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La novela contemporánea (continuación). Pereda1

Francisco Blanco García





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Bien podemos perdonar el sinnúmero de rapsodias insulsas de que se alimentó por largos años el género de costumbres, si se considera que a él se deben las obras más lozanas de Fernán Caballero y las del artista insigne de quien voy a hablar, no con la amplitud y la competencia que él se merece. Tanto como novelista, y suponiendo de contado que entre las dos denominaciones no hay oposición, sino casi identidad, es Pereda un gran escritor de costumbres, no solo en los cuadros sueltos, donde no tiene lugar la duda, sino en aquellos de sus   —510→   libros en que la unidad de la composición pudiera obscurecer la importancia de la parte descriptiva y episódica. Juzgar el Don Gonzalo, El sabor de la tierruca, Pedro Sánchez y Sotileza por la originalidad y los atractivos de la fábula, sería un error imperdonable; como que cabalmente por la aplicación de este criterio no entenderá jamás ni a Pereda, ni a ninguno de nuestros verdaderos novelistas, el vulgacho admirador de Fernández y González y de su perversísima escuela.

Si fuéramos a creer en engañosas apariencias, y en la sinceridad de algunas declaraciones que van al frente de los libros de Pereda en forma de prólogos o dedicatorias, le consideraríamos discípulo de Mesonero Romanos, de Trueba, de Fernán Caballero... ¡ilusorio espejismo de perspectiva! Él es hijo y educador de sí propio, y el sello de individualidad omnímoda que admiramos en sus obras basta para desvanecer cualquiera sospecha en contrario, muy explicable además por las circunstancias en que hizo su primera presentación al público, y por el sentimiento de gratitud que con razón manifiesta a sus encomiadores, bautizándoles con el dictado de maestros. Lo serían, a lo sumo, en cuanto llegaron a inspirarle la conciencia de sus aptitudes creadoras, no en trazarle derroteros por los que nunca les siguió.

Corrían con aplauso universal los libros de Trueba y   —511→   de Fernán Caballero cuando Pereda comenzó a escribir el primero de los suyos en el orden cronológico, las Escenas montañesas (1864)2, que tardó mucho en ser conocido y apreciado fuera de la provincia de Santander. No hay dificultad en la explicación de tal injusticia; como que lo incógnito del escenario y del autor, el realismo franco de que este alardeaba dentro de justos límites, y la fisonomía de aquellos héroes rudos y andrajosos, eran más para herir a la rutina que a la curiosidad, principalmente por no ser cosa de allende los Pirineos. Cuando Pereda hacía insertar, seis años más tarde, sus típicos bocetos en la Revista de España (La mujer del César, Las brujas, etc.), eran contadísimos los que conocían su nombre, aun entre la gente de letras. Y no obstante, en concepto de un juez tan irrecusable como Menéndez Pelayo, nada ha producido el autor que supere a La leva, que figura ya, con otros diamantes de exquisito valor, en aquella obra ignorada. En La leva es donde por primera vez hacemos conocimiento con Tremontorio, soberbia figura artística que hubiera envidiado Shakespeare, tan asido al terruño de la mar como la ostra a la peña, y en cuyo entrecortado, enérgico y peculiarísimo lenguaje se adivina toda una raza. Cuantas veces le ha hecho hablar el novelista (porque vuelve a aparecer en obras posteriores), otras tantas creemos estar frente a un hombre de carne y hueso, costando no escasa violencia el disipar la ilusión. Bien que del todo no lo es, ni cabe que en una u otra forma dejara de existir el viejo y honradote marino que tanto nos conmueve y encariña. Como en el género de La leva ha escrito después el autor mucho y muy bueno, interrumpo la tarea para copiar una parte del prólogo de Menéndez Pelayo, en que este encomia otras tentativas juveniles de su glorioso paisano.

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Más serenos y apacibles, menos trágicos y apasionados son los cuadros rurales, en cuya riquísima serie descuellan dos verdaderas novelas primorosas y acabadas, aunque de cortas dimensiones: Suum cuique y Blasones y talegas. Entre los más breves no se sabe cuál escoger, porque todo es oro acendrado y de ley; yo pongo delante de todos La Robla, El día 4 de octubre y Al amor de los tizones.

