Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajoActo II

 

El teatro representa un café. Puerta en el foro, que es la que da a la calle: otra a la izquierda, cerca de un mostrador donde habrá botellas, vajilla, etc.: en el mismo lado, cerca del foro, otra puerta, que guía a la cocina y a la repostería, y por donde entran y salen los mozos cuando tienen que servir bebidas heladas o calientes. En el mostrador se sirven los licores, bizcochos y azucarillos. A la derecha otra puerta, que conduce a la pieza de billar y otras. A la parte de adentro del mostrador, habrá un elegante sillón destinado a NARCISA, y cerca de él una modesta butaca, que DON PANCRACIO ocupará cuando no tenga que levantarse para cumplir algún pedido de los mozos.

 

Escena I

 

DON PANCRACIO. RUPERTO. LUCAS. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 
 

Al levantarse el telón aparece DON PANCRACIO sentado en su butaca; RUPERTO, LUCAS e ISIDRO de pie, en el proscenio, con paños de lienzo al hombro: otro mozo está sirviendo helados a dos concurrentes, que también aparecen sentados a una mesa: en otra juegan, al dominó dos pacíficos y taciturnos ciudadanos: DON MARTÍN se entretiene más allá leyendo un periódico. Durante la primera escena entran algunos concurrentes más, de los cuales, unos pasarán a las piezas de la derecha, y otros se situarán en la que figura el escenario. También se dejará ver y recorrerá las mesas un chicuelo vendiendo fósforos, jabones de olor y otras baratijas, desapareciendo luego por lo interior y volviendo a la escena ad libitum. Por último, otros personajes mudos entrarán y saldrán durante el acto, como lo disponga el director de escena.

 

LUCAS.-  Pocos parroquianos tenemos hoy todavía.

ISIDRO.-  Aún es temprano. Hasta cosa de las dos no empieza esto a animarse.

RUPERTO.-  No hace muchos días que ni a esa hora ni a ninguna entraba aquí apenas alma viviente; como que yo sólo bastaba y sobraba para dar avío a todo; pero desde que tuvo don Pancracio el feliz pensamiento de traer aquí a la bella Narcisa, para ponerla de prespetiva... y así, como si dijéramos de portagonista del mostrador, los cuatro mozos de aquí y los tres de adentro somos pocos aún para servir a tanta gente.

ISIDRO.-  ¡Lo que vale un buen palmito!

RUPERTO.-  A todos nos ha tenido cuenta. El amo, ¡mirad qué orondo está y qué satisfecho en su poltrona!, y nosotros vamos haciendo nuestro agostillo con las propinejas, amén de otras aldealas... Ayer domingo vendí yo solo dos cajones de cigarros.

LUCAS.-  Sólo ella, la portagonista, como tú dices, parece que mira... así, con indiferencia, por no decir con repugnancia, su mucho mérito y su alta posición.

ISIDRO.-  En efecto, me parece que no es para el paso. Muy bonita, eso sí; pero tan seria, tan parada... Cobra, baja los ojos, se pone hecha un ascua cuando le dicen algún requiebro...; y pare usted de contar. Así, bien podrá hacer la fortuna de don Pancracio; pero la suya propia, ¡harto será!

LUCAS.-  Es que la infeliz, se conoce que viene de muy mala gana.

RUPERTO.-  ¿Qué sabes tú?

LUCAS.-  A la legua se conoce que su padre la trajo aquí, quieras que no, por la chupamelona de los cincuenta reales diarios que se embolsa, el muy judío, sin contar los almuerzos de gratis, y café y sorbetes y ponche a discreción.

RUPERTO.-  ¿Y qué mal hay en eso? Ella le gana sin trabajo ese dineral, y además se ve ausequiada y adorada por la nata y flor de los elegantes. Verás cómo el día menos pensado saca novio...

ISIDRO.-  ¡Sí, novio!

LUCAS.-  Pero ¿es posible que un padre especule así con su hija? Eso es cosa que estremece.

RUPERTO.-  ¡Ca!

 

(Han entrado y sentádose otros varios sujetos, y uno de ellos da un golpe sobre la mesa.)

 

ISIDRO.-  Allá voy.

 

(Escena mímica entre ISIDRO y el que ha llamado, figurando que éste pide algo. El mozo va en seguida al mostrador, tiene otra escena semejante con DON PANCRACIO, le paga anticipadamente lo que recibe, y vuelve con ello a servir a dicho parroquiano. Juegos mudos por este estilo se ofrecerán de cuándo en cuándo hasta las últimas escenas del acto.)

 

LUCAS.-  ¡Cómo! Pues...

RUPERTO.-  Pasa por padre, pero no lo es de nativitate. Quiero decir...

LUCAS.-  ¡Sí! Ya me figuraba yo... ¿Si la habrá alquilado el señor Bernardo para luego subarrendarla al amo? No lo extrañaría, porque se ven tales industrias en Madrid...

RUPERTO.-  Nada de eso. Él y su difunta mujer de él la recogieron y aprohijaron cuando estaba en mantillas.

LUCAS.-  ¡Calla, hombre! ¿Conque...?

RUPERTO.-  Es toda una historia. El mismo Bernardo me la contó un día...

LUCAS.-  Dime, dime...

RUPERTO.-  Entre dos luces...

LUCAS.-  Al anochecer, sí.

RUPERTO.-  No; no era el día, sino Bernardo, el que estaba entre dos luces.

LUCAS.-  Ya.

RUPERTO.-  Pues me contó... Pero no lo digas a nadie.

LUCAS.-  Pierde cuidado: no saldrá de este pecho.

RUPERTO.-  Es el caso que él y su mujer, mercaderes ambulantes, viniendo a Madrid con sus lienzos, y atravesando al rayar el alba un pueblo de esta comarca, acertaron a ver en la puerta de la iglesia una criatura abandonada; o por mejor decir, la oyeron llorar, y acudieron, y les dio lástima, y la recogieron, y continuaron con ella su camino.

FOSFORERO.-  Cerillas finas. Pastillas de olor.

LUCAS.-  Bien hecho: aquello fue una obra de caridad, pero esto...

RUPERTO.-  Es de advertir que la mujer había perdido el día antes su cría de ella, que fue buena casualidad...

LUCAS.-  No; di que así lo dispuso la Providencia.

RUPERTO.-  Pues, como iba diciendo, se la trajeron consigo a Madrid, y a causa de no haber vuelto a tener hijo ninguno aquella buena mujer, la tomó cariño; y como nadie hasta la presente les ha reclamado la niña, la criaron y adoctaron como hija; y por cierto que mientras vivió la honrada lencera se sacrificó y se desvivió por educarla como a una señorita; y con fruto, porque la chica ha sacado un talento...

