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Antropología patológica

Llamamos «antropología patológica», como es obvio, al conocimiento científico de ese peculiar modo de la existencia humana a que damos el nombre de «enfermedad» o «estar enfermo». ¿Cómo lo entendieron los hipocrátícos? Ordenaremos la respuesta en dos puntos:

  1. La salud, la enfermedad y su respectiva estructura «fisiológica»;
  2. Dinámica de la enfermedad.

1. La salud, el primero de los bienes (VI, 86), aquello que para los hombres posee el más alto valor (VI, 208), la condición y el presupuesto de cualquier otro bien (VI, 604). Como hombres y como médicos, los autores hipocrátícos valoran al máximo la importancia de la salud. Pero en cuanto «fisiólogos», ¿cómo la entendieron? ¿En qué consistió para ellos el estado de la vida humana consistente en realizarse katà physin, según su propia naturaleza, y al que dichos autores dieron el nombre de hygieiē o «salud»?

Puede darnos una respuesta adecuada la metódica consideración de los diversos epítetos con que en el C. H. es adjetivado el estado de salud. Este es a la vez «justo» (díkaios), «limpio» o «puro» (katharós), «bello» (kalós), fuerte o robusto (iskhyrós), y «bien proporcionado» (metríos). La justicia cósmica, la pureza, la belleza, la fortaleza y la recta proporción fueron para los hipocrátícos notas constitutivas de la salud. De todas estas notas -cuyo reverso aparecerá ante nosotros al estudiar la enfermedad- la más «fisiológica» es la última, sea entendida como isonomia de las potencias (Alcmeón), «buena mezcla» de los humores (la eukrasía de que luego hablarán Aristóteles y Galeno) o «buen flujo» del neuma (la eúrroia del pensamiento médico que el Anónimo Londinense atribuye a Hipócrates). La salud es vista -una aplicación más de la doctrina de la epikráteia- como una pacífica pugna sin victoria, más aún, con mutua colaboración, entre las múltiples potencias y los diversos humores que componen el cuerpo.

Frente a la salud, la enfermedad (nósos, nousos o nosēma, páthos o páthēma, arrostía, asthéneia). ¿Qué fue la enfermedad para los hipocráticos? Por lo pronto -como Sigerist y Temkin hicieron ver-, más bien un «estar enfermo», un «enfermar» (Erkrankung), que la entidad abstracta de un estado vital (Krankheit). Y desde el punto de vista de la consistencia real de ese estado, una vicisitud a la cual corresponden, como notas expresivas de su esencia -de su physis, porque también la enfermedad la tiene-, las que constituyen el reverso de aquellas que dicen la realidad del estado de salud: la «injusticia» (adikía), la «impureza» (akatharsíē), la «fealdad» o «deformación» (aískhos, akosmía), la «debilidad» (asthéneia, akráteia) y la «desproporción» (ametría).

La enfermedad es «injusticia» (adikía); por tanto, desajuste, «desorden en la justeza» del cosmos, según la certera interpretación que Zubiri ha dado de la adikía cósmica a que alude un venerable texto de Anaximandro. Sanar es pasar desde un estado morboso a lo que para el cuerpo en cuestión es «naturaleza y justicia» (IV, 266). La enfermedad es, por otra parte, «impureza», akatharsíē (materia peccans, dirá luego el hipocratismo latinizado), concepto que «fisiologiza» la vieja concepción mítica de la enfermedad como «impurificación» religioso-moral de quien la padece, como lyma (Ilíada I), o míasma (Edipo Rey). Es a veces pérdida del orden bello, «deformación» (IV, 118 y 172); sólo hallándose en kosmō está sano un útero (VIII, 326 y 342). Es también, por supuesto, pérdida de vigor o de la capacidad de hacer algo. Y es, en fin, «desproporción» o «desmesura», entiéndase ésta como monarkhía de una dynamis elemental sobre su contraria (Alcmeón), como desproporción o desmesura en la mezcla de los humores, por «separación» (apókrisis) de uno de ellos (la ulterior dyskrasía de Aristóteles y Galeno) o como desorden en el flujo del neuma a través del cuerpo (la dysrroia del Anónimo Londinense). «Hay enfermedad -dice uno de los textos más característicos y representativos a este respecto, procedente de Sobre la naturaleza del hombre- cuando uno de ellos (de los humores) se halla en defecto o en exceso, o, separándose en el cuerpo, no está mezclado con los restantes. Necesariamente, en efecto, cuando uno de éstos (elementos) se separa e insubordina (nueva aparición de la idea de la epikráteia, concebida ahora como stásis o "sublevación") no solamente enferma la parte en que se ha separado, sino también aquélla en que se vierte, la cual padece dolor y fatiga a causa de la ingurgitación» (VI, 112). Esta concepción coica, ¿fue también la de Hipócrates? ¿O, por el contrario, éste se limitó a ver la enfermedad como dysrroia, según el taxativo testimonio del Anónimo Londinense? Un examen detenido de este documento, tanto en su propio texto como en relación con el C. H. permite responder que Hipócrates pudo muy bien combinar en su mente la doctrina del neuma y la teoría humoral.

2. Tres son los motivos principales que comprende un estudio sistemático de la dinámica de la enfermedad: la causación del estado morboso, el curso de éste y sus posibles terminaciones.

a) Consiste la tékhnē, según la inmortal lección de Aristóteles, en saber hacer algo sabiendo por qué se hace eso que se hace; de lo cual se desprende que el saber técnico debe ser, por esencia, saber etiológico. Así lo entendieron los autores hipocráticos. La medicina -dice por todos ellos el de Sobre el arte- tiene su sustancia en el conocimiento del diá tí, del «por qué».

Los hipocráticos llaman a la causa aitía y próphasis. Desde un punto de vista médico, ¿hay alguna diferencia de sentido entre estos dos términos? Indudablemente, sí. La próphasis de un estado morboso es su «causa inmediata» cuando ésta aparece de manera perceptible a los ojos del médico. Sin aitía -sin «causa en general»- no puede producirse una alteración en el estado de la naturaleza, y por tanto la enfermedad; sin próphasis -esto es, sin causa inmediata «aparente»-, sí, y por esto puede hablar el C. H. de estados morbosos que se producen sin ella.

Toda enfermedad tiene, por supuesto, una causa inmediata. A veces, el médico puede percibirla: es la próphasis del estado morboso en cuestión. Otras veces, bien por su situación interna o por la carencia de signos idóneos, el médico no es capaz de verla. Pues bien: el sagaz autor de Sobre las fracturas nos dice que la causa inmediata de todas las enfermedades, sean internas o externas, debe de ser siempre cierta «úlcera» o «herida» (hélkos); una manera de nombrar lo que siglos más tarde llamaremos «lesión anatomopatológica». La visión de la medicina que desde el siglo XVIII jalonarán los nombres de Morgagni, Bichat, Laennec, Rokitansky y Virchow hállase genialmente esbozada en esa conjetura del cirujano hipocrático.

Desde un punto de vista ampliamente «fisiológico» -por tanto, cosmológico-, la aitía de la enfermedad se halla constituida por el predominio de la «dynamis del todo», sea un viento frío o un veneno la forma concreta en que tal dynamis se actualiza, sobre la naturaleza individual del enfermo; lo cual quiere decir que en la génesis de todo proceso morboso hay siempre algo «violento», algo que fuerza nocivamente el orden regular de la physis. La «violencia» (biē, tò bíaion), que unas veces es forzosa (anánkē) y otras sólo azarosa (tykhē), hácese así uno de los conceptos fundamentales de la etiología hipocrática.

Discóbolo en un ánfora de Cumas (Pág. 95b)

El equilibrio, la belleza, la fortaleza y la recta proporción fueron para los hipocráticos signos de salud.
Discóbolo en un ánfora de Cumas.
Museo Nacional, Nápoles

Varios siglos después, Galeno distinguirá neta y precisamente los tres modos complementarios de la causa de enfermedad; la «causa externa» (aitía prokatarktikē), la «causa interna» o «dispositiva» (aitía provgoumenē) y la «causa conjunta» o «inmediata» (aitía synektikē). Sería inútil buscar en el C. H. una visión de la etiología tan completa, clara y sistemática. Pero una lectura atenta de los escritos hipocráticos permite advertir que en ellos se encuentran ya, a modo de germen, los fundamentos de lo que posteriormente sería el esquema galénico. Dejando para el apartado subsiguiente lo tocante a la que Galeno llamará «causa conjunta» -el desorden anatómico-funcional que inmediatamente da lugar al cuadro morboso-, he aquí, reducido a cuadro sinóptico, el pensamiento acerca de la causación de la enfermedad disperso en esos escritos:

  1. Causas externas de enfermedad.
    1. Causas inanimadas:
      1. Alimentación deficiente e inadecuada.
        1. Alimentación sólida y líquida.
        2. El neuma como alimento.
      2. Acciones del medio:
        1. Traumas.
        2. Reposo y esfuerzo.
        3. Temperatura, estaciones, clima.
        4. Venenos y miasmas.
    2. Causas animadas: parásitos animales.
    3. Causas psíquicas: emociones violentas.
  2. Causas internas o dispositivas.
    1. Disposición:
      1. Específica (por qué ciertas especies animales enferman por una causa y otras no).
      2. Racial.
      3. Biotípica e individual.
      4. Sexo y enfermedad.
      5. Edad y enfermedad.
    2. Enfermedades hereditarias y congénitas.
    3. Herencia, medio y enfermedad.

Dentro del contexto de esta etiología tan radicalmente «fisiológica» debe entenderse la consideración de «lo divino» como la causa principal de las enfermedades (VII, 312). Para un hipocrático, «lo divino» es la physis; y la physis manifiesta especialmente su divina condición cuando -como dice el autor de Sobre las hebdómadas- «la dynamis del todo» predomina inexorablemente sobre «la dynamis del hombre», y le hace enfermar.

Manuscritos de Hipócrates: latino y árabe (Pág. 96a/b)

Manuscritos latino y árabe de comentarios a dos obras de Hipócrates: «Aforismos» y «Epidemias».
Ambos se hallan en el Monasterio de El Escorial

b) Una vez producida la enfermedad, ¿cuál es la real consistencia de ésta? ¿Qué conceptos generales pueden ser establecidos examinando su transcurso?

La más temprana de las manifestaciones de la enfermedad, el desorden somático que la pone en marcha, es su aphormē o «punto de partida»; para el autor de Sobre las fracturas, una alteración que podría ser genéricamente denominada «úlcera» (hélkos). Pero sea o no llamado «úlcera» el punto de partida de la enfermedad, lo importante es saber cómo entendieron los hipocráticos el curso de ésta. Poniendo en la respuesta orden sistemático trataremos de darla según tres puntos de vista: uno más anatomopatológico, otro más fisiopatológico y otro más clínico. No será necesario advertir que en la mente del médico hipocrático los tres se mezclaron siempre entre sí.

Desde un punto de vista anatomopatológico, el concepto primario -dentro, claro está, de la concepción humoral de la physis humana- es el de «separación» del humor (apókrisis). Bajo la acción de la causa de la enfermedad sobre la parte afecta, un humor se «separa» de la mezcla en que normalmente existe y constituye allí un «depósito» (apóstasis, apostēma), que por una parte ingurgita el lugar donde se produce y por otra deja anormalmente vacío («evacuación», kénōsis) el lugar de donde procede; tanto más, si el depósito se desplaza (metástasis) hacia una región del interior. El concepto de «separación», y por tanto los de «desorden de la mezcla» (la dyskrasía de Aristóteles y Galeno) y «depósito», son sustituidos por el de «flato» anormal (physa) en los escritos de orientación neumática (Sobre las ventosidades); y el trastorno morboso es básicamente atribuido en ellos a la corrupción flatulenta de los residuos de la alimentación o perissōmata (Anónimo Londinense).

La separación y el depósito del humor alteran en la parte afecta la «recta mezcla» (krásis), su «fuerza» o «potencia» propias (dynamis) y su cantidad (pléthos); en definitiva, el carácter proporcionado que tenía en estado de salud. Mas también puede acaecer que el humor «separado» entre en putrefacción o corrupción (sēps, sēpsis) o que in situ -o en el lugar a que le ha llevado la metástasis- se convierta en pus (pyon, ekpyēma). Lo cual supone que la virtualidad sanadora de la physis le ha sometido a un proceso de transformación, técnicamente llamado entre nuestros médicos «cocción» (pépsis, pepasmós), Pronto lo estudiaremos con más detalle.

El «depósito» (apóstasis) puede ser de un humor o de otro y hacerse visible o quedar invisible; pero en principio tiene un sentido favorable, porque acredita el esfuerzo de la physis por acantonar la materia pecante. La metástasis, por su parte, supone una «fluxión» (rróos, rheuma) del humor separado, que muchas veces posee una acción evacuante y sanadora. La imaginación de las vías por las cuales acontece este desplazamiento es con frecuencia arbitraria y fantástica. Añádanse a estos conceptos los de «ruptura» (rēgma), el desgarro interno de todo cuanto por naturaleza puede sufrirlo, y el de «plenitud» anormal (plērōma) de una parte o de todo el organismo (plétora, plēsmonē), y se tendrá el elenco de los más importantes entre los que constituyeron la anatomía patológica de los hipocráticos.

En conexión directa con ellos están los de carácter preponderantemente fisiopatológico. Acaso el primero y más radical sea el de «separación» o apókrisis, cuando la realidad a que se refiere es alguna de las dynámeis elementales, según la originaria idea de Alcmeón, y a él deben ser referidos el de «fuerza» (iskhys) de la enfermedad y el de «adinamia» (adynamiē) del sujeto enfermo. Desde el punto de vista morboso, su curso, la enfermedad puede ser irregular (ataxíē del proceso, más frecuente en las dolencias crónicas); pero lo habitual es que ese curso presente la regularidad que expresan los términos técnicos de «comienzo» (arkhē), «incremento» (epídosis), «acmé» (akmē) y «resolución» (apólysis) de la enfermedad, cuando su terminación no es el éxito letal. Cada uno de estos momentos es, así para el diagnóstico como para el tratamiento, una «oportunidad» (kairós), a veces sobremanera fugaz; y en el esquema típico que su conjunto dibuja son posibles distintas anomalías del cursas morbí, fundamentalmente tres, el «paroxismo» (paroxysmós). la «recidiva» (hypostrophē) y la «transformación» de un modo de enfermar en otro (metástasis en un sentido más nosográfico que anatomopatológico; metapíptein o «conversión» del cuadro clínico).

Escultura de la cabeza de hombre (Pág. 97b)

Cabeza de hombre con pústulas en la cara Exvoto.
Museo Nacional, Nápoles

Dos nociones fisiopatológicas destacan, sin embargo, sobre las restantes: la ya mencionada «cocción» (pépsis) y la «crisis» (krísis). Bajo la primera late la idea cosmológica de que el calor atenúa, suaviza y purifica la «crudeza» originaria de las cosas naturales. La cocción del humor separado puede ser oportuna e inoportuna, rápida o lenta, completa o incompleta. Los caracteres de la orina, de la fiebre y del sueño, la intensidad del sudor y el aspecto de la expectoración y de las heces permitirían al médico juzgar acerca de la índole de aquélla; y el cuadro sintomático más revelador de su existencia sería la crisis.

