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La magia, tema integral de «La Celestina»

Peter E. Russell






-I-

Un rasgo que no puede dejar de notar ningún lector de la Comedia o de la Tragicomedia de Calisto y Melibea es que tanto Rojas como el autor del Acto I (si este último no es el mismo Rojas) atribuyen mucha importancia a los contactos que tiene Celestina con las fuerzas sobrenaturales y, sobre todo, al pacto diabólico del Acto III que le permite a la vieja alcahueta, según ella insiste varias veces, captar la voluntad de Melibea. A pesar de ello, la crítica celestinesca de nuestros días ha mostrado siempre gran aversión a tomar en serio el elemento mágico en la Tragicomedia. Tal actitud está ya patente en el comentario que Juan de Valdés hace (c. 1535) de la obra. Al decir Valdés que el carácter de Melibea hubiera podido ser dibujado mejor porque «se dexa muy presto vençer, no solamente a amar, pero a gozar del deshonesto fruto del amor»,1 adopta un criterio que parece pasar enteramente por alto la existencia del pacto con el demonio hecho por Celestina para producir, por medios sobrenaturales, el resultado que critica. Gaspar von Barth, en la Dissertatio que precede a su traducción latina de la Tragicomedia (1624), opina, al discutir la escena entre Celestina y Melibea en el Acto IV, que el pacto diabólico es superfluo aunque acepta la realidad de las relaciones de la vieja con el Diablo. Según él, casi ninguna muchacha hubiera podido resistir al asalto contra su virtud que la vieja sabe hacer, fundándose en la experiencia puramente mundanal ganada durante tantos años dedicados a la alcahuetería.2 La opinión de Menéndez y Pelayo es parecida. Nota que «el autor quiso que Celestina fuese una hechicera de verdad y no una embaucadora»3 y que el repentino cambio emocional de Melibea que le lleva desde un estado de indiferencia hacia Calisto a otro de amor apasionado, se debe a los efectos de la hechicería. Mantiene, sin embargo, que la intervención diabólica es innecesaria,4 y niega que el papel de Celestina como hechicera -que equipara con su papel de borracha- tenga importancia capital.5 Tal opinión sigue siendo generalmente aceptada. Para Ángel Valbuena Prat «este momento diabólico, en el que es posible que haya una caricatura deliberada, resbala por el plano únicamente realista de la trama de la tercera y los enamorados».6 Gilman se interesa poco por el tema de Celestina como hechicera.7 Marcel Bataillon, tomando al pie de la letra las conocidas palabras de Pármeno al terminar su descripción de las actividades de Celestina como hechicera en el Acto I («E todo era burla y mentira»), concluye «toute cette prétendue sorcellerie n'est que comédie, attrape-nigauds».8 Para María Rosa Lida de Malkiel «la magia de Celestina en acción [...] no es un elemento orgánico del drama ni está integrado en la representación del personaje como lo están, por ejemplo, su codicia, su sentido de honra, su religión».9 Ninguno de estos críticos conoce lo que dice sobre el tema de la magia en la Tragicomedia el anónimo comentador español del siglo XVI. Sea dicho de paso que Bataillon, sin embargo, al notar que los personajes de la obra que están al tanto de las actividades diabólicas de la vieja no reaccionan ante ellas con ningún tipo de horror ni espanto, plantea un problema capital para quienes se sienten inclinados a creer que la magia se ha de tomar seriamente como tema de la obra de Rojas.

Pocos son los estudios que han tomado en serio la magia en la Tragicomedia. El más importante es el artículo de Inez MacDonald, quien esboza muy bien, limitándose al texto de la Tragicomedia, la argumentación a favor de la influencia diabólica sobre lo que ocurre en la obra.10 Entre otros hay que mencionar el artículo de J. Berzunza,11 que discute el tema útilmente pero sin situarlo seriamente en el contexto de las artes mágicas en Europa o en España en el siglo XV, y sin estudiar las consecuencias literarias del papel atribuido por Rojas a esta materia, y el de José Bergamín,12 donde se trata de un satanismo menos concreto que el que me interesa aquí. Igual puede decirse del sugestivo artículo de F. Rauhut,13 donde se considera el tema de lo demoníaco en la Tragicomedia en términos metafísicos más bien que mágicos. Rauhut nota, sin embargo, que sólo es posible considerar innecesario el pacto diabólico entre Celestina y el Demonio si se supone que la tarea de la crítica con respecto a la obra de Rojas debe limitarse a poner de relieve el valor de su «realismo». Añade la interesante sugerencia de que la introducción del Demonio in persona dentro de la trama sirve para hacer entrar en la historia de los amantes, de modo inequívoco, las potencias del averno.

Me parece, sin embargo, que, aun adoptando un criterio estrictamente «realista», no es posible menospreciar ni pasar por alto el tema de la magia en la Tragicomedia sin abandonar un elemento vital de la obra tal como Rojas la concibió y como sus primeros lectores la debieron de entender. Como se verá, un aspecto de los grabados de la misma Celestina que encontramos en algunas de las primeras ediciones del libro representa un evidente deseo de parte del grabador de explicar, en términos visuales, cómo la vieja pudo hacer entrar al Demonio en casa de Melibea. A pesar de éste y de otros testimonios, la idea de que hay que aceptar que Fernando de Rojas tomara en serio los tratos de Celestina con los poderes diabólicos encuentra gran resistencia de parte de la mayoría de los críticos. Hay que acercarse al problema, por consiguiente, mediante un intento de establecer lo que opinaban los contemporáneos del autor de la Tragicomedia sobre la magia. Al querer defender a Rojas contra «la acusación» de haber creído en la eficacia de la hechicería, la crítica no parece darse cuenta de lo verdaderamente excepcional que hubiera sido, a fines del siglo XV español, una tal postura.14




-II-

A la pluma de Menéndez y Pelayo debemos un estudio general sobre las artes mágicas en España durante la Edad Media, que sigue siendo punto de partida conveniente para cualquier estudio particular referente a este tema,15 si bien necesita ahora revisión para tomar en cuenta los descubrimientos hechos posteriormente, y, sobre todo, la enorme ampliación de nuestro conocimiento de la magia medieval, debida a la obra monumental de Lynn Thorndike y a otros trabajos recientes.16 Evidente es que el interés por la teoría de las artes negras y la práctica de ellas, estaba tan hondamente arraigado en España como en cualquier otro país. Abundan en España, es verdad, «denuncias» de las prácticas mágicas, debidas a la pluma de teólogos y legos de esta época, pero hay que tener siempre en cuenta que tales denuncias no se fundan en un escepticismo con respecto a la eficacia de dichas prácticas; casi siempre suponen, al contrario, una creencia en la posibilidad amedrentadora de que, mediante conjuros, hechicerías, ligaduras y el aprovechamiento de un sinfín de objetos dotados de poderes mágicos, las fuerzas demoníacas podían operar, o ser forzadas a operar, activamente contra los hombres.

