizo partir al galope... ¿Podía yo dejar el niño en una casa abandonada? ¿No sabe usted lo que sucedió después? La han saqueado, la han incendiado. ¿Y qué hubiera sido de la infeliz criatura si yo no la hubiese llevado?... No había tiempo para nada; y yo no tenía que volverme. Mi idea fue dejarla en Valparaíso en manos de alguna familia, y escribir a Santiago... y le aseguro a usted, padre, que habría hecho un sacrificio, porque me había acostumbrado a la idea de criarlo y educarlo como mío; usted sabe que Dios no me ha bendecido dándome hijos, y por cierto que los habría necesitado... ¡hasta para salvarme!... ¿Me has oído, hija? -agregó dirigiéndose a Teresa.

La Loca no contestó. Estaba taciturna y concentrada.

  —281→  

-¡Ya veras como vamos a ser buenas amigas! -le repitió la señora de M... El niño tiene ya un gran protector, un padrino, un héroe del ejército de los argentinos.

-Mi intención, señora -dijo el padre Ureta- era recoger este niño y ponerlo al cuidado de una familia de mi amistad, para tranquilizar a esta pobre muchacha, que pone una pasión vehemente en recobrarlo, porque es hijo de un hermano suyo que ha perecido trágicamente en una traición que se le hizo. Ella y yo conocemos a la madre.

-¡Ah! -dijo madama M... visiblemente contrariada- ¿Conocen ustedes a la madre?

-Es una desgraciada... digna de toda conmiseración y de la clemencia del cielo, pero indigna de la familia a que pertenece por su cuna, y del nombre de su benemérito marido, que fue víctima de esa misma traición.

-Y entonces, padre Ureta ¿por qué no lo dejarían ustedes en mis brazos mientras se aclaran todos esos derechos que pueda haber sobre él?

-Señora, porque usted puede tener que dejar a Santiago y salir de Chile... permítame usted ser franco.

-¡Ah! ¡puede usted estar seguro de que no! Ni seré desterrada por otros, ni me moveré de aquí por mi gusto... ¿Quiere usted que le diga más? -agregó madama M... tomando la gruesa   —282→   cruz de madera que pendía del rosario del fraile y besándola.- ¡Le juro a usted que estoy resuelta a seguir la fortuna de los americanos!... y que, aun cuando quisiera hacer otra cosa, ya me sería imposible.

-Me sorprende usted, señora, con sus extrañas palabras... Su marido...

-¡Sí, padre, oiga usted la voz que sale de lo profundo de mi corazón!.. Mi marido, ha muerto para mí... y antes que faltar a lo que acabo de jurarle, iré a morir en un convento de aquí, de Buenos Aires o de Europa... ¡Créamelo usted! No puedo darle más explicaciones... Mire usted y reflexione sobre lo que le digo, tomo sobre mí la suerte de ese niño.

El padre Ureta miró a Teresa indeciso y sin saber qué hacer. Pero la Loca estaba impenetrable, austera y callada.

-¿Conoce usted, padre, al coronel N... le preguntó madama M...

-No, señora; pero sé que es uno de los héroes de nuestras tropas más dignos del renombre que tiene.

-¡Yo le conozco! -dijo la Loca-. Le he visto volar en las cordilleras; va siempre por delante de los cóndores, y le he visto echarse sobre los lagartos y devorarlos. ¡Tu marido huía como un guanaco delante de él!

-¡Pues bien! ¡ese es el padrino de tu hijo, Teresa! ¿No ves cómo vamos a ser amigas? Yo   —283→   puse a tu hijo bajo su protección. Él le dio un beso en la frente y dijo: ¡Es mío! Él me encargó que te lo cuidara, que yo lo tuviera... Todo lo que le digo a esta muchacha, querido padre, es cierto; todo eso ha pasado... Usted me conoce, padre Ureta; usted sabe cómo he sido de servicial y amistosa para con ustedes cuando estaban en desgracia. ¿Dudará usted de lo que le digo?

-¡Ni por un momento, señora!

-¡Pues bien! Dejemos este asunto para mañana. ¡Usted no puede figurarse cómo estoy de postrada, de fatigada, de deshecha!... Mañana hablará usted con N...; y estoy segura que quedará usted convencido de que el niño debe quedarse conmigo por ahora... ¿Qué noticias tiene usted de la madre?

-¡Ningunas, señora, ningunas! ¡Ha desaparecido! Hasta este momento no he podido encontrar rastro ninguno de ella.

-Yo le ayudaré a usted a buscarla, ¡la hemos de encontrar!... Dejémoslo para mañana, tenga usted esta condescendencia conmigo, y mañana hablaremos con N...

Cuando el padre, indeciso, echó su mirada hacia la Loca, ésta salía ya de la pieza y de la casa con su garbo imperturbable y sin pronunciar una palabra.

El padre la alcanzó en la puerta de la calle y le dijo:

  —284→  

-¿Has oído, hija?...

Y ella, moviendo la cabeza, frunció los labios como cuando se quiere escupir, y dijo:

-M..., no. ¡N...! ¡N...!

Y soltó una singular y extraña carcajada.

Entre tanto madama M... se tiraba sobre una silla y exclamaba:

-¡Cuándo podré descansar, por Dios, y darme cuenta de lo que pasa por mí!

Las demás mujeres y muchachas, que se habían encerrado bajo llave, fueron saliendo poco a poco; y la dueña de Nuestra Señora de las Mercedes recogió religiosamente los vidrios de su cuadro y los guardó como reliquias mientras lo hacía restaurar al día siguiente.



  —285→  

ArribaAbajo- XXXIV -

En los sucesos complicados de la vida, necesita muchas veces el actor, o el narrador, explicar ciertas coincidencias del momento; y se hace indispensable para ello retroceder a lo que ha pasado antes. Tenemos, pues, que decir ahora cómo es que la Loca estaba libre después de haber sido llevada a prisión con Tomasa; y cómo es que el padre Ureta la acompañaba cuando la hemos vuelto a ver aparecer.

Precisamente cuando Teresa y Tomasa eran introducidas a la cárcel como cómplices u ocultadoras de San Bruno, por la partida que las había tomado en el desorden que la primera había promovido en la casa de la segunda, daba guardia en la cárcel un piquete del regimiento número II, en donde no había un solo soldado que no conociese y que no amase a la «Loca de la Guardia». Muy pronto supo el sargento Ontiveros lo que ocurría; y convencido, no sólo   —286→   de que aquello no podía ser otra cosa que un insigne desatino de los que habían hecho esa prisión, sino indignado también de que se cometiese semejante tropelía con una sublime mujer a la que «La Patria» le debía tan señalados servicios, se fue a ver al sargento mayor de su cuerpo, el señor Martínez; y con el lenguaje vehemente que le dictaba su interés y su cariño, templado por las formas de la disciplina, le dio cuenta de lo que pasaba, y le pidió su intervención.

El hecho fue que a la tarde la Loca era puesta en libertad y dejada al ardiente anhelo con que se ocupaba de encontrar el rastro de San Bruno.

