La novela ensimismada (1980-1985)
Gonzalo Sobejano
La palabra
«ficción» venía significando
tradicionalmente en español 'simulación' o 'mentira':
«¿Qué es la vida? Una
ilusión, / una sombra, una ficción, / y el mayor bien
es pequeño; / que toda la vida es sueño, / y los
sueños sueños son»
. Desde hace algún
tiempo, «ficción» significa además
'invención imaginativa', 'novela' e incluso 'género
novelístico'. Cada vez con mayor frecuencia se tropieza en
expresiones como «la ficción del
siglo XIX»
, «la ficción
contemporánea»
, y a la vuelta de pocos años
leeremos, si es que no se puede leer ya, que Juan Benet prepara
«una nueva ficción»
, o
que Juan Goytisolo es autor de «numerosas
ficciones»
o que «la
ficción en la España de hoy no es menos digna de
estima que la ficción en
Latinoamérica»
.
No señalo el anglicismo por un cuidado purista, sino porque parece síntoma de un estado actual de la narrativa en prosa. El mismo término «novela» inició su camino con la significación de 'caso maravilloso o nuevo'; pero, al convertirse la novela en el género literario más complejo y trascendente, aquellas connotaciones de novedad o maravilla fueron atenuándose hasta casi esfumarse, y ahora se diría que para oídos hispanos la palabra «novela» resulta demasiado grave y pide su reemplazo por otra («ficción») que recupere la nota ilusoria.
Quien esto escribe
no ve la necesidad de sustituir «novela» por
«ficción» (como tampoco «influir»
por «influenciar»), pero hay quienes deben de sentir
tal necesidad, pues vienen usando un término por otro.
Así, un crítico español, Gonzalo Navajas,
publica en 1985 toda una teoría de la novela con el
título Mímesis y cultura en la
ficción (Londres, Támesis), y un novelista,
español también, José María Merino, en
novela publicada el mismo año, esparce expresiones como
éstas; «para que me dijese si la
ficción que yo escribía... era realmente una
novela»
, «sabiendo que la
ficción literaria es solamente un engaño disimulado y
aceptado como tal»
, «hasta
llegar al soto..., en el mismo paisaje que alguna parte de mi
ficción quería recordar»
(La orilla
oscura, pp. 143, 175,
189).
Lo que mueve a tal uso no parece ser otra cosa que la conveniencia de separar enfáticamente la realidad y la novela con el afán (secreto o descubierto) de purificar y glorificar la novela. Impulsados a aquella separación, preparatoria de este alarde, no pocos escritores de lengua española parecen necesitar el término «ficción» para suplantar el de «novela», demasiado revestido de realismos, naturalismos y verismos.
Al enunciar las presentes consideraciones con el título de «la novela ensimismada», no pretendo sugerir que la novela española de estos años ochenta se halle en un estado de indiferencia apática hacia cuanto no sea (por decirlo con cierta rudeza) el propio ombligo. Trato sólo de indicar que la novela española reciente (si se permite la abstracción) se preocupa como nunca por ser «ella misma», por girar dentro de su propia órbita a fin de lograr con plenitud su condición fictiva. Tiene conciencia de querer ser primariamente «ficción» y suele comunicar a los lectores la conciencia de esta voluntad.
Memorables son
aquellos versos de la «Autopsicografía» de
Fernando Pessoa: «O
poeta é um fingidor. / Finge tao completamente / Que chega a
fingir que é dor / A dor que deveras
sente»
. Pero nunca circularon los versos de
Pessoa tanto como hoy. En el verano de 1986 la revista almeriense
La Nuevas Letras publicaba, en su número 5, textos
leídos en un coloquio de Sevilla por novelistas más
bien jóvenes, y en dos de esos textos se invocaban los
versos de Pessoa. Escribía Soledad Puértolas:
«El 'poeta es un fingidor' de Pessoa,
vale para todo creador, y ése es el vértigo del
escritor: en cualquier momento su realidad puede derrumbarse,
venirse abajo»
(p.
41). Eduardo Alonso, autor de una de las más sugestivas
novelas históricas de estos años, El insomnio de
una noche de invierno (1984), comenzaba así su
intervención: «Nos advertía
Pessoa que el poeta es un fingidor, y lo es también el
novelista, aunque de modo más generalizador y
desensimismado. Creo que el proceso creativo surge de una memoria
ficticia de la realidad»
(p. 8), y concluía: «Si somos buenos fingidores... ordenamos un mundo
con incontestable solución de contradicciones. Para evitar,
pues, esa visión radical de la insatisfacción, hay
que seguir dándose cabezadas contra el muro, enajenamos
escribiendo aventuras y ensimismándonos en la aventura de la
escritura»
(p.
13).
