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ArribaAbajoActo II

 

La decoración del acto primero. Al abrirse el telón, se advierten los cantos del Orilé y más cerca las noticias del radio. Entran a escena CACHITA y BERTA. Las dos portan pencas (abanicos) caseras.

 

CACHITA.-  Lo que yo quería. Ahí está.

BERTA.-   (Casi cantando.) ¿Qué cosa, abuela?

CACHITA.-   (Burlona, imitando a su nieta.) ¿Qué cosa, abuela?  (Dramatizando.)  ¡Ay, Virgen de la Ascensión, que niña más sanaca! A mí no se parece, ni a su madre.  

(Se abanica fuertemente. Pausa. BERTA muestra un aire melancólico, triste. Tono suave al público.)

  Ay, hija, la vida a una siempre le ofrece una oportunidad.

BERTA.-   (Abanicándose, tono anterior.)  No la capto.

CACHITA.-  Entenderme, tú. Mema, sin remedio.

BERTA.-  Estoy más hastiada. Me trata lo mismo que a una imbécil.

CACHITA.-  Razones tengo.

BERTA.-  ¡Ay, abuela, tú!

CACHITA.-  Ponte, bobita, ponte con ñoñerías. Ponte con arrumacos. Hazte la atarantada. Ay Dios mío, qué lucha, qué lucha.

BERTA.-  Abuela, usted se encalaberna.

CACHITA.-   (Violenta, abanicándose.)  Berta, búscame que me encuentras. Los límites son los límites. Me da una roña, que el salpullido me ataca. (La contempla con rabia. Pausa.)  Quién me iba a decir a mí, que tú serías capaz de ser tan aguantona.  

(Gesto de BERTA.)

  Déjame tranquila. Apártate de mi vista. Bórrate del mapa. Evapórate.  

(BERTA intenta un gesto, una palabra conciliatoria.)

  No me vengas con el cantico de «abuela, abuela», y las lagrimitas de cocodrilo.  (Pausa.)  ¿Tú no ves, alma de Dios, que aquí ha pasado un vendaval?  

(BERTA con gesto afirmativo.)

  Pues, entonces...

BERTA.-  ¿Lo de Juvencio y Blanca Estela?

CACHITA.-   (Molesta.) Sí, Berta, sí. (Al público.) Necesita mentar el santo.

BERTA.-  Usted se lo chismorreó a la gallega Asunción y ella se encargó de pregonarlo casa por casa, y la negrita de la esquina, La Fueguito, zancajeando se fue al Parque Martí y con el rebumbio de registros y detenciones que pululan, imagínese, abuela, es probable que la agarren presa, y ella tan campante, soplando, soplando...

CACHITA.-  Que se propague, que se propague. Pintiparado a mis deseos, requetestupendo. Que la gente tenga una prueba. Deja que llegue Pablo. Lo estoy esperando como ají guaguao.

BERTA.-  No me explico cómo puede alegrarse.

CACHITA.-  ¡Qué mentecata! Así que Pablo se da el lujo de despreciarte y tú lo dispensas.

BERTA.-  Abuela, cuando usted coge la pituita, peor que una chinche... Pui, pui, pui...  (Otro no.) Él no tiene la culpa.

CACHITA.-   (Gritando.) ¡Berta! ¡Malvada! No..., es el colmo. ¿Así que te atreves a echármelo en cara y lo justificas? ¡Malagradecida!

BERTA.-  Es un muchacho, abuela. Yo lo hubiera deseado distinto... Ay, tengo un barullo por dentro. ¡Qué voy a decir, abuela!... A ciencia cierta él aspira.

CACHITA.-  Aspira, ¿no? Aspira. Ya veremos qué pinta con sus aspiraciones.

BERTA.-  Las conveniencias. Después de todo, yo qué puedo ofrecerle. En lugar de darle, le quito.  

(Grito de CACHITA.)

  Competir, abuela.

CACHITA.-  Vaina. Vaina. ¡Qué tú lo digas! Qué atrocidad. Así que las aspiraciones. Así que las conveniencias.  (Imitándola.)  El pobre Pablo, el pobrecito Pablito, ñañañá, ñañañá.  (Otro tono.)  Mientras yo viva, no lo perdonaré. ¡Entiéndelo! No se lo perdonaré. Mala entraña. Maldita casta. Ojalá que se mueran todos.  (Hace mutis, gritando, llamando a los santos.) 

BERTA.-   (Detrás de ella.)   Abuela, abuela... (Mutis.) 

 

(Los cantos del Orilé se intensifican, acompañado por los cantos de los grillos invisibles y por el vuelo de algún cocuyo extraviado. Penetra a escena PEPE, fisgonea la escena y va y se recuesta al pasamanos de la escalera abanicándose con un sombrero de yarey. ÑICO se repantinga al final de la escalera, silba una canción. Ambos muestran impaciencia. ÑICO recoge un soldadito de plomo, lo examina, juega con él y lo guarda en un bolsillo del pantalón.)

