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Acto Cuarto

Salón de Palacio. En el foro, un trono.



Escena I

El REY y DON JUAN MANUEL; a POCO, MARLIANO.

     REY.- ¿Habéis hecho lo que os ordené?

     DON JUAN MANUEL.- Guardadas están ya las puertas del aposento de Doña Juana.

     REY.- Y Aldara, ¿qué respuesta os ha dado?

     DON JUAN MANUEL.- Hasta que la Reina haya partido no saldrá de su cámara.

     REY.- ¡Qué mal me siento! ¡Qué peso, qué ardor en la cabeza! El sobresalto que ayer experimenté cuando Aldara fue descubierta por la Reina, y los continuos afanes que desde aquel momento han trabajado mi espíritu, son indudablemente causa de esta dolencia que a tan mala hora me acomete. ¡Ver uno por uno a cuantos me negaban obediencia; soportar repulsas y altivos desdenes; luego el Consejo, que ha durado toda la noche!... ¡Qué larga mortificación! ¡Con tal que no salgan fallidas nuestras esperanzas!

     DON JUAN MANUEL.- No lo temáis: la Reina partirá hoy mismo al sitio en que haya de ser recluida, y todos o casi todos los grandes reconocerán a Vuestra Alteza por único señor de estos reinos.

     REY.- ¡Cuánto os debo, don Juan Manuel! Nunca a Pacheco ni a vos podré premiaros dignamente.

     DON JUAN MANUEL.- Con mi deber cumplo al serviros.

     REY.- También tendré que castigar. El Almirante agotó mi paciencia. (A MARLIANO, que sale por la izquierda.) ¿Qué ha decidido Doña Juana?

     MARLIANO.- Se niega a partir.

     REY.- No me equivoqué al suponer que vuestros esfuerzos serían inútiles. Partirá de grado o por fuerza.

     MARLIANO.- Varias veces os he manifestado mi opinión; permítaseme publicarla.

     REY.- Os aconsejo, Marliano, por vuestro bien, que no cometáis una imprudencia. Se acerca la hora: id a buscar a vuestros amigos. (A DON JUAN MANUEL.) (Arrojaré al fin a esa mujer de mi tálamo y de mi trono.) (Vase el REY por la derecha y DON JUAN MANUEL por el foro.)



Escena II

MARLIANO; después, DON ALVAR; a poco, el ALMIRANTE.

     MARLIANO.- Conserve yo mi virtud, aunque pierda la vida.

     DON ALVAR.- ¿Lograsteis penetrar en la estancia de la Reina?

     ALMIRANTE.- ¿Qué hay, Marliano?

     MARLIANO.- Dije al Rey que trataría de reducir a Doña Juana a que partiese de propia voluntad, y así logré que se me permitiera entrar en el aposento que le sirve de cárcel. No bien supo lo que el Rey trama contra ella, anegose en llanto, y vencida su fortaleza, quiso partir.

     ALMIRANTE.-¡Partir!

     DON ALVAR.- Y vos, ¿qué hicisteis?

     MARLIANO.- Recordele sus deberes de Reina; los males que padecen sus pueblos bajo el yugo de los flamencos; las torpes miras con que don Juan Manuel, el Marqués de Villena y el señor de Vere fomentan los desmanes de Don Felipe; invoqué el nombre de su madre; llegué hasta el punto de exacerbar sus celos. Con indignación y cólera hizo al fin juramento de no salir de Burgos y de no dejar la corona.

     DON ALVAR.- ¿Y el pueblo, Almirante?

     ALMIRANTE.- Gracias a la actividad de sagaces criados míos, nadie ignora ya en la ciudad que hoy debe abandonarla Doña Juana por mandato de Don Felipe, y que éste va a ser declarado único dueño de la corona. Suspéndese todo quehacer, el amigo busca al amigo, en calles y plazas hay turbas animadas por unánime sentimiento: «¡Mueran los flamencos y viva la Reina!» es el grito que han dado ya los corazones, y que del corazón pugna por subir a los labios.

     DON ALVAR.- ¡Loado sea Dios!

     MARLIANO.- Viendo está la pureza de nuestros pechos.

     ALMIRANTE.- ¿Y la guardia de Palacio?

