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La narrativa autobiográfica de Gabriel Miró

Ricardo L. Landeira





De la veintena de obras que integran la producción total en prosa de Gabriel Miró muy pocas de ellas pueden rotularse llanamente de novela. Aquéllas que el autor mismo compendia en sus Obras completas -eliminadas algunas1 por prurito artístico- participan de los cánones más latos que puedan determinar el género novela, pero de suerte muy mínima. La novela de Miró está a punto de no serlo, de caer en el anonadamiento de lo que llámanos de ordinario ficción. Este peligro no es grave. Toda novela moderna tiende a la descripción, no a la narración; a un mundo inconexo y no a un pasar de perfecta concatenación. Su obra se coloca en la evolución desnovelizadora del género. Acción y argumento se pierden a favor de una literatura intimista, de confesión, y ésta es, en rigor, la nueva fisonomía novelesca.

La estética que rige los libros clave de esta tendencia alzante en Miró se nutre de aquellos elementos constitutivos hallados en la novela de personaje, el romance (narración introvertida y personal), la autobiografía (narración introvertida e intelectual) y la confesión (trazado espiritual)2. Desigualmente asimilados, estos cuatro tipos afines del género narrativo dan lugar a tres obras que puntúan la totalidad de los escritos mironianos: Del vivir (1904), primera obra no repudiada; el Libro de Sigüenza (1917), obra meridiana de su producción, y Años y leguas (1928), la última editada en vida. Las tres son depositarias de un trasfondo novelístico difuso según consta en la ilación estructural del viaje, el microcosmos autóctono, la temática consistente y semejante en las tres, y la presencia de un protagonista común a todas ellas. Mas la reducción telescópica a un centro de conciencia en la persona del protagonista-narrador, portavoz y trasunto del autor (toutes proportions gardées recuérdense las funciones similares ejercidas por Azorín, Juan de Mairena o Plotino Cuevas) germina una narrativa personalista, minoritaria, y ascendiente de la actual.

Nuestro afán en estas páginas es desentrañar la singularidad, dentro del cauce general panorámico sugerido, del arte que informa las tres obras citadas, haciendo hincapié en la relación autor-narrador-protagonista, imprescindible para aprehender el sentido más hondo de este aspecto esencial de la prosa de Gabriel Miró.

En todos estos libros el protagonista acapara la mayor parte de los esfuerzos del autor, con quien a veces coincide, y es por lo regular una figura introvertida, herida de cierto weltanschaunng, individual en extremo y de una personalidad acusada. El autor-personaje, pues, encarna una visión de ética universal y, hasta cierto punto es la razón de ser de la obra: ésta existe por y para el protagonista. Como podrá comprobarse las obras son singulares en valía pero forman en su conjunto un microcosmos único, regido por móviles e impulsos idénticos cuya temática amalgama la cronología divisoria entre los tres escritos: la muerte, el sufrimiento, el desamor, la soledad, la crueldad, el tempus fugit, el memento mori, la morbosidad, la insensibilidad, la deshumanización, el anticlericalismo, la misantropía, la xenofobia, el escepticismo, la ironía, el egotismo, el recuerdo, la nostalgia, la Naturaleza, el locus amoenus, la melancolía, el hilozoísmo, la vivificación, la antropomorfización, la compasión, la contemplación, el viaje, la enajenación en el paisaje, la hiperestesia, el helenismo, lo bíblico, el menosprecio de corte, la eidética platónica, la metempsicosis y la escatología final. La trilogía integra una esfera presidida por un personaje principal: Sigüenza. El no es sólo el protagonista de estas tres obras, sino que casi se podría aseverar que es su único agonista.

