Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

La muerte en «Mil y una muertes» ¿y las ilusiones perdidas de Sergio Ramírez?

Nathalie Besse




«Vieron la nada amarga de este mundo,
pozos de horror y dolores extremos,
y hallaron el concepto más profundo
en el profundo De morir tenemos».


Rubén Darío, «La Cartuja»,
Canto a la Argentina y otros poemas.
               


Cuantiosas muertes determinan la novelística de Sergio Ramírez desde Tiempo de fulgor (1970) hasta Mil y una muertes (2004): crímenes innumerables, violencias de la dictadura, revueltas, contraofensiva revolucionaria, pulsiones vengativas del pueblo, decesos accidentales. Pavorosas o divertidas, esas muertes se relacionan con las peores atrocidades o vienen contadas con la mayor ligereza dentro de una misma ficción.

La novela que nos ocupa rememora el itinerario de Castellón, un fotógrafo nicaragüense del siglo XIX atraído por los clichés mortuorios. Sergio Ramírez sigue sus peripecias por Europa en los capítulos impares, y nos presenta su memorial de forma interpolada en los capítulos pares, acompañando ese relato de fotos entre las cuales una, decisiva y escalofriante, representa a un niño muerto.

Veremos cómo esa novela regida por la muerte se arriesga por lo demás a una representación escabrosa de ésta con una ilustración que dice probablemente más de lo que muestra, remitiendo quizá a un país presa de la corrupción donde ha muerto la utopía ¿y con ella las «ilusiones» de Sergio Ramírez?






La muerte, fundamento del relato

La muerte, que preside a la obra con un título que la anuncia y la desmultiplica, también vertebra este relato que le otorga un papel de primer plano, puesto que éste nace de la muerte y se termina con ella. En efecto, es una fotografía de Castellón, desconocida para el lector, que está en el origen de la novela, y que consiste en la muerte de la hija y del yerno del fotógrafo acribillados a balazos por la Gestapo, ante sus ojos, en plena calle: «Si Castellón no hubiera tomado esa foto, no existiría para mí»1, lo que significa ni búsqueda ni relato, y permite medir el papel estructural de la foto, aunque esté ausente en el libro.

Si el fundamento de la novela estriba en la evocación de una fotografía, el desenlace consiste en la visión de otro cliché que expone lo insoportable, algo que ve Castellón durante un cataclismo en Nicaragua y que dota de un tono fantástico al relato porque visualizamos un sueño: el cadáver desnudo de un niño de tres años al que se está acercando un cerdo negro, color aciago por antonomasia que se suele asociar con la muerte2. La representación horrorosa de la última foto hace más abrumador aún lo inconcebible de la muerte y lleva a su paroxismo el escándalo que ésta representa.

No sólo la diégesis depende de esta temática: media parte de la narración, a saber el manuscrito de Castellón, dimana de un muerto, lo que inscribe la mitad del relato en la prosopopeya. Este memorial narra esencialmente la «prehistoria» de Castellón, es decir las tribulaciones de su padre al centro de intrigas y de intereses políticos internacionales, siendo aquellas luchas de poder las que permiten realzar el desprecio de las potencias extranjeras hacia Nicaragua. Son «memorias de ultratumba»3, según le comenta Sergio Ramírez al nieto de Castellón, Rubén, que acaba de explicarle que fue él quien escribió el manuscrito el año anterior, en su tienda esotérica, el Mandala Shop, o sea después de la muerte de su abuelo como si hiciese hablar a un fantasma.

Puede sorprender que el narrador del manuscrito parezca dispuesto a satisfacer de antemano las preferencias del novelista -como si él también redactase una ficción-, precisamente acerca de la muerte de Castellón: «¿No es más simple para mi perseguidor verme morir asesinado sin motivo en el barrio de putas de la Ermita de Dolores de León? [...] Puede ser entonces que yo mismo recuerde las paredes ahumadas del prostíbulo [...]»4. Pero no importa tanto la manera como uno expira ya que muere varias veces en su vida, como Rubén se lo explica a Sergio Ramírez:

«-Alguna vez pensé que Castellón, al final de todo, había muerto en Mallorca -dije.

-Una de sus muertes, es posible -dijo.

-Cuatro son las puertas del palacio de la muerte -dije-. Lo sé por uno de tus folletos.

-Pero sólo una es la puerta de la muerte física -dijo-. La cuarta.

-La de Mauthausen -dije.

-De todos modos eso no tiene ninguna importancia -dijo-. Las cuatro tienen la misma categoría, aun si alguna de ellas se abre en sueños. Lo importante es completar el ciclo, para así ascender al plano superior, y trascender en otro ser. La metempsicosis.

[...]

-Él te explicará todo mejor -dijo-. Sobre su vida, y sobre sus muertes.

[...]

-Hemos llegado al final -dice-. Él sabía que vendrías alguna vez a buscar esto»5.