Por una de aquellas pendientes naturales del espíritu, La Loca se dirigió instintivamente a la casa que había habitado San Bruno con Manuela, y se entró en ella. Hallándola sola y sombría, se sentó en un rincón cabizbaja y mustia, repasando con su mirada todas las paredes y todos los objetos que aún estaban allí como antes; y revolviendo allá en lo profundo de su mente y de su memoria todo lo que le había pasado y lo que habla visto en aquellos lugares.

El padre Ureta, a su vez, recordaba con dolor el estado y la desolación en que había dejado a la infeliz Manuela el día aquel en que buscaba desesperada al hijo que San Bruno había arrojado al pantano, y que ella creía devorado por   —287→   los perros. Pero, perseguido por los realistas e informado de que habían resuelto remitirlo a Valparaíso y encerrarlo en un pontón, el padre tuvo que ocultarse; y le fue imposible, por consiguiente, ocurrir a buscar y salvar a Manuela como se lo había prometido después que ésta le había hecho a sus pies el doloroso acto de contrición que conocemos.

Declarada la victoria de Chacabuco, y producido el derrumbe de todo el poder de los realistas, el padre Ureta se había visto demasiado envuelto y complicado en el alboroto y en las exigencias de los primeros momentos; así es que, aunque no olvidaba un instante las ofertas que le había hecho a Manuela, y aunque tenía los mismos deseos de socorrerla, nada había podido hacer por ella, hasta que, más dueño de sí mismo, se propuso ir a verla, con la esperanza de que algunas vecinas o gentes caritativas la hubiesen ayudado y sostenido en los días de tumulto y de peligros que habían precedido.

Tristemente afectado del sepulcral silencio y de la soledad melancólica en que vio la habitación, pensaba ya en retirarse para averiguar entre los vecinos si algo podían decirle que le diese alguna luz sobre la suerte y el paradero de la infeliz mujer que buscaba, cuando vio incorporarse de uno de los rincones del tercer aposento una sombra indefinible que se hacía más vaga, y más confusa por el crepúsculo, de la caída de la   —288→   tarde, y por la lobreguez media en que se hallaba la pieza.

-¡Manuela, querida hija! ¿estás ahí? -dijo el padre, fijando sus ojos medio ceñidos como cuando se trata de percibir algo que no se ve bien; mas como el bulto que se movía no le contestara: «¿será algún perro?» -se dijo para sí mismo, y trató de retirarse con cautela hacia la puerta de salida.

Entre tanto el bulto se adelantaba también hacia el padre, sin aparecer agresivo ni deseoso de ocultarse; y el padre, que retrocedía con mesura, podía distinguir algo así como una fantasma con altas crestas, o con morrión, y con una cosa rara y alta en las manos, como lanza.

La primera idea que le vino al padre Ureta fue que había topado con San Bruno, oculto allí de sus enemigos y decidido a defenderse con su lanza; así es que para darse tiempo de arrancar del conflicto, dijo:

-Señor mayor San Bruno, me retiro, y cuente usted con mi secreto.

La Loca, que al ver de lo obscuro a lo más claro, podía ver bien que el que entraba era un fraile, se figura que fuera el padre Quílez, el lego Chaves o algún otro de los frailes del circulo de San Bruno; y se adelantó a él decidida a seguirle y hacerle prender también dando sobre él voces de alarma. Pero al bajar de la puerta del cuarto a la media luz que había en el patio, el   —289→   padre Ureta pudo ver claro, por la corona de plumas, por el traje y por el plumero, que aquella debía ser la Loca de que Manuela le había hablado; y como antes la había conocido, reparó mejor en sus rasgos y se convenció muy pronto de que era la misma Teresa.

Apercibido de esto, le dijo:

-¡Hija mía! Me había engañado: creí en el principio, a causa de la oscuridad, que fuese un enemigo nuestro, o el facineroso San Bruno. Pero ahora ¡cuánto gusto tengo en encontrarte aquí! Deseaba verte. ¿Me conoces? Reconóceme bien: soy el padre Ureta, aquel a quien San Bruno metió en la cárcel. ¿Me conoces?

La Loca se adelantó a él; le miró de hito en hito, y poniéndole la mano sobre el hombro le dijo:

-Sois mi amigo, y el amigo de mis cóndores... ¡San Bruno, San Bruno! Aquí ya no hay lagartos por afuera; están metidos en las cuevas, es preciso sacarlos de la cola; y yo ando cavando, cavando, cavando, para agarrarlos, y... que los ahorquen. ¿Te gusta, padre?

¡Ha, ha, ha! ¡Los lagartos colgados de la cola! ¡Ha, ha, ha!

Y se reía de una manera extraña y quizás por primera vez después de muchos años.

-¿Te gusta, padre?... ¡De la cola! Y San Bruno mordiendo las plumas de mis cóndores, colgado de la cola. ¡Ha, ha, ha, ha! -y blandía   —290→   su plumero como si quisiese meterle las plumas a alguien que estuviera colgado de la cola y boca abajo.

-¡Sí, hija mía, sí! Entremos adentro. ¿Y Manuela? ¿Has visto a Manuela? Yo quisiera encontrarla. ¿Dónde estará Manuela, hija mía? ¡Pobrecita!

-¡Manuela! ¿Manuela? -repitió la Loca cambiando completamente de fisonomía y poniéndose grave.

-¿Sabes tú dónde estará Manuela? Es menester que la encontremos también, y que encontremos su hijo.

-¡No es su hijo!... Ya no es su hijo -dijo ella- enfurecida-. ¡Es mío, padre! Manuela no tiene hijo. San Bruno se lo quitó, se lo arrojó al pantano; yo lo levanté... me lo ha robado Tomasa, se lo ha llevado M...; Tomasa está en la cárcel.

El padre Ureta no podía penetrar en el sentido de estas palabras,

-¿Se lo ha llevado M...? ¡Imposible, hija mía! ¡Te han engañado! El niño está aquí en Santiago, y lo vamos a encontrar... Yo voy a ayudarte, ayudarte, ayudarte hasta que lo encontremos. No creo que se lo haya llevado M...; te han engañado; pero a mí no me han de engañar. Ya lo verás, hija mía. Dime dónde está Manuela; es preciso que la encontremos primero para encontrar después al hijo.

  —291→  

-¿Manuela? ¿Dónde está Manuela?... Un padre como vos... el padre Chile, el padre Chile -decía Teresa como si balbuceara y no acertase a dar con el sonido que buscaba-. ¡Espérate, voy a ver! -y sacando el trapo en que había hecho algunos nudos la noche en que los dos frailes se llevaron a Manuela, dejándola a ella en la tinaja, repasaba de arriba abajo los nudos y decía entre dientes-. Chile, chile... chilé...

-¿Quílez, quieres tú decir?

-¡Sí, Quílez! Ese mismo; con otro...

-¿Con el padre Chaves?

-¡Sí, esos dos, esos dos! Se llevaron a Manuela donde... donde... -y repasaba otra vez los nudos tratando de dar con el otro nombre-. ¡Dónde Tioma, Tumos, Tomas! -dijo al fin como si hubiera dado con lo que buscaba.