LUCAS.-  ¡Qué excelente mujer!

RUPERTO.-  Pero Dios se la llevó, hará unos dos años, cuando la huérfana era ya mocita.

LUCAS.-  Eso me aflige, como soy Lucas.

RUPERTO.-  Bernardo, que la respetaba, porque era mujer de mucho gobierno y de más chirumen que él, tenía un poco a raya sus vicios mientras aquella vivió; pero después se dio a la holgazanería, al juego...; disipó en poco tiempo todo lo ahorrado; vendió hasta los muebles...

LUCAS.-  Sí, ya sé que era un perdido.

RUPERTO.-  Llegó pues al extremo de no tener ausolutamente con que mantener a Narcisa; y a mí me costa el saberlo, porque en el billar de trueno donde serví antes de venir a este café, le vi perder el último ochavo. Ahora bien, ¿la había de plantar en la calle?

LUCAS.-  ¡Eso no!

RUPERTO.-  ¿La había de poner a servir?

LUCAS.-  ¿Qué sé yo? Menos malo hubiera sido eso.

RUPERTO.-  ¡Pues!, condenar a la escoba y al estropajo aquellas manos delicadas; servir la que puede ser señora; ganar un miserable salario, pudiendo nadar en oro si ella quisiera... ¡Quita allá! Tú no eres de este siglo.

LUCAS.-  Sí soy; pero...

RUPERTO.-  Y, vamos, ¿a ti qué te va ni te viene...? Tú no la has sacado de pila.

LUCAS.-  Con todo...

RUPERTO.-  Y en fin, cada uno hace de su capa un sayo; y para algo ha criado Dios las muchachas bonitas; y cuando pasan rábanos...

DON MARTÍN.-  ¡Mozo!

RUPERTO.-  Allá voy.

 

(Golpean en otra mesa.)

 

LUCAS.-  Voy al instante.

 

(Acuden RUPERTO y LUCAS adonde los llaman.)

 

DON MARTÍN.-  Candela.

RUPERTO.-  Bien está.

LUCAS.-  Al momento. (Vuelve luego a servir cerveza y agua de limón en la mesa adonde ha acudido.) 



Escena II

 

NARCISA. DON PANCRACIO. RUPERTO. LUCAS. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 
 

NARCISA llega por la puerta de la izquierda más próxima al proscenio, vestida con lujo extremado, de manga corta y flores en la cabeza. Todos los concurrentes, menos DON MARTÍN y los que juegan al dominó, fijan su atención en ella y cuchichean entre sí. DON PANCRACIO y NARCISA hablan, a media vos.

 

DON PANCRACIO.-  ¡Hola! ¡Es usted, señorita!

NARCISA.-  Buenos días.

DON PANCRACIO.-  Tardes dirá usted.

NARCISA.-  Bien; buenas tardes.

DON PANCRACIO.-  Mucho nos escatima usted esa linda cara.

NARCISA.-  No he podido venir antes.

DON PANCRACIO.-  ¡Hum! Parece que la niña se nos va haciendo un poco remolona.

NARCISA.-  (¡Dios mío!...) No ha sido voluntaria mi detención.

DON PANCRACIO.-  Habrá sido quizá causa de ella el señor don Bernardo.

NARCISA.-  No, señor.

DON PANCRACIO.-  Pues a fe que bien listo anda para cobrar el cum quibus.

NARCISA.-  ¡Don Pancracio!...

DON PANCRACIO.-  Ya le diré yo que eso no es lo tratado.

NARCISA.-  (¡Oh rubor!) No hay que achacar ni a mí ni a él mi tardanza, sino a usted mismo.

DON PANCRACIO.-  ¡Como!

NARCISA.-  Ha querido usted que hoy estrenase otro vestido...

DON PANCRACIO.-  ¡Ahí verá usted si soy espléndido y generoso!

NARCISA.-  Y he estado esperando a la modista...

DON PANCRACIO.-  También le diré yo a esa madama cuántas son cinco.

NARCISA.-  ¡Ah!, si de mí dependiera, crea usted que no le haría yo esperar.

DON PANCRACIO.-  Gracias, perla. Vas siendo amable... Así me gusta.

NARCISA.-  (¡Me tutea el villano!)

DON PANCRACIO.-  ¿Conque si por ti fuera, no te esperaría?

NARCISA.-  No; porque no vendría ni temprano ni tarde.

DON PANCRACIO.-  ¡Oiga! ¿Esas tenemos? Apenas se da importancia el arrapiezo... Pues no hay que engreírse tanto; que si ella no está satisfecha, no ha de faltar quien la reemplace.

NARCISA.-  ¡Oh!, si Dios oyera mis súplicas...

DON PANCRACIO.-  Pero antes nos veríamos las caras su padre y yo.

NARCISA.-  ¡Ay! no; por la Virgen santa...

DON PANCRACIO.-  Y usted y él serían citados ante un juez.

NARCISA.-  ¡Basta!...

DON PANCRACIO.-  Y veríamos si se elude así como quiera un contrato formal.

NARCISA.-  ¡No más, don Pancracio! ¡Por Dios, no diga usted nada a mi padre! Se enfurecería contra mí, y tiemblo de imaginar... No; perdone usted si le he dicho algo que pueda ofenderle. Dígale usted que soy obediente y sumisa; mas séame permitido exigir de quien no es mi padre, que utilice en buen hora mi resignación; pero que no me humille; ¡que harto humillada estoy ya!; que respete mi infortunio, ¡ay!, no merecido; que no lo haga mayor, en fin, arrastrándome a la desesperación.

DON PANCRACIO.-  (¡Diablo, qué fervor y qué energía!) Bien, Narcisita, no hay que atufarse. (¡Y parecía una mosquita muerta!) En parte, tiene usted razón: yo no la he tenido para reprenderla... Vaya, ¿no ocupa usted su sillón?

NARCISA.-   (Llorosa y después de un suspiro.)  Sí.

DON PANCRACIO.-  Pero esas lágrimas... Ea, ¡valor! ¿Qué van a decir las gentes...?

 

(NARCISA se sienta en el sillón, y poco después se encarga de la recaudación, quedando al cuidado de DON PANCRACIO el servicio mecánico. Entran DON POLICARPO y DON MARCIAL, y se sientan.)

 


Escena III

 

NARCISA. DON PANCRACIO. RUPERTO. LUCAS. DON POLICARPO. DON MARCIAL. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 

DON PANCRACIO.-  (No conviene exasperarla, porque en un Madrid bien la podría suplir con otra tan bonita como ella; pero tan simpática, difícilmente.)

DON POLICARPO.-    (Dando un golpe en la mesa.)  ¡Muchacho!  (A DON MARCIAL.)  Elegantísima está hoy la niña del mostrador.

