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La música en «La Regenta»


Ana Cristina Tolivar Alas





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Si bien el propio seudónimo de «Clarín» evoca resonancias musicales, no resulta sin embargo fácil determinar en el plano biográfico el origen de la inclinación de Leopoldo Alas al arte de Euterpe y, más en concreto, a la ópera. Refiere Juan Antonio Cabezas que, en 1859, al poco de regresar a Asturias don Jenaro Alas con su familia, se organizaron en Oviedo fiestas patrióticas en las que se cantó Il Trovatore. Basándose en las «Memorias Asturianas» de Protasio González Solís, Luis Arrones1 recuerda que en junio de 1863 se representaron en el teatro del Fontán Rigoletto, Lucrecia y Don Sebastián y, en octubre de 1864, Nabucco, El barbero de Sevilla y Linda de Chamounix. Es probable que el pequeño Leopoldo asistiese a alguna de estas funciones o al menos llegara a sus oídos el eco de tales acontecimientos para la vida social ovetense.

En 1875, año de la Restauración, entra Leopoldo Alas con sus «solos» y «preludios» de «Clarín» a formar parte de la «orquesta» de «El Solfeo», una publicación cuyo rótulo debe ser tomado «en el sentido de solfa», según expresión de Cabezas2. Años después conoce el escritor a Onofre García-Argüelles que «en los estudios de piano había sido aventajada discípula de Víctor Sanz». Onofre era capaz de «ejecutar piezas difíciles con gran perfección técnica y con cierta personalidad interpretativa. Era muy frecuente hacerla cantar en las reuniones familiares de amigos, a lo que ella accedía sin jactancia y sin hacerse rogar mucho». Una vez casada con Clarín «éste solía rogarle con frecuencia que cantase una romanza que al mismo tiempo interpretaba al piano. Esto suponía para Clarín un placer espiritual que, según él, no cambiaría por ningún otro»3.

En fecha indeterminada el músico asturiano Facundo de la Viña dedica una composición pianística que imprime en Valladolid y titula Palique «al eminente crítico don Leopoldo Alas (Clarín)». Esta pieza de salón parece haberse compuesto por los años noventa a juzgar por su estilo entre romántico y nacionalista.

El último dato que pone a Clarín en relación con la música, fuera del campo de la creación literaria, es su asistencia el 27 de febrero de 1901 a una velada en memoria de Campoamor celebrada en el teatro ovetense que lleva su nombre. Señala Marino Gómez Santos4 que el acto contó con un intermedio musical. Don Fernando Martínez Torner leyó unas cuartillas y Leopoldo Alas, herido ya por una enfermedad incurable y visiblemente emocionado, habló de la muerte.

*  *  *

Aunque Clarín nunca pasó de ser un buen aficionado a la música y para nada consta que tuviera conocimientos técnicos en la materia, la incidencia del elemento musical a lo largo de su obra parece lo suficientemente acusada como para ser objeto de reflexión y tal vez de un estudio serio y fundamentado. No vamos a detenernos en Su único hijo, una novela en la que la presencia «de una compañía italiana de ópera de tercera categoría», en palabras de Carolyn Richmond5, interrumpe la monótona existencia provinciana de su protagonista, excitando en él «la imaginación romántica». Menéndez Pelayo percibió en la obra una «tristeza decadentista»6 que, a nuestro juicio, va intrínsecamente unida al concepto que Clarín tuvo siempre del género operístico. Si recordamos los cuentos Amor'è furbo, ambientado en el mundo galante, frívolo, alegre pero lejano de la ópera rococó, o La Reina Margarita, trasunto en cierto modo del Fausto de Gounod, comprobaremos este extremo, aunque creemos que es en La Regenta precisamente donde puede apreciarse de modo más contrastado la irresistible atracción de Clarín por el teatro lírico al que paradójicamente asocia con todo lo decadente.

