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La novela hispanoamericana: una crisis animada

Luis Sáinz de Medrano Arce





Un libro relativamente reciente, Los españoles y el «boom», de Fernando Tola de Habich y Patricia Grieve1 que acaba de llegar a nuestras manos, viene a corroborarnos que cuanto se refiere a la narrativa hispanoamericana de nuestros días sigue siendo tema de máxima actualidad. Los que detectan enseguida el factor impuro de la «comercialización», presente para algunos en dosis excesivas alrededor del fenómeno, tendrán un motivo más para mantener una actitud de suspicacia: se «comercializa» no sólo las novelas -dirán-, sino cualquier cosa que sobre ellas se diga, incluso las reacciones que de antemano y gratuitamente se suponen desabridas.

Viene esto último a cuento de que empieza a ser lugar común el imaginar a los novelistas españoles en posición hostil hacia sus colegas hispanoamericanos por motivos que se han aireado ya mucho. ¿Ha sido esto un incentivo para los autores del libro a que aludimos? Aunque hubiera existido lo que podríamos llamar una razonable concesión al efectismo, Los españoles y el «boom» se justifica por otros conceptos y hasta diremos que era una obra necesaria. Sirve, ante todo, precisamente, para demostrar que los novelistas españoles -al menos los que participan en las entrevistas que la componen, nombres bien representativos- admiran esta nueva narrativa hispánica y las puntualizaciones que sobre ella hacen para situarla sin espejismos marginales no deterioran, acentúan su justa y positiva valoración.

Los autores confiesan que su libro nació a raíz del virulento artículo de José María Gironella publicado en «Los domingos de ABC», el 22 de febrero de 1970, y las respuestas que originó. Tenemos bien presente aquel escrito del novelista catalán en el que aseguraba que el éxito de la novela hispanoamericana contemporánea descansa apenas en circunstancias como «sublimación más sentimental que científica de cuanto proceda del Tercer Mundo», «mimetismo entre los lectores» y otras no menos inconsistentes. No ha sido éste, por cierto, el primero ni será el último de los ataques a la «nueva novela» en el mundo de lengua española a ambos lados del Atlántico. Recordemos, por ejemplo, las afirmaciones del cubano Manuel P. González refiriéndose al «vasallaje artístico»2 que en su opinión la misma representa, anteriores al artículo de Gironella.

Que hayan intervenido en esta situación de deslumbramiento en que nos encontramos elementos extraliterarios y que sea numeroso el grupo de los que intentan hacer pasar, como valiosa mercancía, materiales deleznables son hechos que nadie discute y que aparecen resaltados en el libro de Tola de Habich y Grieve a través de las respuestas de los novelistas, el editor -Barral, sin duda uno de los responsables del «boom»- y los críticos -Castellet y Conte- que han sido entrevistados. El dictamen final es, sin embargo, absolutamente favorable en conjunto, y todo lo que aquí se dice aporta una interpretación muy lúcida en torno a la materia. Pero no es exactamente una reseña de esta publicación lo que estamos pretendiendo hacer. Su lectura nos ha incitado simplemente a reflexionar una vez más sobre el inagotable asunto.

Es evidente que el «boom» o la eclosión -barbarismo más solapado- de la novela hispanoamericana dejan de serlo en gran medida si se tiene en cuenta que en la literatura hispanoamericana hay a lo largo del siglo XX una gran continuidad en la calidad. «La narrativa hispanoamericana fue siempre buenísima -dice Cela-, lo que pasa es que la gente aquí no se había enterado»3. Lo que a la mayoría, en España, en la propia Hispanoamérica, y no digamos en el resto del mundo, le ha parecido una explosión súbita, no es más que un aspecto nuevo y particularmente vigoroso del verdadero «boom» que, como inteligentemente apunta Juan García Hortelano, «se produjo a finales de siglo con el Modernismo» (pág. 158).

El Modernismo, en efecto, levantaba toda una arquitectura nueva de la palabra sobre un terreno árido. Rubén se afirmó orgullosamente como renovador del idioma y pudo hacerlo con razón (si excusamos su olvido de Martí en los momentos oportunos). Un mesianismo análogo parecen haber querido mantener a ultranza otros escritores hispanoamericanos desde entonces. «Fuimos nosotros, los americanos, quienes hemos oxigenado el castellano, haciéndolo un idioma respirable», escribía Oliverio Girondo en 19224, sin considerar que en España un Gómez de la Serna y un Valle Inclán, por limitar al mínimo los ejemplos, algo habían hecho y hacían en pro de esa oxigenación posrubeniana. Los actuales novelistas hispanoamericanos al enarbolar idéntica bandera reanudan una dialéctica conocida. «Me parece absurdo comparar la narrativa española con la americana en términos competitivos» (pág. 125), dice Miguel Delibes, a este respecto tras hacer cálculos de población y porcentajes de novelistas, con argumentación no desdeñable que viene repitiéndose en los últimos años.