Hay cocciones sin crisis aparente como hay crisis sin cocción suficiente; pero el hecho de que una y otra coincidan entre sí es el mejor signo de que la curación se aproxima. Crisis -sustantivo derivado del verbo krínein, «distinguir», «separar», «decidir», «juzgar»- es en esencia una modificación más o menos súbita del estado de enfermedad, que cuando es perfecta -cuando coincide con la total cocción de la materia pecante- anuncia la curación, y cuando no lo es deja vía abierta a la recidiva de la enfermedad o a la muerte del enfermo. Las crisis se manifiestan a través de los fenómenos «críticos», que en general coinciden con los mencionados al hablar de la cocción. Dos serían los mecanismos fisiopatológicos de la crisis, la fiebre (pyretós) y la inflamación (phlogmós, phlegmonē), consistentes ambas, en su raíz, en una exacerbación general o local del calor innato y producidas por la causa inmediata de la enfermedad. El tumor inflamatorio recibe muy diversos nombres, según su índole y su localización: «tubérculo» (phyma), «furúnculo» (dothiēn), «flictena» (phlyktaina), «ántrax» (ánthrax), etc. Las fiebres, a su vez, podrían ser «agudísimas» (oxytatai), «agudas» (oxées), «largas» (makroí), «continuas» (synekhées); y en el caso de durar algún tiempo, mostrar cierta regularidad en su curso (tercianas, cuartanas, hemitriteas, etc.) o una apariencia patocrónica absolutamente irregular (fiebres «erráticas» o «acatastáticas»). Las alteraciones dinámicas de la bilis y la pituita serían -sobre todo en los escritos cnidios- el principal mecanismo patogenético de la fiebre; la cual, considerada como alteración de la physis, tendría en sí misma, a los ojos de los hipocráticos, una significación a la vez sanadora y peligrosa.

Dijimos antes que la crisis es un cambio súbito en el curso de la enfermedad. Respecto del comienzo de ésta, ¿acontece ese cambio en días numéricamente determinables por el médico? La respuesta a esta interrogación fue la célebre doctrina de los «días críticos»: la general idea de que la producción y la manifestación de la crisis se hallan sujetas a una determinación aritmética más o menos rigurosa. Pero las actitudes acerca del orden real y la precisión en el cálculo de tales «días críticos» difieren no poco entre sí.

A un extremo, la ambiciosa pretensión de exactitud de Sobre el parto de siete meses y Sobre las hebdómadas (importancia decisiva de los días impares y las semanas); al otro, la relativa prudencia del pronóstico. Tal vez pueda interpretarse este contraste pensando que en la doctrina de los días críticos se mezclaron siempre el a priori interpretativo (el número, principio supremo del Universo) y la observación clínica, con predominio mayor o menor de uno o de otra en la actitud del médico. Pero más o menos rígidamente concebida y más o menos «fisiológicamente» explicada (un ejemplo de tal explicación es el ya mencionado «ciclo de los tres días» del proceso de la nutrición, según Enfermedades IV), la doctrina de los días críticos opera en la mente de casi todos los autores hipocráticos, y con más frecuencia todavía en los de la escuela de Cos.

Entre los conceptos de carácter clínico relativos al estado de enfermedad, el más importante es el de «signo» (sēmeion): todo dato de observación capaz de dar una indicación diagnóstica, pronóstica o terapéutica acerca de la enfermedad contemplada. En principio, el sēmeion no pasa de ser un «signo indicativo» o «conjetural»; pero por obra de la experiencia y la adecuada reflexión llega a veces a convertirse en «signo probatorio» o tekmērion. Los «signos» son a veces llamados pathēmata o «afecciones pasivas», señales visibles del padecer (páskhein) del cuerpo a causa de la enfermedad. Pueden ser locales y generales; pero sólo referidos al conjunto que todos ellos forman, y por tanto a la totalidad del cuerpo, llegarían a adquirir, a los ojos del médico, su verdadera significación. La sentencia de Sobre el alimento que antes citamos -«Confluencia única, conspiración única, todo en simpatía»- es tal vez la expresión más vigorosa y ceñida de este modo de considerar el valor del conjunto de los sēmeia.

Los conjuntos de los signos -los distintos «cuadros sintomáticos» del estado morboso- pueden singularizarse individualmente o parecerse entre sí: las enfermedades pueden ser «semejantes o desemejantes», dice el autor de Sobre los humores. ¿Cómo los hipocráticos entendieron tal «semejanza» y tal «desemejanza»? En el apartado sobre el diagnóstico se dará amplia respuesta a este interrogante.

c) Queda por examinar el tercero de los problemas relativos a la dinámica de la enfermedad, las posibles terminaciones de ésta. Cuatro distinguieron los hipocráticos: la curación total, la salud suficiente, la incurabilidad y la muerte.

Obtener la curación total es el primer deber del médico (IV, 312), y en determinadas ocasiones, su fortuna, porque hay enfermedades que curan espontáneamente. La «salud suficiente» (Müri) se alcanza cuando el paciente, pese a la deformidad o a la limitación funcional que la enfermedad haya dejado en su cuerpo, puede seguir haciendo su vida habitual. Y cuando una y otra no son posibles, la incurabilidad o la muerte.

Para el médico hipocrático, la muerte por enfermedad, tan frecuentemente mencionada en los escritos del C. H., era en ocasiones el resultado de una inexorable forzosidad de la naturaleza (muertes kat'anánkēn) y otras la consecuencia de un descuido del enfermo o de un error del médico. Pero hubiese llegado por una u otra vía el trance de morir, el enfermo y el médico debían acatarlo como un ineludible decreto de la divina physis, que así recobraba el orden de su curso sobrehumano. Para los males sin remedio -dice un fragmento de Arquíloco-, los dioses dieron a los hombres un remedio eficaz: aguantarlos virilmente. De esta severa actitud moral dependía en último extremo la aceptadora y aun venerativa sobriedad con que los autores del C. H. escriben «tales vómitos son signos de pronta muerte» o «Filisco murió mediado el día sexto de su enfermedad».

Diagnóstico hipocrático

Si la tékhnē es un saber hacer algo sabiendo por qué se hace aquello que se hace (Aristóteles), el diagnóstico del enfermo, el conocimiento racional de su realidad en tanto que enfermo, pertenece por esencia a la tēkhne iatrikē. «Lo primero -dice por todos los hipocráticos el autor de Sobre la dieta- es conocer y reconocer (gnōnai kai diagnōnai) la physis de todo». El «amor al hombre» (philanthropíē), que según el autor de los Preceptos debe ser el fundamento de la medicina, tiene que manifestarse ante todo como conocimiento; en términos técnicos, como diagnóstico. Vamos a estudiar sucesivamente los problemas del diagnóstico hipocrático, su método, sus metas y la ordenación de sus resultados bajo forma de patología especial.

Los problemas

Más o menos conscientemente vividos por él, varios problemas se presentaban ante el médico hipocrático cuando como técnico de la medicina trataba de reconocer la realidad de un enfermo cualquiera; unos previos a su diagnóstico y otros constitutivos de él.

1. Problema previo era, en efecto, la resolución del dilema «sano o enfermo». El sujeto que tengo ante mí -se preguntaba el hipocrático- ¿está realmente sano o está realmente enfermo? «El médico examinará ante todo el rostro del enfermo, para ver si es semejante al de los que están sanos», dice el Pronóstico. El examen y la percepción de «las semejanzas y las desemejanzas» respecto del estado de salud era el primer deber del médico (III, 272).

No menos importante era saber -en definitiva, decidir- si el desorden contemplado estaba aconteciendo por necesidad forzosa (kat'anánkēn) o por necesidad azarosa (katà tykhēn), porque en el primero de estos dos casos, y de modo más expreso cuando tal anánkē era -parecía ser- la más o menos próxima muerte del enfermo, nada podría el arte del médico, y éste se hallaba en la obligación de abstenerse de toda intervención. Más de una vez hemos de contemplar las consecuencias de esta actitud. Por el momento, quede sólo consignado el problema diagnóstico que ella planteaba: ¿cómo el médico podía saber que una enfermedad individual era o no era mortal o incurable «por necesidad»?

2. Resueltos de un modo o de otro los dilemas «sano o enfermo» y «necesidad o azar», comenzaba el problema diagnóstico propiamente dicho; el cual consistía, en esencia, en entender de una manera racional cómo el aspecto del enfermo -en términos técnicos, su katástasis-, y por tanto el estado de su physis, se ordenaban en la genérica realidad de la physis del hombre. Así, el médico se mostraba a sí mismo y mostraba a los demás la fundamental referencia de su arte a la «fisiología», hacía ver su doble condición de tekhnitēs y de physiológos. Cuatro momentos principales llevaba consigo la resolución de este problema:

  • La concreta apariencia del caso clínico;
  • Su consistencia real;
  • La ordenación de la katástasis en el tiempo; y,
  • Su determinación etiológica.

Mediante el atento ejercicio de sus sentidos, el médico recogía los distintos signos empíricos (semēia) que integran la katástasis del enfermo y del universo entero; y mediante la comparación entre esa katástasis particular y otras anteriormente percibidas -método de las semejanzas y las desemejanzas-, establecía el «modo» típico y específico (trópos, eidos) del caso en cuestión. Un texto de Sobre la dieta en las enfermedades agudas nos hace saber que los médicos de Cnido fueron demasiado lejos en la tendencia a distinguir modos típicos de enfermar, y así lo demostrarán luego los escritos clínicos de esta escuela (Afecciones internas, Enfermedades I-III). Pero esto no quiere decir que en los escritos coicos (Epidemias, Dieta en las enfermedades agudas, Pronóstico) falte por completo el pensamiento tipificador y prevalezca de modo exclusivo la visión de la enfermedad como un simple «enfermar individual». En páginas ulteriores de este mismo apartado veremos la prueba de este aserto.

El segundo momento del empeño diagnóstico -conocer la consistencia real del caso contemplado- suponía un conocimiento más o menos preciso de la naturaleza individual del enfermo, de la general naturaleza humana y de la naturaleza universal. Apoyado mentalmente en él, atenido a una u otra orientación intelectual en lo tocante al conocimiento de la physis del hombre (doctrinas humoral, neumática o dinámica, llamando así a la que únicamente tiene en cuenta la noción de dynamis) y entregado con prudencia o con osadía a la imaginación de los «mecanismos internos» del desorden en cuestión (Joly), el médico hipocrático trataba de dar su respuesta suficiente a este problema.

En tercer lugar, la ordenación de la katástasis en el tiempo; en términos más auténticamente hipocráticos y griegos, la recta incardinación de la ocasional «oportunidad» (kairós) del cuadro clínico en el curso temporal (khrónos) de la enfermedad y del enfermo. Por tanto, el conocimiento de la etapa de la enfermedad -comienzo, crecimiento, acmé, resolución, cocción, crisis- en que el caso clínico se encontraba y la formulación más o menos cierta de un juicio acerca de la suerte futura del paciente (pronóstico).

Y, por fin, la conjetura -o, en los casos más favorables el establecimiento cierto- de la causa externa y de la causa interna o dispositiva en cuya virtud había llegado a producirse el proceso morboso en cuestión.

El método

Para resolver esa serie de problemas era necesario un método, y éste tuvo tres recursos principales:

  • La exploración sensorial (aísthēsis);
  • La comunicación verbal (lógos); y,
  • El razonamiento (logismós).

Examinémoslos sucesivamente.

1. Como ya sabemos, la «sensación del cuerpo» fue el métron del médico hipocrático, su principal criterio de certidumbre. De ahí el ahínco y la minucia con que aplicaba todos sus sentidos a la exploración del cuerpo del enfermo (III, 272; V, 184). La vista le permitía conocer el aspecto de la piel, los movimientos del cuerpo del enfermo o de alguna de sus partes, el estado de los ojos, de la mucosa nasal, del recto y la vagina (espéculos anal y vaginal), las secreciones y las excreciones, el curso de las úlceras y las heridas. Algunas descripciones de orden visual, como la de la facies hippocratica, se han hecho clásicas en la historia del saber médico. No parece inadecuado llamar «exámenes de laboratorio» a los que a veces se practicaban para determinar la índole biliosa o pituitosa del flujo menstrual (VIII, 42 y 62). Mediante el oído eran explorados la voz y el silencio del enfermo, la respiración, la tos, la crepitación de los huesos fracturados, los borborigmos, las ventosidades. Lo que se oye, dice Sobre el arte, permite tener noticia de lo que no se ve: La «sucusión hipocrática» (paráseisma) es frecuentemente mencionada (diagnóstico del derrame pleural) y Enfermedades II contiene una alusión inequívoca a la práctica de la auscultación inmediata («ruido de cuero» del frote pleural; ruido «como de vinagre que hierve»: los estertores húmedos de la semiología actual), increíblemente olvidada luego hasta los tiempos de Corvisart, Bayle y Laennec. El tacto daba a conocer al clínico la temperatura, el estado del pulso, la posición de los huesos, la consistencia del vientre, el volumen y la dureza del bazo, etc. La exploración manual del hipocondrio era muy atenta, y la práctica del tacto vaginal (escritos ginecológicos), sobremanera fina. Menos minuciosamente observado que en tiempos ulteriores (Praxágoras de Cos), el estado del pulso (sphygmós) era también tenido en cuenta (IX, 12). Las referencias a la exploración olfativa (olor de la piel, de la boca, de los oídos y la nariz, de las heces y los vómitos, de los eructos, los esputos y la orina, de las heridas y las úlceras, del sudor) son frecuentes en los escritos del C. H., y no es menos notoria en algunos de ellos la exploración gustativa del sudor, la piel, las lágrimas, el moco nasal, e incluso el cerumen. Así se entiende que los asclepíadas hipocráticús fuesen llamados por los autores cómicos, con fácil ironía, koprophágoi, «comedores de excrementos». Lo cual, visto desde lo que sobre ese fundamento ha sido luego la medicina, es sin duda uno de los más altos timbres de gloria de aquellos esforzados médicos.

Mas no sólo fue «somatológica» -orientada hacia el cuerpo del enfermo- la exploración sensorial del médico; fue también «meteorológica». El conocimiento de «la peculiaridad del cielo y del país» (II, 670), «las mudanzas y excesos de todo el cosmos» (VI, 470), la observación atenta de los aires, las aguas y los lugares (II, 12-92) fueron para él momentos esenciales para el establecimiento «fisiológico» del diagnóstico.

2. El médico hipocrático no se limitaba a ver, oír, tocar, oler y degustar el cuerpo del enfermo; también dialogaba con éste, y sabía convertir ese lógos en recurso diagnóstico. Dos funciones principales cumplía este diálogo: una exploratoria (el interrogatorio, la anamnesis) y otra comunicativa.