Ensimismarse en la aventura de la escritura es algo que el novelador hizo siempre, pero sólo en estos últimos tiempos abundan los novelistas que así lo proclaman. ¿Exaltan la ficción por menosprecio de la realidad? ¿Aprecian tanto la realidad que consideran la novela como mero juego? ¿O hay una tercera respuesta posible? Quizás la posible respuesta tercera sea, como piensa Linda Hutcheon, que los novelistas de nuestro tiempo valoran más el proceso que el producto y estiman el proceso de escribir, en conexión con el de leer, como el vínculo menos frágil entre la ficción y la realidad. De otro lado, sin embargo, hay que reconocer que tal vinculación no puede ser todavía muy amplia, pues los lectores en busca del placer del producto son mucho más numerosos que aquellos que saben hallar el goce del proceso. Tal reconocimiento no ha de inducir a conclusiones deprimidas: la novela que no es mero objeto de consumo satisfactorio, sino foco de goce activo, repetible y duradero se hará cada día más consciente de sí misma y menos confundible con otras «ficciones» que no exigen lectura.
En el libro de Linda Hutcheon recién aludido (Narcissistic Narrative, Waterloo, Ontario, Wilfried Laurier University Press, 1980), que trata de la «metaficción» (metanovela) mencionando sólo muy pocos casos hispanos, advierte la autora que el adjetivo «narcisista» no debe considerarse peyorativo, como tampoco otros que se han propuesto: novela introspectiva, introvertida, autoconsciente, autorreflexiva o autorrefleja, autoinformativa, autorreferencial, autorrepresentacional; y hubiera podido añadir: autogenerativa, autógena, autógama (Steven Kellman, The Self-Begetting Novel, New York, Columbia University Press, 1980); y si la autora hubiera llegado a leer ciertos apuntes del que suscribe, hubiese podido ampliar el repertorio de casi-sinónimos: novela autotemática, escritural, escriptiva, poemática. Pues, en efecto, estos adjetivos he venido aplicando, en ocasiones sucesivas, a la novela española reciente, y ahora pienso que otra designación válida pudiera ser «novela ensimismada», despojando este término de toda connotación de encastillado deliquio y retomándolo a su pura etimología: una novela que no quiere ser sino ella misma, novela y sólo novela, ficción y sólo ficción, sin por eso negarse a un enlace con la realidad del mundo, de la vida y de la conciencia, pero situando el enlace en el proceso y no en el producto.
Con respeto dejo aparte narraciones de estos años que se ofrecen como novelas históricas, políticas, ciencifictivas, eróticas, góticas, lúdicas, cronísticas, periodísticas, convencido de que cumplen misiones serviciales mientras no se universalice el cine doméstico enlatado. Lamento también no poder ocuparme de novelistas tan competentes como el ya citado Eduardo Alonso y como José Manuel Caballero Bonald (Toda la noche oyeron pasar pájaros, 1981), Jesús Fernández Santos (Cabrera, 1981; Los jinetes del alba, 1984), Jesús Ferrero (Bélver Yin, 1981), Juan Marsé (Un día volveré, 1982), Luis Mateo Díez (Las estaciones provinciales, 1982), Eduardo Mendoza (El laberinto de las aceitunas, 1982), Lourdes Ortiz (Urraca, 1982), José María Vaz de Soto (Diálogos de la alta noche, 1982), Manuel Vázquez Montalbán (Los pájaros de Bangkok, 1983), ni de un cultivador tan asiduo de la «novela de aprendizaje» como José María Guelbenzu (El río de la luna, 1981; El esperado, 1984).
Reduzco el sumario a tres zonas: la neonovela (de Benet, Millás, Pombo, Marías, Gándara y Merino), la antinovela (de Juan Goytisolo y Julián Ríos), y la metanovela (representada ante todo por Luis Goytisolo, Merino y Millas, aunque también por otros de mayor edad como Torrente, Delibes y Cela).
Casi todas estas novelas a las que me refiero poseen a un mismo tiempo rasgos de neonovela innovadora, de antinovela destructiva (o desconstruccionista) y de metanovela autorreflexiva, si bien el distinto predominio permitiría la apuntada distribución. Común empeño de casi todas es ostentar la ficción como tal, y este empeño lleva consigo la exaltación, no de un mundo, sino de una conciencia de un mundo (en las soledades del individuo aislado), la descomposición de la ideología y de la forma novelística desgastadas (en las destrucciones del sujeto agresor), el realce de la índole misteriosa de lo perceptible (en los enigmas del explorador de almas y de cosas) y la voluntad de penetrar lo oculto (en las ensoñaciones del poeta sonámbulo).
Al extremo opuesto del testimonio mimético, se eleva la novela más valiosa del lustro aquí abarcado como obra de arte que tiende a destacar su escriptividad y a reflexionar sobre ella para el lector y con el lector.