-¿Dónde Tomás?... ¿Qué Tomás, hija mía? ¿Dónde Tomasa quieres decir? ¿Dónde dejaste tú el niño que te ha robado M...?

-¡No, padre, no!... Donde Tomasa no; donde Tomás, Tío Mas.

-¿Tumás de qué, hija mía?

-Tumás Tiomás -dijo ella con enfado, repasando los nudos que tenía en el trapo que le servía de recuerdo-. Ven acá, padre -agregó tomándolo de la mano y llevándole al aposento de San Bruno, donde había quedado abierto el hueco de la pared en que habían estado ocultos los papeles.

  —292→  

La obscuridad de la pieza no permitía ya distinguir nada; pero Teresa condujo al padre Ureta, y haciéndole introducir el brazo en el agujero, le dijo:

-Ahí estaban escondidos los papeles de San Bruno; el padre Chilé abrió la pared con un cuchillo, y se los llevó todos a lo de Tiomas. A Manuela se la llevó también.

-¿Y cómo sabes tú todo eso?

-Ya te lo he dicho, padre; yo estaba escondida... en esa tinaja.

-¿Y Manuela te veía?

-Sí. El padre Chilé pidió agua, Mañuela sacó agua, yo la miré, ella me miró, puso la tapa y se fue; el padre Chilé escupió el agua, y Manuela le dio el vino de San Bruno. Después se fueron todos; y yo salí de la tinaja.

-¿Pero Manuela no te descubrió? ¿no te pidió el niño siquiera?

-Yo lo saqué del charco... los perros se lo han comido -dijo Manuela.

-Aquí hay algún gran misterio -se dijo el padre Ureta- y es menester que yo averigüe bien lo que ha pasado. Hija mía, espérame aquí, voy a la vecindad a buscar una vela para que registremos bien todo esto.

-No encontrarás ya nada.

-¿Por qué?

-Porque yo no encontré nada: todo, todo se lo llevaron.

  —293→  

-No importa; vamos a buscar otra vez. ¿Me vas a esperar?

-Sí

Después yo voy a buscar contigo al niño. ¡Lo hemos de encontrar!

-Y después... ¡yo voy a matar a Tomasa!

-¡No!... ¡no pienses en eso todavía!... Espérame, que ya vuelvo.

El padre Ureta salió, no sólo para volver con la luz que se proponía traer, sino también para buscar algunos datos en las casas vecinas. Así fue que se demoró bastante tiempo preguntando aquí y allá, en cada casa, si no habían visto, o apercibídose de algo que hubiera pasado en la casa de San Bruno o en los alrededores; si no habían visto a Manuela, o oído algo de ella y de San Bruno.

En todas partes le contestaban refiriéndole lo de los tiros y el alboroto que había tenido lugar aquella noche, y que, como sabemos, había sido causado por la evasión y fuga de Teresa. Después (le dijeron los vecinos) la casa de San Bruno había permanecido absolutamente muda y solitaria; no se había visto entrar ni salir a nadie; y nadie se había atrevido a entrar en ella, porque los hombres del barrio habían andado ocultos en aquellos terribles días, habían huido los más, y las mujeres, aunque muy curiosa una que otra; se habían contentado con espiar desde las rendijas de las puertas y ventanas,   —294→   sin haber logrado ver ni descubrir cosa alguna.

El Padre Ureta volvía pues, algo desanimado adonde había dejado a Teresa y la encontró sentada contra la pared, tranquila, pero adusta.

El padre sacó fuego en un yesquero, y prendió luz.

Difícil es pintar el solemne y melancólico aspecto que en su soledad y en su silencio ofrecían aquellas habitaciones, en donde habían tenido lugar las dolorosas escenas del drama sombrío de Manuela y de San Bruno. Parecían las celdas de un sepulcro tocadas apenas por la vacilante vislumbre de una débil vela; y que por sus lóbregos rincones vagara todavía la sombra descarnada de la víctima infeliz, exhalando los ayes de su tormento, más elocuentes y más terribles a los oídos del alma, cuanto menos perceptibles y más fantásticos eran al difundirse por aquel negro vacío que los confinaba. Si no escrita, estampada estaba en aquellas destrozadas y manchadas paredes, la historia de las brutalidades y de los martirios que el hombre impío y cruel que las había habitado, había impuesto, sin compasión y sin delicadeza, a la débil mujer que le había sacrificado su honor y los respetos de su familia. Los grandes trozos descascarados, y las manchas de la humedad, las habían invadido deformando la unanimidad de los revoques y produciendo figuras monstruosas al   —295→   capricho de la imaginación: tigres, perros, caballos a galope, culebras, leones, gigantes exasperados los unos contra los otros, campos de matanza, borrascas, nubes, mujeres y niños caídos y destrozados, riscos, precipicios y familias enteras levantadas y echadas en ellos por la furia del vendaval que hacía flotar sus cabellos como en el centro caótico de aquel infierno. Y si es cierto, como se cuenta, que en una de estas paredes teñidas por el tiempo y por la incuria, fue donde Rubens encontró el modelo de su tela La Discordia Civil, el que se presentaba en las paredes de San Bruno, animadas así por su tétrica historia, habría bastado para que con unos cuantos rasgos de carbón hubiera hecho resaltar cualquiera el cuadro espantoso que presentaban en su confuso y miserable estado.

En el primer momento, no pudo sacudir el padre Ureta la dolorosa aunque indefinible impresión que le hizo todo aquello; y acordándose de su Virgilio (al que era muy dado) exclamó:


Antrum immane. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
His crudelis amor tauri, suppostaque furto
Pasiphae, mixturaque genus proles que biformis
Minotaurus inest, Veneris monumenta nefand
His labor ille domus, et inextricabilis error.

La Loca se mantenía impasible; pero su ceño agrio y su mirar terrible mostraban bien todos   —296→   los rencores y todos los odios que aquellos infaustos recuerdos levantaban en su alma.

Al oír las reminiscencias Clásicas del padre Ureta, comprendió bien que hablaba en latín, pero como creyera que el padre hacía un conjuro de las sabandijas antes de dar principio al registro de los aposentos, hizo una mueca de menosprecio y dijo:

-Aquí ya no hay lagartos, padre; están metidos, metidos, metidos en las cuevas... y yo voy a sacarlos de la cola: ya verás.

-No importa, hija mía, no importa; yo también quiero buscar.

El padre Ureta removió en todos sentidos el escondite de la pared en donde habían estado los papeles de San Bruno; pero fue en vano, nada encontró.

-¡Oh! -dijo- el padre Quílez tiene tan finos los dedos como los ojos, ¡ha trabajado bien aquí! -y continuó registrando cosa por cosa.

Al tirar un cajón poco dócil de una mesa vieja, pero que aparecía vacío, se vino de golpe todo entero hacia afuera y cayó un pedacito de papel.

