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La memoria de la tortura

Carlos Franz





Michelle Bachelet, la más probable próxima presidenta de Chile, de acuerdo a las encuestas, se encontraba con frecuencia, en el ascensor del edificio de Santiago donde vivía, con el que fue su torturador. El hombre se miraba la punta de los zapatos mientras duraba el ascenso o descenso en la caja del ascensor, y ella buscaba su mirada para demostrarse a sí misma que ya no le tenía miedo. El asunto parece el argumento de una obra de teatro, como La muerte y la doncella, de Ariel Dorfman. Pero no, no es ningún invento; es parte de la realidad esquizofrénica y a la vez integrada que el Chile de hoy heredó.

El presidente Ricardo Lagos ha recibido hace poco, de manos del obispo Sergio Valech, presidente de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, un grueso legajo. El tomo contiene un panorama sobre el ejercicio de la violencia institucional en Chile y las declaraciones de más de 35.000 personas que fueron torturadas por las fuerzas armadas, la policía, o los organismos de inteligencia de Pinochet durante su dictadura. Al recibirlo, Lagos ha dicho que se siente orgulloso del modo en que Chile está enfrentando su pasado, yendo mucho más allá de lo que otros países en circunstancias similares han hecho.

Podría parecer una afirmación de orgullo nacionalista -en un asunto en el que poco o nada hay de qué enorgullecerse-, pero Lagos sabe de lo que habla. Entre los países en procesos de transición a la democracia, luego de periodos dictatoriales, son varios los que decidieron enfrentar su pasado mediante el mecanismo de Comisiones de Verdad y Reconciliación. El caso surafricano, con la comisión presidida por el obispo Desmond Tutu, o el caso argentino con la comisión encabezada por Ernesto Sábato, son los más recordados. Chile también hizo lo propio creando, a poco de retornada la democracia, la Comisión Rettig -por el nombre de un jurista de prestigio unánime-. La Comisión se abocó al estudio de las violaciones de derechos humanos que tuvieron como resultado la muerte o desaparición de personas estableciendo 3.197 de esos casos (de ellos, un tercio son desaparecidos).

El objetivo de estas comisiones elude a veces la comprensión de quienes nos observan desde democracias estables, con Estados de derecho que no han sido sometidos a pruebas extremas en mucho tiempo. ¿Por qué no se lleva simplemente a los tribunales a los responsables de estas atrocidades? ¿Cómo fue posible que -en el caso surafricano- el criminal que accedió a declarar ante esa comisión vio garantizada su impunidad?

Pero es que se trataba de otra cosa. Se trataba de dar un primer paso imprescindible: restablecer la memoria. Se trataba de transformar en hecho histórico los rumores fantasmales acerca de esos abusos, respecto de los cuales la mayoría de la población -para empezar- no se ponía de acuerdo ni siquiera en su existencia. La primera derrota que había que infligirle al legado de la dictadura era recuperar del limbo la historia que nos había escamoteado. El caso de los desaparecidos era desde luego el más grave, por simbólico, de ese escamoteo. Toda una estrategia antihistórica yacía en los entierros anónimos, en los fondos marinos o de volcanes, donde fueron arrojados los cadáveres de modo que no pudieran formar parte de la historia. Rescatarlos para la memoria colectiva era una manera indispensable de anular la herencia antihistórica que dejaban esos regímenes.

Si fue difícil afrontar el tema de los muertos y desaparecidos y recuperarlos para la historia de cada país, más difícil ha sido enfrentarse a la herencia de la tortura. El torturado sigue vivo y es alguien que lleva un desaparecido en sí mismo. El torturado rara vez quiere o puede hablar de lo que le ocurrió. La experiencia de la degradación, de la humillación extrema, es demasiado fuerte. Muchos de ellos han hecho largos procesos personales para conseguir olvidar. Nadie puede, por otra parte, reprochar ese olvido terapéutico. Es fácil para quien no se ha escuchado a sí mismo aullar como un perro, instruir al afectado sobre sus deberes de recordar y testimoniar. Es fácil pasar por alto que, en el centro del agujero negro de la tortura, está la más humillante y lacerante de las derrotas: salvo unos pocos casos que merecen el calificativo de heroicos y sobrehumanos, la mayoría de los torturados confesó, «cantó», delató. Cuando no había a quién, se delató a cualquiera, a un inocente, con tal de que dejaran de hacerle «eso» (muchos se quiebran a la hora de sólo nombrar lo que les hacían). La tortura tiene ese corazón negro: el verdugo asocia a la víctima a su propia abyección, forzándola a decirle lo que quiere oír (lo que el otro jamás habría querido oír). Creando así la más nauseabunda de las complicidades: son dos los que no quieren hablar de ese pasado.

El presidente Ricardo Lagos tiene razón al sentirse orgulloso, pues ningún otro país, en circunstancias equivalentes, ha afrontado de manera tan específica esta tarea de recordar el dolor de la tortura, como lo está haciendo Chile. Más de 35.000 chilenos, voluntariamente, accedieron a presentarse ante la Comisión, y hablar de lo que los hiere, de lo que los desvela hasta el día de hoy, de lo que muchas veces los incapacita físicamente. Aquí no se trata de herederos de las víctimas, de deudos clamando justicia. Se trata de personas que llevan en su propia carne las cicatrices, y en su conciencia el trauma. Y que se han presentado ante perfectos extraños para relatar lo más íntimo de sus humillaciones.

Uno de los dramas -entre los muchos que afectan a los países hispanoamericanos- es nuestra falta de memoria histórica, nuestra amnesia, que nos arrastra a darnos de frente con los mismos monstruos renacidos cada cierto tiempo -caudillos de ayer y de siempre, dictadores de antaño, populismos de hogaño-. El efecto de este informe sobre el futuro de la democracia en Chile no puede ser calculado. Pero ya empieza a avizorarse tan importante como el cacareado milagro económico chileno. En efecto, este informe invierte recursos preciosos en la memoria profunda del país, que es el capital cultural más delicado y difícil de acumular que tiene una nación. El general Cheyre, comandante en jefe del Ejército chileno, un militar con visión estratégica poco común, ya ha visto las consecuencias y un día antes de que se entregara el informe, decidió hacer un mea culpa reconociendo, por primera vez, que el Ejército, como institución, había violado los derechos humanos y que esto no debía, nunca más, repetirse.

Michelle Bachelet es hija de un coronel de aviación que fue leal a Allende y que por eso fue torturado hasta la muerte. Ella misma fue torturada, cuando tenía veinte años. Hasta ahora sólo podíamos imaginar lo que ocurría en su conciencia, cuando entraba al ascensor de su edificio y se encontraba con su torturador. Con este informe empezamos a saberlo: ella recordaba, a solas. De ahora en adelante, su soledad no será tanta. De ahora en adelante, miles de chilenos, todo un país, estarán recordando con ella.





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