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La narrativa de Abel Posse: Historia y ficción

Luis Sáinz de Medrano Arce






Luis Sáinz de Medrano

Buenas tardes. Vamos a comenzar esta segunda sesión del homenaje a Abel Posse, que corresponde a la mesa redonda «Historia y ficción». Yo vengo siguiendo la obra de Posse desde hace ya algún tiempo, y con especial atención desde el año 88, cuando tuvimos un curso en El Escorial dedicado en parte a Abel Posse. Ya entonces pude sintetizar la evolución de la obra de este extraordinario escritor argentino, y ahora es para mí muy grato el poder estar aquí, junto a tan magníficos compañeros de mesa, para hablar otra vez de su narrativa.

Ayer ya se dijo que la narrativa de Posse está vinculada al tema histórico, pero que esto no significa que haya escrito novelas históricas en el sentido estricto de la palabra. Es lo que yo también opino, porque es evidente que los temas abordados por Posse, sin duda muy marcadamente señalados por la historia, la transcienden en muchos aspectos. Sucesos muy concretos de la historia de América aparecen como hilo conductor en novelas como Daimón, Los perros del Paraíso o El largo atardecer del caminante, donde revisa el tema del descubrimiento y la conquista desde la perspectiva de algunos de sus más notables representantes. Pero luego se pueden citar otras novelas de Posse, como La reina del Plata, que es una visión difuminada, pero dolorosamente kafkiana, de penosos acontecimientos de las últimas décadas de la historia argentina, o como La pasión según Eva, que es la reconstrucción novelada de la vida de Eva Perón, que imprimió carácter a un determinado acontecer histórico argentino en nuestro siglo. No excluimos de esta tendencia a otras novelas de Posse, aunque no aborden de un modo tan sistemático este tipo de temas mayores, o lo que Toynbee llamaba «los asuntos públicos». Todas ellas constituyen bases documentales -con las salvedades o las correcciones que enseguida haremos- acerca de episodios significativos de la historia de lo que genéricamente llamamos nuestro tiempo, entendiendo por tal aquél que persiste en determinar con rigor, de una forma u otra, la realidad en que vivimos.

La censura que recayó en su España sobre la primera novela de Posse, Los bogavantes, que se presentó al premio Planeta en 1968 y no pudo ser publicada en España hasta 1975, acredita que se vio en ella lo que verdaderamente era: es decir, una reflexión crítica sobre la historia contemporánea, fundamentalmente sobre la de Europa occidental, sin mayor concesión a tirios o a troyanos. Y en La boca del tigre, de 1971, tenemos otra vez a Europa, ahora la del Este, como objeto de atención del novelista. Sus posteriores obras, acercándose a la historia de América, le permiten al autor avanzar, mediante particulares procedimientos de diálogo y de radicalización hipertextual, hasta el momento presente conectando desde luego con esa Europa que constituye un referente inexcusable de América. Su anunciada y esperada novela Los heraldos negros, que sabemos versará sobre la acción de los jesuitas en el Paraguay, y que estamos deseando que aparezca, posee otra vez la impronta historicista.

Pero hay una tercera vía en la narrativa de Posse, la dedicada al fenómeno que quedó grabado a fuego en la historia de Europa: el nazismo. Posse lo ha tratado en Los demonios ocultos y en El viajero de Agartha, captando en la primera de ellas una particular penetración de esta ideología en Hispanoamérica, mientras que en la segunda narra una desorbitada aventura germánica que llega hasta el Tíbet. Estas dos últimas novelas tendrían que ver con los aspectos menos externos y más particulares de la historia.

Dicho esto, nos preguntamos cuánto hay de real en estas incursiones en la historia. La respuesta nos remitiría a muy respetables autoridades, como Blodner, Singer, White, Mayen o, entre los americanistas, a Carlos Rama, Rodolfo Borello y, naturalmente, Seymour Menton, quien nos ha hecho, hace tan solo dos años, el regalo de su magnífico libro La nueva novela histórica de la América Latina, 1979-1992, editado en inglés en la Universidad de Texas y obra ya inexcusable en este tipo de estudios. Pero, al menos por el momento, no acudiremos a tan ilustres magisterios para abordar este auto-requerimiento. Antes bien, nos acercaremos a otro autor bien experimentado en estas lides de relacionar la historia con la fabulación, autor que sabemos que es muy apreciado por Abel Posse. Me refiero a don Ramón María del Valle-Inclán.

Nuestro ilustre gallego nunca puso, en mi opinión, la literatura al servicio de la historia, sino todo lo contrario. Sin pretender fijar su imagen como la de un esteticista a ultranza, siempre hemos pensado que en sus tremendas diatribas contra el reinado isabelino había demasiadas cuchilladas a un enemigo derrotado de antemano, cuchilladas que no podían ser interpretadas exclusivamente por una actitud política o social meramente noventayochista. Su beligerancia no quedaba cumplida con tan fácil proeza. Y no es que Valle-Inclán no encajara en el noventa y ocho: es que lo desbordaba. No le había fallado, como él dijo, la historia o la época, sino todos los esquemas en que su condición humana debía insertarse. De ahí el carácter universalista de su obra, algo que extrapolamos para aplicarlo al caso de Posse. De Valle-Inclán sabemos que se documentó rigurosamente para hacer la revisión del mundo isabelino, pero, como apuntó Silverman, Valle leía y se documentaba con intenciones artísticas y no eruditas. Otra cita sobre la posición de Valle-Inclán ante este tema corresponde a Pedro Henríquez Ureña, cuando recuerda que, al terminar Valle la primera novela de El ruido ibérico, estimó que el material quedaba demasiado crudo, que la obra quedaba demasiado próxima a la crónica, y entonces se sentó a reescribir la novela. Y aún podemos traer aquí las palabras de Bradomín en la Sonata de invierno, cuando se encuentra ante un personaje mediocre: «Yo callé, compadecido, ante aquel pobre exclaustrado que prefería la historia a la leyenda, que se mostraba curioso de un relato menos interesante y menos bello que la propia invención».

Acudimos, por último, a Borges y a Luis Cernuda: todos recordamos que en Pierre Menard autor de «El Quijote», una de las razones que justifican que el texto de Menard, siendo el mismo, difiera del de Cervantes, es que, en el siglo XX, afirmar que la historia es madre de la verdad resulta una idea asombrosa. Significa que, para Menard -Borges interpuesto- la verdad histórica no es lo que sucedió, sino lo que juzgamos que sucedió. En cuanto a las palabras de Cernuda, conciernen a algo obvio pero que no está de más recordar: el arte no existe sino cuando ha superado los modelos vivos mediante una elaboración ideal.

No hay que olvidar que el Yo narrador de Abel Posse ha dejado dicho, en Los perros del Paraíso, que «sólo hay historia en lo grandilocuente, en lo visible, en actos que terminan en catedrales y desfiles. Por eso es tan banal el sentido de la historia que construyó para consumo oficial». Lo cual muestra su disposición a utilizar la historia en un sentido muy contrario y, desde luego, mucho más amplio. Es conocida la atención que Posse ha dedicado en diversos ensayos a las meditaciones sobre la realidad americana, incluida, por supuesto, la española. Resulta manifiesto que el ámbito sociocultural al que pertenece motiva en él hondos amores y hondas desazones.

Dicho esto, y recordando algunas cosas de las que ya hemos hablado, cabe preguntarse si Posse ha puesto la literatura al servicio de la historia, o más bien todo lo contrario. En el caso de Daimón o Los perros del Paraíso, nos inclinaríamos por lo segundo, pero advirtiendo enseguida que no estamos con ello tratando de diluir el historicismo profundo de estas novelas desde un falso nacionalismo español. En nuestra opinión, Posse concede primacía a la literatura, pero no para escamotear la historia, sino porque encuentra en la literatura el mejor procedimiento para desentrañar la verdad que la historia oficial -entiéndase, de la leyenda blanca, y de la no menos oficial leyenda negra- no refleja. Su enorme erudición en el terreno de lo histórico le ha servido no para crear un panorama histórico riguroso, sino para reescribir la historia por medio de un experimentalismo de imposibles diacronías y sincronías, desmantelador de todos los cánones, con el propósito de totalizar la realidad americana a lo largo de más de cinco centurias. Posse parece partir del concepto de María Zambrano, en el sentido de que, «desde que el pensamiento consumó su toma de poder, la poesía se quedó a vivir en los arrabales, arisca y desgarrada, diciendo a voz en grito todas las verdades inconvenientes, terriblemente indiscreta y siempre en rebeldía». Sólo que, como otros ilustres antecesores, Posse se ha atrevido a sacar a la poesía de los arrabales para colocarla, desafiante, en el centro de la urbe.