¿Ha coincidido en todo caso la irrupción de esta novela con un momento de atonía en otras literaturas? ¿Se ha movido con habilidad inusitada la tramoya publicitaria? Jesús Fernández Santos recuerda como en España una campaña de televisión consiguió que se vendieran cerca de cuatrocientos mil ejemplares de La tía Tula, de Unamuno, en quince días, y, cesada aquélla, los libros de la misma colección han visto notablemente disminuidos sus compradores (pág. 140). ¿Qué decir de los editores obsesionados con no dejarse perder futuros genios? «Para evitar que se les escape un nuevo Vargas Llosa, publican todo lo que encuentran; sacan a los escritores jóvenes de debajo de sus camas y les arrancan y les editan las cien primeras cuartillas», decía García Márquez en una entrevista de hace unos años5. En éstas del libro que nos ocupa prevalece, sin embargo, la idea de que, aparte de montajes marginales, el fondo de la cuestión es que las novelas «boom», sencillamente, son buenas. Las de Vargas Llosa, editadas en Barcelona, no tuvieron un lanzamiento espectacular y costoso, recuerda Cela (página 88), dando un ejemplo fácilmente ampliable.

El «boom», en suma, pese a ciertos posibles aditamentos, es de buena ley. «Responde a una calidad» (Delibes, pág. 123); «la literatura que da más individualidades interesantes en estos momentos es la latinoamericana» (Luis Goytisolo, pág. 172); «el “boom” se debe, ante todo, a la calidad de la novela actual latinoamericana» (Juan Marsé, pág. 201). Junto a incontables novelas mediocres, elaboradas con recetas que se suponen infalibles, Hispanoamérica continúa produciendo otras en número suficiente que avalan la continuidad de un espléndido impulso en el que no hay síntomas de declive. Al lado de los autores convertidos en clásicos vertiginosamente, se instalan con aire de seguridad los novísimos con cuyos nombres se empieza a familiarizar la crítica: Puig, Sánchez, Agustín, Bryce Echenique, Sarduy, Tizziani, Aguilar Mora...

Y junto a esto hay algo cada vez más patente: el redescubrimiento de esas figuras de la literatura hispanoamericana de ayer y anteayer en una cuenta atrás que depara ininterrumpidas sorpresas. Un «boom» restrospectivo. Cela recuerda la importancia de la obra del argentino Benito Lynch, nacido diecinueve años antes que Asturias y Borges, traspasando la barrera marcada por éstos para el lector medio y desazonando a ese lector al hacerle ver que en ese mundo que él siente como nebuloso de la narrativa hispanoamericana anterior a ella, puede tropezar con verdaderos hallazgos. Quien se empezaba a sentir instalado en una erudición reconfortante al intimar con Garmendia (1928), Roa Bastos (1918) y Mújica Láinez (1910), se da cuenta de que está lejos de poder llamarse «iniciados». Todos lo sentimos -no pensamos sólo en el lector medio español, sino también en el hispanoamericano- y atando cabos nos ratificamos en lo mismo: el verdadero «boom» viene de muy atrás.

Habrá, pues, que repetir muchas veces que lo que entendemos por novela hispanoamericana contemporánea no ha sido producto de una reacción casi momentánea ocasionada alrededor de 1950, sino que es la sedimentación de corrientes y experiencias que se van sumando y depurando desde, al menos, los comienzos de este siglo.

La ruptura del sistema lineal, la construcción impresionista del relato en cuadros que parecen difuminarse y superponerse está ya en la novela de la Revolución mejicana. En lo que se ha llamado modernismo criollista, que especialmente florece en el Río de la Plata, hallamos todo el poder y la sugestión de la naturaleza americana, revelados en una prosa que, matizada de naturalismo todavía, dará resultados tan admirables como los cuentos del uruguayo Horacio Quiroga. ¿No está también, por supuesto, lo que se ha llamado realismo mágico de la tierra indiana más que planteado en La vorágine, de Rivera? ¿Cómo olvidar el prodigioso vuelo que la prosa toma, igual que el propio personaje del relato, en Alsino, del chileno Pedro Prado, otro de los que nos van a mostrar el carácter liberador que el Modernismo tuvo en la narrativa frente al relato tradicional? Cuando esa prosa se alíe con las audacias de los vanguardismos surgirá Don Segundo Sombra, de Guiraldes, otro paso fundamental en la marcha hacia la novela «abierta» de hoy.

¿Y cómo dejar de tener en cuenta, en esta apresurada alusión a antecedentes, el valor de la interiorización en la obra de Mallea, el conceptismo burlón de Macedonio Fernández y la visión caótica del mundo en Roberto Arlt? De ellos sólo el último parece estar en trance de rescate y puesta en primer plano. Porque el «boom» hace entrar en su zona de influencia nombres que nunca debieron dejar de estar presentes en la atención general y desampara caprichosamente a otros. Seguimos hablando, no hará falta insistir más en ello, de esos «emisores» y «receptores» de nivel medio que, en órdenes muy variados, crean el ambiente en el ámbito general de los países de lengua española vistos como un todo y en aquellos otros desde los que se entra con interés en el tema.

Otro salto atrás nos podría llevar a enlazar con las corrientes naturalistas de fines del siglo XIX, que no solamente resistieron la depuración modernista, sino que se aliaron a veces con este movimiento -añadamos el nombre de Reyles al de Quiroga, y basta- y están aquí de nuevo. ¿No es el ciego determinismo cl que conduce a los Buendía hacia el atroz final que preside el implacable nacimiento del niño con cola de cerdo? Las Alejandras, los Larsen, los Ambrosios dan la impresión de estar marcados y sentenciados como los personajes de Argenich o Cambaceres.

