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La manzana de oro [Prólogo a «La región más transparente» de Carlos Fuentes]

Sergio Ramírez





El debate librado desde comienzos del siglo veinte sobre tradición y modernidad en la literatura latinoamericana vino a ser resuelto en 1958 no con una nueva aportación teórica, sino con la aparición de una novela. En efecto, La región más transparente, una desbordante obra juvenil, rompía todos los diques y fijaba una transformación definitiva empezando por la manera osada de narrar, y alterando los viejos cánones introducía a la ciudad como un personaje hasta entonces ignorado, de múltiples rostros y de múltiples voces.

Carlos Fuentes logra consumar en esta primera novela suya una doble ruptura, porque el ámbito urbano se convierte en sinónimo de modernidad, y su presencia total en la narración expresa al mismo tiempo el fenómeno de transformación social que se está dando entonces en América Latina, cuando la sociedad campesina ha dado ya paso a las grandes concentraciones anómalas de población, un acontecimiento hasta entonces ignorado por la literatura. Los escritores, que a mitad del siglo veinte viven en las ciudades que crecen día a día, enseñan en sus universidades, escriben en sus periódicos y participan a diario del ambiente urbano y de sus atractivos y fealdades, lo ignoran sin embargo, y siguen tendiendo una mirada nostálgica hacia el ámbito rural, del que solo tienen, por lo general, un conocimiento de visitantes ocasionales.

El mundo rural que continúa sobreviviendo con sus relieves arcaicos cobra aún el precio de su dilatada existencia, y el debate entre modernidad y tradición queda siempre atado al lastre de lo que se insiste en llamar literaturas nacionales, un concepto que exige una definición de lealtad hacia el paisaje y las gentes que lo habitan, campesinos e indígenas fundidos siempre en el molde doctoral con alevosía académica. Todo un resabio del viejo Romanticismo, inoculado de Realismo y de Naturalismo, viejas escuelas decimonónicas, que lleva a docenas de autores a pasear la mirada por un universo que aunque reclaman como suyo viene a ser exótico porque les es ajeno, empezando por el habla, que tocan con guantes quirúrgicos, que son las comillas, para no contaminarse de barbarismos.

El debate sobre las literaturas nacionales, que se da en diferentes latitudes de América Latina, obvia el asunto central de que la literatura es capaz de crear una realidad paralela que al cobrar su propio peso independiente exalta y transforma los materiales de la realidad de que proviene, entre ellos el lenguaje diario en sus múltiples matices, no importa si campesino o urbano, culto o degradado. José Gálvez, quien se hallaba entre los «futuristas» del Perú a comienzos del siglo veinte, sostenía que el artista «debe desdeñar altivamente la facilidad que le ofrece el modismo callejero, admirable muchas veces para el artículo de costumbres, pero que está distante de la fina aristocracia que debe tener la forma artística». Dos clases de lenguaje que pertenecen a esferas irreconciliables, el culto y el popular, algo que Fuentes viene a anular de manera espléndida en su novela.

José Carlos Mariátegui, en «El proceso de la literatura», el último de sus 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, llama a Gálvez y a los suyos más bien «pasadistas», pues cuando hablaban de literatura nacional la referían a una tradición que tenía que ver con la historia, y apenas se preguntaban si esa historia empezaba en el momento colonial o se debía ir más atrás, a las civilizaciones prehispánicas, como una suerte de concesión. Historia, tradición y naturaleza eran los elementos fundamentales a la creación literaria, bajo una apreciación paternalista.