Esfuerzos anteriores en torno a mecanismos experimentales en la manipulación -dicho sea en el sentido positivo de la palabra- de la temporalidad, son, como todo el mundo sabe, los representados por El reino de este mundo, El concierto barroco, El arpa y la sombra, de Carpentier, y, en un sentido contrario, El viaje a la semilla, el Orlando, de Virginia Woolf, o La máquina del tiempo, de H. G. Wells; esfuerzos que me pregunto si pudieron haber sido determinantes, de algún modo, para Abel Posse. Pero la cuestión principal es hasta qué punto ha querido huir Posse de la crónica, y hasta qué punto no se ha sentido atraído por ella, como lo demuestran ciertos sumarios realistas que introduce en sus novelas; hasta qué límites, en fin, la apreciación del hecho artístico, recordando las palabras de Cernuda, no ha prevalecido sobre otras consideraciones. Si para Borges la ejemplaridad de la historia es algo inverosímil en el siglo XX ¿cuál es la motivación de Posse ante ella? ¿En qué medida ha aceptado, como el personaje de Valle-Inclán, que la leyenda es superior a la historia? Nosotros entendemos que, del mismo modo que Valle-Inclán desbordaba el regeneracionismo del noventa y ocho, aunque sin negarlo, Posse, en sus novelas, está también, y sin negar su sustancia, más allá del mero criticismo que emerge en torno al Quinto Centenario y con el que tantos -también dentro de España- han cultivado una fácil imagen progresista. Posse, en definitiva, utiliza los registros de este nuevo sistema esperpéntico, sumamente original respecto al inventado por Valle-Inclán, para destruir, como ha dicho Malva Filer refiriéndose a Los perros del Paraíso, la utopía del pasado, y para desvirtuar también la posterior utopía del progreso en sus planteamientos futuristas.

Ya en los bogavantes y en La boca del tigre había utilizado Posse el trasfondo histórico. En la primera, la alternancia de personajes y situaciones, con paso de la narración en tercera persona al monólogo interior que a veces toma forma de diario, es, a través de sus protagonistas, un análisis de la Europa occidental después del mayo del 68, con una prolongada dialéctica en torno a la vaciedad del mundo capitalista. Estamos ante una crónica de personajes desencantados, deshabitados de los dioses, y este mismo desencanto lo podemos ver en el protagonista de La boca del tigre. El cuestionamiento de los viejos moldes judeocristianos de las sociedades argentina y española se acompaña de las gesticulaciones y contradicciones de la sociedad soviética. El tédium vitae de Agustín es paralelo al sentido de fracaso de la sociedad comunista. Dos novelas, Los bogavantes y La boca del tigre, en las que lo que prevalece es la «intrahistoria», narradas con una técnica que, aunque obedece a registros de modernidad, no hace previsible la desafiante técnica narrativa de las siguientes novelas de Posse. En realidad, el tipo de personajes creados por el autor en estas obras es el de seres movidos por la base del ser de los acontecimientos, al contrario de lo que sucede con Cristóbal Colón o Eva Perón, personajes universales que protagonizan otras novelas posteriores. Es decir, que hay dos tipos de personalidad recurrentes y muy diferenciados en la obra de Posse: los personajes que son empujados por la historia, y los personajes que la impulsan.

Carácter más monográfico y limitado en su temática tienen, ya lo hemos dicho, Los demonios ocultos y El viajero de Agartha, novelas de menor complejidad estructural que las anteriores, pero vinculadas a la indagación de las vinculaciones esotéricas del nazismo, esa pieza ominosa de los espantos del mundo contemporáneo. En La reina del Plata, focalizada hacia la Argentina, país recurrente en todas sus novelas, pero ahora de un modo más pleno, vemos un sutil e inquietante análisis de la historia contemporánea de Argentina, desde los tiempos de Irigoyen hasta un hoy posterior a una gran reforma que ha instalado allí un nuevo orden. Novela kafkiana en la que los externos, es decir, los que permanecen fuera del sistema, son inducidos a entrar en él, algo que nos recuerda a lonesco, es la historia de una Historia abolida por vieja y que pretende ser sustituida por la nueva Historia emanada de una implacable organización orwelliana. Posse cumple así con dar respuesta a los que podrían pensar que escribir una novela como Los perros del Paraíso, cuando sus compatriotas estaban estudiando con actitud revisionista la historia nacional dentro del contexto de la dictadura militar que va desde el 76 hasta el 93, puede parecer un acto escapista y antipatriótico. Y Posse lo hace creando no un anecdotario, sino un paradigma.

En El largo atardecer del caminante, el narrador hace comparecer directamente, por signos físicos o verbales que sugieren hipóstasis o mediante alusiones, a personajes arrancados al futuro. Así el prolijo Bradomín; Acevedo, el poeta ciego, autor de versos que «hablaban de unas carabelas mecidas en un río ‘de sueñera y de barro’», lo que nos remite a Borges; al propio Valle Inclán asociado al Bradomín «inventor de un tirano en México»; a Lugones, por la mención a «la hora de la espada»; a Carlos Barral, a Nalé (Roxlo, sospechamos). Todo muestra que Posse, perspicaz constructor de simultaneidades, sigue teniendo un concepto abierto y cíclico -incluso tal vez acrónico- de la historia. Pero aun la consideración de que «todas las historias son criminales» y «la misma Historia, con mayúscula, es un hecho criminal» no le impide llegar hasta el espíritu de un hombre cuya voz asume. Álvar Núñez Cabeza de Vaca representa el rostro humano de la conquista. El narrador interpreta a esta criatura como alguien que tiene la noble pasión del que sólo ansia confesarse ante sí mismo y ante un narratorio que explícitamente desea lejano en el futuro, capaz de entender su versión de los episodios de la historia de América que le tocó vivir y construir, bien entendido, sin embargo, que en esta ocasión Posse no ha querido substraerse a convertir su relato, más allá de las prodigiosas aventuras del gran andador, en un homenaje a la dignidad de un hombre que «había demostrado que se podía entrar en la América más profunda, atravesando quinientas leguas sin disparar un trabucazo ni matar a nadie». El largo atardecer del caminante es un libro donde una cierta melancolía azoriniana traspasa muchas páginas y sustenta la imagen de este hidalgo que examina su vida en el crepúsculo de su retiro sevillano, este hidalgo que, aunque ya desanclado de la gran historia de América de la que fue gran actor, añora la imposible armonía y ejemplaridad de quienes la hicieron, al referirse a Fernández de Oviedo con estas palabras: «No somos dignos del orden de sus crónicas».

La pasión según Eva nos hace pensar en parecidos términos, y a diferencia de lo que ocurre en La reina del Plata, novela por lo demás de opacos personajes, Posse no ha querido no ya escribir, sino tampoco reescribir la peripecia política de un período decisivo en la historia contemporánea argentina. Quienes todavía se sienten perplejos ante lo que significó el peronismo, seguirán estándolo tras leer esta novela; pero quienes no conocieron a Eva Perón, habrán descubierto a un ser humano detrás del mito, algo tosco y ya gastado, que lo ocultaba. Un ser humano que, sin embargo, y tras la última página, vuelve a instalarse en un lugar que excede con mucho a aquel mito en que el destino la situó. Cito textualmente: «Todas las circunstancias son históricas, todas las palabras, o casi todas, surgen de versiones reconocidas, de declaraciones o de textos». Son palabras de Posse en la nota introductoria a su novela, y decimos bien, novela, porque esta obra arranca a la mujer de la historia sin negar la historia, reescribe al personaje, pero situándolo tan más arriba de lo contingente que nos hace pensar en unos versos no muy recordados de Rubén Darío: «Es incidencia la historia, nuestro destino supremo / está más allá del rumbo que marcan, fugaces, las épocas».