El padre Ureta lo tomó al instante, y dándole vuelta en todos sentidos vio que contenía una parte de tres renglones impresos, y que parecía fragmento de un periódico español, pero en la parte blanca del margen superior se veían escritas con tinta algunas palabras incompletas   —297→   por el sesgo que el papel había tomado al romperse, de las que sólo había quedado: igo aldua.

Después de examinarlo con todo esmero y meditación, el padre Ureta dedujo, que igo era parte de su amigo; y que aldua debía ser un apellido Saldua, Caldua, Peñaldua, u otro así; y que lo importante era inquirir si entre los amigos de San Bruno había alguno en Santiago cuyo apellido terminara con esas letras. Se guardó, pues, el pedacito de papel, y continuó buscando, por todas partes con la mayor prolijidad sin encontrar nada más que trapos y ropas viejas que no daban indicio de nada.

Cuando hubo terminado, le dije a la Loca que era menester que le enseñase la casa de Tomasa.

-Tomasa no -dijo ella-. Tio-mas, Tumas.

-No importa, vamos a lo de Tomasa primero, yo quiero hablar con ella.

-Tomasa está en la cárcel.

-Después iremos a la cárcel. Primero vamos a su casa, hablaré con la madre y con las hermanas.

-¡Vamos! -dijo la Loca.

Tomó la delantera.

Y ya hemos visto lo que pasó.



  —298→  

ArribaAbajo- XXXV -

Al día siguiente, madama M... se preparaba a presentarse en lo del general O'Higgins, como lo había ofrecido, cuando se oyó el rodar de un carruaje que se detenía a la puerta de la calle. Era el coronel N... que venía a buscarla; ya por falta de la paciencia necesaria para esperar a que la señora ocurriese de por sí a la cita que se le había dado, ya porque se hubiera tenido por obligado a la cortesía de acompañarla él mismo.

Madama M..., como antes hemos podido verlo, estaba acostumbrada a un esmerado tocador, y hacía una técnica diferencia entre el atavío de recibo y el atavío de salida. Pero en aquel momento carecía de todo, porque nada más le había quedado que el traje que vestía desde la noche en que, sin sospecharlo ni estar prevenida, había sido violentamente arrebatada por su marido.

Pero como tenía bastante entereza y elevación   —299→   de espíritu para no mirar los simples contratiempos como desgracias irreparables, y como conocía las compensaciones que con su belleza y sus veinte años suplían la falta de sus adornos habituales, había contraído todo su cuidado en aquel día a disponer con arte su espléndida cabellera.

La palidez y el quebranto mismo que se notaba en su mirada, producido por las ojeras del insomnio que había conturbado su corazón, le daban, por otra parte, un no sé qué de insinuante y de blando, una cierta negligencia melancólica, y aquel aire de postración que se apodera de las almas apasionadas y tiernas, cuando mortalmente heridas en su lucha contra el destino, presienten su caída y la ineficacia de su resistencia.

¿Estaba enferma? No. Lo que sentía era el lánguido deleite que acompaña casi siempre a las grandes emociones amorosas en aquellos espíritus delicados para quienes la pasión es puro sentimiento moral, y un mundo que, aunque ilusorio, las más veces tiene sus realidades, sus grandes alegrías y sus grandes dolores.

Difícil sería decir si madama M... estaba triste o no. Ella misma no lo sabía, estaba sensitiva, laxa... vencida. Su mismo tormento era su placer; y de cierto que, pudiéndolo, no habría vuelto a desandar el camino que había andado, ni habría cambiado sus melancólicas meditaciones   —300→   por el más animado o por el más festivo de sus pasados días.

-¡Yo no era así! -exclamó en uno de esos desahogos que le pedía el corazón, y dio un suspiro-. ¡Ah, yo no era así! -repitió-. En fin -dijo después de unos segundos, con un ademán de resignación, yo no lo he buscado... no lo puedo evitar, y ¿qué hacer?

Madama M... tenía uno de esos caracteres que no pueden vivir dudando ni vacilando; que cuando ven su camino necesitan andarlo y llegar.

Pero a pesar de su fortaleza, cuando Mariana vino a decirle que estaba allí el coronel N... para conducirla a lo de O'Higgins, un temblor nervioso e involuntario se apoderó de toda ella y tuvo que sentarse para recobrar un poco de serenidad. Mariana también había comenzado a cavilar; porque, aunque reservada y silenciosa, no se le ocultaba que estaba ya entablado el romance de su señorita y que aquello podía muy bien acabar por donde acaban todos los romances del corazón.

Una vez repuesta, madama M... salió del aposento en que había descansado hasta esta hora, tomando la fisonomía convencional de una amistad inocente y despreocupada; y al encontrar al coronel que se paseaba inquieto también, pero firme en su propósito, de extremo a extremo en el modesto salón de la casa de Tomasa, le alargó la mano y le dijo:

  —301→  

-Si es usted tan galante y solícito con todos sus amigos y sus amigas, no hay duda que ha de ser adorado por ellos y por ellas.

-Me pone usted en una situación difícil, Pepita.

-¿Por qué?

-Porque aunque es cierto que mis amigos me quieren, y que conocen mi diligencia para prestarme a todo lo que puede serles agradable, y en lo que yo pueda servirlos, sin reparo ni condiciones, no tengo amigas que puedan mirarme con el cariño que usted supone. Y por cierto que en este momento es para mí un gusto muy grande, porque de ese modo...

-No tendrá usted más amiga que yo... ¿No es lo que usted iba a decirme? ¡Ah! ¡ah! ¡ah!... No me haga usted cumplimientos, y vamos.

-¡Pero usted me atormenta: me cierra usted los labios, y me condena a no hablar, a no desahogar mi alma!... Y ni siquiera puedo saber lo que piensa usted de mí.

-¿Y qué quiere usted que piense? ¿Puedo hacer más que abrirle mi amistad y mi gratitud con un corazón franco, y con el más vivo deseo de que usted me estime?

-Pepita, no me hable usted más de gratitud, si no quiere usted ofenderme y ser ingrata.

-Pero, como soy franca, y... algo atrevida; dicen por ahí, me permitiré decirle a usted también que a una dama como yo, un caballero como   —302→   usted le concede siempre el derecho de hacerse estimar.

-¿Y qué no estima el rendido, señora, que se postra delante de su ídolo?

-Los hombres no aparecen rendidos sino para ser tiranos; ni apasionados sino para solazarse con el mal que hacen a las víctimas que les entregan su corazón creyendo que ellos también lo tienen para consagrar su vida a la mujer que les consagra la suya. Por desgracia mía, N..., aunque estoy en un camino de peligros, valgo mucho más de lo que creen los otros; y si mi vida no hubiera de ser un dechado de perfecciones superior a todo reproche, quiero, por lo menos, ser llevada hasta mi sepulcro por la mano de amigos seguros, nobles, que sepan valorar mi amistad y respetarla. Así, pues, no me vuelva usted a hablar de galanterías. Tiene usted todo el tiempo que quiera tomarse para estudiarse a sí mismo y para decirse en el fondo de su conciencia, como noble y generoso caballero, si es usted capaz de responder a ese modelo que yo contemplo en mis ensueños; tiene usted todo el tiempo que quiera para estudiarme y para conocer si soy yo la que puede realizar ese milagro en su alma. Déjemelo usted a mí también para juzgarlo a usted en el sentido de mi modelo, y para conocerlo el día que usted, sin galanterías, sin formas de conveniencia, sin... otro propósito que el de nuestra reciproca estimación, venga   —303→   usted a decirme que soy lo que usted buscaba. ¡Ni una palabra más, N..., hasta entonces! ¿Me conoce usted ahora? ¿Quiere usted ser mi amigo?

