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ArribaActo III

 

Sala pobremente amueblada. La puerta principal en el foro, y otras dos laterales, una enfrente de otra. Dos butacas.

 

Escena I

 

DON FAUSTINO. BERNARDO.

 
 

Aparecen sentados.

 

BERNARDO.-  ¡Vaya, vaya!, del cielo nos ha venido esta visita.

DON FAUSTINO.-  Tal vez.

BERNARDO.-  ¡Cuánto agradezco al buen Ruperto que me haya proporcionado tan alto honor...!

DON FAUSTINO.-  Bien, vamos al asunto, y dejemos...

BERNARDO.-  Sí, señor; pero hallar un bienhechor en quien menos podía yo esperarlo; ¡en mi casero!... Usted no conocía de antes a Narcisa, ¿eh?

DON FAUSTINO.-  ¡Oh!... No, señor.

BERNARDO.-  Al aparecerse en mis umbrales esa cara, he creído, como hay Dios, que venía usted a apremiarme...

DON FAUSTINO.-  Al contrario; repito que el bienestar de usted y el de Narcisa corren a mi cargo desde hoy.

BERNARDO.-  ¡Alma sublime!

DON FAUSTINO.-  ¡Nada de lisonjas! No conviene que aquella criatura continúe dándose en vergonzoso espectáculo, expuesta a los malignos comentarios de los ociosos y a la procacidad de los libertinos.

BERNARDO.-  Harto siento yo haber recurrido a este arbitrio, que no deja de repugnarme; pero la indigencia, la falta de protección... Dios ha oído al fin mis oraciones, y nos ha deparado un padrino generoso... ¡Oh!, y bien lo necesitemos, porque nuestra penuria viene muy de atrás. Los acreedores me acosan...

DON FAUSTINO.-  No pase usted cuidado por eso: ya he dicho...

BERNARDO.-  Y ha de considerar usted que perdemos una buena conveniencia.

DON FAUSTINO.-  (¡Infame!) No la echarán ustedes de menos a mi lado.

BERNARDO.-  Se entiende. Pero mi hija no ha de reducirse a la humilde esfera de criada.

DON FAUSTINO.-  Nada de eso.

BERNARDO.-  Dos tiene ahora para servirla, y no está en el caso...

DON FAUSTINO.-  ¡Dale!...

BERNARDO.-  Para ama de gobierno es demasiado joven.

DON FAUSTINO.-  Ella será la señora de mi casa.

BERNARDO.-  ¡Oh!, eso de señora...

DON FAUSTINO.-  ¿Eh?

BERNARDO.-  Ya ve usted, el honor...

DON FAUSTINO.-  (¡Malvado!)

BERNARDO.-  Sólo de una manera podría serlo decorosamente.

DON FAUSTINO.-  Sí; pero... Apenas la he tratado...

BERNARDO.-  Ni yo pretendo hombrearme de buenas a primeras con persona tan calificada. El tiempo y el trato allanarán todas las dificultades.

DON FAUSTINO.-  Sí; yo espero...

BERNARDO.-  Pero las hablillas del vulgo...

DON FAUSTINO.-  No daré yo ocasión para ellas. Deseo sinceramente la felicidad, la completa felicidad de esa niña; y nada perdonaré para asegurársela, si ella se hace digna de mi protección.

BERNARDO.-  Protección honesta y desinteresada; no lo dudo; pero la malicia de las gentes podrá creer otra cosa...

DON FAUSTINO.-  ¡Es verdad!

BERNARDO.-  Y a ella misma le parecerían sospechosos los favores de un extraño... ¡Ah!, me ocurre una excelente idea. Diremos que es usted tío de Narcisa...; y por consiguiente primo mío.

DON FAUSTINO.-  Poco me gusta ese parentesco; pero ¡vaya!

BERNARDO.-  ¡Qué honra para mí!...

DON FAUSTINO.-  (¡Que haya padres tan viles!... Pero Narcisa es tan cándida como bella; y si librándola de la ignominia y colmándola de bienes llego a granjearme su cariño...)

BERNARDO.-  (Parece que cavila... No las tengo todas conmigo.) Ya comprenderá usted que yo no puedo separarme de mi hija. ¿Qué diría el mundo? Pero no soy hombre de estar a la sopa boba. Trabajaré... Entiendo de cuentas y tengo una letra regular.

DON FAUSTINO.-  Bien...

BERNARDO.-  Me encargaré del manejo de la casa.

DON FAUSTINO.-  ¿Eh?

BERNARDO.-  Por hacer algo, y por ahorrar a usted un mayordomo.

DON FAUSTINO.-  Veremos... (¡Lástima de presidio!)  (Se levanta y también BERNARDO.) Haga usted que venga al momento la muchacha.

BERNARDO.-  No será fácil. Está comprometida por el resto del año...