En modo alguno cabría leer La pasión según Eva como una biografía rigurosa, porque cuanto de riguroso y de biográfico hay en este texto cede el paso -creo que incluso para un lector argentino- al fingimiento del creador. Posse, como quería Pessoa, llega a fingir que es verdad lo que realmente fue verdad, a la par que descubre, o al menos ve, lo que excede a la verdad terrenal: es decir, a una Eva Perón poseedora, como él mismo dice, de un misterio y de un inefable secreto, una perseguidora, acaso sin saberlo, de lo absoluto, al igual que todos los personajes de Posse, esos personajes de novelas históricas cuyo mayor empeño, paradójicamente, y en definitiva, es huir de la historia, porque todos, como Colón, pertenecen a la secta de los buscadores del paraíso. Muchas gracias.

A continuación, voy a presentarles, muy brevemente, a los componentes de la mesa. Todos ellos tienen, como profesores e investigadores, un historial tan extenso que necesitaría una exposición muy amplia. Para empezar, quiero referirme a la doctora Marina Gálvez, que ocupa el cargo de profesora titular de literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense de Madrid, es miembro del consejo de redacción de la revista «Anales de literatura hispanoamericana» desde sus orígenes, y ha tenido una participación activa en la comisión de muy diferentes congresos. Ha dictado conferencias en universidades de Estados Unidos, Europa e Hispanoamérica. Tiene muchos trabajos publicados, entre los que destaca La novela hispanoamericana en el siglo XX, aunque se ha dedicado a investigar todos los géneros literarios, desde el teatro a la poesía.




Marina Gálvez Acero

Muchas gracias por esas palabras tan elogiosas que, sin pretenderlo, me han puesto en la tesitura de tener que decir algo medianamente interesante.

Antes de comenzar quiero expresar mi satisfacción por participar en estas jornadas de homenaje al novelista argentino Abel Posse, y mi agradecimiento a quienes lo han hecho posible, especialmente al profesor Sáinz de Medrano, a Julián Soriano, del Servicio de Actividades Culturales de la Agencia de Cooperación Iberoamericana y a las autoridades de esta magnífica sede que es la Casa de América.

Lo que voy a decir peca tal vez de teórico, pero lo he creído necesario para sentar las bases de lo que se vaya diciendo puntualmente sobre la narrativa de Posse, cuyas características centrales comparte con la novela histórica más reciente. Creo que abundará en un mejor entendimiento.

La reflexión que voy a presentarles sobre la novela histórica de los últimos veinte años parte de unas premisas compartidas por la mayoría de los críticos que se han ocupado de este tema:

  1. Que el número de novelas históricas ha crecido considerablemente durante estas fechas. Para corroborarlo no hay más que acudir al documentado último trabajo de Seymour Menton (La nueva novela histórica de América latina 1979-1992, 1993) en el que, tras constatar su abundancia, es apreciable un progresivo aumento de este subgénero en las últimas décadas.
  2. Que comparte con otros muchas de las nuevas características formales de la novísima narrativa hispanoamericana, que presenta dinamizadas tendencias agrupadas bajo la denominación «fin de siglo» o «posboom» e ideológicamente contextualizada por el pensamiento posmoderno.
  3. Que voy a referirme a las novelas históricas que se ajustan parcial o globalmente a los parámetros estético-ideológicos de esta nueva etapa narrativa, aunque sin ignorar que paralelamente se ha seguido escribiendo una narrativa histórica formalmente tradicional. Y
  4. Que la obra de Posse, incluidas todas sus variantes, se inserta en el subgénero, en el periodo y los parámetros contextúales a los que he hecho relación.

Teniendo en cuenta estas premisas, y al hilo de ciertos estudios u observaciones que se vienen vertiendo sobre la novela histórica del nuevo período quiero, como digo, hacer alguna reflexión al respecto con la intención de poner orden en el enmarañado panorama de la crítica. Además, lo que voy a comentar podrá tal vez ayudar a explicar la afirmación que ayer hicieron varios de los intervinientes, según la cual la obra de Posse no puede considerarse novela histórica, o la más exacta, del mismo Posse, cuando dice que su obra es una nueva forma de escribir la historia.

Con la perspectiva que nos da el paso de los años, no sólo se van pudiendo distinguir a los autores que fueron principales o secundarios de la «nueva novela», que cerró con broche de oro el llamado «boom» de la narrativa hispanoamericana, sino que también se ha hecho posible un estudio global de ese período renovador, muchos de cuyos hallazgos han pasado a formar parte irrenunciable de la narrativa de la última y nueva etapa. Incluso alguno de los autores consagrados entonces han pasado a formar parte del nuevo período, dentro del cual han publicado textos que pudiéramos llamar «reciclados» en tanto que se ciñen a los nuevos presupuestos estético ideológicos que lo conforman. Es el caso entre otros de Carlos Fuentes, de Vargas Llosa o García Márquez, que en los últimos años se han acercado a la novísima novela histórica.

Las narraciones posmodernistas son básicamente diferentes a las modernas por la condición de las respuestas que ofrecen: no postulan ninguna superestructura (lo que Lyotard llama metarrelato) que fue común entre las nuevas o modernas al tiempo que una fuente de consuelo, teniendo en cuenta que gracias a ellas pretendieron dar forma o equilibrio al mundo que ya sentían caótico e inestable. Es precisamente este anhelo ordenancístico, y también la nostalgia por una serie de valores perdidos (los del cristianismo entre los más determinantes) una de las características centrales del pensamiento moderno y una de las mayores diferencias que podemos señalar respecto al de los posmodernos. Este tipo de cuestiones es precisamente lo que ha llevado a la confusión, no sólo en cuanto a la delimitación de los textos posmodernos hispanoamericanos, sino del propio concepto de posmodernidad entendida ésta como se quiera: como nueva ruptura dentro de la modernidad -recuerden que Octavio Paz define la modernidad como la «tradición de la ruptura»- o como una nueva etapa que inicia su propia trayectoria tras el cierre de la etapa moderna, pero en todo caso como algo surgido en el contexto hispanoamericano en torno a los años ochenta, por más que en el pasado pudieran encontrarse puntuales antecedentes a los diferentes aspectos que la conforman.

Pero ahora no podemos abundar en estas cuestiones. Lo que quiero denunciar es la impertinencia (que suele darse entre la crítica anglófona) de considerar a la «nueva» o moderna narrativa hispanoamericana como ejemplo privilegiado de la posmoderna, sobre todo para señalar la existencia de una frontera entre la nueva y la novísima novela histórica.

Mientras la historiografía moderna dio lugar, en la etapa de la vanguardia, a una novela histórica experimental que desarrolló un modelo según el cual un hábil montaje de fragmentos históricos lograba traducir, como por una suerte de iluminación, el sentido verdadero de los procesos de la historia -recuérdese la fórmula surrealista o, mejor, la de «lo real maravillo americano»-, la historiografía posmoderna viene dando lugar a una serie de modelos o variantes de novela histórica que ponen de relieve la negación de cualquier tipo de sentido a la historia. En esta última etapa la novela no se concibe como un instrumento capaz de expresa la historia con significado coherente; en todo caso, la libertad creadora va dando un nuevo sentido a los hechos históricos, pero con la conciencia de que cada texto trae el suyo, de que es uno entre los que potencialmente pudieran haberse derivado de los acontecimientos sometidos a la libertad creativa del autor, o, lo que es lo mismo, de otro tratamiento textual. De ahí que el sentido de estas novísimas novelas históricas sea particular o intransferible.

