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La misa del diablo

Víctor Balaguer i Cirera





El Cinca es un río verdaderamente aragonés en cauce y aguas, que es como si dijéramos en cuerpo y alma. No recorre un palmo de tierra que no sea de Aragón; no recibe el tributo de ningún río ni arroyo que aragonés no sea; no pasa por junto a ningún pueblo ni monumento que no pertenezca a este reino.

Es un río baturro. Tiene su origen en el límite mismo de los valles de Bielza; brota al pie de la ermita consagrada a Nuestra Señora de la Pineta, la Pilanca de aquellos valles peregrinos; lo alimentan las neveras y los heleros de las Tres Sórores; ve transcurrir sus mocedades  deslizándose retozón y barullero por entre las colladas y cantaleras1 de los Pirineos; penetra en los profundos lanchares2 y estrechos de la sierra; cruza los campos de honor3 que fueron —pág. 230— cuna y aurora de la dinastía aragonesa, venturosos campos de la gloria y la leyenda, cuando San Jorge se presentaba en las batallas y cuando sobre la centenaria encina aparecía la cruz de Sobrarbe entre nimbos de luz y tornasoles de oro y grana; gira en torno de la peña en que se eleva la arcaica Aínsa, la villa quizá de más puros y genuinos recuerdos en tierra aragonesa; se adelanta, ya poderoso, para ofrecer sus homenajes a la histórica Monzón, y, después de visitar junto a Fraga las llanadas en que sucumbió el batallador Alfonso, vuela a echarse en brazos del catalán Segre, que penetra en Aragón para recibirle, y fusionando sus aguas ambos ríos, el aragonés y el catalán, como un día fusionaron su historia Aragón y Cataluña, se dirigen juntos a reconocer la superioridad y grandeza del ibérico Ebro, rindiéndole, a la vista de Mequinenza,  el tributo y vasallaje de sus caudales.

Costeando el Cinca, siempre río arriba, se llega a Aínsa, que se alza sobre erguido collado, a cuyos pies viene el Ara a confundirse con el Cinca para darle más abundantes aguas y mayores vuelos. Los dos ríos, al abrazarse al pie de la colina en que Aínsa asienta, circuyen a manera de foso el collado, como para resguardar a la villa histórica, baluarte sagrado de la independencia aragonesa y primera capital que tuvo el reino, que allí aparece, —pág. 231— alardeada y venerable, con sus restos de muralla y las ruinas de su célebre castillo.

Visité por vez primera la villa de Aínsa en mis años juveniles, cuando iba acompañando a quien no debía tardar mucho en ser gloria de Aragón y de la patria española, mi amigo del alma Jerónimo Borao.

Estudiantes en huelga4 y excursionistas en tuna, dedicábamos nuestras vacaciones a recorrer antiguas comarcas aragonesas, entonces que no existían carreteras, ni puentes sobre ríos, ni en el monte más que mazorrales descaminos y trochas abruptas; llevando nuestra comida en las alforjas, y en el bolsillo la yesca, eslabón y pedernal para encender aquel amazacotado tabaco negro que a la sazón se vendía y sabía a gloria; provistos de la indispensable linterna con que alumbrar nuestros pasos por el campo y también por las calles siempre a obscuras de los villorrios, cuando a ellos llegábamos de noche, en busca de la mezquina posada que sólo podía ofrecernos el regalo de yacijas5 miserables en sucias y empanadas alcobas.

¡Oh! ¡El excursionismo de entonces!...

¡Cuán distinto, cuánto, del excursionismo de ahora!

En esta época de vías férreas, de gas, de fósforo, de electricidad, de carreteras y de hoteles y fondas a cada paso, no se sabe lo que —pág. 232— era viajar por sierras y por llanos, así como los que tanto alardean hoy de libertad, no saben ni saber pueden lo que se sufrió para alcanzar esas libertades, que hoy parecen servir sólo para que se nos insulte y flagele con ellas. Es fácil su disfrute a quienes nada cuestan. Por esto, los que mejor las gozan, son los que nada hicieron para conquistarlas.

¡Cómo me acuerdo yo de aquellos viajes y cómo me acuerdo de Aínsa!

