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La novela como tragicomedia: Pérez de Ayala y Ortega

Mariano Baquero Goyanes





Cualquier lector atento descubrirá en las novelas de Ramón Pérez de Ayala una muy peculiar textura teatral, perceptible en temas, situaciones, diálogos y modalidades descriptivas. Los valores que afectan a la pureza novelesca no quedan mermados, sin embargo, con esa carga de elementos teatrales. Si a ella quiero referirme ahora, no es para plantear, una vez más, un enojoso problema de límites y géneros literarios, sino tan sólo para contrastar el tratamiento de tragicomedia que da Pérez de Ayala a la novela con unas muy conocidas páginas de Ortega y Gasset.

Conviene recordar, ante todo, algunos aspectos reveladores del gusto del gran novelista asturiano por las caracterizaciones exageradas y a veces por el juego a que los personajes novelescos se entregan, de ponerse y quitarse caretas teatrales. Recuérdese al ministro D. Sabas, de Troteras y danzaderas. Es un hombre público que, como tal, suele llevar siempre enmascarado su gesto con el convencional a que su profesión le obliga:

Se sentó y se restregó las manos. Echábase de ver al punto que era hombre público por la carátula que llevaba puesta, ocultándole la verdadera y móvil expresión del rostro; esa carátula social de las personas que han vivido muchos años ante los ojos de la muchedumbre; carátula que tiene vida propia, pero vida escénica, y tiende a tipificar con visibles rasgos fisonómicos el ideal y singulares aspiraciones del individuo.



Y más adelante, y en un momento de triste sinceridad de D. Sabas: «Por primera vez se le cayó la carátula de afabilidad protectora, dejando al desnudo un rostro gravemente triste. Acto seguido superpuso nuevamente la carátula...» Y poco después: «Terminada la canción, cuando Teófilo y Rosina miraron de nuevo a Don Sabas, éste ya tenía superpuesta la carátula social».

Se diría que D. Sabas es casi un personaje a la manera de los que O'Neill presenta en obras como El gran dios Brown, en la que tanta importancia tiene el simbólico ponerse y quitarse caretas -auténticas aquí, plásticamente perceptibles-, encubrir y descubrir la personalidad, disfrazarla o desnudarla.

El motivo de las caretas aparece con cierta significativa insistencia en la novelística de Pérez de Ayala. Recuérdese en El ombligo del mundo una descripción como ésta:

La marinería: hombres taciturnos, imbuidos de hereditario temor al mar, y mujeres alharaquientas, como si de continuo educasen la garganta y la carátula para las imprecaciones ante la tormenta y el naufragio.



Y en Tigre Juan, la paradójica personalidad de éste, el contraste entre su exterior terrible y su gran capacidad cordial, su enorme ternura, dan lugar a escenas como aquella en que el memorialista visita a la moribunda Carmona:

Habíase esforzado en componer una sonrisa benigna, melificada. A pesar suyo, presentaba una carátula de sayón, sicario o esbirro, que se refocilaba en el tormento de la víctima.



Recuérdese asimismo el atuendo de Tigre Juan en el día de su boda:

El día de la boda Tigre Juan se atavió a lo señor: chistera, levita, pantalones largos y botas de elástico. Doña Iluminada era del parecer, en su fuero íntimo, que la máscara terrible y el traje popular le sentaban mejor que la carátula grotesca y los arreos del petimetre.



Conviene retener esta condición que tantos personajes novelescos presentan de seres enmascarados, con careta, con expresiones abultadamente petrificadas, para mejor ir entendiendo la índole dramática, teatral de las narraciones de Pérez de Ayala. Un paso más en esa labor de entendimiento podría venir dado por el estudio no ya de rostros o de gestos, sino -lo que es más importante- de situaciones. Muchas de ellas son fácilmente reductibles a esquema teatral. Incluso hay novelas enteras -y el propio autor se encarga de señalárnoslo- cuya estructura es plenamente teatral, trágica, dramática o cómica. El autor tiene conciencia de lo que es una situación correspondiente a cada uno de esos esquemas literarios que corresponden a la escena. Y, en ocasiones, Pérez de Ayala juega humorísticamente a cruzar o desencasillar situaciones, al hacer vacilar las fronteras existentes entre los tres citados esquemas. En la novela poemática Prometeo, cuando Perpetua entra en el gabinete de la marquesa de San Albano para darle a conocer la llegada del náufrago Marco, Pérez de Ayala subraya el efecto cómico del desajuste que supone la actitud que la marquesa presenta en ese momento, en manos de una peinadora, con el gesto solemne que hubiese deseado componer:

«Verá usted (dice Perpetua). Ocurre algo grave». La marquesa hubiera deseado componer una actitud estatuaria de patricia ecuanimidad, indicando que estaba dispuesta a recibir las nuevas más trágicas; pero la peinadora la tenía encadenada a una postura ridícula y desgonciada.