Sigüenza coexistió siempre con Miró. Los libros en los que figura aquél como protagonista constituyen los hitos con que se mide la producción de su autor. Hay, pues, casi una correspondencia de vivencias entre el personaje y autor para quienes el término es poco menos que el mismo. Así como don Quijote y su autor andaban por los mismos años, Sigüenza y Miró también se llevan muy pocos, si es que efectivamente no son de una misma edad. Gabriel Miró en 1904, fecha de publicación de Del vivir, tenía veinticinco años; al salir a la luz Años y leguas, cuarenta y nueve. Sabemos que después de abandonar su comarca natal, Sigüenza vuelve a ella al cabo de veinte años cuando ya había doblado los cuarenta, con lo cual se establece finalmente la paridad. Acaso no haya una correspondencia exacta, pero con el paralelo basta. Dentro de la obra misma las estampas autobiográficas son abundantes: el internado en el colegio jesuita de Santo Domingo (572)3, las oposiciones a Judicatura (586), la presencia de su familia: «mujer, hijas y padres viejos» (569), el afán por unas horas de asueto aprovechadas para escribir, la estancia en Ciudad Real (1109), alusiones al hermano mayor Juan (1071) y al padre ingeniero (1070). Sigüenza, cuanto más se revela, a medida que discurre su vivencia ante nosotros, más refleja la esencialidad de su propio autor. He aquí cómo la afirmación de Miguel de Unamuno, gran novelador de sí mismo, encaja perfectamente como aclaración a este arte tan personal, introvertido e íntimo de Miró: «Toda novela verdaderamente original es autobiográfica»4.

Vicente Ramos divide el ciclo vital del personaje en tres etapas: «andanzas juveniles por Parcent», «conciencia de plenitud y andanzas ciudadanas», «búsqueda de sí mismo, reencuentro y despedida», que corresponden respectivamente a los tres libros en cuestión5. Lo verdaderamente autobiográfico se inicia en el Libro de Sigüenza, aquí se estrecha la relación entre ambos y se convierte en identificación. El prólogo delata la progenie del personaje por parte de su autor. En él Miró concede que Sigüenza es un aspecto íntegro de su persona, no ya proyección suya en un ente de ficción: «Sigüenza ha sido el íntimo testimonio y aun la medida y la palabra de muchas emociones de mi juventud...» (567). Su figura en el Libro de Sigüenza es de un funcionario público de vida oscura y fracasada, de temple resignado y aquiescente y dotado de una vivencia interior que lo encamina mediante la introspección hacia el cambio evolutivo que tendrá su término en Años y leguas. En esta obra, Sigüenza se convierte en una actitud, un estado de ánimo. No nos lo presenta Miró como un ente autónomo sino como una esencia necesitada de un cuerpo físico para poder existir, al igual que un alma falta de un organismo que la encarnen. Sigüenza «[...] Está visualmente rodeado de las cosas y comprendido en ellas. Es menos o más que su propósito y que su pensamiento. Se sentirá a sí mismo como si fuese otro, y ese otro es Sigüenza hasta sin querer» (1066). En Años y leguas obra de retorno y de meditación al fin del peregrinaje, el héroe se aleja de los hombres desengañado de sus ciudades caóticas e inhumanas y busca refugio en el seno de la Naturaleza acogedora a la cual tiene que, finalmente, hacer frente al percatarse de su caducidad; solo ante la permanencia de aquélla.

Hasta donde se había apoderado el personaje de su autor y hecho presencia en el espíritu de éste, en identificación mutua, lo muestra la firma SIGÜENZA en cartas de Gabriel Miró a sus amigos, como la dirigida a Juan Guerrero Ruiz, fecha 3-II-28, y la apropiación que del nombre se toma en otras ocasiones6, llamándose a sí mismo Sigüenza en conversaciones íntimas recordadas por el poeta Jorge Guillén7.

Sigüenza no es suma de Gabriel Miró, sino presencia parcial. Su vida es incompleta, interiorizada, carente de amarras mundanas y además es episódica, por lo tanto no puede ser proyección, imagen que connota totalidad de proporción. El personaje es trasunto del autor, ambos comparten la misma esencia ético-estética; aquél es portavoz autorrealizado y perenne -merced al arte- de éste. No es Sigüenza el alter ego de Miró, sino su propio yo fijado lírica y parcialmente en una estética derivada de su sensibilidad artístico-espiritual. Nos encontramos entonces con que Sigüenza es una introspección exteriorizada del autor, funcionando como un recurso revelador del concepto que el escritor mantiene de sí y de su circunstancia, de sus conflictos y de su epistemología. Todo esto implica un franqueo de intimidad, lo cual a su vez supone cierto pudor, de manera que aunque la omnisciencia de Miró sea ilimitada y por él lo sepamos todo, sólo sabremos lo que él quiera comunicarnos de su personaje. Si el escritor se autonovela, como parece hacerlo, el recato tiende a frenar sus desahogos, moderación apoyada por otra parte en el arte de insinuación y elusión mironiano. Sigüenza con frecuencia no logra seguir la tendencia finalizante de su pensamiento por interrumpir su reflexión cualquier incertidumbre poética; rara vez llega al fin de una sensación o anhelo como, por ejemplo, su cavilación al término del capítulo «Huerto de cruces» (1100), en donde el autor paulatinamente apaga la voz del protagonista asumiendo él la directiva.