Llamo neonovela, con Carlos Otero («Lenguaje e imaginación: la nueva novela en castellano», Quimera, núm. 2, diciembre 1980, pp. 9-21), a la novela que pugna por añadir algo nuevo a la forma más avanzada del género. El más denso modelo de neonovela en la España actual sería seguramente Saúl ante Samuel (1980) de Juan Benet.
Construye Saúl ante Samuel un mundo irradiado desde el instante y lo hace con calidades líricas, épicas, dramáticas y meditativas. Lo que a través de una creadora conciencia exiliada se columbra remite a la esencia de la historia. Entáblase la relación del texto con un contexto histórico-social pretérito (guerra civil y postguerra) y con múltiples intertextos culturales: musical, poético, plástico, mitológico, bíblico. La estilización prodiga recursos desfamiliarizadores en torno a un asunto de adulterio y fratricidio cuya evocación, en la revuelta corriente de un tiempo total y en el sugerente aparecer de unos ámbitos obsesivos, destella simbolismo, abriendo galerías de ultraconciencia al lector a partir de la trama mental de una espera infinita. Gira la novela alrededor de un instante que, en relámpagos, alumbra fragmentos de destinos, y acaso su más honda virtud innovadora consista en el modo como el narrador consigue que cobren vida y hablen con alma propia, no ya partes del cuerpo, o animales que sufren como víctimas humanas (en el Germinal de Zola, autor tan poco apreciado por Benet, unos caballos padecían y añoraban, encerrados en la tiniebla de la mina), sino objetos o cosas: las ruinas del jardín, una habitación tapizada de rojo, la ropa vieja adormecida en el arca, un vaso de leche, un magnolio. Esta intensa atentación de la materia, en convergencia con el ansia de penetración en las motivaciones instintivas que escapan al entendimiento racional, hace de Saúl ante Samuel un ejercicio cognoscitivo de fecundidad inigualada.
En el mismo año de publicación de ese poema, aparece El aire de un crimen, donde Benet pasa del enigma de la realidad total al misterio de un caso investigable, y en 1983 y 1985 se editan los dos primeros tomos del complejo narrativo titulado Herrumbrosas lanzas. El primero y el comienzo del segundo presentan la guerra civil en Región, consagrando atención casi exclusiva al desarrollo de la guerra misma, pero la mayor parte del tomo segundo la ocupa la historia familiar de los Mazón en el siglo XIX, sobre un fondo de contiendas civiles que, al mismo tiempo que una exploración de conflictividad entre hermanos, alcanza una delicada revivicción de conductas, costumbres y ambientes, como si la novela inicial hubiese seducido a su autor hacia remotas vías necesarias para que la obra se constituya.
Novelas que tantean en el enigma de lo perceptible y en la problemática comprensión de un mundo por una conciencia, en sentido afín a la narrativa de Benet aunque no por fuerza en dependencia de ella, serían las de Juan José Millás, Javier Marías y Álvaro Pombo.
De El jardín vacío (1981), de Millás, se dijo a la hora de su aparición que era «una novela soñada, o mejor, estructurada como un sueño que fuera una pesadilla» (Francisco Solano, «La persistencia de la pesadilla», Libros, núm. 4, febrero-marzo 1982, p. 15). En efecto, el vacío jardín del título es, además de un patio de muertos, la infancia y adolescencia del protagonista excavadas a su edad adulta en una sonámbula búsqueda del pasado.
Román vive vida mínima para vengar en otros seres su odio. Cargado con la dudosa culpa de haber motivado la huida de su padre en una forzada confesión de colegial, parece ser también el instigador de la aversión de la madre que le agrede, el torpe enamorado de su hermana que le acompaña en un viaje al ayer descendiendo a los sótanos de la libido reprimida, y es el propagandista de una campaña de exterminio del prójimo, supuestamente cursada por correo. Al final de esta pesadilla, Román bien puede ser el asesino de la vieja y de la joven o el moribundo contemplado por ambas. Habitante del barrio apenas poblado de la capital devoradora en un tiempo confuso, el sujeto recuerda, delira o sueña en situaciones que se repiten con pequeñas variantes: el hijo ante la anciana madre, saliendo, volviendo, siguiendo a la hermana; las «circulares» enviadas por el maniático (o paranoico) a su organización terrorista en último término unipersonal; murmurantes reminiscencias de una mocedad torturada; soledad sepulcral.
Evoca el siniestro espectrograma de Millás, sin perjuicio de su originalidad, las «postrimerías» de Beckett, y no parece atestiguar nada que no sea la silenciosa aproximación del espanto.