En Belarmino y Apolonio hay una escena de signo semejante, que creo de un gran interés como refuerzo de cuanto voy apuntando en torno a la sensibilidad de Pérez de Ayala para lo teatral. Cuando Apolonio recibe una carta de su hijo diciéndole que no ha nacido para cura y que ha huido con la hija de Belarmino para casarse con ella, el acongojado padre corre a la casa de la duquesa de Somavia:

Y leyó la carta a la duquesa. En el fondo, tan en el fondo que ni él mismo se daba cuenta, Apolonio se sentía orgullosísimo, creyéndose en aquellos momentos un personaje trágico de verdad e imaginando inspirar a la duquesa fuerte interés patético.

-¡Bah! Temí, al verte, que se trataba de algo grave. Siéntate. Aunque hay que resolver de prisa, para resolver de prisa hay que pensar despacio. Siéntate.

«Siéntate»; que fue lo que le dijo Napoleón a la reina de Prusia, en ocasión que la soberana, para conseguir un tratado menos infamante, quiso conmover al corso, representándole una escena dolorosa y teatral.

Bien sabía Apolonio que la tragedia exige hablar en pie y con coturno. Al sentarse, comprendió que estaba peor que en ridículo, humillado, como un ídolo al que derriban.



El pasaje es de un gran interés, no sólo por presentar a Apolonio en un momento muy expresivo de su literaturización, de su teatralización vital, sino, sobre todo, porque en esas líneas Pérez de Ayala define bien sus preocupaciones sobre la esencia de la tragedia y de la comedia, al recoger una aguda observación que procede, incluso en el ejemplo, del famoso estudio de Bergson sobre La risa. En él se lee:

Por eso el poeta trágico procura evitar cuanto pudiera atraer nuestra atención sobre la materialidad de sus héroes. Tan pronto como interviene la preocupación del cuerpo, es de temer una infiltración cómica. He aquí por qué los héroes de tragedia no beben ni comen, ni se calientan a la lumbre. Y hasta rehuyen sentarse. Sentarse a la mitad de una tirada de versos equivale a recordar que se tiene cuerpo. Napoleón, que era psicólogo a ratos, había observado que por el solo hecho de sentarse se pasa de la tragedia a la comedia.



Y seguidamente ofrece Bergson el mismo ejemplo:

Se trata de una entrevista con la reina de Prusia, después de Jena: Ella, como Jimena, me acogió con trágicos acentos: "¡Señor, justicia! ¡Justicia! ¡Magdeburgo!' Y continuó así, en un tono que me desconcertaba. Por último, para hacerla cambiar de estilo, le rogué que se sentase. No hay cosa mejor para cortar una escena trágica; cuando se está sentado, todo degenera en comedia.



Pérez de Ayala tomó, pues, aplicándolo a la situación declamatoria de Apolonio, este ejemplo de Bergson, que ya Ortega, en 1914, había utilizado también en sus Meditaciones del Quijote. En el capítulo XVIII, La comedia, se lee:

Como el carácter de lo heroico estriba en la voluntad de ser lo que aún no se es, tiene el personaje medio cuerpo fuera de la realidad. Difícilmente, a fuerza de fuerzas, se incorpora sobre la inercia real la noble ficción heroica: toda ella vive de aspiración. Su testimonio es el futuro. La 'vis cómica' se limita a acentuar la vertiente del héroe que da hacia la pura materialidad. Al través de la ficción, avanza la realidad, se impone a nuestra vista y reabsorbe el 'rôle' trágico.



Y en nota, apunta Ortega:

Cita Bergson un ejemplo curioso: la reina de Prusia entra en el cuarto donde está Napoleón. Llega furibunda, ululante y conminatoria. Napoleón se limita a rogarla que tome asiento. Sentada la reina, enmudece, el 'rôle' trágico no puede afirmarse con la postura burguesa propia de una visita y se abate sobre quien lo lleva.



