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ArribaJornada tercera


Escena primera

 

Representa una calle de la ciudad de Valencia. Decoración corta, y sale FELISA, muy afligida, de saya y manto y con un rosario en la mano

 
FELISA.
¡Ay de mí! Recorro en vano
estas calles de Valencia
para buscar un consuelo
y de la infelice nuevas.
Hoy el pueblo alborotado
con la terrible sentencia
que contra Zeir y Abdalla
y otros moriscos de cuenta
ha pronunciado el consejo,
de María no se acuerda,
ni se habla de su aventura,
ni de hacia dónde estar pueda.
Al fin los pasados días
su fuga tan sólo era
la conversación de todos
en calles, casas y tiendas.
Y el oír en los corrillos
nombrarla y hacer diversas
conjeturas, de consuelo
pudo servir a mis penas.
Mas hoy ya nadie la nombra,
nadie en su infortunio piensa.

 (Llora.) 

¡Virgen Soberana!, madre
de la oprimida inocencia,
sedle, escudo, sedle amparo,
y dadme luz con que pueda
descubrir...

 (Sorprendida.) 

Pero ¿qué veo?
Jurara, ¡cielos!, que él era.
Sí... ¡Corbacho!
 

(Entra CORBACHO, embozado.)

 
CORBACHO.

 (Sorprendido.) 

¡Ama Felisa!
FELISA.
¿Cómo tú por esta tierra...?
¿Y María?... ¿Y don Fernando?
¿No me traes noticias de ella?
¿No me dices...?
CORBACHO.
¿Por ventura que sé
de ellos algo piensas,
cuando anhelaba encontrarte
para que tú me dijeras...?
FELISA.

 (Desconsolada.) 

¿Qué he de decirte, Corbacho?...
¿Cómo darte, amigo, nuevas
que busco anhelante?...
CORBACHO.
Dime:
¿tú desde cuándo en Valencia?
FELISA.
Desde que entraron los presos,
hace tres días.
CORBACHO.
Yo apenas
ha dos horas que he llegado.
FELISA.
Pero tú, ¿después de aquella
terrible noche seguiste...?
CORBACHO.
¿Y quién seguirlos pudiera?
Muerto el capitán, mi amo,
más veloz que una saeta,
con la morisca en las ancas
en las lóbregas tinieblas
desapareció. Y yo, ¿cómo
a pie seguirlos pudiera,
no estando antes prevenido
de adónde se dirigieran?
Cuando se alzó aquel desorden
con las voces y las quejas
del herido, agazapéme
oculto entre las maleza
para no ser descubierto
y pagar culpas ajenas.
Y al aparecer el alba
tomé una trillada senda
que se me ofreció, y vagando
no sin peligro y miseria,
por todos, los escondites
de aquellas fragosas sierras
he estado; hasta que aburrido
vengo sin norte a Valencia,
por ver si de mi amo logro,
que le quiero mucho, nuevas.
Pero tú, Felisa, ¿cómo
abandonaste a tu prenda
en aquel conflicto?... ¿Cómo
sin tu amparo acometerla
pudo el capitán?
FELISA.
Corbacho,
cómplice el sargento era
del crimen sin duda alguna,
pues con infernal cautela,
en cuánto cerró la noche,
después de que con reserva
le habló el capitán, mi mula
aseguró por la rienda,
sin apartarse ni un punto.
Y al atravesar la cuerda
el bosque, de mi María
me separó con destreza,
tomando por un atajo
al través de las laderas;
y cuando escuché sus voces,
sus lamentos y sus quejas,
ya me hallé entre los soldados
y a grande distancia de ella.
En medio de aquel desorden
intentaron sus cadenas
romper los míseros presos,
y armóse grave pendencia
entre soldados y moros,
sin que yo, infeliz, pudiera,
aunque bien quise, fugarme;
y en llanto amargo deshecha,
me resigné con mi suerte
y llegué aquí con la cuerda.
Al punto, como española,
me dejaron en completa
libertad,

 (Llora.) 

y ando perdida,
sólo ansiando tener nuevas
de aquella infeliz.
CORBACHO.
No llores,
Que está en salvo es cosa cierta.
FELISA.
Hágalo el Cielo.
CORBACHO.
Felisa,
¿y es verdad esa sentencia?
FELISA.
Lo es, y terrible, terrible...
CORBACHO.
No hay nada que no merezcan.
FELISA.

 (Compasiva..) 

Es así...; pero...
CORBACHO.
Tu amo
tuvo más feliz estrella,
que al cabo como valiente
pereció, pues si hoy viviera...
FELISA.
¡Qué lástima! Era indomable
y muy ciego por su secta;
pero muy caritativo,
de muy gallarda presencia,
de pensamientos muy altos
y de muy clara nobleza.
Dieciocho años he comido
su pan..., y una ingrata fuera
si no llorara su muerte,
si no elogiara sus prendas.
¡Cuántas desgracias!...

 (Llora.) 

CORBACHO.
¡Felisa!
FELISA.
Voyme, Corbacho a la iglesia,
a que la Virgen piadosa
por nosotros interceda.
CORBACHO.
Pues yo no sé dónde vaya,
ni tampoco dónde pueda
hallar abrigo.
FELISA.
Si quieres...,
en casa de una parienta,
que pobremente me aloja...
CORBACHO.
Basto yo para pobreza.
¿Y dónde es?
FELISA.
Allá en la plaza.
Alejándome voy de ella
para no ver el suplicio
de esos dos, que al cabo eran
conocidos.
CORBACHO.
Pues a verlos
ahorcar voy, ¡malditos sean!
Yo te buscaré.
FELISA.
Si logras
alguna noticia cierta...
CORBACHO.
La sabrás en el momento.
FELISA.
Pues a Dios.
CORBACHO.
Con él te queda.

 (Vanse por distintos lados.) 



Escena II

 

Representa el gran salón del Consejo. Al fondo habrá un dosel con el retrato de Felipe III; una gran mesa, con rico tapete y recado de escribir, cinco sillones, y un taburete para el SECRETARIO. Entra por un lado el CONDE DE SALAZAR, ricamente vestido y con el collar del Toisón de Oro, y por el otro, el COMENDADOR MAYOR de la Orden de Calatrava, con la insignia en la ropilla y en la capa y la venera al cuello, pendiente de una cadena de oro

 
CONDE.
¡Oh señor comendador!
COMENDADOR.

 (Con respeto.) 