Con estas últimas palabras, estamos ante un aspecto de la indagación que no deja de turbar al narratario: Castellón la anticipa hasta el punto de afirmar varias veces en su memorial: «Alguien me anda buscando», y más sorprendente aún: «quien me anda buscando habrá descubierto ya que fui [...]», o «ahora que quien me busca tiene poco que averiguar de mí»6. Aunque futuros hipotéticos y expresiones de la probabilidad acompañan esas aseveraciones, no por ello resultan menos desconcertantes ya que implican una presciencia por parte de ese personaje espectral que parece morar en todos los tiempos.

Si una de las dos voces narrativas emana de la muerte, podemos preguntarnos en qué medida el otro narrador, Sergio Ramírez, no irá a su manera en pos de la inmortalidad. Le gusta estar en el corazón de sus diferentes novelas en las que el personaje de Sergio Ramírez, como él escritor y hombre político nicaragüense, resulta ser el creador del relato: autor de carne y hueso convertido en un ser de papel. A imagen de un Velázquez que se pinta pintándose, el novelista escribe sobre el personaje de Sergio Ramírez buscando informaciones para redactar su obra.

Autoficcionalizado, el autor se reproduce como en una novela-espejo -más aún en Mil y una muertes puesto que figura en dos de las fotos que adornan la novela- que quizá tienda a conjurar la muerte como lo piensa Otto Rank para quien ésta se hace soportable gracias a la intervención del Doble7. ¿«Reproducirse» para no morir completamente? via el texto, la imagen, cualquier soporte apto para inmortalizar el apellido, el rostro, para inscribir en las memorias lo fugitivo de todo ser. ¿Escribir, contra la muerte, para que ésta no tenga la última palabra? La escritura es el lugar de la permanencia, y la actividad artística puede representar una conjuración frente a la nada, una expresión entre otras de la sed de eternidad propia de todo mortal incapaz de asumir su finitud.

Una muerte de la que se ríe a menudo Sergio Ramírez..., ¿como otra forma de conjuración? Las mofas que ridiculizan a egregios artistas europeos describen físicos poco agraciados y cuerpos debilitados por la enfermedad o agonizantes, como si en el umbral de la muerte una buena risotada valiese más que cualquier plañido: Flaubert, calvo y desdentado por el tratamiento contra la sífilis, Turguéniev también afectado por la dolencia que sufre hasta el punto de intentar ahorcarse con el cordón del llamador, Chopin débil y tísico, maternamente dominado por una George Sand masculinizada y relacionada con el puerco. Sergio Ramírez responde al talento por la degradación, burlándose de toda respetabilidad y aunando grandeza y decadencia, particularmente cuando enjuicia el poder como veremos más tarde.

La mayoría de las muertes son cómicas, si no burlescas. A título de ejemplo, la retahíla de fallecimientos que «asolan» a la familia del Archiduque -unos aristócratas, o sea una ilustración del poderío y del esplendor-: su amor Catalina desfigurada por la lepra, la princesa Matilde agonizando en una cama hidrostática a consecuencia de las quemaduras que sufrió al tomar fuego su ropa, el hermano del Archiduque que naufraga, una prima abrasada en el incendio de un bazar llamado La Charité, otro primo que se suicida con su amante, otro que se muere al caer de un caballo enloquecido, y otro más que muere ahogado en un río, otra prima asesinada en Ginebra por el puñal de un fanático anarquista8, hasta su secretario muerto de una insolación por esperar en pleno sol a su amante; tantas muertes divertidas, contadas con ligereza como si en la tragicomedia inexorable de la vida hubiera que reírse precisamente de lo dramático para neutralizarlo mejor.

Sin embargo, no todas las evocaciones de la muerte son jocosas, las hay más luctuosas, particularmente en los diferentes epígrafes, y eso desde el segundo, extracto de un verso de Xavier Villaurrutia en sus Epitafios, y del que procede el mismo título de la novela:


«Duerme aquí, silencioso e ignorado,
el que en vida vivió mil y una muertes.
Nada quieras saber de mi pasado.
Despertar es morir. ¡No me despiertes!».



Muerte análoga al sueño, y que por lo tanto no es el fin de la vida, y vida sinónima de varias muertes. Vuelve a aparecer esa coexistencia de dos nociones no tan antinómicas como se puede pensar en otros epígrafes dentro de la novela, empezando por el primer capítulo «¿Y qué es lo peor? Nacer» que se inspira en escritos de Chopin sobre cadáveres que, más allá de virtudes y vicios, se hermanan en la muerte, y termina así: «[...] la muerte es el mejor acto del hombre. ¿Y qué es lo peor? Nacer»9. A semejanza del primer epígrafe, la muerte viene asociada a una paz recobrada después de esas pesadumbres que hacen de la vida una sucesión de muertes. Oponiéndose a un nacimiento aprehendido en términos que bien podrían calificar la muerte -lo peor- ésta aparece en ambas citas como un refugio que permite evitar la lucidez: despertar es abrir los ojos, nacer es ver la luz, y tanto el yo poético del epitafio como el gran músico prefieren mantener los ojos cerrados, es decir en cierto modo ser muertos en vida ignorándola en vez de viviéndola, lo que aparentemente conlleva un mayor sufrimiento.