Importa destacar esta coincidencia de Ortega y de Pérez de Ayala al utilizar un ejemplo y una tesis de Bergson, porque creo que no es única. En el estudio que cierra este libro se presta la adecuada atención al perspectivismo de Pérez de Ayala, conectable en algún punto con el que tan característico es del sistema orteguiano. Y junto al gusto por los efectos perspectivísticos, cabría también señalar algunas páginas novelescas de Pérez de Ayala sobre algo que, si no es la razón vital de Ortega, se le aproxima bastante. A lo largo de Los trabajos de Urbano y Simona, y sobre todo en las encendidas palabras que tal tema, el de la razón vital, suscita en Colás, al final de El curandero de su honra, podrían encontrarse expresivos ejemplos.

De lo últimamente apuntado interesa subrayar la común actitud de Ortega y de Pérez de Ayala -con su raíz en Bergson- frente al tema de la tragedia y de la comedia, y el suave tránsito de una a otra. Por aquí se llega a la tragicomedia y a lo que de tragicomedia hay en toda novela, en el sentir de uno y otro escritor.

En uno de los más bellos y conocidos libros de Ortega, Meditaciones del Quijote, el gran pensador español expone esta tesis de la novela como tragicomedia, a lo largo de su interpretación del Quijote y de lo que es la novela moderna. Tras rechazar Ortega la tesis que hace depender la novela de la poesía épica, y tras analizar la esencia de la tragedia y de la comedia, llega a aproximar la novela a este último género, al decir:

Siempre va el canto de un duro, según hemos indicado, de la novela a la pura comedia.

A los primeros lectores del Quijote debió parecerles tal aquella novedad literaria. En el prólogo de Avellaneda se insiste dos veces sobre ello: "Como casi es comedia toda la Historia de D. Quijote de la Mancha", comienza dicho prólogo, y luego añade: "Conténtese con su Galatea y comedias en prosa, que eso son las más de sus novelas".



Y líneas adelante, formula Ortega su definición:

La línea superior de la novela es una tragedia; de allí se descuelga la musa, siguiendo a lo trágico en su caída. La línea trágica es inevitable, tiene que formar parte de la novela, siquiera sea como el perfil sutilísimo que la limita. Por esto, yo creo que conviene atenerse al nombre buscado por Fernando de Rojas para su Celestina: tragicomedia. La novela es tragicomedia. Acaso en La Celestina hace crisis la evolución de este género, conquistando una madurez que permite en el Quijote la plena expansión.



Si ahora contrastamos esta teoría orteguiana con lo que ocurre en las novelas de Pérez de Ayala, la contestación -al menos para mí- resulta impresionante.

Ya en 1911, Pérez de Ayala da el subtítulo de Tragicomedia a su novela corta Padre e hijo. En El curandero de su honra hay un pasaje, la descripción de cómo, en el tren, Tigre Juan da el biberón a su hijo, que hace decir al novelista: «La tensión tragicómica de la escena no cede, antes se acrecienta». Y al final de la misma novela, el autor da la clave, la definición de lo que ésta y su primera parte, Tigre Juan, significan: «Los personajes de la tragicomedia de Tigre Juan y curandero de su honra hubieron de atravesar un período de eliminación de las pasiones y reflexionar sobre sí mismos».

Más interesante aún resulta observar algunos momentos de Luna de miel, luna de hiel y Los trabajos de Urbano y Simona. Ya en las primeras páginas, cuando Pérez de Ayala describe la disputa de los padres de Urbano en torno a la boda de éste, y ante D. Cástulo, el preceptor del joven, se lee:

Don Cástulo, semejante al espectador de ánimo sencillo que presencia una tragedia desde la primera fila de butacas, con ojos contraídos y corazón alarmado, cavilaba: "Ya está apretado el nudo. Funestos presagios estremecen el aire. ¿Qué va a pasar aquí?"