Acaso no sea tan inviable un planteamiento riguroso que ponga de manifiesto determinadas constantes de la literatura hispanoamericana, desde puntos de partida variables o no, insuficientemente apreciadas hasta ahora. Como dato aislado recordemos que el profesor Sánchez-Castañer expuso en el XV Congreso de Literatura Iberoamericana celebrado en Lima, en agosto de 1971, de qué manera se dan en Fernández de Lizardi muchas facetas presentes de forma intensa en la narrativa actual.

Y todavía no resistimos la tentación de aludir a una cuestión en verdad atrayente que ha despertado la sagaz curiosidad, entre otros, de Vargas Llosa: los libros de caballerías, cuyo influjo, seguramente indirecto, se deja sentir según él en la obra de García Márquez. Este mundo fabuloso de los Amadises y Palmerines pasó a América en las mentes y, muchas veces, en los bagajes de los conquistadores, vivificó buen número de páginas de la historiografía indiana -el ejemplo más citado es el de Bernal Díaz del Castillo recurriendo al «Amadís» para expresar su admiración ante el asombroso aspecto de la imperial ciudad de Tenochtitlán- y quedó soterrada bajo el peso de la estética renacentista, reglamentadora de otras fantasías, que triunfó en los virreinatos y sus dependencias. Implícitamente se pregunta Vargas Llosa, y nosotros con él, si no estará resurgiendo algo de aquel mundo en las creaciones de la narrativa hispanoamericana actual. La razón estará en que «en los libros de caballerías -dice García Márquez y cita el novelista perunano- encontramos las mismas cosas extraordinarias que encontramos en la América de hoy»6.

Sírvanos todo esto al menos de examen inicial de conciencia al enfrentamos con la literatura hispanoamericana actual, porque en las letras de Hispanoamérica, como en tantas otras manifestaciones vitales del continente, ha sido muy frecuente pensar que se estaba siempre partiendo de cero. Ahora empieza a tenerse en cuenta la impronta marcada, la huella vivísima que en esta literatura han dejado los cronistas de Indias, descubridores y recreadores tempranos del «realismo mágico». López de Gómara, que nunca estuvo en las Indias fue fascinado por ellas hasta el punto de ofrecernos en su Historia descripciones tan subyugantes como ésta referente a las circunstancias semiprodigiosas que rodearon la muerte de la viuda de Pedro de Alvarado: «Tiñó de negro su casa por dentro y fuera» [y tras hacer las honras pomposamente] «en medio de aquella tristeza y extremos entró en regimiento y se hizo jurar por gobernadora: desvarío y presunción de mujer y cosa nueva entre los españoles de Indias. Comenzó a llover día de Nuestra Señora, y llovió reciamente aquel y otros dos días siguientes; después de los cuales bajó del volcán, a dos horas de media noche, una avenida de agua tan grande y furiosa que derribó muchas casas de la ciudad, y la del adelantado la primera. Levantóse al ruido la doña Beatriz, y por devoción y miedo entróse a un oratorio suyo con once criadas. Subióse encima del altar, y abrazóse con una imagen, encomendándose a Dios. Cargó la fuerza del agua y derrocó aquella cámara y capilla y ahogólas... Murieron seiscientas personas en la ciudad de aquella tormenta, y casa hubo en que se ahogaron cuarenta, y muchas que muy gran trecho se las llevaba enteras y en peso la corriente. Llevó también algunas personas de una casa a otra, y como venía muy crescida y con ímpetu, traía piedras y peñas tamaño como grandes cubas y como carabelas, que derribaban cuanto encontraban... Vieron andar en la plaza y calles una vaca por medio del agua con un cuerno quebrado y en el otro una soga rastrando... También cuentan que vieron por el aire y oyeron cosas de grande espanto... Tuvieron creído muchos que... la vaca (era) una Agustina, mujer del capitán Francisco Cava, hija de una que por alcahueta y hechicera azotaron en Córdoba...»7.

En trueque de que se nos excuse la larga cita, renunciaremos a traer aquí otras del mismo Gómara, cuya descripción de las «frutas y otras cosas que hay en el Darién», firmaría Alejo Carpentier, como suscribiría García Márquez la que acabamos de hacer. Y Gómara es sólo un ejemplo entre mil.

Y es que, como ha dicho el propio Carpentier, «lo real maravilloso se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la fuente de la eterna juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora...»8.

Frente al realismo con que los historiadores españoles del Renacimiento abordan los temas de la historia peninsular -si exceptuamos tal vez a un Pedro Mexía-, este desbordamiento de fantasía que hay en los de Indias, incluso cuando escriben desde el mismo solar, ¿no nos anticipa la situación actual, la antinomia perceptible entre novelistas de la misma lengua de aquel y de este lado del Atlántico?

Comienza, si, a saberse o a intuirse que la literatura hispanoamericana se inicia con el «Diario» del primer viaje de Colón. Que la que por más academicista encuadramos en el esquema del «período virreinal» no existió en vano. Se palpa su legado barroco incidiendo precisamente en esta narrativa contemporánea, como ha señalado Helena Sassone en el antes mencionado Congreso de Lima y había definido ya el novelista cubano a quien venimos citando con la rotundidad de estas palabras: «Nuestro arte siempre fue barroco: desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística actual de América, pasando por las catedrales y monasterios coloniales de nuestro continente»9, Todo viene a confluir, en mayor o menor medida, en un ansia de reencuentro con lo radical hispánico. Sábato, hijo de italianos, responde cuando se le pregunta si, dada esta circunstancia, puede apoyarse sin reparos en la tradición española: «Sí puedo. La lengua es la sangre del espíritu, dijo Unamuno. Se podría decir también la sangre de la conciencia. Mi idioma es la lengua castellana, como la usamos acá en América. Lo que cuenta es el espíritu. Soy argentino, soy latinoamericano. Aunque sea hijo de italianos no me siento descendiente del Dante, sino heredero de Cervantes»10. Y un novelista mejicano, de 26 años, Jorge Aguilar Mora, se refiere a una novela suya, Cadáver lleno de mundo, como construida en parte sobre la mitología morisca de Liñán de Riaza (sic), Lope y Góngora 11.