Entre la publicación de las dos series de Escenas montañesas -continúa el prologuista- mediaron ocho años. Todavía pasaron más antes que Pereda se decidiese a abandonar sus jándalos, sus mayorazgos y sus raqueros, y a ensanchar el radio de sus empresas imaginando fábulas de mayor complicación y cuadros más amplios. Hizo entretanto algunos Ensayos dramáticos (verdaderos cuadros de costumbres en diálogo y en verso), los cuales andan coleccionados en un libro ya rarísimo; y para probar sus fuerzas en trabajo de más empeño, compuso las tres narraciones que llenan el volumen de los Bocetos al temple3. Allí apareció por segunda vez la pintoresca, ingeniosísima y mordicante novela de costumbres políticas, Los hombres de pro, preludio de Don Gonzalo y glorioso trofeo de la única campaña electoral y de la única aventura política de Pereda. Publicada esta novela en día de tremenda crisis y de exacerbación de los ánimos, y escrita, no ciertamente con parcial injusticia, pero sí con calor generoso y comunicativo hasta en los durísimos ataques que encierra contra el sistema parlamentario, aparecía en su primera edición un tanto sobrecargada de reflexiones, en que el autor, contra su costumbre, se dejaba ir a hablar por cuenta propia como en libro o folleto de propaganda... Se dirá que la novela sigue siendo política y que esto la daña; pero aunque sea cierto que las ideas políticas salen de los límites del arte, ¿quién duda que las extravagancias y ridiculeces de la vida pública caen, como todas las demás rarezas   —513→   humanas, bajo la jurisdicción del satírico y del pintor de costumbres? ¿Por qué no ha de describirse una escena de club o de comicios electorales como se describe una escena de taberna o de mercado?



Conforme con este juicio de Menéndez Pelayo sobre Los hombres de pro, y antes de entrar en la que él llama segunda época del gran escritor montañés, mencionaré la breve colección de Tipos trashumantes4, donde Pereda fotografió las heterogéneas fisonomías de la colonia de tontos y desocupados que frecuentan periódicamente, y con muy distintos fines, su provincia, desde el zafio campesino y el barbero ilustrado, hasta los aristócratas de similor y las «cursis» damiselas.

Poco tardaban en salir del telar El buey suelto... y Don Gonzalo González de la Gonzalera5, libro aquel que desentona por muchas causas en el repertorio del autor, al paso que el otro es de lo más auténticamente realista, de lo mejor pensado y escrito que hay en nuestra literatura contemporánea. El buey suelto, de asunto transcendental y vidrioso, como que reproduce hasta los últimos pormenores de la vida del solterón egoísta amigo de los placeres y no de las cargas del matrimonio legal y como Dios ordena, descubre en la ejecución lo errado del camino que en mal hora escogió el novelista privado de sus habituales recursos, del aire de la montaña, donde únicamente respira con holgura; del colorido y los aromas del paisaje; del mundo real cuyas imágenes llenan halagadoras su fantasía. Lanzándose repentinamente a otro ideal y abstracto, cuyos misterios le eran desconocidos, la caída fue irremisible; los personajes a fuerza de exageraciones y grotescas pinceladas, se le convirtieron en caricaturas; la acción resultó pobre y un poco repugnante. Gedeón, Solita, Judas, Caifás, Herodes, etc., son figuras inertes y simbólicas con un simbolismo trivial que   —514→   no convence ni interesa. En cuanto al pensamiento generador y la intención moral de la novela, solo me atreveré a decir que uno y otra debieron velarse algún tanto, y así sería más sobria la descripción de ciertas hediondeces y mejor preparado el desenlace. El buey suelto, con todas sus deficiencias y sin contar los primores de dicción, contiene pasajes llenos de «vis cómica», y está escrito por un maestro que no se desmiente a sí propio en sus mayores extravíos.

