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La novela española y el proceso ideológico de la burguesía en el siglo XIX

Joan Oleza





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A lo largo de este estudio ha podido comprobarse cómo la novela realista se sitúa en una posición muy peculiar en el marco del proceso que va de la formación a la crisis de la ideología burguesa del capitalismo liberal. Esta posición peculiar se debe, en gran parte, a la peculiaridad de las condiciones estructurales de la sociedad española y, dentro de ellas, en primer lugar, a la ambigüedad con la que la burguesía se acerca al poder. La inexistencia de una verdadera y profunda revolución burguesa y la alianza con las clases dirigentes del antiguo régimen, consecuencia obligada de la falta de capacidad revolucionaria de la burguesía, junto con la aparición de un proceso de proletarización en las clases urbanas, surgido de una tímida industrialización, determinan lo que podría calificarse como atomización de las actitudes ideológicas.

Esta atomización es, según nuestro modo de ver las cosas, el producto de la acumulación de diferentes procesos revolucionarios incumplidos o con un desarrollo todavía muy latente. El largo proceso revolucionario, que se inicia en Francia en 1789, se estructura como una secuencia de tres revoluciones de carácter diferente y que conducen a la redistribución de las clases sociales en el espacio social, con el subsiguiente aislamiento del proletariado y el inicio de su proceso de toma de conciencia de la lucha de clases: 1871 habría de representar el primer intento de revolución característicamente proletaria. Todas las fases del largo proceso revolucionario -desde el asalto popular al poder en 1789, pasando por la capitalización que la alta burguesía realiza de la revolución, definiéndose como clase dominante indiscutida a partir de 1830, hasta el asalto de 1871, en el que el proletariado encuentra su propia vía revolucionaria como superación de la burguesa- se acumulan y concentran en el último cuarto del siglo XIX español, bien semidesarrollada, bien en estado latente, y sus síntomas son observables en todos los niveles de la vida colectiva.

La atomización de actitudes ideológicas es bien notoria en la novela realista española, que se desarrolla, por otra parte, con un gran retraso (a partir de 1868) y que entra en crisis casi a la par que la europea (ya desde 1890). Así, Pereda, Valera y la Pardo Bazán mantienen actitudes ideológicas que, si bien dispares, coinciden en no ser característicamente burguesas. En Pereda encontramos la nostalgia por una civilización preburguesa y su rechazo intransigente, en nombre de un autoritarismo patriarcal, del desarrollo histórico. Aunque mero hidalgo por su situación personal, expresa el punto de vista de una aristocracia a la que el poder le ha sido arrebatado y, negando el presente, se gira hacia un pasado concebido como idílica edad de oro. Mucho más compleja   —218→   es la actitud de Valera, para quien el proceso histórico, con el triunfo de la burguesía y el capitalismo, es irreversible. Su ambiguo esteticismo es a la vez un rechazo y una aceptación del proceso, la negación aristocrática del sistema de valores y objetivos de la nueva sociedad y la comprensión de la necesidad de no negarlo, sino de incorporarse a él. Si por un lado acepta mantenerse cerca de la nueva realidad, por el otro sólo lo acepta a condición de mantener sus distancias, estetizándola y privándola de conflictividad, o de reservarse la libertad de escapar de ella hacia el pasado o el reino de la fantasía. Valera está tan lejos de la protesta crispada de l’art pour l’art como de la asumción interesada y ansiosa de conocer y de comprometerse de los realistas. Por su parte, la Pardo Bazán, representante de una aristocracia dispuesta a pactar, asume la obligación de describir la realidad contemporánea de un modo realista, interesado en observar, conocer y dar sentido, legitimando así la nueva sociedad (o al menos seminueva) surgida de 1868, e inscribiéndose en el marco de las actitudes burguesas. Pero no lo hace describiendo lo que en esa sociedad hay de nuevo y más característico, lo que la diferencia de la sociedad preburguesa y precapitalista, esto es, los procesos sociales, políticos y económicos por los que, si bien de un modo confuso, van transformándose las estructuras de la sociedad española. Por el contrario, la Pardo Bazán se siente interesada, con respecto a esa realidad modificada, por lo que hay en ella de genéricamente humano, por el conflicto de las fuerzas elementales y telúricas que habitan en el hombre, la naturaleza o la sociedad. Es esta actitud, esencialmente mítica, la que marca su distancia con respecto a una ideología plenamente burguesa, y lo que le hace fácil, llegado el momento, asumir la crisis de dicha ideología.

