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La mujer objeto estético: figuraciones del marco en Dulce Dueño de Emilia Pardo Bazán

Ángeles Ezama Gil


Universidad de Zaragoza



Lina Mascareñas, protagonista de la última novela de Emilia Pardo Bazán, Dulce Dueño (1911), se define a través del relato como sujeto y como objeto. En calidad de sujeto es una mujer en busca de su identidad, que elige voluntariamente modelar su vida a su antojo, huyendo de las opciones prefijadas para ella por el entramado social, y aunque ello le suponga el desclasamiento. Esta férrea voluntad la aplica el personaje, paradójicamente, para convertirse en objeto, pero no al modo en que lo hacen quienes la rodean (encasillándola en los estereotipos femeninos al uso de casada, monja, literata o musa), ni tampoco al modo en que aparece en la novela de fin de siglo (como objeto artístico surgido del deseo de los ensueños masculinos1). Lina, una auténtica esteta próxima a María de los Ángeles, la muy poco convencional protagonista de la novela de José María Llanas Aguilaniedo Del jardín del amor2, se construye a sí misma desde dentro y a través de su propia mirada, cualificada artísticamente3, como objeto estético definido y delimitado por la moda (en forma de marco o engarce), buscando la identificación entre vida y obra de arte que ha señalado Yolanda Latorre4.

El motivo de la mujer como obra de arte hay que relacionarlo sin duda con la estética modernista, que encuentra un sugestivo referente en el ensayo de Llanas Aguilaniedo Alma contemporánea (1899); en el cap. XI del mismo5, glosa Llanas un libro del conde de Chambrun en el que se perfilan las etapas de la historia del arte a través de las cuales se ha accedido a la realización de la belleza; este proceso se inicia en la Naturaleza y culmina en la Feminidad, tras pasar por las demás artes; la feminidad, la mujer, es así concebida como un arte, capaz de elevar y dignificar el espíritu del hombre «en una escala todavía no alcanzada por las otras artes»6, es un «Arte divino cuya posesión tonifica al hombre cuando la desea»7. En la narrativa de Doña Emilia este motivo se anticipa en el personaje de Espina Porcel: «Al cambiar con ella las primeras frases de acogida y saludo, me ocurre que si mis pasteles pudiesen hacerse carne viva, carne sin músculos, sin venas, sin hueso, con nervios solamente -una carne artificial-, encarnarían en esta mujer. Percibo en ella, bajo su estilo ultramodernista y decadente, elementos de la mentira estética de otras edades. Sonríe como un Boucher y pliega como un Watteau»8.

En Dulce Dueño la configuración de la mujer como obra de arte se apoya primordialmente en la descripción de ese objeto artístico que es la medalla de Santa Catalina, que, desplazada desde el capítulo II, IV al I, constituye el modelo sobre el que se construye la imagen de la protagonista, de este modo también representada como objeto estético.

Esta medalla, que tal vez sea la misma que se menciona en el Cuadro religioso dedicado por Doña Emilia a Santa Catalina («la de oro, esmaltes, perlas y pedrería, del siglo XIV, que poseen en Madrid los condes de Munter»)9 y tal vez la misma que aparece como propiedad de Solar de Fierro en La quimera (pp. 346-348), es una obra de arte, pero también una joya preciosa (La quimera, p. 348). Representa en relieve una mujer «ataviada con elegancia fastuosa, a la moda del siglo XV»10, y está hecha de esmalte, oro cincelado y esmaltado y piedras preciosas -minúsculas gemas, diadema de diamantillos-; dicha miniatura aparece primero «protegida por un vidrio oval y un marco indecoroso, de coral basto y recargada filigrana» (p. 133), luego se presenta «libre de marco y cristal, limpia» (p. 138) y más tarde con un simple «marco de oro cincelado» (p. 263), que cumple mejor que el marco inicial la función de realzar la obra de arte. Desde esta descripción inicial, el marco se convierte en elemento inseparable de la protagonista de la novela, esencial para su definición como objeto artístico; Lina Mascareñas es una obra de arte moderna que se define, sobre todo, por obra y gracia de la moda convertida en marco que sirve de ornamento y realce a la figura femenina.