El Don Gonzalo le restituye a su natural elemento; y aunque su visible «tendencia» amargó a muchos directa o indirectamente aludidos, hubieron de desarmar a la crítica aquella serie inacabable de descripciones sin tacha, de seres típicos y esculturales, y aquella acabada perfección en el conjunto y los componentes. D. Román, el patriarca de aldea, encarnación de las virtudes tradicionales, del espíritu amplio y generoso, que para todos da y a todos atiende; Don Gonzalo, el pedantón insufrible, mezquino, incapaz, hasta de lo malo, siempre que no es trivial y supone algunos alcances, con más torpezas en el entendimiento y el corazón que oro en las repletas arcas; Don Lope, carácter excepcional y gigantesco, no absurdo ni inverosímil siquiera, como podría haberlo sido en manos inhábiles; Patricio Rigüelta, el intrigante paleto, cuya astucia serpentina suple con creces los ardides retóricos de la erudición allegadiza y verbosa; Gorio, Carpio, Lucas..., todos son reproducciones del natural, coloridas con el pincel de Velázquez. La farsa política en su vergonzosa desnudez, sin los engañadores trapos de púrpura que suelen encubrirla, nunca fue azotada con tan implacable crueldad, ni brazos más hercúleos empuñaron el látigo de Juvenal y de Quevedo. Bien conocía Pereda la historia de Coteruco, cuyos elementos imaginarios debieron de reducirse a un simple trueque de nombres.

De la recíproca dependencia de acontecimientos nace además un interés creciente y vivísimo: salvo la nota final, que no satisface del todo, las más cercanas a ella forman una sinfonía aterradora que raya en lo sublime.   —515→   Los hilos de la narración se unen más estrechamente que en otras obras de Pereda, y es bien extraño que no lo advirtiesen los que hallan defectuoso en esta parte el Don Gonzalo, donde apenas se rompe la unidad después de la exposición, sin que por eso falte a los episodios la magia del pincel, tan insuperable, por ejemplo, en los diálogos de Carpio y Gorio, para no citar capítulos enteros de la novela.

En la que siguió inmediatamente a Don Gonzalo González de la Gonzalera con el título De tal palo tal astilla6, tuvo el autor el honrado propósito (indudable si se atiende a las circunstancias en que se escribió) de neutralizar el escándalo producido en España por la Gloria de Pérez Galdós. No es connatural a Pereda el género que ensayaba por primera vez franca y desembozadamente; pero sin salirse de los dominios del arte con la descarada libertad de su rival, arrebatándole los datos del problema, que igualmente planteaban los dos, aunque con contrarias tendencias, vistiendo de galas pictóricas las arideces transcendentales, logró exceder a Galdós, digan lo que quieran los panegiristas sistemáticos. La concesión que a los adversarios hace Galdós en la familia de los Lantiguas es muy inferior en generosidad a la de los Peñarrubias en Pereda; y sin discutir la verosimilitud de estos últimos personajes, cualquiera ve que el carácter de Fernando entra en ella mucho mejor que el del judío Daniel, y que todos conocemos ejemplares como el primero, mientras el segundo es rarísimo sobre toda ponderación, para no decir ensueño quimérico de la fantasía. Y si Águeda es la virtud desabrida (no lo negaré del todo), ¿qué diremos de la pedantería y las locuras de Gloria? Téngase, además, bien entendido que en Pereda es yerro accidental lo que en Galdós necesidad forzosa, dadas la manera de ser y las condiciones de su heroína.

Lo que justamente se ha censurado en la novela «ultramontana»   —516→   es la solución del conflicto, que viene a desvirtuar la tesis del autor y casi resulta contraproducente. El suicidio de Fernando, aunque se considere como tremendo castigo de la Providencia, produce en el ánimo una impresión desagradable, y tiene un aspecto de violencia, que hubieran podido evitarse con facilidad. A quien no conociese las arraigadas y puras creencias religiosas del insigne novelista, quizá le haría sospechar algo de transacción con el enemigo este golpe desesperado y de «¡sálvese el que pueda!». Cierto que la obcecación de Fernando nada tiene que ver con la credibilidad de la fe; pero no faltó quien insinuara que Pereda había querido salir del atolladero cortando el nudo en vez de desatarlo.

Para Macabeo, para las pinturas de Valdecines y Perojales, en que solo el autor sabe excederse a sí mismo, no puede haber más que alabanzas. En no abandonando él la tierra montañesa tiene que agradar forzosamente; porque la vibración del sonido entonces no tanto parece suya cuanto inspirada por algún numen superior que desde el inmediato valle ha tendido el vuelo sobre su cabeza.