Mariátegui, en defensa de lo que llamaba «una literatura del pueblo», sostenía que, al contrario, «el presente es también historia», mientras que para los «pasadistas» la historia, «en su sentimiento, no era entonces sino pasado», un pasado muerto que tampoco traducía al Perú en su globalidad. Es una discusión que no podía resolverse, obviamente, en el plano teórico, y Fuentes vino a hacerlo en el cuerpo narrativo mismo de La región más transparente: el presente es también historia, y la historia regresa al presente, mientras la novela, que se alza como un coro abigarrado de voces disonantes, que por eso conquistan su armonía final, traduce totalmente a México en la vida del lenguaje. «Imaginar el pasado, recordar el futuro», dice el mismo Fuentes. Y su trama verbal, tejida en el lenguaje de cada estrato social, es la celebración triunfal de lo que Gálvez llamaba sin entusiasmo «el modismo callejero», y rompe así todas las barreras para llevar las voces de las cantinas de barriadas y de los cocteles de los salones esnobs, voces de pachucos y burgueses, campesinos recién emigrados y aristócratas decadentes, a los cauces de la literatura.

Las discusiones que se dan acerca de la modernidad en esa primera mitad del siglo veinte se sitúan todas alrededor de las literaturas nacionales, y las maneras de definirlas y encontrarles un sentido trascendente, con lo que se va en busca de otra dilucidación que hoy parece no menos ociosa, la del cosmopolitismo y el nacionalismo, así el término «cosmopolitismo» se entretiene en el mismo nivel provinciano del nacionalismo. Mucho tiempo se perdió antes de descubrir que las claves de la modernidad de la novela y su verdadero sentido universal se hallaban en el uso indiscriminado del lenguaje, sin limitaciones timoratas ni clasificaciones previas, toda una aventura de exploraciones que barre la frontera entre lo culto y lo popular, como lo consiguieron, sin abandonar el ámbito rural, Juan Rulfo en Pedro Páramo (1955) y João Guimarães Rosa en Gran Sertón: Veredas (1956).

Ambas vienen a cancelar todo el viejo debate y a poner en perspectiva la obsolescencia de la visión académica del mundo rural, de una manera que hoy parece sencilla: en lugar de contemplar el paisaje desde el balcón, el novelista baja a él, se quita los guantes quirúrgicos, se mezcla con sus personajes, se convierte en uno de ellos y adopta como propias todas sus voces, con lo que gamonales y campesinos dejan de ser materia extraña y lejana. El escritor está dentro de la novela, y literatura y realidad se vuelven una totalidad para crear el nuevo mundo paralelo desde el que los muertos se cuentan sus historias bajo tierra, o los vivos pactan con el diablo que anda suelto en las ventiscas que alzan los remolinos.

«Yo escribí La región más transparente porque leí Pedro Páramo y dije: esta temática ya la culminó Rulfo, que ya nadie la toque, porque es como un árbol desnudo del cual cuelga una especie de manzana de oro que es Pedro Páramo», dice Fuentes. Rulfo cerraba cuentas con ese mundo transformándolo, pero era de verdad un acto de clausura, un mundo al que solo volvería a entrar sin daño Gabriel García Márquez, el único que pudo tocar la manzana de oro al escribir la gran saga rural que es Cien años de soledad (1967), la épica campesina que los escritores de la primera mitad del siglo buscaron en vano porque habían equivocado los caminos.

Pero el regreso al mundo rural no podía ser sino un acto de genialidad solitaria, y en lugar de abrir caminos, Cien años de soledad los cerró todos de una vez arriesgando a quienes se atrevieran por esa senda a la imitación. El universo rural seguía allí, atrapado en el ámbar de los anacronismos de la realidad, y siempre habría de causar sorpresa al ser expuesto como algo natural en la prosa de exageraciones deslumbrantes de García Márquez.

Pero fuera de los ejemplos de Rulfo y Guimarães, que transforman la visión del universo rural, la modernidad se construía a sí misma en otros ámbitos de la narración, gracias también a su propio poder verbal, y podemos encontrarla desde el siglo diecinueve en Memorias póstumas de Blas Cubas (1881) de Joaquim Maria Machado de Assis, una herencia de humor y experimentación que Fuentes y los novelistas del bum no despreciarían y de la que son parte también Roberto Arlt, sobre todo su novela Los siete locos (1929); Juan Carlos Onetti, empezando con El pozo (1939); José Lezama Lima, aunque su obra mayor, Paradiso (1966), no aparecería sino después, y Jorge Luis Borges.