Tal vez las razones recién expuestas sean la verdadera causa de que ninguno de los tres pueda ser descrito como característicamente realista, aunque la Pardo Bazán sea, por su posición más interesada en el proceso, la más cercana de ellos al realismo. Pereda ahoga el realismo a base de costumbrismo e idilio. Valera, por su parte, lo atemporaliza, lo sublima estéticamente y, por último, lo priva de capacidad conflictiva y dramatizadora. La Pardo Bazán, aun enfrentándose a una realidad impregnada de condicionamientos contemporáneos, la mitifica y estructura a partir del pathos trágico, sustituyendo el concepto de historia por el destino: sus héroes no son héroes de la clase media, sino héroes cuya principal característica es la lucha contra el poder de fuerzas oscuras y suprasociales: la Naturaleza, la Belleza, la Muerte.

Clarín y Galdós cumplen la función, en nuestra novela realista, de manifestar el proceso ideológico de la burguesía española. Entre ellos y los aristócratas Pereda y Valera, la Pardo Bazán es casi un intermediario. Lo que la novela en movimiento de Galdós expresa es nada menos que la historia de la ideología burguesa en España. Situado en el último cuarto del siglo XIX, su obra, de principio a fin, contempla, desde una mentalidad burguesa, los dos peligros máximos para la sociedad a la que él aspira: una aristocracia no derrocada y un proletariado cuya conciencia de clase se va formando amenazadoramente. Su obra se inicia con la esperanza revolucionaria en la caída del antiguo régimen y en la instauración de una nueva sociedad surgida de 1868.   —219→   En su condena de la aristocracia como clase dirigente, Galdós va más allá que nadie y se sitúa en el ala más liberal de la burguesía ascendente. Pero en su temor al desorden y a la explosión de las tendencias revolucionarias que intuye en el pueblo y que pueden amenazar la consolidación de la nueva sociedad, Galdós se sitúa en posiciones que, en determinados momentos, cabe calificar de pactistas y francamente conservadoras. A medida, sin embargo, que su obra avanza y que la revolución de 1868 da paso a una sociedad como la de la Restauración, las esperanzas de Galdós comienzan a frustrarse y la firmeza de su ideología a entrar en crisis. La necesidad de poner orden y dar sentido al confuso panorama social de la España de su tiempo, sigue sin embargo sobreponiéndose a cualquier otra tentación. El desencanto por la prostitución de la revolución y, al mismo tiempo, la imposibilidad de escoger cualquier otra opción desde su ideología burguesa, le llevan al naturalismo. Pese a la crisis general de la sociedad, las tendencias desintegradoras del individualismo amenazan con un mal todavía mayor: la anarquía y el desorden. Aunque difícil, Galdós sigue proponiendo incansablemente la necesidad de armonizar el sistema moral de la sociedad, por degradado que esté (y en La de Bringas lo está mucho), con las aspiraciones del individuo, por generosas e insatisfechas que se muestren. A partir, sobre todo, de La incógnita y Realidad, Galdós va a ir dimitiendo de muchas de sus creencias. La amargura y el desencanto frente a la estructura y a la evolución de la sociedad restaurada, así como su negativa a comprender la realidad de la lucha de clases y la posibilidad de una alternativa socialista al poder, le arrastra a la interiorización de la realidad y a la búsqueda de la verdad a partir de las intuiciones y los valores innatos del individuo. Sin embargo, a medida que profundice en sus individuos problemáticos se irá haciendo más difícil la posibilidad de un puente entre los valores y aspiraciones humanistas del individuo y el funcionamiento real de la sociedad. Sus Tomás Orozco, Ángel Guerra, Nazarín, Benigna, etc., en la medida en que tratan de ser más ellos, más puros y auténticos, más chocan y entran en conflicto con sus entornos sociales. El peligro de caer en un anarquismo individualista le hace reaccionar y concebir la escurridiza solución de la filosofía del amor, solución ya plenamente irracionalista, de la que pasará al ensueño y la mitología. El paso, a lo largo de toda su obra, de la historia a la intrahistoria, del espíritu cientifista y esperanzadamente positivo al irracionalismo utópico, del análisis al ensueño y la fábula mitológica, del énfasis en los valores colectivos -progreso, trabajo, ciencia, orden, tolerancia, justicia social- a los valores personalistas -amor, caridad, imaginación, justicia humana- señala el camino recorrido por la ideología burguesa del capitalismo liberal, desde su formación hasta su crisis.