¡Oh excelentísimo conde!
Bien la fortuna responde
a vuestro sabio valor.
Esta desastrosa guerra
ya de un modo o de otro modo
termina, y queda del todo
en seguridad la tierra.
Y a vuestro noble tesón
y prudencia debe el rey
de esta rebelada grey
ver cumplida la expulsión.
CONDE.
A la prudencia y lealtad
del consejo solamente
servicio tan eminente
hoy debe su majestad.
COMENDADOR.
Pero el alma del Consejo
ha sido vuestra excelencia,
que tiene la presidencia.
CONDE.
Sólo por ser el más viejo.
COMENDADOR.
Ya viene el señor marqués
de Caracena.
CONDE.
Ya estamos
todos, pues solos formamos
hoy el Consejo los tres,
puesto que los otros dos,
con encargos diferentes,
están en Valencias ausentes,
al rey sirviendo y a Dios.
COMENDADOR.
¿Dónde nuestro patriarca?
CONDE.
Con caridad exquisita
a la canalla maldita
allá en Alicante embarca,
por la raza delincuente
mostrando una suavidad
que no me gusta en verdad
con tan depravada gente.
COMENDADOR.
¿Y dónde Agustín Mexía?
CONDE.
Queda aún guardando la sierra,
aunque terminar la guerra
consiguió su valentía.
COMENDADOR.
Grande en el Consejo es
su ausencia.
CONDE.
Mas, sin embargo.
cumpliremos nuestro encargo,
que poco falta, los tres.
 

(Entra el MARQUÉS DE CARACENA, virrey, ricamente vestido a la usanza militar y con bastón, botas y espuelas.)

 
MARQUÉS.
¡Oh gran comendador!, ¡oh insigne conde!,
perdonad mi tardanza; recorriendo
de la ciudad las calles, receloso
de que pudiera conmoverse el pueblo,
no me ha sido posible más temprano
al Consejo acudir.
CONDE.
A muy buen tiempo
llegáis, señor marqués.
MARQUÉS.
Era preciso
estar alerta entre el concurso inmenso,
que se ha agolpado a presenciar la muerte
de esos desventurados.
CONDE.
¿Tuvo efecto
sin novedad?
MARQUÉS.
Sin novedad alguna,
y quiera Dios que sirva de escarmiento.
CONDE.
Pues estamos los tres que solamente
hoy, señores, formamos el Consejo,
podemos proseguir nuestras tareas,
que ya, gracias a Dios, van concluyendo.
 

(Hace una seña, entra el SECRETARIO y se sientan todos en sus respectivos puestos alrededor de la mesa.)

 
CONDE.

 (Con gravedad.) 

El embarco prosigue en estas costas
con toda actividad. Los tristes restos
que aun en los montes de rebeldes quedan.
no dan cuidado ya; rotos, dispersos
sin encontrar abrigo en parte alguna
desaparecerán rendido luego.
Sólo la fuga audaz de esa morisca,
de la hija de Albenzar, de aquel protervo
que osó llamarse rey, siendo cabeza
en las serias revueltas de este reino,
nos pudo ocasionar algún cuidado.
Mas ya noticia positiva tengo
de que fue con su cómplice arrestada
de la vecina Mancha en los linderos.
Debiéndose prisión tan importante
a la astucia y presteza del sargento
de aquella tropa misma, que no pudo
la fuga remediar. Y hoy mismo espero
que lleguen a Valencia, asegurados
con buena escolta y con seguros hierros.
COMENDADOR.
¡Bendito sea el Señor! La tal morisca
me daba, y con razón, graves recelos.
MARQUÉS.
¿Tanta importancia esa morisca tiene?
CONDE.
Mucha; que de belleza es un portento,
y aun más de discreción y de osadía.
La sangre y los altivos pensamientos
del padre representa, y con su nombre
podido hubiera reanimar el fuego
de la atroz rebelión, aun no extinguido.
Y de que tales eran sus deseos
es prueba el modo de emprender la fuga,
y lo es su dirección hacia Toledo,
en donde los moriscos se preparan
a dar nuevos escándalos al reino.
Mas pues la pone Dios en nuestras manos
con un castigo rápido y tremendo
imponga a los rebeldes musulmanes
saludable terror, santo escarmiento,
y al rodar su cabeza en el cadalso
húndanse de su raza los proyectos.
COMENDADOR.
Es su pronto castigo indispensable,
y el castigo a la par de ese protervo,
que osó salvarla con armada mano,
cómplice de sus locos pensamientos.
CONDE.
Que la sentencia pronunciada sea,
importa brevedad, pido al Consejo.
Y le propongo que la infiel morisca,
y el pérfido traidor, que osó encubierto
con las tinieblas de la noche oscura
la cuerda acometer con tal denuedo,
a su jefe matar y libertarla,
sean sin tardanza en el cadalso puestos,
en donde la cuchilla del verdugo
corte sangrienta sus altivos cuellos;
y que en sendas escarpias las cabezas
queden y sirvan de terror y ejemplo
a la raza infernal, mientras las llamas
tornen ceniza sus infames cuerpos.
Propongo este castigo, y nos lo exigen
de nuestro rey la causa y la del Cielo.
COMENDADOR.
Pero ¿quién es el cómplice alentado
de esa altiva mujer se ha descubierto?
Que algún morisco personaje sea
el insensato audaz, señores, creo;
tal impiedad, traición tan arrogante,
de un cristiano español pensar no puedo.
CONDE.
Sea morisco o cristiano, la sentencia
debe al punto tener cumplido efecto.
Con media hora le basta, si es cristiano,
para impetrar la compasión del Cielo.
Y si antes de ponerse el sol llegasen,
antes de que se ponga considero
indispensable que presencie el mundo
el urgente suplicio de ambos reos.
MARQUÉS.
¿Tal precipitación...?
CONDE.
Es necesaria.
MARQUÉS.
De la pública voz suena en los ecos,
que es fiel y que es cristiana esa morisca;
que lo es de corazón.
CONDE.
Siempre estos perros
saben fingirse tales, esperando
hallar así piedad en nuestros pechos.
MARQUÉS.
Si lo es de veras...
CONDE.

 (Con autoridad.) 

Morirá sin duda,
dándole sólo el necesario tiempo
para pedir a Dios misericordia.
MARQUÉS.
Al cabo una mujer...
CONDE.

 (Con calor.) 