En esta línea de los enigmas y las ensoñaciones puede situarse la novela de Javier Marías, El siglo (1983), protagonizada por el viejo Casaldáliga, que tiene la misma edad de nuestra centuria y soliloquia encerrado, a lo largo de unos capítulos, mientras en los alternos un narrador cronista explaya algunos hechos de la vida de aquél, adhiriéndose casi siempre a su perspectiva. Por su carácter imperioso y su modo visionario de contemplar el pretérito y reaccionar cauto ante los pocos parientes o conocidos que le visitan esperando que muera, Casaldáliga recuerda a veces al viejo cacique de Teoría del conocimiento de Luis Goytisolo, aunque la fraseología y el humor se hallen más cerca del Juan Benet de En el estado, como también la tendencia a animar la materia y el gusto por las metáforas peregrinas y las comparaciones sorprendentes.
A través de la vida del anciano se evocan vicisitudes del siglo: una Cataluña pendiente de la herencia y del negocio familiar, la música de Schönberg hacia 1911, la muerte de Eduardo Dato (1921), la Guerra Civil (vivida por Casaldáliga en Lisboa, lo que ocasiona una espléndida semblanza de esta ciudad que desde lejos escucha y espía las pisadas del siglo sin tomar parte en sus convulsiones) y la postguerra con sus rigores y sus temores. Valdría así esta historia ficticia como alegoría del siglo en su impotencia y desde su decrepitud.
Como Benet, como
Millás, también Javier Marías preserva la
opacidad de la intriga incitando al lector a atender con ansia los
detalles que se entrelazan y reiteran con variaciones y
complementos diferidos mientras le sugestiona mediante una magia
verbal profusa. Y en forma no muy distante de la empleada por Benet
en su antinovela En el estado para reducir personajes a
fantasmas apócrifos, Marías dota a las figuras
secundarias de su alegoría de nombres y papeles casi
esperpénticos: «el León
Napolitano»
, «la mujer
lasciva»
, «Salto»
,
«Lemarquis»
.
Algo
análogo acontece en las novelas de Álvaro Pombo, con
las funciones más que con los nombres. El criado contra el
amo, la homosexualidad, el chantaje, el ambiente cerrado y
embrujado de una mansión donde una familia de alta clase
decae, la zumbante chismería provinciana, los
frágiles sueños de grandeza, funcionaban en El
parecido (1979) como datos básicos de la trama, y en
El héroe de las mansardas de Mansard (1983) con
cierta entonación humorística pero con comparables
secuelas de trágica degradación. Amos y criados,
homosexualidad encubierta, chantaje, apartada mansión,
estrechez provincial, sueños en ruinas y protagonista
escritor (como el Gonzalo Ferrer de El parecido), resurgen
en El hijo adoptivo (1984), otro estudio del mal y del
hombre débil arrollado por el mal. Pues se diría que
en estas novelas los datos son como piezas invariables de ajedrez
que dan lugar a partidas siempre nuevas cuyo resultado no puede ser
otro que el jaque-mate, al que se llega siempre por la maldad, por
la fuerza destructiva que cruelmente humilla y aniquila a su
objeto. Y las novelas de Pombo parecen ajustarse también a
este principio que, referido a la finalidad del escritor, se lee en
El hijo adoptivo: «Es una
ilusión de realidad lo que buscamos, una ilusión de
sustancia; no una efectiva comunicación»
(p. 95).
La
condición escritural de esta novela es palmaria, no
sólo porque la mayoría de los segmentos del breve
texto sean hojas de diario del protagonista, sino porque
éste, un escritor, releyendo el último relato de su
madre, fechado dos años antes de morir ella, reconoce una
historia que es casi la misma que él está contando
haber vivido. Y este novelista inédito, ajeno al ruido
mundanal, es capaz de mantener: «Escribo,
luego existo. Luego existe un mundo irrevocable por obra y gracia
de mis palabras, de la palabra, del verbo que se hace carne y
habita en nosotros»
(p. 54). Un año después, otro
personaje de La orilla oscura, de José María
Merino, enuncia idéntico principio: «Escribo, luego existo» (p. 182)
, y recordaré de paso que
en la citada monografía de Steven Kellmann, The Self-Begetting Novel
(p. 5), se advertía que
el lema de los «recientes narradores
egográficos»
bien podría ser ése:
«scribo, ergo
sum»
.
Por eso, cuando de los soliloquios de los protagonistas de estas novelas de Benet y Millás, de Marías y Pombo, o de Merino, pasamos al soliloquio del protagonista de La media distancia (1984), de Alejandro Gándara, que siquiera es un corredor por los campos (aunque la enfermedad le postre en un lecho dentro de una habitación) sentimos menos el agobio de los enigmas y los sueños que el oreo de la soledad a la intemperie y cara al azar abierto.
Con el mismo Carlos Otero, llamo antinovela a aquella que desentraña el género pensándose a sí misma. Por su reflexividad podría confundirse, y se confunde, con la metanovela, pero ésta admite varias especies, y parece conveniente reservar el nombre de «antinovela» para la especie que infringe los supuestos compositivos de la novela envolviendo en el trastorno ataques radicales contra ideas, principios o estados de cosas. En tal sentido me parecen antinovelas ejemplares Makbara (1980) y Paisajes después de la batalla (1982), de Juan Goytisolo, y Larva (1983), de Julián Ríos, más algunas otras de acusado timbre paródico y «postmoderno», como Gramática parda (1982), de Juan García Hortelano, o Amado monstruo (1985), de Javier Tomeo.