Por otra parte, o como complemento de lo anterior, en la novela histórica de vanguardia se admitía que el discurso imaginario de la ficción revelaba o expresaba la realidad con mayor profundidad, alcance o autenticidad que el discurso falsamente realista de la novela tradicional o decimonónica -recuérdese el objetivo de las nuevas poéticas narrativas como el realismo mágico, y las ambiciones totalizadoras de textos como Cien años de soledad-. En la novísima o posmoderna narrativa histórica se regresa a un cierto tipo de «realismo», pero acompañado de una abundante autorreflexión formal, un sentido paródico o desmitificador. En realidad subvierte los presupuestos de realismo decimonónico de manera que no resulta una vuelta nostálgica o idealizada al pasado, ni una negación o recuperación del pasado en nombre del futuro, como el que proponía la novela de vanguardia y en algún caso la decimonónica, sino un diálogo problemático entre el pasado y el presente. Es decir, se escribe sobre un pasado impregnado de presente, lo que permite un continuado y en ocasiones paródico diálogo intertextual. De ahí la no pertinencia, al menos en esta etapa, de aquellos criterios que excluyen de la novela histórica las ficciones con acontecimientos contemporáneos al autor, según el cual algunas de las obras de Posse no tendrían cabida en este subgénero.

En ocasiones, la novela histórica posmoderna parece asumir los puntos de vista de la nouvelle histoire, una escuela que intenta comprender todas las manifestaciones culturales de un período determinado, incluidas las que fueron ignoradas, silenciadas o eliminadas de la historia oficial.

Estas y otras propuestas y objetivos convergen hacia una negación o desmitificación de personajes y acontecimientos históricos y en última instancia, de la propia historia en cuanto ciencia. Según sostienen, tanto los historiadores como los novelistas interesados en los hechos históricos, sólo pueden conocer los hechos del pasado a través de textos narrativos, es decir a través de sus particulares o subjetivas huellas textuales, y sólo pueden hacer accesible ese pasado a través de un nuevo discurso narrativo intertextual y ucrónico, que será lo que en última instancia le dote de significado o de sentido.

Es posible que al universalizarse la democracia liberal como forma de gobierno, según parecen pensar algunos en nuestro presente, estemos franqueando el último umbral de la evolución ideológica de la humanidad, pero no podemos admitir el famoso correlato que formuló Francis Fukuyama según el cual asistimos al fin de la historia. Por lo pronto parece haberse abierto a la novela histórica un campo de inusitada fertilidad, y novelistas como Abel Posse están encontrando en el pasado próximo o remoto un magnífico filón para disfrute de todos nosotros. Muchas gracias.




Luis Sáinz de Medrano

Gracias, Marina. A continuación vamos a darle la palabra al doctor Alexis Márquez Rodríguez, a quien también habría que dedicarle una extensa presentación que, naturalmente, habrá que resumir. Nacido en Venezuela, ha sido docente en instituciones superiores de su país. Destacaré su condición de profesor en la Universidad Central de Venezuela, además de jefe del departamento de castellano de la Escuela de Comunicación Social. También, quiero señalar su cargo de presidente en la afamada editorial Monte Avila, de Caracas. Por lo demás, su actividad periodística, su colaboración en numerosos periódicos de toda Hispanoamérica no puede pormenorizarse debido a lo extenso de la misma. Baste decir que sus artículos se publican en Venezuela o en México, entre otros países. También es conocido por su labor como jurado en numerosos certámenes literarios nacionales e internacionales, como, por ejemplo, en el prestigioso premio de novela Rómula Gallegos. Y, sin más, le cedo la palabra para que nos ofrezca su intervención.




Alexis Márquez Rodríguez

Muchas gracias. Yo voy a leer un trabajo, en realidad una síntesis de otro trabajo de mayor extensión, titulado «Abel Posse y la tradición historicista de la novela hispanoamericana».

La narrativa hispanoamericana tiene una larga y fecunda tradición historicista. La novela histórica está ya, en los inicios de nuestra producción novelística, pues aunque El Periquillo Sarmiento, la primera novela latinoamericana al margen de los antecedentes coloniales, no es estrictamente una novela histórica, en sus páginas hay elementos históricos evidentes y notorios, y por ella sabemos más cómo era la vida en el México colonial que por muchos libros de Historia. La primera novela histórica escrita en Hispanoamérica se publica en Filadelfia, en 1826. Se trata de Jicoténcal, de autor anónimo, aunque por el tema y otros detalles puede colegirse que fue un mexicano. Un año antes, en 1825, se había publicado en España Rodrigo, conde de Lucena, de Rafael Humara, la primera novela histórica escrita en lengua española, Jicoténcal trata de las luchas de los aztecas ante la invasión del suelo mexicano por el conquistador español. Sus personajes centrales, históricamente reales, son los dos Xicoténcatl, padre e hijo, que se enfrentan entre sí por la actitud que debe tomarse ante el invasor. El viejo, político avezado, se inclina por aliarse a Cortés contra el enemigo ancestral, mientras que el joven, aguerrido militar, considera que aztecas y tlaxcaltecas deben unirse para derrotar al enemigo común, que es el invasor. Los demás sucesos y personajes de la novela son también históricamente reales, y entre ellos destacan, principalmente, Cortés y Malinche, dos figuras emblemáticas de la conquista.

Esta primera novela histórica hispanoamericana nace ya dentro de una nueva concepción del género, que rompe con el esquema que de éste había impuesto Walter Scott: el elemento histórico aparecía en las obras del autor británico como una especie de telón de fondo que daba carácter y ambientación al argumento de la novela, argumento que, sin embargo, era puramente ficticio, si bien perfectamente identificado con la época en la que, supuestamente, transcurre la acción. En el esquema ensayado por el anónimo autor de Jicoténcal se invierten los términos, y lo histórico pasa a un primer plano mientras la ficción se ocupa de los elementos secundarios. Quizá alguien pudiera preguntarse que es lo novelesco en esta novela, cuando la novela, tradicionalmente, ha sido definida como «narración ficticia».

Esta nueva concepción de la novela histórica, en la cual los sucesos y los personajes son absolutamente veraces y en las que nada o muy poco es inventado -y cuyo modelo más acabado es El reino de este mundo, de Alejo Carpentier-, obliga a reformular la idea de lo ficticio y establecer que, además de los sucesos y personajes inventados por el novelista, la ficción incluye también el tratamiento peculiar de la realidad histórica, tratamiento que, a su vez, comprende elementos como la interpretación y valoración no en términos historiográficos, sino estrictamente literarios, o el manejo peculiar de la cronología, el estilo, etcétera. Son estos elementos los que permiten que un lector lea una novela como Jicoténcal o El reino de este mundo y, aunque perciba o sepa de antemano que aquellos episodios son rigurosamente ciertos, sienta que lo que está leyendo es una novela y no un libro de historia.

Por otra parte, la innovación del autor de Jicoténcal no cae del todo en el vacío en Hispanoamérica, pero tampoco logra desplazar el esquema de Walter Scott. Éste se sigue imitando, aunque con variantes y aplicaciones propias, nacidas del medio histórico y geográfico en que se ambientan. Así encontramos novelas como Amalia, del Argentino José Mármol; Cecilia Valdés, del cubano Cirilo Villaverde; o Zarate, del venezolano Eduardo Blanco, todas del siglo pasado. Y aun traspuesto el siglo XX se sigue al pie de la letra el modelo de Scott, como en La gloria de don Ramiro, del argentino Enrique Larreta, publicada en 1908. Sin embargo, todavía en el siglo XIX hay, por lo menos, otro novelista que también se aparta del modelo tradicional y escribe una novela de absoluta veracidad histórica: me refiero al dominicano Manuel de Jesús Galván, autor de Enriquillo, novela sobre la conquista de Haití. En esta obra, la ruptura con respecto al esquema de Scott es tal que una escritora tan sagaz en sus apreciaciones críticas como es Concha Meléndez lo único que le reprocha a Galván es, precisamente, el haberse alejado del modelo de Scott: es sorprendente que Meléndez censure en la novela de Galván lo que en ella hay de innovación.

Como hemos visto, era mucho el apego al modelo de Scott entre los novelistas hispanoamericanos. Sin embargo, Hispanoamérica ha visto desarrollarse en el presente la más profunda y fascinante evolución de la novela histórica. Hay consenso en señalar que es el venezolano Arturo Uslar Pietri quien, con Las lanzas coloradas, impulsa el género hacia una nueva modernidad. En Las lanzas coloradas, Uslar Pietri, en un alarde de renovación técnica, separa la veracidad y la ficción histórica. En esta novela se narra un trozo de historia de la Guerra de Independencia venezolana, que culmina con la batalla de la victoria. El episodio de la batalla abarca, aproximadamente, el último tercio de la novela; pero los dos tercios anteriores, en los que predomina la fabulación del novelista, están concebidos dentro de una estructura que, indefectiblemente, los hace converger hacia el episodio final de la batalla de la victoria.