DON FAUSTINO.-  No importa.

BERNARDO.-  Don Pancracio reclamará daños y perjuicios...

DON FAUSTINO.-  ¡Oh! Yo los abono. Tome usted.  (Le da un bolsillo.) Se vendrán ustedes hoy mismo a mi casa; voy a dar las órdenes convenientes.

BERNARDO.-  Mi eterna gratitud... (¡Qué cucaña!)

DON FAUSTINO.-  De todos modos tendrían ustedes que desocupar esta muy pronto. Va a ser de otro dueño, y piensa derribarla.

BERNARDO.-  Sí, algo he oído de eso... Parece que la Condesa quiere comprarla, porque lleva a mal que nos entre por una triste reja la luz de su jardín.

DON FAUSTINO.-  A propósito, va a venir a verla...

BERNARDO.-  Cuando guste.

DON FAUSTINO.-  Pronto volveré... Prevenga usted a Narcisa favorablemente...

BERNARDO.-  Claro está.

DON FAUSTINO.-  Adiós.

BERNARDO.-  Adiós, querido primo.

DON FAUSTINO.-  ¡Oh!...  (Se reprime, echa una mirada de indignación a BERNARDO y se retira cubriéndose el rostro con las manos.) 



Escena II

 

BERNARDO.

 

  ¡Extraño fenómeno es el tal don Faustino! Le han enamorado perdidamente las gracias de Narcisa; y como si esto mismo no fuese ya bien raro en un hombre que hasta hoy no ha conocido más Dios, ni más prójimo que el dinero, parece como avergonzado de su debilidad...; como si le remordiese la conciencia... ¡Bah!, no hay tal vergüenza ni tales remordimientos. Aun si yo los sintiese..., harto justos serían, en verdad; pero ¿él?... No; la causa de su agitación es la lucha interior entre dos pasiones; la avaricia arraigada, y el amor naciente, pero impetuoso, como suele serlo cuando se apodera de una alma que siente por primera vez, y a tal edad, su punzante dardo. Lo que importa es no dar lugar a que la reflexión abra la puerta al arrepentimiento;  (Hace sonar una campanilla.) y ya que tan propicia se me muestra la fortuna...



Escena III

 

BERNARDO. CATALINA.

 

CATALINA.-  ¿Llamaba usted?

BERNARDO.-  Sí. Voy a salir. Si mientras vuelvo, que no tardaré mucho, viene la Condesa nuestra vecina...  (Toma el sombrero.) 

CATALINA.-  ¿Aquí la Condesa?

BERNARDO.-  Sí; quiere comprar esta casita, y antes desea verla, según me ha dicho don Faustino. Franquea pues la habitación a esa señora.

CATALINA.-  Bien está.

BERNARDO.-  Y si vuelve también antes que yo el señor don Faustino, recíbele...

CATALINA.-  Lo haré.

BERNARDO.-  Pero con buen modo, con agasajo...

CATALINA.-  Pues ¡qué!, ¿no es ya nuestro casero?

BERNARDO.-  Algo mejor que eso: es nuestro protector, nuestro paño de lágrimas.

CATALINA.-  ¡Calle!

BERNARDO.-  Hemos salido parientes...

CATALINA.-  ¡Oiga!...

BERNARDO.-  Pero tú no te des por entendida... Adiós...

CATALINA.-  Bueno. A mí ¿qué me va ni...?

BERNARDO.-  En boca cerrada no entran moscas.



Escena IV

 

CATALINA.

 

  ¡San Antonio!, ¿qué parentesco es ese llovido del cielo... y con un hombre tan adinerado? ¡Hum!... Aquí hay misterio. Harto será que no debamos este milagro a la añagaza del mostrador. ¡Pues es claro! Yo no valgo gran cosa comparada con Narcisa; pero que me pongan como a ella en escena, o por mejor decir, en berlina, bien emperejilada y peripuesta, y malo ha de ser que no le pete a alguno este palmito. No, no; ¡Dios me libre! Pobre, pero honrada. Ello, se necesita una virtud a machamartillo para que una hija de Eva, puesta así en el disparadero, no peque tarde o temprano... Bien sé que mi pobre señorita, digna de mejor padre, ha resistido cuanto le era posible tan bochornosa especulación, y lo que para otras sería trofeo es suplicio para ella; pero el despecho, cuando no la codicia, pudiera al fin cegarla, pervertirla... Me aflige esta idea, porque le he tomado tanto cariño... Pues si por eso no fuera, ¿estaría yo aquí todavía? Y con todo, será forzoso...



Escena V

 

NARCISA. CATALINA.

 
 

Llega NARCISA llorosa, azorada, y se precipita en los brazos de CATALINA.

 

NARCISA.-  ¡Catalina!

CATALINA.-  ¿Qué es esto, señorita?, ¿qué tiene usted?, ¿cómo viene así?...