Ignoro si Pereda quiso o no quiso contestar; pero contestó, y contundentemente, en El sabor de la tierruca7 a los que le acusaban de seco, frío e incapaz de hacer sentir las ternuras y enloquecimientos del amor, demostrando que le eran tan conocidos los secretos y el idioma del alma como el mudo y silencioso de la naturaleza externa, que lo mismo sabe herir las fibras más sutiles y delicadas del sentimiento, que retratar los contornos y el colorido del paisaje. Y sin necesidad de recurrir a los refinamientos que la cultura añade a las pasiones, antes bien sorprendiéndolas en sus gérmenes y en su manifestación espontánea, nos las presenta vivas, palpitantes, en su virgen e idílica pureza, con la encantadora sencillez, patrimonio de las   —517→   literaturas primitivas, como un nuevo Virgilio, o más bien como un Teócrito resucitado. Cuando parecía sepultada en el olvido la poesía bucólica, él le infundió nuevo y vital aliento, despojándola del artificio cortesano para volverla a su nativa rusticidad, sin afeites postizos y composturas de mal gusto.

Copias del natural intituló Pereda a su libro, y en esta denominación exactísima va incluido su mayor elogio. El cielo inmenso y la dilatada llanura son los grandes testigos y espectadores de las escenas que se desenvuelven en las páginas de El escenario, A modo de sinfonía, Una deshoja, etc., etc. En cuanto a los actores del drama, no se sabe dónde escoger; pero tipos como D. Juan y D. Pedro, y bellezas como Ana y María, podemos encontrarlos fácilmente en las obras anteriores del novelista; lo característico en El sabor de la tierruca son los amoríos de Nisco y Catalina, aunque parezcan a veces de secundaria importancia. Yo brindo a todos a que lean la Égloga entre los dos reñidos amantes, y decidan si es posible expresar con más variedad y delicadeza de toques la caricia blanda y el halago, mal encubierto por las reprensiones, con que el amor verdadero corresponde a la fría puñalada del desdén. Al escuchar el soberbio diálogo de Una deshoja; al ver a Nisco, curado ya por la decepción más amarga, caer ensangrentado en los brazos de Catalina, delirante de dolor y de cariño, parece mezquina toda admiración hacia el gran artista que así sabe hacer sentir, levantando el lenguaje rústico a la esfera de la más alta sublimidad.

De los encuentros entre D. Juan de Prezanes y don Pedro Mortera surgen dos retratos de cuerpo entero; en aquel vemos moverse la red nerviosa, agitada de continuo por la corriente eléctrica de la pasión. D. Pedro recuerda involuntariamente al noble Pérez de la Llosía. Ambos demuestran maestría suma en el empleo del claro-oscuro, y que no es el autor como tantos otros de los que dividen a los hombres en dos categorías únicas, de héroes y de criminales.

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¡Y D. Valentín! Cervantes mismo no se habría desdeñado de ser el padre de este nuevo Quijote, amartelado de ideales no menos abstractos que doña Dulcinea y herido por los yangüeses de Cumbrales como el hidalgo de la Mancha. La patriotería cándida, bullanguera y progresista no ha tenido una representación tan cabal: ahí están el enmohecido sable de Luchana, el casaquín y el chaleco azul, la tez arrugada, los verdosos ojos y el bigote de pábilos. Cuando sale a la escena esta singularísima figura, es imposible contener la carcajada. ¡Pobre admirador de D. Baldomero, machacando como en un yunque en el egoísmo del hijo que no se siente inflamado al recordar su nombre de pila! ¡Y sus «filípicas» al bueno de Juanguirle, el alcalde, explicando las teorías de do ut des, de la libertad santa y los derechos individuales! Pereda no abandona a D. Valentín así como quiera, ni le hace la gracia de restituirle completamente el juicio in articulo mortis; le mata de la manera más cómica, absolviéndole como historiador con unas cuantas frases de lástima, que son la última y magistral pincelada de este cuadro.

Sería cosa de nunca acabar si se quisiese reducir a minucioso y concreto análisis lo que hay de sorprendentemente bello en El sabor de la tierruca, que, si no es la flor más pura del ingenio de Pereda, como dijo Pérez Galdós cuando aún no existía Sotileza, basta para honrar por sí sola a un autor y a una literatura.