Ni edad ni sexo
de esta raza infeliz encontrar debe
compasión ni piedad en tal momento.
Y no es mujer, señores, es la hija
del que a llamarse se atrevió soberbio
rey de Valencia; del que fue aclamado
como tal rey por el morisco pueblo;
del que la guerra atroz ha embravecido,
dejando un nombre, aunque en verdad funesto,
a esa infelice, que turbar pudiera
el reposo y quietud de todo el reino.
Su muerte es necesaria para darnos
seguridad, y lo es para escarmiento
la del osado que salvarla pudo,
un atroz homicidio cometiendo.
Que vacile me pasma en este punto
el valor y entereza del Consejo.
Torno la misma pena a proponerle
que ha un momento indiqué. Y a tal extremo
llega mi convicción de que la exigen
la justicia del trono y la del Cielo;
que si fuera hijo mío el alevoso,
y ella más pura que el mayor lucero,
y más cristiana que mi madre misma,
al patíbulo juntos, al momento
de llegar a Valencia los sacara,
sin dar indicios de dolor mi pecho.
COMENDADOR.
Tal consideración pesa en mi mente,
y la sentencia que indicáis apruebo.
El nombre de Albenzar es necesario
extinguir de una vez. Y en cuanto al reo
la ley está, señores, terminante:
dos crímenes en él graves advierto
haberle dado a un capitán la muerte,
que estaba con lealtad al rey sirviendo,
y haber prestado auxilio a los moriscos,
acción vedada por el bando regio.
Justa es la pena que a los dos se impone,
y es conveniente ejecutarla presto.
CONDE.
¿Y vos, señor marqués...?
MARQUÉS.

 (Dudoso.) 

Yo..., señor conde...
Más detención quisiera, lo confieso;
que es criminal el robador es claro,
de un atroz homicidio lo es al menos;
pero a una joven por su nombre sólo,
pues que sea criminal aun no sabemos,
a una joven, que dicen ser cristiana,
a una mujer, en fin... No; me estremezco
no puedo condenar...
CONDE.

 (Con firmeza.) 

Cuando lo exigen
de la Iglesia la paz y la del reino,
y el delito de fuga está probado,
escrúpulos tan nimios no comprendo.
MARQUÉS.
Mi voto no entorpece la sentencia,
dada está; pues que tiene ya los vuestros,
no ha menester para cumplirse el mío.
CONDE.
Así es, señor marqués. Mas considero
que la unanimidad fuera importante
para resolución de tanto peso.
MARQUÉS.
Cada cual deje su conciencia a salvo.
CONDE.

 (Resuelto.) 

Yo ratifico mi opinión de nuevo.
COMENDADOR.
Yo con ella de nuevo me conformo.
MARQUÉS.

 (Levantándose de la mesa.) 

Vuestra es la votación.
CONDE.
Estadme atento,
y extended la sentencia, secretario,
 

(El CONDE dicta en voz baja y el SECRETARIO escribe.)

 
MARQUÉS.

 (Paseándose lentamente; aparte.) 

Tal vez al rey disguste... Mas no puedo
resolverme a votar esa sentencia.
Mi corazón angustian los recuerdos
que jamás se han borrado de mi mente
¡Ay!, hoy destrozan mi abismado pecho
como un puñal agudo envenenado.
¡Oh montes de Alajuar!... ¡Oh santo Cielo!
¡Dieciocho años! Mi agitada mente
vaga sin luz en laberintos ciegos.

 (Pausa.) 

Es la hija de Albenzar... ¿Cómo pudiera?
Es la hija de Albenzar... Si me resuelvo...
Nada añade mi firma a la sentencia.
Sí el rey, si mis amigos, si el Consejo
desconfían tal vez por mi repulsa
de mi lealtad, de mi cristiano celo...
Resuelto estoy.
CONDE.
Comendador, la firma.

 (Firma el Comendador.) 

¿Y persistís, marqués...? Dudoso os veo.
MARQUÉS.

 (Acercándose a la mesa.) 

Aunque la compasión que siempre inspira
la tierna juventud pudo mi pecho
conmover, que me adhiera al cabo es justo
a vuestra decisión, que yo respeto.
De mi rey el servicio y del Estado
la próspera quietud son lo primero.

 (Firma.) 

CONDE.
Siempre tal esperé, marqués ilustre,
vuestra sangre gloriosa conociendo.

 (Al SECRETARIO.) 

Refrendadla y selladla, secretario,
y haced que el bando se publique luego,
puesto que debe ser ejecutada
en cuanto lleguen los inicuos reos.
 

(Vase el SECRETARIO con la sentencia, y el CONDE, y el COMENDADOR, y el MARQUÉS se levantan de la mesa y vienen al proscenio.)

 
MARQUÉS.
Hasta mañana conveniente fuera
acaso dilatar...
CONDE.

 (Con viveza.) 

¿Y con qué objeto?
De rebelión el espantoso crimen
pide castigo rápido y violento,
pues con uno tan sólo, las más veces,
ejecutado sin perderse tiempo,
se atajan graves daños.
COMENDADOR.
Sí, se atajan.
Y es piedad el rigor que pone freno
a delitos sin fin, que arrastrarían
al patíbulo víctimas sin cuento.

 (Entra el SECRETARIO.) 

SECRETARIO.
Señores, han llegado
los presos a las puertas de Valencia,
y el sargento, encargado
de ellos, espera del Consejo audiencia.
CONDE.
¡Oportuna llegada!
De la ciudad previne que a la entrada
los presos detuvieran,
temiendo que la plebe conmovieran.
Y mande que al momento
viniese a mi presencia ese sargento,
con todas las noticias y papeles
que debe haber cogido a esos infieles.

 (Al SECRETARIO.) 

Esa torre contigua a este palacio
a los dos reos guarde,
puesto que han de vivir tan corto espacio
como hay de aquí a la tarde.
Y venga un religioso,
que, si cristianos son, pueda, piadoso,
absolverlos propicio
y acompañarlos luego hasta el suplicio.
SECRETARIO.
¿Y el sargento?
CONDE.
Que más no se detenga;
a presentarse ante el Consejo venga.

 (Vase el SECRETARIO.) 

La bengala ha ganado
con el celo y valor que ha desplegado.
 

(Se sientan otra vez a la mesa el CONDE, el MARQUÉS y el COMENDADOR. Entra el SARGENTO como quien viene de camino, y se detiene respetuoso a la entrada.)