Las indicaciones acerca del interrogatorio diagnóstico son frecuentes en el C. H. (VI, 246; V, 290; VI, 140; II, 114, etc.). El médico conocía así los hábitos del enfermo, su régimen de vida, sus pensamientos, las peculiaridades de su sueño, sus ensueños, su modo de sentir la enfermedad, el grado de su instrucción y el de su memoria, su inteligencia, la fuerza y el modo de su emotividad; todo lo que por pertenecer al pasado o ser parte de la vida anímica no puede caer directamente bajo los sentidos del explorador. Aunque, debiendo ser la «sensación del cuerpo» el verdadero y decisivo métron del saber del médico, no puede extrañar que las noticias obtenidas mediante el interrogatorio pertenezcan, para el asclepíada hipocrático, más a la «opinión» o dóxa que al verdadero saber (VI, 20), y más a la conjetura (eikasíē) que a la certidumbre (VI, 140).

Algo más fue para el médico hipocrático su conversación con el enfermo. Con extraordinaria lucidez advirtió que, puesto que el lógos es la nota más esencial de la physis humana, el juicio diagnóstico sólo alcanza su verdadero acabamiento cuando en alguna medida es compartido por el enfermo; por tanto, cuando éste era de algún modo instruido por el médico acerca de su enfermedad. Un texto no hipocrático (las Leyes de Platón, 720 d y 857 c-d) y varios hipocráticos (los que ante todo atienden a la formación médica del profano, el idiōtēs o dentōlēs que pretende ser ciudadano culto, y, sobre todo, un expresivo párrafo de Sobre la medicina antigua, I, 572-574) muestran que esa solía ser la práctica del médico cuando trataba a enfermos de cierto nivel intelectual. No sólo porque saber algo de medicina era uno de los deberes del griego bien educado (Jenofonte, Aristóteles), también por la mejor información que sobre su enfermedad podía dar el sujeto de tal forma instruido.

3. La exploración sensorial y el coloquio con el enfermo dan al médico el material para su diagnóstico; pero la actividad mental de que éste inmediatamente procede es el razonamiento (logismós); por tanto, un ejercicio estrictamente intelectual, porque, como dice Sobre la dieta, sin la inteligencia no es posible entender lo que los ojos ven. «Inteligencia y ojos», pide del médico otro escrito de la colección (IX, 12).

¿Cuál era la estructura de este razonamiento? Un texto de Epidemias VI nos da la respuesta: «Hágase un resumen de la génesis y la iniciación (de la enfermedad) -de su aphormē-, y mediante múltiples discursos y exploraciones minuciosas, reconózcanse las semejanzas entre sí, y luego las desemejanzas entre las semejanzas, y por fin nuevas semejanzas entre las desemejanzas, hasta que de éstas resulte una semejanza única; tal es el camino». Bajo esa sólo aparente logomaquia de las semejanzas y las desemejanzas, el pensamiento es claro: el clínico se propone encontrar un resultado final -un juicio diagnóstico- capaz de explicar satisfactoriamente todo lo que ha observado en el enfermo, por dispares e incoherentes entre sí que los síntomas parezcan ser.

Más aún podía y debía dar al médico su razonamiento; porque sólo mediante éste sería posible conjeturar lo que en el enfermo está oculto a la mirada de quien le explora. Las excreciones y los sonidos delatan el estado de los órganos internos; pero «cuando estos signos enmudecen», el arte del médico encuentra recursos mediante los cuales «la naturaleza es violentada sin daño; y así, ora fuerza al calor innato a disipar la pituita mediante alimentos o bebidas acres, para que sea probatoria la visión de algo que de otro modo no podría verse, ya, mediante paseos cuesta arriba y carreras, obliga al soplo a revelar lo que él revela» (VI, 2-4). Con ello, el procedimiento exploratorio que desde el siglo XIX venimos llamando «prueba funcional» o «prueba de sobrecarga» hace su aparición en la historia.

Con sus ocasionales contenidos, así se integraron en el razonamiento diagnóstico de los autores hipocráticos la experiencia sensorial, el experimento clínico, el diálogo con el enfermo, el saber «fisiológico» -en tantos casos, la pura imaginación de «mecanismos internos»- y el ejercicio inductivo de la razón.

Las metas

Tres intenciones principales determinaron, según lo dicho, el contenido y la estructura del diagnóstico hipocrático:

  • Una descriptiva, el conocimiento de la katástasis del caso y de los diversos «modos típicos» (tropói, eidē) a que ella pudiera pertenecer;
  • Otra explicativa, un saber más o menos cierto acerca de la causa y la consistencia «fisiológica» del desorden contemplado;
  • Otra, en fin, predictiva o pronóstica, la conjetura racional de lo que en el futuro inmediato iba a ser del enfermo.

Estudiémoslas sucesivamente.

1. Tanto en la escuela de Cnido como en la de Cos, el diagnóstico era a la vez típico e individual; pero la atención a la individualidad del enfermo fue considerablemente mayor en la segunda. Así lo hace ver, por encima de cualquier otra consideración, el hecho de que fuesen asclepíadas coicos, y a su cabeza el autor de los libros I y III de las Epidemias, quienes inventaron el documento en que mejor se expresa tal orientación de la mente del médico: la historia clínica. Los cuarenta y dos relatos patográficos que contienen esos dos libros surgen en la historia de la medicina como Minerva de la cabeza de Júpiter y reúnen magistralmente las tres más esenciales virtudes del género que ellos inician: la precisión, la concisión y la integridad. Dicen todo lo importante para el recto conocimiento del caso y lo dicen con un rigor, una brevedad y un orden verdaderamente ejemplares. Mientras la observación del paciente sea la regla suprema del diagnóstico médico, siempre suscitará la máxima admiración la lectura de esas cuarenta y dos venerables historias clínicas.

Entre la historia clínica hipocrática y la actual hay analogías y diferencias. Las analogías saltarán a la vista de cualquier lector médico. Las diferencias -no contando las que ha traído consigo el ulterior desarrollo de la medicina- pueden ser reducidas a las cuatro siguientes:

  1. La escasez de los antecedentes patológicos consignados;
  2. La falta de una escueta delimitación entre ellos y el status praesens;
  3. La no diferenciación entre los síntomas «subjetivos» y los hallazgos «objetivos» del médico;
  4. La escasez de los datos acerca del tratamiento.

Se diría, en relación con la primera, que el descriptor sólo consigna lo que a sus ojos es muy importante; y respecto de la cuarta, que el patógrafo omite las prescripciones terapéuticas de rutina, y sólo menciona las que, por una razón o por otra, se apartaban de ella. La visión antigua de la realidad humana -en la cual no existe la tajante distinción moderna entre «lo subjetivo» y «lo objetivo»- explicaría, desde su fundamento mismo, la tercera de esas diferencias.

Insistimos: las historias clínicas de Epidemias I y III revelan la exigencia de un diagnóstico médico rigurosamente individualizado; y un examen detenido de ellas y, en general, de los escritos coicos que les sirven de contexto, permite descubrir los varios aspectos de la realidad del enfermo y los distintos recursos exploratorios que hacían patente al médico tal individualidad: la atención al orden temporal y a la intensidad de los síntomas, el juicio pronóstico acerca del paciente en cuestión, la participación del enfermo en el saber diagnóstico, según el nivel de su educación, la variable relación entre el proceso morboso observado y el ambiente físico y social en que tal enfermedad había surgido.

Vasos de perfume. Parte superior (Pág. 101b)

Vasos de perfume. Parte inferior (Pág. 101b)

Vaso de perfume que presenta una consulta médica en tiempos de Hipócrates:
En la parte superior un joven médico practica una sangría.
En la inferior, un enano servidor del médico recibe el pago del paciente por el servicio prestado.
Museo del Louvre, París

A la vez que individual, el diagnóstico hipocrático era, como hemos dicho, tipificador. Así lo demuestra, en lo tocante a la escuela de Cos, el frecuente empleo de nombres de «enfermedades», esto es, de «modos típicos» (trópoi, eidē) de enfermar: causón (kausos), tisis (phthísis), frenitis (phrenítis), erisipela (erisipelas), «neumonía» (peripneumoníe), «fiebre terciana», etc. Pero esa tendencia a la ordenación tipificadora sube de punto, hasta hacerse desmedida, entre los médicos de Cnido, los cuales distinguen siete enfermedades de la bilis, doce de la vejiga, cuatro de los riñones, cuatro modos de la estranguria, tres formas del tétanos, cuatro de la ictericia, tres de la tisis, y así sucesivamente; distinciones en las cuales las diferencias son muchas veces harto más nominales que reales. Lo cual debe reconocerse, claro está, pero sin desconocer, por otra parte, el importante papel que estas descripciones tipificadoras de la escuela de Cnido han tenido en la iniciación de la nosografía poshipocrática de Areteo y Galeno.

Cos y Cnido, en suma, se distinguen y se complementan entre sí. Reduciendo la realidad histórica a esquema, cabría decir que el médico de Cos procede cognoscitivamente del «caso» al «tipo» (basta leer atentamente el texto de las katastáseis o «constituciones epidémicas» que sirven de marco a las historias clínicas de Epidemias I y III), y que la mente del médico de Cnido se mueve del «tipo» al «caso»; así lo muestran las fugaces y veladas alusiones a «tales» o «cuales» enfermos en las descripciones nosográficas de los escritos de esta escuela, como Afecciones internas y Enfermedades I y III.

2. Por una esencial exigencia de la mente humana, toda descripción es a la vez, en alguna medida, explicación. En una u otra cuantía, las descripciones dicen siempre lo que la realidad descrita «es» para su autor. Cuando el autor de una historia clínica habla de «esputos cocidos», ¿no está acaso «explicando» su modo de entender lo que describe?

La explicación diagnóstica de los hipocráticos tuvo dos objetivos principales: el mecanismo «fisiológico» de la enfermedad en cuestión -lo que nosotros solemos llamar la patogenia y la fisíopatología del caso- y la determinación etiológica del proceso morboso. Lo dicho al estudiar las ideas nosológicas y los problemas del diagnóstico hace ahora ociosa la consideración del primero. Apoyado en los datos de su exploración, en su saber anatómico, en la doctrina «fisiológica» que profesase (humoral, dinámica o neumática) y, por supuesto, en su capacidad imaginativa, el médico se explicaba a sí mismo y explicaba a los demás, si así lo exigía el trance, lo que a su juicio estaba aconteciendo en el organismo del paciente. A lo cual -también según los esquemas intelectuales y los saberes concretos antes consignados- se añadía el juicio etiológico, la conjetura acerca de la «causa externa» y la «causa dispositiva» que, juntas, habían dado lugar a la enfermedad observada.

3. Atención preferente merece la meta predictiva del diagnóstico hipocrático, el juicio pronóstico. «Punto culminante» de la doctrina de Hipócrates, llama Littré al saber pronóstico de los asclepíadas de Cos; y aunque la actual interpretación del progignōskein de los hipocráticos no coincida con la del gran editor del C. H., el estudio médico y filológico de ese problema (Neuburger, Meyer-Steinegg, Edelstein, Müri, Alexanderson) no ha cesado a lo largo de nuestro siglo.

Al pronóstico se hallan directamente consagrados hasta cuatro escritos del C. H.: Pronóstico, Predicciones I y II, y Prenociones de Cos; pero la preocupación pronostica del médico se expresa ocasionalmente en muchos más. Entendida como conocimiento del pasado, del presente y del futuro, la operación de pronosticar es parte esencial de la medicina hipocrática. ¿En qué forma lo fue? Vamos a dar nuestra respuesta distinguiendo los motivos, el método, los modos y la significación que el saber pronóstico tuvo para los médicos hipocráticos.

Tres motivos distintos, más o menos fundados entre sí, pueden ser distinguidos en la actividad pronostica:

  • Uno de carácter psicológico y social;
  • Otro de orden técnico; y,
  • Otro, religioso y moral.

El médico que pronostica con acierto gana la confianza de sus enfermos, logra fama y prestigio, evita censuras, precave posibles errores. El pronóstico, en suma, instrumento de prestigio social; así lo declaran no pocos textos del C. H. (II, 110-112; IX, 6-10; IV, 252; IX, 238-242). Edelstein, que tuvo el gran acierto de subrayar la indudable importancia de este motivo en el ejercicio del pronóstico, cometió, sin embargo, el error de exagerarla; porque el pronosticar, que no fue sólo un «predecir» (prolegein), mas también un «preconocer» (progignōskein), tuvo además una intención técnica, tanto respecto del diagnóstico propiamente dicho como respecto del tratamiento: el médico capaz de pronosticar «tratará mejor a sus enfermos» (II, 110). Pero por debajo de esos dos motivos había otro, de orden religioso y moral. ¿Podía no tenerlo, cuando la predicción tantas veces expresaba una forzosidad mortal del curso de la enfermedad, una muerte decretada kat'anánkēn por la divina physis? Sólo así es posible entender satisfactoriamente -a nuestro modo de ver- la tan discutida apelación a «lo divino» que aparece en el primer capítulo del Pronóstico.

El método por el cual se obtiene el juicio pronóstico es -pretende ser, más bien- estrictamente técnico: observación y experiencia. «Yo no hago mántica; yo describo los signos por los cuales se puede conjeturar qué enfermos sanarán y cuáles morirán», dice orgullosamente el autor de Predicciones II. Acierte o no, el médico hipocrático pretende obtener así saberes pronósticos válidos «en Libia, en Délos y en Escitia» (II, 190); es decir, pertinentes a la naturaleza humana en cuanto tal.

Lo cual no quiere decir que en el juicio pronóstico no puedan discernirse modos distintos entre sí. En unos casos, por la materia a que ese juicio se refiere (el pasado o el futuro del enfermo, la curación o la muerte); en otros, por el grado de certidumbre de la conclusión (pronósticos terminantes, como el de muerte próxima cuando se observa una facies hippocratica, o predicciones meramente dubitativas o conjeturales). La índole del cuadro sintomático acerca del cual se pronostica, y la mayor o menor seguridad del médico en sí mismo, bien por obra de su carácter, bien porque su experiencia o su mayor reflexión crítica le hayan obligado a ser cauteloso, explicarían esas divergencias en el modo de la predicción.

¿Cuál fue, según todo esto, la significación del pronóstico en la medicina hipocrática? Yo veo en él, ante todo, el propósito, tantas veces fallido, de descubrir regularidades «de hecho» en el curso de la enfermedad; y a través de ésta, en el curso de la naturaleza. Tratábase, en suma, de establecer de una manera razonable -«fisiológica»- la conexión entre un «ahora», un «antes» y un «después», mediante reglas generales de la siguiente estructura formal: «Si el conjunto de los signos que presenta tu enfermo es el que yo ahora describo, tú, médico, podrás decir sin temor a equivocarte que el futuro de ese enfermo será tal o cual». Un remotísimo preludio de la famosa consigna de Augusto Comte: voir pour prévoir et prévoir pour pourvoir. Pero tan ambicioso empeño no era realizable, porque el futuro de la naturaleza puede ser en alguna medida conocido mediante el análisis experimental y el cálculo, mas no por la simple contemplación de su apariencia sensible. De ahí -y también, por supuesto, de la inconsciente entrega del observador a un capcioso mine post hoc, semper post hoc- proceden los abundantes y gruesos errores de hecho que contienen los escritos pronósticos del C. H. Pero no sería justo olvidar que esos graves errores llevaban en su seno el germen de su propia corrección: el principio metódico de la autopsía, la regla de atenerse como supremo métron a la «sensación del cuerpo».

