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La novela rusa en España (1886-1910)

Yvan Lissorgues


Université de Toulouse - le Mirail

Digo novela y no literatura porque el género que más se difunde y el que realmente influye en el público, entre los intelectuales y los novelistas españoles, es la prestigiosa novela rusa de la segunda mitad del siglo XIX. Las obras poéticas de Puskine y Lermontov, aunque citadas de vez en cuando por Clarín, Julián Juderías, Fernando Araujo, y sobre todo por doña Emilia, no prosperaron en España. En cuanto al teatro ruso, ni siquiera pasa en la estela de Ibsen; sorprende, por ejemplo, que el drama de Tolstoi, La fuerza de las tinieblas (1887), que tanto impresionó al público parisién del Teatro Libre de Antoine, en 1888, apenas tuviera eco en Madrid, antes de su traducción al español en 1901. Parece pues lícito centrar el estudio sobre la presencia de la novela rusa en España y ver primero cuándo y cómo se manifiesta tal presencia, para luego analizar el posible impacto estético e ideológico que tiene la novela rusa en los intelectuales y en los escritores españoles.

Habrá que abordar la cuestión delicadísima, pero tal vez la más interesante para nosotros hoy en este Congreso, de si la novela rusa, la de Tolstoi y Dostoïevski principalmente, pero sobre todo la de Tolstoi, influye en el arte de novelar, en el cual incluyo tanto la temática y el ideario social, moral, filosófico y religioso, como la concepción y la realidad literaria del personaje y los problemas de la narración. Puedo adelantar, basándome en algunos trabajos de estudiosos y en la propia reflexión, que, por ejemplo, los títulos «Galdós y Tolstoi» y hasta «Tolstoi en Galdós» abren un recorrido apasionante aunque pantanoso.

Más objetivo, aunque con cierta indeterminación, es medir, a partir de la producción editorial y de la resonancia periodística, la presencia de la novela rusa en España, particularmente durante el periodo elegido como campo de estudio

Antes de seguir estas perspectivas, parece necesario hacer el balance de los trabajos que los estudiosos han dedicado durante estos últimos años a la presencia de la literatura rusa en España. Sorprende la escasez de estudios sistemáticos sobre la cuestión después de 1932, fecha de publicación de la importante aportación, por lo menos en el campo bibliográfico, que representa la tesis de George Portnoff, La literatura rusa en España1, varias veces citada, como de pasada, en trabajos recientes, pero nunca aprovechada en lo que vale ni cuestionada por sus afirmaciones discutibles. A pesar de que en artículos dedicados a Galdós, Pardo Bazán, Clarín, Unamuno, Ganivet o Antonio Machado, hay numerososas alusiones, más o menos explicitadas, a Tolstoi y Dostoïevski, son pocos los estudios centrados en la influencia de estos autores sobre los escritores españoles. Además del libro de varios autores, España y el mundo eslavo. Relaciones culturales, literarias y lingüísticas, coordinado y editado por Fernando Presa González y publicado en 2002, en el que se encuentran un artículo de Salomé Monasterio Morales titulado «Ana y Fortunata en el Realismo espiritual de Galdós y Tolstoi» y otro sobre la ética de Tolstoi de Ricardo San Vicente2, pueden citarse dos artículos de Harriet Tumer, uno sobre Ana Karenina y Fortunata y Jacinta3, otro sobre Galdós y Tolstoi4; un trabajo de Roberto Mansberger Amorós sobre el prólogo de Clarín a Resurrección5; un artículo de Mercedes López Baralt sobre «Galdós y Dostoïevski»6. Y casi nada más. Es poco7.






ArribaAbajoPresencia de la novela rusa en España: traducciones y prensa

Es de observar que todas las obras de Dostoïevski y de Turguenief son anteriores a 1881 y a 1883, años de su muerte respectivamente, y que las dos novelas más famosas de Tolstoi, La guerra y la paz y Ana Karenina se publicaron, la primera en 1873 y la segunda en 1877. Esto para decir que el realismo ruso, iniciado por Gogol por los años de 1840, aparece como original arte maduro cuando el naturalismo sólo empieza en Francia a producir obras destacadas (L'Assommoir es de 1877), y cuando España no ha entrado todavía en el periodo del gran realismo, resultado de la asimilación de los elementos más oportunamente literarios del naturalismo de Zola, y cuyo pórtico emblemático es, en 1881, La desheredada de Pérez Galdós. De paso merece señalarse que todos los novelistas rusos conocen el francés (en esta lengua se expresan de vez en cuando los personajes de Tolstoi) todos admiran al Quijote, obra de referencia para Gogol y Dostoïevski. Todos viajan por Europa, Alemania, Inglaterra, Italia y sobre todo Francia, donde Turgueniev pasa largas temporadas manteniendo estrechas relaciones con los Goncourt, Flaubert, Zola, etc. Hasta se dice que Gogol dio una vuelta por la tierra de Don Quijote. Turgueniev, Tolstoi, Dostoïevski han leído, según confesión propia a los novelistas franceses (Stendhal, Balzac, George Sand, Flaubert, Maupassant, Zola), a los novelistas ingleses (Dickens, George Elliot, etc.), Tolstoi conoce a Schopenhauer y a Nietzsche. La singularidad de la novela rusa, como la de cualquier literatura nacional, destaca sobre un fondo cultural más o menos compartido, a partir del cual se entabla lo que Stephen Gilman llama el «diálogo de los novelistas». Hasta cierto punto, el de la propia originalidad, Edmond de Goncourt tiene razón cuando escribe que «ni Tolstoi ni Dostoïevski y los demás han inventado esta literatura. La han tomado en Flaubert, en mí, en Zola, matizándola de Poe». Mirando en la otra dirección, está por ver hasta qué punto en la inflexión hacia lo que podría llamarse el «idealismo laico» de los Cuatro Evangelios de Zola, y sobre todo en el paso dado por Galdós, Clarín, Palacio Valdés, hacia el naturalismo espiritual, ha influido el «realismo ideal» de Tolstoi y Dostoïevski.