 
CONDE.
No os detengáis, valiente.
Decid cómo encontrasteis a esa gente,
y cuanto hayáis logrado en el camino
descubrir de su ciego desatino.
SARGENTO.
Perdone vuescelencia,
que razón es se turbe en la presencia
de este augusto Consejo
y que se muestre atónito y perplejo
un oscuro soldado,
al campo y al cuartel acostumbrado.
CONDE.
Vuestra lealtad y celo
os deben de quitar todo recelo.
Y ya el Consejo piensa
en daros la ganada recompensa.
Hablad, pues, que os escucha.
SARGENTO.
Mi gratitud a su bondad es mucha.

 (Se adelanta.) 

Seguí con cuatro soldados
la pista a los fugitivos,
por enmarañados bosques,
por asperezas y riscos,
reconociendo cavernas,
registrando caseríos,
sin descansar un momento,
sin concederme un respiro,
cuando a la segunda noche
de fatiga el Cielo quiso,
con las noticias recientes
que recogí en un aprisco,
indicarme que no había
equivocado el camino.
Pues que aquella misma tarde,
un viejo pastor me dijo
habían estado en la choza,
con el caballo rendido,
el mancebo y la morisca
que buscaba con ahínco.
También me indicó la senda
que tomaron y aun el sitio
donde estarían, que incautos
tal vez de él dieron indicios.
Me arrojé a su alcance al punto
más constante y más activo
aunque ya mis camaradas
estaban desfallecidos.
Marchamos la noche toda,
y ya en el término mismo
de Castilla, al sol naciente
llegamos a un lugarcillo
miserable, y en su ermita
con los desdichados dimos.
MARQUÉS.

 (Admirado..) 

¿En una ermita?
SARGENTO.
Y con ellos
un sacerdote...
MARQUÉS.
¡Dios mío!
¿Un sacerdote?
SARGENTO.
Allí estaba...
COMENDADOR.
¿Cómplice...?
SARGENTO.
Yo sus designios
no sé, señores, ni tiempo
le di para descubrirlos,
pues fuí más veloz que un rayo
en cuanto a los fugitivos
reconocí, en sorprenderlos.
atarlos y conducirlos.
El mancebo, valeroso,
uso hacer restado quiso
de un pedreñal, que llevaba
junto al estoque, en el cinto.
Pero yo con la jineta
le di un golpe con tal tino,
que le hice perder el suyo
rindiendo a mis pies su brío.
La morisca desmayóse
y el cura resistir quiso
que los prendiese, y furioso
yo no sé cuánto me dijo
de matrimonio, de fieles.
de profanación, de ritos.
Pues sin escucharle nada.
asegurados y listos,
saqué al campo mis dos presos
y hacia aquí tomé el camino.
CONDE.
De su majestad en nombre,
por tan completo servicio,
os doy la bengala.
COMENDADOR.
Es justo.
MARQUÉS.
El rey sabrá vuestro brío.
SARGENTO.
Yo me confundo, señores,
y honras tan grandes estimo.
MARQUÉS.

 (Suspenso..) 

¿En una ermita...? ¿Con ellos
un sacerdote...? Es preciso...
CONDE.

 (Interrumpiéndole con severidad.) 

Nada en el momento importa.
Fácil será descubrirlo
después. Lo que ahora interesa
es que salgan al suplicio.
COMENDADOR.

 (Al SARGENTO.) 

¿Y habéis, decid, descubierto,
por ventura, en el camino
algo de sus locos planes?
SARGENTO.
Ni una palabra me han dicho:
a mis continuas preguntas,
con sollozos y gemidos
la morisca contestaba:
el mancebo con desvío,
guardando tenaz silencio
impenetrable y tranquilo.
CONDE.
Son esos perros muy duros.
MARQUÉS.
¿Él es también un morisco...?
SARGENTO.
No, señor; que es caballero
español, y muy altivo.
Su porte y sus ademanes
dan de alta nobleza indicios.
MARQUÉS.

 (Con interés.) 

¿Y la morisca?
SARGENTO.
Confieso,
y no soy muy compasivo,
que lástima algunos ratos
me causaba el verla, fijos
en el mancebo los ojos;
y el rostro que es un prodigio,
de lágrimas inundado.
COMENDADOR.
¿Y fugarse, no han querido?
CONDE.
¿No han tentado con ofertas
vuestra lealtad?
SARGENTO.
Pues qué, digo:
¿a esta cara, a estos mostachos
se atrevieron los nacidos
con tales proposiciones?...
Se guardaran, ¡vive Cristo!
CONDE.
¿Y les hallasteis papeles?
SARGENTO.
Lo primero fue el bolsillo
registrarles, y, por cierto,
no lo llevaban provisto.
Y aunque lo hubieran llevado
de oro y de joyeles ricos...,
¡Dios me libre!, por mi vida
seguro estaba, lo afirmo,
que soy montañés, y nunca
me apropio lo que no es mío.
Registrélos por si acaso
encontraba algún indicio
de traición. Más solamente
en la escarcela del lindo,

 (Saca un paquete de cartas atadas con un listón.) 

atados con esta cinta
encontré estos papelillos,
que me parecen las cartas
de algún buen padre a su hijo.
Pero como no conserva
ninguna su sobrescrito,
y están en abreviatura
las firmas, nada he pedido
yo, que soy lector escaso,
sacar, señores, en limpio.
CONDE.
A ver..., dádmelas.
SARGENTO.

 (Se acerca a la mesa y entrega el paquete al CONDE.) 

Son éstas;
no llevaba más consigo.
CONDE.
Id con Dios. Muy satisfecho
queda de vuestros servicios
el Consejo, y el despacho
tendréis de capitán vivo.
SARGENTO.
Y yo, por honra tan grande,
ante el Consejo me humillo.

 (Aparte, yéndose.) 

Si hoy empuño la bengala,
no habrá quien pueda conmigo.

 (Vase.) 

MARQUÉS.

 (Con ansiedad.) 

Señor conde, ¿qué os detiene
las cartas en recorrer?
Importante puede ser
lo que en ellas se contiene.
CONDE.

 (Pone el paquete, cual lo recibió, sobre la mesa, y encima de él, la mano.) 

Según ha dicho el sargento,
no presentan luz alguna.
Y si le dan, oportuna
no la juzgo en el momento.
COMENDADOR.

 (Perplejo.) 

Si es caballero español
ese reo..., descubrir...
CONDE.

 (Con entereza.) 