No sé, en verdad, después de tantos años, lo que esta villa significa hoy y lo que vale y representa; pero me acuerdo perfectamente de aquella Aínsa de mi juventud, con su color y su carácter, con todo su arcaísmo y toda su estética, según hoy diríamos, con sus calles pendientes para cuyo empedrado se echaba mano de guijarros de la montaña y cantos rodados del río, y con la casa aquella vetusta y grandiosa, de puerta de arco apuntado y góticos ventanales, de labrada reja saliente, con arreos de monumento y trazas de palacio, donde me contaron la peregrina leyenda de la misa del diablo, que hasta hoy no me encontré en talle de referir, después de tantos años y tantas pesadumbres como por mí pasaron.

Yo no sé, digo, lo que es la Aínsa de hoy, pero sé lo que era la Aínsa de entonces. La veo aún aparecer ante mis ojos, viva, soberbia y grandiosa en mis recuerdos. —pág. 233—

En sus calles, casas de piedra de un solo piso y de carácter severo, algunas con balcones de labrado herraje, las más con ventanas góticas o árabes, gráciles ajimeces6 y puertas de doble arco, como una que me enseñaron, sencilla, modesta y seria, diciéndome haber sido áulica morada de los primeros reyes de Aragón.

En sus plazas, anchos soportales con arcos de piedra tostada y roída por el tiempo, y en la Mayor, grandes y espaciosos subterráneos de piedra de sillería, datando de la época de la Reconquista.

En su iglesia, el elevadísimo y dominador campanario, que fue atalaya con los reconquistadores; el templo bizantino, que fue centro de asamblea y alcázar de oración para los repobladores de la tierra; la pila bautismal, de extraordinaria magnitud y de una sola pieza, en que se  administraba el bautismo de inmersión; la puerta exterior, con el lábaro7 de Constantino, y los claustros cerrados, misteriosos, sombríos, imponentes, que a ningunos se parecen y que son pasmo de arqueólogos y de artistas.

En su castillo enrunado, robustos paredones, trozos de murallas megalíticas, andenes y viaductos sobre forzudos arcos, torreones cuadrados que en escalada arrebataron a los árabes las huestes de Garci Ximénez8; y más allá de la fortaleza, la vasta llanura tendida al —pág. 234— pie de la villa, donde aún el azadón y el arado descubren saetas y venablos, recuerdo de aquella fiera batalla ganada por los varones de San Juan de la Peña y de la cueva de Paño, batalla en que apareció la cruz sobre la encina, que fue el emblema con el cual se acuñaron las primeras monedas de la Reconquista  y a cuya memoria alzó la ciudad sagrado monumento.

Estuve en Aínsa al terminar la primera guerra civil carlista, hallándome en los albores de mis primeras mocedades. Aun entonces Aínsa no había sido profanada por el siglo.

Nadie había revocado sus fachadas, ni destocado sus torres, ni rectificado sus calles, ni escombrado sus ruinas, ni blanqueado los muros de sus casas.

Era una ciudad que surgía repentinamente de entre las profundidades de una edad lejana, con sus calles tortuosas y pinas, sus arcadas y porches que sólo tenían eco para algún paso solitario, sus muros y piedras ciclópeas que habían resistido a tantos embates y a tantos furores. Era una Aínsa de museo, una villa que aparecía de súbito en la sobrehaz9 de la tierra, como la ex sepulta Pompeya.

¡Pobre Aínsa, la que después de haber sido primera vino a ser última! ¡Pobre Aínsa, tan olvidada por la gloria después de haber hecho tanto por ella! —pág. 235—

Y así como me acuerdo de Aínsa, ¡cómo, cómo me acuerdo de Aragón, el Aragón aquel de mis primeras campañas políticas y literarias, al que van unidos, con mis arrebatos y bullajes10 de mozo, los grandes y más puros recuerdos de mi agitada vida!

¡Aquellos lazos de amistad y de cariño con varones ilustres que ya fueron: Jerónimo Borao, el literato eximio y el legislador integérrimo; Bruil, el ministro; Gallifa, el magistrado; Foz, historiador preclaro; Lassala, el comentarista de los Fueros aragoneses; Gil y Alcaide, el patricio entusiasta; Huici, el dulce poeta; el barón de Mora, maestro en cosas de Aragón, que han dejado nombre eterno en sus anales!