La más
«antinovela» de todas las escritas por Juan Goytisolo,
desde Don Julián, sería Paisajes
después de la batalla. Aquí, el tiempo no
progresa: desaparece en pausas ensayísticas, se diluye en
habitualidades, zigzaguea, gira sobre sí, o al final
adquiere el aspecto de una instantaneidad mortal que ha ido
expandiéndose en segmentos. El espacio cambia y se
multiplica, entre la confinada situación del amanuense en su
buhardilla de la rue
Poissonière y la tendencia peripatética
del observador-guerrillero-espía-exhibicionista. La trama
-circular- comienza con la amenaza de una invasión meteca
que ha grafiado el barrio parisino del Sentier en caracteres
indescifrables y se detiene cuando el protagonista, imaginariamente
volado por una bomba y ya ubicuo, se dispone a provocar la inicial
catástrofe sustituyendo la grafía normal de anuncios
y rótulos con caracteres incomprensibles. Hable en Yo, a Ti,
o de Él, el narrador descubre «la
existencia de un ser fragmentado»
, exhibiendo ante el
lector la gestación de una «autobiografía deliberadamente
grotesca»
en un despliegue de atributos ya reales, ya
apócrifos. El lenguaje mismo adopta las más diversas
formas: la parodia de la publicidad, el aviso y el manifiesto, el
relato de sueños, el anuncio periodístico, la carta a
la prensa, la reseña de celebraciones, la historieta, las
piezas de correo erótico, el horóscopo, el poema en
verso o en prosa, etc. Un tipo de fragmento predomina, sin embargo:
el retrato de hábitos de «nuestro
héroe»
o «nuestro
hombre»
a cargo del narrador distanciado que
irónicamente contrahace la marcha de «nuestro relato»
.
La sátira
que en el ciclo de la identidad (por otros llamado trilogía
de la traición) se vertía contra España y en
Makbara contra los ámbitos de las dos
superpotencias, proyéctase aquí sobre el propio Yo,
entre cuyos variables epítetos («el monstruo»
, «el misántropo»
, «nuestro rompesuelos urbano»
y otros
muchos) se destaca el de «copista»
o «amanuense»
, vestigio de la
profesión reasumida por Bouvard y Pécuchet al final
de sus experimentos con todos los saberes. Del diálogo
intertextual de Paisajes después de la batalla con
la antinovela de Flaubert (escritor también
paradigmático para la niña escritora que protagoniza
Gramática parda) dan testimonio, aparte el lema,
ciertas cualidades comunes a ambas obras: la brevedad sumaria del
conjunto, la mirada irónica del narrador hacia el personaje,
un tono de juego depredador, la visión destructiva de las
ideologías. Como el título indica, el mundo
entrevisto acusa la humeante devastación que dejan a su paso
los ejércitos, pero la batalla no ha consistido en ninguna
guerra mundial pasada o inminente, sino en esta guerra larvada y
diseminada cuya amenaza concierne a todos.
Neonovela en su
composición a base de «textos-vilano» y
antinovela por su demolición de formas e ideas, Paisajes
después de la batalla es también metanovela
porque se ostenta como artificio (diseño laberíntico
del discurso comparable al Metro de París) y porque
reflexiona sobre su propia hechura: «yo:
el escritor / yo: lo escrito / lección sobre cosas
territorios e Historia / fábula sin ninguna moralidad /
simple geografía del exilio» (p. 193)
. Pero al final puede sentirse
una moralidad: la geografía del exilio es enseñanza
suficiente y, además, Goytisolo sigue reconociendo la
diferencia entre el sueño y la realidad, de suerte que su
novelística continúa siendo un testimonio
(superfictivo, eso sí) de literatura acusatoria.
En Larva,
de Julián Ríos, la farsa parafrasea en incesantes
juegos de palabras una sola situación paralítica a
fuerza de uniforme: la orgía de una noche de San Juan en
Londres, protagonizada por Don Juan Tenorio y la Bella Durmiente
del Bosque, o más bien, por una caterva de máscaras
que festejan hasta la página negra del súbito
apagón. Quiere ser Larva un «orbilibro»
que el propio Don Juan se atribuye, aunque los personajes que
asumen la labor de escribir sean Babelle y Milalias, dobles
inventados para «prolongar la vida en
ficción»
(«¡El
Ficcionario de la Lengua! ¡La Novela de las
palabras!»
) bajo el control de un «Herr Narrator» que interpola
observaciones y notas.