Y se cuenta de nuevo con el siglo XIX, mucho más fecundo de lo que los propios hispanoamericanos estimaban. Piénsese que, como recuerda Guillermo de Torre, un intelectual tan destacado como Bartolomé Mitre negaba en 1888 la realidad de cualquier forma de literatura hispanoamericana: «No existe una literatura argentina; sólo existen elementos que en lo futuro han de formar la obra de conjunto»12. Esto en un momento en que están en plena producción los autores de la generación del 80 en la Argentina y se han impreso hasta 1886 sesenta y dos mil ejemplares del Martín Fierro.

Claro que, como todos los movimientos literarios que se sienten renovadores, la narrativa contemporánea de Iberoamérica ha manifestado el decidido empeño de romper con los procedimientos y aun la sensibilidad de la etapa que la precede inmediatamente. La imagen de Rómulo Gallegos tomando apuntes del natural en los llanos del Apure para escribir Doña Bárbara se ha rechazado violentamente como símbolo de lo que un novelista no debe hacer. El criollismo y el pintoresquismo, habituales en la narrativa costumbrista, han sido, asimismo, repudiados por que se juzgaba que encubrían los problemas más trascendentes del mundo americano. Seguramente no siempre los encubrían y sin duda los autores actuales deben también a estos cercanos predecesores más de lo que están dispuestos a admitir, pero es natural que las cosas ocurran así. Injusto y necesario en la misma proporción.

Porque es innegable que la conquista más importante de esta nueva novela reside en que ha sabido buscar la realidad de América con impresionante eficacia y no a través de intrigas de amplia tramoya, sino profundizando en detalles y experiencias que parten de lo cotidiano, sin rehusar la aportación, cuando es preciso, de elementos aparentemente distantes a manera de «collage». Una novela tan anclada todavía en lo tradicional como Al filo del agua, de Agustín Yáñez, nos muestra hasta qué punto esto es cierto si la comparamos, de modo general, a pesar de lo dicho sobre ellas anteriormente, con las que integran el ciclo de la Revolución mejicana, dejando aparte a ese genial anticipador que fue Mariano Azuela.

Son, por tanto, novelas de escaso argumento, y cuando lo que parece argumento es más consistente de lo habitual pronto queda diluido en un segundo plano, arrollado por el puntillismo con que se presentan los hechos, insignificantes a veces a primera vista, pero siempre representativos, incrustados en la vivencia consciente o inconsciente de los personajes. Quien se congratule de haber encontrado un «argumento» verá enseguida que éste no es más que una nave que hace agua por todas partes para su desesperación de lector a la antigua usanza, como en Conversación en La Catedral, del tantas veces mencionado Vargas Llosa, y en esa tremenda «comedia humana» argentina que es Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, donde la realidad del país y las convulsiones del alma de los protagonistas forma una red de ininterrumpidas referencias mutuas.

Lo ensayístico y lo novelesco se combinan así muy frecuentemente, como en el caso mencionado o en La región más transparente, de Carlos Fuentes. La problemática americana va surgiendo en ebullición, según cada personaje va intentando intensificar el escudriñamiento de sí mismo.

El sustrato de este ensayismo no está sino marginalmente relacionado con el puro tono discursivo y estático de algunas criaturas de Sartre o Mann. Sus raíces tocan ese estilo híbrido español en que lo épico y lo dramático -sociedad e individuo- se mezclan, y que, como constante de nuestra literatura ha señalado Leo Pollmann, quien no vacila en afirmar: «Sólo teniendo en cuenta estos hechos, es decir, teniendo en cuenta a España, se pueden comprender las estructuras de la evolución de la “nueva novela” iberoamericana»13

Ahora bien, no estamos, ciertamente, ante novelas de «personaje». El señor presidente, de Asturias, hombre sin rostro, se conoce casi únicamente por las reacciones que inspira en los demás. En Los ríos profundos, de José María Arguedas, los personajes, que tanto nos conmueven, no acaban de dibujarse. El autor, incapaz de mordacidad, amagado «por la piedad y por la infancia» nos presenta los hechos relatados por un niño, con sus inseguridades, interrupciones y también -¿por qué no?- con su serenidad. Pero no es una novela «de niño»; al menos no lo es al modo tradicional, no es una novela «de aprendizaje» No hay en ningún momento el propósito de «caracterizar» al pequeño protagonista -tampoco de emborronarlo deliberadamente- ya que en esto Arguedas, tan individualista y «antiprofesional», parte, a nuestro parecer, de la misma idea que la casi totalidad de los novelistas hispanoamericanos contemporáneos, bien definida por Luis Harss: «En general nuestros novelistas crean atmósferas, no caracteres»14. Ciro Alegría había contado -«contado» es la palabra- a través de hechos muy concretos y de personajes bien retratados, cómo actúa la explotación de los gamonales sobre los indios del Perú en forma no muy diferente a la que utiliza Alcides Arguedas y dentro de un sistema en que, a pesar de ciertas diferencias, se encuentra también Jorge Icaza. Pero en Los ríos profundos, de este peruano -metido de veras en el «oqllo», pecho, del indio-, el planteamiento es diferente. No se busca en esta última novela una exposición progresiva de acontecimientos con la mediatización de llegar a un «clímax» en forma convencional. Las cosas en Los ríos profundos ocurren con la misma falta de ilación que en la vida. Los personajes no acaban de dibujarse. La crueldad no actúa todo el tiempo como en Huasipungo y las clásicas novelas indigenistas. No se busca la compasión, sino el entendimiento por parte del lector.

