En la antigua
lírica tradicional se oye en muy bellas canciones la voz de
la joven enamorada negándose a que la encierren en un
convento: «No quiero ser monja, no, / que niña
namoradica so». Pero no es sólo una oposición a
lo decidido al margen de sus sentimientos, es el lamento ante lo
inevitable:
No se oye la voz
de la mal monjada como la de la mal maridada, pero sí la
condenada a serlo.
1. El galán de monjas
En otros
géneros de la literatura de esos siglos áureos se
dibuja la figura del galán de monjas, pasto de la
sátira y presente en las páginas del
Buscón de Quevedo porque ya estaba en las de la
falsa segunda parte del Guzmán de Juan
Martí. Y también la del castigo de ese caballero que
galantea a la monja enlazado con otro tema: la contemplación
del propio entierro. Como ha indicado Augustin Redondo2,
Antonio de Torquemada, que fue secretario del conde de Benavente,
en un curioso libro, compilación de datos y
anécdotas, Jardín de flores curiosas,
publicado en Salamanca en 1570, pone en boca de Antonio, uno de los
tres interlocutores de los diálogos que componen la obra, en
el tratado tercero3,
el relato. Comenta con Bernardo cómo no se puede pretender
«llegar a lo hondo y lo último de
lo secreto» y lo ilustra con el caso «que sucedió a un caballero en nuestra
España, que por ser en infamia y perjuicio suyo y de un
monasterio de religiosas, no diré el nombre de él, ni
tampoco del pueblo donde aconteció; y fue que este
caballero, siendo muy rico y muy principal, trataba amores con una
monja», pp. 272-273. Dos años después se
imprime en Toledo, en casa de Miguel Ferrer, un pliego suelto que
contiene dos obras de Cristóbal Bravo4,
«privado de la vista corporal, natural de
la ciudad de Córdoba»; la segunda «es un castigo que hizo Nuestro Señor en
un mal hombre que quiso sacar una religiosa de su
orden»5.
La presentación del caso es tan semejante a la de Torquemada
que delata su dependencia:
Habitaba un caballero
valeroso y esforzado
en un pueblo señalado,
el nombre dezir no quiero,
mas fue en aqueste reynado.
Éste enamorado andaua
de una monja y procuraua
tener acesso con ella
y sacalla y corrompella,
y esto mucho desseaua.
El caballero, de
acuerdo con la monja, hará un duplicado de las llaves de las
dos puertas de la iglesia y acudirá de noche a la cita.
Abrirá la primera puerta, verá que la otra
está abierta, entrará y contemplará anonadado
su propio entierro. Al huir espantado, dos mastines negros lo
acompañarán a su casa, y allá, sin que nada
puedan hacer sus servidores, lo despedazan. El relato es el mismo
en el Jardín y en el pliego suelto; pero en la obra
de Torquemada, comenta Luis: «Ese
pagó lo que merecía su pecado, y así,
había Dios de permitir que fuesen castigados todos los que
intentan de violar los monasterios, tan en ofensa de su servicio; y
yo no podré juzgar de lo que habéis dicho, sino que
Dios soltó la mano a dos demonios, que eran esos dos
mastines» y sigue lucubrando hasta pensar en la
posibilidad de que se hubiese condenado. Bernardo replica: «No dejaría de salvarse, si al tiempo que
se vio despedazar de los perros fue tan grande el arrepentimiento
de sus pecados», p. 275. Cristóbal Bravo corta por
lo sano tal discusión diciendo: «Si se salvó o condenó, / esso no
lo alcanço yo / porque sólo Dios lo sabe»;
lo que le interesa es subrayar lo cierto de la relación:
«Esto es cierto y verdadero /
según escripto paresce», y lo sanciona con el
testimonio escrito, que no debía ser otro que la obra de
Torquemada. Como dice con razón Augustin Redondo, en este
caso «la monja desaparece casi. Todo
está centrado en el seductor y es él quien recibe el
ejemplar castigo, tal vez por haber desempeñado el papel de
diabólico tentador y haber sido agente activo de la
transgresión, cuyo desenlace debía efectuarse en el
recinto mismo del monasterio»6.
2. Un donjuán: el
capitán Montoya
El mismo estudioso
señala el eslabón que falta entre el tratamiento
romántico del asunto y estos textos: la historia del
cordobés Lisardo, estudiante en Salamanca, que cuenta
Cristóbal Lozano en las Soledades de la vida y
desengaños del mundo, publicado en Madrid en 1663,
aunque se habla de una edición anterior, de 1658.