Hay en
Larva un texto primario, otro marginal (anotaciones) y
otro apendicular («Notas de la almohada»), más
un «Álbum de Babelle», un «Índice
de nombres» y algunas ilustraciones. Sobre todo, línea
a línea, párrafo por párrafo y capítulo
tras capítulo, el lenguaje llama la atención hacia
una evidencia escriptiva jamás tan densa en la literatura de
lengua española: «ecomentador»
, «juerga de jergas»
, «escrivivir»
, «palarvas»
, «tropos sucios»
. No persigue
Julián Ríos con tales juegos verbales la agudeza
ingeniosa (al modo de Góngora, Quevedo o Gradan), sino
descomponer y recomponer las entrañas de la lengua para
exponer la transformabilidad de ésta. Como es obvio, tales
divertimientos requieren una atención minuciosa que,
desviándose del conjunto, ha de gravitar sobre las
sílabas, lexemas y sintagmas y sobre la interrelación
de los tres textos, mientras la evocación de la noche
estival apenas avanza sino por agregación de situaciones
parecidas o idénticas, todas venéreas y
báquicas. Ni la ansiedad de Don Juan, ni la muda pasividad
de la Bella Durmiente, ni Celestina, ni Fausto, ni el Comendador ni
otros mitos traídos a cuento en la nocturna mascarada
brindan una trascendencia que compense el esfuerzo de atender a la
palabrería saturadora. Larva puede valer como una
alegoría de la corrupción humana, si se quiere, y
reproduce el tedio engendrado por ella. Como antinovela absoluta
cumple un cometido destructor y como metanovela lleva el
escriptivismo al vértigo.
Pero la antinovela, de signo vanguardista eruptivo, no prospera tanto como en los primeros años setenta. Se opone a ello una propensión notable al rescate de ciertos valores de la narrativa tradicional (en los textos de los que aquí precisamente no he hablado), y se opone a ello con eficacia mayor la novela poética (de Benet, Millás, Pombo) así como la metanovela menos destructiva practicada por otros (y a veces los mismos) escritores.
Denomino
metanovela, con Patricia Waugh (Metafiction, London-New
York, Methuen, 1984, p. 2) «aquella
novela que de modo autoconsciente y sistemático llama la
atención hacia su condición de artefacto con el fin
de inquirir en la relación existente entre la ficción
y la realidad»
. Cultores de la metanovela en los primeros
años ochenta han sido escritores de tres generaciones:
Torrente, Delibes y Cela (del 39), Miguel Espinosa y Luis Goytisolo
(del 54), Pombo, Millás y Merino (del 68).
Escogen y expresan soledades en sus novelas de ese quinquenio tres novelistas veteranos. En La isla de los jacintos cortados (1980), de Gonzalo Torrente Ballester, un profesor fatigado escribe una larga carta de amor, con interpolaciones mágicas, a una joven universitaria a la que desea atraer. En Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (1983), de Miguel Delibes, un periodista retirado, de 65 años, envía frecuentes cartas de enamorada curiosidad a una viuda de 56, con el tardío propósito de poner fin a su soltería. En Mazurca para dos muertos (1983), de Camilo José Cela, un visitante de edad indefinida pero avanzada, transcribe el resultado memorativo de un viaje sentimental a su tierra, Galicia, en coloquio con sus paisanos, para evocar la historia de un crimen y su venganza.
La yuxtaposición de la situación básica (el profesor escribiendo a la ausente) y la historia inventada (el mismo profesor refiriendo a la muchacha, ante las llamas de la chimenea, el caso de cómo fue inventado Napoleón en una isla mediterránea) tiende a abrir, en la novela de Torrente, las fronteras entre la realidad y el sueño, y el diarista y relator mitiga con su diario y con su fantasía, en constante tesitura reflexiva, su soledad. Esta soledad del enamorado, convicto de su ineficacia en otro terreno que no sea el de las palabras, es el sentimiento que impregna las páginas más memorables de un texto en el que la inspiración, excepcionalmente, predomina sobre el escepticismo.
En Cartas de
amor de un sexagenario voluptuoso, Delibes no ha escogido a un
intelectual refinado, sino a un semi-intelectual prosaico y
antiheroico, por quien, no obstante, el lector puede llegar a
sentir cierta simpatía en la medida en que, comparado con la
mujer y el amigo que le dejan burlado, se revela un ser
débil, respetuoso y circunspecto que no busca como aquella
la fácil conveniencia ni, como el amigo, el avasallamiento
de los otros. Estos motivos de orden ético, en
relación con el ritmo constructivo, llegan a infundir cierta
calidad poemática a una novela que, sin poseer la gracia
musical de Los santos inocentes (de 1981), aventaja a
ésta en actualidad. Los santos inocentes,
más que actual, es eterna. Cartas de amor es una
novela de hoy (degradación publicitaria del amor, la
música o la soledad, trivialización) que lleva a cabo
una fina labor humanista: la reivindicación de «una costumbre tan entrañable como la de
escribir cartas»
. A la luz de este intento, claramente
metafictivo, las epístolas del sexagenario castellano, de
alicorto vuelo, pero atentas, morosas, mesuradas y bien redactadas
(a pesar de sus prosaísmos y sensiblerías) adquieren
un signo ennoblecedor.