Con estas frases, Pérez de Ayala nos da el tono, compone algo así como la obertura de lo que va a ser esa tragicomedia de Urbano y Simona; trabajos y penalidades con desenlace feliz. En otras muchas páginas de las dos novelas se insiste precisamente en esa calidad tragicómica de la acción. La figura de D. Cástulo, el humanista tímido, sirve para -al serle confiado el papel de espectador de la trama escénica- acentuar la configuración teatral de ésta. Así, cuando Urbano se casa, leemos:

Don Cástulo, en su fuero íntimo, hallábase tan pusilánime como don Leoncio. Recordaba que ciertas veces, de espectador en el teatro, si en la escena manejaban armas de fuego, tapaba él las orejas por temor a la explosión. Allí, espectador de primera fila en la boda -estaba escrito que fuera el eterno espectador-, hubiera querido cerrar los oídos y los ojos del alma para no contemplar el cataclismo que había de sobrevenir.



Pérez de Ayala subraya la tensión dramática de la peripecia novelesca, con los comentarios de D. Cástulo, el cual, en una ocasión, dice, refiriéndose a la boda de Urbano y Simona:

¿En qué iba a parar una educación disparatada, ilógica, contra todos los principios de la pedagogía clásica y los dictados del sentido común, sino en este paso en que lo bufo se mezcla con lo patético, como en los dramas románticos?



Y, efectivamente, en las dos novelas las notas trágicas alternan con las inteligentemente cómicas. Recuérdense, entre las primeras, las correspondientes a la muerte de D.ª Rosita, la abuela de Simona. Cuando esta anciana señora se entera de que ha de abandonar, por desahucio, la casa donde siempre ha vivido, se lee:

En su frente, desde el entrecejo hasta la blanca cabellera, iban frunciéndose los pliegues de la máscara trágica.



Y al caer fulminada por la noticia:

Oyóse el alarido de la tragedia, cuando la miserable palabra humana, tan inexpresiva para todo lo que es supremo, se anula, y el grito brota; ese alarido que amedrenta la carne mortal con más eficacia que el mismo espectáculo de la muerte. Era Simona que se arrojaba sobre el cuerpo yacente de la abuela.



Obsérvese el arte, el depurado arte novelesco-teatral de Pérez de Ayala, al adentrarnos en una dimensión, en un ámbito trágico, con esas alusiones plástica -la máscara- y sonora -el grito.

Tras toda esta escena, y las no menos dramáticas subsiguientes, se dice de Urbano:

Le había vencido la fatiga de ser protagonista en una larga situación dramática, superior, a la elasticidad de sus nervios. Necesitaba un respiro, un entreacto antes de reanudar la acción.



Por todo ello, en las primeras páginas de Los trabajos de Urbano y Simona, cuando Pérez de Ayala se sirve de D. Cástulo para resumir los sucesos contenidos en la anterior novela, pone en boca de éste nuevas alusiones a la calidad tragicómica de esos sucesos:

Hicimos de Urbano un ángel, y le condujimos al tálamo a que se uniese con una ángela, Simona. Esto era trágico y era bufo.



Y recordando la muerte de D.ª Rosita y la separación de Urbano y Simona, D. Cástulo se lanza a una declamación sobre la tragedia:

¡Horror! ¡Piedad! ¡Tragedia! Sí, una verdadera tragedia clásica.



Pero una tragedia taraceada de comicidad, como tantas veces señala el propio D. Cástulo; una verdadera tragicomedia. Es decir, que las más características narraciones de Pérez de Ayala, según lo revelan las observaciones y comentarios contenidos en ellas mismas, vienen a ejemplificar, en la práctica, lo que Ortega sostenía, teóricamente, ante las páginas del Quijote.

Piénsese que novelas como Tigre Juan y Luna de miel, luna de hiel son tragicomedias no sólo porque el autor o algún personaje lo digan, sino por la última verdad de su contextura temática, de su intención. En unas y otras obras un tema trágico -sobre todo en Tigre Juan: tema del honor conyugal manchado- aparece manejado de una forma tal que, por las situaciones, el talante de los personajes, el tono y el desenlace del relato, pierde tragicidad para desembocar en la amable solución propia de la comedia.

El tema es de un cierto interés, si pensamos que dos escritores españoles de una misma generación -Pérez de Ayala nació en 1881 y Ortega y Gasset en 1883- llegaron, en la práctica y en la teoría, a una misma definición de la novela: la novela como tragicomedia.

Creo que pocas veces la historia de la literatura puede ofrecernos, y a través de versiones excepcionalmente bellas como las de Ortega y Pérez de Ayala, una tan inteligente y apasionada solución a uno de los más vivos problemas del arte de nuestro tiempo.





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