Pero si la existencia es muerte en sí, ésta no impide la vida, como bien lo ilustra el epígrafe extraído de una carta de Flaubert: «En el destrozado cementerio se veían esqueletos casi podridos mientras los árboles balanceaban sus frutos dorados encima de nuestras cabezas. ¿No sientes lo completo de esta poesía y cómo supone una gran síntesis?»10 La descomposición no es sino una etapa del ciclo que hace de la destrucción una regeneración venidera. En el recinto mismo de la muerte que es el cementerio, en ese lugar donde se supone que impera la nada, y pese al estado avanzado de putrefacción de los cadáveres, basta con árboles para recordar que la vida, como al acecho, «retoña» de cualquier muerte. En ese sentido, el esqueleto y los frutos reunidos en una misma imagen revelan en efecto ya no una dicotomía sino el anverso y el reverso de una misma medalla.

La misma simultaneidad, y circularidad, destaca del sueño cataclismal de Castellón que cierra la novela, en la medida en que es un personaje tanto nonato como adulto el que presencia el huracán que lo va a arrasar todo bajo su mirada morbosa de fotógrafo, mientras su padrastro está fabricando algo parecido a un ataúd o una cuna11. El nacimiento puede ser completamente equivalente a la muerte, y no sólo en un espacio onírico si tenemos en cuenta que como lo mostró Heidegger en Ser y tiempo, el hombre es fundamentalmente ese «ser-para-la-muerte» que lleva en él, en el mismo instante en que nace, la certeza del óbito.




La obscena representación de la muerte

Los dos clichés necrológicos que enmarcan la novela vinculan la fotografía con una forma de transgresión. Conocemos la asimilación posible entre el arma de fuego y la cámara con la cual cazadores de imágenes «ametrallan» a su presa; y leemos varias veces que Castellón dispara -Sergio Ramírez juega sin lugar a dudas con la polisemia de este verbo- como otros cometen un crimen, cual «depredador nato»12, a sangre fría, sacando fotos que no aparecen en el libro: su propia hija ejecutada bajo sus ojos por la Gestapo, niños ahorcados en el campo de concentración donde trabajó, el cadáver desnudo de Turguéniev13, sin olvidar la foto devastadora del epílogo:

«Saqué la Canon y atornillé el lente.

Entonces lo vi. Sobre el gris sucio del barro [...] el cadáver desnudo de un niño de unos tres años. A su derecha, un cerdo negro y flaco lo husmeaba, acercándose. Cerdos, niños, cadáveres desnudos, era como una eterna repetición de todo mi destino, me decía mientras el cerdo seguía acercándose y yo giraba en torno al niño disparando la cámara [...]»14.



Asociación indecente y «espectacular» del erotismo y de lo siniestro, como en la espantosa foto del suplicio de los cien pedazos de Farabeuf, que asimila Castellón a ese puerco atraído por la carne muerta. Estas imágenes tétricas, y tan impúdicas como los desnudos de la mujer de Von Dengler -comandante de la Gestapo del que Castellón era el protegido- o del conde de Primoli durante sus retozos con su amante, enlazan la fotografía con lo «obsceno» según la definición propuesta por Freud, a saber «lo que desnuda» a la persona15.

Ahora bien, esas instantáneas carroñeras que unen Eros y Tánatos, y que pueden despertar el terror tanto como la fascinación, aspiran a una revelación puesto que el desnudo se convierte en la metáfora de un posible secreto del ser: «En los verdaderos desnudos el cuerpo nunca deja de insinuar algo del misterio [...]»16. Quizá la muerte en sí ya desnude algo en el ser humano. Pero Castellón admite que nunca supo acercarse a ese misterio, y de hecho sus fotos no ofrecen sino la exhibición sórdida de la carne ya hedionda. Ni siquiera la representación de la muerte, ya sea el cadáver o la foto, basta para delatar el secreto; permanece indecible e impenetrable tanto por la imagen como por la palabra.

En Mil y una muertes, la escotofilia se mezcla con un deseo de comprender lo intangible, lo impensable de la muerte para hablar como Vladimir Jankélévitch. Y por consiguiente lo impensable de la vida. Por lo demás, los clichés de Castellón tomados la mayoría de las veces a hurtadillas, de manera clandestina y como si le arrebatase al otro su esencia, se asemejan a fotos-robo o fotos-violación que recuerdan a aquellos primitivos que temían «hacerse tomar» porque percibían oscuramente que hay en la fotografía como una invasión del ser, como explica Susan Sontag17. Invento fáustico, leemos en esa novela que evoca los sueños prometeicos de la Señora Blavatski, apasionada de paranormal, que anhelaba fotografiar el alma y el aura, o del conde de Primoli que deseaba captar, más allá de los rostros, lo invisible de una identidad en sí múltiple:

«[...] el ojo muerto de la cámara, más veraz que el ojo vivo, porque no se presta a ilusiones, sino que simplemente retrata [...], sabe ver las diferencias, sabe apartar, al fijarlas, a esas distintas personas que hay en una sola persona [...]. Este es el mejor de los misterios que la muerte deja tras de sí [...]»18.