De soledades también, aunque no en forma epistolar, trata Mazurca para dos muertos, elegía galaica de la memoria dispersa. Los crímenes que se rememoran ocurrieron hace mucho tiempo y se vienen comentando desde las primeras páginas, de modo que la expectativa no concierne al qué, sino al cómo: cómo los parientes del campesino Baldomero Gamuzo, asesinado al principio de la guerra civil por el comerciante Fabián Minguela, dieron muerte a éste pocos meses después de terminada aquella guerra (algo por el estilo de la Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, dos años anterior). El narrador, diversificado en tres o cuatro personajes, llega a través de uno de éstos, Robín Lebozán, a una postura metafictiva. Robín Lebozán se revela en muchas páginas como el verdadero (o sea, el ficticio) compositor del texto, y es él justamente quien, cada vez más espantado de la soledad, medita sobre ella en unas últimas páginas aprendiendo a estimarla como oreo del alma, como el premio del que la busca y como el precio que hay que pagar a cambio de la independencia.
Sexagenarios al escribir La isla, Cartas de amor y Mazurca, textos engendrados de la soledad y encauzados a una forma de amor que la resuelva, Torrente, Delibes y Cela logran sendas neonovelas de complejo planteamiento y apretada eficacia poemática que poseen además notorio valor como metanovelas, como novelas que se refieren en grado considerable a su propia elaboración literaria y que ostentan su traza de artefactos.
No quisiera dejar de mencionar aquí al desaparecido Miguel Espinosa, cuyo díptico La tríbada falsaria (1980) y La tríbada confusa (1984) abunda en experimentos de escritura, de relectura y de autocrítica en tomo a una farsa trágica de concupiscencia transgresora. En 1985 se publica póstuma la autobiografía mítica de Espinosa Asklepios, el último griego; inolvidable elegía de las edades del hombre que trasciende los límites genéricos en una armoniosa suma de teoría vivificante y memoria creativamente apócrifa.
Con todo, el autor
español más «metafictivo» de estos
años continúa siendo Luis Goytisolo en su
Teoría del conocimiento (1981), parte final de
Antagonía, y en su novela independiente Estela
del fuego que se aleja (1984). La idea que anima esta novela
se condensa en las siguientes líneas sobre el proyecto
concebido por uno de los avatares del protagonista: «una meditación objetivada sobre sí
mismo y sobre el mundo en que vive, la obra que, en su calidad de
acto creador ha de sustraerle a los monótonos ciclos de la
vida cotidiana. Una obra en forma de novela que, alegremente
emprendida, habrá de transformarse, no obstante, en un
verdadero vuelo sin retorno»
(p. 199). Con arreglo a semejante plan, la
historia del triunfador A se trasmuda en la del vecino B, cuyo
proyecto de escribir un libro capaz de redimirle de la ignominia
que presidiera su vida aparece realizado en un manuscrito que firma
V y que interrumpe W. La imagen de las cajas chinas (símil
tan favorecido como el juego de espejos por la novelística
de los últimos veinte años) se impone al lector de
esta última «ficción» de Luis Goytisolo.
El narrador impersonal de la historia de A comprehende a B como
narrador de su propia historia; la narración de B abarca en
sí la de V, y ésta registra la intervención
narrativa de W, mientras rodeando en lo oculto todos esos textos
parciales se imagina como totalidad misteriosa, de la que ellos son
meros fragmentos, el gran libro desconocido.
Además del encaje de unos relatos en otros, opera en la novela de Luis Goytisolo la imagen de la fuga sin fin: el texto, modificable siempre en su escritura respecto al plan previsto y en su lectura por las diversas conciencias que lo interpretan, propaga la imagen de la estela del fuego, del impulso vital en cambiante y constante insatisfacción consuntiva. Y es precisamente el entero libro incógnito de la existencia, el gran enigma de la totalidad, lo que late al fondo de esta escritura de escrituras y lectura de lecturas. En ella, sin embargo, lo más admirable sería, no ya el juego de mutaciones, refracciones y disolvencias de los sujetos (con responder tan bien a los arcanos de la identidad personal), sino la transformación de la ratina en aventura interior, así como la múltiple atención psicológica y ética hacia la vida y el mundo de todos. Este recoger y relacionar saberes vividos, con tan libre eficacia imaginante como veraz rigor crítico, e incluso enciclopédico y didáctico, hace de Antagonía y de Estela del fuego que se aleja novelas de sustancia perduradera y no sólo de forma actual pertinente.