Han desaparecido aquellos protagonistas «dibujados con mano maestra». Los habitantes de Comala en Pedro Páramo, de Rulfo, se nos escapan continuamente con ansias de difuminarse en una atmósfera sombría y torturante. ¿Hay alguno que esté vivo en ese mundo de los muertos? Piénsese en los frecuentes desdoblamientos de la personalidad en las obras de Cortázar. Recuérdese cómo en Rayuela, cuando sentimos que cada personaje va tomando cuerpo y empieza a hacernos creer que va a mostrarse en plenitud, pasa inesperadamente a perder su contorno. ¿Qué relación hay entre el Oliveira de la primera parte y el de la segunda, que se confunde y coexiste a la vez con Tráveler? Cortázar ha tomado de Gide el principio de que no hay que aprovechar nunca el impulso adquirido. Y la existencia aparece así como una sucesión de tensiones y distensiones que no se sabe a dónde conducen.

El Larsen de Onetti diversifica angustiosamente su identidad en La vida breve. No ocurre lo mismo en El astillero. Ahí el personaje está todo el tiempo en escena prácticamente, reflexiona y habla sin parquedad, pero, de todos modos, nunca deja de ser impreciso. El mismo no se conoce y el lector se siente incapaz de centrarlo. No se mueve, ni mucho menos, en un ámbito irreal, onírico, sino en una realidad rioplatense bastante concreta que él trata de comprender y en la que pretende desenvolverse sin conseguir ninguna de las dos cosas. Todo a su alrededor se desintegra. Nunca recibirá los tres mil pesos del salario prometido. No hay recompensa alguna para su fe, trabajosamente apuntalada. La identidad de lo americano y la del propio personaje carecen del asidero que se intenta buscar a través de una abrumadora niebla. Diríamos que Onetti -el más cercano a las formulaciones existencialistas desde su primera novela El pozo, aparecida en 1939, época en que no puede hablarse de influencia sartriana- nos da la interpretación de un personaje y de un mundo incomunicados, y esto, particularmente evidente en el uruguayo, puede verse como tónica de gran parte de esta novelística en la que el fracaso es leit motiv. Larsen, Castell, los Buendía, el musicólogo de Los pasos perdidos, Zavalita, son seres frustrados en un mundo que también lo está. ¿Pero no es esta misma confusión y desesperanza la que rodea la vida del Chaves de Eduardo Mallea? Y apurando más las cosas, ¿no es una legión de desencantados la que contemplamos al hacer más retrospectiva nuestra mirada por la narrativa hispanoamericana?: el artista que se refugia en un imposible ideal de belleza en ídolos rotos, de Díaz Rodríguez, el alicortado don Ramiro de Larreta, don Segundo Sombra desapareciendo en la soledad de la pampa... Sólo que ahora no puede hablarse de motivaciones decadentistas ni de rebuscamiento esteticista. No es el «esplín» precisamente el que actúa sobre las páginas de las novelas de hoy en América.