Si Las dos cajas es un cuento de tema eminentemente musical, también aparecen alusiones musicales en Doña Berta, en Cambio de luz, donde se menciona a Beethoven, Mozart y Händel; en Don Patricio o el premio gordo en Melilla, donde se alude a la zarzuela Marina de Arrieta, en Un viejo verde, narración sobre la que planea la sombra de Beethoven; en El Quin, donde se habla de «la wagneriana exclamación estridente de la cigarra»; en Snob cuya protagonista es apodada «La Africana», etc.

Posiblemente ahondando en la obra de Clarín encontrásemos más referencias de interés, pero vamos a centrarnos ahora en el tema que nos ocupa: la música popular, la música religiosa, la ópera y la zarzuela en La Regenta. Recordemos únicamente que en su artículo «La novela novelesca» Clarín dice echar de menos en las novelas contemporáneas ese sentido de la poesía «al pensar en el cual se piensa un poco en lo lírico y hasta en lo musical, en cuanto cosa del espíritu»7.

*  *  *

La sensibilidad musical de Leopoldo Alas en su principal novela se pone de relieve en algunos rasgos de estilo ajenos a la simple cita. Así, por ejemplo, la definición de la torre de la Catedral como «delicado himno» en el capítulo primero, o el modo de plasmar la sensación experimentada por don Fermín de Pas, sediento de venganza, ante su cuchillo de monte, en el último capítulo («La hoja relucía, el filo señalado por rayos luminosos, parecía tener una expresión de armonía con la pasión del clérigo. El Magistral le encontraba   —71→   una música al filo insinuante.»), reflejan claramente ese tipo de sensibilidad.

«Palique» por F. de la Viña

Dejando a un lado aspectos anecdóticos como el hecho de que el Arcipreste don Cayetano Ripamilán hubiese sido en sus años de seminarista «gran tañedor de flauta y bailarín sin pareja» (capítulo 2), podemos clasificar las alusiones musicales de La Regenta en cuatro grandes bloques. El primero de ellos englobaría bajo el denominador común de «música popular», los temas folklóricos, las canciones tradicionales, las composiciones de salón y, en general, todo lo que no pueda ser considerado música religiosa o música clásica.

La primera cita de este bloque corresponde al capítulo 3: Ana Ozores imagina para consolarse que «tenía una mamá que le daba todo lo que quería, que la apretaba contra su pecho y que la dormía cantando cerca de su oído:


Sábado, sábado, morena,
cayó el pajarillo en trena
con grillos y con cadenaaa...



Y esto otro:


Estaba la pájara pinta
a la sombra de un verde limón...



Estos cantares los oía en una plaza grande a las mujeres del pueblo que arrullaban a sus hijuelos...».

En el capítulo 5 se habla de los frustrados amores románticos de doña Anuncia, tía de la Regenta. Estos amores aparecen asociados a «una especie de canto llano» que la propia Anuncia interpretaba acompañándose a la guitarra:


«Esa luna que brilla en el cielo
melancólicamente me inspira:
es el último son de mi lira
que por última vez resonó».



Clarín precisa: «Se trataba de un condenado a muerte».

El siguiente capítulo nos presenta a Joaquinito Orgaz murmurando de Ana Ozores. Con intención picaresca el pollo vetustense «encarnado de placer, y un poco por el anís del mono que había bebido, creyó del caso coronar el edificio de su gloria cantando algo nuevo. Se puso en pie, estiró una pierna, giró sobre un tacón y cantó, o se cantó, como él decía:


Ábreme la puerta,
puerta del postigo...».



La canción licenciosa, blasfema en este caso, reaparece en boca de Joaquín Orgaz, para escándalo del buen don Pompeyo Guimarán, en el capítulo 20. Joaquín había gritado: «si en la otra vida no hay cante o es cante adulterado, renuncio al más allá», y, tras iniciar «un baile flamenco con perfección clásica», había cantado «con voz ronca y melancolía de chulo:


Es una cooosa
que maravilla, mamá,
ver a Frascueeelo
la pantorrilla, mamá...».



y poco después había iniciado «una copla impía y brutal alusiva a una sagrada imagen».