ISIDRO.-    (Acercándose.)  Presente.

DON MARCIAL.-  Pero triste, como de costumbre, ojerosa...

DON POLICARPO.-  Un ponche a la romana. ¿Tú?

DON MARCIAL.-  Yo, una copa de ron.

NARCISA.-  (¡No ha venido todavía! ¿Qué le habrá ocurrido?)

FOSFORERO.-  Fósforos finos.

DON MARCIAL.-  Lo de triste es en ella condicional. Que venga el pintorcillo, y verás cómo se animan aquellos ojos modestamente velados por sus largas y negras pestañas; veras cómo sus labios, grave y pudorosamente fruncidos, abren paso a alguna blanda sonrisa, y tal vez a alguna seña furtiva. Ella afecta esa compostura inverosímil, deplacée; pero me atengo al refrán: ¡no es oro todo lo que reluce!

DON POLICARPO.-  Sin embargo, su mal disimulada predilección por el oscuro artista, prueba a lo menos que es desinteresada.

DON MARCIAL.-  Podrá serlo para con él; pero eso no obsta...

DON POLICARPO.-  También nuestro amigo Joaquín ha dado en hacer cocos a la niña.

DON MARCIAL.-  Pero me parece que gasta la pólvora en salvas.

DON POLICARPO.-  Lo malo es no tener otra cosa que gastar.

DON MARCIAL.-  Ya tarda.

DON POLICARPO.-  Estará galanteando a la Condesa cuya mano solicita.

DON MARCIAL.-  ¡Oh!, é1 no pierde ripio...

DON POLICARPO.-  Chit... Ya le tenemos en campaña.

 

(Entra DON JOAQUÍN y en seguida algunos otros concurrentes.)

 


Escena IV

 

NARCISA. DON JOAQUÍN. DON PANCRACIO. RUPERTO. LUCAS. DON POLICARPO. DON MARCIAL. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 

DON JOAQUÍN.-   (Encaminándose directamente al mostrador.)  (Hoy o nunca.)

DON MARCIAL.-   (Levantándose y saltándole al encuentro.) ¡Eh!... Aquí estamos. ¿Cómo es que te pasas de largo?

DON JOAQUÍN.-   (Bajando la voz.) Déjame. Estoy en vena y voy flechado a acabar de flechar a esa pobrecilla.  

(DON MARCIAL vuelve a sentarse.)

  (¡Condesa inicua! El anónimo hará su efecto; pero eso no basta a mi venganza: es preciso ajar su amor propio con mi nueva conquista... Manos a la obra.) (Se acerca al mostrador.)  ¡Bella Narcisa!

NARCISA.-  ¿Quiere usted que le sirvan algo, caballero?

DON JOAQUÍN.-  Yo soy quien se honraría mucho siendo rendido siervo de tan perfecta hermosura.

NARCISA.-  Mil gracias por la lisonja.

DON JOAQUÍN.-  No, alma mía, no es lisonja. Es usted el numen de este temple; todos la admiran; y yo, más sensible que todos...

NARCISA.-  Caballero... (¡Que sufra yo esto, buen Dios!)

DON JOAQUÍN.-  Desde el día en que usted se apareció como astro luminoso, mi corazón enamorado...

NARCISA.-  Dispense usted que le interrumpa. Yo no le he dado ocasión ni pretexto para producirse conmigo en esos términos; ni un mostrador es un templo; ni una cobradora asalariada puede ser un numen; ni por oír esas adulaciones dejaré yo de ser tan humilde como soy, y tan honrada como debo.

DON JOAQUÍN.-  (¡Miren cómo se sacude!, ¡y con cierta elegancia que me sorprende!) Usted no se hace justicia, prenda adorada...

NARCISA.-   (Dando a uno de los mozos la vuelta de una moneda.)  Sobran diez cuartos: tome usted.

DON JOAQUÍN.-  ¿Por qué no han de inspirar esos divinos ojos una pasión sincera y vehemente?

NARCISA.-  Perdone usted: los mozos me esperan, y si usted me distrae, faltaré a mi obligación.  (Despacha a otro mozo.) 

DON JOAQUÍN.-  ¡Ah! (Entiendo.)  (Bajando la voz.)  Ya veo que ciertas cosas no son para tratadas ante testigos...

NARCISA.-  ¡Cómo!

DON JOAQUÍN.-  Pero es usted demasiado amable para negarme una cita...

NARCISA.-   (Con una mirada de indignación.)  ¡Cita...! (¡Insolente!) ¡Don Pancracio!

DON PANCRACIO.-  ¿Qué hay?

DON JOAQUÍN.-  (Ahora me acusa y alborota el cotarro.)

NARCISA.-  Este caballero es tan bondadoso, que pudiendo mandarnos desde una mesa, viene al mostrador a honrarnos con sus órdenes; pero yo no puedo servirle, porque tengo que atender a los mozos...

DON PANCRACIO.-  Dice bien: lo primero es la cuenta y razón.

NARCISA.-  Y porque... me habla en un lenguaje, que no sé si es griego o alemán: ello es que yo no lo puedo comprender.

DON PANCRACIO.-  ¿En alemán, señor don Joaquín? Pues ¿no es usted de Carmona?

DON JOAQUÍN.-  Yo le diré a usted... (Disimula: no pierdo la esperanza.)  (Pasa a colocarse enfrente de DON PANCRACIO.) 

DON PANCRACIO.-  (Algún chicoleo...) A ver qué cosa...

DON JOAQUÍN.-  Como ella, por lo visto, no ha oído nunca decir kirchwasser... La he pedido una copa de kirchwasser.

DON PANCRACIO.-  Si no es más que eso, al momento va usted a ser servido.

 

(Toma una botella, la destapa y de su contenido llena una copa, que ISIDRO sirve después a DON JOAQUÍN.)

 

DON JOAQUÍN.-  (Sólo falta que me desahucie también esa desventurada.)  (Va a sentarse con sus amigos.) 



Escena V

 

NARCISA. DON JOAQUÍN. DON PANCRACIO. RUPERTO. LUCAS. DON BENIGNO. DON ALBERTO. DON REMIGIO. DON POLICARPO. DON MARCIAL. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 

DON BENIGNO.-   

(Deteniéndose un poco para contemplar a NARCISA, y lo mismo harán DON ALBERTO y DON REMIGIO.)

  (¡Deliciosa!, ¡fresca!, ¡naïve!... Es un idilio.)

DON REMIGIO.-  (¡Qué prima dona si cantara!)

DON ALBERTO.-  (¡Qué tipo para un drama!)

 

(Se sientan juntos.)

 

ISIDRO.-    (Acercándose.) ¿Se ofrece algo, caballeros?