¡Aquellas tormentas literarias en los centros, tertulias y teatros de Zaragoza, cuando entre la crudeza de la lucha intentábamos la restauración literaria y pedíamos la libertad de la prensa y del pensamiento para todos los que con tan gárrulo desate han abusado de ella!

¡Aquellos banquetes, y asambleas, y ágapes progresistas, en que tanto trabajamos en favor de la libertad con peligro y riesgo de la nuestra!

Bendita tierra esta de Aragón, de historia tan excelsa y tan suma, donde toda grandeza de alma tuvo siempre su estado y siempre todo honor su monumento!

Sí, bendita tierra ésta, donde viven y se —pág. 236— enlazan recuerdos tantos y donde las artes, las letras, la gloria, la virtud, el honor, el patriotismo, los sentimientos todos del alma y de la vida abandonan su nombre genérico e individual para tomarlo personal y característico.

Por esto en Aragón la reconquista se llama Garci Ximénez; la gloria, Jaime el Conquistador; la monarquía, Pedro el Grande; la justicia, Cerdán; la historia, Zurita; la crónica, Blancas; el derecho, Vidal de Cañellas; la literatura, Argensola; la libertad, Lanuza; la poesía, Marcial; la pintura, Goya; el valor, Roger de Lauria; la caridad, condesa de Bureta; el heroísmo, Agustina la aragonesa.

Por esto la religión se llama Virgen del Pilar, luz de todo consuelo, amor de todos los amores, paño de toda lágrima, antorcha de toda fe.

Por esto también la música se llama la Jota, es decir, el himno nacional que se impone y avasalla y que, lo mismo en tierras españolas que en comarcas extranjeras, levanta todas las almas y provoca todos los entusiasmos.

Y por esto, en fin, el patriotismo tiene un nombre querido y popular en España, grandioso y respetado en el extranjero; por esto el patriotismo... se llama Zaragoza.

Y vamos ya a la leyenda de La Misa del diablo, que oí un día contar en Aínsa, al amor cariñoso de la lumbre, en cierta casa del pueblo, sombría, triste, misteriosa, negra, que olía a fantasmas, duendes y aparecidos, a quienes a cada paso temía ver asomar por aquellas desnudas galerías, y los cuales seguramente moraban en las tenebrosas profundidades de sus soterráneas cavas. —pág. 237—

*  *  *

El barón Artal de Mur y de Puymorca, que se había levantado aquella mañana crecido de enojo y arrugado el ceño, andaba inquieto y desplaciente, paseando su desasosiego por las salas y galerías de su casa de Aínsa.

Era a comienzos del siglo XIII y reinaba profunda agitación en el país. Susurrábase que el rey Don Pedro I, llamado más tarde el Católico, debiendo ser apellidado con más propiedad el de Muret, había tenido un fracaso en los campos de Provenza, adonde había pasado con gran copia de caballería para prestar ayuda al conde de Tolosa, su deudo, en la lucha que sostenía con los cruzados de Simón de Montfort.

El primogénito del barón Artal de Mur, heredero de su nombre y de su casa, había —pág. 238— partido con la hueste del monarca, y andaba el barón muy desazonado por carecer de nuevas de su hijo, cuando tan malas las tenía de la empresa.

No pudiendo, pues, con su inquietud y su impaciencia, que iban a cada instante acrecentándose, llamó a su escudero y se hizo vestir para la caza, deseoso de hallar en este ejercicio y en el campo diversión para sus preocupaciones y pesares. Vestido ya, rechazó las ofertas de su halconero; y prescindiendo de toda servidumbre y acompañamiento, prendió a su cinto el cuchillo de monte, empuñó su diestra un venablo  con más propiedad, una azcona11 arrojadiza de hierro acicalado12, arma favorita de los almogávares, y partió solo, seguido por dos o tres de sus perros, los más avezados a caza de montería.

Llegó hasta la vecina sierra y se internó en la selva. La fortuna se mostró avara con él y por demás ingrata. Ni rastro de ciervo ni de jabalí por ningún lado. El barón y sus perros se fatigaron en vano.

Era a mediados de octubre. El día, magnífico; el sol, espléndido; el aire, cariñoso; el calor, como en un día de verano.