Que tal forma de
novelar es pertinente lo atestiguaría La orilla
oscura, de José María Merino, publicada en 1985
y que mereció el Premio de la Crítica. Es, como dice
Laureano Bonet, «una historia que
contiene otra historia y así sucesivamente, a modo del juego
de las muñecas rusas, pero con la salvedad que los
tamaños no son aquí rígidos o inalterables.
Puede muy bien ocurrir, por el contrario, que la muñeca
más chica contenga a la más grande, con lo que la
anécdota narrada por el autor giraría sobre sí
misma y el final sería posiblemente un comienzo y el
comienzo un final, hallándonos por lo tanto ante una novela
circular, pero cuya circularidad se metamorfosea, está a la
vez, arraigada en la realidad y la fantasía, o mejor, en la
raya invisible que separa la vigilia del ensueño, sin poder
saber a ciencia cierta dónde empieza la tierra de los hechos
tangibles y dónde las 'aguas oscuras, agitadas' de lo
onírico»
(«Muñecas rusas»,
Libros, núms.
40-41, junio-julio 1985, p. 21).
La novela que reflexiona sobre su propia textura, sobre su ir
haciéndose y sobre los confines de lo real con lo ficticio,
tan borgesiana en su estirpe, culmina a mi parecer en La orilla
oscura, que tiene menos virtud educativo-crítica que
Estela del fuego que se aleja, pero compensa esa falta con
su emotividad límpida y su fantaseadora excavación de
trasmundos.
De la
absorción de la escritura en su propio hacerse, o del
ensimismamiento de la novela en la red de su propia
pesquisa encantatoria aduciré una última prueba: la
novela de Juan José Millás Letra muerta
(1984). El narrador de su propio caso, desde la celda del convento
en el que penetró para minarlo y por el que se siente
conquistado, funciona a lo largo de su meditación como el
observador de su envolvimiento, y es él también el
narratario de esos cuadernos que forman a modo de un diario oculto.
«Este papel mojado, esta letra muerta,
este texto sin futuro, parece destinado a recoger los desperdicios
de mis fluctuantes estados de ánimo»
, puntualiza
(p. 81). Si en una
ocasión los considera su autor como un «certificado o fe de vida»
(p. 76), la lectura del sumario
que ellos integran le ilumina más adelante «una serie de conclusiones a las que un
hipotético lector, algo más inteligente y menos
implicado que yo en estos sucesos, habría llegado con la
lectura de la primera parte»
(p. 129). Pues Letra muerta erige en
la misma figura del escritor la del lector que llega a comprender
la consumación del proceso intuido ya al principio: «mi apariencia no remitía a otra realidad
que no fuera la apariencia misma»
(p. 54).
Letra
muerta vendría a ser el ejemplar más
diáfano de metanovela conseguido por Millás, quien ya
tendía hacia ella desde su primer relato, Cerbero son
las sombras. Junto al proceso de transformación de la
apariencia en ser (itinerario signado por la ignorancia y el
olvido, como en El proceso y en El castillo de
Kafka) se expone con superior realce la rivalidad entre la vida y
la escritura, con la victoria de esta última: «puesto que parece que tengo que elegir entre ser
fiel a mi vida o ser fiel a esta letra, elijo la segunda de ambas
lealtades, ya que estos cuadernos, leídos desde la placidez
de la convalecencia, han mostrado también una mayor
capacidad de respuesta a los estímulos bajo los cuales
fueron escritos»
(p.
128).
En casi todas las
novelas a que me he referido aquí, el protagonista (narrador
o no de su aventura) es un escritor que, haciendo o actuando la
novela, se hace a sí mismo; y ello sucede hasta en la novela
del corredor de La media distancia, que escribiendo redime
su abandono de pistas y carreras. Verifícase en la
mayoría de estas novelas la inversión del modelo
quijotesco que Steven Kellman señaló para la moderna
novela autogenerativa: «en lugar de una
progresión desde las fantasías del
Amadís hacia el mundo 'real', el héroe
procede típicamente desde las contingencias de la vida a su
apoteosis como novelista y dentro de una novela»
(obra
citada, p. 9).
Que la novela española de estos años venga siendo cada vez más «sí misma» -en la actitud introspectiva del relator o personaje, en la temática soledosa, enigmática o sómnica del mundo plasmado, en la estructuración antimimética de la historia y en la soberanía literaria de su lenguaje- no significaría desde luego traición a la vida, sino fidelidad a la letra viva, a la siempre alentadora aventura de escribir, a la prueba de cómo la imagen de cualquier realidad viene mediatizada y determinada por la acción de escribir. A participar en aquella aventura, en esta acción, incita al lector el novelista hoy más que nunca, trabajando por levantar una ilusión de sustancia gracias a la cual sufrir menos olvido, merecer más amor.
1988.
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