Querrá sacar a Teodora del convento, pero al contemplar su
propio entierro, se arrepiente y se hace ermitaño. Como dice
Agustín Duran, la historia se hizo tan popular «que apenas había un español que no
la supiese de memoria y que no se apoderase de ella para leerla en
el libro o en los romances», porque pasó a ser
materia del pliego de cordel; él reproduce en el
Romancero general o colección de romances castellanos
anteriores al siglo XVIII dos romances, que son las dos partes
de uno (continúan la historia y tienen la misma asonancia en
ia), donde se cuenta la leyenda de «Lisardo, el
estudiante de Córdoba»7.
Espronceda seguiría esa versión en El estudiante
de Salamanca, porque se desarrolla en la calle parte del
encuentro con su propia muerte, mientras Zorrilla es más
fiel a la leyenda original, centrada sólo en el
ámbito de la iglesia del convento.
Redondo, que va
señalando los antecedentes, lleva al lector como final de
trayecto al Don Juan Tenorio de José Zorrilla. Y lo
es, pero antes hay un eslabón, un texto mucho más
cercano a la leyenda tal como se formuló en su inicio, que
además nos ofrece ya destacada esa figura que ha quedado en
sombras, la de la bella monja. Es la leyenda de Zorrilla «El
capitán Montoya», que él mismo consideró
«embrión» de su don Juan Tenorio8.
Don César Gil de Montoya es «audaz
con quien enamora / manda, cela, acosa, exige / y al cabo del mes
elige / nuevo amor, nueva señora»; es jugador,
bebedor, rico, galán, seductor, «resuena desde Toledo / su nombre por toda
España», «no hay puerta
que le resista / ni reja que le desaire», «con sólo mirar conquista»: es
un perfecto donjuán. La conversación que tiene con su
criado después de la entrevista con la monja, punto de
arranque de la leyenda, reúne los dos temas que he
mencionado:
-Señor, ¿cómo
está la monja?
-¿Y cómo ha de estar,
Ginés?
Atortelada a mis pies,
y más blanda que una
esponja.
-¿Y pensáis dejarla
así?
-¡Dejarla!, ni por
asomo:
no sé todavía
cómo,
mas la sacaré de
allí.
Que según lo que yo he
visto,
más quiere la
tortolilla
volar libre por Castilla
que estar enjaula con Cristo.
(vv.
249-260)
3. La cárcel de las blancas
tocas
3.1. Inés de Alvarado, la
bella bordadora de flores
El donjuán
sólo piensa en gozarla para olvidarla, como a todas, porque
a la vez se compromete en matrimonio con la hermosa y rica Diana.
Pero tiene razón cuando la ve prisionera de unas tocas que
no acepta, y ahí aparece el genio de Zorrilla creando un
retrato espléndido de una bella monja, doña
Inés de Alvarado, que contempló muy bien Federico
García Lorca, tanto que le inspiró la
espléndida miniatura que es el romance de «La monja
gitana»9.
Lo inicia con el recuerdo de su encierro forzado:
De origen noble,
bella, llena de fantasías, despierta a la vida entre las
rejas de un convento. Nos la imaginamos de la mano del verso de
Zorrilla, encontrándose con los espejos, ensayando pasos de
danza en cuanto pisa una alfombra, iniciando en el laúd
«un himno de amor», llenos de
lágrimas los ojos al ver las puertas cerradas del convento,
contemplando por la ventana la inmensidad del campo, queriendo
cambiar «su sayal de lana» por
la «basquina» de una aldeana.
Borda -los bordados son el puente de cristal entre Inés y la
monja gitana- y se siente tentada a trazar con la aguja, en vez del
nombre de Cristo, «el de un
hombre». Como dice el narrador:
Y así se la van los
días
en suspirar y gemir,
por las bóvedas
sombrías
de las largas galerías
que la habrán de ver
morir.
(vv. 983-987)
Y sentencia,
poniéndose al lado de la pobre bella monja encerrada.
¡Oh!, que al abrir un
convento
a doña Inés de
Alvarado
obraron con poco tiento,
que bien se ve que su intento
no la llamaba a su estado.
(vv. 993-997)
Pero de pronto, la
bella monja sufre una transformación. Sus ojos aparecen
«serenos y radiantes»,
participa con gusto en los ritos obligados, borda afanada «labores exquisitas». Las otras monjas
ven asombradas cómo «la oveja
descarriada» vuelve al redil y siguen rezando para que
persevere en esa actitud nueva. El narrador destaca su error de
lectura y canta la fuerza del amor humano:
¡Impertinencia
importuna!