Sedientos y abrasados por los rayos de aquel sol impropio de la estación, Artal y sus perros llegaron al pie de una fuente que brindaba al reposo, y allí se detuvo el cazador —pág. 239— buscando alivio a su cansancio y aburrimiento.

Era ya mucho más de mediodía. El caballero sacó de su morral algunas provisiones que a prevención llevaba, partiólas con sus fieles acompañantes, y luego, abrumado por el calor, vencido, más que por la fatiga, por el fracaso y decepción de su jornada, se recostó bajo un árbol, entregándose a perezoso descanso, y así hubo de permanecer hasta que el sol, bajando a su ocaso, le trajo, con la pérdida de su jornada, el castigo de su indolencia.

Resignóse a dar el día por huero13, y, como estaba distante de Aínsa y de su casa, emprendió la caminata de regreso con la prisa del enojo y la ira del despecho.

Sin embargo, la suerte, que tan contraria se le había presentado, ofrecióle de repente sus favores cuando menos lo esperaba.

Al desembocar con su pequeña jauría en un claro del bosque, vio salir una jabalina de un espeso matorral que asomaba al otro lado de impetuoso torrente, engrosado por las nieves de las Tres Sórores. Cazador y perros se dispusieron a emprender la persecución, a pesar de que la jabalina, al advertir el peligro, se internó en la maleza, desapareciendo tan de improviso como aparecido había.

Mientras que los perros pasaban el torrente a nado, y no en verdad sin peligro, Artal de Mur, armado con su azcona, fue a buscar —pág. 240— un puente de troncos de árboles que existía más arriba, y cruzó el torrente, que brillaba como si fuera de luz. La fiera, favorecida por un avance considerable, se había perdido de vista al penetrar en la fragosidad del bosque.

Descorazonado el barón, apartado de sus perros y perdida la huella, tomó la orilla izquierda del torrente para encaminarse a su casa, mustio y desabrido, cuando, al cruzar por un camino fondo, cubierto de maleza y espesura, vio de pronto a muy corta distancia la jabalina, que allí había ido a refugiarse creyéndose, sin duda, al abrigo de toda sorpresa.

Al rumor de los pasos, la jabalina viró bruscamente y avanzó hacia el barón, como en ademán de hacerle cara o echársele encima.

Habían ya sobrevenido las primeras negruras de la noche.

En el instante en que Artal de Mur, silbando a los perros, que andaban rezagados, se disponía a lanzar el arma arrojadiza para echar mano luego a su cuchillo de caza y sostener un combate cuerpo a cuerpo con la fiera, oyó claramente una voz humana que le decía:

-No me mates, y tendrás recompensa.

Ante aquella voz clamorosa, quedóse el barón atónito y sobrecogido. No era supersticioso, por cierto, ni nada tenía de cobarde, avezado como estaba a batallas y peligros; pero ante el prodigio de oír hablar a una jabalina, —pág. 241— pues de ella partiera la voz, hubo de quedarse por unos momentos petrificado y mudo.

Cuando tornó en su acuerdo después de aquel pasajero paroxismo, la jabalina había desaparecido.

Ya entonces comenzaba a ser de noche.

Las atezadas sombras iban invadiéndolo todo.

El barón, hondamente impresionado, sólo cuidó de partir cuanto antes. Silbó a sus perros y se encaminó a su morada, donde se le esperaba con impaciencia, y no sin inquietud, por su tardanza.

Dispuesta encontró en el estrado la mesa para la cena. Sentáronse a ella Artal, su mujer la baronesa, el capellán de la casa, el primer escudero y los pajes de honor. Al pie del estrado, y en más pequeña y humilde tabla, se colocaron los servidores, pues en aquella época señores y criados comían al mismo tiempo, aunque en mesa distinta. El capellán dio la bendición como de costumbre.

Terminó la cena sin que el barón probara apenas bocado; sólo cruzó algunas palabras indiferentes con su esposa, y no bebió más que la sola copa de vino que era de rigor a la salud de los presentes. Recitó el capellán las gracias y todos se retiraron respetando el silencio, la preocupación y el agrio malestar del dueño.

Éste se quedó solo en la vasta sala, donde, —pág. 242— por estar la noche algo fresca, ardían gruesos troncos en la escultural chimenea, que era entonces el mejor adorno de los salones. La llama se elevaba majestuosa, con colores y proporciones de incendio a veces, iluminando la estancia y dejando menguada y raquítica la luz de una gran lámpara de aceite que colgaba del techo.