Esa foto que no logra penetrar o dilucidar el misterio del ser, que la muerte conserva celosamente, por lo menos preserva el recuerdo para que ésta no lo borre todo. Da a conocer «lo que fue» o lo que es, autentifica lo que muestra, y en el caso de la última foto de la novela, eso supone una increíble fuerza dramática. ¿Una imagen vale más que mil palabras? Sergio Ramírez estima que la imagen no libera la imaginación tanto como la palabra:

«Existe alguna tendencia contemporánea de agregar fotografías a las novelas, como lo hace el estupendo escritor alemán E. G. Sebald [...]; y las imágenes, que nunca son gratuitas, pasan a ser parte del todo narrativo [...]. Pero lo que en fin de cuentas quiero decir es que los libros siguen funcionando muy bien aun sin fotografías, cuando nos atrapan gracias a sus virtudes narrativas. Las fotografías logran el efecto de crear en el lector un encanto pasajero, pero el artificio no va más allá. Las que se quedan son las palabras»19.



No obstante, admite que la foto tiene el poder de evidenciar ciertos problemas graves, y es obvio que la inmediatez de lo visual resulta un arma eficaz que impacta a las consciencias. En Mil y una muertes, el hibridismo genérico no perjudica al texto puesto que la foto no invade el discurso, al contrario lo acredita, lo legitima, mientras el texto, en una relación de complicidad y reciprocidad, les confiere a esas ilustraciones un «espesor» por así decirlo, o una historia.

Las cosas parecen más complejas con la imagen final: cierto es que logra abofetear al lector gracias a las explicaciones previas del discurso -porque sin las aclaraciones textuales, podríamos preguntarnos si el bulto en el suelo no es un gran muñeco de trapo o un maniquí-, pero si es la escritura la que le confiere a la foto ese relieve terrible, el hecho es que es ésta y no el texto, trágico sin embargo, que el lector conserva en su memoria como un malestar insistente después de cerrar ese libro del que no se liberará.

Es verdad que la silueta humana del cliché, por su tamaño y el vientre hinchado, induce más a creer en un verdadero cadáver de niño que en un maniquí, pero como el autor no facilita sus fuentes, el lector vacila ante esa monstruosa imagen. Y si Sergio Ramírez ofrece informaciones en su sitio oficial, el lector no forzosamente las tiene al descubrir esa foto macabra al final de la novela: «[...] tomada en las vecindades del volcán Casita, en el occidente de Nicaragua, después de que el huracán Mitch devastó al país en 1999. En el mar de lodo que quedó después del alud que bajó del volcán, el cadáver de un niño desnudo es acechado por un cerdo»20. Esta imagen que sin duda alguna quiere «noquear al lector» para hablar como Julio Cortázar21 y concienciarlo le da en efecto mala conciencia porque no deja de interrogarse sobre ese niño, y esa incertidumbre atormenta tanto más al lector todavía aturdido cuanto que en el contexto nicaragüense semejante visión de horror es verosímil, si no real por lo menos realista.




«Un país que no existe»

La ilustración final es creíble porque muestra un grado de miseria verificable en Nicaragua. En sus primeros cuentos, Sergio Ramírez ya hacía hincapié a veces en la indigencia de su país, y viendo la imagen lóbrega que cierra Mil y una muertes, con aspecto de juicio final, aplicamos a esta novela lo que Carlos Fuentes pensaba de Castigo divino (1988): «Crónica de la América Central, esta novela también es, de una manera insustituible, la profecía de lo que somos. El castigo es divino, pero el crimen es humano y en consecuencia no es eterno. Su nombre es la injusticia»22. ¿No será también eso lo que grita el silencio sepulcral de la última foto?

Por lo demás, esa imagen puede recordar el famoso cliché de Kevin Carter, un fotógrafo que obtuvo el premio Pulitzer en 1994 por fotografiar a una niña agonizando delante de un buitre durante la guerra civil en Sudán, en 199223. No extraña que Sergio Ramírez aproxime las dos fotos en un artículo, El niño, el buitre y el cerdo, en el cual muestra cómo esas expresiones de una injusticia flagrante se parecen a una advertencia.

Asimismo, se pueden vislumbrar analogías con la película Los olvidados de Luis Buñuel que se termina con un niño muerto en un vertedero, o la foto final del último libro de cuentos de Sergio Ramírez, El reino animal (2006): un chico de once años, encogido sobre sí mismo, atado de pies y manos en la camioneta cuyo vidrio ha roto para sisar; niño vagabundo, mugriento y medio desnudo, cuyo nombre verdadero nadie conoce, y cuyo semblante el lector no logra distinguir. Él también abandonado, si no cerca de un puerco como en Mil y una muertes, de todos modos como un perro. En ambos casos, la ausencia de rostro de esos niños que pueden ser una alegoría de Nicaragua, recuerda la problemática de la identidad. Una identidad imposibilitada aquí por una pobreza tan institucionalizada en América latina como lo fue la violencia, y que deshumaniza, que «des-individualiza».