¿Para qué, si ha de morir,
aunque fuera el mismo sol?
De nada le sirve al juez
el nombre del delincuente;
antes, gran inconveniente
es el saberlo tal vez.
Que ese preso ha asesinado
a un capitán, de servicio
en importante ejercicio,
¿no está, señores, probado?
MARQUÉS Y COMENDADORE.
Sí lo está.
CONDE.
Y la general
ley, de todos conocida,
¿no condena al homicida
a la pena capital?
MARQUÉS Y COMENDADORE.
Es cierto.
CONDE.
¿Y no es evidente
que siendo traidor al rey
ha quebrantado la ley,
en que terminantemente
se prohíbe el impedir
del bando infiel la expulsión,
condenando, y con razón,
a quien lo intente a morir?
MARQUÉS Y COMENDADORE.
No hay duda.
CONDE.

 (Resuelto.) 

Pues sólo veo
en quien hizo tales cosas
de dos penas capitales
un imperdonable reo.
Y dada desde esta silla
una sentencia legal,
aunque sea el criminal
un infante de Castilla,
se ha de cumplir, ¡vive Dios!

 (Entra el SECRETARIO.) 

SECRETARIO.
Ya va a publicarse el bando,
y el pueblo hierve anhelando...
CONDE.
¿El suplicio de los dos?
Dentro de una hora será.
SECRETARIO.
No, señor. Suenan rumores...
CONDE.

 (Con desprecio.) 

¿Qué dicen los habladores?
Mas ¿quién crédito les da?...
SECRETARIO.
Dicen que un grande de España
es el mancebo.
CONDE.

 (Con burla.) 

¿No más?
SECRETARIO.
Y que su acción es quizás,
más bien que delito, hazaña.
Dicen que cristiana: y fiel
es la morisca... Son varios
los cuentos extraordinarios
que de ella cunden y de él,
y reina gran ansiedad.
CONDE.

 (Con viveza.) 

Las tropas a todo evento,
no haya algún traidor intento,
señor marqués, preparad.
MARQUÉS.

 (Levantándose.) 

Voy; mas juzgo necesario,
puesto que en la población
reina alguna agitación,
como dice el secretario,
a punto fijo saber
la importancia del tal reo,
y por esas cartas creo
que se podrá conocer,
pues, aunque el sargento, rudo,
nada de ellas descubrió,
si bien se examinan, yo
que algo se encuentre no dudo.
COMENDADOR.
Pues que no se ha de alterar
por su contenido en nada
la sentencia pronunciada,
se pueden examinar,
para que las precauciones,
según la clase del preso...
MARQUÉS.
Solamente para eso
busco estas indagaciones.
CONDE.

 (Incomodado.) 

Accedo, contra mi gusto,
si os anima ese interés,
pues con esa razón es
que yo me conforme justo.

 (Desata el paquete de cartas, y al ver la primera se demuda, tiembla, se levanta y manifiesta gran sorpresa y turbación.) 

¡Cielos!... ¡Cielos!... ¿Es verdad,
o es un sueño que me engaña?...
MARQUÉS.

 (Aparte.) 

¡Qué turbación tan extraña!

 (Alto). 

¿Por qué, conde, esa ansiedad?...
CONDE.
¡Ay de mí!... ¡Suerte cruel!
COMENDADOR.
¿Qué descubrís, señor conde?
¿Qué grave secreto esconde
ese angustioso papel?
MARQUÉS.

 (Dudoso.) 

Yo la causa no colijo...
CONDE.

 (Fuera de sí.) 

Amigos..., el criminal
que va al cadalso fatal...
es...
MARQUÉS Y COMENDADORE.

 (Con gran ansiedad.) 

¿Quién es?
CONDE.
¡Cielos! Mi hijo.
 

(Cae sin sentido en el sillón, y le cercan y socorren, atónitos, el MARQUÉS, el Comendador y el SECRETARIO.)

 


Escena III

 

Decoración corta, que representa el interior de una reducida prisión, y salen MARÍA y DON FERNANDO, vestido de soldado, y ambos con cadena y en gran abatimiento

 
MARÍA.
¡Oh Fernando!
DON FERNANDO.
¡Ay María!
MARÍA.
¡Esposo mío!... ¡Cielos!
DON FERNANDO.
Al darme tú ese nombre
en guirnaldas se tornan estos hierros.
¿Qué me importa la vida,
si en tus brazos la pierdo,
y juntas nuestras almas
de este mundo infeliz alzan el vuelo,
inocentes y puras,
a recibir a un tiempo
en la mansión celeste
la santa bendición del Dios eterno?
MARÍA.
¿Tú morir...? ¡Mi Fernando!
¿Tú morir...? Me estremezco.
¿Qué delito es el tuyo?...
Muera yo sola, pues delito tengo.
Sí, nací delincuente;
la sangre que en mi pecho
por ti late es delito,
delito propio que pagar yo debo.
Pero ¿tú...?
DON FERNANDO.
El adorarte
es un crimen horrendo
a los ojos del mundo,
y de tal crimen me pongo reo.
MARÍA.
¡Fernando!
DON FERNANDO.
¡Dulce esposa!
MARÍA.

 (Con gran vehemencia.) 

Sálvate, te lo ruego.
No me espanta la muerte,
no me espantan los bárbaros tormentos,
si tu vida se salva.
DON FERNANDO.
Yo sin ti la detesto,
y es ya morir contigo
la mayor dicha, que afanoso anhelo.
MARÍA.
¡Fernando!... Tus palabras
desgarran, ¡ay!, mi pecho.
¿Tú morir...? No, ¡Dios mío!
Una víctima basta.
DON FERNANDO.

 (Con gran ternura.) 

Amor y el Cielo
hoy piden dos.
MARÍA.
Esposo,
yo sola morir debo.
Cumpliéronse mis días...,
pues alcancé a ser tuya, y nada espero.
Pero ¡tú...! ¿No contemplas
el porvenir inmenso
que Dios te da propicio?...
Ingrato, ¿podrás tú desconocerlo?
Tu padre..., sí, tu padre...
DON FERNANDO.
Calla, calla, ¡oh tormento!...
Allá en Flandes me juzga.
Sepa quién soy después que hubiere muerto
¿Yo, sin poder salvarte,
intentar...? ¡Dios eterno!
Jamás.
MARÍA.
Sí, que resuelta
a revelarle voy todo el secreto.
Yo llamaré a tu padre,
y a sus pies...
DON FERNANDO.
Vano esfuerzo:
es un juez inflexible.
MARÍA.
Pero es padre también.
DON FERNANDO.
También soy reo.
MARÍA.
¿De qué crimen?
DON FERNANDO.
De amarte.
MARÍA.
¿Qué importa, si yo muero?
DON FERNANDO.
De un homicidio.
MARÍA.
Es falso.
El dar castigo a un forzador perverso
salvando a una infelice,
no ha sido en ningún tiempo
crimen. Y tu inocencia
publicará mi labio al Universo.
DON FERNANDO.
Y moriré.