     DON ALVAR.- Los soldados españoles adoran a su Reina; los flamencos han recibido el oro que para ellos me disteis.

     ALMIRANTE.- El cielo ampara nuestra causa.

     MARLIANO.- Cuando conspiran los malos, fuerza es que también conspiren los buenos.

     ALMIRANTE.- Noble hazaña, sin duda, salvar a una Reina del oprobio y a un pueblo de la tiranía. Por Cristo, señores, que ya era tiempo de hacer conocer al buen Archiduque de Austria y a sus infames lisonjeros la tierra que pisan.



Escena III

DICHOS, el MARQUÉS DE VILLENA, DON JUAN MANUEL, FILIBERTO DE VERE y nobles, que acuden por ambos lados.

     FILIBERTO.- Don Felipe será modelo de monarcas.

     DON JUAN MANUEL.- Puede decirse que hoy empezará su reinado; hoy, que la Reina loca dejará de ser óbice a sus planes maravillosos.

     MARQUÉS.- Era inhumanidad tener aquí a esa desdichada.

     DON JUAN MANUEL.- ¡Oh señor Almirante! (Saludándole.)

     MARQUÉS.- ¡Cuánto me duele vuestra ciega obstinación! Tenéis al Rey muy enojado.

     DON JUAN MANUEL.- Pero ¿qué plausible motivo os obliga a rechazar una vez y otra el toisón de que Su Alteza quiere haceros merced?

     ALMIRANTE.- Gracia inmerecida es salario, no premio; y no quisiera que, al ver tal insignia en mi pecho, dijese alguno: he ahí, no la recompensa de su virtud, sino el precio de su infamia; he ahí, no lo que ha ganado, sino por cuánto se ha vendido.

     MARQUÉS.- ¿Tratáis por ventura de ofendernos?

     FILIBERTO.- Pudiera suceder que el Rey no gustase de veros en Palacio.

     MARQUÉS.- Dejadle: bien me sé yo por qué sirve tan fielmente a una Reina loca. El Almirante, por su sangre y por su juicio, tiene con ella parentesco.

     ALMIRANTE.- Cierto es que sirvo fielmente a una Reina; vosotros servís a un amo: díganlo si no esos collares que os ha puesto en el cuello. (Por el toisón que llevan DON JUAN MANUEL, el MARQUÉS DE VILLENA, FILIBERTO DE VERE y otros nobles.)

     DON JUAN MANUEL.- ¡Almirante!

     MARQUÉS.- ¡Por vida mía!

     DON ALVAR.- El Rey.



Escena IV

DICHOS; el REY, con manto, el capitán de la guardia de Palacio, nobles, prelados, médicos, pajes y soldados, que se sitúan a uno y otro lado del trono.

     REY.- Sabéis, señores, el triste motivo que aquí nos reúne. Dementada la Reina, es imposible que gobierne; y solamente reduciéndola a estrecha clausura se logrará dilatar su vida. ¿Estáis prontos, señores, a hacer pública la demencia de Doña Juana, a reconocerme por legítimo y único señor de Castilla, a prestarme todo el auxilio que necesite, en el caso deplorable de que mis enemigos fomentasen alguna alteración en el reino?

     DON JUAN MANUEL.- Todos haremos lo que Vuestra Alteza desea para el bien de la patria. ¿Todos, no es cierto, señores?

     NOBLES.- Todos.

     ALMIRANTE.- No todos. Hay quien asegura que la Reina sólo padece efímeros arrebatos, hijos, no de enfermedad corporal, sino de aflicciones del espíritu.

     REY.- Nadie ayer ponía en duda su demencia.

     ALMIRANTE.- Ayer muchos, y yo el primero, creímos ver indicios de enajenación mental en las acciones de Doña Juana. Después se ha descubierto la verdadera causa de tales acciones. Espero que Vuestra Alteza no me obligará a publicarla.

     REY.- Yo sí que no os comprendo a vos, Almirante. ¿Quién ha podido explicar naturalmente el proceder de la Reina?

     DON ALVAR.- Yo, señor.

     REY.- (¡Don Alvar!)