 

JUAN.-   (Bailando, sofocado, cantando.)  La noche es pólvora encendida, papo.

ÑICO.-   (A PEPE.)  Mira la hora en que se aparece éste.

PEPE.-    (A ÑICO.) Confiemos en que trae el paquete.

JUAN.-  Caballeros, había que jamarse aquello.

PEPE.-  Cuenta, negro, cuenta.

ÑICO.-   (Frotándose las manos.)  Arriba, sin desperdicio.

 

(JUAN no responde y los mira asombrado.)

 

PEPE.-   (A JUAN.)  ¿Y qué...?

ÑICO.-  Escupe, negro, escupe.

JUAN.-  Que no, jiniguano, que me coso la lengua.

ÑICO.-  ¡Qué fulastre eres!

PEPE.-    (A JUAN.)  ¿Te amenazaron?  (A ÑICO.)   Esto se cuenta y no se cree.

ÑICO.-  Que tú nos compongas este numerito, Juan..., increíble, coño, increíble. ¿Que Hilario, o Juvencio, o el diablo...?

 

(ÑICO le enseña a PEPE una botella de ron «Palmita». JUAN se queda instantáneamente deslumbrado. PEPE toma la botella y se la enseña a JUAN. En la escena se crea un instante mágico. JUAN rechaza la botella. PEPE la destapa y bebe un trago. Cierra la botella y se la lanza a ÑICO, que la atrapa y lo imita. Gritos de CACHITA, mezclados a la voz del noticiero radial, fuera del escenario.)

 

PEPE.-   (Mirando a JUAN con desprecio.)  Por mí que se pudra.  (A ÑICO.) Este es el último trabajo en que me meto.

ÑICO.-  Uno arriesga el pellejo y luego este tipo, en la primera oportunidad, empieza a volverse misterioso. Mi lema se confirma: creer, ay Santo Tomás, ni en la madre de los tomates.

PEPE.-   (A JUAN.) Parece mentira que tú, sabiendo que somos legales...

ÑICO.-   (A PEPE.) ¡Déjalo! ¡Se hace de rogar! Si lo digo: hay que ser malo, mulato. El malo se abre camino y triunfa.  (Señalando hacia el público.)  Fíjate en Hilario.

PEPE.-   (Echándole el brazo por los hombros de JUAN -que permanece imperturbable-, tratando de conquistarlo.)  Anda, negrito lindo, esa onda no te cuadricula.  

(JUAN no reacciona. En otro tono.)

  Cabilla, la vida es corta y yo resuelvo.

JUAN.-   (Molesto. Apartándose de PEPE.)  Eh, tú... Qué sigilo es el tuyo. Vete a freír tusa. Conmigo ese guasabeo no camina.

 

(Risotada de PEPE, cayendo al suelo.)

 

ÑICO.-   (A PEPE, molesto.)  No le ruegues más.  (Intenta mutis.) 

PEPE.-   (A ÑICO.) ¿A dónde vas?

ÑICO.-  A cualquier lado.  (Señalando a JUAN.) Este negro se ha puesto cerrero. Conmigo que no cuente. No le des más coba. (Traza unas líneas en el suelo y comienza a jugar el juego infantil llamado «Arroz con pollo» o «La peregrina».)  

PEPE.-   (Mirando a JUAN con desprecio.)  Tendrá que arreglárselas solo.  (A ÑICO.)  Así es, mi tierra.

JUAN.-   (Dándose categoría.) El caso es que...  

(ÑICO y PEPE continúan jugando sin prestarle atención.)

  Ejem..., las cosas son como son y virarlas al revés casi una utopía...  (Mira a ÑICO y a PEPE. Con sonrisa indefinible.)  Yo lo aclaré al principio: contención, sociales. Nada de arrebatarse y a su tiempo se llega.  (Otro tono.) Y ya que estaba embarcado...

PEPE.-  ¡Qué negro más descarado!

ÑICO.-   (Con cautela, ojeando a su alrededor.)  Subuso.

JUAN.-  Ninguno quiso ir a la Estación de Policía. Era necesario. Era de apuro. Estábamos cansados de aguardar. Hilario no se manifestaba y tenía que concretar a qué hora... Y Menda tuvo que ir. Y Menda fue. Se dio una paseadita y ni por asomo un rastro de su cuñao Chicho Domínguez, el Sargento de Carpeta que le chapurrea de cuanta tropelía existe..., y se disparó para la piquera de la Catedral y allí lo encontró en el barcito de enfrente y se enteró de...,  (Ríe. Cantando.)  «mejor que me calle, que no diga nada...»

PEPE.-  ¿Oíste...?

ÑICO.-  ¡Que desembuche!