DON ALBERTO.-  Café con leche y tostadas de manteca.

DON REMIGIO.-  Yo, lo mismo.

DON BENIGNO.-  Yo, chocolate con ídem.

ISIDRO.-  Tardecito almorzamos hoy. (Ya se ve, poetas y músicos...)

DON ALBERTO.-  ¿Qué quieres decir con eso, gandul?

ISIDRO.-  Yo, nada... Una ocservación...

DON ALBERTO.-  Necia.

DON REMIGIO.-  Disonante.

DON BENIGNO.-  Absurda.

DON ALBERTO.-  Cada uno almuerza cuando tiene gana.

ISIDRO.-  (O cuando tiene qué.) Yo no lo decía con malicia, sino que... como no es la regla...

DON ALBERTO.-  Los genios estamos reñidos con todas las reglas, principiando por las de Horacio y acabando por las de la higiene.

 

(Vase ISIDRO y volverá luego a servir lo que le han pedido.)

 

DON MARTÍN.-  (¡Bravo! Omer-bajá es todo un hombre; y si Schamil derrota, como suele, a los moscovitas entre los riscos y las breñas del Cáucaso...)

FOSFORERO.-   (A DON MARTÍN.)  Jabón fino. Petacas de piel de Rusia.

DON MARTÍN.-  Aparta, blasfemo, o te denuncio por traficante de géneros ilícitos y contumaces. ¡Si fueran de piel de ruso...!



Escena VI

 

NARCISA. DON FAUSTINO. DON JOAQUÍN. DON PANCRACIO. RUPERTO. LUCAS. DON BENIGNO. DON ALBERTO. DON REMIGIO. DON POLICARPO. DON MARCIAL. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 

DON FAUSTINO.-  (Detesto los cafés porque en ellos no se hace más que perder lastimosamente el tiempo y gastar el dinero en pócimas abominables; pero la sed me abrasa... ¡Cuánto ocioso!... ¿Qué va a que no encuentro donde sentarme? Allí veo una mesa... No calentaré mucho el puesto.)

 

(Se sienta frente al mostrador, cerca de él, y acude al instante RUPERTO.)

 

¿Qué hay?

RUPERTO.-  Fiambres, licores, vinos generosos, quesitos, sorbetes, salchichón...

DON FAUSTINO.-  ¡Hum! ¡Basta! ¡Qué cháchara infernal!

RUPERTO.-  Como pregunta usted qué hay...

DON FAUSTINO.-  Como se me planta usted delante, sin haberle llamado, le he dicho: ¿qué hay? Esto es, no ¿qué hay en el café?, sino ¿qué hay de común entre usted y yo?, ¿qué se le ofrece a usted?

RUPERTO.-  A mí nada.

DON FAUSTINO.-  Pues a mí sí. Tráigame usted... Pero ¡calle!, yo conozco a este zanguango.

RUPERTO.-  ¿Qué veo? Mi amo de marras... (Sí, el tacaño de don Faustino.)

DON FAUSTINO.-  Tú eres...; sí, tú eres aquel criado que despedí por sisón...

RUPERTO.-  Calumnias...

DON FAUSTINO.-  Romualdo... Ro... Ruperto.

RUPERTO.-  Servidor. (¡Sisón! Ya hemos convenido en que sisar no es pecado; peor es ser tan cicatero como él, teniendo más oro que hay en las Californias.)

DON FAUSTINO.-  ¿Qué haces ahí hecho un pasmarote? Trae lo que te he dicho.

RUPERTO.-  ¡Si no me ha dicho usted nada!

DON FAUSTINO.-  Un vaso de agua.

RUPERTO.-  ¿Con azucarillos?

DON FAUSTINO.-  No es menester... (Pero puede que el agua sea de pozo, y bueno será...) Sí; trae un azucarillo.

RUPERTO.-  (¿No digo? ¡Miren si se despilfarra!)  (Va al mostrador, toma el agua y azucarillo y sirve a DON FAUSTINO.) 

DON JOAQUÍN.-    (A sus amigos.)  Cierto, no eran de esperar en ella tantos melindres, y sin temeridad podemos suponer que son calculados; pero así me gustan a mí las bellezas; un tanto esquivas y recalcitrantes. Donde no hay lucha, no hay triunfo verdadero.

DON FAUSTINO.-  Cobra.  (Da una peseta a RUPERTO, y éste pone sobre la mesa la vuelta y se retira.) (¡Ocho cuartos por un azucarillo! ¿Hay conciencia para esto?).

DON REMIGIO.-  Vamos, es preciso que uno de los dos me escriba una ópera para ponerla en música.

DON BENIGNO.-  Mi musa no pica tan alto: otros retocen con la máscara de Talía, o vibren el puñal de Melpómene; bastan a mis sencillas y campestres inspiraciones el crótalo de Terpsícore o el caramillo de Erato.

DON ALBERTO.-  La independencia de mi estro no puede someterse a la tiranía del pentagrama y al despotismo de la batuta.

DON REMIGIO.-  Yo no exijo...

DON ALBERTO.-  Y es difícil armonizar el enredo con el contrapunto, la rima con la fuga, la sinalefa con el calderón, y en una palabra, el músico con el poeta.

 

(Siguen hablando en voz baja.)

 

DON FAUSTINO.-  (¡Qué hermosa criatura! No había reparado hasta ahora... ¡Qué ojos!, ¡qué boca!, ¡qué talle!... ¡Hermosa es de veras!)  (Se queda como embelesado mirando fijamente a NARCISA.) 

DON REMIGIO.-  ¿Argumento? Yo os propondré uno y de mucha novedad; fresquito, flamante.

DON BENIGNO.-  ¿Cuál?

DON REMIGIO.-  La niña del mostrador.

DON JOAQUÍN.-  (¡Diablo de Kirchwasser, cuando está uno abrasado... Yo hubiera preferido un sorbete; pero por no desmentir a Narcisa...)

NARCISA.-  (Me inquieta ya su tardanza.)

DON FAUSTINO.-  (No acierto a separar mis ojos de aquel agraciado rostro. ¿Qué sensación desconocida cautiva mi alma y embarga mis sentidos?... El amor acaso... ¡Qué digo, insensato! ¡Enamorarme yo, a mis años, y de una mujer que no he tratado!.. No; debe de ser lo que siento una fascinación pasajera, un vértigo producido por la densa atmósfera que me rodea y a que no estoy acostumbrado. ¿Ni qué caso haría de mí tan rara beldad, en la primavera de su vida...? Será casada; o por lo menos, reinará ya en su corazón otro amante... ¡Otro amante! ¿Luego confieso que yo también...? ¡Locura!, ¡necedad! Huiré de ti, sirena encantadora, antes que esa bulliciosa juventud me observe y se ría de mi flaqueza.  (Se levanta.) Al aire libre recobraré la calma, la serenidad... ¡Oh!, no puedo..., no puedo...  (Se vuelve a sentar.)  No hay valor, no hay virtud capaz de resistir a tan poderoso hechizo.