     ALMIRANTE.- Recuerde Vuestra Alteza que las ciudades en las Cortes de Valladolid negaron su asentimiento a lo que hoy arbitrariamente se trata de llevar a cabo; tened presente que, para defender a Doña Juana, se han confederado en Andalucía el Conde de Cabra y el de Ureña, el Marqués de Priego y el Duque de Medina-Sidonia; ved que el pueblo en que estáis es un pueblo de valientes y de leales.

     REY.- ¡Amenaza a su Rey!

     DON JUAN MANUEL.- ¡Es un crimen!

     NOBLES.- Sí, Sí.

     ALMIRANTE.- Vuestras voces no me intimidan.

     MARLIANO.- Yo juro por el nombre de Dios que aún no ha perdido el juicio la Reina.

     REY.- Estos son traidores vendidos al Rey Don Fernando.

     ALMIRANTE.- Sólo el Rey Don Fernando, según el testamento de la Reina Doña Isabel, tendría derecho a sentarse en el trono si la locura de su hija Doña Juana fuese cierta.

     REY.- ¿Oís, señores? Bien hice en contar con vuestro apoyo.

     MARQUÉS.- Subid al trono, señor; solemnemente prestaremos el juramento que tengáis a bien exigirnos. Vuestra es la corona; ceñidla. (El REY se pone la corona y empuña el cetro.)

     DON JUAN MANUEL.- Vuestro es el trono; ocupadle.

     ALMIRANTE.- Oíd antes, señor. (Poniéndose delante del REY.)

     REY.- Atrás, rebelde.

     MARQUÉS.- ¡Detener al Monarca! (Rumores entre los cortesanos.)

     DON ALVAR.- (¡Villanos!)

     REY.- ¡Plaza al Rey!



Escena V

DICHOS y la REINA, con manto, corona y cetro.

     REINA.- ¡Plaza a la Reina! (Subiendo al trono antes que el REY.)

     REY.- ¡La Reina! (Prolongados rumores, sorpresa general.)

     MARQUÉS.- ¡Doña Juana!

     DON ALVAR.- (Esto es más de lo que esperábamos.) (Pausa.)

     REINA.- ¿Qué os turba y sorprende? ¿No contabais con mi presencia? Pues mal lo imaginasteis. Cerradas estaban las puertas de mi aposento; mas diz que para todo hay remedio en el mundo, si no es para la muerte. Que las cerrasen mandó el Rey; la Reina mandó que las abriesen de par en par; pudo más que la perfidia flamenca la lealtad castellana, y aquí me tenéis.

     DON JUAN MANUEL.- Fuerza es obrar con energía. (Bajo al REY.)

     REY.- Dignaos de volver a vuestra estancia, señora.

     REINA.- No hay para qué. Sé de qué graves negocios estabais tratando. Trátase de recluirme en alguna buena fortaleza para todo el resto de mi vida; trátase de hacer propiedad de Don Felipe de Austria la corona que a mí sola me pertenece. Acuerdo es éste de todo punto necesario; tal lo juzgo yo propia, y vengo, por tanto, a endulzar la pena que, a no dudar, oprime el tierno corazón de mi esposo; a pagar el noble celo que en pro del público bien habéis casi todos vosotros manifestado; a decir en seguida un adiós eterno al trono de mis padres. Y noticiosa de que ya ibais cobrando ojeriza a mi pobre vestido negro, para contentaros, y siquiera una vez pareceros Reina, me he echado encima, como veis, mis galas más deslumbradoras. (Desciende del trono y apostrofa a DON JUAN MANUEL y a los otros grandes con delicada ironía.) Guárdeos el cielo, don Juan Manuel, señor de Belmonte de Campos y de Cevico de la Torre, embajador en Roma, maestresala de mi madre Doña Isabel, primer caballero español del Toisón de Oro de la casa de Borgoña, y presidente de mi Consejo. Gloria mayor la vuestra que la de aquel otro don Juan Manuel, cuya docta pluma hizo su nombre tan famoso, y cuyo invicto acero rindió y desbarató al fuerte Ozmín, general de la casa de Granada, a orillas del río Guadalferce. He aquí, señores, a un nieto del Infante Don Manuel, a un descendiente del Rey San Fernando y de los Emperadores de Constantinopla, convertido hoy en agente de los excesos de un Archiduque de Austria.