José Ortega y Gasset sugería, en un artículo de 1921, la necesaria vinculación entre el marco y el cuadro11, y afirmaba que la función del marco es fundamentalmente la de separar lo artístico de lo vital: «Es la obra de arte una isla imaginaria que flota rodeada de realidad por todas partes. Para que se produzca es, pues, necesario que el cuerpo estético quede aislado del contorno vital [...] la indecisión de confines entre lo artístico y lo vital perturba nuestro goce estético. De aquí que el cuadro sin marco, al confundir sus límites con los objetos útiles, extra-artísticos, que le rodean, pierda garbo y sugestión. Hace falta que la pared real concluya de pronto, radicalmente, y que súbitamente, sin titubeos, nos encontramos en el territorio irreal del cuadro. Hace falta un aislador. Esto es el marco [...] Frontera de ambas regiones, sirve para neutralizar una breve faja de muro y actúa de trampolín, que lanza nuestra atención a la dimensión legendaria de la isla estética»12. El marco es, por tanto, el que convierte al cuadro en obra de arte.

En Dulce Dueño el marco y el engarce sugieren la figuración de la mujer como obra de arte: el primero la conforma como cuadro y el segundo como piedra preciosa; el texto es explícito en ambos casos: «como no soy un premio de belleza, y lo que me realza es el marco, quiero ese marco, prodigio de cinceladura, bien incrustado de pedrería artística, como el atavío de mi patrona, la Alejandrina, que amó la Belleza hasta la muerte» (p. 178), «Soy de las mujeres de engarce. Lo que me rodea, si es hermoso, conspira a mi favor» (p.130), «Las gasas y los tisúes [...] me realzan como la montura a la piedra preciosa» (p.131). Ambos, marco y engarce, se hallan representados en la moda y ambos cumplen la misma función de servir principalmente de ornamento y realce al cuerpo femenino; de este modo, la moda convierte en hermosa a la mujer de belleza común, como comenta Gómez Carrillo en 1907:

Los trajes ocupan y preocupan. Más que la belleza misma, que según Renan es una de las virtudes, la elegancia nos entusiasma. Es uno de los signos de la decadencia moderna. Venus sin un traje de la rue de la Paix, no nos seduce. En nuestro orgullo diabólico, queremos corregir la obra de la Naturaleza, y hacer, gracias a sabios retoques, más bello aún el bello cuerpo femenino. Aunque al decir bello no digo la verdad. La Belleza, como la Virtud y el Heroísmo, son cosas pasadas de moda. Lo que nosotros adoramos es algo menos grande y menos raro, algo que no es divino, algo que tiene su parte de artificio y su parte de capricho, algo que puede llamarse gracia o encanto o joliesse, pero no belleza. La belleza, ya usted lo sabe, ha hecho bancarrota13.



La primacía del artificio frente a la belleza parece ser el signo de la modernidad estética como afirma el poeta decadente en el cuento pardobazaniano «Primaveral moderna» (1897): «La belleza [...] no es lo natural, sino al contrario, lo artificial, obra del hombre, creación de su inteligencia emancipada del ciego instinto. No me dé usted el racimo, sino el licor; no la tez virginal y lavada en agua pura, sino la que ha curtido e impregnado el amor y adobado la perfumería; no el bloque de mármol, sino la estatua de Carpeaux; no la rosa rústica de los setos, sino la orquídea monstruosa criada en estufa; no el animal viviente, sino la sierpe de esmalte y pedrería o el pájaro que canta por mecanismo»; y puro artificio es el también pardobazaniano personaje de La quimera Espina Porcel, el más claro precedente de Lina Mascareñas en su pasión por la moda: «¿De dónde saca usted que lo natural, por ser natural, ya es bello? Al contrario, tonto, al contrario. Lo bello es... lo artificial. -¿No soy bella yo? -Pues en mí lo natural no existe. -Soy una civilización entera, que ha infundido a lo raro, a lo facticio, la vibración del arte.» (p. 355).

Este artificio es estimado como auténtico marco de la figura femenina; así lo describe ya Baudelaire en un ensayo de 1863: «Se adelanta, se desliza, danza, rueda con su peso de faldas bordadas que le sirve a la vez de pedestal y de balancín; lanza su mirada bajo su sombrero, como un retrato en su marco»14; y sobre ello vuelve Gómez Carrillo años más tarde: «Para nosotros, simples mortales, la hermosura conserva siempre la primacía, y la toilette no viene sino en segundo término, o mejor dicho: en término complementario y sólo para servir de marco a la imagen viva»15.