Muy diferente es el caso de Clarín. De todos los novelistas españoles aquí estudiados, es él el único al que podría calificarse como un característico hombre de izquierdas, el único que claramente posee una panorámica de los procesos históricos que se están desenvolviendo en la sociedad española. Su análisis del sistema de clases sociales es (en La Regenta) impecable: junto a la denuncia de una aristocracia aherrojada en sus privilegios y opuesta a todo cambio, el análisis de una burguesía que pacta con las clases dirigentes del   —220→   antiguo régimen y traiciona sus propios intereses de clase, y de una pequeña burguesía impotente, no organizada y sometida desde el poder con ayuda de la Iglesia, y la final constatación de un proletariado que es mantenido al margen de la sociedad establecida, pero que, precisamente en esta marginación, encuentra su definición y se afirma en sus características de clase y en sus modos de vida, y que se sitúa como a la espera. Sin embargo, y a pesar de esta lucidez con la que Clarín describe el proceso social de su tiempo, sin engañarse jamás sobre su verdadera naturaleza ni sobre los intereses que se ocultan por detrás de las máscaras ideológicas, asume y vive tal proceso con la mentalidad de un intelectual burgués. Es cierto que su análisis de la sociedad establecida de la Restauración es demoledor e implacable: ni siquiera las personas que actúan por sí mismas, desligadas de sus intereses de clase, que no admiten otra representación que la de ellos mismos y sus ideales, esto es, los «puros» (Camoirán, Frígilis, el Bonifacio Reyes final), se libran de la acusación de esterilidad social, de pasividad culpable, o de ridícula ingenuidad. También es cierto que todo su activismo intelectual, tanto como ciudadano (con la iniciativa de la extensión universitaria a los obreros o con la mediación en los conflictos laborales), como crítico literario y social (su periodismo dedicado a la formación del gusto del pueblo, su implacable crítica encauzada por una omnipotente función didáctica, etc.) y como novelista, está puesto al servicio de su concepto del «pueblo». También es cierto que su fe en la revolución de 1868, su adscripción al partido republicano, su aceptación del naturalismo como expresión del progresismo intelectual, su concepción del arte como instrumento de transformación de las sociedades, le sitúan en una posición mucho más activamente crítica que al resto de los grandes creadores de su tiempo. Pero no es menos cierto que junto a todas estas manifestaciones de su actitud coexisten una serie de elementos que lo hacen representativo de un momento histórico en la evolución de la ideología burguesa. Si lo sentimos más cercano al proletariado que a ningún otro escritor de su tiempo es menos por una concepción materialista de la historia que por su rechazo indignado de la sociedad, cuyo máximo representante fue Cánovas del Castillo. De hecho, Clarín, incluso en los momentos de mayor radicalización, es incapaz de escapar a una visión humanista del mundo. Los impulsos hacia un vitalismo neorromántico, la apología de los valores individualistas, una cierta actitud religiosa o deísta -en contraste agudísimo con la lucidez materialista de sus dos grandes novelas- un noventayochismo estetizante -muy cercano al movimiento que conducirá desde el rechazo de la pequeñez y el garbancismo de la sociedad española a la exaltación del yo y de la vida interior en, por ejemplo, Unamuno- y, por último, las tentaciones espiritualistas de su última época lo sitúan, al menos en parte, en el proceso de evolución de la ideología burguesa.