 (Se oye ruido y el cerrojo y llave de la prisión.) 

MARÍA.

 (Suspensa.) 

¿No escuchas?...
DON FERNANDO.
¡Qué horror!...
MARÍA.
¿Llegó el momento...?
DON FERNANDO.

 (Mirando a la puerta sobrecogido de terror.) 

¡Mi padre!... ¡Oh desventura!
Huye, déjame solo, te lo ruego.
 

(Empuja a MARÍA con violencia hasta sacarla de la escena, y él queda confuso al lado opuesto de aquel por donde se escuchó el ruido. Sale el CONDE DE SALAZAR, embozado, y se detiene a la entrada, clavando los ojos en DON FERNANDO y retirándolos al empezar a hablar.)

 
CONDE.
Él es. ¿Podrá mi valor
tan alto punto alcanzar?
Mi planta siento temblar.
¡Oh cielos!..., dadme favor.
Mas si él es..., ¿qué espero aquí?
Si es cierta mi desventura,
¿qué busco ya, qué procura
mi afán?... ¡Infeliz de mí!

 (Pausa.) 

Si no fuera criminal...
¡Ay!... Si disculpa aun tuviera...
Si alguna desdicha fiera
le arrebató a exceso tal...
¿Ya pretendo alucinarme
buscando disculpas vanas?
¿Quiero mancillar mis canas?

 (Resuelto.) 

Sólo huyendo he de salvarme.
 

(Va a partir, y se detiene, a la primera voz de DON FERNANDO, pero sin desembozarse ni volver el rostro.)

 
DON FERNANDO.
¡Padre! ¡Señor!... ¡Padre mío!

 (Corre y se arroja a sus pies, y le abraza las rodillas.) 

Una vez entrado aquí,
¿os vais sin hablarme así,
abandonándome impío?
CONDE.

 (Inflexible y sin volver el rostro y con afectado sosiego.) 

Tengo un hijo solamente,
que sigue en Flandes la guerra.
¿Cómo puede en esta tierra
preso estar, ser delincuente?
DON FERNANDO.
Golpes de fortuna son,
que explicados...
CONDE.

 (Con reconcentrado furor.) 

¿Explicar,
¡oh traidor!, el ayudar
a la morisca nación?
DON FERNANDO.

 (Abatido.) 

¿Yo..., caballero..., cristiano,
a tal crimen arrojarme...?

 (Despechado.) 

Y ¿quién osa apellidarme
traidor?... ¡Cielo soberano!
¡Padre!
CONDE.

 (En la misma actitud.) 

El delito es patente.
¿No osasteis vos atacar
los rebeldes por salvar...?
DON FERNANDO.

 (Con energía.) 

Quien tal os ha dicho, miente.
CONDE.
Y de noche en un camino,
quebrantando toda ley,
¿de un capitán de su rey
fuera mi hijo el asesino?
DON FERNANDO.

 (Levantándose con dignidad.) 

¡Padre, padre! Basta ya.
¡Asesino...! ¿Quién, señor?
¿De vuestra sangre el valor
juzgáis que tan bajo está?

 (Con entereza.) 

Con razón y frente a frente,
cruzándose los aceros,
cual cumple entre caballeros,
le herí, señor, noblemente
a una infelice amparando
que en un monte violentar
quiso el feroz militar,
de su poder abusando.
Al gemido del despecho
de la víctima acudí,
y logré salvarla, sí...
Vos lo mismo hubierais hecho:
que amparar a una mujer
oprimida y principal
de todo ultraje brutal
es un sagrado deber.
CONDE.

 (Se va volviendo lentamente enternecido al oír los últimos versos; se desemboza, y sin mirar aún a su hijo, dice aparte, muy conmovido.) 

¡Cielos..., cielos!... Si es así,
disculpa tiene tu arrojo,
gran disculpa.

 (Alto.) 

Me sonrojo
de haber dudado de ti.

 (Le echa los brazos.) 

¡Hijo mío!... ¡Hijo!

 (Después de una ligera pausa, recobra su entereza y lo separo de sí con severidad.) 

Mas... no.
Con la mora te fugaste,
y el decreto quebrantaste
que darle amparo prohibió.
Y salvando de Albenzar
a la atrevida heredera,
del rebelde la bandera
del polvo osastes alzar.
DON FERNANDO.

 (Con vehemencia.) 

¡Padre..., padre!... Yo salvé
en tan crítico accidente
a una mujer inocente
que nunca rebelde fue.

 (Con entusiasmo.) 

Cristiana es, pura, leal,
de Albenzar la hija. Es portento
de virtud y entendimiento,
un encanto celestial.

 (Cae de rodillas a los pies padre.) 

Y..., padre, padre, perdón.
Es la esposa de tu hijo.
CONDE.

 (Atónito.) 

¿Qué es lo que tu labio dijo?
¿Esposa tuya...? ¡Oh baldón!

 (Con gran ansiedad.) 

¿Cuándo...? Acaba... ¿Cómo pudo...?
DON FERNANDO.

 (Ahogado.) 

Cuando nos halló el sargento
se elevaba a sacramento
nuestro indisoluble nudo.
En un lugar de mi estado
nos ha unido a ambos a dos
el sacerdote ante Dios
con el rito acostumbrado.
CONDE.
¿Tú de una morisca...? Di.
DON FERNANDO.
Dios santo es de ello testigo.
CONDE.

 (Furioso.) 

¡Infeliz! Yo te maldigo.
DON FERNANDO.

 (Aterrorizado.) 

¡Padre!... ¡Qué horror!... ¡Ay de mí!

 (Cae al suelo.) 

CONDE.

 (En actitud amenazadora y con terrible furor.) 

Vuele al cadalso la infiel,
y que del verdugo el brazo
rompa y destroce ese lazo,
dogal para mí cruel.

 (Yéndose precipitado.) 

Que no se retarde más
el suplicio, ni un instante.
DON FERNANDO.

 (Arrastrándose tras de su padre.) 

Como esposo, como amante,
debo también...
CONDE.