Esta estructura, en la que quedan claramente diferenciados los sucesos de ficción con los sucesos históricos, se aparta, como es evidente, del esquema de Scott, pero sólo en parte; Alejo Carpentier, sin embargo, lleva al extremo la ruptura del esquema de Scott en El reino de este mundo, novela en la que nada es ficción histórica, porque todo es rigurosamente cierto, de una existencia del todo comprobada mediante una investigación minuciosa del autor de los documentos de la época. Más tarde, Carpentier retoma, en El siglo de las luces, el esquema en que la ficción histórica se entrecruza con la historia verdadera, pero tan finamente inserto lo uno en lo otro que se borra toda distinción entre verdad y fabulación, y todo ello sin que el lector pierda la noción de que, aunque los hechos históricos son los predominantes, lo que lee es una novela y no un libro de historia.

La evolución del género histórico novelesco continúa en Hispanoamérica hasta alcanzar cotas cada vez más audaces, cuya culminación, al menos hasta ahora, la hallamos en Terra nostra, de Carlos Fuentes, obra en la que se lleva hasta sus últimas consecuencias lo que se había venido desarrollando como un proceso evolutivo señalado por la intencional y a veces descarada deformación de la realidad histórica, aun cuando ésta esté basada en una fiable documentación. En Terra nostra, Fuentes llega al extremo de «grotesquizar» la Historia de España relacionada con la conquista de América, desarrollando a su modo personajes como Felipe II o Juana la Loca, apelando a los recursos de la parodia y el esperpento.

Dentro de esta larga tradición de la novela histórica hispanoamericana, aquí apenas esbozada, se inscribe buena parte de la obra novelística de Abel Posse. Casi todas sus novelas, al menos las más ambiciosas e importantes, corresponden al nuevo concepto de novela histórica, que ha tenido sus principales y más ricas manifestaciones en Hispanoamérica y que Seymour Menton ha definido con su habitual sagacidad crítica. De estas novelas comentaremos brevemente tres, a nuestro juicio las más acabadas y representativas de la obra de su autor, tres novelas, además, que muestran entre sí importantes diferencias que demuestran que la evolución del género no sólo se da en términos generales, sino que también se percibe en la obra de un único autor a través de la búsqueda y la experimentación incesante y fecunda.

En Daimón, publicada en 1981, Posse aborda el muy socorrido tema de la aventura de Lope de Aguirre, personaje fundamental en la historia latinoamericana que ha sido tratado innumerables veces por cronistas, historiadores, poetas, dramaturgos, ensayistas y, por supuesto, novelistas. Quizás por ello, Posse, en busca de un enfoque novedoso del personaje y de su tiempo histórico, toma la vida de Aguirre y la reconstruye después de su trágica muerte y lo devuelve a la tierra de sus andanzas. Este punto podría prestarse, y de hecho se ha prestado, a un error por parte de la crítica al calificar a la novela de fantástica; error, decimos, porque aquí lo imaginativo, más que ser sustancia fantasiosa, se emplea más bien como recurso estilístico que facilita al autor sus propósitos literarios e ideológicos, y de paso nos sirve de respaldo en la idea de que lo real y lo fantástico no son tan excluyentes como siempre se ha creído, sino grados de intensidad imaginativa de una escala que va desde el realismo fotográfico al extremo fantasioso del cuento de hadas.

El Aguirre de Posse, que después de muerto regresa a la tierra para proseguir su aventura, cobra de este modo una inusitada ubicuidad histórica, y el novelista lo maneja, como personaje novelesco, en un esquema de contrapunto entre el pasado y el presente, lo cual le permite a Posse dos importantes recursos que han sido también tradicionales en la literatura hispanoamericana y hasta consustanciales con ella, como son el humor y el barroquismo. En esta novela de Posse, y en general en toda su obra, el barroquismo no debe confundirse con una mera transposición o imitación del barroco español, ni considerarse tan sólo desde el punto de vista estilístico, sobre todo si la idea de estilo se centra esencialmente en determinados rasgos del lenguaje. Aquí hay mucho más, y lo barroco abarca desde la concepción misma de la novela, con la inusitada regresión de la muerte a la vida que plantea la secuencia anecdótica, hasta el instrumental estético del lenguaje, con sus metáforas y demás figuras retóricas típicamente barrocas, pasando por las estructuras del relato y muchos otros elementos de mayor o menor significado.

En cuanto al humor, también inscrito, por lo demás, dentro del esquema barroco de la novela, no se complace en sí mismo, sino que transciende a lo satírico, utilizando a veces lo grotesco y lo esperpéntico con fines de «termocauterio». El humor, además, es también aquí uno de los recursos que facilitan al novelista la transgresión del tiempo, en lo que hemos definido como un contrapunto entre el pasado y el presente. Mil veces se ha citado un pasaje de la novela que, dentro de la gracia y el humor que lo caracterizan, ilustra muy bien lo que aquí queremos decir. Cito textualmente:

«Volvieron a Cuzco porque la morita debía entregar un mensaje a los traficantes de armas y renovar un juego de claves secretas. Estaban eufóricos. Aguirre abandonó el poncho y las alpargatas. En la sucursal de Ciers, ella le hizo comprar una camisa deportiva con grandes flores rojas y amarillas y un saco de sport norteamericano con rayas azules y rojas, además de un par de mocasines blancos de automovilista».

Con Los perros del Paraíso, publicada en 1983, Posse obtuvo el premio internacional de novela Rómulo Gallegos, ocasión en la que tuve la oportunidad y la satisfacción de ser jurado. En esta obra, el autor ratifica su interés por el tema histórico, siempre dentro de una estrecha relación entre España y América, y reitera igualmente sus rasgos estilísticos más decantados y maduros, en particular los que lo definen como un escritor barroco dentro de la concepción arriba delineada del barroco hispanoamericano, que Severo Sarduy y otros prefieren llamar «neobarroco». En esta nueva novela el tema se reparte entre la vida de Colón, su relación con los Reyes Católicos y, muy especialmente, con doña Isabel, punto que el autor trata con gran desenfado y libertad interpretativa, lo que causó en su momento no pocas polémicas y diatribas contra el escritor.

La hazaña del Descubrimiento es vista al mismo tiempo como aventura romántica y como empresa renacentista, aunque con residuos medievales. Pero Posse vuelve en esta novela sobre la estructura del contrapunto, ya no sólo entre tiempos cronológicamente distintos, sino también entre tiempos que transcurren simultánea y paralelamente. En un alarde de historización del pasado prehispánico, el autor reconstruye el proceso histórico de los indígenas americanos, en especial el de los Aztecas e Incas, en su desarrollo coetáneo con la historia europea inmediatamente anterior a la llegada de Colón. También se plantea el contrapunto entre el pasado y el presente, como en el caso de ese momento cargado de humor en el cual Cristóbal Colón y sus marinos se cruzan, camino del descubrimiento, con un majestuoso transatlántico que transporta una partida de alegres turistas gringos en viaje a Europa. Cito textualmente:

«Son varios los que dicen haber visto extrañas naves iluminadas, como Pérez de Cádiz. El almirante las estudió con detalle: son grandes barcos que transportan gran cantidad de humanos y de cosas, algunos tienen chimeneas enormes, de metal, y dejan una estela de humo curiosamente pareja, como si no fuese un incendio. Una de estas naves, la «Rex», pasó dejando un velo de música feliz. Era el atardecer, y se vio nítidamente, junto a una especie de alberca con sombrillas de colores vivos, a varios jóvenes con sombreros de paja y chaquetas blancas de hilo; ellas, con deliciosas capelinas con cintas de florecitas. Aperitivos con rodajas de limón y pajita, música sincopada. El almirante no puede saber que se trata de la rumba «El manisero», tocada por «Los bwanas». Mira fascinado, como un campesino pobre al borde de la fiesta, con un vago acecho de envidia ante la vida frívola y desenvuelta de la burguesía feliz y liberal de las primeras décadas de un siglo futuro».