     DON JUAN MANUEL.- ¡Señora!

     REINA.- ¡Oh, que también está por aquí el noble Marqués de Villena, Duque de Escalona! Cuentan que vuestro ascendiente, el caballero portugués Diego López Pacheco, fue por ansia de medro uno de los asesinos de Doña Inés de Castro; que vuestro noble padre dio veneno al Príncipe Don Alfonso, de quien era parcial, para volver a la gracia de su legítimo señor, mi tío Don Enrique, al cual después, no sabiendo ya qué quitar, quitó el entierro que el buen monarca para sí destinaba en el Parral de Segovia; que vos hicisteis matar a vuestra primera mujer, la Condesa de Santisteban, nieta del Condestable don Álvaro de Luna; que ahora, desposeído, por la voluntad de mis padres, de Trujillo, Chinchilla, Albacete, San Clemente, Rota y demás pueblos del marquesado de Villena, de la ciudad de Alcázar y de la tenencia de Madrid, queréis recobrarlos a toda costa, pronto, por conseguirlo, a matarme a mí y a diez mujeres más. ¡A ser esto cierto, señor Marqués de Villena, gloriosa raza la vuestra, por vida mía!

     MARQUÉS.- (¡Conténgame Dios!)

     REINA.- Loor a todos vosotros, señores. Natural es que así procuréis el ultraje de vuestra Reina y la ignominia de vuestra patria, cuál por un aumento de territorio, cuál por una dignidad que ha tiempo codiciaba, cuál por un toisón de oro para deslumbrar a sus inferiores, cuál por diez oficios públicos para diez de sus allegados. No hay por qué a nadie se maraville: constantemente fue vuestro anhelo empobrecer al pechero y al monarca; siempre fuisteis enemigos naturales del trono y del pueblo.

     NOBLE 1º.- Nos insultáis.

     DON JUAN MANUEL.- Insultáis a la Grandeza de Castilla.

     REINA.- Bueno fuera que os dieseis por ofendido. ¿Sabe una loca lo que se dice? Y yo estoy loca hasta más no poder. Como que estos señores, que son mis médicos, quieren encerrarme. (Dirigiéndose a los médicos.) Sólo que yo no quiero dejarme encerrar. Matad a la gente, señores míos; tal es vuestro derecho: para enterrarla viva aún no tenéis licencia. Pero ¿qué? ¿También vosotros os enojáis? ¡Todos malvados! (Con acento de cólera.) ¡Todos necios! (Riéndose.)

     REY.- Ved que yo por más tiempo no puedo tolerar...

     REINA.- Y a ti, Felipe, ¿qué te podré decir para consuelo de tu pena? (Apartándole de los demás y en voz baja.) Que harto bien pagada está la corona de Castilla con tus Estados de Borgoña y de Flandes; que aún necesitas reposo y vigor en el espíritu para terminar la obra que bajo tan buenos auspicios has comenzado: hacer tuyo el trono de la madre, ha sido empezarla; quitárselo al hijo legítimo para dárselo a un bastardo infame, será concluirla.

     REY.- ¡Doña Juana!

     REINA.- ¡Bah! Si ya sabes y acabas de oír que estoy rematadamente loca.

     REY.- Señores, esto es ya demasiado: llegó el momento...

     REINA.- Sí, ¡por Cristo!; sonó la hora de que yo empezase a reinar. Demencia y crimen era en mí anteponer otro amor al amor de mi pueblo. Yo expié mi culpa: de hoy más no lloraré torpes ingratitudes. Amar como todas las mujeres, es amar a un hombre; a semejanza de Dios debe amar una Reina, amando a un pueblo entero.

     REY.- (¡Me vence, me humilla!) (Los grandes se acercan, como ofreciéndole amparo contra Doña Juana.)

     REINA.- Ni penséis vosotros romper de nuevo el freno de las leyes, con que os sujetó la mano poderosa de la católica Isabel. Temblad ante la hija, como temblabais ante la madre. Vuelvan al reino los bienes que le arrebató vuestra codicia; vuelva la fuerza que es suya a la corona; deponed del todo vuestros cetros usurpados. Ya vosotros no sois Castilla: Castilla es el pueblo; Castilla es el monarca.

     REY.- Salid de aquí. No me obliguéis a emplear la violencia.

