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La mujer francesa

(Fragmento de un libro próximo a publicarse)

Concepción Gimeno de Flaquer





Es indiscutible la influencia de la mujer sobre el hombre y la sociedad.

Francia es el primer pueblo que pronunció la ley sálica, y sin embargo, las francesas son las mujeres que más se han asociado siempre a la vida pública del hombre. Ellas se han vengado en todas épocas de los que las alejaron del trono, reinando sobre las almas.

En Francia, la mujer vive en comunidad intelectual con el hombre: la mujer discute los sucesos del día, habla de política, de frivolidades, de cosas serias. Las francesas se asocian a los negocios de sus maridos, conocen el estado de su fortuna, saben tantas matemáticas como ellos. En muchos matrimonios podrá existir el aislamiento del corazón, pero jamás existe el del pensamiento; si hay separación de sentimientos, no la hay de ideas.

La mujer francesa no se resigna a vivir eclipsada: dejadla dirigir el buen tono, formar el buen gusto y las conveniencias, imponer la moda y desenvolver el gracioso arte de la conversación, y quedará satisfecha; pero no le quitéis el cetro en la vida social; no la releguéis al olvido, porque no sabe soportarlo.

En el reinado de Luis XIII, las mujeres figuraban poco, porque este príncipe, algo misántropo, las desatendió; mas ellas, al verse heridas en su amor propio, quisieron manifestar que eran temibles, y por eso se las vio en el sitio de la Rochela, y después crearon la Fronda, que fue una revolución hecha por las mujeres.

En el sitio de la Rochela, una mujer convertida en jefe de los heréticos, defendió esta ciudad contra la actividad del cardenal Richelieu y contra la intrepidez de Luis XIII: esta mujer extraordinaria, que sabía el hebreo, el griego y el latín, fue la madre del duque de Roban.

La duquesa de Longueville, ardiente e impetuosa, trabajó para sublevar París y Normandía.

Las mujeres contribuyeron con sus intrigas a los disturbios de la Regencia, y solo se apaciguaron cuando Luis XIV tomó las riendas del poder y las puso a sus pies.

La época de Luis XIV es una de las más gloriosas en la historia del espíritu humano, y la más grata para las mujeres. Deificado el amor, ellas tenían que reinar: refinose la galantería de tal modo, que parecían haber despertado las caballerescas costumbres de la Edad Media. Las mujeres, satisfechas de su poder, contribuyeron a formar la gracia, el encanto y la gloria de ese reinado; distinguiéndose por el ingenio, entre otras, Mme. Sevignè, Mme. Dacier, la Fayette, Scudery, Deshoulieres, Suze, Caylus, Moteville, Lambert y Montpensier.

Poco deben las mujeres al reinado de Luis XV, pues no fueron muy consideradas: las épocas en que la moda impone los alardes de insensibilidad no nos son favorables. Cuando se hace burla del amor y se ridiculizan las pasiones, perdemos nuestro imperio.

Las mujeres deben recordar con gratitud el reinado de Enrique IV, porque este rey daba tanta importancia a la gloria como al amor: no fue obstáculo, sin embargo, el amor para que figure Enrique IV como uno de los más grandes reyes de Francia. La gloria y el amor fueron en la vida de Enrique, dos astros que irradiaron el mismo fulgor: el uno no eclipsó al otro.

Francisco I, el rey galante que solía decir: una corte sin mujeres, es un año sin primavera, una primavera sin rosas; enalteció a nuestro sexo, y este respondió a tal deferencia impulsando el Renacimiento literario. En la época de Francisco I brillaron grandes damas de salón y grandes madres.

Las mujeres al verse tan enaltecidas, se dedicaron al estudio para ponerse al nivel de unos hombres que las reverenciaban.

La mujer está siempre a la altura de las circunstancias; si en algunas épocas permanece apática, enervada en los placeres de la vida social o sumida en las frivolidades del lujo y de la moda, pronto se reacciona cuando llegan los momentos supremos. Y es que existe en la mujer un fondo de grandeza, de la cual ella misma no se da cuenta hasta que salta en su alma la chispa que enciende el sacro fuego.

Así sucedió en la revolución del 93: las mujeres, heridas en sus sentimientos por las desgracias de los seres amados, se convirtieron en heroínas. Mientras la mayor parte de los hombres demostraron la virtud pasiva de la resignación, ellas estaban exaltadas por virtudes más activas. Sin temor a los rigores de la estación, abandonaban el suave calor del blando lecho antes de salir el sol, para sufrir los rigores atmosféricos y los rigores de la suerte, disputándose entre ellas el turno para presentar una solicitud escrita con sangre y lágrimas; conmovedora solicitud que sin embargo no había de inspirar conmiseración a los empedernidos corazones de los tiranos.

¡Qué valor moral, qué serenidad de espíritu manifestaron aquellas mujeres! Cuando no podían obtener la libertad de sus maridos, sucumbían con ellos en el cautiverio.

Merecen ser citados algunos de los rasgos de aquellas mujeres heroicas. Madame Lefort compró el permiso de ver a su marido vendiendo todas sus joyas; entró en la prisión, y con recursos hábiles consiguió convencer a su marido de que debían cambiar de traje para que él se escapara a favor del disfraz, pues a ella no la sacrificarían. Al día siguiente se descubrió la trama, y el alcaide horrorizado preguntó a Madame Lefort:

-¿Qué has hecho, desgraciada?

-Mi deber -respondió ella-; haz ahora el tuyo.

Madame Clavière, al recibir la noticia de que su marido se había clavado un puñal en el corazón, se dio la muerte con socrática serenidad.

Una viuda seguía la carreta homicida lanzando gritos desgarradores, pidiendo la llevaran al suplicio con su amante: los soldados no le hacían caso; faltaban pocos momentos para llegar al suplicio, y al observar esto la viuda, quitó rápidamente el sable a uno de los soldados y se atravesó el corazón.

¡Hijas, esposas, madres amantes, todas se sacrificaron impulsadas por sus ardientes afectos! Todas tuvieron para los tiranos, frases parecidas a esta: «¡Nuestro valor tiene más fuerza que vuestro poder!»

Los monstruos obcecados al querer apoderarse de María Antonieta, cogieron a Elisabeth, creyendo que era la reina, y Elisabeth dijo a los que querían manifestar la equivocación: «¡No les saquéis de su error!» ¡Qué rasgo de heroísmo fraternal!

Una joven bella y delicada llegó palpitante de pasión al calabozo desde donde debía salir su amado para la guillotina. Insistió pidiendo la dicha de morir con él, mas siéndole negado tal favor, sacó de su seno un puñal para clavárselo; los soldados, conmovidos por su belleza, se lo arrancaron de la mano, y la joven exclamó: «¡Ah bárbaros! ¿Creéis que puedo vivir si muere él?» Tras estas palabras se arrojó contra una puerta de hierro y se abrió la cabeza.

Si los hombres tuvieran siempre presentes los mencionados hechos, se avergonzarían de haber apellidado a las mujeres débiles, frívolas y superficiales.

¡Hombres, respetad a la mujer y educadla en el amor a la verdad, porque ella trasmitirá a vuestros hijos la educación que le hayáis dado!

¡Educad a las mujeres para madres!





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