Por último, Posse retoma una vez más el tema histórico referido a la conquista de América en su novela El largo atardecer del caminante. Esta vez se trata de reconstruir la vida de otro de los personajes fundamentales de esa época, Álvar Núñez Cabeza de Vaca, quien, pese a no ser de los más conocidos, fue uno de los conquistadores españoles más interesantes. Cabeza de Vaca fue lo que podría llamarse un conquistador heterodoxo. Al morir, casi a los setenta años, pudo vanagloriarse de que su espada estaba virgen de sangre humana. Se preguntará entonces mucha gente qué fue a hacer a América un conquistador de tan evidente excentricidad, y a esa pregunta responde la hermosa novela de Abel Posse, que en 1992 recibió un importante premio internacional.

Álvar Núñez fue el verdadero descubridor de los Estados Unidos, pese al tendencioso interés de los norteamericanos por preferir un descubridor originario de su barbarie nórdica y no católico. Capturado por los indios, Cabeza de Vaca permaneció cautivo seis años, pero logró huir para, desde La Florida, iniciar a pie una travesía de más de ocho mil kilómetros, atravesando tierras inhóspitas y desconocidas, hasta que finalmente llegó a México, donde se encuentra con Hernán Cortés. Regresa triunfalmente a España, y más tarde es enviado al Río de la Plata con el cargo de Gobernador. Vive en el Paraguay una nueva aventura, en la que destaca su lucha contra la corrupción y el envilecimiento de curas y conquistadores, lucha que pierde, por lo que vuelve nuevamente a España, pero esta vez encadenado y calumniosamente acusado de lo mismo que él quiso combatir. Logró el perdón del Rey, y vivió los últimos años de su vida arruinado y preterido aun por familiares y antiguos amigos y aduladores. Acerca de estos avatares escribió el propio Álvar Núñez dos libros, Naufragios y Comentarios. Pero éstos contienen la crónica oficial de sus andanzas; detrás hay otra vida, señalada por la inconformidad y la condena a la exacción y al genocidio que predominaron en la conquista y colonización del Nuevo Mundo, así como por la bondad humana de auténtico basamento cristiano. Sobre esto último, Posse sugiere que Núñez escribió una nueva crónica, donde cuenta la verdad de lo que vivió. Esta supuesta tercera crónica es la novela de Posse, que reconstruye la vida «verdadera» del que sin duda fue uno de los más interesantes capitanes españoles venidos a América.

La vida de Álvar Núñez Cabeza de Vaca fue de por sí novelesca, de modo que no debió costarle mucho a Abel Posse convertir al personaje real en personaje de novela. Sin embargo, como siempre en estos casos, es importante tener en cuenta que en las páginas de la novela vive el personaje creado por el novelista, y no el sujeto de carne y hueso que le sirvió de modelo. En El largo atardecer del caminante hay un deliberado propósito de diferenciarse de la crónica oficial, pero no es el novelista, en tanto que narrador, quien marca la distancia, sino el propio protagonista. La novela, como ya vimos, simula un tercer texto de Álvar Núñez en el que éste se aleja de sus libros anteriores, en los que, por conveniencia y necesidad, calló muchas cosas para no diferir en gran medida del concepto que se tenía de la conquista en los medios imperiales de España. En su tercer texto, Cabeza de Vaca corrige los errores de los cronistas. En esta novela, que reafirma a su autor como uno de los principales narradores argentinos y de lengua castellana, está presente sobre todo el drama del conquistador en lucha permanente contra los fantasmas de su pasado, lo que llevó a algunos a situaciones extremas, incluso a la neurosis y la locura, en un mundo en donde hombres y naturaleza asumían, y aún asumen, el rostro de lo real y de lo maravilloso. Gracias.




Luis Sáinz de Medrano

Vamos a pasar ya a la última intervención de esta noche, que es la del profesor Seymour Menton, persona sumamente conocida en el ámbito de la cultura americanista. Es profesor de la Universidad de California, y ha desempeñado puestos docentes muy importantes en otras universidades, tanto de Estados Unidos como de Hispanoamérica. Su actividad crítica se puede centrar en aspectos como su condición de editor de la gran revista «Hispania», y miembro del consejo editor de otras publicaciones análogas. Tras él hay un largo rosario de títulos, menciones y premios, entre los que cabe destacar la reciente Medalla del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, en México, como reconocimiento a sus valiosas contribuciones al estudio de la literatura hispanoamericana. Una serie de libros, como la Historia crítica de la novela guatemalteca o El cuento hispanoamericano componen un largo muestrario de título que todos hemos manejado y que nos han sido y nos son de gran utilidad. Se ha acercado a la literatura de casi todos los países de Sudamérica, incluyendo Brasil, y últimamente nos ha regalado ese magnífico trabajo, La nueva novela histórica de la América latina 1979-1992, que tanto se ha citado en estas sesiones. Excusaré mencionar todos sus artículos, colaboraciones y estudios publicados en revistas de todo el continente americano y españolas, algunos de los cuales tratan, concretamente, de la obra de Posse.

Tiene la palabra el profesor Seymour Menton.




Seymour Menton

Muchas gracias. Me siento muy honrado de participar en este homenaje de Abel Posse, a quien considero uno de los grandes autores hispanoamericanos, tal vez el novelista más importante del «posboom». Voy a hablar precisamente, sobre El largo atardecer del caminante.

De acuerdo con las teorías de Borges, de Hayden White y de todos los que nos hemos contagiado de lo posmoderno, el discurso histórico no es más verídico que el discurso novelístico. En El largo atardecer del caminante, Álvar Núñez Cabeza de Vaca emprende su última caminata en Sevilla un año antes de morirse, escribiendo la «verdadera» historia de sus propias andanzas en La Florida, México, Brasil y Paraguay. Con una buena dosis de metaficción, el viejo conquistador caminante desmiente y complementa su propia crónica Naufragios y comentarios. Refiriéndose a los seis años pasados entre los indios de La Florida, el viejo caminante señala, de la manera más franca, la increíble omisión en sus Naufragios de las experiencias vividas entre los indios. Dice: «Releyéndome ahora, encuentro que mi silencio de seis años, resuelto con página y media de mi libro, es lo suficientemente descarado y evidente como para que los estúpidos inquisidores de la Real Audiencia y del Consejo de Indias no sospechasen nada». Es decir, que el conquistador peatón, al igual que otros conquistadores y cronistas, no podían narrar la verdad en su discurso histórico por medio a las consecuencias que podían sufrir a manos de la Inquisición o del Emperador y sus funcionarios.

Si la novela de Posse resulta más verídica que la crónica escrita por su propio protagonista, Posse no comete la imprudencia de convertir esta situación en la norma de toda creación literaria. Por eso incluye en la novela al único personaje anacrónico de la misma, el marqués de Bradomín, protagonista de las cuatro Sonatas de Valle-Inclán. Con Las fabulaciones de Bradomín, sobre todo respecto a la pérdida de su brazo, el viejo caminante escritor comenta que «lo más fascinante de la mentira literaria es la facultad para acumular detalles. La historia termina siendo más interesante que la verdad». El ejemplo que utiliza Posse se destaca por su tono melodramático, que contrasta con el tono sincero del viejo Cabeza de Vaca: «Achispado por el vino fresco volvió a contar la historia de la pérdida de su brazo durante sus supuestas aventuras por México... Perseguido por feroces olmecas se refugia en una caverna, y allí una tigra recién parida le arranca el brazo creyendo que atacaría a la cría».

En cuanto a las verdades omitidas en Naufragios y comentarios y reveladas en la nueva novela de Posse, destacan tres. El náufrago se adapta a la vida indígena, llegando a enamorarse de la joven Amaría, regalada por su tío, el jefe Dulján. El náufrago también demuestra un verdadero afecto paterno hacia los dos hijos mestizos: en efecto, hacia el final de la novela descubre a su hijo, enjaulado, junto otros indios, para ser destinados a la Universidad de Lovaina, y los rescata mediante la venta de su casa, lo que le deja totalmente arruinado.