La patología especial

Los hipocráticos no distinguieron expresamente, como nosotros, entre una «patología general» (conocimiento de «la enfermedad») y una «patología especial» (conocimiento de «las enfermedades»); pero esto no hace ilícito el empeño de estudiar la patología especial explícita o implícita en los tratados del C. H.

1. Para esto es ante todo preciso -sin desconocer la diferencia de método y estilo que entre ellas hubo- advertir la transición continua que existe entre las descripciones nosográficas de la escuela de Cos y las de la escuela de Cnido. Las de Cos son de ordinario más cuidadosas y matizadas, más atentas a la totalidad del organismo enfermo, más sobriamente clínicas; las de Cnido, más concisas y secas en la pintura del cuadro sintomático, más atentas al imperativo de «localizar» el daño, más lanzadas a la imaginación de «mecanismos internos» con frecuencia arbitrarios y fantásticos. Pero reconocidas estas no leves diferencias, ¿cómo no ver que unas y otras expresan la incipiente y asistemática «patología especial» de la colección hipocrática?

2. La distinción entre las enfermedades «internas» y las «externas» es frecuente en el C. H., y tal vez tenga su origen, como ha sugerido Kudlien, en la vieja distinción homérica entre las dolencias traumáticas y las no traumáticas. Estudiemos, pues, lo que los escritos de la colección hipocrática nos dicen acerca de unas y otras.

En el conjunto de las enfermedades internas, una diferencia descuella sobre todas las demás: la que existe entre las «agudas» (oxéa nousēmata) y las «crónicas» (polykhronía nousēmata). Aquéllas -«pleuresía, peripneumonía, frenitis, letargo, causón y las que dependen de ellas y en que la fiebre es continua» (II, 232)- son las más funestas, las que exigen mayor discreción en el tratamiento y las que hacen más difícil e inseguro el juicio pronóstico. Estas otras, las crónicas, pueden serlo por su propia naturaleza (la hidropesía, p. ej.), o quedar confirmadas como tales por la acción de afecciones esporádicamente sobrevenidas (esto es lo que aconteció con motivo de la epidemia de tos de Perinto, según Epidemias VII), o proceder de la cronificación de una enfermedad aguda, como el empiema o las fiebres. Ellas son las que más pertinazmente conservan entre el vulgo la condición de «mancha moral» que la mentalidad mítica atribuyó a las enfermedades internas (Kudlien).

El capítulo más importante de las afecciones internas de carácter general es el de las fiebres, susceptibles de distinción ulterior por la peculiaridad de su curso (efímeras, tercianas, cuartanas, quintanas, hemitriteas, acatastáticas, continuas), por el modo de su producción (biliosas, pletóricas, etc.) y por los síntomas ocasionalmente sobreañadidos (fiebres singultosas, tísicas, sudorales, parotídeas, éstas con su bien conocida tendencia a producir la inflamación del testículo -II, 602-, etc.).

Entre las enfermedades del tracto digestivo y del abdomen son mencionadas el noma, el escorbuto, las aftas, las anginas -algunas de cuyas descripciones hacen pensar en la difteria-, las diarreas, la lientería, la disentería y el íleo. Las tumefacciones del hígado y el bazo y las colecciones del pus en el abdomen son mencionadas con frecuencia, así como la hidropesía, de la cual son distinguidas tres especies, la ascitis, el edema y el anasarca.

La neumonía, la pleuritis, la hemoptisis y la tisis son las más importantes de las afecciones torácicas. La secuela más grave de la neumonía y la pleuritis sería el empiema. El hidrotórax (hyderos) puede ser observado en el hombre y en distintos animales domésticos (VII, 224). La tisis pulmonar sería debida a la producción de úlceras o neoformaciones (phymata) en el pulmón.

La litiasis urinaria debió de ser frecuente en la antigua Grecia. Tanto los escritos coicos como los cnidios -éstos sobre todo- nombran y describen las enfermedades del riñón, el absceso renal y las cistitis agudas, especialmente las de los niños y los viejos.

De las enfermedades neurológicas y mentales, las más importantes en el C. H. son el «esfacelo del cerebro», la apoplejía, el letargo, la frenitis, la melancolía y la epilepsia o «enfermedad sagrada». El término «frenitis» (de phrēn, «diafragma») nombra todos los trastornos mentales que se presentan en las enfermedades febriles. La epilepsia es magistralmente descrita e interpretada en el escrito Sobre la enfermedad sagrada, uno de los más importantes de la colección hipocrática. No es una enfermedad especialmente «divina» y tiene su sede en el cerebro. Merece mención especial la «histeria»; pero -como pronto veremos- esta afección tuvo para los hipocráticos un carácter exclusivamente ginecológico. Bajo el nombre de phróntis, «preocupación», la hipocondría es vivazmente descrita en Enfermedades II.

3. Son enfermedades «externas» aquéllas en que tanto los signos como las causas son inmediatamente perceptibles por los sentidos del médico. Entre ellas, las traumáticas (fracturas, luxaciones, heridas) son objeto de los más brillantes tratados clínicos del C. H.: Heridas de la cabeza, Fracturas, Luxaciones. En las fracturas el callo se forma desde la médula ósea, y el tiempo de la curación depende del hueso a que afectan. Son descritas las del húmero (apófisis inferior), radio, cubito, fémur, tibia y peroné, clavícula y maxilar inferior, las de los huesos de la nariz y de las costillas, las vertebrales. Pueden ser simples o complicadas, y éstas se clasifican según haya o no salida de los huesos, supuración o pérdida de fragmentos óseos.

Las luxaciones pueden ser congénitas o adquiridas, completas o incompletas. Son especialmente estudiadas las del húmero, la clavícula, el codo, el fémur, con sus cuatro posibles tipos (hacia abajo, hacia afuera, hacia atrás y hacia dentro), la rodilla, el pie; y tanto la disposición a las recidivas como la producción de seudoartrosis quedan muy agudamente descritas. No es escasa la extensión de los capítulos consagrados a las luxaciones de las vértebras, que podrían ser espontáneas y traumáticas, así como las gibosidades de la columna vertebral, cuya frecuente coincidencia con phymata pulmonares es sagazmente señalada (IV, 180). Son duramente censurados los médicos que diagnostican como fracturas o luxaciones de los cuerpos vertebrales las fracturas de las apófisis espinosas.

El capítulo de la patología especial más ampliamente tratado es -no contando la traumatología- el ginecológico. La disposición de la mujer a enfermar ginecológicamente dependería de su edad, su constitución y su condición de soltera, casada o viuda. En la exploración tuvo papel muy importante el tacto vaginal y uterino, que los médicos cnidios practicaron con verdadero virtuosismo. Entre las enfermedades ginecológicas son mencionadas las úlceras de los labios mayores y menores, las aftas, el flujo blanco, la amenorrea, las desviaciones y desplazamientos del útero, la «hidropesía» y el «cáncer» de la matriz. Para el lector actual, las páginas de los tratados ginecológicos del C. H. más sugestivas son las consagradas exclusivamente a la histeria, así llamada (hystéra, matriz) por suponerse debidos sus diversos síntomas a los más variados desplazamientos del útero en el interior del cuerpo de la paciente.

Miniatura de manuscrito bizantino (Pág. 104a)

Miniatura de un manuscrito bizantino del s. IX de los Comentarios de Apolonio de Citio al «Perì Arthrōn» de Hipócrates
Biblioteca Nacional, Bolonia

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Merecen alguna atención las noticias contenidas en el C. H. acerca de las enfermedades de los ojos. Las de carácter inflamatorio (conjuntivitis, en primer término) eran atribuidas a un descenso morboso de la pituita desde el cerebro a los ojos. Los trastornos de la visión, al enturbiamiento del humor que, también procedente del cerebro, hace que los ojos vean (VI, 280).

Naturalmente, las heridas son nombradas con gran frecuencia. El tratado consagrado a las de la cabeza es, por su vigor y riqueza de datos, uno de los mejores de la colección. Las heridas curan sin previa supuración o con ella. Las hernias pueden formarse en el ombligo, en el pubis o en las ingles. Son objeto de sendos trataditos especiales las hemorroides (causadas, se piensa, por un depósito anómalo de pituita o de bilis en las venas del recto) y las fístulas, cuya gravedad depende de la condición blanda o dura de la región en que se presentan (V, 698) y cuya profundidad debe ser explorada con un tallo verde de ajo (VI, 448).

Tratamiento hipocrático

El acto médico por excelencia es el tratamiento; él es la «obra» (érgon) que hace de su actividad una tékhnē, la meta en que culmina la cooperación de su inteligencia y sus manos. El C. H. designa la acción terapéutica con distintas palabras: con su etimología, unas subrayan lo que esa acción tiene de ayuda o restablecimiento (iēsis, ákesis); otras, de un sentido originariamente jurídico y militar (timōriē, boētheíē), aluden a lo que en aquélla hay de «reparación» de un desorden; otras, las derivadas de kheír, «mano» (enkheiréein, epikheirein), muestran, como el alemán Behandlung y el inglés management, la importancia del «manejo» técnico del enfermo. Pero la más influyente en la posteridad ha sido therapeia, cuidado y solicitud de lo que vale mucho, en definitiva, de lo sagrado. Atender médicamente a un enfermo, actuar respecto de él como iatēr o iatrós sería, en definitiva, res sacra.

Estudiemos metódicamente cómo los hipocráticos entendieron esta actividad.

Terapéutica general

Varias son las cuestiones que plantea la visión hipocrática de la ayuda al enfermo:

  • Los motivos del acto terapéutico;
  • La teoría hipocrática de la curación;
  • Las metas del tratamiento;
  • Sus principios;
  • Sus reglas;
  • Los recursos del terapeuta.

1. ¿Qué motivos impulsaban al médico hipocrático a ver y tratar a sus enfermos? En cuanto profesional de la medicina, ese hombre intenta conseguir lucro y prestigio. En cuanto verdadero médico -en cuanto hombre que siente en su alma el amor a su arte, la philotekhníē-, siente y piensa, en cambio, que el más noble y hondo de los motivos que le impulsan es el amor al hombre en cuanto tal, la philanthrōpíē. La philía, que para un griego ilustrado no podía ser sino amor a la naturaleza universal, en cuanto que realizada en la individual naturaleza de cada hombre (tal es la raíz de la teoría platónica y aristotélica de la amistad), sería el último fundamento de la asistencia médica; y como completando, desde el punto de vista del paciente, esa manera de ver las cosas, dirá Platón: «El enfermo es amigo del médico -por tanto, confía en él, se entrega a él- a causa de su enfermedad» (Lisis, 217 a). No es extraño que la imaginación mítica de los griegos atribuyese a un dios la invención de la medicina.

2. Fin principal de la medicina es procurar la salud del enfermo (IV, 312). Ahora bien: ¿en qué consiste la curación? Para los hipocráticos, el proceso de ésta tendría un protagonista, la physis, y dos ministros o auxiliares, el médico y el enfermo: la naturaleza es la que «sana» y el médico el que «cura», aunque a veces la divina physis mate en lugar de sanar y haga así lo que a su soberano orden conviene. «Las naturalezas son los médicos de las enfermedades... Bien instruida por sí misma, la naturaleza sin aprendizaje, hace lo que ella debe hacer» (V, 314).

En ocasiones, la physis sana su propio desorden de una manera automática, por sí misma; en tales casos es ocioso el arte. Pero junto a las curaciones espontáneas están las que no se producirían sin la ayuda del médico, y tal es la razón de ser de la medicina, cuando ésta actúa gobernando al azar mediante el conocimiento del «por qué» (VI, 10). Ayudando a que la naturaleza haga lo que por sí misma no podría hacer, el médico es servidor de ella siendo servidor de su arte. «Je le pansay et Dieu le guarist», dirá Ambrosio Paré, desde su visión cristiana del mundo; «Yo traté con mi arte la physis del enfermo, y ella sano», hubiese dicho un hipocrático. La expresión vis naturae medicatrix -tal vez renacentista- no figura como tal en el C. H., pero expresa bien su pensamiento. La naturaleza sana; y lo hace poniendo en juego los mecanismos de su actividad normal o, a lo sumo, forzándolos un poco (pépsis, apókrisis, etc.).

Pero el médico no está ni debe estar solo en este empeño; necesita la colaboración del enfermo (II, 636), tanto con la robustez de la physis de éste, como con su obediencia al médico (IV, 458) y con la inteligencia que tal obediencia requiere, si ha de ser realmente eficaz (IX, 14-16).

El médico, cuya misión consiste en «salvar a la naturaleza sin cambiarla» (IX, 264), ofrece a la physis, en definitiva, la «reparación» o «indemnización» que por su dignidad soberana ella exige, y lo hace bajo forma de cuidado servicial o therapeia. Algo muy profundo en la medicina hipocrática seguía arraigándola en la vieja concepción religioso-jurídica del cosmos.

3. Cuatro fueron, para los hipocráticos, las metas principales de la medicina: la salvación (en primer lugar, de la humanidad, que sin la medicina hubiese sucumbido; en segundo término, de los enfermos, muchos de los cuales, mediante el arte de curar, pueden ser salvados de la muerte), la salud (que según los casos puede ser «completa» o «suficiente»), el alivio de las dolencias y el visible decoro del enfermo. La decorosa apariencia del hombre (euskhēmosynē) sería, en efecto, uno de los fines del tratamiento médico (IX, 258). Para un griego -no lo olvidemos-, lo bello, lo bueno, lo justo y lo recto tenían una raíz común.

4. Para conseguir la curación, ¿qué principios debían informar el tratamiento? Fundamentalmente, estos tres:

  1. «Favorecer o no perjudicar» (II, 634-636); primum non nocere, dirán luego los hipocratistas latinizados. Con su tratamiento, el hipocrático quiere ante todo ser útil sin daño;
  2. Abstenerse de lo imposible. Frente a lo que acaece por necesidad forzosa, kat'anánkēn, el primer deber es no hacer nada (VI, 4). En este imperativo de la abstención, frecuentemente formulado en el C. H., se aunaban tres motivos: uno religioso, el acatamiento de un decreto de la divina physis; otro técnico y humanitario, la evitación al enfermo de molestias inútiles (VII, 148); otro, en fin, social, el cuidado del propio prestigio profesional, cuya merma era más que probable con la muerte o la incurabilidad del enfermo. La personal actitud del médico ante el pronóstico -recuérdese lo dicho- y su estimación de la propia técnica decidían en cada caso el momento y el modo de cumplir este imperativo de la abstención terapéutica;
  3. Atacar la causa del daño. Por una esencial exigencia de su condición «técnica», el tratamiento hipocrático debía ser -en su intención, al menos- etiológico, causal. «Es preciso dirigir el tratamiento contra la causa de la enfermedad» (VI, 54); el médico debe siempre actuar «contra la causa y contra el principio de la causa» (V, 126). Fuese cual fuese su éxito en la práctica del mismo, a los médicos hipocráticos se debe la formulación de este principio de la acción terapéutica, sin duda el más alto y permanente de cuantos la rigen.