La moda es, por tanto, un arte puesto al servicio de la hermosura femenina, como afirma Llanas Aguilaniedo en el ensayo citado: «El vestir constituye un verdadero arte, arte que encierra tesoros de poesía, sentimiento y atractivo: grande a veces como un poema, inseguro y alocado como las ilusiones que alimentan su vida»16. Lo mismo sostiene Gómez Carrillo: «¿No es acaso la moda un arte, lo mismo que la poesía, lo mismo que la escultura? Tal vez es el arte por excelencia y por pre-excelencia»17; y la propia Emilia Pardo Bazán:

No se sustrae la moda a la ley general del gusto artístico en su época. Estas amplias vitrinas, atestadas de opulencia, y al parecer sometidas sólo al capricho, están dentro de las corrientes que he señalado en la arquitectura, y pueden señalarse en la pintura, la escultura, la cerámica, la decoración, el mobiliario moderno. El bizantinismo y el naturalismo idealista inspiran a los Redfern, Doucet y Worth [...] La moda no es algo arbitrario. Por eso merece considerarse como importante manifestación social y artística18.



En Dulce Dueño la moda sugiere el cuerpo femenino, dejando adivinar su misterio, tanto si se trata de la ropa interior como de los vestidos; el discurso de la novela atiende más a aquélla que a éstos, insistiendo en los encajes, los calados, las transparencias, con la consiguiente connotación erótica19: «la camisa, casi toda entredoses, nuba mis formas prestándolas vaporoso misterio» (p.128), «mi traje de interior, de crespón de la China, bordado de seda floja, y guarnecido de Chantilly» (p. 157), «mis medias de seda, transparentes, no caladas» (p. 181). De la importancia que Doña Emilia concedía a este aspecto de la moda femenina queda testimonio en uno de los artículos que dedicó a la Exposición Universal de París de 188920, en el que se reconoce explícitamente el encaje como un arte: «no merece llamarse mujer la que pasa insensible ante las instalaciones de Chantilly y Alençon. En virtud de curiosa analogía, puede notarse que los mejores encajes reproducen casi siempre estilos arquitectónicos propios de la tierra en que se fabrican: las delicadas mallas del hilo compiten con la dura piedra. Esta regla es aplicable al encaje inglés, al de Brujas, al guipur, al Venecia».

El vestido también esconde e insinúa, dado que se ciñe estrechamente al cuerpo: «la tela, al ajustarse estrechamente a caderas y muslos, marca líneas de inflexión gentil» (p. 130); es, asimismo, una obra de arte en la que destacan el color y el preciosismo: «Es el peso de sus bordados bizantinos, de oros rojos, verdosos, apagados, sonrosados, lo que produce esa línea de mosaico de Rávena o miniatura de misal» (p. 129); la riqueza colorista y el detalle miniaturesco evocan el atuendo de las mujeres de la pintura prerrafaelita, pero también el aspecto de Santa Catalina en la medalla de Solar de Fierro (La quimera, pp. 347-348). Estos exuberantes trajes que Lina viste en privado contrastan con el luto que ha de guardar en público por la muerte de Doña Catalina, un luto sencillo (p. 133) pero lujoso («Mi toca negra es parisiense, mi sotana de casimir, del gran modisto, mi luto una apoteosis», p. 134), que va abandonando paulatinamente («mi atavío gris, de alivio», p. 227), hasta culminar en el informal atavío de turista, de corte masculino («mis atavíos de turista, mis faldas cortas de sarga o franela tennis, mis blusas "camisero" de picante airecillo masculino, mi calzado a lo yankee», p. 250), y en el «traje sastre, de sarga» (p. 273).

El atuendo de Lina se revela, por tanto, diverso en función de las situaciones, como es característico de la mujer moderna en opinión de la autora: «Hoy la mujer, si aún se somete a accesorios como las mangas desmesuradas, en general acomoda su traje a las circunstancias en que ha de usarlo»21. Así, distingue entre una moda racional, cuya mejor expresión es el traje sastre, y una moda estética o artística, «que trae consigo la resurrección de los estilos históricos y la preocupación poética y pintoresca en trajes, adornos y peinados»22; ambos estilos son exhibidos por la protagonista de la novela.