En Pedro Sánchez8 hace Pereda una excursión fuera de la montaña, como si quisiese avisarnos que no necesitaba de ella para ser quien es, o quizá por huir de la monotonía, pecado de que en verdad no debía arrepentirse, porque en su vida lo cometió. El protagonista casi pertenece a la historia; quiero decir que no es rigurosamente contemporáneo, y que personifica una España de que apenas queda ya memoria: la España del año 54, de las diligencias «peninsulares» y los telégrafos   —519→   ópticos, de la milicia nacional, el fanatismo esparterista y los motines minúsculos (en comparación con los que después hemos presenciado). En la autobiografía, cómica y elegíaca a la vez, de Pedro Sánchez, asistimos a las heroicas luchas del provinciano inexperto que llega a la corte sin más protección que la problemática de un personaje hinchado por la vanidad. Explotar las columnas del periódico, echar leña a la hoguera de la anarquía, enfrascarse en tumultos de barricada y en la política de campanario, son los resortes que valen a Pedro Sánchez una credencial de gobernador y la blanca mano de una hija del mismísimo Valenzuela, de aquel semidiós por quien había sido rechazado en otros tiempos. Del infelicísimo matrimonio con la mujer soñada, y de la fortuna de estar en candelero, no saca otro fruto el ex periodista montañés que acerbas ilusiones y una herida en su honor conyugal, tenazmente fija en la memoria y cicatrizada a duras penas por el díctamo de los años.

Sin duda la dramática biografía de Pedro Sánchez cala más rondo en el espíritu, evoca recuerdos más vivos y familiares, y ejerce más intensa atracción sobre la generalidad de los lectores que las pinturas rurales y costeñas del solitario de Polanco, pero no reproduce tan vigorosamente la personalidad del autor, ni conserva tan puro el aire de familia. Votar por la superioridad de la grandiosa novela cortesana de Pereda sobre todas las restantes equivale a confundir nuestra impresión subjetiva con el objeto que la produce. Conste, sin embargo, que, a juzgar por la primera, destrabada del escrupuloso raciocinio, no despojaría yo a Pedro Sánchez del cetro y la corona que le ha otorgado doña Emilia Pardo Bazán.

Todavía resultaba Pereda deudor insolvente con el público mientras no le entregó la ansiada Sotileza9, donde era fama que el autor había de agotar las fuerzas   —520→   de su ingenio, no conocido del todo por las obras anteriores. Después de pintar tantas veces y con tan inimitable perfección la vida y las costumbres del campo, solo de ligero había tocado en las marítimas, creando algunos seres como Tremontorio, que estaban pidiendo compañía. ¡Y qué buena se la deparó su padre! Sotileza es un prodigio continuado desde la primera línea hasta la última; podría tenerse como fórmula y programa de un nuevo arte de hacer novelas si el autor no se hubiese reservado el secreto y la propiedad exclusiva. Pereda se encargó de enseñar a los que no lo saben y presumen saberlo, cuál es el naturalismo de verdad, y en qué se distingue del ficticio y de copia, ostentando en sus mismas audacias censurables (que las tiene) los rasgos de una individualidad poderosa, por los que ni a los ciegos debe permitírseles mentar el nombre de imitación.

Casi se obscurece la figura de Sotileza entre tantas y tan soberbias como le hacen cortejo en los primeros capítulos de la novela; pero no tarda en asomar su complejo y sutilísimo carácter, igual a los mejores de Sthendal y Balzac. Las conferencias del «Pae Polinar» con la manada de cafres que le escuchan, descubren a un artista nada asustadizo, aunque luego vienen cosas más sucias y más graves, sin causar asco ni al que las dice ni a los que las leemos. Entre estas «cosas» contaré a Muergo, la bestia humana, como dirían los discípulos de Zola; pedazo de carne bautizada, para usar del lenguaje corriente; zafio, grosero, embrutecido, sin más indicio de ser animado que el movimiento; personaje, en fin, de los que no pueden entrar en ninguna novela idealista y de buen tono. Lo estupendo es ver cómo Pereda logra hacerle interesante; cómo en tan abyecta criatura, y sin contradecirse a sí mismo, halla nobles y humanos instintos; cómo acierta a transformarle con el contacto de la luz que irradia de las palabras y del cariño de Sotileza. Este cariño, que parece absurdo e incomprensible, es de lo más artístico y hermosamente ideado que ocurre en el libro, aunque no le faltan sus   —521→   lunares, como el brutal atrevimiento de Muergo, que reprime Sotileza con la vara.