¡Oh necias, sin duda
alguna,
las pobres siervas de Dios,
si no alcanzasteis ninguna
lo que va de Inés a
vos!
[...]
¡Necias! La blanca
ovejuela
que se vuelve a su pastor,
y cuya vuelta os consuela,
es tórtola que se vuela
al reclamo de su amor.
(vv. 1044-1068)
Sus ojos no miran
el altar, sino que buscan otros ojos: «... lenguas en ojos residen, / y los espacios se
miden / con las lenguas de los ojos», vv. 1076-1078. Y
nos descubre la razón de la metamorfosis de la bella monja:
«Un hombre la contemplaba, / y un hombre
la devoraba / con sus ardientes pupilas, / y doña
Inés se abrasaba», vv. 1079-1082. Es el
capitán Montoya que la ronda, y las monjas no ven nada: no
ven cómo ella le tiende la mano y él se la besa, no
ven huir «una sombra
sospechosa» a la luz de la luna, ni los jardineros ven al
«rondador caballero», ni ellas
imaginan que sus maravillosas flores bordadas esconden billetes
amorosos. Y el narrador cierra la unidad narrativa exclamando de
nuevo, a modo de estribillo con final diferente:
¡Oh, que al abrir un
convento
a doña Inés de
Alvarado
obraron con poco tiento,
pues no han mirado su intento
ni en el capitán
pensado!
(vv. 1114-1118)
Comienza en
seguida el relato de la «aventura inexplicable», como
la llama el escritor, el episodio que tomó de Torquemada o
de su derivación con final moralizante de Cristóbal
Lozano, pero que enriquece con la presencia de otro personaje, don
Luis de Alvarado, el hermano de doña Inés y amigo del
capitán11;
así queda en evidencia el engaño de la pobre monja
por el seductor sin escrúpulos porque fue galán de
monjas sólo por una apuesta. Él mismo lo
confesará en el desenlace de su historia al rogarle al padre
de su prometida que le dé una parte de su hacienda a
«don Luis de Alvarado, / que gana la
apuesta infame / que hice de robar a Dios / la mejor prenda al
casarme», vv. 1587-1590, y añade que no le diga
«que era Inés, su propia hermana,
/ la prenda que iba a jugarse», vv. 1597-1598. La apuesta
entre los dos amigos12
tiene esa desmesura que espanta: quiere robar al propio Dios la
«prenda», una de sus
servidoras, de sus «esposas».
El capitán
Montoya, aterrorizado por la visión y arrepentido, se hace
fraile capuchino; como reza el epitafio de su tumba: «Aquí yace fray Diego de Simancas / que
fue en el siglo el capitán Montoya», w.1766-1767.
Una «nota de
conclusión», en tono ligero -como si el narrador
se encogiera de hombros-, precisa la suerte de la bella monja:
Y por si alguno pregunta,
curioso, por doña
Inés
y opina que queda el cuento
incompleto, le diré
que doña Inés
murió monja
cuando la tocó su vez,
sin su amor, si pudo ahogarle,
y si no pudo, con él.
Porque destino de todos
vivir de esperanzas es;
quien las logra muere en
ellas,
quien no las logra
también.
(vv. 1768-1779)
Ha abandonado a su
suerte a doña Inés de Alvarado. Le daría
más papel en su Don Juan Tenorio a doña
Inés de Ulloa, y en ella recogería además la
herencia de la novicia Elvira del Don Juan de
Molière con su intento de ser redentora.
3.2. Beatriz de Hinestrosa, la
fantasía enjaulada
Zorrilla
creó además otra bella monja enamorada en la leyenda
El desafío del diablo13,
doña Beatriz de Hinestrosa, cuyo destino impuesto no
encajaba con su inclinación; así se inicia el relato
de su vida y de la leyenda:
Nació doña
Beatriz
para monja destinada;
mas salió al mundo
inclinada
y no fue elección
feliz.
Con demasiado devoto
corazón, en su
preñez
hizo su madre tal vez
tan desatinado voto.
El narrador
desautoriza esa entrega de la libertad ajena: «¿Quién puede ¡necio! decir /
lo que otro ha de querer?» y recuerda que no era raro ver
-«diez o doce años
atrás»- a un niño de seis años
«ya arrastrando / un hábito
dominico» o «hecha una santa
Teresa / una chica de once meses»14.