Escena VII

 

NARCISA. BASILIO. JENARO. DON FAUSTINO. DON JOAQUÍN. DON PANCRACIO. RUPERTO. LUCAS. DON BENIGNO. DON ALBERTO. DON REMIGIO. DON POLICARPO. DON MARCIAL. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 
 

Los mancebos extranjeros BASILIO y JENARO llegan, el primero con un violín y el segundo con una arpa; se sitúan en el foro y tocan, piano, alguna pieza de música italiana de las más conocidas y populares. Entre tanto, siguen en voz baja las conversaciones particulares y el movimiento anterior de entradas y salidas etc., siendo muy contados los concurrentes que prestan alguna atención a la sonata.

 

DON JOAQUÍN.-  ¡Eh!, ya nos favorecen esos menguados con su cotidiano cencerreo de arpa y violín.

DON MARCIAL.-  No haría mal don Pancracio en excusar ese martirio a nuestras orejas...

DON FAUSTINO.-  (Pero joven de tal mérito no parece nacida para ese vulgar ministerio, ni la pública exhibición de tantos atractivos prueba mucha cordura de parte del padre o del marido... Yo he de averiguar...)  

(RUPERTO pasa por cerca de la mesa que ocupa DON FAUSTINO.)

  (¡Ah!, preguntaré a Ruperto...) ¡Muchacho!

RUPERTO.-  ¿Quién llama?

DON FAUSTINO.-  Ven acá. ¿Quién es aquella señorita?, ¿cómo se llama?, ¿qué procedencia...?

RUPERTO.-  ¡Vaya una pesquisa...! ¿Por qué no me pregunta usted también cuántos años tiene?

DON FAUSTINO.-  Ya anuncia su cara que no llegan a veinte. Dime...

RUPERTO.-  (¡Roñoso y preguntón! Pues se ha de quedar con la curiosidad.)  (Yéndose.) No sé... No tengo tiempo...

DON FAUSTINO.-  ¡Oye, hombre! No seas cerril. Te llamaba también para darte la propina.

RUPERTO.-    (Volviendo.)  ¡Ah! Eso es diferente.

DON FAUSTINO.-  Guárdate esa morralla. (La vuelta que antes le dio RUPERTO.) 

RUPERTO.-   (Tomando las monedas.)  Gracias.

DON FAUSTINO.-  Y si eres más complaciente, yo te lo sabré agradecer.

RUPERTO.-  Estimando. Pues, señor, la chica... (¿De cuándo acá tan rumboso? ¿Le habrá entrado Narcisa por el ojo derecho?... Sí, eso es; el amor ha hecho ese prodigio.)

DON FAUSTINO.-  Vamos, habla, hombre; acaba.

RUPERTO.-  La chica es guapa, ¿verdad?

DON FAUSTINO.-  ¡Oh!, sí; pero...

RUPERTO.-  De rechupete; pero ahí donde usted la ve, no es nuestra.

DON FAUSTINO.-  ¡Cómo!

RUPERTO.-  Quiero decir que es arquilada...

DON FAUSTINO.-  ¿Alquilada? ¡Horror! ¿Cómo?, ¿para qué?

RUPERTO.-  ¡Toma! Para nada que peque contra el catálogo: para que dé tono y fama al establecimiento, y nos traiga parroquianos.

DON FAUSTINO.-  (¡Adiós mis doradas ilusiones! Será alguna perdida...)

RUPERTO.-  (Es millonario, y si picase en el anzuelo, Bernardo se armaría...)

DON FAUSTINO.-  (¡Tan bella, Dios mío, tan niña, y ya sumida en el oprobio!...)

RUPERTO.-  (Mediando yo en el asunto, comería a dos carrillos...) La pobrecita...

DON FAUSTINO.-  (¿Quién no diría al mirarla que es un dechado de pureza y candor? ¡Si parece increíble!...) ¿Qué decías?

RUPERTO.-  Le dirá a usted sotto voce... Pero no mire usted tanto al mostrador; que si lo ocserva, sospechará...

DON FAUSTINO.-  Bien... (¡Qué angustia!) Dímelo todo.

 

(Sigue hablando aparte. Los dos jóvenes extranjeros han concluido su dúo; el del arpa toca solo otra pieza, mientras el del violín, presentando una caja de hoja de lata, recorre las mesas pidiendo limosna; pero sólo tres o cuatro personas, incluso DON REMIGIO, le dan algunas monedas de cobre.)

 

DON ALBERTO.-  No es hasta ahora la presunta heroína personaje bastante dramático; pero es de esperar que algún lance imprevisto, estrepitoso dé relieve a su figura. Entonces...

DON BENIGNO.-   (A BASILIO que se acerca.) A ese, que es músico.

DON REMIGIO.-  ¡Ah!, sí; toma para resina, camaradita. (Le echa unos cuartos en la caja.) 

DON FAUSTINO.-  ¡Basta! No quiero saber más. ¡Infamia!, ¡depravación!..., ¡infeliz criatura!

RUPERTO.-  Sí, es un dolor... Pero, ya se ve... El desamparo..., la miseria... Si ella tuviese un...

DON FAUSTINO.-  (¿Por qué habré yo venido aquí?)

RUPERTO.-  Un amigo generoso... Vamos al decir...

DON FAUSTINO.-  ¡Calla, demonio tentador!

RUPERTO.-  Yo trato a su padre... ¡Bello sujeto!... Si quiere usted que le presente...

DON FAUSTINO.-  ¡No! No quiero conocer a semejante pícaro.

RUPERTO.-  Corriente. Yo... Como le veo a usted tan apasionado...

DON FAUSTINO.-  ¡Mientes! Curiosidad, nada más...

RUPERTO.-  Y por hacer una buena obra...

DON FAUSTINO.-  ¡Vete de aquí, vete, y no te vuelva yo a ver!  (Queda sumido en profunda meditación.) 

RUPERTO.-    (Separándose.) (Aún se hace de pencas, quizá por avaricia; poro harto será que él no caiga en la red.)

 (A BASILIO, que llega a su mesa.) 

DON JOAQUÍN.-  ¡Eh!, quítese de delante. No gusto de música ratonera.