Durante los seis años que Cabeza de Vaca pasa con la tribu, llega a ser consejero militar y curandero, despertando envidias entre los otros indios hasta el punto de que Dulján le aconseja partir en busca de las Siete Ciudades de Cibola con dos españoles, Castillo y Andrés Dorantes, y el moro -o negro- Estebanico. En su travesía de dos años por los Estados actuales de Texas, Nuevo México y Arizona, Álvar Núñez camina desnudo y descalzo, curando a los indios mediante oraciones católicas y recursos aprendidos durante su convivencia con los indios de La Florida. Aunque algo de esto se narra en Naufragios, muchos detalles se omiten por miedo a la Inquisición.

Uno de los mayores secretos revelados en la novela es que Álvar Núñez nunca llegó a encontrar El Dorado ni las Siete Ciudades de Cibola, lo que no reveló nunca, ni siquiera al Emperador Carlos V en el monasterio de Yuste. Lo que sí revela en la novela es que, habiéndose ganado la confianza de los indios tarahumaras en el norte de Chihuahua, éstos le dieron una sustancia alucinógena para masticar que le proporcionó durante tres días «una gran lucidez», hasta el punto de que le permitió ver cómo su padre lo engendró con su madre. Tras esa experiencia se acaba la aventura, y pronto se reencuentra con soldados españoles del Gobernador de nueva Galicia (Jalisco), Nuño de Guzmán.

En realidad, la revisión o ampliación de Naufragios y comentarios es sólo un hilo de la novela, y está subordinado al acto de escribir, que constituye el eje de la estructura de toda la novela. Desde el primer capítulo, Lucía de Aranha le sirve al protagonista de inspiración. Ella ha leído sus memorias y tiene ganas de saber la historia completa. Influido Álvar Núñez por su idealismo quijotesco -«Se sabe que era alto, de músculos correosos, de barba valleinclanesca y aquijotado»-, le cambia el nombre por el de Lucinda. Ella le regala «una resma de papel imitación pergamino... En cada folio hay un escudo de agua que transparenta la insignia de los Cabeza de Vaca». Sentado en su cuarto o en la azotea, Álvar Núñez emprende «la inesperada jornada ‘literaria’ de mi vida, que se origina en la resma de papel de Lucinda». A veces, la tarea es relativamente fácil: «No puedo decirle las cosas a Lucinda tal y como se las confío a la pluma en estos días largos y sosegados de mi caminata por el papel». En otras ocasiones es más difícil: «Visitar a punta de pluma mi pasado es un viaje tan agotador como cualquier otra jornada». El uso metafórico de la caminata para el acto de escribir se mantiene a lo largo de toda la novela: «Caminante que anda por las cuartillas de Lucinda». En la última página de la novela, el protagonista compara sus memorias con un «mensaje arrojado al mar del tiempo», y termina con otra metáfora marítima: «Espero que esta nave no naufrague y llegue a buen lector. A fin de cuentas, el peor de todos los naufragios sería el olvido».

En realidad, la novela de Posse es mucho más que una versión ampliada de Naufragios y comentarios. Se trata de la humanización de un personaje histórico en vísperas de su muerte. En ese sentido se podría comparar con El general en su laberinto, de García Márquez, o con la segunda parte de El arpa y la sombra, de Alejo Carpentier. Al escribir sus verdaderas memorias, Álvar Núñez trata de recordar «quién era Álvar Núñez en aquél entonces», reconociendo que el ser humano cambia constantemente: «Nuestros sucesivos nosotros, que se nos van muriendo por el camino». Sin embargo Cabeza de Vaca se destaca en la novela como el único conquistador bueno, quizá porque es el único conquistador peatón, en contraste con los jinetes Cortés y De Soto. Es el único que no mató a ningún indio, el único que los trató como seres humanos, procurando comprenderlos y ayudarlos. Cuando el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo le pregunta «¿Quiénes son esos misteriosos nosotros», Álvar Núñez da a entender que él es el primer mestizo cultural: «Los que ya no podemos ser ni tan indios ni tan cristianos». Su único correligionario es Pedro Cieza de León, que presenció el fusilamiento de los gigantescos dioses de Tiahuanaco por los españoles: «su modo, se transformó en un ‘otro’: ni tan español, ni tan indio».

La caracterización positiva de Álvar Núñez se refuerza con la condena de los conquistadores crueles y violentos, comenzando por su propio abuelo, Pedro de Vera, quien estableció el paradigma para la conquista al someter las Canarias ordenando «colgar a los caciques guanches de las orejas y de los pulgares contra el muro ardiente del castillo».

El verdadero secreto de Cabeza de Vaca, así, no fue la experiencia alucinógena en las Siete Ciudades de Cibola, sino la revelación, poco antes de zarpar de Veracruz en 1537, de que es «el mal lo que prevalece en nuestra cultura»; «el demonio nos precede, hagamos lo que hagamos, seamos un Pizarra o intentemos, como es mi caso, defender que sólo la bondad es lo que conquista». Esa revelación, con la cual se cierra la Tercera Parte de la novela, podría llevar a Cabeza de Vaca «a la hoguera inquisitorial». Es una revelación percibida sólo por el nuevo hombre mestizo, por el nosotros o «el otro». El protagonista de la novela de Posse lo reconoce al decir: «Un secreto para nosotros, o para hombres de otra época, pero no de ahora».

No obstante todo lo dicho, lo que, más fascina de esta novela es cómo se distingue tanto de Los perros del Paraíso como de la mayoría de las Nuevas Novelas Históricas: ni es totalizante, ni es neobarroca, ni es carnavalesca. Con el énfasis casi exclusivo en el protagonista-narrador que narra en el presente de 1557, en Sevilla, Posse logra dar vida a ese momento tan importante de transición entre Carlos V y Felipe II, entre los conquistadores y los gobernadores de América. Al caminar, por los muelles del Guadalquivir, Álvar Núñez nota el movimiento frenético, y al describir los productos americanos utiliza la enumeración multisensorial de Carpentier, pero de una manera menos erudita más personal.

Otro factor que demuestra la mayor investigación arqueológica por parte de Posse, en contraposición a la mayor complejidad estilística de Alejo Carpentier es la observación por parte de Álvar Núñez, de los cambios ocurridos en Sevilla desde su infancia. Nacido en Jerez, Álvar Núñez se crió en una finca de Extremadura con vistas a Sevilla. Hasta parece recordar la llegada triunfal de Cristóbal Colón en 1493, cuando él tenía sólo tres años. Aunque «era muy niño y no recuerdo casi nada», sí narra cómo, trepado en las espaldas de una de las criadas moriscas, pudo ver «el desfile de indios, papagayos, tucanes y tigrillos enjaulados», así como una máscara de latón o de oro: «La gente gritaba ¡es oro, es oro!, y yo sólo vi un latón más bien sucio que no refulgía ni brillaba». Este segmento también deja una impresión fuerte en el lector, por ser la única ocasión en la que el almirante se menciona con su nombre. Aunque todos los otros conquistadores se mencionan de nombre, a Colón Álvar Núñez suele llamarlo «el genovés descubridor», el «genovés aventurero» o el «genovés sinvergüenza y marrano».

¿Hasta qué punto constituye esta novela la verdadera historia de Álvar Núñez Cabeza de Vaca? ¿Hasta qué punto es más fidedigno Posse que el cronista de Naufragios? ¿Qué opina el mismo Posse? Yo diría que esta novela, como varias de las Nuevas novelas históricas, es dialógica. Por una parte, las memorias de Cabeza de Vaca escritas en la novela parecen más completas y verosímiles que los Naufragios, con la excepción del miedo a la Inquisición y a los funcionarios imperiales. Por otra parte, El largo atardecer del caminante es una novela. Todo lo que le sucede a Cabeza de Vaca en Sevilla durante el último año de su vida no proviene de ninguna crónica, de ninguna autobiografía, de ningún texto histórico: es invención del novelista. De ahí la importancia de la trama amorosa entre el protagonista y la joven Lucinda. El suspenso de la novela se deriva del amor que siente el protagonista, de sus celos al enterarse de que Lucinda tiene un novio medio moro y de su plan para asesinar a éste. El desenlace inesperado es que el novio resulta ser un judaizante, y que los dos van a escaparse pronto de España. La importancia del novelista entrenado en la fabulación se simboliza con la presencia del marqués de Bradomín, fabulador por antonomasia.