A esas representaciones humanas de Nicaragua que no logran existir en cierto sentido, hace eco la dificultad de «ser» del país mismo, un país «ninguneado» a lo largo de una Historia caracterizada por el desprecio, como bien lo ejemplifican en la novela las alusiones a este territorio irrisorio por su pequeñez o cuya grandeza un británico sólo admite para ironizar: «Una gran finca de ganado donde siempre están zumbando las moscas, o las balas»24. Tan insignificante que basta con una mosca posándose en un mapamundi para borrarlo, y que se hace inexistente si tenemos en cuenta esas frases lapidarias en las que el verbo existir aparece más de una vez precedido de la negación: «Somos demasiado pequeños; el territorio de su país es demasiado pequeño para tomar en cuenta su existencia; si Nicaragua no existía, él existía menos; como si otra vez él, lo mismo que su país, no existieran; Nicaragua no existe»25. Hasta el título del segundo capítulo: «Un país que no existe» patentiza el no ser y afirma tajantemente una forma de nada identitaria. Por algo se vivió la euforia del triunfo sandinista como un (re)nacimiento en un país que creyó por fin realizable llegar a ser él mismo, existir.

Al respecto, una peculiar relevancia tienen los personajes nicaragüenses porque aluden a la Historia del desposeimiento de la pequeña República: Frederick I, quinto rey mosco o de la Mosquitia en la costa Atlántica que representó durante mucho tiempo una especie de protectorado británico; Francisco Castellón, candidato liberal en León y del que ciertos historiadores sólo recuerdan la traición, puesto que para vencer a sus adversarios conservadores de Granada, solicitó la ayuda extranjera, lo que le valió a Nicaragua conocer a William Walker, un norteamericano que creía en la superioridad de la raza blanca y en la necesidad de la esclavitud y fue nombrado Coronel del Ejército Democrático por Francisco Castellón en 1855, para luego proclamarse presidente de Nicaragua en 1856 antes de capitular frente a la presión de los aliados centroamericanos26.

Dentro de aquella Historia de muchas ambiciones, no hay que hacer caso omiso de Cornelius Vanderbilt, hombre de negocios y comodoro norteamericano que instaló en Nicaragua la Accessory Transit Company para transportar su oro, soñando con un posible canal interoceánico que suscitó igualmente el entusiasmo de Luis Napoleón e iba a despertar una cierta codicia: en 1850, los británicos y los estadounidenses firmaron un tratado mediante el cual se reservaban el derecho a construir el canal, oponiéndose por la fuerza si fuera necesario a toda iniciativa similar de otra potencia, un acuerdo tomado sin consultar a los nicaragüenses, razón por la cual los sandinistas considerarían aquel tratado Clayton-Bulwer como el primer acto de despojo de la soberanía del país27.

La novela menciona el papel desempeñado por la perspectiva del canal, «la marca más desgraciada en la historia del país, y que selló nuestro destino a lo largo de las primeras décadas del siglo XX», explica Sergio Ramírez en uno de sus ensayos28. Rubén Darío -¿profeta en su país?- desconfiaba del imperialismo de aquellos «canalizadores yanquees»29 cuyo intervencionismo iba a provocar más de un conflicto. Y el padre de Castellón, hombre de poder en Nicaragua, que frecuentó a Luis Napoleón y a William Walker, es la triste ilustración de esa privación de soberanía nacional. El canal escindió la integridad del país según un personaje de la novela Trágame tierra de Lizandro Chávez Alfaro:

«El sueño más voluptuoso que ha germinado en estos ciento cuarenta mil kilómetros cuadrados de tierra vituperada por sí misma, es el de verse partida en dos por un canal interoceánico. Consumar lo que la naturaleza solamente sugirió, esbozó y luego se detuvo en la noción de integridad, de un casi humano decoro, quizá previendo que aquí haría falta integridad y decoro. El canal. Ésta la obsesión, la sed por la que muchos podrían entregar a sus hijas, no tanto por la voluptuosidad del sueño como por la dicha de verse tajados para siempre, definitivamente representados en la separación de la tierra, liberados para siempre de la más remota probabilidad de ser uno solo»30.



Ahora bien, la noción de entereza aparece también obstaculizada en las novelas de Sergio Ramírez si consideramos que la mutilación caracteriza la Historia y el territorio nicaragüenses. En efecto, descubrimos en Mil y una muertes que la Nicaragua hispanohablante no nace de un sabio discurso entre el conquistador Gil González y el cacique Nicarao sino de una pelea entre dos animales a bordo del barco del Descubridor: «Esa historia se inició con la pelea entre un extraño animal mutilado, fiero como un gato y cómico como un mono, y un puerco de monte enloquecido de terror»31, como si la falta de integridad y ese animal repugnante de la última foto asociado con el fango y la basura, definiesen el pequeño país, fuesen una representación posible de su Historia.