JUAN.-   (Pavoneándose.) El ascenso, lo mismito que el globo de Matías, se evaporó, porque el negocio se complica. Después de una decena de añitos, lo dicen, a mí no me lo crean, de sembrar el terror a diestra y siniestra, pillaron al Moro Guilarte, con una curda sangandonga, en una covacha, a las afueras de Holguín. Una tipa del vecindario lo chivateó. Que si la mujer reclamaba daños y vejaciones, y que le violó a su hijita de trece no cumplidos, que la amarraba a una silla y la torturaba y le ponía tizones en los pies... Bestialidades, hombre, que mi lengua se avergüenza... Un desalmado, qué gandinga. El tipo se enmarañaba no sólo por la zona de Palma Soriano y de Bayamo, si no por aquí, en un sin fin de desafueros, sobornos, atracos, robos y chantajes a comerciantes, asesinatos a mano armada..., y a resulta ser que el Moro era compinche del Viejo Hilario, y entre ellos había mucha tela que cortar y grandes cuentas que saldar..., el Viejo Hilario anunció que él sólo aceptaba que se lo trajeran vivo y mandó a llamar a los periodistas, calculando que al tener frente a frente al Moro Guilarte, éste se iba a achicar, y él mataba dos pájaros de un solo tiro, se condenaba al Moro y él lograba el ascenso... Hilario pensó en su amigo el alcalde, en su amigo el representante, en su amigo el senador, en su amigo el Presidente de la Audiencia, y en su amigo de uña y carne, el Presidente. Un engranaje facilito asegún su magín. Pero él desconocía que su vida pendía de un hilito. (Otro tono.) Apareció el Moro Guilarte y, delante de todos en la Estación, empezó a soltar culebras por la boca. Lo que durante años Hilario embarajó, saltó a los ojos y oídos de los presentes. Que si la muerte de Pérez Consuegra, y la del Juez Cerviño, lo de los estudiantes en la calle Padre Pico, y los de la Socapa, los de San Vicente..., y el incendio de los muelles y los seguros que cobraba, el mundo colorao...

ÑICO.-  Tremenda pelotera.

PEPE.-   (A ÑICO.) No lo pasmes, viejo.

JUAN.-    (Dueño de la situación.) Y sobre todo la muerte del Capitán Manolo Estrada, el padre de Juvencio...

PEPE.-  Se armó la gorda.

JUAN.-  Confesó... Su parte y la del susodicho. Con pelos y señales. La manera en que se planeó, la manera en que se creó la emboscada, y cómo explicaron a la prensa que..., unos maleantes, que hicieron el simulacro de que cacheaban entre la gente más pobre, entre los desheredados de casas de latón y guano y, más allá, en los basureros, y afuera, en pleno campo... ¿No me lo creen? Las actas y los periódicos y la radio lo ratifican...; y del modo que él, el Moro, se guardaba las espaldas y le dieron de recompensa un viaje a Colombia. Y, la materia gris, Hilario, ascendía. ¡Buen trabajo!... Clarito, clarito y sin pestañar, lo cercaba y atortojaba, ahí, el Moro, cargado de arañazos, sin camisa, plantao, en medio del salón... Dicen, yo no lo vi. Un toro viejo, un caballo o un gallo de pelea. De los templaos. De los duros, puro jiquí. Y uno que lo vio por el pasillo a través de las rejillas y de los desensambles de la ventana dijo que era una sombra que ocupaba todo el espacio de la Estación, y los policías estaban pasmados. Como si estuvieran encerrados en el cuarto del miedo.

PEPE.-   (Interrumpiendo.) Recuerdo que cuando yo era un bejigo veía a los negros de Trocha que hacían fiesta de tambor, y yo no me podía escapar de casa, prohibido a los mulatos mezclarse, y eran los santos repicando en la noche cerrada, repica, santo, repica, y mi madre, muerta de miedo, rezaba, rezaba, y yo bailaba, y bailaba, tam tam tam, y luego ella, fuera de sí, se meneaba, tam tam tam, y bailaba ella también, y llamábamos a las palabras extrañas que no podíamos decir, e invocábamos a los dioses, sin saberlo, tam tam tam, y uno surgía, uno, vestido de rojo, el rojo y el negro levitando, y yo me apendejaba, en el cuarto entre sombras...

JUAN.-  ¡Santísimo!

ÑICO.-  ¡Aché pa'ti, mulato!

PEPE.-   (Entre sueños.) El diablo.

ÑICO.-   (Sorprendido.) ¿El diablo?

JUAN.-  ¿Quién es el diablo? ¿Hilario o el otro?

PEPE.-  Los dos.  (Pausa con risotadas.) 