 (Volviendo con rapidez.) 

Morirás.
 

(Vase. Sale MARÍA y estrecha en sus brazos a DON FERNANDO.)

 
MARÍA.
Todo lo escuché... ¡Dios mío!
De bronce o de mármol soy,
pues lo escuché y viva estoy.
¡Oh crueldad!... ¡Oh padre impío!
Fernando..., Fernando..., esposo...
DON FERNANDO.
Mejor, dime tu verdugo,
pues darme al Destino plugo
tormento tan espantoso.
Yo... Sí, de tu perdición
soy la causa...

 (Desesperado.) 

¡Horrible suerte!,
pues que te arrastro a la muerte
con mi necia indiscreción.
De mi padre la violencia,
para romper nuestro lazo,
a apresurar corre el plazo
de la espantosa sentencia.
MARÍA.
¡Fernando!
DON FERNANDO.
Ya no hay piedad;
cerróse toda esperanza.
MARÍA.
Aún tengamos confianza
en la celeste bondad.
DON FERNANDO.
Me horrorizo, me confundo...
MARÍA.
Si te salvo con mi muerte,
como ya espero, mi suerte,
es la más feliz del mundo.
DON FERNANDO.
¿Yo sin ti la vida...? No;
juntos al Cielo volemos,
que allí el amparo tenemos
del que al hombre redimió.

 (Salen el Alcaide y dos Alabarderos.) 

ALCAIDE.
Si sois cristiano, venid,
que un religioso os espera
en la capilla de afuera;
vuestras almas prevenid.
MARÍA.
¡Fernando!... ¡Esposo!...¡Qué horror!
DON FERNANDO.

 (Con resignación y dignidad.) 

Pura, angelical María,
sea la Virgen nuestra guía,
y muramos con valor.

 (Vanse.) 



Escena IV

 

Representa el gran salón del Consejo. Entran el COMENDADOR y el SECRETARIO

 
COMENDADOR.
Terrible es la situación
del conde de Salazar.
¿Es cierto que fue a apurar
su desdicha a la prisión?
SECRETARIO.
El hijo a reconocer,
pues aun dudaba que él fuera,
entró en la torre.
COMENDADOR.
Quisiera
poderle en algo valer.
¡Tal afrenta!... ¡Desdichado!
¿Su hijo heredero traidor...?
A mancha tal en su honor,
¿qué objeto le habrá llevado?
Parece imposible.
SECRETARIO.
Es cierto.
Yo juzgo que alguna cosa
escondida y misteriosa
reina en tanto desconcierto.
 

(Entra el Marqués de Caracena apresurado.)

 
MARQUÉS.
¿Dónde..., dónde el conde está?
SECRETARIO.
No ha vuelto de la prisión.
MARQUÉS.
Muy temible agitación
cundiendo en el pueblo
va, y es preciso...
SECRETARIO.
El conde viene.
COMENDADOR.

 (Mirando a la entrada.) 

De un cadáver insepulto
mejor dijerais el bulto:
de un espectro el aire tiene.
 

(Sale el CONDE DE SALAZAR demudo y descompuesto, y, sin reparar en nadie, se arroja despechado en un sillón.)

 
COMENDADOR.

 (Acercándose con timidez.) 

Señor conde, y ¿es verdad...?
CONDE.

 (Con terrible acento.) 

Al cadalso esa mujer.
¡Pronto, pronto!
MARQUÉS.

 (Con firmeza.) 

Puede haber
alguna dificultad.
CONDE.

 (Furioso.) 

Ninguna. Al cadalso luego.
De este peso me liberte,
que hoy me abruma, con su muerte.
MARQUÉS.

 (Acercándose.) 

Señor, escuchadme, os ruego.
La morisca está casada.
CONDE.

 (Fuera de sí.) 

¡Infamia!... ¡Afrenta! El sayón
tal lazo de maldición
romperá.
MARQUÉS.

 (Con tesón.) 

Queda salvada
siendo su esposo cristiano:
la ley terminante es.
CONDE.
No en este caso, marqués.
MARQUÉS Y COMENDADORE.
Considerad...
CONDE.

 (Levantándose y con actitud y tono de dominio.) 

Es en vano;
que la sangre de Albenzar
se extermine manda el rey,
y ésta es la suprema ley,
que cumplida ha de quedar.
VOCES.

 (Dentro.) 

Detente.
OTRAS VOCES.

 (Dentro.) 

Atrás.
OTRAS.

 (Dentro.) 

¿Estás loca?
FELISA.

 (Dentro.) 

Entraré, aunque os pese a vos,
que el paso abre siempre Dios
a quien su justicia invoca.
MARQUÉS.

 (Sobresaltado.) 

¿Qué alboroto puede ser...?
COMENDADOR.

 (Mirando afuera.) 

Los guardias atropellando
hasta aquí mismo va entrando
frenética una mujer.
FFLISA.

 (Dentro, pero más cerca.) 

Dios me envía; respetad...
VOCES.

 (Dentro, pero cerca.) 

Atrás... Pronto.
FELISA.

 (Dentro.) 

Es inocente,
y Dios justo no consiente.
MARQUÉS.

 (Decidido, acercándose a la entrada.) 

Guardias, el paso dejad.

 (Entra FELISA muy agitada descompuesta.) 

FELISA.

 (Fuera de sí.) 

No es morisca, que es cristiana.
De Albenzar no es hija, no;
del trueque culpa soy yo:
es de sangre castellana.
COMENDADOR Y SECRETARIO.
¿Qué dice?
MARQUÉS.

 (Con viveza.) 

¿Qué?...
CONDE.
¡Oh confusión!
MARQUÉS.

 (Acercándose a FELISA con mucho interés.) 

Habla, mujer.
CONDE.

 (Agitado.) 

Habla, di.
FELISA.
Prestad, que os cumple, atención.

 (Con rapidez.) 