Santo Tomás mismo, y con él muchos otros padres de la Iglesia, había afirmado, como es sabido, la realidad de la magia. Lo único que negaban los ortodoxos -y no sin vacilar a veces- era que los magos poseyesen ellos mismos, como dote natural o adquirida mediante sus estudios, potencias sobrenaturales. A los propios hechiceros se les consideraba embaucados por los demonios, deseosos éstos de explotar su credulidad y orgullo en pro de los ardides diabólicos. Así, el fenómeno de la mala gana con que los demonios aparecen cuando les conjura una hechicera -característica de todo conjuro, y que se ilustra en el famoso conjuro del Acto III de la Tragicomedia-, se interpretaba a veces no como prueba del dominio de la hechicera sobre ellos, sino como un engaño practicado por los demonios para hacer creer a la maga en sus supuestos poderes sobrenaturales. La magia, en la realidad, la practicaban, sin necesidad de intermediarios humanos, pero sirviéndose de ellos, los demonios mismos. De allí surge el tema de la hechicera a la vez burladora y burlada que, entre otros, comenta Pedro Ciruelo refiriéndose a aquellos «que en estos miserables tiempos enloquecen y desatinan, creyendo a embusteros y adivinos, que se burlan del mundo, y son burlados por Satanás».17 Pero, para los teólogos medievales, quienes negaban la realidad de la magia opinaban contra la autoridad de los santos y de la fe.

Esta opinión ortodoxa se mantuvo hasta el fin de la Edad Media, si bien, sobre todo del siglo XIV en adelante, la tendencia era a reconocer verdaderos poderes a los magos. Los llamados escépticos que trataron del tema atribuyeron muchas supuestas manifestaciones de la magia a efectos naturales, pero jamás llegaron a negar la posibilidad de que los demonios ejecutaran milagros. Tal es el caso de Roger Bacon (1214-1294), quien niega terminantemente que una hechicera pueda de veras conjurar a un demonio. En la última mitad del siglo XIV, Nicolás Oresme, Enrique de Hesse, y otros teólogos de menor categoría -entre ellos el dominico valenciano Nicolás Eymeric- criticaron duramente las creencias mágicas. Oresme y Hesse intentaron explicar muchos supuestos fenómenos ocultos por medios naturales. Todos, sin embargo, admitían la existencia de resultados mágicos producidos por la intervención de los demonios en los asuntos humanos,18 y Oresme no dudaba de que cualquier persona que se hubiese entrometido en las ciencias vedadas había siempre terminado mal. La suerte sufrida por los principales personajes de la Tragicomedia de Calisto y Melibea estaba, pues, de acuerdo incluso con la opinión del más escéptico de los teóricos medievales que trataron del tema de la magia.

Sin embargo, la Tragicomedia no se escribió en este ambiente de relativo escepticismo. Al terminar el siglo XIV, y durante todo el siglo siguiente, tanto la creencia como la práctica de la magia aumentaron notablemente en todos los países europeos y entre todas las clases sociales. No faltaron eminentes académicos que defendieron y explicaron con pormenores las operaciones de la astrología nigromántica y la invocación de los demonios, como lo hizo el médico boloñés Antonio de Montulmo en su tratado De occultis et manifestis artium.19 El caso de Enrique de Villena, en España, no era, pues, tan raro como las historias de la literatura suelen sugerir. A la par que crecía la influencia de la magia, crecían también los intentos de las autoridades eclesiásticas y civiles de eliminar, mediante la hoguera y el encarcelamiento, a las personas sospechosas de practicar estas artes, esfuerzo que sólo sirvió para aumentar aún más la superstición general. Ya en tiempos del papa Juan XXII (1316-1334) la bula Super illius specula estableció que la Santa Sede aceptaba la realidad de las artes ocultas y reconocía que algunos clérigos las practicaban.

En Castilla seguía en vigor en la época en la que se publicó La Celestina la conocida ley de Don Juan II de 1410 «contra los que usan de hechicerías y adivinanzas y agüeros y otras cosas defendidas», ley que imponía la pena de muerte como único castigo en el caso de toda una serie de prácticas mágicas. Entre éstas se incluye el uso de hechizos, encantamientos, cercos, ligamentos de casados, etc. Esta ley continúa teóricamente en vigor en la época filipina pues aparece en la Recopilación de 1592 (Segunda parte, f. 154v). Pedro Ciruelo, en su Reprobación de las supersticiones y hechicerías (1530, pero tal vez publicada por vez primera mucho antes), insiste en que las leyes del reino «deberían mandar sentenciar a muerte a los hechiceros hombres y mujeres» puesto que «todo hechicero se ha de presumir ser homicida y traidor en la república».20 En un principio, la Inquisición, al extender su jurisdicción a los casos de hechicería y de brujería, parece haber procedido con no menos severidad que los tribunales civiles. Fue sólo después de 1530 que la Inquisición comenzó a actuar en este asunto con el escepticismo y la relativa blandura que salvaron a España de la manía antibrujeril que alcanzó a los demás países de Europa. El castigo que sufrió Doña Claudina, según cuenta Celestina (Acto VII, pp. 137-138), está, pues, perfectamente conforme con los procedimientos de un tribunal civil (o inquisitorial) en un caso de brujería hacia fines del siglo XV. Hay que recordar, además, que unos quince años antes de publicarse la Tragicomedia de Calisto y Melibea, la bula de Inocencio VIII, Summis desiderantes affectibus (1484), al nombrar inquisidores para suprimir el notable desarrollo de la hechicería en Alemania, se expresaba en términos que parecían justificar todos los miedos del siglo ante las artes mágicas. Poco después (hacia 1484) se publicó el famoso Malleus maleficarum (El martillo de las hechiceras), obra de dos dominicos, Jacobo Sprenger y Enrique Institor, quienes, basándose en su experiencia como inquisidores en Alemania, establecieron la teoría de la hechicería sobre la que se fundó, durante casi dos siglos, la persecución de las hechiceras por la justicia civil y eclesiástica, tanto protestante como católica, en Europa.21

Los autores del Malleus, citando no sólo las teorías de teólogos y canonistas, sino su propia experiencia práctica del problema, aseguraban que quienes supusieran que todos los efectos de la hechicería se debían meramente a la ilusión y a la imaginación, se engañaban grandemente. Y, lo que es más importante, rechazaban la antigua doctrina ortodoxa de que los demonios siempre pudiesen actuar sin la ayuda del hechicero, al declarar: «concludamus quod ad maleficiales effectus de quibus ad praesens loquimur malefici cum demonibus semper concurrere et unus sine altero nihil posse efficere».22 Ofrecían argumentos razonados para apoyar la opinión general de que los hechizos tenían eficacia especial en lo que atañía a las cosas amorosas. Según ellos, Dios permite al Diablo poderes más amplios con respecto al acto venéreo que a ningún otro. Aunque la hechicería se usaba muchas veces para impedir el amor entre dos personas -el laboratorio de Celestina contenía algunos de los maleficios usados para este fin-, la actividad más común de las hechiceras era, según los autores del Malleus, la de producir por medios mágicos una violenta pasión hacia una persona determinada en la mente de la víctima del hechizo.23 Esto se llamaba philocaptio y es, no hace falta insistir en ello, el fin con que se introduce el tema del conjuro en la Tragicomedia. La teoría del Malleus sobre la philocaptio -que no hace más que reproducir la opinión común de la época-, explica por qué tanto la tradición literaria como el juicio de autores que reflejaban más explícitamente la actualidad social, establecían una relación íntima entre la alcahuetería y la hechicería.