JUAN.-  Y volviendo al tema... Los dos hombres cara a cara semejaban de piedra. En la sala cundía el silencio. Ni una mosca se oía, compadre. Nadie se movía, paralizados. El Moro Guilarte dio un paso hacia adelante, y mirándolo fijamente le advirtió: «¿Qué más quieres, Hilario García?» A Hilario se le contrajo la mandíbula, o los reunidos discurrieron que era inevitable que sucediera. ¿Odio? ¿Desprecio? ¿Indiferencia?... Un encuentro de titanes. O del hombre y su sombra. ¿Quién era el hombre? ¿Quién, la sombra? Ambas se confundían. «¿Continúo sacando los trapos sucios, colega?», alertó al Moro. «¿Quién me pagaba a mí y a mi gente?... ¿Y los atentados? ¿De dónde venían las armas?... ¡Júzgame! ¡Que ya saltarás como perico desplumado? ¡Tú y muchos embuchaos y tapiñaos!».

ÑICO.-  ¿Y la reacción de Hilario?

PEPE.-  Sí, la reacción... Podía defenderse... Era lo oportuno.  (Pausa.) 

JUAN.-  Los mortales a ratos prefieren la mudez. Es un signo raro, y en materia, significa a la larga y a la corta su mortaja.  (Pausa.)  Se llevaron al Moro al vivac esposado entre la turba que chiflaba y lo vituperaba. Y..., entonces, es natural, se formó un jelengue infernal. Todos se le tiraron encima a Hilario. Le cantaron las cuarenta. Que si la desmoralización imperante, que si la vigilancia, que si las pandillas, que si los ladrones, que si la zona de tolerancia, que si el contrabando, que si el juego, que si las drogas...

ÑICO.-   (Interrumpiendo.) Se la han clavado en el carcañal.

PEPE.-   (Rápido.)  El que hace la paga.

ÑICO.-   (Rápido.)  Eso no falla.

PEPE.-   (Rápido.) Bastante hemos aguantado.

JUAN.-  Al grano, monina, ¡lo liquidamos!

PEPE.-  Razones abundan.

ÑICO.-  Y con la paga de Juvencio, la conciencia tranquila.

 

(Los tres personajes hacen mutis. Cantos del Orilé intensos. Entra PABLO. Vuelve la vista hacia atrás a los tres personajes. Se detiene en el centro del escenario. Preocupado. Va hacia el fondo lateral. Golpea suavemente la puerta de la casa de CACHITA, luego más fuerte y la llama. Silencio. Repite la llamada violentamente. Abandona su propósito. Sube las escaleras, a mitad del trayecto desciende, echa un vistazo a su alrededor y se va por el otro lateral. Sale BERTA. CACHITA la llama. BERTA regresa al interior. PABLO regresa a la escena, se arrellana en el quicio de la escalera y se recuesta al pasamanos fatigado y queda adormilado. Pausa. Penetra CACHITA, detrás BERTA. CACHITA finge que no ha visto a PABLO y BERTA no cesa de observarlo, a pesar de las acusaciones de su abuela. Las dos se han endomingado.)

 

CACHITA.-  Arréglame las mangas. Vamos, niña. Los pliegues de la falda. De atrás, Berta. No estoy ciega. Tú lo has palpado, la plebe es la plebe. Enseguida se sueltan de la lengua, que si Cachita no se arregla, o descuida el vestido de repiqueteo gordo, que si no se peina, que si las uñas, que si los callos, que si el hígado, que si el páncreas, que si el reuma y la artritis, que si el mal humor... Cierra los broches, muchacha. Al bagazo, poco caso. Recuerda. Métetelo en la coronilla. ¡Pazjuata!  (Otro tono.) Las uvas están verdes, y los mamoncillos y los mangos, ángel mío. La historia de la zorra la aprenderás, si no es por la buenas, a sangre y fuego... Berta, te recalco que me revises el túnico. Berta. Calienta, monga. Berta...

BERTA.-  Abuela, qué pejiguera...

CACHITA.-  Por tu bien, mi hija...

BERTA.-  Pero usted no cesaba de recomendarme, que haz esto, que actúa de este modo, que sigue en tu propósito, que una mujer cuando se empecina, que los negros, que los mulatos, que si el adelantar la raza, que mascual, que... Un rollo. Y yo a todas estas, confundida, con tanta jerigonza y tanto dale que no te doy, «mírate con ese palmito, un regalo de Dios que no se desperdicia, mírate en el espejo y que tu madre se aguante, y tú resuelve, que éste es pescado en mano, que es tu oportunidad, que tu lugar, aquí, y no allá...  

(CACHITA hace gesto violento.)

  Es la verdad, abuela.

CACHITA.-   (En un murmullo, violenta.) ¡Roñosa, malagradecida!... Me dan deseos de arrancarte los moños.  (Otro tono.) Una cosa era antes y otra después. (Imitando la voz ronca de PABLO.)  Todo cambia.

BERTA.-  ¡Sí, abuela, sí! ¡Ay, que recondenación!

CACHITA.-  Sí, la que lo digo soy yo... ¡Qué recondenación!... ¿Terminaste?... ¡Ahora, para casa de Violeta! ¿Y la sombrilla?... Ah, Virgen de las Angustias, para qué la sombrilla, a estas horas. Estoy tan apapuchada que me pregunto dónde tengo la cabeza... Ven, corre.