NARCISA.-  Es largo de contar... Necesito antes cobrar aliento...  

(CATALINA la hace sentarse en una butaca.)

  recapacitar... Sufrimientos crueles... Consuelos inesperados... Se agolpan y se confunden en mi mente tantas especies, que yo misma no acertaré... ¡Ah Catalina, qué día de prueba!

CATALINA.-  Hable usted: yo soy digna de su confianza.

NARCISA.-  Sí, amiga mía.

CATALINA.-  El amo no está... Mucho es no haberle usted encontrado.

NARCISA.-  Me han traído en coche. Ni hubiera podido venir de otro modo.

CATALINA.-  Pues ¡qué!, ¿alguna desgracia...? Por Dios, sáqueme usted de inquietud.

NARCISA.-  Desgracia... Hasta ahora no; ni el cielo permitirá que yo llore la mayor de todas después de haber halagado y fortalecido mi corazón tan dulce esperanza.

CATALINA.-  ¡Esperanza! ¿Cómo...?, ¿de dónde...? Su padre de usted...

NARCISA.-  Si mis ardientes votos son oídos allá arriba, pronto dejará de oprimirme su tirano yugo.

CATALINA.-  ¿Qué oigo? (¿Aludirá...?)

NARCISA.-  ¿Lo creyeras, Catalina? Yo, la más infeliz y desvalida de las mujeres; yo, criatura abyecta, vil mercancía a los ojos del mundo, aunque inocente y pura a los de Dios; ¡yo soy amada!

CATALINA.-  Pero...

NARCISA.-  Y lo soy de quien únicamente quisiera yo serlo; del mismo por quien palpitaba en secreto mi corazón; y lo puedo declarar a la tierra y al cielo sin que mi labio tiemble ni el rubor asome a mis mejillas.

CATALINA.-  ¿Será posible...?

NARCISA.-  Pero breve ha sido mi alegría; por pocos momentos ha desarrugado su ceño mi adversa fortuna.

CATALINA.-  ¿Cómo...?

NARCISA.-  Mi dueño amado, mi noble campeón aventura en este instante su vida por defender mi honra.

CATALINA.-  ¡Cielos!...

NARCISA.-  ¡Ay!, abrazada a sus rodillas yo lo hubiera quizá detenido con mis lágrimas, con mis sollozos, si una congoja...

BERNARDO.-   (Dentro.) ¡Narcisa!

CATALINA.-  ¡Don Bernardo!

NARCISA.-  ¡Mi padre!  (Se levanta.) 



Escena VI

 

NARCISA. BERNARDO.

 

BERNARDO.-   (A CATALINA.) Déjanos.

 

(Se retira CATALINA por el foro.)

 

NARCISA.-  No extrañe usted verme de vuelta tan pronto...

BERNARDO.-  Lo sé todo: vengo del café. Iba a traerte con ánimo de que nunca lo volvieras a pisar.

NARCISA.-  ¡Qué escucho!

BERNARDO.-  Sí, hija amada. Había ya conocido, aunque tarde, mi lastimoso error. Confiado en tu cordura, en tu talento, y destituido de todo recurso, accedí a las instancias de don Pancracio, sin reflexionar que te exponía a la maledicencia del vulgo.

NARCISA.-  ¡Ah señor!...

BERNARDO.-  Y antes hubiera tomado esa determinación a haber previsto las escenas de hoy. ¡Pobre Narcisa!... Pero has estado sublime, según me han dicho, y a estas horas todo Madrid se hará lenguas celebrando tu presencia de espíritu, tu caridad, tu patriotismo. ¿Qué no darían algunos hombres de estado por el aura popular que tú has sabido granjearte?

NARCISA.-  Yo no la buscaba; yo no la quiero; pero obedecí a un impulso sobrenatural...

BERNARDO.-  Siempre es útil cobrar buena fama...

NARCISA.-  Lo mejor que puede desear una mujer humilde y honrada es que no se hable de ella.

BERNARDO.-  Bien, bien... (¡Cuidado si es bachillera y mojigata!) Pues prefieres la paz doméstica y los goces tranquilos y sedentarios a una vana popularidad, desde hoy mismo verás cumplidos tus deseos.

NARCISA.-  ¡Oh padre mío! Esas palabras son dulce bálsamo que cura mis heridas. Tanta bondad me anima a descubrir a usted un secreto... Mas ¿qué digo? Ya no lo será para usted el tierno cariño, la hidalga resolución con que, sin conocerme, me ha protegido, me ha ensalzado un joven...

BERNARDO.-  Ya me han dicho... Sí, es de agradecer... (¡Esto nos faltaba!)

NARCISA.-  Mi alma, no lo niego..., presentía..., anhelaba...

BERNARDO.-  ¡Narcisa!...