Los datos publicados por Menéndez y Pelayo (Heterodoxos, III) y por otros estudiosos del tema que han escrito sobre él más recientemente (véanse las notas 15, 16 y 17) confirman que España participó ampliamente en el interés que la Europa medieval sentía hacia la magia. España, además, hizo importantes contribuciones teóricas a esta ciencia. Allí circulaban, o en latín o en los idiomas vernáculos, los más conocidos manuales de la magia práctica o mística, como la famosa Clavicula Salomonis,24 el Liber de Raziel (escrito por el judío zaragozano Abraham ben Samuel Abulafia en la última mitad del siglo XIII, libro de fondo cabalístico citado por Lope de Barrientos como «más multiplicado en las partes de España que en las otras partes del mundo»), el De arte notoria, el Semaforas o Semíphoras, otro manual cabalístico que Juan Gerson menciona varias veces, y otros más. Tampoco cabe pensar que este interés por la magia práctica representase solamente un fenómeno popular. El caso de Juan I de Aragón y el de Enrique de Villena, discutidos por Menéndez y Pelayo, no fueron nada raros en la España culta del siglo XIV o XV. Según Hernán Núñez, los que apoyaban a Don Álvaro de Luna en las guerras civiles contra los Infantes de Aragón consultaron a una maga de Valladolid para saber cómo iba a terminar la lucha, mientras estos últimos, con el mismo propósito, consultaron a un fraile del monasterio de La Mejorada, «el qual era gran nigromante, e assí mismo como don Enrique de Villena».25

Pero, al finalizar la Edad Media, España no solamente participaba en el interés por las artes vedadas que era común a toda Europa en aquel entonces: tanto en España como en otras partes de Europa se creía que existía o había existido en ese país verdaderos centros donde se estudiaba seriamente la magia, principalmente en Toledo y en Salamanca. No cabe duda de que esta creencia estaba muy difundida incluso entre teólogos. La prueba más temprana que yo conozco se encuentra en una obra del canónigo zaragozano Bernardo Basín, o Basinus, al parecer desconocida por Menéndez y Pelayo. Se trata del Tractatus exquisitissimus de magicis artibus et magorum maleficiis (1483), compuesto por Basín en París para disputar ante el rector y la universidad parisiense con un opositor académico que mantenía la tesis de que el estudio de las artes mágicas ayuda a la salvación de los fieles.26 Declara Basín que estas artes, cuando conducen a la invocación de demonios y a pactos con ellos, han sido siempre prohibidas por la ley civil y por la canónica. Niega, por consiguiente, que sea lícito estudiarlas aun con el fin de refutarlas y condenarlas, y algo inesperadamente, poco antes de dar por terminado su trabajo, añade «ex quibus simul cum optima illius regni pollicia infero quod nec apud Toletum nec apud Salamanticam aut quamlibet aliam Hesperie partem hac tempestate magice artes tollerantur» (Tractatus, [b.Vr]). Habla enseguida de la leyenda de la Cueva de Salamanca. Años después Pedro Ciruelo volverá al asunto, al discutir la nigromancia y la xorguinería. Dice que, «en tiempos pasados» se practicaba en España la nigromancia «mayormente en Toledo y en Salamanca» pero asegura que ya «está desterrada de todas las principales ciudades de España; aunque no del todo por la mucha astucia y malicia del diablo».27

Claro está que Basín niega en el Tractatus la verdad de unas afirmaciones relativas a las artes mágicas en España evidentemente incluidas en la tesis de su opositor. Pero el hecho de que fuera necesario negar tales creencias ante la Universidad de París demuestra, por lo menos, cuán difundida estaba la fama europea de Salamanca y de Toledo como centros de estudios mágicos a fines del siglo XV. Si no sabemos mucho de la verdadera situación en Salamanca, la antigua reputación de Toledo como lugar de estudios ocultistas persistía tanto en España como fuera de ella, como indican la conocida descripción de Pulci (Il Morgante, canto xxv, 259) y otros datos aducidos por Menéndez y Pelayo. Sería algo peligroso presumir, en vista de los datos que acabo de citar, que se tratara únicamente de una leyenda desprovista de toda base real. El caso del arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo (1446-1482), cuyo interés por la magia menciona cautelosamente Fernando del Pulgar, al igual que algunos documentos de fecha anterior que se conservan en el archivo capitular de Toledo, parecen indicar lo contrario. Desde luego no hay que pensar en centros formales dedicados a este tipo de estudio. Es de notar que Basín, al igual que el obispo de Barcelona Pedro García -quien atacó la defensa de la magia y de las artes cabalísticas hecha por Pico della Mirandola-,28 al contrario de las doctrinas del Malleus, estaban preocupados únicamente por el deseo de defender la tradicional posición ortodoxa con respecto a la magia contra la creciente tendencia a aceptar que las hechiceras y otros magos tuviesen realmente poderes especiales.29 El único caso de posible escepticismo fundamental que yo conozco es el de la misma Reina Católica, según informa el anónimo continuador de la Historia hispánica de Sánchez de Arévalo. Los detalles de su relato parecen sugerir que no compartía el punto de vista de la reina ni los nobles ni los teólogos de su corte.30 Hablando de la influencia de la magia en España en la época en que se escribió la Tragicomedia de Calisto y Melibea, tiene evidente razón, pues, Nicolás López Martínez al observar, basándose en fuentes documentales, «no era Castilla la más contaminada, pero sí lo estaba notablemente».31 Hay abundante confirmación de esto en los comentarios de no pocos autores del siglo XV.

En vista del probable abolengo converso de la obra de Rojas, cabe preguntar si el espíritu converso español, más o menos aislado como estaba de la ortodoxia judía y de la ortodoxia cristiana, estaba especialmente inclinado a interesarse en las ciencias mágicas, sobre todo teniendo en cuenta que la milenaria tradición estaba impregnada de elementos hebraicos y que, como ya noté, algunos libros cabalísticos -como el Liber de Raziel- gozaban de mucha popularidad en España en tiempos de Don Juan II. No parece haber, sin embargo, razón alguna para creer que, por lo menos en el siglo XV, judíos ni conversos fueran más aficionados a la magia que sus vecinos los cristianos viejos. Baer cita un caso aislado en que las mujeres del aljama de Teruel practicaron la hechicería abiertamente en 1388, pero es cierto que se practicaba la misma forma de superstición extensamente en las vecindades cristianas. En 1393, un judío de Murviedro fue acusado de haber querido averiguar la causa de la enfermedad de su hija utilizando los servicios de «diversos fetillerios christianos, judeos et sarracenos pro sciendo cum eis arte diabólica».32 Como se ve, la acusación misma demuestra que este tipo de hechicería la practicaban igualmente cristianos, judíos y mudéjares. Un siglo más tarde, en los casos de feiticeria citados con cierta frecuencia por Gil Vicente, no hay ninguna indicación de que ésta fuera actividad asociada a los conversos. Y nadie más vieja cristiana, me atrevo a decir, que Celestina misma. Nota, además, López Martínez que, en la época isabelina, fueron pocos los conversos acusados de practicar esta forma de superstición.33 El elemento mágico en la Tragicomedia refleja no una realidad judaizante, sino una realidad cristiana propia no sólo de España sino de toda Europa en aquella época.