El capítulo 23 resulta especialmente interesante en lo que a las melodías populares se refiere. La Regenta asiste a la misa de gallo en la Catedral. El júbilo navideño hace decir al órgano «a su manera:


   Adiós, María Dolores,
marcho mañana
en un barco de flores
para La Habana.



Y de repente cambiaba el aire y gritaba:


La casa del señor cura
nunca la vi como ahora...



Y sin pizca de formalidad, se interrumpía para cantar:


   Arriba, Manolillo,
abajo, Manolé,
de la quinta pasada
yo te liberté;
de la que viene ahora
no sé si podré...,
arriba, Manolillo,
Manolillo, Manolé».



Vemos, pues, que se suceden una habanera y dos temas del folklore astur, el último de ellos recogido y armonizado por Felipe Pedrell8, y todo «porque hacía mil ochocientos setenta y tantos   —72→   años que había nacido en el portal de Belén el Niño Jesús... ¿Qué le importaba al órgano? Y sin embargo parecía que se volvía loco de alegría..., que perdía la cabeza y echaba por aquellos tubos cónicos, por aquellas trompetas y cañones, chorros de notas que parecían lucecillas para alumbrar las almas. (...) El órgano, con motivo de la alegría cristiana de aquella hora sublime, recordaba todos los aires populares clásicos en la tierra vetustense y los que el capricho del pueblo había puesto en moda aquellos últimos años (...) en la música del órgano había recuerdos del verano, de las romerías alegres del campo, de los cánticos de los marineros a la orilla del mar». La música y la vigilia que «exaltaba los nervios de la Regenta», transportaban a ésta a un mundo de inefables sensaciones, de «olor místico». Tras la lectura de la epístola por el presuntuoso Arcediano, el órgano «soltó el trapo, abrió todos sus agujeros y volvió a regar la catedral con chorritos de canciones alegres; el fuelle parecía soplar en una fragua de la que salían chispas de música retozona; ahora tocaba como las gaitas del país, imitando el modo tosco e incorrecto con que el gaitero jurado del Ayuntamiento interpretaba el brindis de la Traviata y el Miserere de El Trovador. Por último (...) el organista la emprendió con la mandilona:


Ahora sí que estarás contentón,
       mandilón,
       mandilón,
       mandilón.



Los carlistas y liberales que llenaban el crucero celebraron la gracia, hubo cuchicheos, risas comprimidas, y en esto vio la Regenta un signo de paz universal».

Por último, vemos cómo en el capítulo 24 la música desempeña un importante papel en el torbellino embriagador del baile que propicia la futura seducción de Ana Ozores: «oyendo a lo lejos la madera constipada de los violines y los chirridos del bronce que a ella se le antojaba música voluptuosa, pudo comprobar que la arrastraban fuera del salón»9.

*  *  *

La música religiosa constituye el segundo bloque a tratar.

Vemos cómo la oración cantada Santo Fuerte se entona repetidas veces a lo largo de la otra. La primera vez es don Saturnino Bermúdez quien la canta, en el capítulo inicial, para combatir las tentaciones. En el capítulo 12 son las niñas de las Escuelas Dominicales y los chiquillos del Catecismo los que «cantaban por las calles en vez de coplas profanas el


Santo Dios, Santo Fuerte,
Santo Inmortal.



y lo de


Venid y vamos todos
con flores a María.



Inventaron un cantar contra el Círculo. Decía así:


Los niños pobres no quieren
ir a la Libre Hermandad;
los niños pobres prefieren
la Cristiana Caridad».