Para esta mujer configurada como objeto estético los complementos son tan importantes como el vestido; así, Gómez Carrillo estima que la elegancia «no está toda en el traje, y aun hay mujeres que creen que las joyas, los adornos, los sombreros, tienen más importancia que las faldas y corpiños»23. Entre estos complementos el más importante es sin duda las joyas, de las cuales Doña Emilia afirma que tienen ya «un pie en el reino de la moda»24; la capacidad de sorprender y la sencillez son sus rasgos más señalados, en opinión de la autora:

El ideal de la joya contemporánea es que no atraiga la vista y no hastíe el espíritu con su uniformidad y la repetición de una misma nota brillante en orejas, garganta y pecho. Lo imprevisto, lo caprichoso, lo poético, ha reemplazado a lo fastuoso y refulgente [...] una mariposa o libélula de esmeraldas, brillantes o rubíes, prendida con negligencia en un lazo; un agujón de pedrería sujetando el sombrero; un frasquillo de artístico esmalte medio oculto en el guante y delatado sólo por su rica fragancia; unas hebillas de oro cincelado en el zapato Molière; un par de gotas de agua bien claras y gordas en las orejas, destacándose sobre el limpio cuello; un alfiler de oro rematado en una perla y clavado al desdén entre los encajes; una miniatura antigua orlada de diamantitos minúsculos; unos botones de turquesas abrochando el corpiño... En el pelo se puede deslizar mañosamente alguna horquilla de cabeza de pedrerías, o tal cual peinecillo que remata en un hilo de bellas rosas; pero ojo con las peinetas y los embelecos: la cabeza más sencilla es siempre la más elegante25.



Para Lina Mascareñas, que experimenta «pasión magdalénica» (p. 112) por las joyas, al igual que su precursora la pecadora evangélica, éste es sin duda el aspecto más importante de su atavío. La sencillez preside la elección de las gemas; entre ellas la preferida de Lina, al igual que de su patrona Catalina de Alejandría, es la perla: «¡Las piedras, y sobre todo, las perlas! Lo primero que encuentro es el estuche, forrado de felpa rosa, en forma de garganta y escote de mujer, donde se escalona el collar de cinco hilos. Me lo pruebo, temblorosa, sobre el negro de la blusa; lo acaricio; trabajo me cuesta quitármelo. ¡Ah! Al acostarme, haremos otra prueba más convincente... ¡Qué redondas, qué oriente, qué igualdad la de estas perlas!» (p.121); también se adorna con diamantes («algún grueso solitario, pendiente de sutil cadenilla invisible, esmaltada del color de la piel», p. 127; «unas espigas que radian diamantes alrededor de mi cabeza», p. 129) y ocasionalmente con rubíes («Los rubíes, saltando en mis orejas, prestan un reflejo ardiente a mis labios», p. 130) o con esmeraldas («dos audaces plumas de pavo real que divergen y me flechan de esmeraldas», p. 129). Las notas de color son escasas, en parte debido al luto que Lina guarda por su tía, pero también porque domina el blanco de la perla, símbolo de pureza en Catalina de Alejandría y en Lina Mascareñas.

En cuanto al diseño, la protagonista de la novela se empeña en modernizar las joyas de su tía quitándoles sus «pesadas monturas» (p. 127): «Dejo a arreglar en la calle de la Paz las pocas joyas anticuadas de doña Catalina Mascareñas que no transformé en Madrid, para que me hagan cuquerías estilo María Antonieta o modernisterías originales» (p.230); son joyas estilo art nouveau que evocan elementos de la naturaleza, flores y pájaros, y mucho más ligeras: «Libres de sus pesadas monturas, ahora los brillantes y las esmeraldas son flores de ensueño o pájaros de extraño plumaje» (p. 127), «un ave de pedrería, unas espigas que radian diamantes alrededor de mi cabeza, o dos audaces plumas de pavo real que divergen y me flechan de esmeraldas, o un mercurio de roca antigua» (p.129). En su reproducción de las formas de la naturaleza y en su ligereza estas joyas alcanzan, según Doña Emilia, un alto grado de perfección:

En todo tiempo se han labrado joyas que representen flores o animales, pero eran seres fantásticos; ahora la reproducción de la mariposa, del escarabajo o del lirio, es fiel en colores, en líneas, y al mismo tiempo es ligera; nada más contrario al arte moderno que la pesadez. Asombra que joyas tan ricas, propias del tesoro de una corona [...], no sean pesadas. La mayor parte no lo son26.