Los datos que acabo de recordar no demuestran por sí mismos, claro está, que los autores del Acto I y de los siguientes actos de la Tragicomedia creyeran en la eficacia de las hechicerías y brujerías practicadas por Celestina y Doña Claudina. Lo que sí demuestran es que en la España de la época de Rojas, a todos los niveles de la sociedad, entre teólogos y sacerdotes, juristas, nobles y plebeyos, por regla general se creía en la realidad de la magia, discutiéndose únicamente el problema de si los magos realmente gozaban de poderes sobrenaturales o si los actos mágicos eran realizados directamente por el Demonio quien, para sus propios fines, burlaba a los magos, haciéndoles creer que necesitaba de ellos para intervenir en las cosas humanas. Los innumerables lectores de la Tragicomedia creían casi todos, pues, en la eficacia de la magia tanto en la vida cotidiana como en sus manifestaciones literarias -hecho que no podían ignorar los autores de la obra al tratar del tema-. Al querer discutirlo la crítica moderna, tiene que empezar reconociendo esta verdad histórica. Es necesario reconocer, también, que, al sugerir la posibilidad de que los autores de la Tragicomedia demuestren un escepticismo fundamental ante la hechicería y la brujería en la famosa obra, la crítica les atribuye actitudes intelectuales y sociales que discrepaban con la tradición ortodoxa de la sociedad en que vivían. Nada más alejado de la realidad española o europea del Cuatrocientos que el suponer que el escepticismo con respecto a la magia era la norma entre personas inteligentes o escritores geniales.




-III-

Como ya indiqué, la principal función temática de la Celestina en la obra de Rojas es la de producir, sirviéndose de un pacto con el Diablo, un caso de philocaptio cuya víctima es Melibea. Es de notar que la primera mención de la alcahueta en el texto de la obra (Acto I) introduce enseguida el tema de la hechicería. Dice Sempronio: «Días ha grandes que conozco en fin desta vezindad vna vieja barbuda que se dize Celestina, hechizera, astuta, sagaz en quantas maldades ay».34 Enseguida indica que los conocimientos mágicos de la vieja están íntimamente relacionados con su oficio de alcahueta. Calisto, preso por un loco amor que nada debe a influencias ocultistas, no demuestra la menor repugnancia ante la idea de ponerse en manos de una hechicera para conseguir la seducción de Melibea.

En el diálogo entre Pármeno y Calisto, todavía en el mismo Acto I (pp. 40-44), el primero se extiende mucho en la descripción de la personalidad de la vieja hechicera. Describe varios objetos, principalmente pedazos de animales y hierbas, que Celestina tenía en un lugar apartado de su casa y cuyos poderes mágicos aprovechaba para remediar amores.35 Los más de ellos tenían venerable abolengo tanto en la historia de las artes mágicas como en la de la medicina.36 Después procede Pármeno a describir costumbres de la vieja que pertenecían más evidentemente al oficio de una hechicera activa. Indica que solía pedir a los clientes ropa personal, cabellos o pedazos de pan mordidos -dentro de los cuales se suponía que había pasado algo de la personalidad psíquica de ellos o de la propuesta víctima del hechizo- para ayudar a hacer los maleficios que tenían por fin poner al cliente en relación con otra persona. Un ejemplo de esto ocurre en la Tragicomedia cuando Celestina logra obtener de Melibea su cordón, y dice la vieja: «¡Ay, cordón, cordón! ¡Yo te hare traer por fuerça, si biuo, a la que no quiso darme su buena habla de grado!» (p. 105). Describe Pármeno, para terminar, unas prácticas mágicas de Celestina que demuestran cómo la actividad de la vieja pertenecía a la antigua tradición ocultista que ha continuado, casi sin mudar, desde las remotas edades de la civilización hasta nuestros días. Pinta letras con azafrán o con bermellón en las palmas de sus clientes; les da corazones fabricados de cera y llenos de agujas quebradas, maleficio éste para estorbar amores (hacer «ligamentos» o «ligaduras» según la ley civil medieval española y los tratados como los de Ciruelo y de Castañega) o para deshacerse de un enemigo mediante una enfermedad o la muerte. A veces, con el mismo fin, hace imágenes de barro o de plomo, pinta jeroglíficos, o pronuncia encantamientos en tierra (p. 44). No son éstos los únicos tipos de magia practicados por Celestina. Rojas, fiel a su método de descubrir poco a poco más aspectos de sus personajes, nos revela posteriormente que la vieja sabe la magia adivinatoria: «todos los agueros se adereçan fauorables, o yo no se nada desta arte» (pp. 81-82), conoce las propiedades mágicas de las hierbas y es experta en las ligaduras y en la magia lapidaria (p. 83, ll. 14-15 y p. 104, ll. 13-14). Todo esto sin atender a otros conocimientos más peligrosos que se dejan vislumbrar mediante la asociación de Celestina con Doña Claudina (pp. 134 y ss.).

Hay, sin embargo, una notable diferencia entre lo que dijo Sempronio sobre Celestina y lo que ahora dice Pármeno. Para éste la hechicería es sólo el último de los seis oficios que describe, y la menciona, comparado con Sempronio, con notable tibieza, al llamar a la vieja solamente «vn poco hechicera». Y, en la larguísima descripción de su «laboratorio», ocupan mucho más lugar lo que fabrica o utiliza para sus oficios de perfumera, maestra de hacer afeites y maestra de hacer virgos que las noticias de sus actividades hechiceras propiamente dichas. Termina, además, Pármeno con la observación perturbadora a propósito de éstas «y todo era burla y mentira», que claramente se refiere a lo que nos ha contado de Celestina hechicera. La interpretación de esta frase es, desde luego, de importancia capital para averiguar cómo el autor del Acto I enjuició el tema de la magia que él mismo había introducido con cierto énfasis en la obra.

Para el lector moderno las palabras de Pármeno, a primera vista, parecen ser una declaración inequívoca de parte del autor, por boca de Pármeno, de un escepticismo fundamental que atañe no sólo los supuestos poderes mágicos de Celestina sino a las artes mágicas en general. Así han sido interpretadas por algunos críticos modernos. De ser esto verdad tendríamos, pues, que colocar al autor del Acto I entre aquellos que, según fray Martín de Castañega (1529), «presumiendo de letrados, niegan las maneras de las supersticiones y hechicerías».37 Claro está que, teniendo en cuenta la observación de Castañega, no es posible negar la posibilidad de que el autor de dichas palabras fuera un letrado escéptico en cuanto a este asunto. Aun si lo aceptamos, sin embargo, como tal, aquello no afectaría la tesis que voy desarrollando en este artículo: la integración del tema de la magia en la trama de la Tragicomedia ocurre en los actos posteriores debidos a la pluma de Fernando de Rojas y nadie debe poder sugerir, atendiendo a su texto, que Rojas fuera escéptico convencido con respecto a la magia o que hubiera querido predicar el escepticismo ante sus lectores. Lo que sí tendríamos que concluir, si la observación de Pármeno debe ser interpretada en el mencionado sentido, es no sólo que el primer autor no fue Rojas (como es, por otras razones, probable), sino que en este aspecto fundamental de la obra hay, como sugirió Bataillon, notable divergencia de intención y de interpretación entre el primer autor y el continuador.