En el capítulo 21 se dice que don Fermín «Cuando oía, desde su despacho, el 'Santo Dios, Santo Fuerte', que cantaba, como si fueran malagueñas, Teresina, que hacía la limpieza allá fuera, tentaciones sentía de cantar él también. No cantaba, pero se levantaba, salía al pasillo».

La música litúrgica aparece en una escena del capítulo 16 similar a la evocada plásticamente por José Uría en su cuadro «Coro de la Catedral». Al Magistral «le zumbaban los oídos, y ya no oía las voces graves del sochantre y de los salmistas, ni el runrún del hebdomadario, que allá abajo gruñía recitando de mala gana los latines de Prima». Don Fermín, absorto en sus pensamientos, creía haber salvado a la Regenta que ahora, sin saberlo, le salvaba a él «Y cantaban los del coro bajo: 'Deus, in adjutorium meum intende'».

El capítulo 18 alude a la «excelente capilla» de la Catedral vetustense. El Magistral aconseja a la Regenta que acuda a oírla, que vaya al templo «no a rezar» sino a escuchar sus interpretaciones y las del órgano «oliendo el incienso del altar mayor, sintiendo el calor de los cirios, viendo cuanto allí brilla y se mueve, contemplando las altas bóvedas, los pilares esbeltos, las pinturas suaves y misteriosamente poéticas de los cristales de colores...», es decir, halagando sus sentidos del único modo que don Fermín puede autorizar sin riesgo para su ascendiente sobre Ana Ozores. Sabido es que el archivo de la Catedral de Oviedo cuenta con magníficas obras de sus maestros de capilla10 ya que, como precisa Guillermo García-Alcalde «El Cabildo de San Salvador era el único en España que no exigía la condición del sacerdocio para concurrir a oposiciones, razón por la cual vinieron grandes talentos que, por no ser eclesiásticos, carecían de lugar en otras basílicas»11. Durante el siglo XVIII conoció la catedral ovetense momentos de máximo esplendor con maestros de capilla como Furió, Villaverde o Lázaro. ¿Seguía la capilla catedralicia interpretando las obras de estos grandes autores en tiempos de La Regenta? En cualquier caso Clarín prefiere silenciar el repertorio.

En el capítulo 21 encontramos al Magistral con el coro de la Santa Obra del Catecismo de las Niñas:

-«¿Qué pájaro me habrá dicho a mí que doña Rufinita no quiere ser buena, y enreda en la iglesia y descompone el coro cuando canta?».

«Cuando comenzaban las lecciones y los ensayos de coro, las niñas se levantaban, se repartían en secciones por el tablado, formaban círculos, los deshacían, como bailarinas de ópera».

«El Magistral, como pez en el agua, entre aquellas rosas que eran suyas y no del Ayuntamiento (...) encontraba placer en manosear cabellos de ángeles menores. Llegó la hora de los discursos,   —73→   después de los cánticos, en que la voz de algunas revelaba, mejor que su cuerpo, los misterios fisiológicos por que estaban pasando».

Armonización de «Arriba Manolillo» por Felipe Pedrell

Armonización de «Arriba Manolillo» por Felipe Pedrell en su Cancionero (Sección «El canto popular en la vida pública»).

Pero la obra musical religiosa que tendrá un papel más decisivo en el desarrollo, y casi diríamos en el desenlace, de la novela es el Stabat Mater de Rossini, obra «espectacular», en expresión de Michel Hofmann12, del mismo modo que también será espectacular la reacción que su música va a producir en Ana Ozores: la decisión de desfilar como penitente el día de Viernes Santo. El efecto de esta composición rossiniana en la exacerbada imaginación de la Regenta queda patente en estos fragmentos de los capítulos 25 y 26:

«Calló el P. Martínez y comenzó el órgano a decir de otro modo, y mucho mejor, lo mismo que había dicho el orador de lujo. El órgano parecía sentir más de corazón las penas de María... Ana pensó en María, en Rossini, en la primera vez que había oído, a los dieciocho años, en aquella misma Iglesia, el Stabat Mater... Y después que el órgano dijo lo que tenía que decir, los fieles cantaron como coro-monstruo bien ensayado el estribillo monótono, solemne, de varias canciones que caían de arriba como lluvia de flores frescas. Cantaban los niños, cantaban los ancianos, cantaban las mujeres. Y Ana, sin saber por qué, empezó a llorar. A su lado un niño pobre, rubio, pálido y delgado, de seis años, sentado en el suelo junto a la falda de su madre cubierta de harapos, cantaba sin pestañear, fijos los ojos en la Dolorosa del altar portátil; cantaba, y de repente, por no se sabe qué asociación de ideas, calló, volvió el rostro a su madre, y dijo:

-¡Madre, dame pan!

Cantaba un anciano junto a un confesionario, con voz temblorosa, grave y dulce (...) Cantaba todo el pueblo y el órgano, como un padre, acompañaba el coro y le guiaba por las regiones ideales, de inefable tristeza consoladora, de la música».

«En aquel momento cesaron los cánticos del pueblo devoto (...) En el coro daban señales de vida violines y flautas con quejidos y suspiros ahogados; se oía el ruido de las hojas del papel de música. Gruñó un violín. Cayeron dos golpes sobre una hojalata... Silencio otra vez... Comenzó el Stabat Mater.

La música sublime de Rossini exaltó más y más la fantasía de Ana; una resolución de los nervios irritados brotó de aquel cerebro con fuerza de manía; como una alucinación de la voluntad. Vio, como si allí mismo estuviese, la imagen de su resolución: «sí... ella, ella, Ana a los pies del Magistral, como María a los pies de la Cruz. El Magistral estaba crucificado también por la calumnia, por la envidia y el desprecio...».

«Y tranquila, segura de sí misma, volvió su pensamiento a la Madre Dolorosa, y se arrojó a las olas de la música triste con un arranque de suicida...».

«Se le había ocurrido aquella tremenda traza de mortificación propia de la novena de los Dolores, oyendo el Stabat Mater de Rossini, figurándose con calenturienta fantasía la escena del Calvario, viendo a María a los pies de su Hijo, dum pendebat filium, como decía la letra»13.

*  *  *

Las alusiones operísticas, que vienen a formar el tercero de los bloques en que hemos estructurado este artículo, no pueden desligarse de la presencia de Italia, de lo italiano en la obra de Clarín. Recordemos simplemente a este respecto Su único hijo o Superchería. En La Regenta se nos dice que la protagonista era hija de una modista italiana. Don Carlos de Ozores la había conocido en un viaje trascendental para él ya que «El romántico Ozores era clásico después de su viaje por Italia» (capítulo 4). En el transcurso de la novela se encuentran pinceladas de italianismo; así, en el capítulo 12 se lee: «-Non capisco -respondió el ex alcalde, que sabía italiano de ópera», en el capítulo 20 Juanito Reseco proclama su ateísmo diciendo «-Pues yo soy otro [ateo], anch'io... sono pittore», y en el capítulo 27 Quintanar llama a la Regenta «mia sposa cara».

La casi totalidad de títulos operísticos mencionados en La Regenta son italianos o italianizantes cuando menos. Se sabe por las crónicas de la época en que Clarín escribió esta obra, que en fiestas de sociedad vestían caballeros y damas ovetenses disfraces inspirados en los personajes de las óperas de moda, óperas italianas por lo general. Viene al caso recordar esta observación   —74→   de Guillermo García-Alcalde: «Desde cierta óptica, lo que frecuentemente se considera regresivo en la cultura ovetense -el italianismo excluyente de la ópera- tiene una raíz histórica y estética de signo revolucionario. Si don Enrique de Villaverde, en sus frecuentes visitas al gran benedictino del Claustro de San Vicente [Feijoo] se hubiera dejado seducir por su nostalgia de la reforma gregoriana, es posible que nuestra música siguiera otros rumbos; pero la práctica nacional, la Corte llena de músicos italianos, el primer Conservatorio Real dirigido por un tenor italiano -Piermarini- y demás circunstancias igualmente decisivas, acaso no permitieron otra forma de 'modernidad' musical que la por ellos impuesta»14.