Estatua de Auriga de Delfos (Pág. 105b)

Una de las obras cumbres del arte griego del s. V a. C. el llamado Auriga de Delfos.
Museo de Delfos

5. Estos tres principios fundamentales del tratamiento se concretaron en varias reglas terapéuticas. He aquí las principales:

  1. El tratamiento por los contrarios. El método terapéutico que más tarde llamarán «antipatía» es el más frecuentemente afirmado en los escritos del C. H. (VI, 92; VI, 54; V, 284; IV, 476, etc.). Erraría, sin embargo, quien identificase el hipocratismo con la antipatía y la alopatía. Aunque sin el menor dogmatismo, y en un sentido que sólo en parte coincide con el de Hahnemann, tres de sus escritos afirman con claridad la homeopatía, el principio terapéutico del similia similibus (V, 276-278; VI, 394; VI, 330-336). Arraigada en viejas concepciones míticas acerca de la acción de «lo semejante» (G. W. Müller, L. Gil), la homeopatía se halla netamente afirmada en el C. H.;
  2. El mandamiento de la prudencia. «Lo nuevo, cuya utilidad no se conoce, suele ser más alabado que lo tradicional, cuya utilidad se conoce» (III, 414). De un modo temeroso o de un modo animoso, el terapeuta hipocrático fue y quiso ser prudente;
  3. La regla del bien hacer: «Hacer lo debido y hacerlo bellamente», según la fórmula de Sobre las úlceras. O esta otra, no menos hermosa: «Hágase bella y rectamente lo que así haya que hacer; y con rapidez, lo que deba ser rápido; y con limpieza, lo que debe ser limpio; y con el menor dolor posible, lo que debe ser hecho sin dolor» (II, 230-232);
  4. La educación del paciente en tanto que paciente. El médico debe enseñar al enfermo a serlo del mejor modo posible, y no poco ayuda a ello la práctica de complacer los gustos de éste, en cuanto su bien lo consienta (V, 308; VI, 254);
  5. La individualización y la oportunidad del tratamiento. En cuanto técnica, la regla terapéutica es en principio general; pero su aplicación recae siempre sobre un individuo determinado y en un determinado momento del proceso morboso. El médico, por tanto, debe tener en cuenta en sus tratamientos -aparte la índole de la enfermedad-, la constitución del enfermo, la estación, la edad (VI, 54) y, por supuesto, la oportunidad (kairós) en que él interviene. Hay que tratar, por supuesto, la parte afecta, pero sin olvidar «el todo del cuerpo». Esta regla de la medicina hipocrática, tan expresamente alabada por Platón, no obstante sus ulteriores reservas frente al proceder terapéutico de los médicos griegos (Cármides, 156 b-c), es reiteradamente enunciada en los escritos del C. H. Y no menos lo es la regla del kairós. Hay saberes -como el del que sabe leer, que lee con igual facilidad en cualquier ocasión- en que no es necesario el atenimiento al kairós; pero no es éste el caso de la medicina, porque con la ocasión cambia en ella lo que para curar debe hacerse (VI, 330). De ahí la dificultad del arte del médico, porque la ocasión es fugaz -recuérdese el primero y más famoso de los Aforismos: «Ars longa, vita brevis, occasio praeceps...»-, y de ahí también el hecho de que la medicina, que como saber científico tiene su «principio» en el conocimiento de la physis del cuerpo, carezca de un verdadero «principio» en cuanto actividad terapéutica (VI, 156). Por esencia, la regla terapéutica sería menos segura que el conocimiento «fisiológico».

6. Orientado por estos principios y estas reglas, el hipocrático aplicaba sus recursos terapéuticos. Desde Celso es un tópico agrupar éstos en tres grandes grupos:

  • Dietética;
  • Farmacoterapia; y,
  • Cirugía.

Pero nosotros entendemos que esta tradicional y certera ordenación quedaría incompleta sin añadir a esos tres capítulos otro, menos considerado hasta ahora:

La psicoterapia.

Dietética

La dietética nació en el mundo griego -bien dentro del círculo pitagórico (Joly), bien anteriormente a él (Kudlien)- al servicio de una intención religiosa ritual; pero muy pronto, desprovista ya de este carácter y convertida en regla del sano vivir, se difundió por toda Grecia. No debió de ser escasa la parte que en tal difusión tuvo Heródico de Selimbria, según lo que de él nos dicen Platón y el Anónimo Londinense. En el seno de este alto prestigio inicial de la diaita fueron compuestos los varios escritos del C. H. (La dieta en las enfermedades agudas, Sobre la dieta, La dieta salubre, La medicina antigua) que se ocupan de este tema concreto.

1. Entendida la díaita como régimen de vida, el general prestigio de la dietética en la antigua Hélade tuvo dos motivos principales: la convicción de que los nómoi -los usos de la vida social- son capaces de modificar la naturaleza del hombre y la concepción microcósmica de esta naturaleza. Integran la díaita, según esto, la alimentación, los ejercicios, la actividad profesional, la peculiaridad del país y las costumbres sociales. En todos estos motivos pensaba el médico para establecer un régimen de vida; pero en la elección de cada regla concreta pesaba, como ha mostrado Joly, tanto la experiencia de la vida ordinaria como el a priori de ciertas convicciones populares: la carne de las aves es más «seca» que la de los cuadrúpedos, los sesos son más «fuertes» como alimento porque son partes más nobles, etc.

2. En cuanto recurso terapéutico, ¿qué sentido tiene la dietética en el C. H.? Dos casos típicos hay que distinguir: aquellos en que la diaita era todo el tratamiento, y aquellos otros en que constituía el lecho de un tratamiento más enérgico, medicamentoso o quirúrgico. En las enfermedades agudas no muy graves, bastaría la decocción de cebada (ptisanē) para la curación del enfermo; sólo en las dolencias graves y complicadas -y, por supuesto, en las crónicas- serían necesarios remedios extradietéticos (II, 244 ss.). Esta es una de las razones por las que son vituperados los autores de las Sentencias cnidias; los cuales, salvo en las enfermedades agudas, se habrían limitado a prescribir purgantes, suero lácteo y leche (II, 226). Durante veinticuatro siglos han tenido vigencia las ingenuas reglas dietéticas -decocción de cebada, hidromel, oximel, vino en pequeñas dosis- de Sobre la dieta en las enfermedades agudas; pero hasta bien entrado el siglo XIX, ¿sabían hacer algo más prudente los mejores médicos?

3. Junto a la dietética para enfermos floreció (Sobre la dieta, La dieta salubre) la dietética para sanos: el «gran descubrimiento» de que blasona el autor del primero de esos dos escritos. Con la cautelosa actitud mental del hombre a quien la sofística ha enseñado que los nómoi pueden colaborar con la physis u oponerse a ella, pero también con la pedantería del arbitrista seguro de sí mismo, el tal autor enseña que un recto equilibrio entre los alimentos (en definitiva, el agua) y los movimientos (en definitiva, el fuego) no sólo sirve para conservar la salud, mas también para mejorar la condición natural del hombre: «Con un régimen adecuado, las almas pueden hacerse más inteligentes y penetrantes de lo que por naturaleza eran» (VI, 514 y 522). Sólo las cualidades morales -dependientes, según nuestro autor, de la naturaleza de los canalículos por los que el alma circula- serían inmodificables por la diaita. Su utopía progresista se refiere a la perfección de la inteligencia del hombre, no a la de su moralidad.

Farmacoterapia

Dejemos ahora intacta la cuestión de si la noción de phármakon tuvo o no tuvo siempre, dentro del mundo homérico, un carácter mágico. Limitémonos a consignar que en el siglo V -esto es, cuando el concepto de phármakon, con su doble acepción de medicamento y veneno, se constituye en la medicina hipocrática- el término posee en la literatura griega tres sentidos principales: uno estrictamente médico, otro netamente mágico (recurso para hechizar) y otro, en fin, mágico en un sentido especial, catártico (los pharmakoí como «chivos expiatorios»). Sobre este abigarrado fondo semántico se constituye la doctrina hipocrática del fármaco, que vamos a exponer a continuación.

1. Convertida en término técnico -libre, por tanto, de toda significación mágica-, la palabra phármakon es usada en el C. H. según tres acepciones cardinales: como sustancia exterior al cuerpo, capaz de producir sobre éste una modificación favorable o desfavorable (indistinción entre fármaco y alimento: VII, 552; I, 598, etcétera); como agente modificador distinto del alimento (VI, 340), y, por antonomasia, como medicamento purgante, bien «por arriba» (eméticos), bien «por abajo» (purgantes stricto sensu). ¿Es posible, en estos dos últimos casos, discernir en el C. H. alguna doctrina general acerca de su acción? Sólo hasta cierto punto. Veámoslo examinando algunas cuestiones fundamentales.

  1. Relación entre la curación espontánea y la curación medicamentosa. En aquélla, la materia pecante es destruida por obra de una «violencia» nacida en el propio cuerpo; en esta otra, la physis del enfermo es «forzada» desde fuera de ella (VI, 326). Lo cual quiere decir que habrá médicos en quienes domine la confianza en la espontaneidad de la naturaleza (V, 426; II, 508; V, 276) y médicos en quienes prevalezca la confianza en la virtualidad del arte (VI, 336-340).
  2. El mecanismo de acción de los fármacos. Estos actúan por su propia dynamis; pero el modo según el cual ésta se actualiza es a veces entendido como «agitación» (tarássein) y otras como «atracción» (hélkein), y en ambos casos de un modo más bien cuantitativo o más bien cualitativo (calentamiento, carácter dulce, salado o graso, etc.).
  3. Polivalencia y sobredeterminación de la acción farmacológica. En su agudo examen de la medicina cnidia, Joly ha distinguido dos actitudes mentales igualmente viciosas y precientíficas: la «polivalencia» (un mismo agente podría producir varios efectos muy distintos entre sí) y la «sobredeterminación» (para que un agente sea eficaz, es preciso que posea caracteres arbitrariamente sobreañadidos; por ejemplo, que la leche sea de una vaca negra). La noción de «especificidad» falta o es muy laxa en el C. H.; el modo de la acción dependería de la individualidad de la physis del enfermo, de la estación, del kairós, etc. Tal vez influyese en este modo de pensar la ya mencionada distinción entre la aitía o causa en general (la dynamis propia del medicamento) y la próphasis o causa inmediata (las condiciones concretas de la actuación de éste).

2. Relación entre el phármakon, en el sentido de purgante, y la purgación o purificación (kátharsis) con él producida. Desde un punto de vista puramente médico, es posible distinguir la actitud terapéutica de los cnidios, tan dados al uso y al abuso de los purgantes, de la más prudente y mesurada actitud de los terapeutas coicos. Desde un punto de vista histórico-cultural, es interesante advertir, con Temkin y Artelt, la existencia de una transición continua entre la kátharsis ritual y mágica de los tiempos arcaicos (las ceremonias de lustración de individuos o ciudades; el pharmakós o «chivo expiatorio» de las fiestas targelias) y la kátharsis o purgación medicamentosa (ya no mágica, sino técnica) de los escritos del C. H.: la sanadora eliminación de una materia a la que, por obra de ese remoto origen ritual, todavía seguimos llamando «pecante». Recuérdese lo ya dicho acerca de los términos lyma (canto I de la Ilíada) y miasma (Edipo Rey).

3. Origen y sentido de la farmacopea hipocrática. ¿Cómo llegó a la mente de los hipocráticos la idea de emplear los numerosos fármacos que sus escritos mencionan? ¿Sólo por obra de la experiencia propia y a través de la importación de remedios usados en otros ámbitos culturales, como Egipto, Etiopía o la India? No es posible dar una respuesta suficiente. Parece indudable que los hipocráticos heredaron ciertos remedios de la medicina empírica o mágica anterior a ellos (p. ej., el eléboro o melampódion) e importaron otros, merced a las múltiples relaciones comerciales de las ciudades jonias. Pero después de los ingeniosos apuntes de Joly -que ha tenido el acierto de aplicar a este tema el «psicoanálisis» de Bachelard- parece indudable que en no pocos casos cedieron a la influencia sugestiva de diversas convicciones populares: el prestigio del exotismo, el de la vida, el del olor, el de la digestión, etc. He aquí un sugestivo campo de investigación todavía no agotado: la conexión entre la medicina hipocrática y el «inconsciente colectivo» del pueblo griego.

4. Sería inútil buscar en el C. H. una clasificación sistemática de los fármacos por su preparación o por su operación; hay a lo sumo atisbos de ella. Son distinguidos los «medicamentos en poción» y los «medicamentos para las heridas» (VI, 254); menciónanse también las píldoras, los clísteres, las pomadas, las epítimas, los eclegmas, las fumigaciones, los pesarios. De uno u otro modo administrada, la medicación trataba de obtener efectos purgantes, eméticos, astringentes, diuréticos, narcóticos, emolientes, diaforéticos, etc.; y el buen médico, además de conservar en su memoria el elenco de los diversos fármacos y de sus «cualidades simples», debía disponer de una pequeña farmacia y saber preparar por sí mismo sus remedios (IX, 238). Hasta la aparición de las oficinas de farmacia, tal será la regla.

Psicoterapia

La reflexión y la práctica de los sofistas (Gorgias, Antifonte) acerca de la acción psicológica de la palabra y -sobre todo- el conjunto de las ideas platónicas (Cármides, Leyes) en torno a la sugestión verbal y a su metódica asociación con la terapéutica farmacológica, crearon la posibilidad de que los médicos hipocráticos edificaran, de un modo más o menos sistemático, una psicoterapia práctica; pero tal posibilidad sólo en muy escasa medida fue utilizada. En primer lugar, porque del «ensalmo verbal» (epōdē) conocieron su empleo mágico -tan justa y enérgicamente vituperado por el autor de Sobre la enfermedad sagrada- y no la sutil racionalización que de esa palabra elaboró el genio de Platón; en segundo, tal vez, por el, aunque tan fecundo, exagerado somaticismo que el propio Platón les echa en cara en una conocida página del Cármides.

No quiere esto decir que los hipocráticos desconocieran la actividad terapéutica que nosotros llamamos «psicoterapia». El médico -dice el autor de Sobre la decencia- procederá en todo «con calma, con habilidad, ocultando al enfermo, mientras actúa, la mayor parte de las cosas, exhortándole con alegría y serenidad... y ya reprendiéndole con vigor apacible, ya consolándole con atención y buena voluntad». No menos significativo es un texto de Epidemias II: «[...] excitar los movimientos del ánimo, las alegrías, los temores y otros sentimientos semejantes; si el estado del enfermo se halla complicado con una enfermedad del resto del cuerpo, se le tratará; si no, con esto basta». O uno de Sobre la dieta, en el cual, en ciertos casos de preocupación anormal, se aconseja «orientar el alma hacia los espectáculos teatrales, sobre todo hacia los que hacen reír; o si no, hacia los que más complazcan».

El médico hipocrático advirtió la importancia de una psicoterapia general o básica, enderezada a mejorar el ánimo y la confianza del enfermo, y conoció la influencia de la vida psíquica sobre el cuerpo. Pero por las razones antes indicadas, no pasó de ahí, confió demasiado poco en el efecto de la sugestión (VI, 10-12; IX, 14-16, 232, 250-252) y, en definitiva, no supo aprovechar técnicamente los hallazgos logoterápicos de los sofistas y de Platón.