DON FAUSTINO.-  (¡Y aún me estoy clavado aquí! ¡Mala vergüenza!... ¿Por qué no me alejo de ella, miserable!... ¡Haber mirado con indiferencia a tantas mujeres honradas, y cegarme así una muchachuela venal...! ¿Venal? ¿Y es culpa mía que lo sea?... ¿Tan galán soy yo que pueda aspirar a otras conquistas...? Venal... Tanto mejor: la compraré.)  

(En este momento, BASILIO, concluyendo su estéril colecta, presenta la caja a DON FAUSTINO.)

  ¡Aparta! Yo no socorro a holgazanes, vagamundos... ¡A trabajar, o al hospicio!

 

(Vuelve a sus contemplaciones. BASILIO, enjugándose una lágrima, se dirige al mostrador y presenta la caja a NARCISA.)

 

NARCISA.-  Perdona, hijo mío. ¡Yo nada puedo darte!

BASILIO.-  ¡Oh signorina! ¡Pietà di noi, poveri orfanelli!...  (Mostrando lo que tiene en la caja.)  ¡Vedete!... ¡Ah! E la madre ammalata... ¿Che far da si piccola raccolta?

NARCISA.-    (Llorando.) (¡Me parte el corazón!) ¡Don Pancracio!...

DON PANCRACIO.-  ¿Qué hay?

NARCISA.-  Socorra usted a esos infelices. Apenas han recogido para un pan.  (Abriendo el cajón.) ¿Les doy...?

DON PANCRACIO.-  No. Madrid es grande, y si en cada café sacan otro tanto...

NARCISA.-  ¡Hágalo usted por mí!

DON PANCRACIO.-  No puede ser. Harto hago en permitir que importunen a mis parroquianos.

NARCISA.-  Pues bien... (¡Oh Virgen pura, oh madre de los desamparados, tú me inspiras!) Yo voy a hacer una colecta para ellos.

DON PANCRACIO.-  ¡Muchacha!...

NARCISA.-  No me detenga usted, o diré que es un caribe.  (Sale al escenario.)  Dame esa caja.  

(La toma de manos de BASILIO, y se coloca en medio del tablado. Este movimiento produce otro casi general de curiosidad en los concurrentes.)

  ¡Señores!

 

(Entre el murmullo general se dejan oír las frases siguientes.)

 

DON JOAQUÍN.-  ¡Narcisa!

DON FAUSTINO.-  ¿Qué veo?

DON ALBERTO.-  ¡La niña del mostrador!

DON POLICARPO.-  ¡Silencio!

NARCISA.-  Prestadme un momento de atención!

VOCES.-  ¡Silencio!

 

(El tañido del arpa ha cesado, y los dos jóvenes italianos, llamados por señas de NARCISA, se juntan a ella.)

 

NARCISA.-  Perdonad, señores, que me atreva a dirigiros la palabra, deponiendo la timidez propia de mi sexo. Si tanta resolución os sorprende, considerad que yo misma obedezco a un impulso irresistible; al que más imperio ejerce sobre almas cristianas: ¡la caridad! Dios me la infunde en favor de estos desgraciados; y si huérfana yo también, como ellos, y oscura, y desvalida, falta elocuencia a mi voz y autoridad a mi persona para ser su intercesora, me anima la seguridad de que no en vano imploro indulgencia para mí a vuestra galantería; misericordia para ellos a vuestra generosidad.  

(Muestras de general aprobación y viva simpatía que irán en aumento durante el discurso de NARCISA.)

  Distraídos, o preocupados con otras ideas, no habéis fijado en ellos vuestros ojos... quizá porque no han acertado a lisonjear vuestros oídos. Si las cuerdas de esos instrumentos han hecho vibrar las de mi corazón, no es ciertamente por la magia de sus acentos. ¿Qué importa? Siempre es meritorio el ejercer mal o bien un arte tan noble como halagüeña; siempre es de apreciar que no sigan el ejemplo de tanto haragán mendigo, y que remuneren del único modo que pueden la limosna que les dan. ¡Oh! ¿Y sabéis quiénes son estas interesantes criaturas? No los han traído, no, a tan lastimoso estado la desaplicación, la vagancia, el vicio. Son honrados; yo lo sé; son bien nacidos; son víctimas inocentes de trastornos y revoluciones en que no han tomado parte. Mártir de sus creencias políticas, han visto morir a su padre en tierra extranjera; su madre yace enferma sobre inmunda paja en desabrigado y oscuro desván, y su hermano mayor murió peleando como bueno por la independencia de su patria.

 

(Murmullo de aprobación más pronunciado que el primero. Parte de los circunstantes se habían ido levantando de sus asientos para ver mejor a NARCISA, o en señal de adhesión. Ahora se levantan los demás, inclusos DON MARTÍN y los del dominó, que embebidos en el juego y la lectura, se habían mostrado impasibles, y en todos los semblantes se lee ya el triunfo de la heroína. Al mismo tiempo se dejan percibir, casi simultáneamente, las exclamaciones que siguen.)

 

DON FAUSTINO.-  ¡Qué mujer!

DON POLICARPO.-  ¡Divina!

DON FAUSTINO.-  ¡Me arrebata!

DON BENIGNO.-  ¿A quién no conmueve?

DON JOAQUÍN.-  ¡Qué hermosa está!

DON ALBERTO.-  ¿A quién no persuade?

DON MARCIAL.-  ¡Peregrina!

DON MARTÍN.-  ¡Heroica!

DON REMIGIO.-  ¡Brava!

DON FAUSTINO.-  ¡Yo estoy fuera de mí!

NARCISA.-  ¿Os conmueven mis clamores? No me admiro. Me los arranca el infortunio ajeno; ¡a mí, que sólo a Dios pido consuelo en el mío! ¿Os enternecen mis lágrimas? ¿Qué mucho? Sois caballeros, sois españoles. ¿Y quién de vosotros, en este siglo de revueltas y guerras y calamidades, no se ha visto alguna vez encarcelado, proscrito...? ¿A quién, al menos, no habrán arrebatado de los brazos el padre, el hermano, el camarada o el amigo, condenados a larga y dolorosa emigración? ¿Quién sabe si alguno de los que me oyen se verá también mañana, como mis pobres pupilos,  

(Cogiéndolos de las manos, y ellos besan las de NARCISA.)

  como mis queridos hermanos, sin padre, sin pan, sin hogar, sin patria?

 

(Nuevo y más fuerte murmullo de asentimiento.)

 

VOCES.-  ¡No más!

OTRAS.-  ¡Ven!

OTRAS.-  ¡Basta!

OTRAS.-  ¡Toma!

NARCISA.-    (Anegada en lágrimas y presentando a BASILIO la caja petitoria.)  Tomad, pobres niños. Ya no necesitáis que yo os haga la colecta...

GRITO GENERAL.-  ¡Sí!, ¡sí!

NARCISA.-  Estoy tan conmovida... Vosotros mismos...