En el capítulo I de La Regenta vemos cómo don Saturnino Bermúdez, además del Santo Fuerte, entona el «Spirto gentil» de La Favorita y la «Casta Diva» de Norma como antídoto contra el «vicio» que osa olfatear. En el capítulo 3 Ana Ozores se rebela contra su estúpida existencia, pero trata de sojuzgar esa rebelión: «En aquel instante deseaba oír música; no podía haber voz más oportuna. Y sin saber cómo, sin querer, se le apareció el Teatro Real de Madrid y vio a don Álvaro Mesía, el presidente del Casino, ni más ni menos, envuelto en una capa de embozos grana, cantando bajo los balcones de Rosina:


Ecco ridente il ciel...».



Clarín explica que «Quiso pensar en aquello, en Lindoro, en el Barbero, para suavizar la aspereza de espíritu que la mortificaba».

Vuelve a aludirse al Teatro Real en el capítulo 8, al precisarse que el marqués de Vegallana tenía «la manía de las pesas y medidas»: «'Covent Garden tiene tantos metros de ancho por tantos de largo y tantos de altura'»; y hallaba el cubo en un decir Jesús. El Real tiene tantos metros cúbicos menos que la Gran Opera. Pedro, su criado, cantaba «La donna e mobile».

En el capítulo 14 vemos al Magistral angustiado ante la idea de que pueda ser la Regenta una dama cuya silueta percibe en el balcón de la casa de los marqueses. La dama parece asediada por un caballero:

«La cabeza de la silueta de señora desapareció un momento; hubo un silencio solemne y en medio de él sonó claro, casi estridente, el chasquido de un beso bilateral. Después un chillido como el de Rosina en el primer acto del Barbero.

El Magistral respiró. 'No era ella, era Obdulia'».

La ópera francesa, pero italianizada, aparece por primera vez en el capítulo 15: Es un violín tocado por «manos expertas» el que con sus notas «dulces, lánguidas, perezosas» dice «a su modo:


Al pallido chiaror
che vien degli astri d'or
dami ancor contemplar il tuo viso...».



Se trataba de motivos del acto tercero del Fausto de Gounod, motivos que hacían llorar «para adentro» a don Fermín, recordando sus treinta y cinco años de «vida estéril».

El violín sigue sonando y es don Santos Barinaga quien, poco después, reconoce fragmentos de La Traviata y el «Miserere» del Trovador en las melodías que desde el balcón rasgan el silencio de la calle. Sobre la base argumental de estas dos óperas verdianas hemos de tener en cuenta que, con evidente ironía, se dice en el capítulo 7 que La dama de las camelias constituía, junto con la Historia de la prostitución de Dufour, toda la cultura literaria de Paco el marquesito. En cuanto al drama de García Gutiérrez sabemos que estaba en la mente de Ana Ozores que, como el propio Clarín, había vivido en Zaragoza, y se preguntaba: «¿qué había dejado [...] a orillas del Ebro, el río del Trovador (...)?» en el décimo capítulo.

La proverbial y particularísima afición vetustense a la ópera queda fielmente reflejada y resumida en el capítulo 16:

«La ópera, la ópera era el delirio de aquellos escribanos y concejales; pagaban un dineral por oír un cuarteto, que a ellos se les antojaba contratado en el cielo, que sonaba como sillas y mesas arrastradas por el suelo con motivo de un desestero.

-¡Se acuerdan ustedes de la Pallavicini! ¡Qué voz de arcángel! -decía Foja, socarrón, escéptico en todo, pero creyente fanático en la música de los cuartetos de ópera de lance.