     REINA.- ¿Quién se atreverá a tocarme?

     ALMIRANTE.- Conteneos, señor, si no queréis encender oprobiosa guerra.

     DON ALVAR.- No hagáis que la sangre española corra por mano española vertida.

     REY.- La rebelión estalla dentro de mi propio Palacio.

     MARQUÉS.- ¡Viva el Rey!

     NOBLES.- ¡Viva!

     REY.- ¿Oís, señora, cómo la Grandeza de Castilla aclama al Rey?

     PUEBLO.- ¡Viva la Reina! ¡Viva la Reina! (Dentro.)

     REINA.- Oye tú cómo el pueblo español aclama a su Reina.

     REY.- ¡Oh rabia!

     ALMIRANTE.- La justicia prevalece.

     DON ALVAR.- ¡La Reina triunfa!

     REINA.- Parece que esos gritos no os suenan bien: pues yo quiero oírlos más de cerca. (Asómase al balcón.)

     PUEBLO.- ¡Viva la Reina! ¡Viva la Reina! (Dentro.)

     REINA.- Gracias, hijos míos. Nada temáis; no saldré de Burgos. Fío en vuestra constancia. (Desde el balcón.)

     PUEBLO.- ¡Viva la Reina! ¡Mueran los flamencos!

     REINA.- ¿Qué queréis, Felipe? Mi pueblo ha perdido el juicio como yo. (Volviendo al lado del REY.)

     REY.- Soldados, dispersad esa turba.

     CAPITÁN.- Si la Reina lo manda.

     REINA.- Calla, ¿éstos también? Con razón asegura el refrán que un loco hace ciento. Ya lo veis: los locos abundamos en Burgos que es una maravilla. Réstame advertiros que no es cordura jugar con ellos. Felipe, señores, adiós quedad. La Reina loca os saluda. (Hace una reverencia y se va.)



Escena VI

DICHOS, excepto la REINA.

     REY.- (¡Empeñar una lucha, una lucha en que tal vez sería vencido! ¿Adónde lanzar el rayo de mi furia?)

     ALMIRANTE.- Señor, dad oídos a la prudencia y la piedad.

     REY.- ¡Silencio, Almirante! ¡Por vida de mi padre, que habéis de llorar vuestra osadía!

     ALMIRANTE.- El castigo de la virtud, que no el premio de la maldad, ambiciono. La hora del desengaño suena también en la vida de los Reyes; sonará en la vuestra, señor. Lloraréis entonces haber acogido y acariciado la pérfida lisonja, que deslumbra los ojos y envenena el corazón de los Príncipes, y la interesada adhesión que los empuja y precipita; lloraréis haber despreciado y oprimido la noble franqueza y la generosa abnegación, que suelen salirles al paso para iluminarlos y contenerlos. Nunca me arrepentiré yo de haber amparado a una dama como caballero, y a una Reina como español. (Saluda y vase.)

     REY.- Dejadme, señores; necesito estar solo.

     DON JUAN MANUEL.- (Vamos. Buen chasco nos ha dado la loca.)

     MARQUÉS.- (Empiezo a sospechar que tiene más juicio del que fuera menester.)

     REY.- Quedaos vos, Marliano; también vos, don Alvar. (Elegid dos soldados flamencos en quienes se pueda confiar, y traedlos aquí.) (Bajo a FILIBERTO DE VERE, el cual se va por el foro.)



Escena VII

El REY, DON ALVAR y MARLIANO.

     REY.- Buen pago habéis dado a mis beneficios, señor Marliano.

     MARLIANO.- No se han de pagar los beneficios con malas acciones. Creo que no debe tener queja de mí Vuestra Alteza, ni como hombre, ni como soberano.

     REY.- ¿Eso creéis? Quizá con dos años de meditación en un encierro mudaréis de dictamen.

     MARLIANO.- En el cadalso creería lo mismo. (Vase.)



Escena VIII

El REY y DON ALVAR; después, FILIBERTO DE VERE y dos soldados.

     REY.- Ayer os desterré, don Alvar; hoy no sólo volvéis a presentaros en Palacio, sino que a él venís con el único objeto de hacerme guerra.