Ha dieciocho años
que estando una noche
con mi amado esposo,
que del Cielo goce,
sola en mi cabaña,
en aquellos montes
que en sus hondas quiebras
a Alajuar esconden,
tocó fatigado,
perdido en el bosque,
huyendo la furia
de unos salteadores,
pidiendo socorro,
a mi puerta un hombre.
Bajó de un caballo,
y en la choza entróse;
y al desembozarse
demostró en su porte
ser hombre de cuenta,
que esto se conoce.
Vi que un envoltorio
resguardaba, donde
de un recién nacido
noté los clamores.
Pregunto curiosa,
me acerco, y mostróme
un ángel del Cielo,
una niña, entonces
de dos o tres días,
con tales facciones,
con tanto atractivo
de celestes dotes,
que con sus encantos
el alma robóme.
Presentéle el pecho,
y ansiosa tomóle
(tres meses habría
que de mis amores
el fruto perdiera),
y la niña hallóse
tan bien en mis brazos,
que al momento el hombre,
si quería encargarme
de ella, preguntóme.
«Con el alma», dije;
y él repuso entonces:
«Ya está cristianada;
María es su nombre,
y de vuestras dichas
puede ser el norte.
Mas secreto importa,
que un misterio esconde
que interesa mucho
a grandes señores.
Yo volveré a veros,
pues que ya sé dónde».
Y algunas monedas
dándome, partióse.
MARQUÉS.

 (Muy agitado.) 

Acabad.
FFLISA.
Yo, loca,
no con tales dones,
sino con la niña,
a poner fuí en orden
sus ricos pañales,
que decían a voces
ser aquella prenda
de sangre muy noble.
MARQUÉS.

 (Con ansiedad.) 

Y ¿qué hicisteis?... Dime.
¿En dónde está?... ¿Dónde?
Infeliz, acaba,
que el alma me rompes.
FELISA.
A los pocos días
de parto murióse
de Albenzar la esposa,
y proposiciones
de criar su hija
me hicieron. Entróme
deseo, llevada
(que al cabo era pobre)
de obligar con ello
a Albenzar, al hombre
de mayor riqueza
en aquellos montes;
y amo, a quien servían
también de pastores
mi padre, ya viejo,
y mi esposo, aún joven;
accedí, encarguéme
de la crianza doble;
tomé a la morisca,
y a las pocas noches
tuve la desgracia
de que diera un golpe,
mientras yo dormía,
cayendo del borde
de la cama al suelo,
que la muerte dióle.
Yo, desatentada,
confundida entonces,
de Albenzar temiendo
los justos furores,
y no habiendo vuelto
a ver a aquel hombre
que la otra criatura
me trajera...
MARQUÉS.
Acorte
palabras tu labio,
excuse razones.
Le diste por hija
la niña del bosque.
FELISA.
Sí, Señor. Confieso
mi delito enorme.
Le engañé. Y a poco
con ella llevóme
a su casa, y nunca
de mí separóse.
MARQUÉS.

 (Aparte). 

¿Cómo yo encontrarla
con morisco nombre?

 (Alto, a FELISA.) 

Infame..., ¿la hiciste
morisca?... Responde.
FELISA.

 (Con fervor.) 

La crié cristiana,
que, aunque nací pobre,
de cristianos viejos
y de raza noble
castellana sangre
por mis venas corre.
Cristiana, inocente
es esa que, atroces,
habéis condenado.

 (Profunda, sensación.) 

¡Dios os lo perdone!
CONDE.
¡Oh cielos!... Respiro.
MARQUÉS.
Y ¿encontraste sobre
la niña..., en sus ropas...?
FELISA.
En un lienzo doble,
este pergamino
esta cruz.
 

(Saca del pecho un pequeño pergamino escrito y una crucecita de oro, que entrega al MARQUÉS. Este reconoce uno y otra enajenado de gozo.)

 
MARQUÉS.
Rompióse
el velo angustioso,
al fin la hallé... Y ¿dónde?
¡Ay hija del alma!

 (Dentro cajas.) 

¡Funesto redoble!
CONDE.
Volad, secretario;
suspended el golpe...
MARQUÉS.

 (Con ansiedad.) 

Volad, y rompiendo
sus duras prisiones,
vengan a mis brazos.

 (Vase el SECRETARIO.) 

FELISA.

 (Enajenada de gozo.) 

¡Oh Virgen!... Salvóse.
 

(Va a marchar, y la ase de un brazo y la detiene el CONDE.)

 
CONDE.
Mujer, decid: ¿es seguro
cuanto aquí habéis revelado?
FELISA.
Yo por el crucificado
delante de Dios lo juro.
El vicario de Alajuar,
a quien yo en la confesión
hice esta declaración,
me puede justificar.

 (La suelta el CONDE y se va.) 

CONDE.

 (Deteniendo al MARQUÉS.) 

¡Señor marqués...!
MARQUÉS.

 (Con viveza.) 

Sí; es mi hija,
y de una ilustre señora...
No es posible entrar ahora
en esta historia prolija.
Basta decir que casado
yo con la madre estuviera,
si la muerte no la hubiera
a mi amor arrebatado.
COMENDADOR.

 (Deteniéndolo también.) 

La niña, ¿cómo quedó
en un abandono tal?
MARQUÉS.
Porque mi estrella fatal
en ahogarme se empeño.
Mataron los salteadores,
al volver, a mi criado,
y me quedé condenado
a mil dudas y temores.
Después mil pesquisas hice
en vano... ¿Cómo acertar
que era la hija de Albenzar
la que buscaba...? ¡Infelice!
COMENDADOR.
Ya vienen.
MARQUÉS.

 (Enajenado.) 

¡Dulces pedazos
del alma!

 (Observando.) 

¡Ay!... ¡Su madre es!
 

(Entran DON FERNANDO con CORBACHO, MARÍA con FELISA y demás Guardias y Pueblo de Valencia.)

 
DON FERNANDO.

 (Arrojándose a los pies del CONDE.) 

Padre mío, a vuestros pies...
CONDE.

 (Con gran ternura.) 

Toma, hijo mío, los brazos.

 (Se abrazan.) 

MARÍA.

 (Arrojándose en brazos del MARQUÉS.) 

¡Señor!... ¿Vos...?
MARQUÉS.

 (Fuera de sí.) 

¡Oh prenda mía!

 (Pausa.) 

¡Oh conde!...
CONDE.
¡Oh marqués! ¡oh amigo!
Yo su santa unión bendigo.
 

(El Conde empuja de un lado a DON FERNANDO, y el Marqués, de otro a MARÍA para que se abracen.)

 
MARQUÉS.

 (Al Conde.) 

Será la heredera mía.
COMENDADOR.

 (Enternecido.) 

¡Cielos!
FELISA.

 (A CORBACHO.) 

Milagro es patente.
CORBACHO.
Lo es sin duda.
COMENDADOR.
A la inocencia
siempre ampara la clemencia
del Dios Santo omnipotente.

Sevilla, 1841.





 
 
FIN DE «LA MORISCA DE ALAJUAR»