El novelista ve seres desorientados en un mundo de desconcierto «laberinto de errores», como se dice en La Celestina. La novela hispanoamericana actual no da ejemplos significativos de «literatura social», tal como se venía realizando anteriormente, nos apresuramos a aclarar. Contra Jo que cabe esperar, este tipo de literatura social se ha hecho más en la poesía que en la prosa, y ahí están los ejemplos extraordinarios de Ernesto Cardenal y, por supuesto, Pablo Neruda. No es extraño que el gran chileno, a pesar de haber menguado sensiblemente su virulencia en esta materia, se muestre algo inquieto al contemplar el panorama de la nueva novela de su continente. Los poemas agrupados bajo el título de «Escritores» del libro Fin de mundo, publicado en 1969, no ocultan la admiración y franco orgullo que le produce el prestigio conquistado por estos compatriotas en la lengua, pero encierran también reproches para ellos porque su aparente ambigüedad en el acercamiento a lo social le mortifica. Cortázar es «el pescador / que pesca los escalofríos». A Vargas Llosa le ve como el que contó «llorando sus cuentos de amor / y sonriendo los dolores / de su patria desheredada». Reconviene a Lezama Lima por la egolatría de su Paradiso, su ignorar «la magia terrestre de Cuba / y la insigne revolución». «¿En qué quedamos, por favor?», le interroga a Rulfo; y a Sábato, Onetti y Roa Bastos les recuerda simplemente que «el deber que compartimos es llenar las panaderías / destinadas a la pobreza». Sólo indulta del todo a García Márquez, en cuyas invenciones de arcilla «nacieron para no morir / muchos hombres de carne y hueso»15, Lo que sucede es claro, y Neruda no puede ignorarlo. Los novelistas, incluso los situados en posturas más avanzadas, defienden, en primer lugar, a toda costa, la separación del activismo y el arte en momentos en que hay un enorme deseo de politizar a los escritores en Hispanoamérica conforme a módulos de etapas anteriores. «Los latinoamericanos necesitan líderes y creen haberlos encontrado en los escritores. Mira, en los coloquios a que asisto sólo me hacen preguntas políticas. Vamos a por el poder, ¿no? El peligro está en que cuando se den cuenta de que un escritor es sólo un escritor se sientan decepcionados y nos apedreen». Son palabras de García Márquez en la entrevista citada al principio. Desechemos, obviamente, la idea de «evasionismo». Si no hay activismo «convencional» en la novela hispanoamericana es porque el novelista más «comprometido» busca la eficacia por caminos más actuales. Piensa que no se sirve al cambio, la revolución, o como quiera llamarse al serio proceso de transformación social en Iberoamérica que desde tantas posiciones se preconiza, situándose en el parapeto de unas estructuras literarias gastadas o condicionadas. «Nuestra literatura es verdaderamente revolucionaria -escribe Carlos Fuentes- en cuanto le niega al orden establecido el léxico que éste quisiera y le opone el lenguaje de la alarma, la renovación, el desorden y el humor. El lenguaje, en suma, de la ambigüedad: de la pluralidad de significados, de la constelación de alusiones: de la apertura»16. Kafka -recuerda Sábato- «habla de una realidad que parece de pronto no suceder en Checoslovaquia. No habla de huelgas de obreros; y, sin embargo, su obra quedará como uno de los testimonios más profundos, patéticos y conmovedores de nuestra época. A eso llamo “compromiso”»17. Ya no más literatura para defender al pobre indio, al pobre negro de esta o aquella región concreta. No más arañar demoradamente en la anécdota, aunque la anécdota sea sangrienta. Y no más dicotomías simples, reparto exacto de escenarios para la civilización y la barbarie, como se hizo desde Sarmiento hasta Gallegos.

El novelista siente, además, que introduciendo el activismo clásico, programado, traicionaría los supuestos de los que no tiene más remedio que partir porque no cuenta con otros. En esta literatura de la indecisión, donde lo existencial y lo social se mezclan y confunden, la prédica política sería ni más ni menos que un alarde de seguridad, de certidumbre en algo y, por tanto, una contradicción flagrante. Por otro lado, hacer estricta literatura de denuncia, tal como algunos quieren seguir entendiéndola, sería acotar el terreno sobre el que el novelista trabaja. El «realismo socialista» ha quedado evidentemente fuera de juego. Julio Cortázar, respondiendo a determinados ataques de Oscar Collazos, arguye: «¿Olvido de la realidad? De ninguna manera: mis cuentos no solamente no la olvidan, sino que la atacan por todos los flancos posibles, buscándole las venas más secretas y más ricas. ¿Desprecio de toda referencia concreta? Ningún desprecio, pero sí selección, es decir, elección de terrenos donde narrar sea como hacer el amor para que el goce cree la vida, y también invención a partir del “contexto sociocultural”, invención que nace como nacieron los animales fabulosos, de la facultad de crear nuevas relaciones entre elementos disociados de la cotidianeidad del “contexto”». Al desautorizar la literatura escapista, propiamente dicha. Cortázar deja claro que ésta no debe ser confundida «con otra que, teniendo clara conciencia del “contexto sociocultural y político”, se origina sin embargo en niveles de creación, en los que lo imaginario, lo mítico, lo metafísico (entendido literalmente) se traduce en una obra no menos responsable, no menos insertada en la realidad latinoamericana, y sobre todo no menos válida y enriquecedora que aquella más directamente vinculada con el tan esgrimido “contexto” de la realidad histórica»18.

Esta defensa de los nuevos planteamientos para una literatura que pretende honradamente aprehender las muchas cosas existentes entre el cielo y la tierra, que no captaron otras filosofías, la hacen de un modo u otro todos los novelistas, coincidentes en la idea de que el tratamiento doctrinario y particularista de lo social limitaría su capacidad de maniobra, de vuelo, en esa búsqueda decidida, imposible, pero fecunda, de lo absoluto en que todos están empeñados y que no escamotea, sino que fortifica sus puntos concretos de partida.

«Un escritor no ‘inventa’ sus temas: los plagia de la realidad real en la medida en que ésta, en forma de experiencias cruciales, los deposita en su espíritu como fuerzas obsesionantes de las que quiere liberarse escribiendo»19. Ante estas palabras de Vargas Llosa pensamos que, naturalmente, si el novelista ha de entrar a saco en esa realidad con enfoque de ojo de pez, luchará por captarla a puñados, por así decirlo, y en definitiva no podrá ofrecer al lector, sino jirones de ella. Como la tarea es ardua, no nos sorprende que haya habido alguien que, desdeñando esa realidad molestamente inasequible, haya preferido refugiarse orgullosamente en su propio mundo cultural desde el que ha arrancado en sus incursiones al terreno de la creación, que en él más que en otros es verdaderamente «recreación», justificándose con decir que debe más información sobre la existencia a lo que ha leído que a lo que ha vivido. Estamos hablando de Jorge Luis Borges.