-¡Sí, señora; tiene usted razón! Sus palabras son nobles, sus sentimientos sublimes, y la justicia de sus reflexiones me doblega. ¡Vale usted más que yo! Y cualquiera que sea el hado que nos separe, o que nos una, le protesto a usted, Pepita, que todo mi anhelo sera merecer la estimación de usted.

-No puede usted figurarse cuánto me complacen esas protestas... Empieza usted a ser lo que yo deseaba. Así, pues, ¡déme usted el brazo y vamos!

Unos momentos después entraban a la casa de O'Higgins. En el salón, el general se ocupaba de coordinar la marcha del nuevo gobierno. Estaba, pues, rodeado de ayudantes, con quienes despachaba urgentes y variadas órdenes a todos los puntos de la República. Esperaban su turno para verle, en las piezas contiguas, solicitantes de todo género. Los militares entraban los unos y salían los otros, con el semblante animado y alegre que se lleva en los días de victoria y de grandes satisfacciones públicas.

N... hizo sentar a madama M... en una de las piezas de espera y entró al salón para anunciarla.

El general O'Higgins era un hombre culto   —304→   que había sido educado en las tradiciones de su distinguida familia. Irlandés de origen, tenía la fisonomía chata y saltante que da un carácter tan peculiar a los hombres de su raza; y también, como casi todos ellos, abierto y solícito en su trato, era abundante y vehemente en sus palabras y en sus ademanes.

Cuando el coronel le dijo que madama M... quedaba esperando en la antesala, el general O'Higgins le dio una llave y le dijo que abriera en el otro frente del patio un gabinete particular en donde se encerraba a trabajar cuando quería estar sólo, protestándole que pronto iría allí. Y en efecto, a los cinco minutos apareció con todas las manifestaciones del afecto y de la amistad, y dirigiéndose a madama M... le estrechó la mano y le dijo:

-¿No quiso usted anoche complacer el vivísimo deseo que tenía de ver a usted?

-Señor, no pude figurarme que de parte de Vuestra Excelencia hubiera otra cosa que pura generosidad y clemencia para una prisionera.

-¡Prisionera! ¡Sí, dice usted bien! Y de tanta importancia -dijo riéndose- que para usted no hay canje posible. ¡Nada, nada puede ablandar nuestro animo a ese respecto; y es preciso que usted lo sepa desde ahora para que se resigne a no pensar en eso jamás, jamás, madama mía! ¿Sabe usted para lo que la he llamado?

-Calculo, señor general, que para ser bueno y magnánimo conmigo.

  —305→  

-¡No tal!... Para todo lo contrario, para que me dé usted su palabra de honor de guardar la ciudad por cárcel.

-¿Ni a mi quinta podré salir?

-Bajo guardia, o con fianza bastante, sí -dijo el general con tono festivo-. Pero entiendo que la quinta ha sido también saqueada; ¿usted no lo sabe?

-No, señor; pero en todo caso, poco habré perdido: allí no había sino colchones, catres ordinarios y algunos muebles viejos que nada valen.

Mientras esto se decían, el coronel N... había salido de la pieza dejando solos en ella al general O'Higgins y a madama M...

-¡Ha estado usted desgraciadísima! -le dijo el general.

-Puede ser, señor; y no sé por qué he tenido la fortuna de no afectarme y de mirar todo lo que se ha desbaratado de mi casa con una perfecta indiferencia; y en cuanto a mí contrasté en el camino de Valparaíso, me dicen que han pasado por tales angustias los que siguieron hasta allí, que comienzo a creer que ha sido mejor para mí esperar entre ustedes prisionera a que llegue el tiempo de recobrar mi libertad.

-¡Eso no, madama mía, eso no!

-¿Pero por qué, general?... ¿Y si tomo partido por Chile?

-¡Entonces no hay que hablar! Razón de   —306→   más para que nos empeñemos en resarcir a usted de la tropelía vandálica que ha privado a usted del hogar que tenía entre nosotros... Para mí eso es un deber.

-Vuestra Excelencia sabe que todo eso, lo mismo que la propiedad de la casa, era mío y no de M... Yo me casé con bienes propios.

-Por supuesto que lo sé, Y entiendo que ahora dos años, más o menos, heredó usted una parte considerable de la fortuna de su tío don Melchor Villamar, que murió en Lima, ¿no es así?

-¿Cómo no? Toda la vajilla y el servicio de plata que yo tenía, llevaba su cifra, M. S. V. (Melchor Santiago Villamar),

-¡Ah! Entonces se va a recoger toda; muchas piezas han aparecido ya, según me han dado parte, y se están depositando en la Hermandad de policía.

-Algunos otros valores y dinero tenía también en manos de mi apoderado el señor J... T..., que no pocos disgustos me han causado con M...

-Eso está seguro; está en buenas manos.

-Así lo creo, señor general, y en Lima tengo algo que recibir... aunque me temo que eso sea como perdido.

-No tal -muy pronto tomaremos a Lima, no perderá usted nada de lo que sea suyo; allí, como aquí, el gobierno mira como un caso de honor resarcir a usted de sus pérdidas y recoger   —307→   todo lo que se pierda, cosa que no es difícil, como usted comprende: todo anda por ahí en manos de rotos. Por lo pronto, ya he dado orden de que pase usted a ocupar la casa que ha abandonado don Antonio Olazarriera. Es un hombre que ha cometido muchas tropelías y despojos inicuos mientras fue socio de San Bruno en el maldito tribunal de Seguridad Pública, como le llamaban con escarnio. Ha huido dejando su casa puesta, el gobierno tiene el derecho de apoderarse de todos sus bienes para hacerlo responsable del mal que ha hecho; y usted pasará hoy mismo a ocupar la casa con todo lo que tenga, mientras se refacciona la de usted y le pone en estado de que usted la habite.

Madama M... pareció indecisa y como reflexiva.

-Veo que usted vacila: fíjese usted bien en que tomando a su cargo todos los enseres de la casa tal como la han dejado, se encarga usted de su conservación y les hace usted un gran servicio a los prófugos más bien que daño.

-¡No vacilo, señor!... Al principio me vinieron ciertos escrúpulos; pero he reflexionado, y ya he visto que puedo hacerlo sin ningún remordimiento.

-He ordenado que se le den a usted mil y quinientos duros para los primeros gastos de alojamiento, hasta que veamos a cuánto asciende el valor de lo que usted ha perdido en el saqueo e   —308→   incendio de su casa... deduciendo lo de la plata labrada (que se encontrará), creo que todo será cosa de cuatro o cinco mil duros.