¿Cómo no percibir aquí una resonancia de la novela Margarita, está linda la mar (1998)? en la que un conjurado antisomocista que deplora la ausencia de valentía en Nicaragua, lo califica de «país de eunucos» ofreciendo así la representación de un país mutilado, a lo que se añade la castración del rebelde Rigoberto López Pérez que le dispara a Somoza García, es decir como en Mil y una muertes la imagen de un país que ha perdido la integridad. Y quizá no sólo en el sentido de totalidad sino también de rectitud, como veremos más tarde. Si estudiamos la vena satírica de esta novela, vemos que más allá del humor bufonesco, se perfila la muerte de los mitos nacionales: Sandino -del que Rigoberto López Pérez, tan «varonil» como el héroe de las Segovias, es un prolongamiento- y el ineludible Rubén Darío. Cabe recalcar que ambos representan para el autor «el paradigma de la identidad nicaragüense»32.

A la manera del poeta nicaragüense José Coronel Urtecho, que escarnecía en los años 1920 cuando fundó el movimiento vanguardista al ilustre Rubén Darío, Sergio Ramírez, que sin embargo profesa culto a ese emblema de Nicaragua cuya obra pretende conocer de memoria y a la que siempre vuelve «con la misma fruición religiosa»33, emprende una sorprendente grotesquización desde Margarita, está linda la mar. Mil y una muertes confirma el retrato, verídico es cierto, de un vate neurasténico, borracho empedernido y misógino34.

Otra similitud notable con la novela Margarita, está linda la mar es que ésta ya relacionaba la Historia de Nicaragua con el puerco, desde el primer y cruento gobernador Pedrarias Dávila «que fue el que trajo por primera vez los chanchos a Nicaragua. [...] un conquistador que se hizo poderoso criando chanchos. Éste es un país bueno para engordar chanchos», a juicio de Rubén Darío35. Un vínculo no es improbable entre aquel primer dirigente sanguinario del país y Somoza, fundador de una dinastía de dictadores que se habrán engordado de dinero tanto como los legisladores del Palacio Nacional bautizado por los sandinistas La Chanchera. Siglos después, otros tiranos feroces mancillan Nicaragua: los «puercos» de Somoza, hombres asquerosos, groseros y ruines, a los que Sergio Ramírez asimila explícitamente en dos novelas con una suciedad que bien podría metaforizar la corrupción, una palabra clave en la Historia del país, aún reciente, con gran desolación del escritor. ¿Y con gran desilusión?




¿Las ilusiones perdidas de Sergio Ramírez?

Somoza García en Margarita, está linda la mar y Somoza Debayle en Sombras nada más (2002), encarnan lo abyecto: en la primera novela, el padre de la dinastía posee en la barriga un ano artificial por el que expulsa una materia estercoral que él parece personificar y que mancha todo el país según uno de los conspiradores vituperando ese «[...] gángster que sin tener culo se ha cagado en todo Nicaragua!»36. En la ficción siguiente, Tachito es víctima de incontinencia fecal y se defeca en la piscina donde lo rodean sus colaboradores sin que ninguno se atreva a huir, por lo que un personaje que cuenta la escena la convierte en una alegoría: «¡El somocismo no es más que pura mierda, y en esa mierda se bañan los serviles!»37

Es de saber que el tema escatológico macula todo hombre de poder, ese poder cuyo engranaje fascina a Sergio Ramírez y que él siempre asocia con una forma de corrupción, empezando por la del ser mismo, puesto que el poder que altera al hombre mata algo en él. En Mil y una muertes, el tema excrementicio viene asociado con la muerte de los hombres de mando: el rey «mosco sería asesinado cuando salía del retrete comunal de la Royal House. No alcanzó a amarrarse la faja de los pantalones»38; el padre de Castellón, prócer liberal, es víctima de la peste y transportado hasta su casa en un estado lamentable:

«[...] no dejó de defecarse a lo largo del trayecto. El capitán de la escolta, que se mantenía a distancia con sus hombres [...] para alejarse del hedor [...].

[...] lo cargaron cogiendo por las puntas de la cobija embebida de excrementos y así lo transportaron al aposento donde expiró a las pocas horas.

El general Jerez se presentó a la mañana del día siguiente a retirar el cadáver porque debían rendirle honores en León»39.



A la luz de las analogías antedichas con otras novelas de Sergio Ramírez, estamos tentados de establecer vínculos con la foto de Mil y una muertes. Se nos objetará que ésta presenta un hecho real, que denuncia cierta injusticia, y que por consiguiente no caben aquí interpretaciones alegóricas de otro tipo. Pero sabemos que las preferencias de un autor contienen más de lo que enseñan, y la elección de esa foto más que otra le permite probablemente al escritor expresar sus propias obsesiones40, «desahogarse» de sus propios demonios; dada la red de metáforas convergentes que tejen entre sí sus novelas, no es infundado pensar que la foto cristaliza múltiples significados: tal vez el lodo de la fotografía final de Mil y una muertes remita a toda la suciedad estudiada antes, a aquellas deyecciones, metaforizando a su vez un envilecimiento del país. ¿De ahí ese sueño en el que un huracán «castiga» a Nicaragua?

