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La mujer ideal

Concepción Gimeno de Flaquer





La belleza ideal en escultura, pintura y poesía, es la que no está copiada de ningún ser determinado, sino de la reunión imaginaria de las perfecciones parciales de varios seres.

Llamamos mujer ideal, metafóricamente, a la que atesora todas las cualidades y perfecciones distribuidas entre las demás mujeres, a la que flota sobre la generalidad, a la que puede servir de arquetipo.

La mujer ideal es un ángel de luz que ilumina las nebulosidades de la vida: es la paloma mística, la mensajera celeste, que refleja los resplandores de la belleza suprema: es poema que el pensamiento no puede analizar, y que solo comprende el corazón.

La mujer ideal nos trasmite revelaciones del infinito. Es una sibila cristiana: es una vestal encargada de guardar el sacro fuego de los sentimientos puros.

La mujer ideal tiene muy desarrollado en el alma el sentimiento de lo bello, y ese sentimiento la eleva por cima de todas las miserias terrenales. La mujer ideal poetiza el deber. ¡El deber, que tan rudo, frío y árido aparece ante las almas vulgares! Esa poesía que encuentra la mujer ideal en el fondo de su alma, le hace adorable el sacrificio, encantadora la abnegación, hermoso y sublime el martirio. El sentimiento poético la defiende de todo sentimiento impuro.

Su sentimiento poético es la nube de incienso, el perfume de las flores, los acordes del órgano y los sagrados coros que se alzan al creador desde el templo del hogar.

La mujer ideal es la Memnon que a impulso de los rayos del amor produce sonoras vibraciones. La mujer ideal reúne las perfecciones de todas las mujeres. Al lado de la mujer ideal no hay nada prosaico, pues ella todo lo embellece.

Preguntaron a una mujer muy distinguida, a la célebre Enriqueta Stowe, cómo había concebido su admirable libro La Cabaña de Tom, y contestó con gran naturalidad: haciendo cocer la olla de la familia.

¡Cuánta poesía encierra tan sencilla frase!

La mujer ideal no desdeña ninguna ocupación doméstica, pues para ella todo es sagrado en el hogar. La mujer ideal es culta, y siempre debe preferirse la mujer culta a la mujer ignorante.

En un bellísimo libro de Michelet que titula El amor, sin duda porque amor y mujer le parecieron voces sinónimas, se encuentra este pensamiento:

Elogiase a las mujeres que carecen de arte; yo deseo, por el contrario, que no solo lo posean, sino que sean capaces de las piadosas astucias que para nuestra felicidad el amor les inspira.



¡Cuánta razón tiene el elegante escritor!

La inteligencia de la mujer conjura las tormentas del hogar.

Es muy grande la influencia que ejerce la mujer en la familia, y por eso imprime en los que la rodean el sello de su carácter.

La atmósfera moral que se respira en el hogar, forma nuestras costumbres. Los seres desgraciados que viven en hogares turbulentos, llevan la huella del desencanto y la amargura.

No hay nada más horrible que las luchas del hogar: los más valientes guerreros se asustan de las batallas domésticas.

Compadeced a esas criaturas que viven con los individuos de su familia en constantes colisiones; no les preguntéis si creen en el amor o en la amistad. Con el tósigo en el alma y el hielo de la duda en el corazón, vagan errantes sin lazo que les ligue a la vida, sin ilusiones rientes, sin esperanzas acariciadoras.

El hogar debe ser un puerto de reposo en el agitado océano de la vida.

El alma de la mujer, cual la delicada flor del nenúfar, solo puede vivir en lagos muy tranquilos.

La mujer debe dar a sus hijos la primera educación, y para ello necesita gozar de una tranquilidad absoluta.

Eduquen las madres a sus hijos como educó Blanca de Castilla a San Luis, Juana de Albret a Enrique IV, Volumnia a Coriolano y Elena a Constantino. Las mujeres deben ilustrarse para ser poderosas aliadas y dignas colaboradoras del hombre.

¡Ilústrense, para que puedan enseñar a sus hijos la verdad!

Por medio de la cultura del entendimiento se despojará la mujer de las preocupaciones que esclavizan, de las puerilidades que empequeñecen.

¡Ilústrese, y se fortalecerá su alma!