Pero la modernidad no había sido hasta entonces solo un asunto de nuevas formas de expresión literaria, sino que involucró algo más trascendente, porque desbordaba los ámbitos de la literatura misma al plantearse las formas de representar el continente, visto como un todo vivo y siempre como una obra inacabada de civilización. La preocupación por la identidad había campeado desde el momento de las independencias en el siglo diecinueve, cuando la búsqueda de la institucionalidad republicana no se separaba de la búsqueda del progreso: la civilización. La pregunta de quiénes éramos al soltarnos de las amarras del imperio español en decadencia llevaba a otra: si seríamos rurales o urbanos; bárbaros o ciudadanos; salvajes o civilizados.

De allí ese debate persistente que comienza con Sarmiento en las páginas de Facundo (1845), acerca de civilización y barbarie, y que llegará hasta las páginas de Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos. La naturaleza y el paisaje, cerriles por sí mismos, antes de ser tocados por la mano redentora del hombre, eran declarados culpables de antemano junto con los seres que los habitaban, y ambos adversarios naturales de la obra de civilización, por lo que había que someterlos al mismo tiempo, única manera de que pudieran lavar el pecado original. El dictum era que no hay buenos salvajes, como en el paraíso de Rousseau.

En Facundo, la barbarie engendra a los gauchos, o los gauchos engendran la barbarie, que engendra a su vez a los caudillos de montoneras como Facundo Quiroga, el mal salvaje de La Rioja cuya voluntad es hacer fracasar la civilización, lo mismo que en Doña Bárbara los llanos ganaderos de Apure, en la Venezuela profunda, engendran la barbarie que el civilizador reformista Santos Luzardo busca domesticar llevando el orden de las particiones legales de tierras donde el límite ha sido siempre el horizonte, y el ganado pasa libremente de uno a otro fundo. Por allí, por definir los derechos de propiedad, empieza la civilización.

Barbarie rural frente a civilización urbana. Son dos mundos que para Sarmiento se distancian y contradicen, empezando por la manera de vestir: «[...] el hombre de la campaña, lejos de aspirar a semejarse al de la ciudad, rechaza con desdén su lujo y sus modales corteses, y el vestido del ciudadano, el frac, la capa, la silla, ningún signo europeo puede presentarse impunemente en la campaña. Todo lo que hay de civilizado en la ciudad está bloqueado allí, proscrito afuera, y el que osara mostrarse con levita, por ejemplo, y montado en silla inglesa, atraería sobre sí las burlas y las agresiones brutales de los campesinos...».

Nada más el hombre creado por la ciudad puede ser elemento de orden y progreso, responsable bajo las leyes en términos políticos, forjado en la educación sistemática y en los ambientes de cultura y relaciones sociales que solo la ciudad depara. Es en la ciudad donde «están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc.». La ciudad es la Arcadia, no la campiña. Pero esa ciudad que Sarmiento proponía pertenecía por eso mismo a un ideal imaginativo y, como propuesta, venía a resultar utópica, en tanto la sabiduría del comportamiento ciudadano se daba en un orden social teórico, y no en la contradicción viva de la ciudad verdadera, numerosa y caótica. La ciudad de Fuentes, no la ciudad de Sarmiento.

La ciudad de Sarmiento parte de un concepto que no sirve siquiera a la literatura, que se nutre siempre de las contradicciones y de la diversidad, como tampoco le sirve la división maniquea que entrega el universo rural a las llamas profilácticas, mientras exalta las bondades de la urbe redentora. Y de antemano, Sarmiento ha borrado de cualquier mapa de civilización al indio, a quien no considera siquiera sujeto social, ni capaz de pasar por la rehabilitación forzada que propone para el campesino, que es el gaucho. Pero, de otro lado, una manera de desaparecer a los campesinos, y al mismo tiempo al indio, era falsificándolos como personajes, que es lo que la literatura costumbrista, hija bastante espuria del realismo de costumbres, siguió haciendo hasta la aparición de Pedro Páramo.