Cirugía

Durante la época hipocrática no hubo cirujanos puros, médicos especialistas en cirugía. Pero a la práctica quirúrgica se halla consagrada una parte considerable de los escritos del C. H. -Oficina del médico, Fracturas, Articulaciones, Sobre la palanca, Heridas de la cabeza, Úlceras, Hemorroides, Fístulas- y más de un fragmento entre los que poseen un carácter médico general. Es tradicional afirmar, desde Galeno, que dos de los más importantes de esos escritos -Fracturas y Articulaciones- proceden de una sola pluma, verosímilmente la del propio Hipócrates de Cos. Opúsose a esta idea, con finos argumentos de contenido, Edelstein; pero la investigación filológica ulterior al trabajo de éste (Deichgräber, Bourgey, Knutzen) ha seguido considerando posible, e incluso probable, la atribución de varios tratados quirúrgicos a la persona de Hipócrates. Sin entrar en la polémica, nosotros estudiaremos sucesivamente la «mentalidad quirúrgica» de los médicos hipocráticos y la concreta realidad de su cirugía.

Ilustraciones sobre la reducción   de   luxaciones   mediante   aparatos (Pág. 108 a/b)

Reducción de luxaciones mediante aparatos.
En la extrema derecha está ilustrado el famoso «banco de Hipócrates» que aún se usaba en el siglo XIX.
Biblioteca Laurenziana, Florencia

1. Desde que la medicina se constituye como técnica, dos mentalidades complementarias -y en parte contrapuestas- surgen en ella; una que podemos llamar «internista», más doctoral, si vale decirlo así, y otra «quirúrgica», más operativa. Tres son, a mi modo de ver, las principales manifestaciones de la mentalidad quirúrgica de los hipocráticos: la especial valoración del ojo y de la mano en la práctica de la medicina, la fortaleza del ánimo terapéutico y la manera, en cierto modo característica, de planear y tratar el problema del prestigio social del médico.

La esencial pertenencia de la mano a la técnica del médico y el elogio de la destreza manual son -recuérdese- motivos constantes en el C. H. Tratar a un enfermo, cualquiera que sea el modo de hacerlo, es enkheiréein, «poner las manos» sobre él (VI, 4). Con no menor frecuencia es afirmada la importancia de la visión para el médico. Pero el médico no puede ser cirujano de raza, buen cirujano, si en él no opera el hábito de atenerse con especial energía a lo que en el cuerpo del enfermo se ve y se toca. Así lo hacen los autores de los escritos quirúrgicos, y esa es la intención con que, desde el centro mismo de esa mentalidad, dice lapidariamente el tratadista de Sobre la palanca: «Ojos, no palabras». El autor de Sobre las ventosidades, un médico de mentalidad «internista», hará distingos respecto del alcance que en medicina tiene el empleo de la mano. A cien leguas de esos reparos, los escritos quirúrgicos ponderarán sin reserva, una y otra vez, la excelencia de la destreza manual del médico (VI, 158; III, 288; III, 426). Se trata, por supuesto, de diferencias de matiz, porque el cirujano hipocrático en modo alguno desconoce la primacía de la inteligencia (III, 228 y 214; IV, 104); pero esas diferencias son reveladoras de una mentalidad peculiar. Nunca como en los escritos quirúrgicos es el hipocrático un médico «de ojos y manos», y no carece de sentido que sea en uno de ellos donde se sugiere que toda enfermedad, hasta las internas e invisibles, es hélkos, «úlcera».

Algo semejante debe decirse respecto de la fortaleza del ánimo terapéutico. En los escritos quirúrgicos es donde más claramente prevalece el doble mandamiento de «favorecer» y «actuar», y no parece un azar que en muchos casos el verbo iētreuein, «medicar», tenga la estricta significación de «tratar quirúrgicamente», como si fuese en tal ocasión cuando el iatrós, el médico, es más fiel al nombre de su propio oficio. Análoga es en algún sentido la impresión del lector del C. H. acerca de la actitud del cirujano ante el prestigio social. Todos los hipocráticos sintieron con la mayor viveza este incentivo; pero donde el tema de la sed de prestigio aparece con más energía -a veces para tratar con ironía despectiva o sarcástica a los médicos que ceden a ella- es sin duda en los escritos quirúrgicos. Considerando la mayor espectacularidad y el mayor dramatismo que llevan consigo las curas quirúrgicas, no es exagerado decir que el cirujano se mueve, como diría Hegel, «en el elemento de la fama», y esto con dos posibles y contrapuestos resultados: el cultivo jactancioso de la ostentación y el aparato, por un lado, y un sobrio atenimiento a los procedimientos terapéuticos más eficaces y sencillos, por otro. Los cirujanos del C. H. -ambiciosos también de la buena fama, pero de un modo más severo y exigente- eligieron de ordinario la segunda vía, y de ahí el irónico sarcasmo de las palabras con que vituperan a quienes practican la cirugía como halagadores del gran público.

2. Veamos ahora en su contenido concreto la práctica quirúrgica de los asclepíadas hipocráticos. Esa práctica tenía como escenario la oficina del médico (iatreion) y fue principalmente restauradora (heridas y úlceras, fístulas, fracturas y luxaciones) y evacuante (abscesos, empiemas, trepanación, nefrostomía). Amputaciones propiamente dichas no fueron practicadas. A título de muestra, he aquí, en conciso apunte, algunos de los capítulos principales del saber quirúrgico del C. H.:

a) Heridas de la cabeza: Son descritas varias formas clínicas (trópoi): la fractura simple, la contusión sin solución de continuidad y sin hundimiento, la fractura con hundimiento, la hedra o lesión inmediatamente producida por el instrumento vulnerante, acompañada de fractura y contusión o exenta de ellas, y la fractura por contragolpe. La exploración de tales heridas es minuciosamente descrita, así como la técnica de la trepanación y sus distintas indicaciones.

b) Entre las luxaciones, mencionaremos en especial la del húmero y la de la cadera:

La luxación escápulo-humeral -que según Sobre las articulaciones se produce siempre «hacia la axila», esto es, hacia abajo- podría ser reducida de seis modos distintos: con la mano, imitando lo que por sí mismos suelen hacer los sujetos afectos de luxación recidivante; con el talón; con el hombro; con el bastón embolado (hyperon): con la espaldera o escala (klimákion); con una tabla tallada (ambē), que nuestro autor describe minuciosamente. Y acaba este capítulo con una frase bien reveladora del «ánimo terapéutico» a que antes nos referimos: «Es preciso en todo momento saber servirse de lo que se tenga más a mano».

La luxación de la cadera -muy ampliamente estudiada en Sobre las articulaciones- suscitó en la Antigüedad una famosa polémica: si tal luxación se reproduce siempre, por lo cual sería inútil reducirla (Ctesias), o si es posible curarla definitivamente (Hipócrates). Sea o no este último el autor del mencionado escrito, en él se describe el aparato que más tarde llamarán «banco de Hipócrates», el instrumento más eficaz para tal fin hasta bien entrado el siglo XIX. «Con estas máquinas y estas fuerzas -termina diciendo el texto-, no parece que deba fracasar la reducción de ninguna articulación».

c) En su clásico estudio sobre la cirugía de Hipócrates, Pétrequin, con la óptica de un cirujano de 1877, puso de relieve una multitud de saberes y de técnicas del C. H. que podían competir con los saberes y las técnicas de su época: la reducción de las luxaciones de la mandíbula por el procedimiento en tres tiempos; la invención del speculum ani y del speculum uteri; el tratamiento de las hemorroides mediante cáusticos; las inyecciones intrauterinas; la descripción de luxaciones congénitas de las más diversas articulaciones; la introducción de las férulas, la extensión continua y la compresión metódica en el tratamiento de las fracturas; el diagnóstico correcto de la luxación acromial de la clavícula; el preciso conocimiento del pie equino; la doctrina acerca de las causas que hacen recidivantes las luxaciones del hombro, y tantas más.

«En ninguna parte un autor hipocrático, el mismo Hipócrates, probablemente, se coloca tan cerca de la verdadera ciencia», dice el exigente Joly. «Una joya de la literatura griega», llamó Kühlewein a los escritos quirúrgicos del C. H. «En sus escritos quirúrgicos, el C. H. se levanta a una altura que ninguna obra médica de la posteridad ha superado, y tal vez no ha alcanzado nunca», escribirá el cirujano Bier. «Estilística y médicamente, lo mejor, con mucho, de lo conservado en el C. H.», afirma de ellos Knutzen. Frente a la tan desigual colección hipocrática, en ningún punto ha sido tan unánime el parecer de los médicos y los filólogos.

Medicina social y ética médica

Hasta ahora hemos estudiado la medicina hipocrática como la relación entre un técnico en el arte de curar y el enfermo que necesita de su ayuda. Vamos a estudiar en este apartado lo que ese técnico fue y lo que en su práctica hizo por el hecho de pertenecer a una determinada realidad política y social: la pólis griega de los siglos V y IV. Nuestro estudio se agrupará en torno a estos títulos:

  • La medicina social; y,
  • La ética médica.

Medicina social

La práctica médica es por esencia social. Así lo vieron los griegos, que ya en la época homérica llamaron al médico dēmioergós, «trabajador para el pueblo». Examinemos la condición social del hipocrático a través de dos cuestiones:

  • El médico en la pólis; y,
  • La asistencia en ella al enfermo.

1. Dos niveles -entre ellos, cuantas transiciones se quiera- deben distinguirse en la situación del médico hipocrático:

  • El autor de tratados; y,
  • El simple práctico ambulante.

Aquél se siente capaz de discutir con Empédocles o con Meliso, está al corriente de las novedades intelectuales, trata como amigos o como clientes a los ciudadanos más ricos y distinguidos. En el Protágoras, Platón compara a Hipócrates, en cuanto médico, con Policleto y Fidias, en cuanto escultores; en el Banquete, el médico Erixímaco es miembro de la «high life» ateniense. Tal es el nivel social -valga este ejemplo- de los autores de Sobre la medicina antigua, Sobre el arte y Sobre la dieta. Tres rasgos principales les caracterizan:

  1. La posesión de una clara y firme conciencia histórica respecto de su condición de médicos. Rompiendo con el mito, que afirmaba el origen divino de las «artes» (mitos de Prometeo y del centauro Quirón), estos hombres saben dar una explicación racional, puramente «humana», del nacimiento de la medicina (ejemplo sumo, la que ofrece Sobre la mediana antigua: el paso de la alimentación agreste a una alimentación cocinada por obra de un «razonamiento conveniente»), tienen conciencia de lo que ella significa, en cuanto dominadora del azar, y confían (unos de manera más abierta, como los autores de Sobre la medicina antigua y Sobre el arte; otros de manera más dubitante y reservada, como el de Sobre los lugares en el hombre) en las posibilidades de perfeccionarla, mediante un adecuado conocimiento de su método.
  2. La íntima seguridad de poder moverse, en cuanto tales médicos, dentro de la élite social e intelectual de su mundo. El médico tratadista escribe para adoctrinar al profano culto -véase lo que las Memorables de Jenofonte dicen acerca de la biblioteca de Eutidemo, arquetipo del «joven ilustrado»-, replica en nombre de su técnica a los que creen saber acerca del hombre y brilla, a favor de su profesión y su ciencia, en la ciudad donde ejerce.
  3. La propensión a pintar una figura de sí mismo estética y moralmente atractiva. Es cierto que a veces alardea de la rudeza manual de su profesión y que se tiene por simple «servidor» de su arte; pero esto no debe engañarnos, y así lo demuestran la refinada, casi narcisista estampa del «buen médico» que ofrecen Sobre el médico y Sobre la decencia y -aunque sea por modo alusivo- tantos textos más. Hasta en los escritos más técnicos y severos, como Sobre las articulaciones, el hipocrático fue un esclavo de su buena reputación. Nadie lo ha hecho ver tan clara y convincentemente como Edelstein.

En cualquier caso, entre los médicos de la antigua Grecia los había de la más distinta condición técnica, social y moral. Frente a la aristocracia de ellos que representan los autores de tratados, contemplemos al modesto práctico que camina de ciudad en ciudad ofreciendo y ejerciendo su oficio; ese profesional del arte de curar al que desde un punto de vista meteorológico y técnico trata de adoctrinar el autor de Aires, aguas y lugares. Más que un verdadero «doctor», éste es un médico «artesano», un hombre que llega a un poblado cualquiera, monta en él su modesto iatreion, anuncia en el agora su presencia en el dēmos y se vale de los más variados procedimientos -algunos más astutos que distinguidos- para demostrar que conoce tanto o mejor que sus rivales la práctica de su oficio. ¿Qué diferencia no hay entre estos médicos -los que en su práctica se asemejan a quienes trabajan en la plaza pública, según la despectiva frase del autor de los Preceptos- y el Erixímaco que con tanto refinamiento retórico y ante tan selecto auditorio discretea en el banquete que ha ofrecido a sus amigos el triunfador cómico Agatón?

Dos niveles, dos figuras típicas en la situación social del médico. Sin considerar tal diferencia, no podría entenderse la realidad concreta de los hombres que ejercieron la medicina en la Grecia antigua.

2. Socialmente considerada, la práctica médica de los hipocráticos ofrece dos aspectos:

  • La relación profesional entre médico y médico; y,
  • La relación asistencial entre médico y paciente.

Pese a los mandamientos éticos del Juramento y al elogio que del «buen compañero» (el homótekhnos) se hace en los Preceptos, la práctica de la medicina en la antigua Grecia tuvo de ordinario un carácter fuertemente competitivo y agonal. El médico no vacilaba en entrometerse en la actividad profesional de su colega (II, 316-318) y usaba de la réplica o contradicción (el antilégein) para demostrar su superioridad técnica sobre él (VI, 138-140; II, 240-242; IX, 228 y 238). No parece exagerado decir que la práctica médica en la Grecia hipocrática era un ejercicio de competición ante el tribunal del pueblo.

Pero la fuerte heterogeneidad social de la pólis griega, ¿pudo quedar sin expresión en la actividad social del médico? En diversos diálogos (la República, el Cármides, las Leyes, el Político), Platón nos ha dejado una vivaz pintura de lo que era en la Atenas de fines del siglo V y comienzos del IV el ejercicio de la medicina. Acomodado a la estructura social de la pólis, este ejercicio se habría diversificado en tres modos principales, correspondientes a los tres grandes estratos económicos y políticos de la sociedad urbana: los esclavos, los ciudadanos libres y ricos y los ciudadanos libres y pobres. Los esclavos eran tratados de manera rutinaria, sin el menor cuidado, por los ayudantes o servidores de los verdaderos médicos (Leyes, 720 a-c). Hallábase en el polo opuesto la asistencia a los enfermos libres y ricos, convenientemente ilustrados por el médico acerca de la peculiaridad de su dolencia (Leyes, 857 c-d), hábilmente persuadidos respecto de la eficacia del tratamiento entonces empleado (Cármides, 157 b; Leyes, 720 d) y con tiempo y dinero suficiente para requerir ayuda técnica con motivo de la más ligera molestia (la «medicina pedagógica» que Platón tan duramente vitupera en su República, 405 c-d, y cuya invención atribuye a Heródico de Selimbria). Entre la asistencia «tiránica» a los esclavos y el cuidado «pedagógico» de los ciudadanos libres y ricos, hállase la medicina «resolutiva», que por su condición recibe y exige el animoso carpintero descrito en la República (406 d-c), la más adecuada, según Platón, a lo que en su origen divino fue el arte de curar y la más conveniente a los soberanos intereses de la pólis; en definitiva, la propia de los ciudadanos libres y pobres. La imagen que de la asistencia médica en Atenas nos ofrece Platón, ¿concuerda exactamente con lo que acerca del tema nos dicen los escritos hipocráticos? Y, por otra parte, ¿es fiel reflejo de la realidad ese estilizado testimonio platónico?