Otros complementos son el calzado y los guantes en los que se cumple la afirmación de que «la mujer es el traje»27 (como en la Espina Porcel de La quimera, p. 337), ya que se identifican de manera tan ajustada con el cuerpo de Lina que lo reemplazan: «Mi pie no es mi pie, es mi calzado [...] Mi mano es mi guante de Suecia flexible, mis sortijas imperiales, mis pastas olorosas» (p. 131).

El sombrero, auténtica joya, constituye la parte más imaginativa del atuendo femenino, en la que todo está permitido; la estimación que de este complemento hace Gómez Carrillo resulta iluminadora: «¿No hemos, por ventura convenido en que un sombrero de mujer es un poema? Es, en la toilette lo que ríe, lo que alegra, lo que goza, lo que atrae. Es el adorno lírico. Todas las extravagancias le están permitidas, con tal que sean bellas. Su estética no tiene, cual la del traje, leyes estrechas. Las discusiones no le importan. Sus únicos cánones son los del ritmo»28. Esto explica supuestas extravagancias como las de las señoritas Amézaga en Un viaje de novios o Lina Mascareñas en Dulce Dueño: «mi sombrero, sobre el cual vuela un ave de alas atrevidas, ave imposible, construida con plumas de finísima batista, enrizada no sé cómo y salpicada de rocío diamantesco» (p. 227).

Como el sombrero, otros complementos exceden su función de tales hasta convertirse en joyas, algo que parece ser característico de la joyería contemporánea; así lo estima Doña Emilia: «A imitación del siglo XVIII [...] hoy se emplea la joyería en menudencias de tocador que antes no se juzgaban dignas de honra tan alta. Los cepillos, peines, limpia-uñas y frascos se blasonan, esmaltan y enriquecen con pedrería, y los impertinentes o anteojos de tallo largo, más de moda que nunca, llevan sobre la rubia concha cifras de diamantes»29. Y así se pone de manifiesto en los complementos de Lina: «los estuches atestados de cachivaches de plata con mis cifras» ( p. 129), el «saco de malla entretejida con diamantitos» ( p.209), la «bombonerita de oro, cuya tapa es una amatista cabujón, orlada de chispas» ( p.180), el «frasco de oro y cristal de las sales» ( p. 209). En este respecto, parece evidente que la estética preciosista de la joya irradia, desde las piedras preciosas, a todo el mundo de la moda (vestido, ropa interior, complementos), e incluso al cuerpo de la mujer, caracterizada como joya («Tú eres una joya, un tesoro», p.155) en distintas partes de su anatomía («Mis pies de rosa, mis pies pulidos como ágatas», pp. 65-66; «mi busto brotando del escote como un blanco puñal de su vaina de oro cincelado...», p.131), porque las cualidades de las joyas se transmiten desde éstas al cuerpo al que adornan: «Las perlas nacaran mi tez. Los rubíes, saltando en mis orejas, prestan un reflejo ardiente a mis labios» (p. 130).

Rodeada por este marco que le presta realce, la mujer aspira a su perfeccionamiento, a su deificación; así lo afirmaba Baudelaire en 1863:

La mujer está, sin duda, en su derecho y hasta cumple un tipo de deber dedicándose a parecer mágica y sobrenatural; preciso es que asombre, que hechice y, puesto que es un ídolo, debe dorarse para ser adorada. Ha de tomar, por lo tanto, en préstamo a todas las artes los medios de elevarse sobre la naturaleza para subyugar mejor los corazones y herir las mentes. Importa muy poco que la trampa y el artificio sean conocidos por todos si su logro es seguro y su efecto permanentemente irresistible. Con estas consideraciones, el artista filósofo encontrará fácilmente la legitimación de cualquier práctica empleada en toda época por las mujeres con ánimo de consolidar y divinizar, por decirlo así, su frágil belleza30.