Mientras tanto la ciudad de México, de la que Fuentes se ocupa y que contradice a la ciudad ideal de Sarmiento, vendrá a ser poblada por todos, como verdadera polis que a la mitad del siglo veinte es el fruto de una incesante concurrencia, indios herederos de los sobrevivientes de la antigua Tenochtitlan o llegados desde las sierras salvajes, campesinos campiranos, soldados de la Revolución que se quedaron extraviados en las alamedas porfirianas, abogados y coroneles, viejos cristeros y nuevos reformadores, segundones provincianos vueltos burgueses capitalinos, banqueros que batieron el cobre como Federico Robles, y viejas familias aristócratas reducidas a habitar una parcela de sus viejas mansiones, como la de Pimpinela de Ovando, arribistas y mengalos, los de frac y los de alpargatas, los que se sientan en los restaurantes de ínfulas parisienses y los que buscan en la basura, mercachifles y cabareteras, burócratas y chulos, oleada tras oleada de inmigrantes, figuras y más figuras agregadas al Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central de Diego Rivera, que aquí se presentan siempre en movimiento, personajes siempre cambiantes, entrando y saliendo del mural que es su escenario. Es la disolución del universo compartimentado de Sarmiento, que estalla para revolverse en la gran ciudad verdadera, que es la de la novela, y es la novela.

Un nuevo escenario. La narrativa latinoamericana de la primera mitad del siglo veinte se construyó con base en una sucesión de arquetipos de escenarios que fijaban el papel insoslayable de la naturaleza, personaje en sí mismo definido por el poder de su fuerza telúrica y de sus espacios inconmensurables, capaz de contener y representar a sus habitantes, y transmitirles sus propias características salvajes: la selva, la pampa, el serrón, el llano, donde se libra el combate de primera mano entre civilización y barbarie, pero sobre todo la selva, un cuerpo vivo e indomable, eterno y misterioso, capaz de devorarlo y ocultarlo todo, y de inocular su veneno salvaje y su maldición en la sangre de quienes se atreven a penetrar en ella violando su santidad milenaria, la deidad que cobra siempre su precio en sacrificios humanos, tal como aparece, como personaje de crueldad insaciable, en La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera.

En la selva, la lucha entablada entre el hombre y la naturaleza viene a ser otra que la de los llanos. Quienes la penetran no van en busca de la civilización que habrá de llegar a derramarse sobre todas las cabezas, como proyecto de vida, sino que con voracidad de fiebre persiguen la riqueza individual, una búsqueda que el riesgo y el desamparo convierten en aventura sin esperanza, de antemano víctimas propiciatorias que serán aniquiladas por el paludismo y la disentería, el ataque de las fieras salvajes, los piquetes de las víboras y las inquinas entre ellos mismos, que terminan en el crimen. La aniquilación viene a ser el vellocino de oro, como les ocurre a Arturo Cova y los suyos en La vorágine.

Pero en la imaginería literaria está también la naturaleza sometida a la explotación, las talas de madera, la extracción del chicle y del caucho, un producto que los conflictos bélicos mundiales vuelven estratégico; las minas de cobre, estaño, tungsteno, oro, plata, y las plantaciones de cacao, de banano y de caña de azúcar desde que América Latina comienza a servir los postres en la mesa de la civilización. Surgen así los enclaves en manos de las compañías transnacionales de entonces, de la Anaconda a la United Fruit, dueñas de una soberanía de hecho sobre los territorios que recibían en concesión, en los que imponían desde su propia moneda al orden policial, provocaban guerras fronterizas, y compraban diputados y ponían presidentes.

La hacienda feudal, que aún sobrevive con su orden social determinado por el patrón terrateniente, que es el modelo del caudillo político decimonónico, y los enclaves extranjeros, con los que despunta el siglo veinte, vienen a representar así el gran filón de la novela social, la naturaleza explotada más el hombre explotado y humillado, una circunstancia en la historia que es también, y por consecuencia, una circunstancia de la literatura, donde vienen a juntarse las huelgas sindicales masivas, animadas por los partidos comunistas clandestinos, y las matanzas de obreros, con los soplos literarios del realismo socialista que llegan desde la Unión Soviética, detrás de los que asoma el viejo Naturalismo.