     DON ALVAR.- Tres días me disteis de término para salir de Burgos. Vine a Palacio porque a él me llamaba mi obligación de vasallo leal.

     REY.- Colígese fácilmente que a vos y a vuestro amigo el señor Almirante debo el alboroto de la plebe y la traición de la guardia. Por él y por vos he padecido cruel tormento. Puedo aseguraros, capitán, que mi venganza será terrible.

     DON ALVAR.- Haced de nosotros, en hora buena, lo que os plazca; pero doleos del infortunio de vuestra esposa. Reducida al último extremo, halló en la desesperación energía para luchar, no contra vos, sino por vos. ¿Qué le importa a ella su trono? Lo que le importa es veros, vivir a vuestro lado. Sus derechos de esposa son los que ha defendido, que no sus derechos de Reina.

     REY.- ¿Con que me aconsejáis que ame a Doña Juana? ¿Pensáis que ignoro el motivo que os mueve a darme tales consejos, y os movió a promover disturbios en contra mía?

     DON ALVAR.- No hay más motivo que el amor que tengo a mi Reina y a mi Patria.

     REY.- Sé que habéis osado poner los ojos en donde yo los tenía puestos.

     DON ALVAR.- (¡Aldara inicua!)

     REY.- Y ¿qué dudo? Vos fuisteis el que ayer descubrió a Doña Juana mi secreto, induciéndola a que buscase pruebas. ¿El amor de vuestra Reina y de vuestra Patria, decís? Vil hipócrita: bien heriste en medio del corazón al amante y al soberano; bien castigada será tu culpa; en ti saciaré todo el furor que abriga mi pecho.

     DON ALVAR.- Sin razón me ofendéis.

     REY.- Mirad, don Alvar: me siento gravemente enfermo; con trabajo me sostengo de pie. Sois leal, y cuento con que os tendréis por dichoso con poder restituirme la salud. El bálsamo que necesito para recobrarla es toda vuestra sangre.

     DON ALVAR.- Tomadla, señor.

     REY.- No me queréis por Rey; me tendréis por tirano. Ni será cosa nueva en Castilla un Monarca que se complazca en hacer rodar por el suelo de su propio palacio la cabeza de un rebelde. Nombres de Justiciero y de Cruel dan al Rey Don Pedro los castellanos; que a mí me apelliden como quieran. (A FILIBERTO DE VERE, que sale seguido de dos soldados.) Creí que nunca ibais a llegar. Don Alvar, rendid el acero.

     DON ALVAR.- (Entregando a los soldados la espada.) Un soldado del Gran Capitán está acostumbrado a pelear contra muchos; pero ved, señor, que no nací rebelde.

     REY.- (A los soldados.) Conducidle secretamente a una de las torres del Alcázar. (A DON ALVAR.) Capitán, la muerte os espera.

     DON ALVAR.- La muerte y yo nos vimos muchas veces las caras; ya no me asusta; seguro, además, de que recibe al bueno en sus brazos cual amiga cariñosa. Así me recibirá a mí, señor; no os acogerá a vos de la misma manera.

     REY.- (Ni aun el consuelo de verle temblar.) Llevadle. (Vase DON ALVAR con los dos soldados.) Haced que ese hombre se disponga a bien morir, y muera luego.

     FILIBERTO.- ¿Tal es vuestra determinación?

     REY.- Cuidad, sobre todo, de que esto se haga con el mayor sigilo. ¿Entendéis?

     FILIBERTO.- Cumpliré vuestras órdenes. (Vase por donde DON ALVAR.)



Escena IX

El REY, y en seguida ALDARA.

     REY.- Sí, justa es la pena que le impongo. ¿Será excesiva? ¡Oh, qué pronto vacila mi corazón, siempre irresoluto y cobarde! Venid, Aldara; necesitaba veros.

     ALDARA.- El estado en que os encuentro no me maravilla. Sé que ya no parte la Reina; yo soy, en tal caso, quien debe partir sin tardanza.

     REY.- No me atormentéis más; demasiado padezco.

     ALDARA.- De nadie os quejéis sino de vos mismo. ¿Qué habéis hecho a estas horas para contener la audacia de vuestros adversarios?