La distinción entre una «medicina para ricos» y una «medicina para pobres» es patente en Sobre la dieta (VI, 594 y 604); tanto más cuanto que el presunto régimen «para pobres» descrito en ese tratado no es otra cosa, como ha mostrado Joly, sino un artificio del autor para dedicar su obra a la élite económica del mundo griego. Más «democrática», si vale hablar así, es la tendencia social de escritos como Aires, aguas y lugares (en su párrafo consagrado al afeminamiento de los escitas nobles) y las Epidemias, en las cuales son consignados, sin la menor discriminación, tratamientos médicos de pobres y esclavos. No parece improcedente decir que sus autores fueron «filántropos avant la lettre».

¿Qué pensar, entonces, de las descripciones de Platón? ¿Son no más que un falseamiento irónico de la realidad, motivado, como supone Kudlien, por la mentalidad tradicionalista y aristocrática del filósofo? Nos permitimos dudarlo. Las descripciones de la República y las Leyes son, ciertamente, la estilización irónica de una parcela de la realidad, y contienen, en consecuencia, simplificaciones y exageraciones; pero -como todas las caricaturas- lo que hacen es presentarnos abultadamente esa realidad que caricaturizan. El hecho de que irónicamente aluda una vez Platón a las amiguitas corintias que «para mantener sus cuerpos en forma» tomaban los ricos de Atenas (República, 405 d), ¿puede quitar al apunte su directa referencia a la realidad social de su ciudad? El médico ambulante, fuese tan eminente como Hipócrates o tan modesto como uno de los innominados artesanos que pinta Edelstein, atendía sin discriminación a todos cuantos requerían su ayuda, esclavos o señores. Pero la práctica de ese médico no agota el cuadro sociológico de la asistencia al enfermo en la Grecia antigua. Con su vida agitada y negociosa, con sus acusados contrastes sociales, con el total anonimato de sus habitantes más humildes y la constante ocupación o la molicie habitual de sus ciudadanos más encumbrados, la gran ciudad añadió modos y matices nuevos al ejercicio de la medicina; y aunque las descripciones de Platón sean estilizadas e irónicas, ofrecen no poca luz para entender lo que ese ejercicio fue en su realidad cotidiana.

Ética médica

Como acto plenamente humano que es, la asistencia médica al enfermo posee una esencial dimensión ética, que en su figura concreta depende de lo que para el médico da fundamento a su existencia y otorga a ésta su sentido; por tanto, de las creencias fundamentales del médico en cuestión.

Para los médicos hipocráticos, ¿dónde estuvo el fundamento de la realidad? ¿Qué es lo que, a través de sus creencias fundamentales, dio último sentido a su vida y a sus actos? Indudablemente, la physis, la divina physis. De ahí que la ética médica de los hipocráticos fuese a la vez «fisiológica» y religiosa; «fisiológicamente religiosa», para decirlo con más precisión. Sin tener en cuenta esta radical verdad, no podría entenderse el nervio intelectual y moral del C. H., ni el sentido de las diversas referencias a «lo divino» que sus páginas contienen.

Portada de la edición francesa de E. de Littré del Corpus Hippocraticum (Pág. 111b)

Portada de la edición francesa de E. de Littré del «Corpus Hippocraticum», la más completa de las realizadas hasta hoy.
Biblioteca Central, Barcelona

¿Quiere esto decir que la ética médica posee un contenido uniforme en todos los escritos del C. H. y que sea posible -como en tiempos intentó hacer G. Weiss- componer una «deontología médica hipocrática» combinando textos procedentes de todos ellos? En modo alguno. Ni siquiera el más venerado de los documentos de la ética hipocrática, el Juramento, fue en la antigua Grecia un documento de validez universal; según su contenido, no habría pasado de ser «un manifiesto pitagórico» (Edelstein). Con todo, no parece ilícita la empresa de discernir las varias notas éticas en que se expresa el sentir común de los médicos hipocráticos. Dos puntos cabe distinguir, a tal respecto:

  • El sentido de la vida del médico hipocrático; y,
  • Los deberes de ese médico en su práctica profesional.

1. Lo que dio sentido a la vida del médico hipocrático fue su tékhnē y la idea que de ella tuvo. El espectáculo de la enfermedad produce en quien lo contempla un sentimiento ambivalente, integrado por la repulsión y la tendencia a la ayuda. Pues bien: el rasgo más central y meritorio de la ética hipocrática consistió en la aceptación humana y en la configuración técnica de esa primera tendencia del hombre al auxilio del semejante enfermo. «Lo humano» y «lo técnico» se fundieron entre sí, por vez primera en la historia, dentro del alma del sanador. Por eso hemos dicho que el hipocrático fue -la palabra philanthrōpía es tardía en las letras griegas- un «filántropo avant la lettre». Con ello, y pese a sus posibles e inevitables errores (hamartēmata) técnicos y morales, el médico hipocrático lograba realizar en su persona la dignidad inherente a su oficio y alcanzaba, por añadidura, lucro y fama. «Si cumplo este juramento sin quebrantarlo, séame dado gozar de la vida y del arte, y ser honrado para siempre entre los hombres; si lo quebranto y cometo perjurio, sea lo contrario mi suerte», dice a su término -expresando, sin duda, un sentir no sólo pitagórico- el texto del famoso Juramento.

2. En el ejercicio de su profesión, el médico ha de cumplir deberes frente al enfermo, frente a los demás médicos y frente a la pólis. Frente al enfermo, la regla suprema fue, como sabemos, la de «favorecer o no perjudicar»; pero desconoceríamos el sentido exacto de este precepto si no entendiésemos con integridad la significación de su primer término y si no advirtiésemos el carácter muchas veces conflictivo de la relación entre él y el segundo. Toda una serie de textos (IV, 312; IX, 240; IX, 204; III, 278; IX, 230; IX, 258; V, 308; IV, 630; IX, 204; IX, 228) muestran bien el alcance de la obligación de «favorecer»; pero la distinción entre lo favorable y lo perjudicial no es siempre fácil, y de ahí que el imperativo de «favorecer y no perjudicar» fuese para el hipocrático, al mismo tiempo que regla práctica, un problema a la vez técnico y moral.

Este problema y esa regla se hallaban envueltos, en todo caso, por el principio soberano de la «forzosidad de la naturaleza» (anánkē physeōs). De él dependía -recuérdese- el deber de la abstención terapéutica ante las enfermedades mortales o incurables «por necesidad». Actuar cuando la physis ha mostrado a los ojos del médico tal anánkē sería para éste un pecado de hybris, de desmesura, el más grave de todos los posibles, dentro de la conciencia ética y religiosa del griego antiguo.

A la ética de la relación con el enfermo pertenece también el vidrioso problema de los honorarios del médico. El castigo de Asclepio cuando éste, por dinero, salvó la vida de un hombre (Píndaro, Pítica III, 55-60), ¿quiere decir que la percepción de honorarios por parte del médico fue para el griego antiguo una suerte de «profanación»? Nada en los escritos del C. H. permite verlo así. En ellos se vitupera el «lucro deshonroso» (IX, 227), pero se habla sin el menor empacho acerca de tales honorarios. Cuatro son las reglas que a este respecto garantizan la corrección del médico:

  1. El salario queda justificado cuando el médico, en su ejercicio, busca la perfección de su arte;
  2. Es reprobable la previa fijación de honorarios;
  3. El médico -«sin inhumanidad», por supuesto- deberá tener en cuenta la condición económica del paciente;
  4. En ciertos casos, para devolver un favor recibido o por conseguir buena fama, el médico prestará gratuitamente su asistencia (IX, 256-258). Mas para ver íntegra la realidad, no olvidemos la frase con que Cremilo, un campesino pobre, comenta en el segundo Pinto de Aristófanes la imposibilidad de conseguir asistencia médica gratuita o barata para curar la ceguera de Pluto: «¿Cómo hallarla? Donde no hay recompensa, no hay arte».

Menos explícitos son los escritos del C. H. en lo tocante a los deberes del médico frente a sus compañeros y respecto al bien de la pólis. Más de una vez se alude con aspereza a quienes, espoleados por una desordenada sed de lucro o de fama, se conducen en su práctica sin la menor solidaridad; frente a ellos está el buen médico, el que ejerciendo su arte sabe comportarse «como un hermano» (IX, 258) y es capaz de cooperar correctamente con sus camaradas de profesión (IX, 262-264).

El ideal moral del C. H. llega a su culminación cuando en el primer párrafo de Sobre el médico se dice que en su habitual talante ético el médico será kalós kai agathós, «bello y bueno». La suprema excelencia del hombre en el seno del mundo homérico, la kalokagathía, no es ya, como en el mundo homérico, prenda física y moral exclusiva de las estirpes nobles, sino virtud accesible a quienes practican con decoro un arte, en este caso el de curar. La sociedad griega se ha democratizado. Por el solo hecho de serlo, el buen médico logra convertirse moralmente en áristos, en «noble». El problema consiste en saber cuántos entre los hipocráticos supieron cumplir con rectitud este exigente mandamiento moral.

Diversidad interna del Corpus hippocraticum

Difieren entre sí los escritos del C. H. por su cronología, por la escuela médica a que pertenecen, por la orientación de sus ideas «fisiológicas» (humoralismo o neumatismo), por la materia sobre que versan. Después de haber estudiado, con las ocasionales salvedades de rigor, lo que a todos ellos es más o menos común, vamos a estudiar la diversidad interna del C. H. conforme a los cuatro criterios siguientes:

  • El cronológico;
  • El clínico o de escuela;
  • El doctrinal o «fisiológico»; y,
  • El temático.

Diversidad cronológica

Es opinión hoy general que entre el escrito más antiguo del C. H. (Sobre las hebdómadas, tal vez) y los más recientes (Preceptos, Sobre el médico, Sobre la decencia) hay un lapso temporal no inferior a los cuatro o cinco siglos. Tan amplia dispersión cronológica, ¿podía quedar sin consecuencias en el pensamiento que en ellos se expresa? En modo alguno. Cuatro son, a nuestro juicio, los tiempos principales en que se realiza la línea melódica de esa historia:

  • Uno arcaico o inicial;
  • Otro fundacional (segunda mitad del siglo V y primeros lustros del IV);
  • Otro de autoafirmación reflexiva y crítica (siglo IV);
  • Otro, en fin, de clausura o tardío.

1. El período arcaico del C. H. se halla representado por el tratadito Sobre las hebdómadas. Contra la excesiva antigüedad que le atribuyó Roscher, ha prevalecido el criterio más moderado de Ilberg y Kranz: mediados del siglo V. Pero tanto el contenido de ese escrito -rigidez mental acerca de la importancia del número siete, carácter tosco y figurativo de la concepción microcósmica del hombre- como su estilo expositivo y literario, revelan muy claramente una condición que bien podemos llamar «arcaica». El autor de Sobre las hebdómadas es, si vale decirlo así, el «primitivo» de la colección hipocrática.

2. Dan expresión y cuerpo al período de la medicina hipocrática que hemos llamado «fundacional» escritos coicos y escritos cnidios. Entre aquéllos, Aires, aguas y lugares, La dieta en las enfermedades agudas, los tres grandes tratados quirúrgicos -Heridas de la cabeza, Fracturas, Articulaciones-, buena parte de los Aforismos, el Pronóstico y los libros I y III de las Epidemias. Por el lado cnidio, Afecciones internas, Enfermedades II y -algo más recientes- Enfermedades de la mujer, Generación, Naturaleza del niño, Enfermedades I y Naturaleza de la mujer. Y sin seguridad en la atribución a una u otra escuela, Sobre la enfermedad sagrada.

Influidos por las importantes novedades que durante la segunda mitad del siglo V han aparecido en la cultura griega, pero radicalmente fieles al período «fisiológico» de ella, los autores de estos tratados -sobre todo, los coicos- coinciden en tres rasgos principales: actitud ante la physis, visión de la tékhnē y concepción del método.

La visión de la physis delata una actitud mental venerativa, directa, apenas complicada por la especulación, y a ella corresponde la general idea -apenas influida por la sofística- acerca de la relación entre la naturaleza y la convención humana. Pese a ciertos detalles, la mentalidad de estos hombres se halla más cerca de Sófocles que de Eurípides. A esta idea de la physis corresponde una concepción de la tékhnē, de la cual podría ser expresión literaria el famoso coro de la Antígona sofoclea, y en la cual destaca ante todo su carácter firme y aproblemático. La figura del tekhnitēs es más bien la del hombre creador que la del caviloso. Conducirse «según arte» es actuar de tal modo que la razón de lo que se hace consista en seguir lo que la naturaleza enseña; y de ahí que en la actitud frente a la tékhnē prevalezca lo que ella tiene de «operación» sobre lo que en ella hay de «ciencia». De todo lo cual se deriva la postura del médico ante el método. En él se ha despertado la «conciencia metódica»: no en vano pertenece a la época en que los griegos vocados a la creación -los trágicos, los sofistas, Policleto, Tucídides- se preguntan por el método que requiere la recta ejecución de su obra (Diller); pero, en definitiva, su norma consiste en seguir sin grandes complicaciones especulativas lo que la naturaleza por sí misma enseña. Si vale decirlo así, es la elevación del «buen sentido» a método.

3. Los escritos del siglo IV -Naturaleza del hombre, Medicina antigua, Sobre el arte, Lugares en el hombre, Sobre la dieta, tal vez Carnes y Ventosidades- representan la autoafirmación del médico en la visión y en la posesión de su arte; autoafirmación que unas veces muestra un carácter más teorizante, y otras adopta un modo más reflexivo y crítico. Concítanse para determinarla la mayor penetración del espíritu sofístico entre los griegos cultos, la arrogancia de quienes, como tales médicos, se sienten intelectualmente mayores de edad, la creciente experiencia clínica, la clara y orgullosa conciencia de la posición adelantada de la medicina en el conjunto de las tékhnai. Impulsados por esta serie de motivos, los médicos se hacen cuestión del método que su arte exige (Medicina antigua, Sobre el arte, Naturaleza del hombre, Lugares en el hombre), entran en polémica abierta con filósofos y sofistas (Medicina antigua, Naturaleza del hombre, Sobre el arte) o se lanzan (Carnes, Ventosidades, Sobre la dieta) a construir ab initio, aunque sobre el modelo de los viejos physiológoi, todo un sistema cosmológico y médico.