 

(PABLO se despierta y cree que sueña.)

 

BERTA.-   (En tono casi de súplica.)  Pablo...

CACHITA.-   (En un grito desesperado sin mirar hacia atrás, cojeando.) Berta.

PABLO.-   (A BERTA.) Pero, ¿ustedes aquí?... Estuve tocando, un minuto, no más, en la puerta y llamando a Cachita, y nadie respondió y deduje que habían salido. Fui a la casa de Violeta y era tanto el gentío que regresé y supuse que estaban en el cine, porque descubrí que echan una película de Pedro Infante y la abuela se arrebata por él... En realidad, deseaba refrescarme, alternar el ambiente. Dar un paseo en el Oldsmobile. Irnos a cualquier sitio. Pensé que sería bueno coger carretera hasta la playa, o al Morro, a contemplar la noche y la caída de las estrellas, es un espectáculo digno de verse, no sé, oír el ruido del mar, compartir juntos..., ustedes en definitiva hacen que me olvide de los salpafueras, de las perrerías, que si yo digo, que si tú dices, y de los errores que sin pretenderlo se van acumulando y son a veces montañas, ¡uf!, intransitables... ¡Y fácilmente uno se vuelve tarumba!..., y al mediodía la vi tan excitada, que pensé..., a lo mejor se despeja...

BERTA.-   (A PABLO.)  ¿Tú crees? ¿Es en serio?

CACHITA.-   (Teatral, fingiendo su ceguera y que no puede caminar.)  Ay, Pablito, tú, ahí. Pobrecito. Mi querubín adorado, mi corderito perdido. Estaríamos hacia el fondo, por el patio o el trapatio. Estoy hecha una calamidad, apenas oigo, medio cegata y con unos dolores de reuma de la cintura hacia abajo que no me sostengo en los pies... Una calamidad, una soberana calamidad.  (Otro tono. Ladina.)  Y tú, ¿en el duro?

PABLO.-   (Rápido.) Jodido. Ah, excúseme, vieja. En lugar de arreglarse la situación...

CACHITA.-  Sí, ya sé. Se empeora.

PABLO.-  Sospecho que será por corto plazo. Existe una gran confusión, creo yo. En la Estación de Policía el entrisale y la algarabía dominaban. Atraparon a un tipo que perseguían desde hacía meses. Un pandillero, Cachita. Allá por Holguín, cerca de Bayamo. Esta madrugada. Me contó el chofer de papá... Lo trajeron en una avioneta especial y lo metieron en el vivac... Un facineroso. Una ralea humana, de esas que ponen en peligro de vida de todos los ciudadanos. Y papá insiste en que se haga justicia.

CACHITA.-  ¿Justicia? ¿Tu padre?

BERTA.-  Abuela, ¿vamos o no vamos? Violeta nos espera.

PABLO.-  Si quieren, yo las acompaño. La fiesta se quedó en el pico del aura con el embrollo de la Poli.

CACHITA.-   (A BERTA.)  Que Violeta espere. (A PABLO.) Y tu fiesta, ¡adiós, Lola!... Y no es necesario que nos acompañes. No hagas ese esfuerzo, Pablito.

BERTA.-  Abuela, que nos retrasamos.

CACHITA.-  ¿Y ese apurillo, chiquilla?

BERTA.-  Le recuerdo que Violeta cerrará la sesión a las doce.

CACHITA.-   (Violenta.)  ¿No me ves que estoy hablando con Pablo? ¡Insoportable! ¡Qué desgracia me ha caído a mí, San Lázaro!

BERTA.-   (Con sorna.)  Usted es tan puntual.

CACHITA.-  La puntualidad será en su momento.

BERTA.-  ¡Qué quisquilla, allá usted! (Se dirige a la escalera y apoya un pie en el primer escalón.) 

CACHITA.-   (A PABLO.) ¿Así que tu padre reclama justicia? Vaya novedad...

PABLO.-  Cuando a él se le mete entre ceja y ceja una idea no da su brazo a torcer.

CACHITA.-   (Fingiendo que se interesa.)  ¡Anja!... ¿Y qué más...?  

(PABLO se sorprende de su soterrada violencia. Otro tono.)

  Inocente serafín caído del cielo, ¿oíste la radio?  

(PABLO no le da crédito a las palabras de CACHITA, a su tono, a su mímica.)

  Así que tú ignoras de la misa la media... Sería formidable que lo hicieras. Recibirás un buen batacazo en la mollera, y dejarás las ñoñerías, y esa comedura de gofio y esas maromas gratuitas de ustedes los blancos. De primera y pata verás la realidad. Asunto de tomo y lomo a tu edad...

PABLO.-  Pero, ¿por qué ese tono? ¿Por qué...? No la comprendo.

CACHITA.-  Tendrás que comprender, Pablito. Quieras o no.