Madama M... se sonrió, y le dijo:

-En alhajas y muebles ricos tenía mucho más; pero no hago mérito de eso, lo digo únicamente para no dejar a Vuestra Excelencia en error.

-¡Oh! Pero la parte mayor de todo eso se va a encontrar. ¿No ve usted que los rotos tienen que mostrarlo o que venderlo?... Y la intendencia de policía está ya recogiendo grandes cantidades de los objetos robados; día más, día menos, todo vendrá a poder de usted.

-¡Me da usted una buena noticia, señor general!

-¡Tomo eso sobre mí! No sólo por usted, sino por el honor de las armas y del gobierno de la patria.

-Voy a pedirle a Vuestra Excelencia un favor.

-¿Cuál?

-Y es que Vuestra Excelencia me permita, hoy o mañana, o cualquier día de estos, visitar la cárcel, donde se dice que hay gran número de desgraciados prisioneros españoles en la más grande miseria y acosados por el hambre.

-¡Algo puede haber de eso!... Usted comprende que en los primeros momentos no se puede atender a todo.

  —309→  

-Es natural, señor; y por lo mismo... al fin fueron mis paisanos... Quisiera poder llevarles una limosna que aliviara su tormento.

-Muy bien, muy bien; voy a ordenar que le extiendan a usted el permiso de entrada, amplio y completo, y que le entreguen a usted quinientos duros de la compensación que debe usted recibir.

-Se lo iba a pedir a Vuestra Excelencia.

De allí pasó madama M... a instalarse en la casa de Olazarriera.

Con un minuto de reflexión se le habían quitado todos los escrúpulos que al principio la habían asaltado, a la idea de ir a habitar una casa ajena; y había pensado que puesto que la casa había sido abandonada con todos sus muebles, y que el propietario no podía tener esperanzas de recuperarla por el momento, pues que había huido a Lima, ella podía ocuparla entendiéndose con él, por medio del apoderado que tenía en esa ciudad, para comprarle todo su mueblaje y abonarle el alquiler que la casa devengase, haciéndole un gran servicio sin daño ni abuso.

Lo primero que hizo desde que entró allí fue hacer llamar al señor J... T..., depositario y administrador de sus fondos. Este ocurrió, y le dio la cuenta más cabal y satisfactoria de los valores que tenía en su poder; pero le observó que, siendo mujer casada, él no podría cumplir sus órdenes sin la licencia marital.

  —310→  

-Pero ¿cómo haremos amigo mío? -le dijo ella-. ¿Cree usted que M... me va a dar semejante licencia?... ¿Será bastante una orden del gobierno?

-Yo obedeceré la fuerza mayor si me lo imponen... Pero creo inútil recurrir a ese extremo. Usted puede hacerse suplir esa licencia por los jueces: yo me permitiré resistir hasta que la fuerza pública me obligue, para salvar toda responsabilidad en el porvenir.

-¡Pero eso es largo, larguísimo! Y yo necesito a lo menos quinientos duros por el momento.

-Por una cosa así, no hay dificultad. Usted los tomará como prestados por mí, en razón de las necesidades de su vida, asegurando su pago con lo que yo tengo cuando la autorice su marido, y así...

-Bien, muy bien; mándemelos usted pronto, porque quiero socorrer hoy mismo a los prisioneros del rey que están en la cárcel.

-¡Señora, por Dios!

-Nada, nada; no se asuste usted. Estoy autorizada por el mismo señor O'Higgins.

El apoderado se encogió de hombros y salió para mandarle el dinero que la señora le pedía.



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ArribaAbajo- XXXVI -

Acomodarse en la casa de Olazarriera fue cosa fácil y breve para madama M..., porque, como hemos dicho, la casa había sido abandonada por sus duchos en un estado completo de servicio a la primera noticia del suceso de Chacabuco; y sin esperar más, se había embarcado toda la familia en un buque propio para el Perú. Lo que podía faltar era una u otra cosa de muy poco momento, cuya provisión quedó al cargo de Mariana.

A poco rato entró el apoderado T... con los quinientos duros, y se formalizó la entrega y el documento.

-Dígame usted, T... -le dijo la señora- ¿conserva usted sus negocios con el Perú?

-Hasta este momento, sí, señora.

-¿Qué puede valer todo lo que tiene esta casa? Vamos a verla bien. Yo quiero comprar todo lo que es de servicio y que se pueda usar, porque no quiero servirme de nada ajeno. Vamos a verla.

  —312→  

Después de vista, el apoderado calculó que el precio justo de todo andaría como por tres mil duros; lo que para aquel tiempo era un valor considerable.

-Usted ve, amigo, todo esto va a ser confiscado. Siendo mío, espero que se salvará. ¿Quiere usted hacerle una propuesta a Olazarriera por esa suma?

-¡Pues no, señora mía! Y estoy cierto que la aceptará, porque para él es una lotería. ¿Quiere usted comprar la casa también?

-No, por ahora no. Escríbale usted que fije un alquiler mensual, en caso que acepte los tres mil duros por el menaje; y yo le daré a usted las órdenes para hacer esos abonos desde la fecha de hoy mismo.

-Previa la licencia judicial, ¿no, señora?

-Se entiende; con todo lo que usted exija para su completa seguridad. ¿Cree usted que procedo bien y que no habrá lugar a reprocharme cosa ninguna, la menor demasía o abuso?

-¡Nada, nada, señora!... Por el contrario: le respondo a usted que se hace usted digna de la más merecida gratitud de parte de Olazarriera.

-Así lo creo yo; y de otro modo, no habría aceptado el entrar en la casa. Así, pues, no me vuelva usted a hablar ya de esto: obre y arregle según lo hablado. Todo, desde la fecha de hoy   —313→   mismo, ¿eh? Quiero tener la confianza de que soy dueña.

-Perfectamente.

Cuando el apoderado salió, esperaban ya a madama M... Tomasa y todas sus hermanas con telas y géneros para rehacerle su ajuar, prometiendo que ayudadas por muchas otras costureras que habían llamado, tendrían pronta una gran parte de lo más necesario al fin de cada día.

La Pepa se dirigió enseguida a la cárcel donde estaban apiñados como trescientos prisioneros españoles, y luego que se hizo admitir en virtud de la orden, pidió que le trajeran a la alcaidía, donde había sido recibida, a algún oficial de Dragones del Rey.

A poco rato el alcaide le presentó al capitán Azarolas, quien, al reconocerla, exclamó:

-¡Señora! ¿Usted entre nosotros?

-Sí y no: fui tomada prisionera en el camino de Valparaíso, pero estoy libre; y como he salvado alguna parte de mis bienes, aunque es poco por ahora aquello de que puedo disponer, he obtenido permiso para traerles a ustedes algunos auxilios.

-¡Es usted un ángel de misericordia, señora! ¡Aquí nos hace falta todo, todo! Y cualquier cosa, un pedazo de pan y un poco de agua clara serían, señora, para nosotros, un valioso regalo.