     REY.- Fundadas son tales reconvenciones. Cayó en mis manos uno de los rebeldes, y antes de oíros empezaba ya a sentirme pesaroso de haber mandado castigarle.

     ALDARA.- ¿Que tenéis en vuestras manos a uno de los que se oponen a que la Reina salga de Burgos, y que aún no le habéis castigado? ¡Oh, torpe flaqueza! Para conquistar un trono, el interés de los menos facilita el camino; el miedo de los más solamente puede allanarlo. Ya hicisteis sobradas mercedes; castigad ahora; castigad sin reparo ni compasión.

     REY.- Castigaré, os lo prometo.

     ALDARA.- El escarmiento de uno de los partidarios de Doña Juana amedrentará a los demás.

     REY.- ¿Y no sabéis? Ese hombre es doblemente culpado; es el que intenta arrebatarme vuestro amor.

     ALDARA.- ¿Qué?... ¿Qué decís?

     REY.- Vuestro amor, que es mi ventura, que es mi vida.

     ALDARA.- Pero ¿de quién habláis?

     REY.- ¿No lo dije? De mi aborrecido competidor, de don Alvar.

     ALDARA.- ¡Don Alvar!

     REY.- No temáis, no revocaré su sentencia. Adiós, Aldara; necesito reposo.

     ALDARA.- (Siguiéndole.) ¿Esa sentencia...?

     REY.- Pronto se ejecutará en una de las torres de este mismo alcázar.

     ALDARA.- (Con voz ahogada por el espanto.) ¿Está condenado?...

     REY.- A muerte. (Vase por la derecha.)



Escena X

ALDARA, y a poco la REINA.

     ALDARA.- ¡A muerte! ¡Morir él; morir por culpa mía!... No me equivoco: el Rey lo dijo; bien lo escuché... Corro a sus plantas... (Dirigiéndose hacia el lado por donde ha salido el REY.) ¡Triste de mí! (Deteniéndose.) El Rey está celoso; mis súplicas acelerarían su muerte. ¡Oh maldita venganza, cómo de rechazo me hieres! Es preciso correr en su ayuda, buscar medios, salvarle. Sí, salvarle o morir con él. Y ¿a quién acudir? ¿De quién valerme? ¡Ah! ¡Compasión, señora, compasión! (Corriendo hacia la REINA, que sale por la izquierda.).

     REINA.- ¡Aquí vos! ¿Y osáis presentaros a mi vista?

     ALDARA.- No me abandonéis.

     REINA.- Apartad; busco a mi esposo.

     ALDARA.- (Arrojándose a sus pies.) ¡Piedad! ¡Perdón! Mucho os ofendí; pero ved que me arrepiento y me postro.

     REINA.- Explicaos de una vez.

     ALDARA.- Creedme; creedme lo que voy a deciros. No amo al Rey, no, no le amo, no le amé jamás; otro mereció mi cariño; en Alvar ha tiempo le puse.

     REINA.- ¿Qué pronuncias? ¡Que no amas al Rey! ¿Qué nueva perfidia es ésta?

     ALDARA.- ¿Por qué la engañé? Ahora no querrá creerme. Ved: estas lágrimas de mis ojos son verdad; estos latidos de mi pecho son verdad; pues así, así las palabras de mi boca. Os juro que no tengo por qué avergonzarme en vuestra presencia. ¿Lo creéis, no es cierto? ¿Qué haría yo para que me creyese?

     REINA.- No te entiendo aún; explícate más, más todavía.

     ALDARA.- Imaginé, perdonadme, imaginé que Alvar era amado de vos, que por vos perdía yo su cariño, y tuve celos.

     REINA.- (Acelerando la explicación.) Celos quise yo inspirar al Rey, tratando con benevolencia a ese hombre.

     ALDARA.- Y yo a vos, en venganza, fingiendo amar a vuestro esposo.

     REINA.- (Con alegría.) ¿Con que tú no amas al Rey?

     ALDARA.- (Con gozo, como la REINA.) ¿Con que vos nunca amasteis al capitán?

     REINA.- ¿Y has estado celosa? ¡Desdichada, cuánto has debido padecer!

     ALDARA.- Sí; vos comprendéis lo que es tener celos; disculpadme entonces y salvad a un infeliz. Qué, ¿aún no os lo había dicho? El Rey quiere matarle.