En Andrés veo yo el punto menos luminoso de la novela: su pasión por la hermosa «callealtera» ofrece algo de irreflexivo y caprichoso atolondramiento, y toda su naturaleza moral un tinte de vaguedad que no guarda relación con el asombroso relieve y la intensa vida de cuanto hace y dice Cleto en sus hervores amorosos, cuyo premio es el anhelado «sí» de Sotileza. Y no es que esté mal delineado el tipo de Andrés, sino que desentona en el conjunto, así como en otras circunstancias hubiese tenido oportunidad, y consiguientemente mayor grado de belleza.

Tío Mechelín y consorte, ni más ni menos que las hembras de Mocejón, encuentran allí su ambiente propio; y así las batallas al aire libre, como el encerramiento de Sotileza, dan lugar a un movimiento tan dramático, que deja suspensa la atención y poblada la fantasía de imágenes y adivinaciones. Ese es el arte verdadero, esa la vida, esa la confusión del bien y el mal que en ella existe, no con los celajes risueños ni con la sombría desesperación, en que respectivamente sueñan la optimista candidez y el pesimismo sistemático. No pertenecen los héroes de Pereda ni a la Arcadia sentimental de los poetas bucólicos, ni al aquelarre donde se hunde la novela determinista y fisiológica; son pedazos de la realidad que la retratan en sus infinitas manifestaciones, y sin el exclusivismo de los que solo ven lo deforme o lo bello, por suprimir lo que les ofende, lo que contraría sus preocupaciones.

Si Pereda no hubiese tenido bien sentada su reputación de observador delicadísimo e incomparable, bastaría a ganársela Sotileza: tal es de jugoso, vivaz y palpitante su modo de describir; y tal de hondo y difícil el análisis íntimo del alma con sus misteriosos senos y recónditas energías. Los horizontes y el fondo de estos nuevos cuadros en nada ceden a los de Don Gonzalo y El sabor de la tierruca; mutuamente se completan y juntos resumen los múltiples y pintorescos aspectos de   —522→   la montaña. Viendo el novelista lo que vale Sotileza como copia, casi se muestra desdeñoso con los profanos que no hayan conocido la vida del antiguo mareante de Santander, y los cabildos de marras, en lo que no está completamente falto de razón. Mas para entrar en el gremio de los lectores y admiradores se requiere mucho menos, y lo mismo para saber que no es de todos «hinchar perros de esta catadura». Pues qué, ¿no basta el instinto de lo bueno para saborear esta narración entre homérica y shakespiriana, y para ver que no puede ser fingida, y que no da frutos tan sazonados el convencionalismo retórico? ¿Dejará de ser poema de exquisito valor estético el que contemplamos con los ojos del alma, o mudarán de esencia los elementos que lo componen, porque se desconozcan los prototipos a que hubo de conformarse el gran artífice?

Si todo es perfecto y acabado en Sotileza, no sé cómo hemos de calificar dignamente lo que constituye su mérito más constante: el estilo y la dicción. Verdad que siempre fue Pereda en este punto habilísimo maestro, a quien deben mucho más de lo que se cree la novela y los novelistas contemporáneos, según ya advirtió una autoridad de tanto peso como Pérez Galdós. La propiedad, vigor y nobleza del diálogo eran cosa desconocida entre nosotros antes de Pereda, y ora se sustituían con el altisonante discreteo de Academia, ora con la vulgaridad pedestre, grosera y crudamente fotográfica, que los merodeadores literarios llaman naturalidad y exactitud. Fácil es condenar los dos extremos y hablar teóricamente sobre el medio justo y equidistante de entrambos; pero reducir a la práctica este aforismo, hacer hablar a cada personaje conforme a sus antecedentes y a lo que piden las circunstancias, supone una aptitud rarísima, una discreción y un tino que no dan todos los preceptos del mundo. El conseguirlo sin modelos ni predecesores, y sin más guía que el instinto seguro y práctico, como lo consiguió Pereda, es una de las cosas que demuestran la vocación altísima y el genio creador. Nada sobra ni falta en este lenguaje,   —523→   que es siempre el más apasionado, el más exacto y filosófico, que reproduce los caprichosos cambios y la sencillez ruda de la frase popular, y en ella traduce los infinitos tonos de la pasión y el sentimiento.