Dentro de la estética de la corrupción, por así decirlo, que elabora Sergio Ramírez, el niño fenecido del excipit bien podría representar, por metonimia, a Nicaragua en medio de la podredumbre o los miasmas de una Historia de corruptela que se remonta al primer invasor y va hasta el mejor ejemplo de corrupción de toda la Historia del país: los dictadores Somoza, pasando por las intrigas de bandos liberales y conservadores capaces de «vender» el país a mercenarios extranjeros y de abrirle las puertas al gigante del norte, configurando todo eso un país que se desangraría en guerras.

En la medida en que en esa imagen horrenda se halla un niño difunto, parece legítimo preguntarse: ¿Nicaragua o la muerte de la inocencia? ¿Sergio Ramírez o las ilusiones perdidas? Éste titula el capítulo de su autobiografía dedicado al triunfo revolucionario «La edad de la inocencia»41; y el caso es que la foto materializa un sueño profético de Castellón que le proyecta en una Nicaragua del fin del siglo XX: ¿se debe a la muerte del sueño sandinista ese sueño de muerte de una Nicaragua de los años 90? Sergio Ramírez, que como Castellón vivió en vida mil y una muertes, vio perecer a sus compañeros de lucha, asistió a la debacle imprevista el 25 de febrero de 1990 de un sandinismo que, para usar sus propias palabras, había perdido sus valores éticos traicionando a los más humildes; tampoco se ha de olvidar su «divorcio» con Daniel Ortega de cuyo gobierno fue vicepresidente de 1984 a 1990, hasta la creación en 1995 del Movimiento de Renovación Sandinista y el fiasco personal a la presidencial de 1996 con menos del 1% de votos y medio millón de dólares de deudas42.

Detengámonos un instante en la pérdida de los valores éticos -término éste cuyas ocurrencias abundan en los ensayos de Sergio Ramírez43- que en su dictamen es una señal de muerte prematura, porque una revolución es moral o no es del todo44: ¿de ahí ese niño (defunción precoz) rodeado por lo impuro, que yace en una atmósfera de corrupción (el abandono de la ética)? En Un sandinismo en el que creer, texto leído en 2000, el escritor denuncia esa lacra persistente: «Vivo en una Nicaragua ahora envilecida por la corrupción y por las componendas políticas, que sufre bajo el peso de la marginación y la miseria, y donde no parecerían quedar vestigios de lo que fue un día la hermosa gesta revolucionaria que sacudió el continente»45.

Es verdad que Sergio Ramírez no esperó la derrota sandinista para hablar, desde sus primeras ficciones, de frustración o de descalabro, en una palabra de desilusión, pero basta con leer su autobiografía -¿en ese sentido titulada Adiós muchachos?- para convencerse, por si fuera necesario, de la doliente decepción que representó para él la muerte de aquella «utopía compartida»46 que lejos de instaurar el paraíso en la tierra, produjo mañanas que «desencantan» y acabó por devorar a sus propios hijos a juzgar por el título revelador del capítulo: «Las fauces de Saturno». Pobre «paisito», «más digno de misericordia que de ilusiones»47, afirma Castellón en el memorial, lo que puede ser también una alusión implícita a la «ilusión» sandinista. El epílogo de una rara brutalidad constituido por una foto contundente pretende seguramente despertar esa conmiseración48.

Del mismo modo que la corrupción acarrea la muerte, el sueño apocalíptico de Castellón nos lleva del lodo a la nada, como si todo fuese tragado por una oscuridad definitiva: «[...] y el mundo retrocede mientras se estremece la tierra bajo la nueva avalancha de piedras, lodo, troncos descuajados que me arrastra a la oscuridad junto con el cadáver del niño y con el cerdo»49. Esas últimas palabras de la novela son de nuevo como un eco de las que cierran Margarita, está linda la mar donde Quirón, el protegido de Rubén Darío, roba a los militares un frasco en el que se halla el sexo de Rigoberto López Pérez, como en otros tiempos hurtó la urna donde reposaba el portentoso cerebro del gran poeta, dos personajes simbólicos de la identidad nicaragüense, y huye con el recipiente: «[...] hacia la fuente de noche y olvido, hacia la nada».

Quizá podamos pensar que después de la muerte de los mitos nacionales que fueron Sandino y Rubén Darío en Margarita, está linda la mar, se anuncia la muerte del mito revolucionario en Mil y una muertes, y con él la muerte otra vez de la identidad recobrada, si es que lo fue en un momento dado, si es que la identidad no es en sí misma un mito, un espejismo, otra ilusión. Lejos de la retórica revolucionaria que asimilaba la muerte a la regeneración -la de Ernesto Cardenal afirmando en «Hora 0» que el héroe que muere renace en una nación, o de Gioconda Belli imaginando un árbol habitado-, es un Sergio Ramírez «postutópico» el que concibe sus ficciones, un escritor de su tiempo en suma, cuyo desencanto es uno de los rasgos específicos de la posmodernidad.