Cada vez que llegaba de caza, el barón tenía por costumbre sentarse junto al hogar terminada la cena, y, al amor de la lumbre, entregado a sus meditaciones, pasaba horas enteras en compañía de un jarro lleno de vino cocido, por él mismo elaborado con especias de Oriente, que resultaba ser algo semejante a los vinos compuestos y perfumados de los romanos.

Artal andaba ya cerca de los sesenta años, pero fuerte y robusto como tronco de roble.

Era de buena madera, de nérvea fibra, cumplidor severo de sus deberes, amante de su familia y resuelto y decidido siempre que se trataba de montar a caballo en servicio del rey y de la patria.

Después de beber algunas copas de vino perfumado, Artal se adormeció en un sillón, quedando sumido en ese sopor de duermevela, tan grato cuando a gozarle llega quien se siente embargado por hondas inquietudes.

Alzó de repente su voz la campana de la —pág. 243— vecina iglesia para dar la convenida señal de media noche, y en aquel mismo instante estalló de golpe, con insólito chasquido, el grueso tronco de encina que ardía en el hogar. Despertó sobresaltado el durmiente.

 La lámpara se había apagado; pero Artal vio al resplandor del fuego cómo brotaba de éste una aparición extraña que, tomando las formas de una persona real y efectiva, abandonaba el hueco de la chimenea, irguiéndose ante él. El recién llegado, después de haber salido muy tranquilamente de entre las llamas del hogar como de su propia casa, se sentó en el sillón de la baronesa, frontero al del barón, y clavó en éste sus ojos, que relampagueaban como si trajeran fuego.

En el acto conoció Artal quién era el visitante que así se le entraba en su casa de rondón14 y por tan extraño camino.

Era, en efecto, Satanás, el mismísimo y auténtico Satanás, sólo que el señor y monarca de los infiernos se presentaba bajo un aspecto algo distinto de como lo pintaba en sus sermones el capellán de la casa, varón muy sabido y muy dado a pláticas terroríficas. Tenía toda la apariencia de un hombre de buen ver hecho y derecho, cortado como los demás, hasta de rostro bonachón, con la sola diferencia que su cara, manos y brazos eran enteramente velludos, destacándose de sus ojos un —pág. 244— leve reguero de fuego, y de las extremidades o puntas de sus dedos algo lumínico entre azulado y rojizo, a manera de pequeñuela llama flotante, que despedía pronunciado olor de azufre. No tenía cuernos, ni cola, ni patas de macho cabrío, y... vestía de moro.

Para los aragoneses de aquel tiempo, el diablo debía ser forzosamente moro.

-¡Buenas noches! -dijo, al sentarse, el recién llegado, que aquel día hablaba el aragonés puro.

El barón, según la frase de costumbre, que se le vino a los labios, iba a contestar ¡Buenas y santas nos la de Dios!; pero se detuvo a tiempo, por fortuna, comprendiendo que podía herir la susceptibilidad del huésped que se le había entrado... por la chimenea.

No contestó, pues, al saludo; pero repuesto ya de la impresión causada en el primer momento, comenzó a examinar a su huésped con serenidad y sangre fría, y al verle tan modoso, tan pacífico, tan tranquilo y con tales aires de bondad, dióse a pensar que el recién llegado podía ser un buen diablo.

Adivinó éste sus reflexiones, y le dijo con voz plácida, que tenía algo de femenil:

-Ya me habrás conocido, supongo.

-Así creo -contestó tímidamente el barón.

-Vine para darte gracias y cumplirte lo —pág. 245— ofrecido -dijo Satanás arrellanándose en su asiento y cruzándose desenfadadamente de piernas.

-¿A darme gracias? -balbuceó el barón- ¿A cumplir lo ofrecido? ¿Qué significa esto?

-Que ¿qué significa esto? -replicó Satanás- ¿Tan pronto olvidaste nuestro encuentro de esta tarde?

-¡Cómo! ¿La jabalina del bosque...?

-Era yo. Me salvaste la vida, y gracias a ti y a tu hidalguía pude cumplir mi misión.

-¿Qué misión? -preguntó Artal cada vez más aturdido.