En cuanto a su esencia, cuenta Vicente Ramos que «cuando Benjamín Jarnés intentó definir a Sigüenza, diciendo: 'Es una inteligencia puesta entre el mundo y el lector', le corrigió Gabriel Miró con estas palabras: "No; una sensibilidad"»8 (8). Esta es su esencia, la sensibilidad; todo su ser está en función de ella.

Sigüenza, como transunto humano, carece de absolutos; ni siquiera puede comunicar su naturaleza espiritual decisivamente resultando entonces la consabida alienación del hombre de este siglo. La soledad del personaje, como se verá, no es voluntaria sino resultado del fracaso mutuo de hermanación del ser humano. «¡Falta amor; en todo falta amor!» (57); es la exclamación que grita al abandonar Parcent, lugar de leprosos, y que bien podría resumir la ausencia de sinfronismo entre semejantes que se necesitan unos de otros y que sin embargo desoyen la voz del deseo de sus espíritus clamando socorro. El Hombre no escucha a su Dios, ni a su hermano, ni a sí.

La trilogía acaso haya empezado in medias res, pues a Sigüenza lo encontramos en la desventura de alargar su mano hacia otros y ser rechazado por ellos; lo dejaremos para siempre en riesgo del encuentro consigo mismo -resignación final-; la confrontación inicial con su creador -evidentemente fallida pues el héroe prosigue su busca- habernos de darla por consumada. El viaje de la vida -hilo estructural de estos libros- habrá de consistir en la partida, en presencia del Dios creador del viandante, y después del recorrido, la comparecencia final ante Él. El hecho de que el lector no presencie la salida-confrontación y el viajero no acuda a Dios al término de su peregrinación, apuntan al escepticismo de Miró cuyo héroe acaba por resignarse a una apocatástasis aniquiladora. Limitada vivencia la de su personaje que admite -quién sabe si inconscientemente o no, dado el cristianismo heterodoxo mironiano- la eventualidad de que el nacimiento y la muerte sean sus límites existenciales, separados por un lapso de impresiones sensoriales y anímicas que le sirven para realizarse y equiparle de los recursos imprescindibles en una busca fútil mas imperativa con la cual otorgar algún sentido a su vivencia.

Sumido en unas circunstancias que no corresponden a las dotes sensibles y singularmente ideológicas propias, el temperamento de un ser inteligente no es capaz de desarrollar una vivencia plena en el nivel de la realidad, de ahí que para solventar semejante dilema se forje una existencia vicaria mediante la imaginación. Cuando el ser es un personaje -como Sigüenza- ello consiste en la ideación de fantasías. Cuando es hombre -como Miró-, la vicariedad puede realizarse en una vivencia artística fijada en unas cuartillas que le confieren no sólo realidad sino también permanencia en un mundo avieso. Esto hasta cierto punto significa una dimisión de ese mundo exterior para poder alcanzar el equilibrio interior; una abstinencia del macrocosmos y una acogida al microcosmos que cada uno representamos.