No deja de ser significativo que Borges no haya escrito nunca una novela. Seguramente para él el relato largo carece de sentido, puesto que obliga, al menos en principio, a concatenar hechos y a establecer relaciones que, dado su concepto del mundo, no puede admitir como válidas. Su refugio es por eso el cuento: un momentáneo rayo de luz -dicen que artificial- en las tinieblas que desprecia, un puro atisbo conjetural sólo por jugar a algo. Ni el «aleph» ni los espejos ni los laberintos -aseguran- le preocupan de verdad.

Y tampoco la mayor parte de los novelistas hispanoamericanos dejan de basarse en el relato corto como unidad técnica de acción, no por razones similares, aunque tampoco diferentes del todo, a las de Borges. Sus novelas, a base de indicios y recurrencias, aparecen como un conglomerado de piezas toscamente hilvanas en apariencia -bien sabemos que la improvisación está hoy más que nunca desprestigiada-, piezas que, en el caso límite de Cortázar, pueden combinarse a capricho y hasta suprimirse algunas de ellas. Recuérdense las indicaciones de Rayuela que asustaron a José María Arguedas hasta el punto de vedarle la lectura de la obra y, sobre todo, 62. Modelo para armar.

Lógicamente no cabe esperar que la construcción lineal del relato tenga ya gran vigencia. Aún puede apreciarse ésta en El astillero, de Onetti, pero no en Junta cadáveres. Carpentier y algún otro la mantienen, si bien en las novelas del cubano los elementos ornamentales barrocos al servicio del «realismo mágico» actúan como deformantes de la línea argumental. El máximo ejemplo de esta tendencia, cerca ya de la pura asfixia conceptual, es el Paradiso de Lezama Lima. En la mayor parte de los demás autores prevalece lo que llamaríamos franca discontinuidad temporal.

Y es que, como ha dicho la novelista y ensayista argentina Carmen Gándara, «es obvio que nuestra noción del tiempo ha cambiado. Nuestro tiempo ya no es lineal, sucesivo, no se desenvuelve como un ovillo. Mas no es que hayamos adquirido otra noción precisa de lo que el tiempo sea. Es que no tenemos ninguna. No hemos hecho sino perder nuestra vieja sensación de estabilidad. Lo que nos queda, lo que hoy tenemos marcadamente, profundamente, es la angustia del tiempo»20. Por otra parte, «el hombre de hoy no vive dentro de un orden estable ni pertenece a una comunidad. El escritor ha perdido toda intimidad con su público que está divorciado de él... Se dirige a sordas y a ciegas a una masa informe cada día más despersonalizada»21. Y sin embargo, añadiremos, exige a ese lector su participación como cohacedor de la novela que le ofrece. Conflictiva «hora del lector», abrumado y atraído a la vez por tamaña responsabilidad, que describió hace unos años con toda la lucidez que el tema permite José María Castellet.

Los aspectos dramáticos de esta situación no parecen sino progresar. El terrible hermetismo avanza. En la presentación de una de las más celebradas novelas hispanoamericanas de estos años, El obsceno pájaro de la noche, del chileno José Donoso22, se dice, con el evidente beneplácito del autor, que el relato «se desenvuelve en planos y a niveles a cada momento distintos» y que su «conclusión final es la negación total de toda posible conciencia, reducida a la pura nada, que son los signos sobre una hoja de papel impreso». Asistimos en esta novela al declinar de la antigua oligarquía chilena, a través de situaciones y personajes descoyuntados, esperpénticos. La narración tiene un carácter más o menos lineal, pero es el «tempo» lógico el que está roto dentro de una anécdota delirante: un asilo de ancianas que se derrumba y, al otro lado de la misma casa, un mundo de monstruos humanos.

¿Estamos, pues, en presencia de una literatura de absoluta desolación, de nihilismo total? Quizá no, a pesar de todo. Seguramente no. Es más bien una literatura de dolorosa purificación, de búsqueda de autenticidad. En ella suenan lúgubres atambores como los que atemorizaban y acongojaban a Díaz del Castillo, pero en conjunto y descontando ejemplos extremos, hay más lucha que rendición.

Cortázar ha escrito en Rayuela: «Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito»23. Pero en el angustioso mundo de Los premios, «sin dioses y sin hombres», donde «los muñecos danzan en la madrugada», se da esta afirmación reveladora: «Cuando los muñecos muerdan su último puñado de ceniza, quizá nazca un hombre. Quizá ya ha nacido y no lo ves». El autor entrevé «los pies profundos de la historia esperando la llegada del primer argentino, sedienta de entrega, de metamorfosis, de extracción a la luz»24.

Los enamorados de Sobre héroes y tumbas jamás se conocerán: Alejandra y Martín son «habitantes solitarios de dos islas cercanas, pero separadas por insondables abismos»25. Y el mundo argentino no parece tener tampoco capacidad para autoidentificarse: «Acá no somos Europa ni América, sino una región fracturada, un inestable, trágico, turbio lugar de fractura y de desgarramiento»26. Sin embargo en otro lado, en la misma novela, nos dice Sábato: «Si la angustia es la experiencia de la nada..., ¿no será la esperanza la prueba de un sentido oculto de la existencia»27.

Y cuando Martín parte hacia el sur en compañía del personaje más elemental de la novela, un camionero, la exclamación de éste: «¡Qué grande es nuestro país!»28, ¿no es un reto primitivo y sano, «desvergonzado», al abatimiento?