-Este no es negocio tuyo, y no hay que meter la hoz en mies ajena. Vine para darte las gracias y la recompensa que te ofrecí. Yo cumplo mi palabra como el mejor caballero que haya en el mundo. En primer lugar — prosiguió diciendo el diablo, — puedo darte la grata nueva de que tu hijo está bueno y sano.

Salió en bien de la batalla y hará su camino.

Yo me encargo de protegerle.

A pesar de lo extraordinario de la situación y del suceso, el rostro de Artal no pudo menos de reflejar lo agradable que le era aquella noticia.

Satanás, que por lo visto llegaba decidor y parlero aquella noche, como en talle de estar hablando un mes arreo, prosiguió: —pág. 246—

-Sí, tu hijo salió en bien de ésta, y saldrá de otras, gracias a mí; pero no ha sucedido lo mismo con tu rey.

-¡Mi rey! -murmuró Artal.

-Tu rey. Don Pedro.

-¡Don Pedro! ¿Qué...?

-Que ha muerto en la batalla.

-¡Jesús! -exclamó el barón sin poderse contener y palideciendo.

Al diablo no le hizo ningún efecto aquella invocación de Jesús lanzada tan a quema ropa.

Era realmente un buen diablo. Se sonrió sólo con cierto desdén, mirando al barón como con lástima, y siguió diciendo:

-Sí, sí, tu rey ha muerto en el campo de Muret, batiéndose como un león, esto sí. Ya hubiera yo querido hacer algo por él, pero no pude. ¿Quién santos le mandó meterse donde no hacía maldita la falta?...

-No entiendo... -replicó Artal, a quien comenzaba a interesar la conversación.

-Quiero decir que por qué tomó partido contra Simón de Montfort, que es de los míos.

-¡Tuyo! Pues ¿no es Simón de Montfort adalid del Papa?

-¿Y qué? En esta ocasión, yo y el Papa estamos de perfecto acuerdo. Defendemos la misma causa porque nuestros intereses son los mismos.

-¿Qué estás diciendo? —pág. 247—

-Lo que oyes. A la Iglesia le dio esta vez por proteger a los bandidos, y como yo estoy con éstos, naturalmente, de aquí que... Pero no es cosa de pasar la noche charlando. Vamos a nuestro asunto.

Satanás se incorporó en su asiento, y abalanzándose hacia el hogar, cogió con dos dedos de su diestra, a manera de tenazas, un tronco ardiendo y lo depositó sobre la mesa que Artal tenía a su alcance.

-He aquí -le dijo- lo que levantará tu casa y la encumbrará hasta lo infinito. Con esto tendrás favor, riquezas y honores. Y como hay faena por delante y nada más tengo que decirte, buenas noches.

Y Satanás, volviéndose de espaldas al barón, se entró en la chimenea.



Las llamas del hogar aumentaron extraordinariamente en aquel momento, echándose fuera y avanzando como para recibir en sus amorosos brazos al rey de los infiernos; le envolvieron entre sus alas, y con él desaparecieron, dejando el salón sumergido en la más profunda obscuridad.

Artal de Mur, sobrecogido con lo que le acababa de ocurrir, aturdido, creyéndose víctima de una fascinación o de un maleficio, se quedó como paralizado y mudo, hundido y recluso en su gran sillón señorial, sobre cuyo ancho respaldar se alzaba el escudo y blasón —pág. 248— de su casa, sin fuerzas ni aliento para llamar, y hasta sin deseos de ver aparecer a ninguno de los suyos.

La noche, por otra parte, había avanzado, y en toda la casa reinaba un silencio sepulcral.

La baronesa, el capellán y los servidores altos y bajos se vieron sobrecogidos y salteados por un sueño profundo, según tuvieron ocasión de notar y recordar al levantarse. Pareció como que una injerencia misteriosa hubiese influido aquella noche de repente para que todos los moradores de la casa quedaran sumergidos en un letargo semejante al sueño de la muerte.

El mismo escudero mayor, que subía por una escalera de servicio poco antes de media noche, apareció por la mañana dormido en uno de los peldaños, sin recordar otra cosa sino la de haber sufrido una especie de soponcio que le asaltó de improviso.