Cuanto más se eleve la mujer, más benigna será para su sexo; se extinguirán en su alma las pequeñas pasiones, y podrá ser amiga de otra mujer. Muchas mujeres, capaces de las mayores abnegaciones hacia el sexo fuerte, han guardado para el suyo la más refinada crueldad; viéndose en ellas algo del espíritu satánico que animó a la Montespan contra Luisa de La Valière; a Juana Straford contra la hermosa Ana Bolena; a Isabel de Inglaterra contra María Estuardo.

Por eso ha dicho Rochebrune: «Es más fácil a una mujer defender su virtud contra los hombres, que su reputación contra las mujeres».

¡Dolorosa verdad!

A excepción de seres dotados de alma muy superior, cuando se reúnen dos mujeres cada lengua se convierte en una catapulta que arroja saetas envenenadas contra las que llevan el título de amigas.

Lean las mujeres una bonita novela de Feuillet, titulada Le Journal d'une femme, y en ella aprenderán a respetar y amar a las de su sexo. Allí verán que la generosidad inspira a la sublime Carlota las más altas abnegaciones, las más ilimitadas munificencias.

Procure idealizarse la mujer y se convertirá en numen del artista y musa del poeta. La mujer ha sido la inspiradora de las bellas creaciones.

Si en nuestros días se ven pocos rasgos heroicos, pocos actos sublimes, pocas acciones grandes, es porque falla en las mujeres el entusiasmo sagrado, con el cual han de animar al hombre, impulsándole a realizar las más arduas empresas.

Las mujeres frívolas se agitan convulsas por la fiebre del cerebro, abrasadas en una ardiente sed de goces; cuentan los días de la semana por el número de las fiestas a que pueden asistir, y son indiferentes a cuanto no sea exhibirse, lucir trajes, causar deslumbramiento con sus soberbios trenes y derrotar a sus rivales.

El torbellino social las arrastra, y como es constante el movimiento en que viven, no hay tregua, no hay un paréntesis en el cual pueda despertar la conciencia, sacándolas de su aturdimiento o increpándolas severamente por faltar a su misión.

¡Desdichadas! Con el sentido moral completamente extraviado, con un criterio muy erróneo, quieren buscar la dicha fuera del hogar, sin comprender que solo en él puede encontrarse.

Insaciables para las punibles satisfacciones de la vanidad, aunque se hallen en los teatros, en los paseos y en los bailes, el brillo de los diamantes que ostentan es impotente para ocultar la nube de tristeza que cubre sus frentes.

La belleza de estas mujeres se marchita pronto, porque como la oruga a la flor, las corroe la enfermedad del siglo, que consiste en una ambición jamás saciada, en el anhelo de obtener más de lo que poseen, en el afán de lo inasequible, en los deseos sin meta, en las utopías más absurdas, en los sueños imposibles.

Nos creemos autorizados a decir estas verdades a la mujer, porque hemos consagrado un libro de más de trescientas páginas a enaltecerla, a la reivindicación de sus derechos, a contestar a las impugnaciones que se le han dirigido, cuando estas han sido injustas. Después de haber hecho de ella los más entusiastas panegíricos, nuestra voz amiga debe inspirarle confianza, creyendo ciegamente que no le daríamos una pócima amarga, sin la esperanza de devolverle la salud.

Si solo tiene la mujer apologistas o detractores, nunca se conocerá a sí misma, jamás sabrá lo que es y lo que puede ser.

Despierte la mujer frívola del letargo en que vive, salga de esa apatía desconsoladora, y podrá dar más alto vuelo a las concepciones del poeta, más variedad de tonos a la paleta del pintor.

¡Mujeres! Fijemos nuestras ideas, hagámonos reflexivas para que no nos apelliden superficiales; seamos consecuentes, para no merecer el dictado de versátiles. Luchemos para adquirir la perfección más ideal.

Mientras haya mujeres ideales, no se apagará el entusiasmo en el corazón de los hombres. La mujer ideal ha de regenerar la sociedad.

¡Mujeres ideales! Vosotras atesoráis la ternura de las mujeres descritas por García Gutiérrez, y la gracia de las de Tirso. Vosotras reunís toda la nobleza de las mujeres de Calderón, el idealismo de las de Petrarca y Dante, y la dulzura de las de Michelet. Vosotras poséis la sencillez de las mujeres pintadas por Rojas, y la poesía de las mujeres creadas por Lamartine. Vosotras atravesáis los eriales de la vida sin perder jamás vuestras alas de ángel y vuestra majestad de diosas.





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