La defensa que hace en los dos textos de la libertad de la mujer en
la elección de su estado es manifiesta; así se oyen
en sus versos ecos de las quejas que la lírica tradicional
guardó.
A los ocho
años la visten bellamente y la encierran en el convento. El
narrador describirá el proceso que lleva de la niña
ilusionada con sus galas a la jovencita que cae en una profunda
melancolía por vivir en un estado de prisión no
elegida; nada menos que dedica veinte octavillas a exponer su
tristeza, los recuerdos de sus pocos años de libertad feliz
en su infancia, de la orilla del río por donde había
paseado, de los balcones de su casa «sin
reja y sin celosía» por donde veía a la
gente, la vivencia de su cautividad monótona, la profunda
melancolía que la va devorando hasta hacerla caer en una
enfermedad que no logran curar los médicos, «los fieros espectros con tocas» que
quiere que se alejen, los gritos en su delirio pidiendo aire que
respirar... Zorrilla se detiene morosamente en ese magnífico
análisis psicológico de la bella Beatriz, monja
novicia por decisión materna, por una supuesta promesa
piadosa de acción de gracias. No ha aparecido todavía
en su triste vida el amor; languidece por la falta de libertad, por
la pérdida de ese mundo apenas entrevisto. Son sólo
fantasías sus visiones:
Y en la orilla de aquel
río,
y en redor de aquella fuente,
y entre la turba de gente
que veía por su
balcón,
tal vez alcanzaba errando
una visión hechicera
cuya sombra pasajera
turbaba su corazón.
Se oye su voz de
prisionera sin esperanza, de bella ave enjaulada, alejada por la
voluntad ajena de un mundo anhelado, privada de la
contemplación de la propia obra de Dios, la maravillosa
naturaleza:
«¡Ay!, exclamaba la
triste,
contristada y dolorida:
¡cuan monótona es mi
vida,
cuan sin gloria y sin placer!
¿Qué es para
mí el universo,
si yo, cual ave entre redes,
estoy entre esas paredes
condenada a nunca ver?
¿Qué valen las
maravillas
que Dios sembró por su
suelo,
si sólo alcanzo del
cielo
un jirón escaso y ruin,
y el cántico pasajero
de algún pajarillo
errante
que se detiene un instante
en las ramas del
jardín?»
Y el narrador
subraya su prisión; el claustro aparece como mazmorra, en
donde pena olvidada la bella muchacha:
Así en el fondo del
claustro
donde cautiva moraba,
allá a sus solas
pensaba
la olvidada Beatriz.
(p. 833)
El destino de la
pobre novicia parece que va a enderezarse porque, ante la
desconocida enfermedad que la aqueja, un médico convence a
su padre de que la única forma de salvarle la vida es
sacarla del convento. Recobra su libertad y conoce a un hombre que
la enamora; pero Zorrilla decide entonces tomar como modelo a otra
espléndida mujer prisionera de las tocas, la Leonor de
Sesé de El trovador de García
Gutiérrez. Don César no será un trovador, pero
sí un bandido, que tampoco será tal en su origen,
sino un caballero noble; y quien se opone a esos amores no es un
poderoso rival como don Nuño, sino el malvado hermano de
doña Beatriz, don Carlos, que quiere que su hermana quede
encerrada en el convento, en el fondo para apoderarse de su
herencia. Ambos caballeros se desafían poniendo como objeto
esa cárcel religiosa de Beatriz. Oímos al hermano:
«Monja ha de ser (dijo Carlos) / aunque
cuanto valgo exponga»; y a César: «Si va mi cabeza (dijo / el otro) no será
monja». Una complicada peripecia (una trampa urdida para
coger al bandido) desemboca en la noticia que le da a Beatriz su
hermano de la muerte de su amado. Ella decidirá entrar de
nuevo en el convento, ahora por su voluntad, y profesará,
como hizo su modelo, Leonor de Sesé, al enterarse de la
supuesta muerte del trovador. El narrador nos la presenta conforme
con la reclusión:
Quedó monja Beatriz, lector
querido,
y aunque triste, tranquila,
a su suerte con fe se ha
sometido
y en ella no vacila.
Los usos del convento
no la molestan ya, ni el
abandono
del claustro apesadúmbrala
un momento.
De santa calma y de virtud
modelo,
olvidada del mundo,
vive esperando en el futuro
cielo.