A medida que envejece Sigüenza, se aleja más y más de los hombres. En Del vivir compadece a los lazarillos en una confraternidad misericordiosa, en el Libro de Sigüenza anda por las calles metropolitanas rodeado de gentes pero solo de ellas y, en Años y leguas, fuera ya del tumulto capitalicio, se acoge a las soledades del campo. Con él, según se ha dicho, está provisionalmente en paz, prefiriéndolo a la condición humana. El héroe no es de por sí un misántropo, pues no opta por el apartamiento de sus semejantes; él no ha elegido su soledad, sin embargo está condenado a ella. La problemática de Sigüenza es la del héroe moderno cuya vida es también un camino que no lleva a ninguna parte, de principio y fin arbitrarios; el sino de cada uno -destino del homo viator- es la incertidumbre de un término esperado y temido a la vez. No obstante el «caso Sigüenza» varía en el sentido de que, en la busca o nostalgia por lo absoluto-eterno, su identidad y vivencia no están anejadas a la historia del momento; él está alejado de toda contingencia. Existe en el tiempo del mal bíblico de los leprosos, y sin embargo vive en el siglo XX. Su deseo irracional de perseverar indefinidamente, así como su alienación de la sociedad, los comparte con todo ser humano, desde Adán «al saberse mortal» (1186) hasta su propia persona.

El héroe en su empeño por encontrarle significado a su propia existencia se topa con el absurdo de la eternidad ajena, propia de la Naturaleza y la transitoriedad suya de condición humana; antilogía que tiene que sancionar antes de poder confrontar el porqué de su devenir. ¿Es que la vida de Sigüenza tiene alguna razón de ser? ¿Cuál es su propósito y designio? El no lo sabe y sin embargo anhela la vivencia permanente del paisaje, deseando asemejársele siquiera en la dimensión atemporal o eterna; con lo cual Gabriel Miró responde a las dos preguntas planteadas contestando negativa y desesperanzadamente. Al querer Sigüenza ser como la Naturaleza, pierde su imagen y semejanza con el Dios que lo creó, renegando así de una posible palingenesia posterior a la muerte a cambio de una vivencia actual y fija. La conciencia de la perduración del género humano -amalgama despersonalizada- no puede ser consuelo de inmortalidad para él (1195).

En Gabriel Miró hay una errónea valoración del ser humano al no considerarlo valor supremo con respecto al resto de la creación. El autor disminuye la valía del espíritu, sensibilidad y creacionismo del hombre -atributos ausentes en la Naturaleza- al encarecer la eternidad y la inmutabilidad de ésta- cualidades juzgadas por un ser al fin y al cabo finito, el hombre- sobre el individuo, restándole así la trascendencia que le corresponde en todos los casos como imagen de su Creador y, como autor de sus propias ficciones, en muchos otros. Nada más natural que éste sea también el gran fallo de Sigüenza al no percibir que el hombre es la medida de todas las cosas, y no a la inversa. El acudir a su Creador no se le ocurre, al dudar Miró de la progenie del hombre: «Quiso el Señor que fuesen las criaturas a su imagen y semejanza, y no fueron. El Señor lo consintió; y las criaturas se revuelven porque el Señor no es su semejante...» (667). El pesimismo del autor ha conducido a Sigüenza a lo largo de una vivencia en la cual se le ha negado el amor de sus semejantes, donde la Naturaleza le ha revelado el absurdo de su finitud y donde su demiurgo lo ha abandonado a su propia persona. Se ha de contentar con «la ley de la muerte» (1195).

La trilogía destaca del consabido esteticismo sensual mironiano una dimensión de humanidad y de ética ingénita en aquélla. La obra no es andromórfica -pese al constante Sigüenza- sino antropomórfica; testimonio de las desilusiones y los anhelos de todos los hombres, de sus tragedias íntimas, simbolizado ello en las desemejanzas entre sensación y consciencia, entre finitud y eternidad, humanidad y Naturaleza. Aunque Gabriel Miró no fue un escritor de grandes ideas, mantuvo su eidética, sobreentendida en cada renglón redactado. El subjetivismo lírico de su disposición estética acaso lo atenúe un tanto, pero no ahoga el lamento del omnipresente patetismo humano. Su estética adquiere mayor realce que su ética en muchas de sus páginas porque la literatura para Miró es un arte que encubre, no promulga, su propia revelación o alétheia, en griego «verdad». El suyo es un arte que conlleva su propia razón de ser y que sólo en función de su naturaleza estético literaria puede comportar verdad o significación alguna.





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