Pedro Sánchez y Sotileza ciñeron las sienes de su padre con aureola radiante de esplendores, ante los que cegó la envidia avergonzada, con ánimo de tomar el desquite en la primera coyuntura, y lo tomó con tanta mayor delectación cuanto que La Montálvez10 enfrascaba a Pereda en un mundo desconocido, con escollos como los del Cantábrico, de verdosas y profundas aguas, tendidas sobre un lecho misterioso cuyos secretos no era fácil adivinar. Aspiraba el austero y nervioso castellano de Polanco a flagelar desde su retiro los vicios de la sociedad cortesana en su clase más pudiente y prestigiosa, a rayar con el negro tizón de la sátira los cuarteles de los blasones aristocráticos; preparó su caja de colores, mojó en ellos su pincel, pero... no tenía delante los modelos vivos de otras veces; la imaginación solo se los presentaba envueltos en la brumosa lejanía de las generalizaciones abstractas, y al bosquejar las figuras no tomaban la encarnación incitante y fresca de las de su autor. La Montálvez se escribió con arreglo a apuntes de cartera, y llenando por esfuerzo pasmoso de intuición lo que en ellos no constaba, aunque, así y todo, no valían tanto los perifollos de la opulenta dama como la vestimenta humildísima del «Pae Polinar», o los andrajos de Muergo, ni como el mediocre avío burgués de Pedro Sánchez.

¡Cosa extraña! Los mismos que con tenacidad habían aconsejado a Pereda que dilatase el campo de la observación, fueron los primeros en aplicar el lente microscópico y el espejo multiplicador de doce caras a los lunares de La Montálvez. ¿Cómo demostrar más elocuentemente que aquellas manifestaciones no eran desinteresadas, o cuando menos que no eran razonables y discretas?   —524→   ¿A qué encarrilar el numen creador del artista por derroteros caprichosos? ¿A qué prescribirle recetas y leyes contrarias a su índole nativa?

Perdóneme la egregia autora de La cuestión palpitante, que en las páginas de este libro habló del «huerto» de Pereda «bien regado, bien cultivado, oreado por aromáticas y salubres auras campestres»; «pero huerto, al fin -ha dicho ella misma-, no extensa llanura ni dilatado parque»; yo no alcanzo a divisar por qué el mérito de una novela ha de agrandarse o achicarse según los límites del escenario en que se desarrolla, ni, sobre todo, por qué ha de encerrar menores elementos de belleza la perspectiva de las costumbres provincianas, del mar inmenso, de costas y campiñas, tal como revive en las obras de Pereda, que el abigarrado microcosmos de las grandes poblaciones.

El novelador de la montaña columbró espontánea o reflexivamente la contradicción en que incurrían sus críticos al pedirle estudios sociológicos, o cosa así, negándole competencia para realizarlos, y replegándose en sus naturales dominios, ofreció al paladar y olfato de los golosos catadores literarios La puchera11, confortante y exquisito manjar que recordaba a Sotileza en lo variado y selecto de los ingredientes. Aquel tirano avaricioso de D. Baltasar «el Berrugo», precipitado en la rompiente de las olas desde la peña altísima donde soñó hallar ignorados tesoros; aquella Inés -flor delicada de tan espinoso cardo- que rompe con viril energía la clausura impuesta por la depravada voluntad de su padre, y logra unirse con el indiano que la adora, y a quien el amor hizo vanidoso y venialmente embustero; la comparsa de los personajes secundarios, D. Alejo el cura, Marcones el seminarista (en quien Pereda se ensaña con inverosímil hidropesía de denuestos y castigos); Juan Pedro «el Lebrato» y su hijo Pedro Juan «el Josco», Quilino y Pilara; el ambiente, la luz y el   —525→   aroma salino, todo es digno del Pereda de los mejores tiempos.

Las acusaciones de decadencia que se han lanzado contra él a propósito de Nubes de estío12 y Al primer vuelo13, reconocen por origen la falta de enlace y soldadura en los capítulos de la primera de estas obras, quizá también los latigazos crueles que en ella se reparten, y el templo idílico, risueño y vaporoso de la segunda. Recién salida de las prensas Nubes de estío, discurrió D.ª Emilia Pardo Bazán acerca de Los resquemores de Pereda (Los Lunes de El Imparcial, 9 de febrero de 1891), dando pie a este para cerrar contra su ilustre contradictora, que a su vez replicó, pero sin devolver el golpe. Encuentro deplorable y aciago por demás que impidió, no a la recta voluntad, sino al despejado entendimiento de la autora del Nuevo Teatro Crítico, ver hondo y claro en las diáfanas intimidades de Al primer vuelo; circunstancia que no le permitió aspirar el blando aroma del jazmín y madreselva, confundido con el de plantas bravías y cáusticas, pero dominándolo, que flota por las páginas del último libro de Pereda.