Permítasenos transcribir este largo pero revelador texto de José María Arguedas, en donde el orgullo de una nueva americanidad desborda su asociación a lo peruano: «No, no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente llamada común, se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Tupac Amaru y Vallejo. Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; las yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4.000 metros; patos que hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían: picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar aquí a alguien resulta algo escandaloso. En técnica nos superarán y dominarán no sabemos hasta qué tiempos, pero en arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros y lo podemos hacer incluso sin movernos de aquí mismo»29.

Pero no es una antología del patriotismo revestido o no de legítimo ternurismo, lo que vamos a hacer para terminar este breve trabajo. Dejemos constar nuestra opinión, no obstante, de que la tarea sería mucho más fácil de lo que en general pueda creerse. La novela hispanoamericana contemporánea que tanto debe a modelos y técnicas foráneas -Joyce, Proust, Kafka, Mann, Sartre, Camus, Robbe-Grillet, Virginia Woolf, Huxley, Faulkner, Hemingway (¿cuándo se empezara a estudiar la influencia de nuestro Valle Inclán?); irracionalismo, antirretórica, juegos de planos temporales, corriente de conciencia...- y que ha echado mano de todo esto, con desenfado sin ambages30, acrecienta cada vez más su originalidad, porque en ella hay «afirmación en medio del caos», como ha dicho José Miguel Oviedo al hablar de la narrativa de Vargas Llosa31. De esta angustia barroca en que se desenvuelve, brota, a nuestro entender y a pesar de muchas apariencias, algo dinámico, positivo. Hay en ella trágica desazón, perplejidad, pero no náusea si la consideramos en conjunto.

Y es que Iberoamérica ha fecundado y devuelto siempre, a la larga, enriquecidas las influencias del viejo mundo. «Los signos transcurridos después del descubrimiento han prestado servicios, han estado llenos, hemos ofrecido inconsciente solución al superconsciente problematismo europeo», ha escrito Lezama Lima32. Lo que ahora sucede está dentro de esta constante y puede aplicarse a las reacciones que se derivan del influjo de los novelistas de los Estados Unidos y Europa.

Porque el hombre hispanoamericano está más que nunca ahora precisamente en camino de encontrarse a sí mismo, de situar la verdadera identidad de su continente, el significado de su cultura mestiza, y, en consecuencia, de no sentirse un marginado de la historia en la manera expresada por Leopoldo Zea. La penosa tarea de investigación viene durando siglos. Un ansia insobornable de dignidad ha hecho que este grupo humano haya tenido, como ningún otro en la historia, la obsesión de fijar sus raíces y concretar su papel en la tierra. Los Bello, Martí, Rodó, Vasconcelos, Martínez Estrada, Picón Salas, Silvio Zavala, Murena y -por supuesto- Sarmiento, González Prada y Mariátegui no han arado en el mar. El alma americana en conjunto va siendo consciente de que en su posición inestable entre las dos fuerzas culturales, la autóctona y la europea -siendo lo español aquí irrenunciable punto de partida-, que se la disputan desde el primer choque y el primer abrazo, reside justamente su servidumbre y su grandeza.

Los escapistas y cosmopolitas Borges no podrán dejar nunca de chapuzarse en criollismo orillero; los indigenistas Arguedas asumen también con noble franqueza cuanto de occidental hay en su vigorosa americanidad. La inestabilidad se institucionaliza y se hace fecunda. Desde esta posición se va a contar, pesar y medir la realidad de Iberoamérica. Tener un punto de arranque da energía para la lucha, pero la lucha en sí misma y el análisis eficaz del contorno que rodea al escritor pueden ser muy duros.

Cuando Murena escribe acerca del carácter agónico del proceso de «intelectuación» en que él ve insertado al hombre de Iberoamérica y cuando manifiesta que «quizá sólo en los tiempos prehumanos haya sido el sol testigo de tanta tensión, tanta desesperanza (que es el único camino hacia la verdadera esperanza: la humana) y tantas posibilidades juntas»33 parece estar aludiendo a la tarea de este americano renovado que es el novelista de hoy en el trance de ajustar cuentas con su mundo. Tarea para la cual ha de utilizar algunos elementos prestados pero no precisamente en función de ningún lacayismo. «Europa, ese almacén de ideas hechas, vive ahora como nosotros: al día... Por tal razón el mexicano se sitúa ante su realidad como todos los hombres modernos: a solas»34. Desbordando la limitación de nacionalidad, este pensamiento de Octavio Paz tiene validez a nivel continental. Es hora de ensimismamiento creador. En ella la novela hispanoamericana, que fluye desde supuestos de rigurosa independencia respecto a cuanto pueda menoscabar su esencial condición literaria, da testimonio de un continente que aspira a conocerse con sinceridad y empieza a enfrentar sus problemas de base sin dispersiones. Estos novelistas que se debaten, inquiriendo siempre, están marcando una postura vital esperanzadora por el solo hecho de debatirse.

Hemos de servirnos, para concluir, de las palabras de otro ilustre mejicano. Emilio Uranga, ampliando también su aplicación a todo el ámbito iberoamericano: «Tenemos una lección que enseñar, le debemos al mundo la lección de una crisis animada»35. Este concepto: una crisis animada, es el que, a nuestro modo de ver, puede definir cuanto de augural se desprende de este fenómeno contradictorio, violento y apasionante que es la novela hispanoamericana de nuestros días.





 
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