Pero siempre suele resultar peligroso presumir que una declaración proferida por un personaje en la Tragicomedia esté exenta de ambigüedad y, al ponderarla dentro del contexto en que aparece, surgen varias dudas con respecto a las celebradas palabras de Pármeno. ¿Por qué conceder mayor fuerza a lo que dice sobre el asunto de la magia el muchacho Pármeno que a lo que ya nos ha dicho el adulto Sempronio? Pármeno, hay que recordarlo, es presentado como un ingenuo, aunque un ingenuo simpático, en el Acto I. Al decir él que Celestina es «un poco hechicera», ¿no será que demuestra otro aspecto de su ingenuidad? Como notó bien Inez MacDonald, a pesar del aparente menosprecio y sentido de superioridad con que comenta el joven las actividades de Celestina, es precisamente él quien va a ser subyugado y corrompido por la vieja durante la primera entrevista entre los dos.38 El comentario de Pármeno, así, podría muy bien ser interpretado como un caso más de aquella ironía dramática de que está lleno el diálogo de la obra. Pero aún se advierten más posibilidades. La despectiva frase de Pármeno aparece algo inesperadamente al terminar su descripción de las costumbres de la vieja. Las palabras con que había introducido el tema de las hechicerías de Celestina («es un poco hechicera») no nos preparan bien para la aseveración final: «todo es burla y mentira». ¿Será, tal vez, esta última una mera frase de precaución añadida al final del discurso de Pármeno por un escritor (¿un converso?) deseoso de no exponerse a una acusación de que apoyaba la dudosa tesis de que las hechiceras estuviesen realmente dotadas de poderes sobrenaturales? Es cierto que aquí las palabras de Pármeno, indudablemente, tienen semejanza -tanto verbales como ideológicas- con lo que dicen sobre el asunto los tratadistas españoles contemporáneos de Rojas. Ya mencioné (p. 247) la frase de Ciruelo quien, hablando de los magos, comenta: «se burlan del mundo, y son burlados por Satanás». Castañega se expresa en términos parecidos.39 El traductor de Dante, Fernández de Villegas (antes de 1515), al tratar de los hechizos y brujerías, y citando tanto a las Decretales como al Decretum, comenta: «que todo es burla, y sy algo desto [el volar de noche, adoptar forma animal, etc.] les parezce a ellas, es que el diablo lo obra en su fantasía dellas». Añade, siguiendo la teoría ortodoxa, «puede lo el diablo fazer por su potencia natural» (op. cit., CLv). Se verá que, a la época de Rojas, la asociación entre «burla» y «hechicería» era más compleja de lo que un lector moderno puede suponer. Puede así leerse la frase de Pármeno con el sentido de que, por engañadora y mentirosa que sea Celestina en general, en el caso de su profesión de hechicera es ella quien es víctima de las burlas o engaños del padre de la mentira.

Entre todas estas posibilidades yo no me atrevería a afirmar cuál es la que representa la intención del autor del Acto I. Pero tenemos la certidumbre de que la frase fue interpretada por el más importante de los lectores del Acto I -el mismo Fernando de Rojas- no como una negación total de los poderes sobrenaturales de Celestina sino en el último de los sentidos arriba discutidos. Prueba de esto es, por ejemplo, el conjuro del Acto III, que tiene lugar -hay que insistir en ello-, cuando Celestina está completamente solitaria y, por consiguiente, no en una situación que le permita engañar a nadie.

Aparte del famoso conjuro, que luego examinaremos, hay que tener en cuenta el diálogo del Acto VII (pp. 134-138), donde Celestina describe a Pármeno las actividades conjuntas de ella y de la madre del muchacho.40 La alusión aquí al desenterramiento de muertos cristianos, moros y judíos -una rara alusión directa en la Tragicomedia al problema racial español- parece querer insinuar que las dos viejas practicaban la nigromancia. El robar los dientes al cuerpo de un ajusticiado todavía suspendido en la horca, recuerda no sólo una antigua práctica mágica, sino -de creerse lo que dice Juan de Padilla en el capítulo VII de los Doce triunfos de los doce apóstoles- la realidad castellana de hacia fines del siglo XV. Curioso es, en este lugar de la Tragicomedia, las alusiones que hace Rojas al cerco mágico en el que tenía que entrar cualquier hechicera para poder conjurar a los demonios a que se presentasen para recibir sus órdenes (p. 135). La manera de aludir aquí al cerco, así como en la escena del conjuro del Acto III, demuestra que Rojas suponía en sus lectores un conocimiento de este aspecto de las prácticas mágicas que le eximía de toda obligación de describirlo. También significativo puede ser lo que dice Celestina acerca de la declinación de su propio dominio sobre los demonios desde la muerte de la madre Claudina: «No le osauan dezir mentira, segun la fuerça con que los apremiaua. Despues que la perdi, jamas les oy verdad» (p. 135, ll. 18-19). De este modo un tanto ambiguo, parece Rojas recordar la doctrina ortodoxa de que el demonio engañaba a las hechiceras y que nadie, ni siquiera ellas, debía suponer que el diablo soliera, ni durante una sesión nigromántica, decir verdades.41 El Acto VII, pues, demuestra a Rojas todavía deseoso de subrayar la presencia del tema de la magia en la obra.

Vemos a Celestina emplear el cerco mágico una vez, al empezar el conjuro a fines del Acto III. Imposible es diferenciar la influencia de la tradición literaria y la de las prácticas mágicas contemporáneas, al examinar los elementos materiales utilizados para preparar el conjuro. No cabe duda, como ya mencioné, de que Rojas recordaba a Mena (Laberinto, 241 y ss.), al empezar la invocación diabólica, y de Mena puede derivar la mención del agua de mayo, del ala del dragón y de los ojos de la loba al describir Celestina a Elicia (p. 77) el paradero, en el sobrado y en la cámara de los ungüentos, de los ingredientes que ella necesita. Pero no faltan otros objetos no mencionados por Mena (quien aquí sigue en parte a Lucano, Pharsalia, VI, 667 y ss.) y es de notar que ninguno de los objetos descritos por Mena es empleado directamente por la vieja para su propio conjuro.42 Para esto utiliza un bote de aceite serpentino, un papel en el que van escritos nombres y signos mágicos dibujados con sangre de murciélago, una porción de sangre de cabrón, y unas barbas sacadas del mismo animal. Todos parecen pertenecer a la magia práctica descrita en los manuales y, por consiguiente, a los usos de la hechicería contemporánea de Rojas.43 En el conjuro, los nombres y signos sirven para obligar al demonio a que aparezca; el aceite serpentino es derramado sobre la madeja de hilado para prepararla a que entre en ella.

Importantísimo es el papel del aceite serpentino para lo que va a ocurrir. Este líquido, considerado como extraordinariamente ponzoñoso y dotado, según los magos, de fuerza diabólica especial debido a la tradicional afición del demonio a disfrazarse de serpiente, se utiliza en el conjuro para prestar verosimilitud a la philocaptio de Melibea. Será bajo el pretexto de vender hilado como la vieja intentará entrar en la casa de Melibea. Para hechizar a la joven es necesario que, al salir Celestina, deje al demonio oculto en la casa para completar el hechizo. Nada más obvio que esconderle dentro del hilado. Ahora bien: una madeja de hilado recuerda, si bien lejanamente, una culebra enroscada. Partiendo de esta asociación de ideas muy característica de las artes vedadas, se explica fácilmente el papel del aceite serpentino en el conjuro. Veremos luego como Rojas, mucho más tarde, insiste en el hecho de que Melibea misma, sin enterarse de la significación de lo que dice, relaciona la philocaptio de que es víctima con sensaciones que le hacen pensar en mordeduras de serpiente. El demonio celestinesco funciona bajo el símbolo de una serpiente. Hay una prueba visual de esto que parece haber pasado inadvertido para los críticos. En el texto de la Tragicomedia Celestina dice varias veces, y, desde luego, con ironía, que el hilado en sí es poca cosa, que cabe dentro de su faldriquera, etc. (Acto III, p. 7 5, ll. 25-28; Acto IV, p. 34, l. 14). Esta descripción del hilado causó problemas a los primeros grabadores de la obra al querer ellos insistir en el tema de la magia dibujando a la vieja con el demonio oculto dentro de ese material. Para resolver el problema, tanto el grabador de la Comedia de 1499 (f. CVv) como el de la Comedia de 1500 (f. [i]v), por ejemplo, se apartaron de lo que dice el texto con respecto al hilado. Representan en cambio a Celestina ante la entrada de la casa de Melibea con un armatoste bastante grande en la mano, del que están suspendidas gruesas madejas que recuerdan notablemente los anillos de una serpiente. Los grabados, pues, ofrecen otra prueba de que los primeros impresores y lectores de la obra tomaron muy en serio el tema de la magia.