Otro aspecto posmoderno muy usado en la obra novelística de este autor es la reescritura de la Historia mediante la parodia, uno de los elementos constitutivos también de lo que se da en llamar la nueva novela histórica latinoamericana50. Mil y una muertes da muestras de una socarronería característica tanto de la escritura de Sergio Ramírez como de toda una corriente de autores latinoamericanos irreverentes que desean desacralizar no sólo los valores del discurso historiográfico establecido sino también a los supuestos próceres y héroes, revelando así una visión desencantada.

Pero no olvidemos que después de divertirnos, el escritor elabora epílogos sombríos, si no espeluznantes. Carlos Fuentes notaba, tratándose de Castigo divino, que «al final esa sonrisa se nos congela en los labios; estamos de vuelta en el corazón de las tinieblas»51, progresión narrativa a la que parece fiel Sergio Ramírez, y eso no debe extrañarnos por parte de un autor que se sitúa muy a menudo entre la guasa y la realidad difícil de su país, y pudo decir que «la historia de Nicaragua es una burla sangrienta»52.

Jean-Paul Sartre consideraba que la función del escritor es procurar que ninguno se permita ignorar el mundo, que ninguno pueda decirse inocente de él53. Y Sergio Ramírez, que en 1984 concluyó el discurso proferido con motivo del título de Doctor Honoris Causa de la Universidad Central de Ecuador con esas palabras: «La razón de mi vida es ser lengua de mi pueblo»54, no es de los que callan ni cejan. Voz de sus compatriotas, de sus desgracias y de su fragilidad que como tal no quiere apartar la mirada y escribe de cara a la realidad que lo circunda: «He regresado para siempre a mi oficio de escritor, puedo aspirar quizás a que mis juicios sean más serenos. Un escritor, sin embargo, que no puede cerrar la ventana frente a la que escribe y negarse, por lo tanto, la visión de su país, por amarga y desolada que ésta sea»55.

Un testigo de su época, y de su tierra, que no quiere permanecer espectador y que por lo tanto, como Castellón, hace zoom en los cadáveres y el lodo para que la mirada del otro, por fin conmovido, haga existir esa Nicaragua que «se muere» en la indiferencia. Escritor-buitre, fotógrafo-depredador, que no son responsables del horror pero sí de dar a conocer su existencia, como lo explica el autor en El niño, el buitre y el cerdo donde las dos fotos aterradoras de Mil y una muertes y de Kevin Carter corren paralelas:

«Y más allá de la neutralidad que impide escoger entre tomar la foto o no tomarla, el grito de dolor de Castellón será, precisamente, esa foto. ¿No es ésa su manera de involucrarse?

¿Se trata, entonces, realmente de insensibilidad? ¿Quién dice que una imagen de ésas, la del niño frente al buitre o frente al cerdo, no va a ser multiplicada en todo el mundo y tendrá consecuencias de advertencia acerca de los abismos de injusticia que, en lugar de cerrarse, se abren cada vez más? Una foto es capaz de decirlo todo. El niño no representaría esa advertencia solo. Necesita a su lado al buitre»56.



Y Sergio Ramírez que recibió en 1988 en Viena el premio Bruno Kreisky de los derechos humanos, admite conservar de la política:

«[...] el gusto por el oficio de hombre público, el que siempre quiere opinar mientras haya problemas sobre los que opinar, el espíritu crítico que nunca habrá de alejarme del debate. Pero también me queda el gusto por la tolerancia, y la desilusión de las ideas eternas y los credos inviolables, de las verdades para siempre»57.



Un anhelo de «participar» en el mundo, que a todas luces inspira sus ficciones porque Sergio Ramírez no renuncia: «Y me queda, para siempre, la fe en las utopías. [...] Nunca dejaré de creer que la justicia, la equidad, y la compasión, son posibles. Que los más pobres tienen derecho a vivir con dignidad [...]»58. Gracias a la escritura, quisiera «contribuir a crear los cimientos éticos para que un día el panorama sea diferente», porque en su criterio los novelistas deben «alimentar siempre un sedimento ético que dé sentido a [su] oficio, que lo haga trascender. Ese sedimento ético se parece muchas veces a la esperanza»59. En el país de las quimeras destronadas60, Sergio Ramírez no confunde desilusión y remordimiento, y sabe que ese desencanto, que enseña la prudencia ante cualquier forma de dogmatismo, no impide la esperanza. O que la muerte de las utopías no impide la lucha.

Entre denuncia e irrisión, Sergio Ramírez no oculta las plagas que padece su país, mas sin dejar de reír, de la vida y la muerte, valiéndose de un arma que permite «defenderse ante circunstancias adversas, para burlarse de ellas»61. Y salvar así la dignidad, una palabra clave en sus testimonios y ensayos. Un humorismo que es otra forma de libertad y de independencia, si no nacional, al menos de espíritu.

Sergio Ramírez habrá perdido sus ilusiones pero no la esperanza. Y la risa corrosiva de este escritor inconsolable y alegre, resuena más allá de toda muerte, porque si esconde probablemente pesadumbres o procura soldar heridas todavía dolorosas, revela en última instancia la fuerza de los invictos.





 
Indice