-¡Oh! Como el barítono Battistini yo no he oído nada -respondía el escribano, que estimaba la voz de barítono por lo varonil, más que la de tenor y la de bajo.

-Pues más varonil, es la de bajo -decía Foja.

-No lo crea usted. ¿Y usted qué dice, Ronzal?

-Yo... distingo... si el bajo es cantante... Pero a mí no me vengan ustedes con música. ¿Saben ustedes lo que yo digo? Que la música es el ruido que menos me incomoda... ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja! Además, para tenor ahí tenemos a Castelar... ¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!

El escribano reía también el chiste, y los concejales sonreían, no por la gracia, sino por la intención».

En el capítulo 19 leemos que, al regresar de un paseo, don Víctor, emparejado con Mesía mientras su esposa daba el brazo a Frígilis, «tal vez se permitía cantar a su modo el Spirto gentil o la Casta diva». Vemos, pues, que Clarín vuelve a emparejar estas dos arias de Donizetti y Bellini igual que lo había hecho en el capítulo 1. Lo mismo sucede con La Traviata y el «Miserere» del Trovador, aludidos ya conjuntamente en el capítulo 15 y que vuelven a aparecer unidos en el pasaje de la misa de gallo del capítulo 23. En el 26 se compara al Magistral, triunfante en la procesión, con un barítono que, en un carro de cartón, entraba en el escenario del Real cantando Poliuto.

Meyerbeer es recordado -en versión italianizada, como anteriormente lo fuera Gounod- en el capítulo 27:

«Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer que colgaba del suyo, y le tomó la mano como un tenor de ópera. Y cantó:

  —75→  

oh lasciami partir...



Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alumbraba las narices. Miró a su esposa, que también volvió el rostro hacia su marido.

Fragmento del Stabat Mater de Rossini.

Fragmento del Stabat Mater de Rossini.

-¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas? Qué mal los cantaba aquel tenor de Valladolid... Pero oye..., mira qué idea..., hermosa idea... Figúrate aquí, en medio del Vivero, ahí, junto al estanque, figúrate a Gayarre o Massini cantando... en esta noche tranquila, en este silencio..., y nosotros aquí, debajo de esta bóveda, oyendo, oyendo... Las óperas deberían cantarse así... ¿Qué nos falta a nosotros ahora? Música, nada más que música... (...) esto con acompañamiento de un buen cuarteto... y ¡el paraíso! (...) Estoy por la canción, por la poesía que se acompaña en efecto de la lira o de la forminge... ¿Tú sabes lo que era la forminge, phorminx?

Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo».

En el capítulo 27 la Regenta relee su diario y recuerda los terribles días que siguieron al de la procesión: «El mal subió de los pies a la cabeza. Tuve fiebre, guardé cama... y sentí aquel terror..., aquel terror pánico a la locura. De esto no quiero hablar ni conmigo misma. Lo dejo por hoy; voy al piano a recordar la Casta Diva... con un dedo».

En el siguiente capítulo nos encontramos en el Vivero donde «se bailaba, se tocaba el piano». Paco Vegallana «con regular voz de barítono, cantó pedazos de Favorita y de Sonámbula, y Joaquín salió por malagueñas». Don Víctor «oyó cantar el Spirto gentil y subió. Le daba ahora por la música. Cantar óperas, a su modo, y oír cantar a los que afinaban más que él, era su delicia por aquella temporada». La nueva obsesión de don Víctor por la ópera cristaliza en una pesadilla cruelmente premonitoria que este sufre en el penúltimo capítulo de la novela:

«Había soñado mil disparates inconexos; él mismo vestido de canónigo con traje de coro, casaba en la iglesia parroquial del Vivero a don Álvaro y a la Regenta. Y don Álvaro estaba en traje de clérigo también, pero con bigote y perilla... Después los tres juntos se habían puesto a cantar el Barbero, la escena del piano; él, don Víctor, se había adelantado a las baterías para decir con voz cascada:


Quando la mia Rosina...



el público de las butacas había graznado al oírle como un solo espectador... Todas las butacas estaban llenas de cuervos que abrían el pico mucho y retorcían el pescuezo con ondulaciones de culebra...»15.