Y en ello insiste Gómez Carrillo: «Si hay algo que sea sagrado en la mujer, es el perfeccionamiento constante de su propio ser, ese perfeccionamiento que es como un perpetuo homenaje que rinde a la propia divinidad de su belleza [...] Se adorna porque se adora, porque se considera, de un modo obscuro, inconsciente y tiránico, como un icono místico. Se adorna por adornarse»31.

Esta aspiración a la perfección, al endiosamiento, es evidente en el personaje de la novela pardobazaniana, tanto en el aspecto físico («los dedos de mis manos -y hasta los de mis pies- son para mí objetos de un antiguo culto», p. 129) como en el espiritual («toda yo quiero ser lo quintaesenciado, lo superior -porque superior me siento, no en cosa tan baladí como el corte de una boca o las rosas de unas mejillas sino en mi íntima voluntad de elevarme, de divinizarme si cupiese», p. 131). El proceso conlleva una gran dosis de refinamiento, resultado de un ejercicio constante de quintaesencia, de alquitaramiento, tanto del cuerpo como del espíritu, al que se aplica el mismo trabajo minucioso que el orfebre realiza con las joyas (tal vez por influjo de la estética preciosista de Gautier en Émaux et camées o de Heredia en Los trofeos): «-¿Todo esto, por el primo de Granada, a quien no conozco? -No; por mi autocultivo estético. Es que el bienestar no me basta. Quiero la nota de lo superfluo, que nos distancia de la muchedumbre. Lo que pasa es que procurarse lo superfluo, es más difícil que procurarse lo necesario. No se tiene lo superfluo porque se tenga dinero; se necesita el trabajo minucioso, incesante, de quintaesenciarnos a nosotros mismos y a cuanto nos rodea» ( p. 178). Este proceso de refinamiento, en el que son precursoras de Lina Clara Ayamonte (en el aspecto espiritual) y Espina Porcel (en el físico), personajes ambos de La quimera, explica de manera diáfana una de las aparentes incongruencias del carácter moral de la protagonista; la afirmación de Baudelaire: «el mal se hace sin esfuerzo, naturalmente, por fatalidad; el bien es siempre producto de un arte»32, podría muy bien aplicarse a Lina, que practica el mal en su relación con Almonte de una forma natural, en tanto que el ejercicio de la caridad cristiana le supone un tremendo esfuerzo de vencimiento de sí misma.

Si la función principal del marco en la novela es esencialmente artística, no es, sin embargo, la única; el marco se emplea, además, con un valor metafórico que sugiere el encierro en que se desenvuelve la vida de la mujer contemporánea. En su clásico trabajo The Madwoman in the Atic Sandra M. Gilbert y Susan Gubar33 estiman que las escritoras del siglo XIX se encontraban como mujeres, literalmente encerradas en sus hogares y de forma figurada encerradas en textos masculinos; de ahí que las imágenes de reclusión y, consiguientemente las de huida, caractericen a gran parte de su escritura: trajes y enseres domésticos aparecen una y otra vez en novelas de los siglos XIX y XX para representar el sentimiento de la escritora de que su vida ha sido recortada y ajustada a un marco («como si mi vida fuera recortada/y calzada en un marco,/y no pudiera respirar sin una llave», escribe Emily Dickinson en uno de sus poemas).

En este respecto, hemos de reparar en que el primer y más importante marco de la novela es la narración que Lina hace de su propia vida, que la encierra de principio a fin, ya que Lina la escribe y repasa desde el manicomio. Paradójicamente, este marco aprisionador encierra a su vez la llave de la huida, porque la escritura dota de voz a esa mujer encerrada, una mujer sometida al silencio y al secreto sobre su propio origen (p. 147), que consigue a lo largo del relato hacer su voluntad, alcanzar su propio sueño y conquistar con él su propia voz; la huida se halla también representada en los viajes con los que Lina alcanza una libertad física que no es, sin embargo, la que más le importa, ya que su objeto principal es la libertad interior, la única verdaderamente emancipadora: «La libertad material no es lo que más sentiría perder. Dentro está nuestra libertad; en el espíritu» ( p. 178); Lina aspira, por tanto, a tener «un alma libre», al igual que Clara Ayamonte en La quimera (p. 215), y esta conquista sólo puede venir de la mano del cristianismo, como afirmaba Doña Emilia en «La educación del hombre y la de la mujer»: «La grande obra progresiva del cristianismo, en este particular, fue emancipar la conciencia de la mujer, afirmar su personalidad y su libertad moral, de la cual se deriva necesariamente la libertad práctica. No fue en la familia, sino en el interior santuario de la conciencia donde el cristianismo emancipó a la mujer»34.