PABLO.-  Yo a usted, que sepa, no le he dicho ni hecho algo de que tenga que avergonzarme o sentirme culpable. A usted la considero una de las personas más cercanas... Digo. Eso pienso.

CACHITA.-  Valiente descarao.

PABLO.-  Berta, ¿te he faltado el respeto?

BERTA.-   (Huyendo de su mirada.)  ¿A mí? ¿Tú a mí? ¡Oh, no!... (Otro tono.)  Ay no me mires así.  (Otro tono.)  Ella, que se agita el santo día en un perpetuo reperpero. ¡Estoy tan aburrida!  (Otro tono.)  Es ella, ella, la que te ha montado ese zarambeque.

CACHITA.-   (Golpeándose el pecho.)  Sí, soy yo, soy yo, soy yo. Nadie más que yo, que lo digo, y lo repito y lo seguiré repitiendo. Estoy cansada de tanta hipocresía, de tanto lamer el culo a una gente que no se merecen que yo, Concepción Gonzaga y Sandoval, viuda del Teniente de Tropa de Estevanez, Don Arturo Menéndez y Urquiza, en la guerra del 12, la de los negros, de la que ninguno habla, tenga la consideración de mirarles la cara. Soy negra y a mucha honra. Negra, pobre y honrada. ¿No te gusta? Te aguantas... Hoy lo he decidido. Pues si nadie se atreve a decirte la verdad...

PABLO.-  ¿Cuál, qué, por qué motivo?

BERTA.-  ¡A ella le encanta! ¡Si no vomita, revienta!

PABLO.-  Puedo llevarla a donde quiera y conversamos.

CACHITA.-  ¿Llevarme, a dónde?... ¿Qué, sordo el nene?  (Otro tono.) No, Pablo, no... No me lleves a ningún lado. Con mis pies me valgo y me sobra. (Otro tono.)  Escucha la radio. Ponte al corriente. Anda..., ¿o el miedo...? ¡El miedo!  (Otro tono.)  Ya las cosas por su libre curso están a punto de llegar a su nivel. Todo se ha invertido. Sí, una voltereta. Por una varita mágica..., ¡pum! Delante de ti cae la cortina de humo en que tu padre te ha envuelto. Ya no podrás rodar ese carrito descapotable, por el que las blanquitas pierden el tino..., ¡vitrina, pura vitrina!..., ni tendrás esa escolta de amigos y de policías, milientos esclavos..., que te hacen sentir que eres mejor que los demás, a la humanidad de rodillas, que si te empeñas en ir de vacaciones a Varadero o Miami, en una avioneta que papá dispone, en un abrir y cerrar los ojos, en el paraíso... ¡El niño de papá, el consentido!... El niño que sufre, el que repitió dos veces el quinto año del Bachillerato porque los profes se oponen a los manejos de papá..., y tuvo que ir a un psiquiatra..., igualito que su madrastra que sale de uno para entrar en otro... ¡Si yo, o mi hija, o mi nieta lo hiciéramos, dirían que éramos putas!... ¡A ella, no! ¡A ella, un psiquiatra!... ¡Claro, cuestión de pellejo!...

PABLO.-   (Violento.) Esto se pasa de la raya.

CACHITA.-   (Zafia.) ¿Qué? ¿Vas a matarme?... (Riéndose.)  ¡Idéntico a su padre! ¡Idéntico!  (Otro tono.)  ¡Atrévete!

PABLO.-  ¡No le permitiré que...!

CACHITA.-  ¡Ni yo tampoco!... ¡Desvergonzado! ¡Miserable!... Vegetas en una cárcel de oro y esa cárcel se pudre, Pablo. ¡Y haré lo indecible con tal de que no nos ensucies! ¡Con esa cara de yo no fui! Quien no te conozca que te compre. Tú sabías qué querías..., (Señalando a BERTA.)  que esta indefensa paloma cayera en tus garras. Loco por meterle el diente. ¡Abusador!... Pero aquí estoy yo, un muro, impidiendo que te sobrepases, que te aproveches... ¡Infame! ¡Malvado!..., y tu madrastra y tu padre..., que no puedo más... ¡Ayyyy!... ¿Por qué habré nacido en esta tierra?

BERTA.-  ¡Abuela, aguántese!

CACHITA.-   (En el paroxismo.)  ¡Déjenme! ¡Que me voy a volver loca! Berta, aprisa. A casa de Violeta. Me precisa un buen despojo. ¡Violeta, ayúdame! ¡Que los malos espíritus se aparten! ¡Misericordia! ¡Paz y buena voluntad! (A PABLO, furiosa.) Todo lo que manosea tu padre..., sal y agua. Tu padre trae la desgracia. Tu padre es la salación. Tu padre es un asesino y se destarrará.

 

(Hace mutis rápido, detrás BERTA.)

 

PABLO.-    (Con odio.)  ¡Negra de mierda!

 

(CACHITA, de pronto, irrumpe en el escenario con BERTA a rastras.)