NARCISA.-  Y después... la gratitud...

BERNARDO.-  No hay gratitud que valga. Un mero acto de galantería...

NARCISA.-  De amor entrañable, que ahora estará acaso sellando con su sangre.

BERNARDO.-  ¡Bah! No llegará al río. A esta fecha el ofensor y el defensor estarán probablemente trincando juntos y mofándose de ti.

NARCISA.-  ¡Oh!, no lo creo. Si triunfa, como lo espero, vendrá a pedir a usted mi mano...

BERNARDO.-  Y yo se la negaré. ¡Buen negocio, por Dios! Un amante de novela, un novio de café... ¿Quién os ese quídam?

NARCISA.-  Un artista...

BERNARDO.-  ¡Todos se llaman hoy artistas!

NARCISA.-  Pobre sin duda...

BERNARDO.-  ¡Brava recomendación! ¿Le habremos de mantener nosotros?

NARCISA.-  Él sabrá...

BERNARDO.-  Vamos, niña, déjate de locuras. Te sobra mérito para aspirar a más... ¿Y cuándo me vienes con esa sopa de ensalada? Cuando la fortuna nos sonríe; cuando el cielo te depara un valedor...

NARCISA.-  ¡Cómo!...

BERNARDO.-  ¡Un tío opulento!...

NARCISA.-  ¿Es posible? ¿De dónde...? (Yo tiemblo.)

BERNARDO.-  Va a venir... Recíbele con dulzura, con gozo, con amor... De él depende nuestra felicidad.

NARCISA.-  Pero... ¡Oh Dios mío! Yo...

BERNARDO.-  Guárdate de confiarle esos necios amores, o mi furor... ¡Hele aquí!  

(Asoma DON FAUSTINO por el foro.)

  Recóbrate... Enjuga esos ojos...  (Saliendo a recibir y apretando la mano a DON FAUSTINO.)   ¡Oh mi primo y señor!



Escena VII

 

NARCISA. BERNARDO. DON FAUSTINO.

 

NARCISA.-  ¿Qué veo?

DON FAUSTINO.-   (Aparte con BERNARDO.)  ¿Está prevenida?

BERNARDO.-  Sí; pero... la sorpresa... Será conveniente proceder con un poco de cautela...

DON FAUSTINO.-  Bien; déjeme usted solo con ella.

BERNARDO.-  Sí. (¿Cómo saldremos de esta crisis?) Pero no precipitemos... Por ahora, sea usted tío, nada más...

DON FAUSTINO.-  ¿Se va usted, o me voy yo?

BERNARDO.-   (Retirándose por la puerta lateral de la izquierda, que deja entornada.) (Estaré a la mira.)



Escena VIII

 

NARCISA. DON FAUSTINO.

 

DON FAUSTINO.-  ¿Por qué tan sobresaltada, niña hermosa? Serénate. No es esta la primera vez que nos vemos.

NARCISA.-  Después de tantos combates como hoy ha sufrido este pecho atribulado, no extrañe usted mi agitación, mi sorpresa...

DON FAUSTINO.-  No estoy yo menos conmovido, hija mía.

NARCISA.-   (Ofreciéndole una silla.) Suplico a usted...

DON FAUSTINO.-  Sí; pero tú a mi lado.

NARCISA.-  Bien estoy...

DON FAUSTINO.-  Me obligarás a estar de pie...

NARCISA.-  ¡Ah!, no.

 

(Se sientan.)

 

DON FAUSTINO.-  La impresión que hiciste en mi alma cuando ha pocas horas te vi por primera vez, es de aquellas que jamás se borran; y si grata fuiste entonces a mis ojos, ahora... (No acierto a hablar.) Ahora que los vínculos de la sangre... (¡vil y cobarde mentira!) me permiten labrar tu ventura, inseparable ya de la mía...

NARCISA.-  Si usted ignoraba, como yo, que tengo la honra de ser sobrina suya, no es de admirar que a uno y otro nos falte aquella libertad, aquella expansión propia de parientes que... que se han tratado. No obstante, usted me inspiró desde luego -¿porqué no he de confesarlo?- un afecto... que sentiría desterrar de mi corazón; y ahora comprendo que en aquel rasgo de generosidad cedió usted, sin saberlo, a la voz de la naturaleza.

DON FAUSTINO.-  (¡Ay, no soy yo ni merezco ser tan dichoso!) ¡Narcisa...!

NARCISA.-  Usted se presenta pues a mis ojos con los más favorables auspicios.

DON FAUSTINO.-  ¿Sí? ¿Mi mayor dicha...?

NARCISA.-  Pero yo ¡triste de mí!, ¿con qué títulos aspiraré a la confianza, a la benevolencia de usted?

DON FAUSTINO.-  ¿Con qué títulos, preguntas, y Dios te ha dado ese rostro hechicero, esa gracia seductora...?