Otros marcos metafóricos son en la novela los espacios interiores que encierran a Lina, «sometida a la voluntad ajena» ( p. 287): su casa de Alcalá (subrayada como encierro y apartamiento por el propio discurso narrativo; Farnesio afirma en p. 272: «te desterré, te encerré, te abandoné. Quise recluirte»), el convento evocado (las celdas y claustros de los Carmelitas «forrados de corcho. Silencio, quietud y soledad», p. 281), el manicomio desde el que escribe («En este asilo, donde me recluyeron, escribo estos apuntes, que nadie verá», p. 286). La misma función tienen algunos espacios de reclusión voluntariamente elegidos: el caserón de Doña Catalina («Vivo retirada; he pagado las tarjetas con otras, y no tengo amiga alguna, porque las de doña Catalina son viejas apolilladas, gente de su tiempo, y me he negado formalmente a recibirlas», p. 125) y el desierto en el que se sumerge finalmente para mejor encontrar a su Dulce Dueño («un valle escondido por montañuelas que espejean al sol», p. 277).

El hábito conventual funciona también como metafórico marco aprisionador de la mujer («Con mis dos índices alzados dibujé alrededor del óvalo de mi cara (es muy perfecto, que conste) el cerquillo de una monástica toca» ( p. 118), al igual que el luto, que supone un apartamiento del mundo («los palcos de luto, desde los cuales se ve sin ser muy vista», p. 150). Los armarios cerrados de Doña Catalina y los medallones (cuyo sentido en el relato va más allá de su condición de joyas), asimismo cerrados, son también marcos que ocultan el secreto del origen de Lina; de este modo, el hecho de que su cierre sea vulnerado por la protagonista ha de ser interpretado en términos metafóricos.

En conclusión, el marco configura a la protagonista de la última novela pardobazaniana como un refinado objeto artístico tanto en su aspecto físico como en el espiritual; el recurso al mismo se explica por la aspiración a la belleza, una belleza artificial, moderna, que se alcanza a través de la moda elevada a la categoría de arte; este planteamiento en relación con el tema de la moda, tan alejado del tópico que la considera un asunto trivial y la estigmatiza con el calificativo de frívola, parece ser un signo de época, a juzgar por los testimonios de Llanas Aguilaniedo, Gómez Carrillo y la propia Doña Emilia.

Pese al escaso número de referencias artísticas entretejidas en el discurso del relato, ésta es sin duda una novela artística, en la que el arte moderno ocupa un lugar central: el culto al objeto (tan habitual en la narrativa de Doña Emilia por influencia del naturalismo y debido a la boga del coleccionismo35) y a la moda son una buena muestra de ello, sin olvidar las inevitables reminiscencias pictóricas que el relato sugiere (las Salomé cubiertas de joyas de Moreau o las mujeres modernistas del cartelista y diseñador Alphonse Mucha) o las no menos sugestivas literarias (Gautier, Huysmans y Silva, entre otros).

Pero el marco no desempeña en la novela únicamente una función artística, configurando la imagen de la mujer como artificio; es también un elemento con valor metafórico que habla, implícitamente, sobre el encierro en que se desarrolla la vida de Lina, un encierro impuesto en parte y en parte voluntario, a través del que se afirma la voluntad de la protagonista de construirse a sí misma para alcanzar la libertad de espíritu, una libertad de marcado sesgo cristiano. La lucha de Lina por alcanzar la libertad es también la de las mujeres contemporáneas de carne y hueso, mujeres encerradas que luchan por liberarse y para las que la escritura representa una huida, como la Infanta Eulalia de Borbón, que concluye la primera versión de sus Memoirs of a Princess of the Blood Royal con estas palabras: «It is my final realization of freedom that I celebrate now in these pages. I have escaped, mind and body, from my gilded cage. It has taken a lifetime, but it was worth it»36.





 
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