(p. 870)
Sin embargo, no
olvida a su amado César. Un día la sombra de un
hombre cruza la nave de la iglesia y se arrodilla ante la reja del
coro. La monja observa su figura, «mil
lisonjeros sueños, / mil bellas fantasías / mil
fútiles manías / la mente la asaltaban»,
hasta que el embozado deja caer un billete sobre la alfombra y
muestra su rostro a la bella monja: es su amado, que vive. Volvemos
a oír la voz de la desesperada Beatriz en su soliloquio:
«¿Con que vive?,
decía,
¿vive? ¡Necia de
mí! ¡Y en este encierro,
mientras él por el siglo me
buscaba,
labré mi tumba y
preparé mi entierro!
Llámame desleal,
pérfida, ingrata,
y de mí se despide.
¡El pesar o la cólera
me mata!
¡Y parte! Y el misterio de su
muerte
no explica en su papel...
¡Cielos tiranos,
con qué estrella
nací! ¡Cuan dura suerte
me dan vuestros decretos
inhumanos!»
(p. 871)
Nuevas octavillas
renovarán el estado de delirio, de fiebre, de
desesperación ahora, de la pobre doña Beatriz, que
siente cómo ella ha entrado voluntariamente en su
cárcel. Reaparecen los espectros de las tocas, la falta de
aire... Y viene la rebeldía y la transgresión que
acaba en terrible castigo. Don César con una escala entra en
el convento; pero no hay escena de seducción, porque es ella
la que está determinada a escaparse con un caballero
temeroso de franquear la barrera sagrada de los votos. Frente a su
«creo en el cielo, y temo / contra su ley
rebelarme», está la intempestiva réplica de
doña Beatriz: «Ya me lo
temía,¡imbécil! / ¡Adiós para
siempre, parte!» (p. 876), que recuerda el «imbécil» final que
García Gutiérrez pone en boca de la gitana Azucena.
Llega «la apalabrada noche / para la
resuelta fuga / de Beatriz», y mientras don César
la espera en la calle, ella se arrodilla ante una escultura de
Cristo que hay ante un altar. Cedo la palabra a los versos de
Zorrilla:
Mas ¡cielos!
¡Cuál fue su angustia
cuando al querer levantarse,
sintió que una mano
enjuta
la asía por los
cabellos;
y una voz oyó más
ruda,
más poderosa que el eco
que con el trueno retumba,
que la dijo:
«¿Dónde vas?»
enojada e iracunda.
Cayó Beatriz en tierra,
sin sentidos que la acudan,
y apagándose la
lámpara,
todo quedó en sombra
muda.
(p. 878)
Mientras, en la
calle, don César se enfrentará al malvado don Carlos
y lo matará. Al enterarse, a la mañana siguiente, de
la muerte de su amada Beatriz, se irá a las montañas
de Córdoba, ya no como bandido, sino como penitente.
Es otra imagen de
Cristo que cobra vida, pero no para atestiguar a favor de la mujer
como en «A buen juez, mejor testigo»15,
sino para impedir que Beatriz se fugue con su amado. Y lo hace con
ese expeditivo asirle por los cabellos -huella de lectura de
Zorrilla- que recuerda tanto los usos humanos; es un Cristo a
imagen del hombre.
La
espléndida Leonor de Sesé sí había
huido con su trovador, al que luego intentaría vanamente
salvar, y se suicidaría para no tener que cumplir la palabra
dada a Ñuño. Su desesperado último ruego a
Dios: «¡Gran Dios!, protege su
vida, / te lo pido por tu amor»16
no sería escuchado y no lo sería de forma manifiesta,
porque sólo la negación de un momento de espera hace
que caiga el hacha sobre el cuello del noble Manrique, aunque ese
pronunciamiento del azar tiene detrás todo el peso de la
tragedia.
4. Final
La figura
patética de la monja enamorada era evidentemente muy
atractiva para el universo romántico, estaba además
enraizada en la tradición literaria. He querido sólo
enmarcar dos espléndidos retratos, los de Inés de
Alvarado y de Beatriz de Hinestrosa, y lo he hecho sobre ese fondo
de libertad perdida en la que sueñan las dos monjas a la
fuerza. Zorrilla les dio un final trágico, el olvido o la
muerte; pero se puso a su lado en sus tristes sueños, en su
imaginar el mundo tapiado a sus ojos, en la naturaleza vedada, con
sus pájaros, sus flores. Otros versos, años
más tarde, seguirían diciéndolo: «¡Qué ríos puestos de pie /
vislumbra su fantasía!...».