Después de tanta preparación, Rojas no se atreve a poner en boca de la vieja un conjuro de Satanás que reprodujera los recomendados en los manuales, y como el que pone en boca de un clérigo nigromante Gil Vicente a principios de su Exhortaçaportuguesao da Guerra.44 Siguiendo el ejemplo de Juan de Mena, aunque con fines muy diferentes, Celestina empieza conjurando a «Plutón». No obstante, los epítetos calificativos de él que siguen («emperador de la corte dañada, capitán de los condenados ángeles [...] gouernador y veedor de los tormentos y atormentadores de las pecadores animas») hacen evidente que a quien conjura Celestina es a Satanás, ligeramente disfrazado bajo una capa clásica. Las amenazas de la vieja contra el demonio coinciden en parte, como ha señalado María Rosa Lida, con Mena. Pero tales amenazas eran, como ya dije, características de los conjuros medievales de demonios, y su función se discute a menudo en las obras de escritores medievales que tratan de la magia.45 Las amenazas de Celestina contra el demonio, para los lectores contemporáneos de Rojas, indicaban que, por mala que fuera la escena que presenciaban, no cometía la vieja en ella un acto de herejía. Un conjuro sólo era un acto herético si el mago rogaba al demonio o daba otras señales de venerarle.46 El anónimo jurista que comentó La Celestina en la última mitad del siglo XVI insiste mucho en que el conjuro de Celestina no era herético.47

El instrumento de la philocaptio será, como ya sabemos, la madeja de hilado en la que está presente el demonio. La tarea de Celestina -una vez consumado el conjuro- es la de persuadir a Melibea para que la compre, quedándose así el poderoso maleficio en posesión de la joven. Cuando el poder de este maleficio empiece a hechizar a Melibea, tendrá la vieja alcahueta obligación de aprovechar el camino así abierto para llevar a cabo su malévolo proyecto. Según los autores del Malleus maleficarum, hechicera y diablo tienen que obrar conjuntamente, pero Rojas probablemente aceptaba la doctrina más antigua de que todo era obra del demonio. De todos modos insiste en que la parte importante es la del demonio, como indica Celestina misma; es él quien, presente en el hilado, ha de lastimar a Melibea de «crudo y fuerte amor de Calisto, tanto que, despedida toda honestidad, se descubra a mi y me galardone mis passos y mensaje» (p. 78).

Al final del Acto III Celestina parte para la casa de Melibea, confiada, como ella dice, en el mucho poder que la ayuda diabólica le garantiza. Es curioso, al empezar el acto siguiente, hallarla, de camino, sufriendo una aparente crisis de ansiedad. Esta crisis, artísticamente, ensancha y humaniza la personalidad de la vieja. Teme que el intento de philocaptio urdido contra Melibea sea descubierto y teme sufrir ella los duros castigos que reservaba la ley a los condenados por hechicerías. Rojas, al parecer, quiere demostrar a sus lectores, por boca de la vieja hechicera, que no es posible jamás tener una confianza absoluta en el demonio; castigo que repite por boca de Celestina, en el Acto VII, al protestar ella que, después de la muerte de Doña Claudina, los diablos continuamente mienten. El martirio de la misma Claudina, claro está, demuestra que el demonio abandona aun a sus más entusiastas adeptos. Pero la ansiedad de la vieja no dura. Su conocimiento de la magia adivinatoria le hace reconocer que los agüeros son favorables. Tiene además sensaciones físicas de estar dotada de poderes sobrenaturales (p. 82, ll. 4-6); las adiciones hechas al texto en 1502 sirven para subrayar aún más la base sobrenatural de estas sensaciones. La vieja no sólo se siente libre de los achaques físicos de la edad; parece que los muros se le abren para facilitar su llegada a la casa de Pleberio. Es de notar también que, una vez llegada allí, las adiciones de 1502 (p. 85, ll. 7-9 y p. 93, ll. 4-5) sirven para poner fuera de duda el hecho de que Celestina cree que el demonio está realmente presente mientras ella habla con Melibea y con su madre. En dichas adiciones la vieja continúa dirigiéndose al demonio como si fuera un criado de casa.

Hay más. En toda esta escena, Rojas presenta una serie de hechos que parecen indicar que la vieja no se engaña. A pesar de los avisos de Lucrecia sobre la personalidad de Celestina («No se como no tienes memoria de la que empicotaron por hechizera, que vendia las moças a los abades y descasaua mil casados» [p. 83, ll. 8-10]), Alisa la admite y la trata con caridad, aunque, hasta aquí, ha guardado a su hija con toda cautela. Esta amnesia de la madre de Melibea sólo es explicable como consecuencia de una influencia sobrenatural.48 Después deja a Melibea sola en la casa con la alcahueta y hechicera, al recibir la noticia de que la enfermedad de su hermana se ha agravado súbitamente -acontecimiento que atribuye Celestina a la acción del demonio conjurado por ella-. Pero el demonio no lo facilita todo sin dar a la maga sus momentos de alarma, hasta el punto de llegar Melibea a denunciarla por lo que es: «¡Quemada seas, alcahueta falsa, hechizera, enemiga de la honestidad, causadora de secretos yerros!» (p. 92). Este momento es importantísimo, porque demuestra la extraordinaria resistencia moral de Melibea, no sólo ante las astucias puramente mundanas de la vieja, sino ante los efectos del tremendo maleficio que representa el hilado y la presencia demoníaca dentro de él. Parece mentira que Juan de Valdés censurase a la joven por haberse dejado vencer muy pronto.

Pero al fin queda vencida. Amonestado por Celestina, el demonio cumple con el pacto. En lugar de echar a la hechicera, Melibea le deja hablar más y, a pesar de lo que sabe de la situación en que está, acredita las nuevas patrañas de la vieja. Desde entonces el maleficio funciona y hay que considerar a la muchacha como víctima de philocaptio. Por supuesto, ella desconoce la verdadera causa del repentino cambio psicológico que ha experimentado, y no la sabrá jamás. Siente, sin embargo, que hay algo anormal en un amor que calificará de «mi terrible passion» (p. 182, l. 22), y Rojas mismo no quiere que el lector olvide el origen sobrenatural de ésta. Preguntada más tarde (Acto X) por Celestina cómo es su mal, contesta Melibea «que me comen este coraçon serpientes dentro de mi cuerpo» (p. 183, ll. 22-23). Es evidente que el poder demoníaco, cuyo principio fue el bote de aceite serpentino en que fue empapado el hilado, se ha transferido al cuerpo de la víctima, como nota con satisfacción, entre dientes, la vieja («Bien esta. Assi lo queria yo»).