¿Cuál es mi propia conclusión? Igual que Hyden White, creo que hay que desconfiar de los historiadores. Al mismo tiempo, concuerdo con Posse en que la esencia del novelista es su talento para fabular, es decir, inventar o mentir. Por lo tanto, como crítico literario me toca elogiar esta novela de Posse como obra de arte, pero, para averiguar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, confío más en los historiadores.




Luis Sáinz de Medrano

Muchas gracias, profesor. El tiempo que nos queda, que a lo mejor no es mucho, vamos a utilizarlo para intervenciones de aquellos que quieran tomar la palabra, y sugiero que el novelista Abel Posse, de quien hemos dicho una serie de cosas, sea el primero en hacerlo, si lo estima oportuno.




Abel Posse

Gracias. Seré muy breve, por razones de tiempo. Sólo quisiera agradecer este extraordinario elogio que es para un escritor, que escribe en la soledad, en el apartamiento total, encontrar múltiples interpretaciones tan intensas, tan distintas, sobre la vida y la obra -modesta obra- que pueda hacer un escritor. Quizá la extraña vitalidad del arte consista en procurar tantas y tan variadas interpretaciones sobre una misma cosa, algunas más certeras que otras, pero todas sugestivas. Muchas veces nos preguntamos, en el seno de una sociedad como ésta en que vivimos, en qué medida el arte podrá sobrevivir, pues bien, el arte sobrevive porque se produce entre esta conjunción entre la locura del creador y la locura de los críticos y los lectores, y el lector al cabo es quien en la soledad recibe el libro y va formando esa fantasía, ese juego de ilusiones y conocimientos que a veces tocan el yo profundo mucho más que esa vida real en la que estamos todos ubicados.

Así que tengo que agradecer la interpretación de Marina Gálvez sobre la modernidad, aunque he de decirle que cuando yo escribía esos libros la palabra modernidad no existía, quiero decir que no se usaba en los términos en los que ahora se utiliza. Todo lo que en mis novelas tiene que ver con la modernidad y la posmodernidad, que lo hay, yo lo supe después. En cuanto a la novela histórica, yo creo que los escritores de América Latina nos hemos acercado a ella sin una conciencia de moda o de conjunto, y lo hemos hecho por la necesidad de indagar las rupturas culturales de nuestro continente, de ese maravilloso continente que tiene algo de inmaduro, algo de eterno adolescente que, a fuerza de no madurar, tiene algo de adolescente perverso. Es ese proceso de gravedad lo que ha movido a autores de todo tipo a acercarse a la historia para buscar raíces y respuestas al presente.

He escuchado también, con mucha atención, la intervención de Seymour Menton sobre El largo atardecer del caminante, y me ha hecho recordar que yo escribí ese libro en Praga, y es cierto que se daba ese juego del creador en el que los impulsos intelectuales, sentimentales o humorísticos se van sumando para producir el texto, y uno siempre desea que el texto alcance a vivir, que tenga un hálito propio -en España usan la palabra «tener ángel»-; pues bien, decía que recuerdo que me pasó algo muy curioso: yo no conocía el libro del crítico que reeditó últimamente los Naufragios de Álvar Núñez, y este hombre, un crítico norteamericano, pasado el tiempo me mandó su interpretación de los Naufragios y comentarios. Al recibir yo ese libro me di cuenta de que mi locura coincidía con la realidad: Álvar Núñez había estado olvidado injustamente por la historia. Él, que probablemente sea el gran personaje moral de la conquista, no fue tenido en cuenta en los fastos del Quinto Centenario. Yo apresuré mi libro de Cabeza de Vaca porque me pareció que, después de haberme acercado a su opuesto, a Lope de Aguirre, fascinante sinvergüenza y conquistador extremo, era la forma de compensar las visiones y las interpretaciones. El caso es que, como digo, fueron muchas las coincidencias entre mi imaginación y la realidad última de Álvar Núñez, y eso me produjo estupor, porque lo que creía producto del juego literario resultaba ser cierto. Afortunadamente, los años nos enseñan a aceptar y a ver las cosas de una manera más certera. Yo, que al comienzo de mi carrera literaria no hacía otra cosa que insultar a los críticos, ahora los elogio, porque con los años he comprendido que ellos son los que más me han querido. Pasa con esto como con el matrimonio, que al cabo del tiempo ese horror que fue nuestra esposa termina siendo nuestra madre.

Pues bien, en la literatura, con la figura del crítico, sucede algo parecido. El resentido de Sartre decía que los críticos son como ratones hablando de un león muerto, pero en realidad ellos son los que -con errores, pero escasos-, han impulsado a los buenos creadores y han destruido a los malos. El verdadero creador es un solitario, y no tiene otra esperanza que ser recibido por el lector y ser comprendido por el crítico. En ningún caso el creador debe obedecer al crítico, pero siempre ha de respetarlo, porque el crítico es el que al fin se preocupa por comprender todos los aspectos de lo que uno escribió, a veces incluso de lo que escribió inconscientemente. En este sentido, mi agradecimiento es total, porque hoy he tenido un día de maestros, y no puede uno sentirse más halagado cuando un homenaje parte de un país que tanto significa en el estudio y difusión de la literatura hispanoamericana, de España, y a él acuden personalidades como Sáinz de Medrano o Seymour Menton, o Alexis Márquez. Aunque a veces he sospechado que Alexis Márquez ha estado a mi favor en alguno de los premios en los que él ha participado como jurado porque él quiere a Alejo Carpentier y yo soy un mal imitador. Nada más, muchas gracias.




Un espectador entre el público

Yo quisiera preguntarle a Abel Posse si su trabajo, sobre todo ese «corpus» integrado por Daimón, Los perros del Paraíso y El largo atardecer del caminante, no se limita a ser una nueva vigorización de una antigua corriente literaria como fue la novela histórica del siglo XIX, sino que intenta ir efectivamente más allá, tal y como explica el profesor Alexis Márquez.




Abel Posse

Bueno, hay muchísimo campo y muy poco tiempo, de manera que voy a sintetizar esto desde mi punto de vista.

Yo soy un escritor, esto quiere decir que estoy muy por debajo, o en otra región diferente, del debate sobre la naturaleza de mi obra. Yo escribo por pulsiones oníricas, por estética, y he encontrado en la historia el terreno donde desarrollar mi lenguaje, y para mí lo importante es la posibilidad de escribir la historia de una forma distinta, sintetizar introduciendo elementos poéticos, elementos surreales, símbolos diversos, y a cortar caminos mediante metáforas y figuras de otro orden. Es un hecho literario, en suma, que, más que por su contenido histórico, o por entrar en debate con la crónica, me interesa por sus consecuencias culturales. En este sentido, yo diría que trato de situarme en un campo más allá de la historia, que no pretendo ser estrictamente riguroso, sino que pretendo buscar esa ruptura o esa contraposición cultural, que es el ingrediente más excitante de nuestra historia de América y de América misma.

Por otro lado, es evidente que el episodio del descubrimiento y la conquista de nuestro continente era un poco el «Big Bang», no sólo para América, sino también para la propia Europa. Todo esto es, para mí, fascinante, y en la novela histórica es donde se puede encontrar -o al menos donde yo encontré- la forma que la doctora Marina Gálvez ha enunciado de forma tan erudita, y que no es otra cosa que el meterme dentro del símbolo, de meterme dentro de la ficción y de lo histórico, de jugar con las distintas imposturas que asume el autor para llevar el juego a su propio campo. En todo caso, yo no traté de ser un escritor histórico en el sentido en que lo fue sir Walter Scott, que procuraba darle al lector una reconstrucción del pasado más o menos cuidadosa. Yo quise hacer presente el pasado, o si lo prefiere, visitar el pasado con el sentido del presente. De alguna manera, Colón y la reina Isabel siguen presentes en nuestra vida.




Luis Sáinz de Medrano

La verdad es que se ha abierto un debate muy interesante, y yo lamento mucho que no podamos seguir, porque es una hora muy avanzada y ya no queda tiempo. Les emplazo a mañana, si ustedes quieren, para poder continuar. Buenas noches a todos.





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