NARCISA.-  ¡Ah!... Señor...

 

(Se levanta y también DON FAUSTINO.)

 

DON FAUSTINO.-  ¡Oh adorable Narcisa!...

NARCISA.-  Ese lenguaje...

DON FAUSTINO.-  ¿Qué pecho de bronce no se rendiría...?

NARCISA.-   (Haciendo un movimiento para retirarse.)  Permítame usted...

DON FAUSTINO.-   (Asiéndola de una mano, que suelta luego.) No; ¡detente! Tu voluntad será libre, enteramente libre: la violencia es impropia de mis años, indigna de mi carácter. Te respetaré, pero es forzoso que me oigas. Si aun esto es exigir demasiado; si tal vez soy culpable dejándome llevar de engañosas apariencias; si alucinados mis sentidos sofocan el grito de la razón, que me acusa y me atormenta, considera que nunca ni por nadie he sentido una pasión como esta que me avasalla y me enloquece; considera que tu misma situación excusa tal vez mi temeridad;  (Bajando la voz.) considera, en fin, que es mi cómplice -¡oh infamia!- quien debiera ser tu escudo. No, no soy tu tío. Afuera mal forjadas imposturas y ridículos disfraces...

NARCISA.-  ¡Cómo...!



Escena IX

 

NARCISA. La CONDESA. DON FAUSTINO.

 

CONDESA.-    (Apareciendo por el foro y deteniéndose en la puerta sin ser vista.)  (¿Qué veo? ¡La niña del mostrador!...)

DON FAUSTINO.-  Soy un hombre que te idolatra...

CONDESA.-  (¡Don Faustino!) (Retrocede y se quita de la vista.) 



Escena X

 

NARCISA. DON FAUSTINO.

 

DON FAUSTINO.-  Un hombre, en cuyo arbitrio no está el darte otro pasado ni otro presente...; pero que puede ofrecerte un porvenir brillante; que premiará con ríos de oro la menor de tus caricias.

NARCISA.-   (Con indignación.)  ¿Se atreve usted...? ¡Oh vileza!... (Con amargura.) Pero usted no tiene la culpa de que mi estrella infausta, y las fatales circunstancias que me rodean, le hagan creer que me favorece cuando me aflige y que me honra cuando me insulta. ¡Ay, otro juicio había yo formado de usted! ¡Ay!, no esas riquezas, que desprecio; otro apoyo más honroso, más digno osó esperar mi pobre corazón creyendo ver en usted un deudo cariñoso, un amigo indulgente, desinteresado...  (Sollozando.)  ¡Ah!, faltaba a mi infortunio esta decepción amarga...

DON FAUSTINO.-  ¡Oh cielo!... Óyeme...

NARCISA.-   (Fuera de sí dirigiéndose hacia el foro.)   ¡Aparte usted! Huiré del mundo..., de la vida...

 

(Salen al encuentro de NARCISA BERNARDO y la CONDESA.)

 


Escena XI

 

NARCISA. La CONDESA. BERNARDO. DON FAUSTINO.

 

BERNARDO.-  ¡Detente!

CONDESA.-  ¡Narcisa!

BERNARDO.-  (¡La Condesa!)

DON FAUSTINO.-   (A la CONDESA.)  ¡Ah señora!...

CONDESA.-  ¡La he oído... Es una santa!

DON FAUSTINO.-  ¡Y yo el hombre más abominable...!

BERNARDO.-  (Esto se va poniendo de mal cariz.)

CONDESA.-  ¡Quería usted huir del mundo!... ¿Porqué? Muy corrompido está; pero aun hay almas capaces de comprender la de usted y admirarla, y si algo vale mi amistad...

NARCISA.-  ¡Amistad! ¿Puedo yo tener amigos? ¡Ah!, ¿puedo yo creer en ellos?

CONDESA.-  ¿Y cómo no, si eres un tesoro de gracias y de virtudes? ¡Oh! permite que te abrace, niña celestial.  (La abraza.) 

NARCISA.-  Señora... Me abochorno...

DON FAUSTINO.-  ¡Joven incomparable!, ¡honra de tu sexo!... ¿Podré esperar que perdones mi acerba injuria, mi funesta ceguedad?... ¿Funesta? No; yo la bendigo, porque con ella se ha acrisolado tu excelsa virtud. Yo bendigo esa noble repulsa, porque ella purifica mi amor y me infunde un nuevo ser. ¡Ah!, sé bastante generosa para olvidar mi involuntario desvarío, y para admitir la mano de esposo que te ofrezco con entusiasmo, con orgullo.

BERNARDO.-  (¡Oh!, esto es mejor.) ¡Ah señor don Faustino! Tanta bondad...