VOCES.-  ¡No!, ¡no!

OTRAS.-  ¡Ella!, ¡ella!

OTRAS.-  ¡La niña del mostrador!

TODOS.-  ¡Viva la niña del mostrador!

NARCISA.-   (Enjugándose las lágrimas.)  En buen hora, señores. Es lo menos que yo puedo hacer en muestra de agradecimiento a tantas bondades. (Va recorriendo las mesas con la caja, y todos echan en ella monedas de plata. Los mancebos ejecutan una pieza patética.)   Gracias. Dios se lo premie a ustedes. Gracias. Gracias.  (Viendo a DON JOAQUÍN con sus amigos, esquiva su encuentro, y pasa a otra mesa.) 

DON JOAQUÍN.-   (A DON POLICARPO.)  Nada nos pide a nosotros. ¿Es distracción..., o desaire?

DON ALBERTO.-  Dios te dé tanta dicha como mereces, limosnera del cielo.

NARCISA.-  Estimo...

DON BENIGNO.-  Para tus clientes, este medio duro; ¡no tengo más!; para ti, un poema.

NARCISA.-  Tantas gracias...

DON REMIGIO.-  Toma, hechicera. Jamás haré yo un acorde tan perfecto como el de tu lindo rostro con tu alma angelical.

NARCISA.-  ¡Por Dios, señores...! Me confunden ustedes...

 

(Sigue cuestando por otras mesas: algunos individuos, sin esperarla en las suyas, acuden a depositar en la caja su ofrenda.)

 

DON FAUSTINO.-  (No podré contener mi agitación cuando llegue a mí.)

DON MARTÍN.-  ¡Bendita...! Dios te libre de cosacos.

DON FAUSTINO.-   (Haciendo su donativo.) Toma.  (A media voz.)  ¡Me has hecho verter lágrimas de fuego!

NARCISA.-  ¡Señor...!

DON FAUSTINO.-  Pero ¿cómo oírte con ojos enjutos? ¿Qué bolsa -¡ni aun la mía!- se cierra a tus ruegos?

NARCISA.-  Usted me lisonjea más de lo que yo... Pero ¡es oro lo que usted ha echado! ¡Tres onzas!... Sin duda ha sido equivocación...

DON FAUSTINO.-  No; a sabiendas las he dado, y si supieras... (Ayer me hubieran arrancado primero una ala del corazón, y hoy... ¡Oh miserable humanidad!)

NARCISA.-  Quedo muy reconocida...

DON FAUSTINO.-  ¡Espera! No es mi dádiva tan desinteresada como presumes. Merezca yo besar en recompensa esa mano di..., esa mano caritativa.

NARCISA.-  (¡Qué conmovido está! Y hay en su frente un no sé qué... que inspira veneración.) (Volviéndose a los circunstantes.)  Señores, este buen caballero acaba de hacerme para mis protegidos un donativo considerable.

 

(Breve rumor de sorpresa.)

 

DON JOAQUÍN.-    (Acercándose.)  ¡Oiga!... (¡Cielos! Es don Faustino, mi acaudalado rival... Pues ¿cómo...? No comprendo...)

NARCISA.-  Me suplica que en galardón le dé la mano a besar... Es un anciano respetable, y mi condescendencia no se calificaría de liviandad; mas podría parecer inspirada por el orgullo... Yo besaré la suya en muestra de gratitud a su beneficio y de respeto a sus canas.  (Lo hace.) 

DON FAUSTINO.-  ¡Ah! ¡Narcisa!... (¡Yo voy a volverme loco!)

 

(Breves murmullos en diferente tono, dando unos a entender que se mofan del viejo, y otros que admiran el talento y la gracia de NARCISA.)

 

DON JOAQUÍN.-  (¡Miren el carcamal!...)

DON FAUSTINO.-  (¡No puedo más!...) ¡Adiós!  (Da algunos pasos para retirarse y encontrándose cara a cara con RUPERTO, exclama.) ¡Ah! (A RUPERTO aparte, sin detenerse.)  Sal detrás de mí.

 

(Sigue RUPERTO a DON FAUSTINO. Cesa la música.)

 


Escena VIII

 

NARCISA. BASILIO. JENARO. DON JOAQUÍN. DON PANCRACIO. LUCAS. DON BENIGNO. DON ALBERTO. DON REMIGIO. DON POLICARPO. DON MARCIAL. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 

NARCISA.-  Permitidme ahora, señores, que en nombre de mis protegidos, os dé a todos las más expresivas gracias por vuestro desprendimiento; y si mi intercesión ha podido serles de alguna utilidad, yo también por mi parte os agradezco muy de veras que hayáis tan noblemente cumplido, y aun superado mis esperanzas.

VOCES.-  ¡Bien!

 

(Llega GABRIEL, y a pocos pasos se detiene sorprendido al ver a NARCISA en medio del tablado y al oír las aclamaciones de que es objeto.)

 


Escena IX

 

NARCISA. BASILIO. JENARO. GABRIEL. DON JOAQUÍN. DON PANCRACIO. LUCAS. DON BENIGNO. DON ALBERTO. DON REMIGIO. DON POLICARPO. DON MARCIAL. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 

VOCES.-  ¡Viva!

GABRIEL.-  (¿Qué es esto?)

VOCES.-  ¡Viva la niña del mostrador!

NARCISA.-   (Dando la caja a BASILIO.)  Tomad, queridos. La suma con que, por mi mano venturosa y vencida de mis humildes ruegos, ha contribuido esta reunión a vuestro socorro, no os dará todo el bienestar que yo os deseo; pero os arrancará por de pronto a las garras de la miseria. Corred a llevar ese consuelo a vuestra madre, y bendecid a vuestros bienhechores.

BASILIO.-  ¡Oh!, si; a tutti, a tutti...  

(BASILIO y JENARO saludan a la reunión con las gorras en la mano.)

  ... Ma prima a te, bel angelo

NARCISA.-  ¡Basta! Idos...

 

(Los va llevando hacia la puerta del foro: ellos no aciertan a soltar las manos de NARCISA, que cubren de besos y lágrimas.)

 

JENARO.-  ¡Mia sorella!...



Escena X

 

NARCISA. GABRIEL. DON JOAQUÍN. DON PANCRACIO. LUCAS. DON BENIGNO. DON ALBERTO. DON REMIGIO. DON POLICARPO. DON MARCIAL. ISIDRO. DON MARTÍN. Un MOZO. Concurrentes.

 

GABRIEL.-  (¡Qué grata sorpresa!)

NARCISA.-  (¡Ah! Él está allí y ha visto mi triunfo... Gracias, ¡Dios mío!)