Algo semejante ocurrió al barón al desaparecer el diablo y extinguirse el fuego. Sólo despertó cuando la campana del vecino templo saludaba con toques de gloria la aparición del alba; pero tardó en recobrarse y en dar elasticidad a sus dormidos miembros, y más todavía a su dormido pensamiento. Los primeros rayos del sol iluminaban ya la cámara, acomodada para tinelo15 en aquel vasto palacio, cuando el barón, con esfuerzo supremo, logró ponerse de pie y recordar el sueño de aquella noche. —pág. 249—

Lo primero de todo paseó sus ojos por la estancia. El hogar de la chimenea aparecía vacío. Ni siquiera un puñado de ceniza en él, como si nunca hubiese habido fuego. El sillón de la baronesa, donde se había sentado Satanás, intacto. La mesa que en el estrado había servido para la cena, tal como quedó al desvestirla los servidores; todos los muebles en su lugar; el ambiente del salón, sano y puro, sin el más leve olor a azufre.

Sólo en la mesa un leño, una barra..., no, un tronco de oro, un tronco de encina convertido en oro, en oro de buena ley: la fortuna de una familia y de una raza.

Contemplando estaba Artal aquel verdadero tesoro, cuando, abriéndose la puerta del salón, apareció la baronesa.

Llegaba sobreexcitada y nerviosa a consecuencia del sueño que tuvo aquella noche.

Habíasele aparecido la Santa Virgen, encargándole levantar una capilla, no lejos de Aínsa, en cierta colina que designó, y a la cual, en los días consagrados a su festividad, acudirían en peregrinación los pueblos de la comarca.

A su vez el barón le mostró el tronco de oro, contándole los sucesos de la tarde anterior y de la noche, desde el encuentro con la jabalina en el bosque hasta la aparición de Satanás en la estancia.

Llamaron después al capellán, quien oyó —pág. 250— con fruición y éxtasis el sueño de la baronesa, santiguándose a cada momento y murmurando exorcismos y conjuros entre dientes, mientras duró el relato de Artal.

Terminada la narración, fuese el capellán en busca del hisopo y del agua bendita, con la cual bañó, mejor que roció, el trozo de encina convertido en oro, sin que éste sufriera alteración alguna ni se convirtiese en carbón, como sospechaba el Páter.

Cumplió después con todos los exorcismos del ritual, rociando con agua bendita la chimenea, la estancia, los muebles, sobre todo el sillón de la baronesa ocupado por el diablo, y después de la bendición y de las preces, seguro de haber ahuyentado a los espíritus malignos, dio por concluido el acto y por bueno el oro que lucía sobre la mesa.

Ya entonces no se pensó más que en edificar la capilla, conforme al sueño de la baronesa.

Y dijo el barón:

-La primera suma de este oro se destinará para la capilla de la Santa Virgen, y rentas para su culto; pero como no es bien nacido quien no es agradecido, quiero que cada año se celebre en esta capilla una misa solemne en acción de gracias al diablo...

-¡Señor barón! -gritó con voz de escándalo el capellán. —pág. 251—

-Lo dicho. O no hay capilla, o hay misa para el diablo.

Y en seguida, como para calmar los escrúpulos del asustado capellán y adobarlo todo, apresuróse a añadir con apicarada solapa:

-Pero, hombre de Dios, ¿qué mal puede haber, ni qué pecado se comete con decir una misa para impetrar que Satanás abandone su camino de perdición, poniéndose bien con Dios y volviendo al seno de la Iglesia?

-¡Ah! -exclamó el capellán, como viendo las cosas de otra manera y dándose a partido.

Y todo quedó dicho. Así se convino y se hizo.

La capilla, que ya no existe como no sea en ruinas, se levantó en la meseta de un collado cercano al pueblo de Aínsa, siendo muy concurrida y venerada por las gentes del país.

No tardó en averiguarse su origen y su historia, y el pueblo comenzó a llamarla Capilla del diablo, como dio el nombre de Misa del diablo a la que todos los años, en día señalado, se celebraba para conversión de Satanás, según expreso mandato del agradecido barón Artal de Mur y de Puymorca.



Casa Santa Teresa, en Villanueva y Geltrú,
25 Enero de 1896.





FUENTE

Víctor Balaguer,  Historias y leyendas, 1889, [s. n.], Madrid, Imp. de la Viuda de M. Minuesa de los Ríos, tomo XXXVII



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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