-Muy bien; usted me va a servir de gula para distribuir algún dinero entre los prisioneros; el   —314→   señor alcaide ha visto la orden que tengo para poder hacerlo.

-Yo me permitiré aconsejarle a usted, señora -le dijo el alcaide- que no entre con semejante mira en las crujías. Usted comprende que se armará un alboroto entre tanto necesitado como hay en ellas, y que el resultado puede ser muy vergonzoso. Creo que será mejor que se le traigan tres o cuatro prisioneros a la vez, para que les dé usted lo que quiere repartirles.

-¡Muy bien eso es lo mejor! Azarolas, haga usted venir primero los oficiales... No, no los haga usted venir, sería impropio. ¿Cuántos hay?

-Somos quince, señora.

-¿Nada más que quince?

-Los que estamos en este depósito de la cárcel somos quince no más; pero debe haber muchos otros en otras partes.

-Sí -dijo el alcaide- en la Ollería hay muchísimos que van, a marchar con ustedes a la provincia de San Luis.

-Es decir -dijo la señora- que por ahora son quince. Muy bien; tome usted, Azarolas, setenta y cinco pesos, y que disimulen esta cortedad. Después que haya usted entregado esto a cada uno, tráigame usted los soldados poco a poco.

-Mire usted, señora -le dijo el alcaide: eso que usted hace no da resultados y es malo para esos pobres diablos; todo lo van a jugar hoy   —315→   mismo. Mucho mejor es que deposite usted aquí algo por cabeza, para hacerles comprar lo que pidan, y con el resto les mande usted carne y pan; y si acaso un poco de tabaco. Si usted quiere, el proveedor de la cárcel, que ha suspendido sus entregas porque no le pagan lo que se le debe, irá a entenderse con usted.

-Pero, amigo mío, ¿cómo voy a entrar yo en eso?

-Hay un medio -dijo Azarolas- y es que usted deje el dinero en manos del alcaide; es buen hombre, señora, su familia es muy caritativa; y yo me encargaré de hacer la distribución y el servicio.

-¡Eso sí! Tome usted, pues, señor alcaide, aquí tiene usted trescientos duros, y entiéndase usted con Azarolas.

-Eso es lo mejor -dijo Azarolas-. Le recomiendo a usted, señora, a este señor alcaide y su familia: son muy caritativos y nunca nos olvidaremos de lo buenos que son con nosotros. Ahí tienen una infeliz mujer tísica que es una santa mártir, y que parece imposible que esté presa con justicia. Si no fuera por este hombre y su familia, ya se habría muerto como un perro.

-¿Y por qué está presa esa desdichada? ¿Por qué no la llevan a un hospital? -preguntó compadecida la Pepa-. ¡Eso es una barbaridad!

El alcaide se encogió de hombros y dijo:

  —316→  

-Yo ya lo he hecho Presente más de cien veces, pero «donde manda capitán no manda marinero»; me han mandado que la tenga en la cárcel, y en la cárcel está; ¡poco ha de vivir! Es una vela que se apaga: pálida y flaca como una muerta, y tos, y tos, y más tos, todo el día y toda la noche. De lástima la hemos llevado a nuestras piezas, señora; que lo que es escaparse, si no se va el alma antes, de seguro que no tiene ni como dar un paso parada; da horror verla y oírla toser; por lo demás, es un ángel, no se queja, no llora, no pide nada; todo lo recibe con humildad.

-Pero ¿qué dice ella de su prisión?

-¡Nada, nada; ni su nombre ha dicho siquiera!

-¿Puedo verla? -preguntó madama M...

-¡Por cierto que sí! Y tal vez pueda usted contribuir a que se aclare su causa y resuelvan algo sobre ella.

-¡Oh, que sí lo haré!

El alcaide hizo entrar a madama M... en sus habitaciones; y después de haber atravesado una especie de sala en donde su mujer y dos hijas estaban hilando y tejiendo, la introdujo detrás de otro aposento, en una especie de alcoba lóbrega y sombría, a causa de los murallones de piedra de más de una vara de ancho con que estaba edificado todo el edificio, y también porque apenas entraba una débil luz por una ventanilla que daba a un pasadizo bastante obscuro   —317→   también. En un rincón ardía una vela de sebo que hacía difícil distinguir los objetos. Pero madama M..., dirigida por el eco de una tos cavernosa, alcanzó a ver un lecho y en él un bulto que apenas levantaba las ropas de la cama, y que en efecto parecía rígido e inmóvil como un cadáver. La mujer y las dos hijas del alcaide habían dejado su tarea y entrado también detrás de la señora.

-¡Vecina, vecina! -le dijo el alcaide-. Aquí hay una dama que quiere verla a usted y saber en qué puede aliviarla.

La desventurada levantó unos ojos vitrificados por la enfermedad, echó una mirada que parecía salir de las cavernas del cráneo, y cuando los hubo fijado en la dama que la visitaba.

-¡Dios mío! ¡Dios mio! -exclamó con la voz hueca y temblorosa de los tísicos-. ¡Pepa! ¡Pepa! -repitió...- ¡Perdón, señora! -agregó inmediatamente-. ¡Perdón!

-¿Qué es esto? ¿Quién me nombra? -exclamó madama M... confundida y aterrada.

-Una infeliz que en otro tiempo...

-¡Hermana mía! -le dijo madama M..., poniendo su cara anhelante sobre el cadavérico rostro de la enferma-. ¡Hermana mía! ya que no tengo otro nombre que dar a usted; ¿quién es usted, por Dios? Dígamelo usted, que tengo el alma desgarrada.

-¡Una infeliz que en otro tiempo tuvo el derecho de decirle a usted Pepa, pero que lo ha   —318→   perdido, a no ser que el martirio y el sufrimiento le devuelvan lo que perdió!

-¡No, hermana mía!... ¡Es imposible! ¡Yo no puedo haberle quitado a usted ningún derecho! ¡Por Dios! Dígame usted quién es, de qué soy yo responsable, qué le he hecho yo a usted, y si alguna vez usted me llamó Pepa, Pepa siga usted llamándome, que jamás ha sido más santo para mí ese derecho que en los labios de la desgracia... ¿Yo?... ¡Dios mío! Estoy cierta que jamás he podido ofender a usted, hermana mía... ¿Quién eres? ¡Dimelo al fin, hermana querida! -le dijo madama M... anegada en lágrimas de compasión y poniéndole el oído en los labios.

-Soy -le dijo la enferma- Manuela Solarería.

-¡Manuela! ¡Manuela! ¡Hija del alma, amiga querida! ¿Y por qué te hallas en este estado?

-No lo sé, Pep... no lo sé señora.

-¡No me destroces el alma, Manuela! Yo soy Pepa, siempre Pepa para ti, y quiero saber por qué te tienen en la cárcel.

-No lo sé; a nadie he hecho mal... con nadie he hablado... me han traído... y al fin, querida Pepa, lo mismo estoy aquí... no; mejor estoy aquí que allá.

-¿Qué allá?... ¡Ah, hija mía, comprendo, comprendo!... Ni una palabra más... ¡Pero yo tengo mi casa, y tú vendrás conmigo! ¿De qué te acusan? ¿De haberlo ocultado?