4. Viene, en fin, el pequeño grupo de los escritos ulteriores al siglo IV. Sobre el corazón, Sobre el alimento, Sobre el médico, Sobre la decencia, los Preceptos. En ellos son perceptibles influencias aristotélicas, estoicas o epicúreas; lanza el médico al aire grandes frases sobre su profesión; se siente capaz de conquistar, en cuanto tal médico, la suma excelencia social, y pinta su propia figura -indumento, carácter, conducta- con la más refinada y elogiosa de las complacencias.

Diversidad de escuelas

Hubo escuelas médicas en Cnido, en Cos, en Cirene, en Crotona, en Rodas, tal vez en Elea. ¿Existieron entre unas y otras diferencias que permitan caracterizarlas a través de los escritos del C. H.? La respuesta sólo puede ser afirmativa respecto a dos de ellas, la de Cnido y la de Cos.

1. La escuela médica de Cnido -ciudad costera en una pequeña península de la actual Asia Menor- fue, con toda probabilidad, más antigua que la de Cos. De ella pasó a Crotona el asclepíada Califonte, padre de Democedes, a ella pertenecieron poco más tarde Eurifonte, Heródico de Cnido y Ctesias, coetáneo de Hipócrates de Cos, y en ella tuvieron su origen Sobre las hebdómadas (Ilberg, Sudhoff) y las Sentencias cnidias a que polémicamente se refiere el autor coico de Sobre la dieta en las enfermedades agudas.

Bajorrelieve de Herculano (Pág. 113b)

Una operación quirúrgica. Bajorrelieve procedente de Herculano.
Museo Nacional, Nápoles

Tres rasgos atribuye este autor a la medicina de Cnido: el exclusivo o casi exclusivo atenimiento del médico a lo que respecto de su enfermedad dice el enfermo, la tendencia a multiplicar indefinidamente, en las descripciones clínicas, el número de los modos de enfermar, y la limitación de los recursos terapéuticos a los purgantes, la leche y el suero lácteo. Estas objeciones y la descripción de una «fiebre lívida», atribuida por Galeno a las Sentencias cnidias y casi literalmente transcrita en Enfermedades II permiten afirmar con relativa seguridad que el cuerpo central de la medicina cnidia se hallaba constituido en la segunda mitad del siglo V por los escritos más tarde llamados Sobre las hebdómadas, Enfermedades I-III, Afecciones internas y Afecciones (Ilberg). A esta serie deben ser añadidas otras dos, algo ulteriores, la que forman Sobre la generación, Naturaleza del niño y Enfermedades IV, y la que integran los tratados ginecológicos (Naturaleza de la mujer, Enfermedades de la mujer I-II, Mujeres estériles, Sobre las vírgenes, La superfelación y La excisión del feto); aun cuando sea probable que en el contenido de esta serie ginecológica haya componentes doctrinales o prácticos de origen extracnidio, coicos y acaso egipcios (Ilberg).

Templo de la isla de Cos

Isla de Cos. Templo de la terraza del centro

A la vista de esta considerable masa de escritos, he aquí los rasgos principales que distinguieron a la medicina de Cnido:

  1. El carácter extremado, artificioso y rígido de la nosotaxia y la nosografía (recuérdese lo dicho en páginas anteriores);
  2. Si los autores de las Sentencias descuidaron en exceso la exploración objetiva de los enfermos, no puede decirse lo mismo de sus sucesores, que practican la auscultación inmediata, la «sucusión hipocrática» y -con verdadero virtuosismo- el tacto vaginal. Pero la interpretación cnidia del dato semiológico suele ser el paso de un empirismo refinado, el de la exploración clínica inmediata, a una explicación patogénica con frecuencia ruda, disparatada y excesivamente «localista»;
  3. El pensamiento fisiopatológico de Cnido arranca de Eurifonte (acción perturbadora de los residuos de la alimentación), sigue con Heródico (idea de que esos residuos engendran dos líquidos, uno ácido y otro amargo, que con su diversa localización causan las más variadas dolencias) y termina con la sistemática apelación a dos humores, la pituita y la bilis. Recientemente (Steuer, Saunders) se ha sugerido la existencia de cierto parentesco entre las ideas de Eurifonte que acabamos de mencionar y la medicina del antiguo Egipto. Sea de ello lo que quiera, el estilo de la fisiopatología de Cnido no podría ser entendido sin tener en cuenta la «polivalencia causal» y la «física del recipiente» (una tosca y puramente imaginativa mecánica del movimiento interno de los humores) que en ella ha visto Joly;
  4. La afición de los cnidios al empleo de los purgantes -imprudente tantas veces- ha sido ya indicada. Súmese a ella la desmesurada polifarmacia de los escritos ginecológicos y la rudeza mecánica de muchos de sus tratamientos (sucusiones violentas, insuflación de aire en el vientre mediante un fuelle, infusión de líquidos en el pulmón a través de la tráquea, etc.), y se tendrán los rasgos característicos de la terapéutica de la escuela;
  5. Menos importante, es desde nuestro punto de vista, la existencia en ella de una taxonomía zoológica más o menos peculiar (Palm).

Cierta rigidez en el mantenimiento de sus propios hábitos mentales y operativos (prolijidad de su nosotaxia, localismo y afición a la «mecánica interna», índole de su terapéutica) y una clara tendencia a incrementar con préstamos diversos, iranios o egipcios, los recursos de su técnica, serían, en suma, los dos rasgos más característicos de la medicina cnidia.

2. Según la opinión hoy dominante entre los filólogos, el cuerpo de la medicina de Cos -y, por tanto, el «hipocratismo stricto sensu» de que antes hablamos- se halla constituido por Aires, aguas y lugares, La dieta en las enfermedades agudas, los escritos quirúrgicos (Fracturas, Articulaciones, Heridas de la cabeza, Oficina del médico, Palanca), Epidemias, Pronóstico, Naturaleza del hombre, los Aforismos, Predicciones I, Prenociones de Cos y Humores.

Frente a los caracteres de la medicina cnidia antes consignados, he aquí los que destacan en el estilo de la medicina de Cos:

  1. La descripción clínica es más patográfica que nosográfica, más individual que tipificadora. No falta en los escritos de Cos, como sabemos, el pensamiento tipificador (trópoi y eidē de las enfermedades), pero éste nunca tiene la rigidez y la extremosidad que hemos visto en los tratados de Cnido.
  2. El signo exploratorio (sēmeion) alcanza verdadero valor clínico cuando es referido al conjunto de todos los que el médico percibe y cuando, mediante una experiencia múltiple y reiterada, puede ser conjeturalmente convertido en signo probatorio (tekmērion) de una conclusión diagnóstica o pronostica. Desde un punto de vista intelectual, la semiología de Cos es más metódica y más cautelosa que la de Cnido.
  3. En lo tocante al pensamiento fisiopatológico, es preciso admitir que entre Cnido y Cos hubo una transición continua. La diferencia entre el humoralismo coico y el cnidio es de matiz, y el Anónimo Londinense, no lo olvidemos, atribuye a Hipócrates una fisiopatología resueltamente neumática.
  4. El primitivo contraste entre la terapéutica cnidia y la coica va atenuándose con el paso del tiempo; pero la lectura atenta del C. H. permite descubrir en los tratamientos de Cos dos notas distintivas: mayor suavidad en el procedimiento y más reflexiva cautela en la indicación. Fiel a la orientación básica de la escuela, el tratamiento coico fue de ordinario más individualizador y menos esquemático que el de Cnido.

3. Junto a los de Cnido y a los de Cos, hay en el C. H. una serie de escritos que no pueden ser atribuidos con certidumbre a una u otra de esas dos escuelas. Entre los más importantes se pueden citar: Sobre la medicina antigua, Sobre la enfermedad sagrada, Sobre el arte, Sobre los lugares en el hombre, Sobre la dieta, Sobre las ventosidades y Sobre las carnes. Es posible que algunos de sus autores se formasen en Cnido o en Cos; pero si así fue, vicisitudes ulteriores de su pensamiento y de su práctica les llevaron a posiciones personales, netamente independientes de las que en las escuelas matrices habían aprendido.

4. A los tres grupos de escritos hasta ahora considerados es preciso añadir, para obtener un panorama completo de la diversificación del C. H. en escuelas, la influencia dispersa, pero indudable, del pensamiento médico itálico y siciliano (Alcmeón de Crotona, Filistion de Locros, etc.). Los ya clásicos estudios de Wellmann y los más recientes de Bidez, Le Boucq y Michler así lo han hecho ver.

Diversidad doctrinal

No poco de lo dicho permite advertir la existencia de diferencias de carácter doctrinal -pensamiento humoral, dinámico o neumático- en el contenido del C. H.; añádanse a ellas las que dependen del filósofo o los filósofos (Heráclito, Anaxágoras, Arquelao, Diógenes de Apolonia o Demócrito, por el lado jónico; Pitágoras, Alcmeón o Empédocles, por el lado itálico-siciliano) que influyeron en el fundamento «fisiológico» de cada uno de sus tratados. Pero, con L. Bourgey, preferimos ahora distinguir en la colección hipocrática, desde el punto de vista de su orientación doctrinal, los tres siguientes grupos de tratados:

  1. Escritos cuya índole principal es la tendencia especulativa y sistemática de la mente del autor. Partiendo de una determinada hipótesis cosmológica, el tratadista se esfuerza por construir de modo coherente su doctrina antropológica y médica. Tal es el caso en Sobre las carnes, Sobre las ventosidades, Sobre la dieta, Sobre el parto de siete meses, Sobre el parto de ocho meses, Sobre las hebdómadas y, en cierta medida, Sobre el corazón.
  2. Escritos -a la cabeza de ellos, los cnidios- en los que se mezclan una actitud empírica frente a la realidad inmediata y una interpretación imaginativa y casi siempre arbitraria de lo que en el cuerpo del enfermo acontece.
  3. Tratados en los que prevalece una metódica y reflexiva voluntad de asociar armoniosamente la experiencia y la inteligencia, con la tácita o expresa convicción de que, procediendo así, el lógos del médico -su saber, su razón- llegará a ser la recta expresión del lógos de la physis. Fúndense así las dos principales consignas metódicas del C. H.: la apelación a la «sensación del cuerpo» como métron del médico en su relación con la realidad del enfermo, y esa «aplicación de la inteligencia» -del nóos- que tan coincidentemente prescriben La dieta en las enfermedades agudas, Las heridas de la cabeza, el Pronóstico y Epidemias I. Bien se ve, leyendo estos títulos, que fue la escuela de Cos aquella en que de modo más claro prevaleció esta actitud de la mente; pero la simple mención de Sobre la medicina antigua, Sobre la enfermedad sagrada, Sobre el arte y Sobre los lugares en el hombre nos hace ver que no fue privilegio de los médicos coicos esta metódica preocupación de enlazar metódicamente la experiencia y la razón.

Diversidad temática

Cabe, por último, ordenar los escritos de la colección hipocrática según los temas a que principalmente se hallan dedicados: anatomía, geografía médica, doctrina fisiológica, medicina interna, cirugía, dietética, ginecología, ética profesional. Todo lo expuesto -y, en primer término, la visión sinóptica del C. H. propuesta en el apartado que trata sobre el nacimiento de la medicina hipocrática- hace ociosa la mención particular de los tratados en que cada uno de tales temas predomina sobre los restantes.

Conclusión

Tal fue, vista en su conjunto, la medicina hipocrática. Cualesquiera que sean sus limitaciones, sus ingenuidades y sus errores, en ella tiene su origen el saber médico que siglos más tarde llamaremos «occidental» y «científico», y ésta es la clave central de su tan singular y decisiva importancia histórica. Pero si hubiese que reducir la estructura unitaria de tal importancia y tales limitaciones a una serie de puntos concretos, nos atreveríamos a formular los siete siguientes:

  1. La concepción de la medicina como tékhnē. en el sentido más riguroso de esta palabra: un saber hacer algo atenido al «por qué» y al «qué» de aquello que se hace.
  2. La referencia del «qué» de la enfermedad y del remedio a la realidad y la noción de la physis o «naturaleza».
  3. La consiguiente idea «fisiológica» de la enfermedad, y, por tanto, la definitiva ruptura de la medicina con el puro empirismo y con la magia.
  4. La conciencia de una constitutiva limitación en las posibilidades del arte de curar y, simultáneamente, la confianza en la capacidad del médico para ampliarlo mediante la observación de un método adecuado.
  5. El principio terapéutico de «favorecer» o «no perjudicar».
  6. La elevación de la «sensación del cuerpo» a criterio de certeza del médico.
  7. La conciencia de la dignidad profesional, social y moral del médico.

Bibliografía

El lector encontrará un amplio desarrollo de las ideas aquí expuestas y una detallada mención de la bibliografía pertinente en mi libro La medicina hipocrática (Madrid, 1970). Deben ser también mencionadas, entre las exposiciones de conjunto, H. E. Sigerist: Antike Heilkunde (Munich, 1927); O. Temkin: «Der systematische Zusammenhang im Corpus Hippocraticum», Kyklos I (1928); Ch. Lichtenthaeler: La médecine hippocratique I (Lausana, 1948), II-V (Boudry, 1957) y VI (Ginebra-París, 1960); W. Heidel: Hippocratic Medecine (Nueva York, 1941); L. Bourgey: Observation et expérience chez les médecins de la Collection Hippocratique (París, 1953); M. Martiny: Hippocrate et la médecine (París, 1964); R. Joly: Le niveau de la Science hippocratique (París, 1966). Son muy útiles, dentro de su brevedad, las notas de H. Diller a su traducción alemana de varios escritos hipocráticos: Hippokrates Schriften (Hamburgo, 1962). Véase también, J. Alsina: «Sobre la medicina hipocrática», Estudios clásicos XIII (1969).

En el planteamiento de la llamada «cuestión hipocrática» pueden considerarse jalones especialmente importantes -no contando las todavía valiosas Hippokratische Untersuchungen, de C. Fredrich (Berlín, 1899)- los nombres de L. Edelstein («Perì aéron» und die Sammlung der hippokratischen Schriften, Berlín, 1931, y art. «Hippokrates» en los Suplementos de la «Real-Enzyklopädie» de Pauly-Wissowa, 1935); L. Bourgey (ob. cit.); H. Diller (Stand und Aufgaben der Hippokratesforschung, Wiesbaden, 1959), y R. Joly (ob. cit.).

A continuación damos, por apartados, una selección de la bibliografía pertinente.

Nacimiento de la medicina hipocrática

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Medicina y «physiología»

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  • DILLER, H.: «Wanderarzt und Aitiologe», Philologus, 1934.
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  • KEUS, A.: Über philosophische Begriffe und Theorien im Corpus Hippocraticum. Colonia-Bonn, 1914.
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  • MÜLLER, G. W.: Gleiches zu Gleichem. Wiesbaden, 1965.
  • MÜRI, W.: Arzt und Patient bei Hippokrates. Berna, 1936.
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Añádanse a estas indicaciones bibliográficas las anteriormente citadas.

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Medicina social y ética médica

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Diversidad interna del Corpus Hippocraticum

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