Al volver a casa Celestina, a principios del Acto V -después de su éxito-, el monólogo que pronuncia otra vez de camino no deja de tener interés. Alaba la vieja al demonio conjurado por ella y exalta la eficacia de los maleficios que ha empleado, exclamando: «¡Como os aparejastes todos en mi fauor!». Reitera su creencia en ligaduras, hierbas, piedras y encantamientos (p. 104). Pero su primera reacción es alabarse a sí misma por su cuerda osadía y mucha astucia. Al mostrarnos a la vieja ahora inclinada a no dar la importancia debida a dicha ayuda, parece Rojas preparar el terreno para la excesiva complacencia en sí misma que le inducirá a suponer en el Acto XII, con fatales resultados para ella, que, a pesar de estar ellos perfectamente enterados de su carácter, puede engañar hasta a Sempronio y a Pármeno. Es significativo un trozo del monólogo de Celestina mientras vuelve de casa de Melibea. Al ir allá la vieja había notado, como una prueba más de la ayuda que el demonio le prestaba en el asunto de la philocaptio, que «ni me estoruan las haldas ni siento cansancio en el andar» (p. 82, adición de 1502). A la vuelta, en cambio, protesta Celestina de que, como de costumbre, las haldas otra vez le impiden moverse con la rapidez que desea. Si no fuera por lo que había ocurrido camino a la casa de la joven, diríamos que Rojas quiere ahora comunicar únicamente la normal frustración psicológica de quien, debido a la edad, no puede andar tan de prisa como quisiera para poder dar a conocer importantes noticias. Pero la adición de 1502 indica que Rojas, al poner esta segunda observación en boca de la vieja, quiso recordarnos que la demoníaca presencia ya había sido dejada en el domicilio de Melibea y que, durante lo que queda de su actuación en la obra, Celestina efectivamente tendría que depender de sus propios recursos humanos. Es que, desprovista de la ayuda demoníaca, le cuesta ya trabajo recordar lo que debe a ella. Cuando lo recuerda, como enseguida ocurre, es para tratar al mismo demonio, fatal error, como criatura suya («O diablo a quien yo conjuro; como compliste tu palabra en todo lo que te pedi» [p. 104]).

El desarrollo de la Tragicomedia, una vez consumado el hechizo en el Acto IV, puede ser interpretado no como un ejemplo de las operaciones de «la fortuna variable» sino como una prueba de la doctrina formulada por Nicolás Oresme y por muchos otros que trataron de la magia medieval, de que quien se entromete en esta ciencia perversa siempre ha de terminar mal. Así, Celestina misma muere sin poder confesarse. Los dos criados que habían estado confabulados con ella mueren a manos de la justicia; al parecer, también sin poder confesarse. Igual pasa con Calisto, culpable de haber utilizado los servicios de la hechicera y muerto en pecado mortal. Melibea, inconsciente víctima del pacto diabólico, se suicida, creyéndose culpable de todo, debido a una irresistible pasión sexual de origen normal y no a los efectos de un maleficio demoníaco. El punto clave en esta serie es la muerte de Melibea. Las otras muertes podrían ser interpretadas como castigo de corrientes pecados de tipo moral. Pero el suicidio de Melibea, aunque ella crea lo contrario, no puede -si leemos bien el texto de la Tragicomedia- atribuirse a tal causa. Fue la philocaptio, es decir un hechizo, lo que causó el loco amor de Melibea y, por consiguiente, su muerte.

Se ha supuesto a veces que, después de la philocaptio de Melibea, o por lo menos después de la muerte de Celestina y de los criados de Calisto (Acto XII), Rojas abandona el tema de la magia. Pero el texto no apoya semejante conclusión. En cuanto lo permite la verosimilitud, dada la autonomía que concede Rojas a sus personajes y la ausencia de un portavoz oficial del autor, se sigue recordando a los lectores el papel fundamental de dicho tema. Algunas de estas ocasiones ya han sido mencionadas. Se podrían añadir bastantes más. Importante desde este punto de vista es la situación de la criada de Melibea, Lucrecia. Lucrecia sabe perfectamente, y recuerda más de una vez a los lectores, que la pasión de Melibea representa un caso de philocaptio (véanse las pp. 179 y, sobre todo, p. 187, l. 5: «El seso tiene perdido mi señora. Gran mal ay. Catiuadola ha esta fechizera»). Después de la serie de muertes, Lucrecia es el único personaje restante quien está enterado, como testigo, de lo que realmente ha ocurrido. Sólo ella hubiera podido contárselo o a Melibea o, después del suicidio de la joven, a Pleberio. No se atreve porque ella misma se ha dejado corromper por la vieja: para intentar salvar a Melibea o para comunicar la verdad a Pleberio, tendría que descubrir su propia deslealtad. Lucrecia, después de corrompida por Celestina, pertenece al número de sirvientes desleales contra quienes, según el título de la obra, ésta, entre otros fines, debe servir de escarmiento.

El tema de la magia sigue siendo mencionado (o aludido irónicamente) en otras ocasiones. En el Acto XI, Sempronio, ante la noticia del éxito de Celestina en su entrevista con Melibea, expresa sus temores («No sea ruydo hechizo, que nos quiera tomar a manos a todos» [p. 200]). En el Acto XII, al presenciar la primera entrevista de Calisto y Melibea «entre puertas», Pármeno observa que todo ha sido arreglado por «la vieja traydora con sus pestiferos hechizos» (p. 213). Al momento de matar a Celestina, la frase de Sempronio: «Espera, doña hechicera, que yo te hare yr al infierno con cartas» (p. 225, ll. 20-21), nos permite captar -por vez única en una obra que, por regla general, presenta el tema de la magia sin emocionarse- algo del odio y del terror de la hechicería que obsesionaron, fuera de la literatura, a los hombres de fines del siglo XV.

Desde luego, en el acerbo lamento final de Pleberio, el tema de la magia no se menciona porque Pleberio, debido en primer término al silencio de Lucrecia, ignora que su hija estuviera hechizada. Atribuye la muerte de Melibea sólo a la «fuerte fuerça de amor»; atribución que, para los lectores, tiene una irónica verdad de la que el padre de Melibea no se entera. En el lamento de Pleberio, Celestina aparece como una falsa alcahueta, no más. Al interpretar así lo que ha ocurrido, aun teniendo en cuenta el silencio de Lucrecia, Pleberio demuestra otra vez su inexcusable candor en el papel de padre de familia. Sabe el lector que tanto la mujer de Pleberio como la principal criada de su casa estaban perfectamente enteradas, como insiste el texto, de que Celestina era famosísima en la ciudad como hechicera y, además, había sido condenada como tal por los tribunales (Acto IV, p. 83). ¿Cómo explicar que este próspero e influyente hombre de negocios no sepa nada de todo esto? En una época, además, en la que constantemente se condenaba la unión de alcahuetería y hechicería, era por parte de Pleberio una notable ingenuidad, ante una catástrofe semejante (muerte vergonzosa de un conocido joven caballero y suicidio de una muchacha de noble estirpe), no pensar siquiera, aun estando al tanto del papel de la alcahueta, en la posibilidad de que su hija hubiera sido víctima de una intervención diabólica instigada por Celestina. Pero los lectores, hay que recordarlo, saben lo que ha pasado realmente. Para ellos, supongo, el hecho de que Pleberio ignora que el demonio había residido dentro de su propia casa y había efectuado allí un maleficio contra su hija ofrecía una ilustración más del peligro que representaban las actividades de las hechiceras para la salud de alma de los individuos y para el bienestar de la sociedad. Es un error, pues, suponer que el tema de la magia no está presente en el lamento de Pleberio sencillamente porque éste no lo menciona allí.