NARCISA.-  Me confunde tanta generosidad, y ni memoria queda ya en mi alma del pasado resentimiento: al contrario, ha ganado usted mucho en mi estimación y en mi respetuoso cariño; pero son harto limitados mis deseos para que pueda deslumbrarme el oro, y soy demasiado sincera para dar en los altares un sí que desmentiría mi corazón.

DON FAUSTINO.-  ¡Narcisa!

NARCISA.-  Aún no sabe usted todas mis desdichas. Yo amo a otro...

DON FAUSTINO.-  ¡Oh Dios!

CONDESA.-  (¡A Gabriel!)

NARCISA.-  Pero basta que le ame yo para que lo alcance el aciago influjo de mi destino.

CONDESA.-  ¡Cómo...! Pues ¿qué...?)

BERNARDO.-  ¿Te atreves, pérfida...?

DON FAUSTINO.-  ¿Quién es el feliz mortal que me roba...?

 

(Se presenta en el foro GABRIEL.)

 

NARCISA.-    (Con un grito de alegría.) ¡Ah!... Ese.



Escena XII

 

NARCISA. La CONDESA. DON FAUSTINO. GABRIEL. BERNARDO.

 

DON FAUSTINO.-  ¡Gabriel!

GABRIEL.-  ¡Narcisa amada! (Toma y besa con efusión su mano.) 

NARCISA.-  ¡Oh Providencia! Perdóname: he blasfemado.

BERNARDO.-    (Con ira, interponiéndose.) ¡Aparte usted! ¿Quién le ha dado derecho...?

NARCISA.-  ¡Mi amor!

GABRIEL.-   (A BERNARDO.)   Ya lo oye usted. ¿Hay otro más legítimo, más sagrado? Pero ¡mi tío aquí!... ¡La Condesa!...

CONDESA.-  En quien usted y Narcisa tendrán siempre una amiga, una hermana.

GABRIEL.-  ¿Y usted, caro tío...?

DON FAUSTINO.-  Aparta, ¡maldición de mi vida! Tú habías de ser, para mayor tormento mío, el odioso rival...

GABRIEL.-  ¿Qué oigo?

BERNARDO.-  No lo será: no lo consentiré.

NARCISA.-  ¡Señor!

DON FAUSTINO.-  Si tu audacia se funda en presumir que un día ha de ser tuyo mi caudal, destierra tan ilusa esperanza: yo te desheredo y te mal...

CONDESA.-  ¡Por Dios, don Faustino!... Resignación y fortaleza.

 

(DON FAUSTINO se deja caer abatido en una butaca.)

 

GABRIEL.-  Yo no codicio ese malhadado caudal. Sin auxilio de nadie he podido, bien lo sabe usted, vivir independiente: ¿y qué no haré alentado, inspirado por el ídolo a quien de hoy más consagro el alma y la vida?

BERNARDO.-  (¡Oh rabia!)

DON FAUSTINO.-  (¡Oh desesperación!)

BERNARDO.-  Pero ese ídolo no es libre; es una niña sin reflexión; tiene un padre...

NARCISA.-   (Exaltada.) No, ¡no le tengo!, o a lo menos, no es digno de ese nombre santo el que tan inicuamente abusa de él. Perdonad, Dios mío, si a tanto se atreve mi labio... y no me lo reprende el corazón; pero hartos sacrificios me ha impuesto ya la obediencia filial; y vos, Señor,  (Alzando los ojos, como dirigiéndose al cielo.) me habéis dado un albedrío... de que sólo a vos he de dar cuenta; y sólo a vuestra divina protección he debido instintos que de nadie se aprenden; una honra que... que yo sola he defendido, y la perspectiva de una felicidad comprada con tantas amarguras. Y niña como soy, y pobre, y calumniada, no me dejaré arrebatar este don del cielo, este galardón de mis martirios. No; mi mano no será de otro que del que ha sabido merecerla respetando mi desgracia, creyendo en mi pureza, y ofreciendo por mí al hierro homicida su sangre generosa.

BERNARDO.-  (¡Soy perdido!.. Pero me vengaré.) (Entra en la habitación lateral de la izquierda.) 



Escena XIII

 

NARCISA. La CONDESA. DON FAUSTINO. GABRIEL.

 

CONDESA.-  ¡Oh Dios! ¿Se ha batido usted...?

GABRIEL.-  Sí; he cumplido con un deber forzoso...; pero Dios ha mirado por la causa de la inocencia. Yo vuelvo ileso a los pies de mi amada, y el cobarde mofador queda castigado.

NARCISA.-  ¡Ah! ¡Muerto tal vez!...

GABRIEL.-  No; poca cosa... Un brazo atravesado: lo que basta para su escarmiento.

CONDESA.-  Pero, ¡ah!, ¿quién es? (Yo tiemblo...) Si tiene valimiento...