La mejor de las causas sociales, que englobaba la reivindicación de los explotados con la reivindicación de las soberanías nacionales, no dio la mejor de las literaturas, y la novela que describía las situaciones de expoliación, opresión y miseria, y la complicidad de las oligarquías, de los ejércitos y de los gobiernos con las compañías dueñas de los enclaves fue a dar no pocas veces al territorio del panfleto. Parece imposible que César Vallejo, que había escrito Trilce (1922), la cumbre de la poesía de vanguardia en lengua española, escribiera luego la novela El tungsteno (1931), acerca de las explotaciones mineras en el Perú.

Pero América era un territorio que al fin y al cabo no podrá ser reducido nunca a ninguna cartografía, ni siquiera a la cartografía literaria. El mito de la naturaleza, en lucha contra los seres que la habitan, el mito de la geografía que no se deja dominar. La naturaleza como partera de personajes a los cuales luego encarna ella misma, porque la representan, y son fruto de su metamorfosis constante. Cada geografía da paso entonces a un personaje, fruto de su circunstancia telúrica: don Segundo Sombra, hijo de la pampa; doña Bárbara, señora de los llanos; Arturo Cova, condenado a la vorágine de la selva amazónica; Pedro Páramo, hijo del páramo de Jalisco; Riobaldo, hijo de los sertones de Mato-Grosso; Gaspar Ilom, hijo de las milpas doradas de los Cuchumatanes en Hombres de maíz (1949) de Miguel Ángel Asturias; Ernesto, el niño errante, hijo de la sierra andina en Los ríos profundos (1958) de José María Arguedas; Aureliano Buendía, hijo de la Ciénaga Grande.

Y ahora, Ixca Cienfuegos, hijo bastardo de la ciudad que todo lo devora igual que la selva, y es él mismo la ciudad, mezcla del águila y la serpiente, que son el mito fundacional de México: «[...] en sus ojos de águila pétrea y serpiente de aire, la ciudad, sus voces, recuerdos, rumores, presentimientos, la ciudad vasta y anónima, con los brazos cruzados de Copilco a los Indios Verdes, con las piernas abiertas del Peñón de los Baños a Cuatro Caminos, con el ombligo retorcido y dorado del Zócalo...» (pp. 520-521). La ciudad, a partir de Fuentes, viene a ser la nueva deidad salvaje que tampoco se deja dominar.

Pero una ciudad así, la devoradora de almas, como la selva lo es en las novelas de la naturaleza salvaje, necesita estar alimentada por un mito que proviene desde su primer sustrato, donde yace la tradición ancestral indígena que a su vez es dueña de su propia fuerza telúrica, algo que no corresponde a ninguna de las otras grandes urbes no-velables, como Buenos Aires o São Paulo, o Caracas. Por eso es que Ixca Cienfuegos puede pasar a ser ese personaje ubicuo, que es juez de las almas, cínico y despiadado como las viejas deidades aztecas que encarnan las furias de la naturaleza, y que a su vez proviene del humus fundamental que encarna su madre, Teódula Moctezuma, guardadora de los ritos y del poder de la muerte.

«Las ruinas de la ciudad azteca no se resignan a desaparecer [...]. El mundo mexicano prehispánico está vigente, uno rasca un poquito y ahí está siempre. Además hay un mundo colonial, un mundo barroco, un mundo decimonónico y un mundo moderno. En México coexisten todos estos momentos históricos de nuestra vida», señala Fuentes.

Un universo compuesto de capas superpuestas, de pasados más que de presentes, pero pasados vivos, que pueden leerse como un corte geológico a través de sus diversas edades. Con las viejas piedras de los templos ceremoniales de los sacrificios humanos se construyeron las iglesias barrocas, pero esas mismas piedras sirvieron también para edificar los cuarteles, piedras para el culto y para el orden del poder que se trasegaba de un imperio a otro, del Imperio azteca al Imperio español. Unas deidades se transfiguraron en otras, tal como Tonantzin, la madre tierra, llegó a encarnarse en la Virgen de Guadalupe: «No hace falta ir a la Villa, porque la madrecita santa anda suelta por todos lados», dice Teódula Moctezuma (p. 233). «Tú no necesitas altar, pues yo te ofrezco mi corazón, ay tilma de rosas, ay falda de serpientes, ay madre misericordiosa, ay corazón de los vientos» (p. 234).