-¡Ni lo he visto, ni más quiero verlo, porque   —319→   yo tengo ya todos mis pensamientos en el cielo!

-Y entonces ¿de qué te acusan? ¿De haber sido la víctima de su barbarie?.... ¡No, Manuela! Yo te salvaré y tú iras a mi casa. Es imposible que los hombres que mandan ahora en Chile sepan lo que te pasa, ni conozcan tu prisión. Yo voy ahora mismo a aclarar todo esto. Aquí hay algún misterio, algún error.

-¡Pero él me reclamará... estoy cierta que me reclamará!...

-¿Él?... ¡No! Él anda prófugo y lejos; en Chile gobiernan ahora los patriotas; y él no te reclamará ni te puede reclamar.

-¿Gobiernan los patriotas?... ¿Y M...?

-M... también se ha replegado a Concep... ción... No me preguntes más, hermana querida; estás demasiado débil... Voy a pedir tu libertad para llevarte a mi casa... No hay tiempo que perder, ¡ya vuelvo! -y madama M... salió deprisa.

-De la cárcel se dirigió a casa de O'Higgins, y después de haberse hecho anunciar por medio de un billete apremiante, tuvo la satisfacción de ser recibida y de imponer al general con palabras vehementes y calurosas del motivo que la había movido a verlo.

-Madama -le dijo O'Higgins- no es tan llano ni tan justo lo que usted me pide. Esa mujer ha sido la compañera, por no decir otra cosa, de San Bruno, cuya cabeza hemos puesto a precio,   —320→   porque usted sabe que ha sido un facineroso y no un militar de honor. Esa mujer está complicada en la traición horrible en que murieron los hermanos Estay y La Concha, su propio marido... ¿No lo recuerda usted, madama M...?

-¡Señor, esa infeliz mujer no está complicada en nada de eso! Ustedes, los hombres, tienen una manera atroz de juzgarnos. Esa infeliz mujer cayó, es verdad, en las manos de ese monstruo, porque ustedes dejaron caer su país en las manos de sus enemigos. ¿Tiene ella la culpa de que quedase como cosa, o como mueble, abandonada e inerme, sin pan y sin hogar, cuando ustedes perdieron la batalla de Rancagua? ¿Podía ella desasirse de las garras del tigre que la tomó como se toma la cosa tirada ahí por las calles? ¿Podía ella resistir a lo que ese bárbaro le imponía?... ¡Debía haber perecido antes que infamarse!... ¡Bonita frase por cierto, señor general!... Eso se lo hemos visto hacer a Lucrecia en el teatro, y Dios sabe si será verdad. Pero esa no es la regla ni la ley de la triste humanidad, y donde quiera que hay peligro de muerte, o temor de un castigo feroz, hay la más atenuante de todas las circunstancias para quitar las responsabilidades de un crimen. Manuela Solarena no es criminal, señor general, delante de los hombres, sino delante de Dios... Y por último, ¿quién la ha juzgado? Esta cadavérica y moribunda. ¿Está acaso condenada a morir sin   —321→   asistencia en una cárcel? ¿No tendría el derecho de hacerse llevar a un hospital?

-Señora, ¿qué es lo que usted quiere? -le dijo O'Higgins, algo inquieto por el tiempo que perdía.

-Llevármela a mi casa, señor don Bernardo, para que muera en mis brazos, porque tiene pocos días de vida; mándela usted ver con un médico y se convencerá usted de que tengo razón, de que digo la verdad. Si sana, allí la tendré yo, para que ustedes la juzguen; si muere, la juzgará Dios, y ustedes no habrán consumado una iniquidad.

-¡Señora, llévesela usted -le dijo O'Higgins medio convencido y también fatigado.

-¡Oh! si fuera por mí, no le fastidiaría a usted tanto, señor don Bernardo... Pero por esa infeliz, que un día fue mi amiga, nada me arredra, ni el enojo ni el fastidio de usted.

-Ya lo he dicho, madama M... ¡llévesela usted!... Centeno, extienda usted una orden para que la presa Manuela Solarena sea entregada a madama M...

Así que recibió la orden, saludó con cariño al general, y le dijo, al salir:

-Ya verá usted cómo, después que reflexionen, han de reconocer ustedes que tan lejos de hacerme en esto un servicio, soy yo quien los he salvado a ustedes de que cometan una grande iniquidad.

  —322→  

O'Higgins la saludó también con cariño, y después que ella salió, dijo:

-¡Tiene razón! Es un rigor inútil y evidentemente injusto... ¡Es diablo esa mujer!... Pero es buena.

Madama M... puso un esmero prodigioso en preparar y abrigar el catre en que hizo trasladar a Manuela en hombros de cuatro hombres; y la acomodó en una de las piezas más abrigadas y confortables que tenía la casa. Hizo venir inmediatamente al médico, del ejército argentino, que gozaba de mucha fama, y que era un tal Zapata, negro de Lima, que por patriota había escapado de aquella ciudad y logrado alcanzar a refugiarse en Mendoza, de donde había venido a Chile con el general San Martín.

Apenas la examinó, declaró que el caso era perdido.

Sin embargo, los nuevos y esmerados cuidados de que se veía rodeada habían levantado algo su espíritu, y parecía más confortada.

-¡Ah, querida Pepa! -dijo la enferma con una voz llena de gratitud-. ¡Si pudiera encontrar a mi hijo, moriría feliz!

-¡Encontrar a tu hijo, Manuela! -exclamó la Pepa con una sorpresa extraordinaria y levantándose del asiento.- ¿Has perdido un hijo? ¿De qué edad?

-El único, que tenía año y medio, no era hijo de él, sino de... mi marido... Él me lo arrebató   —323→   y lo arrojó al pantano de la calle... ¡Lo habrán devorado los perros! -agregó sollozando con amargura.

-¡Qué horror! ¡Qué horror!... ¿Y nadie lo vio? ¿Nadie lo pudo salvar? -le preguntaba madama M... con una agitación visible.

-¡Debe haberlo visto Teresa, mi cuñada!

Madama M... le tomó las manos con un temblor febril.

-¿Teresa, dices?

-Pero tú sabes, Pepa querida, que Teresa está loca, y nadie le puede sacar una palabra de lo que vio.

Madama M... se echó entonces sobre la enferma, y abrazándola con una sublime expansión del alma, le decía llorando también de júbilo y de ternura:

-¡Yo tengo a tu hijo, Manuela querida!... ¡Yo lo tengo! ¡Aquí en esta casa está! ¡Mariana! ¡Mariana! ¡Trae el niño: hemos encontrado a su madre! -y cayendo de rodillas levantó las manos al cielo y exclamó- ¡Dios de piedad, gracias, gracias! -mientras la enferma, incorporada en la cama, hacía un esfuerzo supremo por bajarse gritando:

-¡Mi hijo! ¡Mi hijo! ¡Quiero ver a mi hijo!

Y caía desmayada y exánime sobre sus almohadas.