 

CACHITA.-   (Violenta, a PABLO, señalándolo.)  ¡Eso! ¡Negra de mierda!

 

(Mutis rápido de las dos.)

 
 

(En ese instante surge BLANCA ESTELA en lo alto de la escalera. Más atractiva que nunca, diferente a su primera aparición. A lo lejos se perciben los cantos del Orilé.)

 

BLANCA ESTELA.-  ¿A qué viene esa gritería?

PABLO.-  ¡Esa vieja!

BLANCA ESTELA.-    (Amonestándolo, suave.) Te lo hemos advertido infinidad de veces. No le des confiancita. Al fin y al cabo disgustos traerá. Si le das una mano, te cogen el brazo, y se creen que tienen a Dios cogido por las barbas. A las gentes cada una en su categoría. ¡Te mezclas, hijo! Es inconcebible que a tu edad... Cuando tu padre lo sepa pondrá el grito en el cielo. ¡Y con razón!  (Otro tono.) Mucho tacto, Pablo. «Buenos días, Cachita. Una tarde espléndida. Ha enfriado. Qué calor. Parece que va a llover». Lo imprescindible. Ella es capaz de las peores barbaridades, y con su idea fija..., su nieta... Se ve a la legua y se huele... ¡Dios me libre de reprocharte! Sólo, te sugiero.

PABLO.-  Me dan ganas de largarme, de que no me vean más el pelo. Constantemente me equivoco. Constantemente meto la pata.

BLANCA ESTELA.-  No lo tomes a lo trágico. La comida se enfrió. Me pasé la prima noche aguardándote, y como imaginé que tu padre y la fiesta no pegaban con cola, me metí en la cama y me quedé embelesada. (Pausa.)  Era y no era un sueño. Las imágenes corrían presurosas, entrecortadas, a hachazos. Tu padre venía de un viaje, largo, muy largo. De conquistar un país, y no recuerdo su nombre. Exhibía el torso desnudo cubierto de cicatrices espantosas, y yo las sobajeaba y me ardían los dedos. «Hilario, de dónde vienes». Y él no me respondía. Como ausente. Creo que traía la cara vendada y las vendas húmedas de sangre. «¿Estás ciego?», y oía un ruido de mástiles y velas que se desploman y alguien gritaba «Agamenón, Agamenón», y se expandían gigantescas fogatas, y un revoltijo..., de gentes que rodeaban la casa y entraban con vasos enormes de cristales transparentes, y regaban arena, y andábamos en el desierto y soplaba un viento de tormenta, y llegaba un tipo enmascarado con una cruz en la frente, y tres tipos, y yo gritaba, «Hilario, Hilario, ten cuidado...» ¡Es terrible!... Al despertarme, sudaba a mares, sobresaltada...

PABLO.-   (Cansado se acuclilla en un escalón.)  ¡Tú y tus sueños, Blanca Estela!  (Pausa.)  

BLANCA ESTELA.-   (Tono normal.) ¿Lo viste?

 

(Gesto negativo de PABLO.)

 

¡Lo que nos espera! Por la radio dicen atrocidades, que si patatín, que si patatán...

 

(Gesto de PABLO.)

 

¡Es insoportable esta existencia! ¡Desearía que deje ese cargo, e irnos a las santas quimbambas! A descansar, a respirar tranquilos. (Pausa.)  A ratos me devano los sesos, de dónde saca tanta energía... Se vive en una vorágine, en una agonía, y todo el mundo con los ojos encima.  (Pausa. Otro tono.) Yo lo llamé por teléfono y sonaba ocupado. Él se ha encasquillado en esa historia del Moro Guilarte y yo calculo que es un error..., pero, hijo, el hombre se aferra y Dios dispone.

PABLO.-  A pesar de que aseguré en la Estación que me quería ver, que me diste el recado, que era urgente, aquello lucía tan enyerbado que era como pedir la luna. Ya nos contará esta noche.

BLANCA ESTELA.-   (Irritada.)  ¡Se lo dije! ¡No te metas en las patas de los caballos! ¡Tú, tranquilo!... ¡Y él dale que dale con el barrenillo y yo de calcomanía en la pared!

PABLO.-   (Fatigado.)  ¿Qué se puede hacer?  (Pausa.) ¡Nadie escarmienta con cabeza ajena!  (Pausa.) 

BLANCA ESTELA.-   (Persuasiva.)  Perdóname, por lo de esta tarde, Pablito.  

(PABLO se encoje de hombros.)

  Quizás no he conseguido ser por supuesto una madre para ti. Quizás tú me guardes rencor... Me lo merezco. No me lamento. He obrado mal. He sido injusta. Te he hecho mucho daño, ¿de veras?

PABLO.-  Eso importa poco ahora.

BLANCA ESTELA.-  ¿Qué importa entonces según tú?

PABLO.-  Ver cómo el viejo rebasa este berenjenal.