*  *  *

Finalmente vamos a destacar las escasas pero importantes menciones a la zarzuela que aparecen en la obra.

En el capítulo 19 don Víctor, por el camino de Corfín a Vetusta, siente un «deseo vago de oír música». Entonces recuerda «que se cantaba aquella noche El Relámpago o Los Magyares». Hemos de tener en cuenta que la segunda de las obras mencionadas, compuesta por J. Gaztambide en 1857, debió de ser título muy frecuente en el repertorio de la época.

Mucho más interesante resulta este fragmento del capítulo 27 en el que dialogan la Regenta y su esposo:

-«Toma, móndame esa manzana...

-'Móndame la manzana, móndame la manzana...'. ¿Dónde he oído yo eso? ¡Ay, ya!...

-¿Qué tienes, hombre?

Y se atragantó con la risa.

-Es de una zarzuela... De una zarzuela de un académico... Verás. Se trata de la marquesa de Pompadour: Un señor Beltrand anda en su busca; en un molino encuentra una aldeana... y, como es natural, se ponen a cenar juntos, y a comer manzanas por más señas.

-Como tú y yo.

-Justo. Pues bueno, la aldeana, como es natural, también coge un cuchillo.

-Para matar a Beltrand...

-No, para mondar la manzana...

-Eso ya es inverosímil.

-Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza de espanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos sus clarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado:


 (cantando y puesto en pie.) 

¡Cielos!, monda la manzana;
¡es la marquesa
de Pompadour,
de Pompadour!...



  —76→  

Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate del académico y la gracia de su marido».

¿Contra qué académico se dirige esta sátira? Sabemos que los compositores de zarzuelas de moda en aquel momento eran Arrieta, Barbieri, Hernando, Gaztambide, Oudrid... Los libretistas más conocidos García Gutiérrez, Ventura de la Vega, Ayala -estos dos últimos, académicos-, Olona, Ramos Carrión, Camprodón, Mariano Pina, Luis Mariano de Larra...16. No parece en cambio fácil identificar la zarzuela ridiculizada, que tal vez sea una simple invención de Clarín, aunque no es esa nuestra opinión17 18.

*  *  *

Podemos concluir que la música popular, pocas veces de raíz netamente asturiana, se utiliza para expresar desde lo más soez hasta las emociones más limpias, tiernas o incluso religiosas. La música religiosa propiamente dicha va desde la ramplonería de algunos cantos infantiles pro clericales, hasta la grandeza de engañosa religiosidad del Stabat Mater de Rossini, ignorándose el tesoro barroco y clásico guardado en los archivos de la Catedral de Oviedo-Vetusta. La ópera tiene una gran incidencia en la novela, pero siempre en una línea belcantista decimonónica o romántica de origen italiano o tamizado por el influjo italianizante. La ópera se asocia a la frustración personal de Ana y de Fermín, a la decadencia de Vetusta y, de modo especialmente patético, a la ruina moral de don Víctor que va cambiando el drama barroco por el teatro musical mientras camina hacia su destrucción. Por último, la zarzuela sirve de vehículo a la crítica mordaz.

El carácter lírico de la práctica totalidad de la música que inunda La Regenta, la ausencia de música pura, la restricción a la ópera italiana, o a un Gounod y un Meyerbeer italianizados, de toda alusión a la música que pudiéramos llamar clásica y extranjera -y ello dentro del estrecho margen cronológico que va de Rossini a Verdi- llega a producir en esta novela una sensación de ahogo cuya intencionalidad por parte del creador de Vetusta difícilmente puede ser negada.





 
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