DON JOAQUÍN.-   (Acercándose.) No se ha dignado usted, hermosa Narcisa, de comprenderme en su benéfica cuestación...

NARCISA.-  No sé... Donde hay tantas personas, he podido sin designio...

DON JOAQUÍN.-  Admito la excusa; pero ¿qué se diría si dejase yo de contribuir a tan buena obra, siendo usted quien la ha promovido, y yo el que más admira sus virtudes... y sus gracias?

NARCISA.-  (Me repugna este hombre.)

GABRIEL.-  (Se me ha indigestado ese individuo.)

DON JOAQUÍN.-    (Ofreciendo a NARCISA una moneda de cien reales.)  Reciba usted el óbolo modesto de un apasionado...

NARCISA.-  Antes, lo hubiera recibido; pero ahora... Ya no están aquí los pobres extranjeros.

DON JOAQUÍN.-  Por no interrumpir a usted en su inspirada alocución...; por contemplar atónito tan dulces encantos...

NARCISA.-  Puede usted guardar su donativo para cuando vuelvan...

DON JOAQUÍN.-  No, reina mía; quiero que lo reciban de esa linda mano.  (Intenta tomársela.) 

NARCISA.-   (Retirándola.) ¡Caballero!...

DON JOAQUÍN.-  ¡Eh!, no sea usted desdeñosa, sólo conmigo, prenda de mis ojos...

GABRIEL.-   (Acercándose más.)  (¡Viva Dios...!)

DON JOAQUÍN.-    (Insistiendo.) Mano que no ha rehusado las rudas y callosas de unos perdularios, no es razón que esquive el contacto de la mía.

 

(Murmullos de desaprobación.)

 

NARCISA.-  No quiero avergonzar a usted dándole la respuesta que merece. El público sabrá apreciar mi silencio, ya que usted no lo sepa agradecer.

GABRIEL.-  La respuesta, sin embargo, es muy sencilla. Esta señorita es dueña de dar o negar su mano a quien bien le parezca. Ha podido darla con inocente orgullo a un necesitado, y negarla con altivo desprecio a un insolente.

DON JOAQUÍN.-  ¿Qué oigo? ¿Se atrevo usted...?

GABRIEL.-  Tal vez honra una mano curtida por el trabajo y por la intemperie, y tal vez otra muy pulcra y adamada sonrojaría a quien la tocase.

NARCISA.-  ¡Oh Dios! Por piedad... (Yo tiemblo.)

DON JOAQUÍN.-  Muy bien parlado; pero bueno sería saber a título de qué se mete usted donde no le llaman.

GABRIEL.-  A título de hombre honrado: yo no necesito de otro para defender a una mujer insultada contra el infame que no la respeta.

DON JOAQUÍN.-  ¡Oh!, esto es ya demasiado. Yo le haré a usted ver que con manos muy pulcras se puede corregir a un temerario.

NARCISA.-  ¡Basta! (¡Oh desventurada!)

DON PANCRACIO.-  ¿Qué es esto?

 

(Sale del mostrador DON PANCRACIO. Agitación entre los que presencian la disputa: algunos se acercan y tratan de poner paz: otros, más prudentes, se retiran.)

 

GABRIEL.-   (Dando a DON JOAQUÍN una tarjeta, y llevándole hacia el proscenio.)   Supongo que no me hará usted esperar mucho la lección que me promete.

DON JOAQUÍN.-    (Dando a GABRIEL otra tarjeta.)  En la plaza de Oriente nos podremos ver dentro de media hora; y desde allí...

GABRIEL.-  Convenido.

 

(Algunos curiosos han seguido a los dos rivales, entre ellos los amigos de DON JOAQUÍN, y DON ALBERTO con los suyos.)

 

DON JOAQUÍN.-  Estos dos caballeros serán mis testigos.  (Señala a DON MARCIAL y DON POLICARPO.) 

DON POLICARPO.-  Estamos prontos.

DON JOAQUÍN.-  Nombre usted los suyos.

GABRIEL.-  Cualquiera lo será; que es demasiado justa y honrosa la causa que defiendo.

VOCES.-  ¡Todos! ¡Sí!

GABRIEL.-  Pero, ya que es fuerza elegir..., ustedes dos.  (Señala a DON ALBERTO y DON REMIGIO.) 

DON ALBERTO.-  Con mucho gusto. ¿Armas?

GABRIEL.-  Dejo la elección a mi adversario.

NARCISA.-  (Se van a batir... ¡Oh tormento!)

DON MARCIAL.-  Vámonos pues de aquí, que ya está el café alborotado, y si el lance ha de ser formal, como supongo...

GABRIEL.-  Por mi parte, no admito transacción alguna.

DON JOAQUÍN.-  Ni yo. (Hay días de maldición, y este es uno de ellos.)

 

(Se retira y le siguen los cuatro padrinos.)

 


Escena XI

 

NARCISA. GABRIEL. DON PANCRACIO. ISIDRO. LUCAS. DON BENIGNO. DON MARTÍN. Concurrentes.

 

GABRIEL.-   (A NARCISA muy conmovido. El diálogo entre los dos será rápido y a media voz.) ¡Adiós, interesante y virtuosa joven!

NARCISA.-  ¡Adiós, mi bizarro defensor!

GABRIEL.-  Esta es, Narcisa, la primera vez que me atrevo a dirigir a usted la palabra.

NARCISA.-  ¡Ay, y acaso la última!

GABRIEL.-  No lo temo, si no me he engañado al leer en esos ojos, como usted habrá leído en los míos, la simpatía de nuestras almas.

NARCISA.-  Ni mi lengua ni mis ojos han aprendido a mentir.

GABRIEL.-  ¡Narcisa adorada!

NARCISA.-  ¡Por Dios, no exponga usted su vida...!, si algo le interesa la mía.

GABRIEL.-  El honor me lo manda; pero confíe usted... Esos divinos acentos acaban de hacerme invencible.

NARCISA.-  ¡Ay no, que soy muy desgraciada!

GABRIEL.-  ¡Narcisa!... Esas lágrimas ahogadas... Ese semblante descolorido...

NARCISA.-  Las fuerzas me faltan... Tantas y tan fuertes sensaciones... Un momento de placer tan cruelmente amargado... Un rayo de felicidad... que ya no volverá a alumbrarme... Mi corazón se rompe en mil pedazos... ¡Dios piadoso, amparadme!... Yo muero.

 

(Cae desmayada en brazos de GABRIEL. Acuden también a socorrerla los que están más cercanos. Movimiento general.)

 

GABRIEL.-  ¡Narcisa!

VOCES.-  ¡Agua!

OTRAS.-  ¡Socorro!

GABRIEL.-  ¡Ángeles del Empíreo, velad por ella: es vuestra hermana!