La Gran Tenochtitlan siempre renacida, la gran urbe del orbe nuevo que al poder vertical de sus príncipes sumó el poder vertical de los conquistadores, y luego el poder vertical de los caudillos, la pirámide de los sacrificios, el símbolo de la autoridad, de Moctezuma a Cortés, a Santa Anna, a Maximiliano, a Porfirio Díaz, a Huerta, a Carranza, a Obregón, a Calles, a los jerarcas embalsamados del PRI que a la mitad del siglo veinte son los repartidores del progreso y de las prebendas y de los negocios, y de la corrupción en la figura del presidente Miguel Alemán, que reina invisible en las páginas de La región más transparente, México se vuelve la gran urbe caótica bajo su sombra, y para que no haya dudas una gigantesca estatua suya de ocho metros de alto, inspirada en las de Stalin, se alza en la ciudad universitaria, el súmmum arquitectónico de la modernidad con la que cierra su sexenio en 1952.

«Excentricidad, más que contraste. Esta puede ser nuestra palabra: "excentricidad"» (p. 73), razona en un largo soliloquio Manuel Zamacona, otro de los personajes de La región más transparente. La ciudad excéntrica oscurecida pollos humos industriales y que pierde su centro y lo multiplica al expandirse, como ocurrirá con las otras grandes ciudades latinoamericanas, que desde su núcleo de rascacielos van abriéndose en anillos de miseria, barriadas improvisadas, calles sin asfalto, lodazales y polvaredas, inmensos botaderos de basura, páramos sin nombre donde las aguas negras corren a flor de piel.

Federico Robles, y luego Artemio Cruz, dos de los personajes emblemáticos de Fuentes en la saga de sus novelas, serán capaces de explicar la filosofía de los nuevos tiempos creados por la Revolución mexicana. «El pasado se acabó para siempre» (p. 311), sentencia Federico Robles desde el altar de sacrificios en la cumbre de la gran pirámide del poder financiero, mientras empuña el cuchillo de obsidiana, porque todo poder reclama víctimas. El pasado que ha muerto para él no es otro que el suyo personal, la pobreza que vivió en carne propia, el suyo y el de tantos que tomaron las armas para pelear por las exigencias de la Revolución, la tierra para los campesinos la primera de todas. Ahora siente que tiene una responsabilidad, que es una responsabilidad de poder. Crear industrias, impulsar la economía del país «que ha tenido que correr, que galopar diría, para ponerse al corriente de las naciones civilizadas» (p. 312). Crear una clase media, la beneficiarla directa de las medidas de progreso.

Inversiones de capital, no importa de dónde vengan; dar legitimidad a la riqueza, no importa cómo fue amasada. La preeminencia social subiendo a empellones los escalones de la pirámide. Los perdedores abajo, los ganadores arriba, bajo las mismas leyes que al fin y al cabo determinan entonces el crecimiento urbano de América Latina. Las leyes del capitalismo, ya tan antiguas, que son ahora la modernidad, en el momento en que la ciudad, al reconocerse como deidad, reclama sus víctimas. «No es muy agradable vivir estos momentos de la iniciación burguesa», le dice Natasha a Rodrigo Pola. «Me da risa estar viviendo aquí lo que pasó en Europa hace más de un siglo. Nueva casta dominante hecha a base de dinero y negocios turbios sancionados por la ley (...); la Revolución está enterrada. Ahora hay una corte burguesa que solo respeta el dinero y la elegancia...» (p. 457). Es la vieja lección de Balzac que Fuentes no olvida: las revoluciones tienen siempre su imperio como sucedáneo. Los Robespierres llegan a ser Napoleones. Y siempre habrá un papá Goriot que salta desde detrás de las barricadas para terminar dueño de fábricas y viñedos.