GABRIEL.-  No sé... Cambiamos de tarjetas... Aquí he de tener la suya.  (Metiendo la mano en el bolsillo.) Pero él se guardará muy bien...

CONDESA.-   (Toma la tarjeta y la lee para sí.) ¡Justo Dios!... (¡El infame libelista! Bien dije yo que no quedaría impune su atentado.)

GABRIEL.-  ¡Qué!, ¿le conoce usted...?

CONDESA.-  Sí; pero es de esperar que esa lección le corrija... (No sabrá Gabriel mi agravio, ni lo ufana que estoy de que él haya sido mi vengador.)



Escena XIV

 

NARCISA. La CONDESA. DON FAUSTINO. GABRIEL. BERNARDO.

 

BERNARDO.-  Ya que mi casa se ha visto hoy tan favorecida..., (¡maldita suerte!) pido a ustedes un momento de atención. Acaban ustedes de presenciar lances sorprendentes, pero aún les falta saber el más peregrino de todos. Esa ingrata, por quien me he sacrificado, me juzga indigno de ser su padre...; y, valga la verdad, porque yo no quiero santificarme, no le ha faltado razón para subírseme a las barbas; pero ella no sabe, la infeliz, que puede lamentar otra desgracia mayor que la de tener un padre más o menos reprensible.

NARCISA.-  ¡Ah!...

GABRIEL.-  ¿Cuál?

BERNARDO.-  No tener ninguno.

NARCISA.-  ¡Cielos!...

CONDESA.-  ¡Oh!...

GABRIEL.-  ¿Qué oigo?...

DON FAUSTINO.-    (Volviendo de su anonadamiento.) (¿Qué dice?...)

BERNARDO.-  ¡Magnífica ocasión para que ese caballerito haga nuevo alarde de su filantropía! Narcisa es una miserable expósita...

DON FAUSTINO.-  (¡Una expósita!...)

BERNARDO.-  Que hubiera perecido de hambre, de frío, o acaso en las garras de una fiera, si yo no la hubiese salvado: ¡y bien me lo paga, como hay Dios!

DON FAUSTINO.-  (¡Expósita!...)

GABRIEL.-  Esa triste historia, que por cierto no justifica, antes agrava la indigna conducta de usted, lejos de amenguar, acrece el interés que me inspira el dulce objeto de mi cariño, la esposa de mi elección.

NARCISA.-  ¡Oh Gabriel, Dios te bendiga!

CONDESA.-  ¡Oh cómo ciega la ira a los perversos! No, no es mayor desdicha carecer de padre, que haber de dar tan caro nombre a semejante monstruo.

BERNARDO.-  ¡Señora!...

CONDESA.-  Yo la adopto por hija desde este momento, y mi título más glorioso será el de madre suya.

NARCISA.-   (Queriendo arrodillarse e impidiéndoselo la CONDESA.) ¡Bondad inmensa! A esos pies...

CONDESA.-  No, hija mía; ¡en mis brazos!  (La abraza.) 

BERNARDO.-  (Todo se vuelve contra mí. ¡Maldición...!) Yo admiro tanta magnanimidad; pero aun pudiera aparecerse quien con más derecho recibiera en sus brazos a mi pupila.

NARCISA.-  ¿Quién?

BERNARDO.-  He dicho que no tenía padre, porque hasta ahora nadie la ha reclamado desde que mi mujer y yo la encontramos abandonada a la puerta de una iglesia.

DON FAUSTINO.-   (Levantándose muy agitado) ¡Cielo santo!

BERNARDO.-  Pero si los indicios no mienten, no debe de ser muy católico el padre que la engendró. Tengo un documento...

DON FAUSTINO.-   (Con ansiedad.)  ¿Dónde, cuándo la recogiste?

GABRIEL.-   (Con tono amenazador.)  ¡Muéstralo! ¡Pronto!

BERNARDO.-  ¡Poco a poco! No me acosen ustedes... Un papelote, que yo no entiendo...

DON FAUSTINO.-  ¡Acaba!

 

(Lo saca del bolsillo BERNARDO y se lo arrebata GABRIEL.)

 

BERNARDO.-  Pero un sabio, con quien no ha mucho lo consulté, me dijo que está en arábigo...

DON FAUSTINO.-  ¡El pueblo, la época!... Habla, o mi furia...

BERNARDO.-  Hace diez y ocho años...

DON FAUSTINO.-  ¡Ah!

GABRIEL.-  Son signos de taquigrafía...

DON FAUSTINO.-  ¡No más!

BERNARDO.-  En San Agustín...

DON FAUSTINO.-   (Precipitándose en los brazos de NARCISA.)  ¡Hija de mi alma!

CONDESA.-  ¡Es posible...!

NARCISA.-  ¿Será sueño...?

GABRIEL.-  ¡Su padre!