BLANCA ESTELA.-   (Abanicándose.) ¡Ah, el destino, el destino!  

(Pausa larga. PABLO sube las escaleras.)

  Juvencio estuvo esta tarde aquí. Vino con un lío inverosímil... Yo ni una pizca le creí. (Pausa larga.)  ¿Tú entiendes por qué Hilario lo trajo aquí?

PABLO.-   (Subiendo las escaleras. En el tono de BLANCA ESTELA.)  ¡Ah, el destino, el destino!  (Mutis, mientras silba una canción de la época.) 

 

(BLANCA ESTELA ve que PABLO hace mutis, da unos pasos hacia el lugar que se supone que sea la casa de Violeta. Se adentra en lo oscuro. Regresa a escena y se precipita hacia las escaleras. La escena se oscurece sutilmente.)

 

BLANCA ESTELA.-  ¡Uf, que horror! ¡Una boca de lobo!

 

(Aparecen los tres personajes: JUAN, PEPE y ÑICO, jugando a la viola. Cambios de claroscuro en el escenario.)

 

JUAN.-   (Jalado.) Noche, sombras malditas, encrucijadas, caracoles maltrechos, olor de campánulas muertas y mariposas aleteando en la humedad, cocuyos de fuego que anuncian la muerte... Noche de cuchillos atravesados. Borbotea la sangre y es un charco. Oh, noche, plenitud de los güiros... y de los cantos. Orilé, que Orilé... Y detrás viene un gruñido..., y el aire sopla, resopla, aúlla, au au au... (Ríe.) Son los espíritus..., una conjura, au au au...

ÑICO.-   (Agresivo.) ¡Cállate!

PEPE.-   (Riéndose y jugando.)  El hombre se inspira.

ÑICO.-   (A JUAN, que emite sonidos ininteligibles.)  ¡Oye, oye! ¡Cálmate, tolete!... ¿Juvencio perdió la chaveta? La juma que lleva es de campeonato. Zigzagueando va..., jo, jo...

JUAN.-   (Entre hipos.)  No te preocupes por Juvencio, que él no es ningún zonzo. Toma, rectifica la plata.

ÑICO.-  Entremos en calor.

JUAN.-  Dame un trago.

PEPE.-  Así me gustan los negocios.

ÑICO.-   (A JUAN.) Sujétate, que te descachimbas.

JUAN.-    (A ÑICO.) Ahí, con ñapa y todo.

ÑICO.-   (Se ríe.)  No te fermentes, asere. Qué temple el de Juvencio. Me agarró aparte y me soltó... (Imitando a JUVENCIO.)  Dile a Blanca Estela que si te he visto no me acuerdo.  (Largas carcajadas.) ¡Se la puso en China! ¡Es un calco de Fantomas, y lo demás paparruchada!  (Gritando.) ¡Llévatelo viento de agua!

JUAN.-   (Apenas se mantiene en pie.) Déjense de alborotar, que hay que trabajar fino... Juvencio dice que a las doce, de once y media a doce, es la hora perfecta. Levantemos el campamento y al acecho. Puros gatos.

ÑICO.-   (A PEPE, refiriéndose a JUAN.)  Está en su punto. Agua para chocolate. Pues, sí, cúmbila...  (Enseriándose, contando el dinero.)  Este paquete no lo salta un chivo. Si algo falla...

PEPE.-   (Teatralizando.)  Silencio. Siuuuuu...

ÑICO.-   (A PEPE.) Ah, con la música a otra parte.  (Cuenta el dinero. Hiperbolizando su avaricia.)  Son nuevecitos. Acabados de salir de la imprenta. El premio gordo.

JUAN.-  ¡Que degenerado es el Hilario! Ay, Hilario García, tus horas están contadas. Siempre apretujando, humillando a los muertos de hambre... Na más pasó por la casa de Violeta y la sesión espiritista terminó lo mismo que la fiesta del Guatao. «¡Inadmisible a estas horas! ¿Pidieron licencia?»  

(Risa nerviosa de ÑICO y PEPE.)

  ¿De qué se ríen? Ninguna gracia le veo.  (Otro tono.)  Nadie lo salvará.

PEPE.-  Que se encomiende a los santos.

JUAN.-  Ése no respeta ni a los vivos ni a los muertos.

PEPE.-  Con mano dura...

ÑICO.-  Sin pensarlo mucho.

PEPE.-  ¡Alto ahí, muchachos! Ahí viene.

JUAN.-  Que no nos vea.

PEPE.-  Un paso atrás.

ÑICO.-  Rápido.

 

(Los tres personajes hacen pantomimas y muecas exageradas en tono de burla, enlazados, dibujando un solo cuerpo de múltiples manos, brazos y cabezas, semejante a una hidra infernal.)

 

JUAN.-  Ñeque.

PEPE.-  Ñeque.

ÑICO.-  Ñeque.

LOS TRES.-  Ñeque.

 

(Cae el telón.)