Federico Robles es la síntesis mestiza de ese mundo urbano cuyo caos quiere ordenar, pero no puede improvisar. De una u otra manera, es heredero de una tradición, aunque no se reconozca en ella y la desprecie. No es sino otro arquetipo. Miles como él, inmigrantes ambiciosos, han llegado a encumbrarse en las ciudades latinoamericanas que bullen de pasiones por el poder del dinero. Solamente que antes no estaban en la novela.

Pero es un arquetipo con pasado, aunque él mismo declare muerto ese pasado, un pasado que va más allá de su propia vida y entra en la historia mexicana. Es hijo de la repetición. La visión de Fuentes es cercana a la de Octavio Paz en El laberinto de la soledad (1950), dice Peter El-more en «La ciudad interminable»: «[...] la conciencia mexicana está habitada por arquetipos, motivos y presencias que solo se entienden desde la perspectiva de la larga duración», arquetipos que son parte de un drama incesante, que siempre se está repitiendo y renovando, y ese «drama cultural cobra su forma a través de la ceremonia de la fiesta, el uso de la máscara y el ritual del sacrificio. De hecho, esos tres elementos cumplen funciones decisivas en la construcción novelesca y son símbolos cruciales en el mundo representado...».

Es en este sentido que Federico Robles sube a escena en vestiduras de sacerdote del ritual del sacrificio, encubierto en su máscara de banquero. El banquero que no logra contentar su propia dualidad mestiza, en la que hay parte del mundo indígena que la burguesía emergente a la que pertenece busca negar. El arquetipo de inmigrante campesino, pasado por el fuego de la Revolución, que se ha apropiado de la ciudad asentada en el sustrato indígena que yace vivo en sus propios cimientos como si la sangre de los sacrificios siguiera humeando.

Y es en ese mismo sentido que la ciudad de México es única en el concierto, o en el desconcierto, de las grandes ciudades latinoamericanas como Buenos Aires, o Sao Paulo, que sin tradición indígena son hijas más bien de la inmigración anónima, buena parte de ella una inmigración de ultramar, como viene a ser también Lima, asentada en la costa, lejos de los centros de civilización inca de la sierra, aunque Perú sea, a la par de México, el otro gran virreinato latinoamericano.

México es la ciudad que a mitad de la década de los cincuenta, cuando Fuentes inicia la aventura de escribir La región más transparente, ensaya a ser la monstruosidad urbana en que a finales del siglo se habrá ya convertido, un laboratorio entonces de caos y contrastes, de crecimiento anormal, de superposición arbitraria de espacios urbanos, una gran metástasis con sus apenas cuatro millones de habitantes, cifra que hoy es común a las ciudades medianas en América Latina y que ya han alcanzado Guadalajara y Monterrey, para entonces poblados provincianos; y antes de que sobrevenga la catástrofe definitiva, hacinamiento masivo, multiplicación sin límite de las barriadas, polución sin freno, la ciudad de México es desde entonces la gran cabeza atrofiada de un cuerpo raquítico, como lo son Buenos Aires y Sao Paulo, o Caracas, que no cesan de recibir también corrientes de inmigración rural atraídas por el gran espejismo de las oportunidades.

La ciudad, espejo de los espejismos, que sobre todo a raíz de la Segunda Guerra Mundial, con las políticas de sustitución de importaciones, empleó de verdad a unos en las fábricas de bienes de consumo destinados al mercado interno, y desde entonces dejó en la orfandad a otros, que tras abandonar el campo sobrevivían en los cinturones de miseria improvisados alrededor de los esplendores de la urbe. En el credo de Federico Robles, aquello es lo normal. La riqueza no puede ser creada sin pobreza.