Extremoso anduvo el autor de Pedro Sánchez contra «los chicos de la prensa» (frase suya que se ha estereotipado); pero había por medio algo más que su nerviosa e irascible condición; había injusticias y vejaciones, y olvidos que Pereda no cita, porque no habla en causa propia, ni era su ánimo satisfacer mezquinos egoísmos personales, y que citaré yo recordando dos casos particulares, cifra y compendio de otros muchos.

Sin poner en tela de juicio, ni por un momento, las altas prendas intelectuales y morales que adornaban a D. Manuel de la Revilla, ¿no constituye un hecho muy significativo el que, habiendo recorrido los altos y bajos de la literatura de sus días, no consagrase siquiera una   —526→   página14 al maravilloso creador de Escenas montañesas, El buey suelto, Don Gonzalo González de la Gonzalera y De tal palo tal astilla, libros todos anteriores al fallecimiento del crítico de la Revista Contemporánea? Y si alguien explica el silencio de Revilla, ¿cómo explicará las furiosas arremetidas con que el desdichado autorcillo de La Regenta honró por entonces al gran novelista, ni el aire pedantesco de protección con que posteriormente, y echándola de amigo «imparcial», ha disertado acerca de Sotileza y La Montálvez?

No cabe duda: los veredictos y reticencias de los periódicos, las ideas religiosas y políticas de Pereda, y su condición de escritor provinciano, disminuyeron por de pronto su gloria externa, y aun hacen que se le discuta y se le posponga por algunos a Pérez Galdós, injustísimamente, a lo que yo entiendo.

Lugar era este para decir algo sobre la tan debatida cuestión del naturalismo de Pereda, si no hubiese ya indicado mi parecer, y si no considerara como última palabra lo que tan amplia y atinadamente escribe Menéndez y Pelayo en el prólogo a las Obras del gran novelista santanderino. Pugnan de frente todas ellas con las de Zola y su grey, en que mientras estos obedecen al sistema del pesimismo absoluto, al amor de lo feo por lo feo, es la realidad para Pereda un conjunto variado, y casi diríamos harmónico, a lo menos en la esfera del arte, donde el mal se desarrolla al lado del bien, prestándole mayor hermosura por el contraste. Partiendo de principios tan radicalmente opuestos, no puede ser uno el término final. Pereda, como cristiano, admite, estudia y ensalza el libre albedrío en el hombre, creyéndole capaz de la virtud y el heroísmo, al revés de los que le consideran como un animal perfeccionado. No busca para fondo de sus cuadros las lóbregas mansiones donde recibe culto el vicio en todas sus formas,   —527→   ni reduce el amor a la categoría de instinto sexual, ni hace de sus personajes seres corroídos por la lujuria y moviéndose en sentinas putrefactas.

A cambio del hastío enervante y de las negras pesadillas del naturalismo, rebosa en las novelas del gran autor montañés el placer dulce y tranquilo de todo lo delicadamente bello. Aquella atmósfera corrompida por los hedores de la concupiscencia desenfrenada no puede compararse con esta otra, en que siempre se aspiran aire puro, perfumes suaves y embriagadores. Mientras Nana y Madame Bovary y los demás modelos parisienses, llevan arrastrando la imaginación por los cenagales de los centros populosos, donde reina una civilización decadente y refinada, las Escenas montañesas, Don Gonzalo, El sabor de la tierruca y Sotileza nos dan a gustar el idilio de la campiña o la epopeya del trabajo, ideales sanos y fecundos que nada tienen que ver con el cansancio del espíritu, subyugado por la despótica fatalidad de la materia.

Está en lo justo Pereda al desoír a sus mentores oficiosos. Él se ha conocido a sí mismo mejor que nadie. A los reclamos de la novedad afortunada puede oponer la verdad inmutable; al lema de «naturalismo», que es al fin cosa de ayer, gastada en menos espacio que un figurín, el lema de «naturaleza», que es de todos los tiempos y de todas las latitudes.





 
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