Ahora bien, la peculiaridad de Clarín reside en su modo de insertarse en dicho proceso. Clarín, como el último Galdós, no se hace ninguna ilusión con respecto a la sociedad de su tiempo, pero, a diferencia de Galdós, no cayó en la tentación de buscar la salida en una hipotética proyección social de los valores del individualismo burgués y cristiano, en algo equivalente a la filosofía   —221→   del amor galdosiana. Es cierto que Bonifacio Reyes empieza a ser digno en el momento en que se encuentra a sí mismo en el deseo del hijo y, a través de él, en el reencuentro de su fe religiosa; pero Clarín no pretende que con la solución de Bonifacio Reyes se pueda redimir a una sociedad, como lo pretende Galdós con Benigna. Bonis se redime a sí mismo, y Clarín cierra la novela sin plantear la repercusión de esta redención en su entorno, o la reacción del entorno frente a la nueva vida de Bonis. En La Regenta, Clarín había ya presentado individuos puros, redimidos (en el sentido de auténticos y fieles a la idea que se han formado de sí mismos y de su misión), como Camoirán y Frígilis, y había dejado en evidencia la espléndida inutilidad social de tales posturas, cuando no su culpabilidad, por permitir, al automarginarse de su contexto (única forma de alcanzar «la redención»), el dominio de este por las fuerzas negativas. ¿No es culpable, por ejemplo, Camoirán, el obispo de Vetusta, al entregarse a los impulsos de su santidad y despreocuparse de los asuntos materiales de la diócesis, de que esta caiga en manos de doña Paula y de su hijo, el Magistral Fermín de Pas, con la consiguiente prostitución moral y económica de todo el aparato eclesiástico? ¿No es manejado siempre, desde su elección misma como obispo y pese a toda su pureza de corazón, por los intereses más bastardos y anticristianos? El santo obispo de Vetusta es, en realidad, un instrumento al servicio de quienes hacen de la Iglesia un arma de explotación, control y vigilancia del pueblo, y de decidido apoyo al poder. Clarín es demasiado lúcido para aferrarse a la solución galdosiana. A pesar incluso de su humanismo burgués, y en plena crisis del realismo como instrumento de conocimiento y dominio de la realidad por una burguesía segura de sí misma y de su función histórica, Clarín sigue esgrimiendo el realismo y tratando de integrar en él, sin disolverlo, las nuevas tendencias, en lo que llega más lejos que nadie, pues nadie como él se acerca a la generación del 98 y su subversión de la ética y la estética decimonónicas. Clarín llega a utilizar el realismo, como Flaubert y como Zola, desvinculándolo de los intereses culturales de la burguesía. Cuando la sociedad del capitalismo liberal entra en crisis, el realismo deja de ser la expresión artística de la ideología burguesa, tal como puede comprobarse en el giro subjetivista de los escritores burgueses o proburgueses de la época. Clarín, situado en el corazón mismo de la crisis, desplegará un esfuerzo inmenso por llegar a la síntesis entre el realismo, que no abandona, y las nuevas tendencias, que aclimatará en Su único hijo bajo la forma más cercana al realismo: el psicologismo.

Esta resistencia a abandonar el realismo puede tener muchas interpretaciones, pero lo cierto es que su muerte temprana cortó el posible desarrollo de su obra y no puede contestarse con un mínimo de rigor a la pregunta de cuál hubiera sido el sentido de su evolución posterior. Tal vez hubiera seguido el camino de Galdós y la Pardo Bazán, incluso más radicalmente, hasta el encuentro con los noventayochistas y modernistas. Tal vez no, tal vez hubiera perseverado en su realismo, modificándolo hasta cierto punto y constituyéndolo en un instrumento que, a la espera de encontrar una nueva clase social a la que dirigirse, sirviera para el análisis, más crítico   —222→   que nunca, de una sociedad que marchaba a grandes pasos hacia una total convulsión política, a la manera (sólo en ciertos aspectos) del último Zola o de Gorki. Es preciso tener en cuenta que, frente a las direcciones espiritualistas e irracionalistas de la literatura burguesa a finales del siglo XIX, expresivas, a un tiempo, de la dinamita colocada subversivamente bajo la filosofía «positivista» ya caduca y de la búsqueda ideológica de una nueva filosofía burguesa (paralela a la búsqueda de soluciones de recambio para el modo de producción capitalista en crisis), el realismo contenía en sí elementos capaces de cobrar una nueva función ideológica -el materialismo, una cierta capacidad dialéctica, el sentido de totalidad...-, pero para ello hacía falta que estos elementos cambiaran precisamente de función, y pasaran de expresar una visión burguesa del mundo a una visión proletaria o, al menos, popular. Indudablemente, ello haría entrar en crisis al realismo decimonónico y daría paso a nuevas fórmulas artísticas revolucionarias: la resistencia del realismo a desaparecer -una vez desvinculado de la ideología burguesa que le hizo nacer-, bien pudo haber representado, históricamente, el puente necesario hacia una nueva forma de cultura -la cultura popular-, que en su nacimiento mismo habría de subvertirlo. Gorki o Martin du Gard como puentes, Brecht o Neruda como representantes de esa nueva cultura, son hitos peculiares pero importantes de esa trayectoria. La obra de Clarín, truncada como quedó, encarna y reviste los caracteres de una enorme encrucijada.





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