-IV-

Así, me parece fuera de duda que la magia es tema integral, no marginal, tanto de la primitiva Comedia como de la Tragicomedia. Puede añadirse que todas las adiciones de 1502 (salvo una) que están relacionadas con dicho tema revelan un evidente deseo por parte de Rojas de subrayar la importancia de la intervención diabólica, insistiendo, por ejemplo, mediante ellas en la presencia real del demonio conjurado por Celestina. La única excepción es la adición a las palabras del conjuro. El carácter literario y clasicista de ésta se debe, sin duda, al hecho de que las fórmulas empleadas en el conjuro original habían parecido a algunos de los lectores de la Comedia demasiado cercanas, como efectivamente es el caso, a las de los conjuros de los manuales de magia.

Pero queda un problema. Como ya mencioné, a excepción de las palabras de Sempronio en el momento de matar a Celestina, la figura de la vieja hechicera y la relación directa o indirecta de sus actividades -igual que las de Doña Claudina- se presentan en la obra de Rojas, por regla general, sin sugerir que infundan ningún respeto ni temor en los que están enterados de estar en contacto con hechiceras, pactos diabólicos y hechizos. A veces, incluso, la manera de presentar el tema es francamente festiva. Tal actitud, claro está, es muy contraria a la de los tratados contra la magia de la época y a la de los tribunales, tanto civiles como eclesiásticos, al juzgar casos de hechicería. Ellos, como ya vimos, insistían en que las actividades de hechiceras, brujas y otros tipos de magos representaban una amenaza espiritual y social tan peligrosa que había que combatirla sin piedad alguna mediante la hoguera y la horca. Pedro Ciruelo, en su conocido tratado, pide así sentencia de muerte para todos los hechiceros y hechiceras como potenciales homicidas y como traidores dentro de la sociedad.49

Cabe, pues, preguntar si la despreocupada manera de presentar el tema en la Tragicomedia no quiere indicar, después de todo, que Fernando de Rojas había debido de ser un escéptico que no habría compartido el miedo de la mayoría de sus contemporáneos ante las hechiceras. Llegar a una tal conclusión sería seguramente comprender mal los tradicionales móviles de la comedia clásica (género del cual trae su origen La Celestina) y la naturaleza de sus relaciones con las realidades de la vida cotidiana. Nada más erróneo, por ejemplo, que suponer que todo lo que es risible en la comedia clásica lo es también en la vida cotidiana. Recuérdese que, según nos cuenta el mismo Rojas, él había sido criticado por haber faltado al decoro cómico en su modo de presentar el desenlace de la primitiva Comedia. Se ha de tener en cuenta, también, que tanto Celestina como Doña Claudina y los criados confabulados con ellos pertenecen a las capas bajas de la sociedad y, por consiguiente, según los prejuicios artístico-sociales entonces en vigor, sólo debían aparecer en la ficción literaria (dramática o no dramática) como personajes faltos de seriedad o, por lo menos, presentados con distinto tono cómico.50 Pero tal vez el tono cómico con que el tema de la magia está presentado en la Tragicomedia tiene, también, una justificación no enteramente dictada por las necesidades puramente literarias. Como acertadamente hizo notar Julio Caro Baroja, tanto en la Edad Media como en la Antigua, el sentimiento de terror que producía la hechicera como figura de la vida cotidiana no se hallaba separado en absoluto de otro de burla.51 Esta intromisión de lo burlesco, que se nota también en las artes visuales, puede considerarse, desde luego, como un mecanismo de defensa de la sociedad frente al terror de lo demoníaco. Tal vez, también, el elemento de burla se debía a motivos de índole religiosa. Estaba muy divulgada la idea, formulada en España, entre otros, por Castañega, de que existía, al lado de la iglesia cristiana, otra diabólica y secreta.52 Para quienes aceptaban esa opinión, el hecho de que Celestina frecuentara iglesias, conventos, monasterios y contara a clérigos y monjas entre sus clientes debía de tener una significación más allá de la de la mera hipocresía religiosa y la sátira anticlerical. Pues bien: era preciso representar a los ministros de la iglesia diabólica desprovistos de cualquier atributo capaz de infundir respeto. La hechicera, para reflejar el grotesco estado moral y espiritual de quien es discípulo o ministro del demonio, ha de ser fea, sucia, vieja y disforme. Pero también, puesto que los verdaderos ministros de la iglesia de Dios gozan de la veneración de los fieles y merecen ser tratados con acatamiento, había fuertes motivos para hacerla medio risible y absurda, como muchas veces suelen ser los mismos demonios del arte medieval.

Parece que, tanto desde el punto de vista estrictamente literario como desde el punto de vista religioso, no hay ninguna razón para deducir del modo como se presenta el tema de la magia y como aparecen sus ministros en la Tragicomedia, que quienes participaron en la creación de esta obra no compartiesen, en la vida cotidiana, los sentimientos de la mayoría de sus contemporáneos acerca de la eficacia de la magia y de la realidad de la posible intervención del demonio en la vida de los hombres mediante conjuros y pactos diabólicos de hechiceras. Estamos, pues, ante un ejemplo más de cuán peligroso es acercarse a la literatura como si fuera fuente directa de datos sociales sin atender debidamente a la influencia y el peso de la tradición literaria o a las suposiciones ideológicas de su época.

Una palabra para terminar: si la interpretación que acabo de sugerir es correcta, ¿hace falta una revisión fundamental de las opiniones generalmente aceptadas sobre la significación moral de la obra? A primera vista podría creerse que sí. Equivocándose Pleberio al atribuir a la fortuna y al mismo estado humano todos los males que han ocurrido en torno suyo, también serían equivocadas las conclusiones pesimistas que deduce de su error. La cuestión de si el lamento de Pleberio ha de interpretarse como una afirmación de las conclusiones que Rojas quiere que saquen sus lectores de los acontecimientos que han presenciado, o de si, al contrario, no sirve el lamento sino como un ejemplo de cómo los hombres interpretan mal la realidad de los hechos que presencian, es un problema que no quiero intentar resolver aquí. Sea como sea, y equivocado o no Pleberio, es cierto que la magia no es el primer móvil de la acción de la obra. Hay que volver a los primeros momentos del Acto I. Allí se hace patente que todo empieza con el loco amor, la pasión desordenada, de Calisto. Es como consecuencia de esa locura amorosa del joven caballero que el tema de la magia, representado por Celestina, puede ser introducido en la obra. Por importante que sea dicho tema, Pleberio, al fin y al cabo, no se equivocó fundamentalmente al atribuir a la «fuerte fuerça de amor» los múltiples desastres que comentó en su lamento. Lo que no pudo hacer notar, por no estar enterado de ello, fue que lo que había ocurrido ofrecía a los lectores un tremendo ejemplo ilustrativo de uno de los males más peligrosos del loco amor: que dejaba camino abierto a las nefastas actividades de las hechiceras y, así, a la intervención directa del demonio en los asuntos humanos. A la vista de los datos históricos aducidos en la primera parte de este artículo no creo, sin embargo, que el silencio de Pleberio haya ocultado esta moraleja a los primeros lectores de La Celestina.





 
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