DON FAUSTINO.-   (Tomando el papel y reconociéndolo.) Sí, sí.

BERNARDO.-  (¡Ahora sí que hemos hecho un pan como unas hostias!)

DON FAUSTINO.-  Extravíos, locuras de mi juventud, que casi había borrado enteramente de la memoria...; Por el honor de tu desgraciada madre, conducida a aquel pueblo con pretexto de tomar aires..., te expuse; no para siempre; no soy tan desnaturalizado, sino con ánimo de reclamarte luego... ¡Oh terrible noche!... Tu madre necesitaba también mis auxilios... ¡La infeliz espiró en mis brazos!

NARCISA.-  ¡Oh santo Dios!

DON FAUSTINO.-  Volví a saber de ti con las precauciones a que las circunstancias me obligaban. Nadie supo dar razón de tu paradero ni entonces ni después... Perdida, en fin, toda esperanza, hastiado del mundo y de mí mismo, me embarqué para Canarias; y el tiempo, los negocios mercantiles, mi creciente prosperidad, y más que todo una pasión bastarda, cicatrizaron mis heridas. ¡Oh divina Providencia!, ¿quién dudará ya de ti?, ¿quién no te bendecirá? ¿Cuándo, cuándo he merecido yo el torrente de felicidades que hoy derramas sobre mí?

NARCISA.-  Olvidemos, oh padre amado, los días de duelo y de pesar. Harto los compensa este momento de júbilo inefable.

DON FAUSTINO.-  ¡Oh!, sí, no cabe mayor dicha, mayor gloria en el mundo. Ven, Gabriel... ¡Qué injusto y qué descastado he sido para contigo!

GABRIEL.-  ¡Por Dios!... ¿Quién recuerda ya...?

DON FAUSTINO.-   (A NARCISA.)  Dale tu mano.

NARCISA.-   (Dándosela.) ¡Gabriel mío!

GABRIEL.-  ¡Prenda querida!

DON FAUSTINO.-  Abrazadme. (Los abraza.) 

CONDESA.-    (Enternecida.)  Recibid mi parabién... La boda en mi casa, y yo la madrina. (Tendré valor para serlo y con placer.)

BERNARDO.-   

(Volviendo el rostro para que no adviertan que está conmovido. Entre tanto, se felicitan recíprocamente en voz laja los demás interlocutores.)

  (¿Cuánto va a que yo me enternezco también, ¡pese a mi...!  (Enjugándose una lágrima.) ¡Sí tal! Y es que no debo de ser tan malo como yo mismo creía; sino que... la pobreza..., la holganza... Pero no he de dar mi brazo a torcer.) Señores, reciban ustedes mi enhorabuena, y para que sea más cumplida tomo la puerta...

DON FAUSTINO.-  Sí, Lucifer en carne humana, huye para siempre...

NARCISA.-  ¡Señor!

DON FAUSTINO.-  Y lleva contigo nuestra...

NARCISA.-  Nuestra bendición. Él me alzó de la fría losa donde yacía desamparada; su esposa, que sin duda goza en el cielo el premio de su caridad, acalló en su seno mis gemidos, me crió, me educó con la ternura y solicitud de verdadera madre; y si hoy, ¡oh padre mío!, le doy a usted tan grato nombre, a ella y a él se lo debemos.

DON FAUSTINO.-  Sí, sí...

BERNARDO.-   (Queriendo arrojarse a los pies de NARCISA, que le detiene.)   ¡Perdóname, criatura sobrehumana...!

NARCISA.-  ¿Qué hace usted? No permitiré...

DON FAUSTINO.-  ¡Narcisa!... ¡Todavía he necesitado que me des esta lección!... Soy un niño con canas..., un idiota... ¡No es mucho! Tantos años cerrado mi pecho a todo sentimiento tierno y generoso; casi divorciado de la sociedad humana; huésped ingrato, esquivo, insensible de un mundo que nadie menos que yo debió juzgar con severidad; devorado, en fin, por el vicio más ruin y más estéril, la sórdida avaricia... ¡Ah!, ¿qué digo? En hora bendita subyugó mis potencias y sentidos. En ella veo ahora también la mano de la Providencia. Una voz secreta me mandaba acumular tesoros para resarcir un día con ellos las miserias a que yo mismo, padre sin entrañas, te condené al nacer. Esa misma voz me decía: ¡No goces tú mientras ella padece; no te hartes tú mientras ella ayuna!

NARCISA.-  ¡No más! Me aflige usted...

DON FAUSTINO.-    (Enjugándose los ojos.) Basta, sí; gocemos, vivamos... Celebremos todos tan fausto día...  (Apretando la mano a BERNARDO.)  ¡Todos! Mis arcas están abiertas para ti; para vosotros mi corazón; para Dios una alma,  (Abrazando a NARCISA.)  que tú, ángel mío, has regenerado.