     REINA.- ¿Por qué?

     ALDARA.- Porque ha sido fiel a su legítima Reina, a su natural señora. ¿Consentiréis que el Rey mate por esta culpa a vuestros vasallos?

     REINA.- No los matará.

     ALDARA.- Alvar debe morir muy pronto.

     REINA.- ¿Cuándo?

     ALDARA.- Quizá en este momento, en una torre de este alcázar. ¿Y aún estáis a mi lado? Pero entonces es que queréis dejarle morir. Señora, por vuestro Dios (Como inspirada.), os pido que le salvéis; por vuestro Dios, que os manda ser clemente, que os manda perdonar; por vuestro Dios, en quien yo adoro desde este momento, porque es el Dios del perdón y de la clemencia.

     REINA.- Si en mi Dios crees y confías, mi hermana eres; si tal amor cabe en tu pecho por un hombre, mi hermana eres también. (ALDARA, ahogada por sollozos, la besa repetidamente la mano.) La tiranía levanta su cuchillo sobre un inocente; no temas: la Reina salvará al súbdito leal, tu hermana salvará a tu amante. (Vase.)



Escena XI

ALDARA, y a poco, el REY; después, la REINA.

     ALDARA.- Yo le mataba; ella corre a salvar su vida. ¡El Dios de esa mujer es el Dios verdadero!

     REY.- Aldara. (Acercándose a ella.)

     ALDARA.- ¡El Rey! (Con espanto, retirándose.)

     REY.- ¿Qué sucede? ¿Hablabais con la Reina? He oído voces lamentos...

     ALDARA.- Dejadme; apartaos de mí.

     REY.- ¿Qué significa esto?

     ALDARA.- Significa que yo he sido la más vil de las mujeres y vos el más ingrato de todos los hombres; que hemos ofendido a un ángel; que el cielo me castigó y empieza a castigaros.

     REY.- ¿Qué repentina piedad se apodera de vuestro pecho? No me hagáis dudar ahora de vuestro cariño.

     ALDARA.- ¡Mi cariño! Horror me inspiráis; horror me inspiro yo a mí propia.

     REY.- ¿Qué oigo?

     ALDARA.- Sabedlo: de otro es mi corazón. Por vengarme, fingí quereros.

     REY.- ¡Aldara!

     ALDARA.- Al aceptar mi expiación, Dios me convierte en instrumento de su justicia; por mi mano venga con martirio igual el martirio de una santa.

     REY.- ¿Qué es esto? ¿Estoy soñando? ¿Habla tu lengua o la fiebre que me devora?

     ALDARA.- Hablan mi conciencia y la tuya.

     REY.- ¿Y el hombre a quien amáis es, sin duda, el que yo sentencié? ¡Cómo me he dejado engañar! ¿Y la noticia de su muerte es la que así os desespera? Morirá, pérfida, morirá.

     ADARA.- No, la Reina ha ido a salvarle.

     REY.- ¡A salvarle! No habrá llegado a tiempo.

     ADARA.- ¡Oh, callad!

     REY.- Y si no, yo mismo...

     ADARA.- No, no pasaréis. (Cerrándole el paso.)

     REY.- Ved que en nada reparo.

     ADARA.- Muera yo.

     REY.- Él primero.

     ADARA Y REY.- ¡Ah! (Viendo aparecer a la REINA.)

     ADARA.- ¡Señora!... (Después de una breve pausa, y como temerosa de indagar la suerte de DON ALVAR.)

     REY.- Hablad.

     ADARA.- ¿Vive?

     REY.- Murió, ¿no es cierto?

     REINA.- No, que yo le salvé.

     REY.- Le seguirán. ¡Oh, me ahogo! (Cayendo al suelo sin sentido.)

     REINA.- ¡Cielos!

     ADARA.- Todo lo sabe; estáis vengada.

     REINA.- ¿Qué has hecho? ¡Socorro, socorro! (Corriendo hacia el foro.) ¡Felipe! (Volviendo al lado del REY.) No oye, no respira. Llama tú también, desdichada. ¡Socorro! ¡Señor, mi vida por la suya! (ADARA se dirige hacia el foro; la REINA cae de rodillas junto al REY.)

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