La ciudad de México, en la que Federico Robles reina desde la pirámide, su despacho en las alturas que miran al paseo de la Reforma, succiona inmigrantes de manera implacable a mitad del siglo veinte, igual que las demás ciudades latinoamericanas: en veinte años, entre 1930 y 1950, la población urbana en el continente había pasado del 34 al 42 por ciento, mientras que la población rural descendía del 66 al 58 por ciento. Desde 1950 a 2005, el porcentaje de la población urbana pasó del 42 al 78 por ciento, y el 67 por ciento de los pobres viven ahora en las zonas urbanas. La pobreza no ha hecho sino trasladarse de sitio y hacerse más visible en el reino de espejismos y contrastes que es la ciudad, el reino sin centro de las excentricidades.

Lejos del modelo urbano que pregonaba Sarmiento, los campesinos no pasan a convertirse en proletarios porque la mecanización de la agricultura haga sobrar la mano de obra, sino todo lo contrario, porque persiste el atraso feudal del campo pese a los intentos de reforma agraria, entre ellos el más notable el de la Revolución mexicana; y junto con los campesinos sin tierra emigran a la ciudad las mujeres destinadas al servicio doméstico de la clase media que comienza a crecer, mientras otros contingentes campesinos se apuntan, desde entonces también, al éxodo hacia la frontera con Estados Unidos en busca de trabajo de braceros, los espaldas mojadas, ese fenómeno hoy masivo que arrastra emigrantes desde todo el continente, y que ya aparece registrado en la novela de Fuentes.

Los señuelos se multiplican cuando la gran ciudad es a la vez la capital, como ocurre con México, y la gran cabeza hidrópica se vuelve un conglomerado universal en el que llegan a estar representadas todas las provincias, tanto en los espacios de poder político y burocrático como en los financieros y económicos, y son las provincias las que se convierten en nutrientes de la clase media, según queda registro en el mural de Fuentes. Entonces, en los símbolos de la cultura urbana campea el desprecio por el mundo rural, como forma arcaica e inculta de vida a la que nunca se debe regresar. Es el ideal de Sarmiento, que penetra también a los campesinos trasegados a la fuerza, sujetos a las imposiciones de un medio a la vez atrayente y hostil, del que ha desaparecido para siempre la opción de su vida anterior.

Los inmigrantes de cualquier condición deben pagar su tributo. Se sobrevive o se perece, no hay medias tintas. Es lo que queda patente en el tejido de La región más transparente. El coro canta bajo la tragedia, a veces con música de comedia, mientras las voces de los solistas bajan desde la cúspide de la pirámide en ecos confusos pero perceptibles que ensalzan las seducciones de la modernidad, incitan tramposamente al consumo, imponen la imitación patética de modas y costumbres, y establecen, en fin, las reglas del juego. Personajes grotescos arriba y abajo, arrancados de los murales de Rivera y puestos en movimiento, pero también arrancados de los cuadros de Max Beckmann o de George Grosz, los mismos de Berlin Alexanderplatz (1929), la novela de Alfred Döblin.

Las grandes novelas adivinan o acompañan los grandes acontecimientos de la historia. Al tiempo de la aparición de La región más transparente, América Latina daba un vuelco sin retorno, y la ciudad pasaba a ser el nuevo reino de las exageraciones, el nuevo territorio de los contrastes, la nueva deidad inconmensurable, tan cruel y majestuosa como la naturaleza misma.

La realidad cambiaba en el continente, y la cultura urbana venía a imponerse como algo también capaz de causar asombro en sus arbitrariedades, distorsiones y desmesuras. La ciudad entraba de lleno en la nueva novela de América Latina y, dentro de ese nuevo ámbito espacial, el lenguaje cobraba vida por sí mismo y venía a invadir todos los resquicios, de La ciudad y los perros (1963) de Mario Vargas Llosa a Tres tristes tigres (1967) de Guillermo Cabrera Infante, a País portátil (1968) de Adriano González León, a Un mundo para Julius (1970) de Alfredo Bryce Echenique, para no citar sino algunos cuantos nombres. La región más transparente era la manzana de oro del otro árbol desnudo plantado en medio del asfalto, que hasta entonces había pasado desapercibida. Pero no sería ya un fruto intocable por otras manos que no fueran las de Fuentes. La modernidad dejaba, por fin, de ser una propuesta de debate teórico para convertirse en novela. Es decir, en la vida.





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