Estas generales consideraciones preliminares justifican en cierto modo el acercamiento a la presencia de la novela rusa en España.

El éxito popular de obras extranjeras en un determinado país se puede medir por el número de traducciones. Ahora bien, la producción literaria rusa es conocida, escribe Antonio Machado en 1923, por «traducciones no siempre directas, frecuentemente incompletas, defectuosas muchas veces». Y sin embargo, tiene gran éxito, porque «contiene valores esenciales hondamente humanos»8.

El cómputo exacto de las novelas rusas traducidas al español (o al catalán) en el siglo XIX y primeras décadas del XX es punto menos que imposible por la falta o la defectuosidad de los archivos de editoriales desaparecidas. Hay que acudir a los fondos, seguramente incompletos, de la Biblioteca Nacional y de la Biblioteca de Cataluña, para tener idea de las publicaciones de obras traducidas. Debe señalarse que Portnoff, él mismo activo traductor por los años treinta de autores rusos al español, da en su tesis una larga y muy útil lista de traducciones, con referencias editoriales y fechas, cuando las hay.

En cuanto a los escritores españoles, en su gran mayoría conocen el francés y muchos están atentos a lo que se publica en París. Por eso es necesario acudir también a los ficheros de la Bibliothèque Nationale de France. Cuando, por ejemplo, doña Emilia afirma que ha leído Las almas muertas antes que De Vogüé, podemos asegurar que la leyó en la versión francesa de 1859, pues la primera traducción de la famosa novela de Gogol, según el fichero de la Biblioteca Nacional, es de 1930. Cuando Clarín en febrero de 1888 cita Guerra y paz y Ana Karenina, mostrando que conoce perfectamente las dos novelas, no puede tener en manos las traducciones publicadas, respectivamente en 1889 y 1888, y es más que probable que las ha leído en francés, como Mes mémoires: enfance, adolescence, jeunesse, publicado en París en 1887 y que figura en su biblioteca personal junto con la traducción de Resurrection, por él prologada. En cuanto a Galdós, tiene en su biblioteca quince obras de escritores rusos, ninguna de Dostoíevski, pero tres de Merejkoski, dos de Turgueniev (Pères et enfants, traducción francesa de 1880 y Mémoires d'un seigneur russe, sin fecha), una de Gorki y cinco en francés de Tolstoi: La guerre et la paix, publicada por Hachette en 1884, Ma religion, de Larousse, 1885, Les cosaques, Hachette, 1886, Resurrection, Flammarion de 1899 y dos en traducción española (La escuela de Iasnaia Poliana y La guerra ruso-japonesa, las dos sin año).

A pesar de que los fondos de las bibliotecas aludidas estén incompletos, el análisis de los ficheros proporciona datos interesantes. El primero es el enorme éxito editorial de las obras traducidas de Tolstoi y Dostoïevski con más setecientas entradas para cada uno de 1886 a 2008. Si de 1940 a 2008, Dostoïevski es más editado que Tolstoi, 699 títulos para el primero contra 608 para el segundo, es lo contrario para el periodo que nos interesa, de 1886 a 1910, durante el cual salen a luz 126 ediciones de obras de Tolstoi contra 49 de Dostoïevski. Turguenief se queda muy atrás con sólo 17 obras traducidas entre 1854 y 1910, y 145 de 1940 a 2008. No he encontrado traducción de Gogol de 1860 a 1910, en cambio de 1930 a 2008, hay 38 ediciones distintas de Las almas muertas, obra claramente influida por el Quijote y que no poco debe a la novela picaresca española del siglo XVII.

Estos resultados, que, repito, no pueden temerse como absolutamente conformes con la realidad editorial, concuerdan con lo que dice la prensa y lo que sugiere la crítica durante el periodo estudiado. Las novelas de Tolstoi, Guerra y paz, Ana Karenina, La sonata a Kreutzer, Resurrección y las obras que, entre confesionales y ensayísticas, definen lo que se suele llamar el tolstoísmo son las que suscitan mayor interés y en muchos casos sorpresa, admiración y entusiasmo, y también polémicas y rechazos. Es más difícil determinar la real presencia de Dostoïevski por la falta de datos editoriales, pero está claro que impactaron fuertemente Recuerdos de la casa de los muertos (1861), Los hermanos Karamazof (1881) y sobre todo Crimen y castigo (1866), y El idiota (1867), obras a menudo citadas por Clarín, Fernando Araujo y sobre todo por doña Emilia Pardo Bazán. De Turguenief, solo figuran en la Biblioteca Nacional de Madrid 16 obras en francés o traducidas al español, fechadas de 1854 a 1910. A pesar de la cualidad de su obras, Turguenief, tal vez por ser el más occidental de los novelistas rusos, no parece tener el éxito de un Tolstoi o de un Dostoïevski. Su novela Padres e hijos, publicada en 1862, ofrece, con el personaje de Bazarof, el primer ejemplo literario de un nihilista, palabra muy usada en España a partir de los años setenta y con varios sentidos, como veremos. También a él se le debe el hallazgo terminológico del «hombre superfluo» tipo definido, en 1850, en el relato Diario de un hombre superfluo9; el hombre superfluo es el individuo que, estando en condiciones de hacer algo, no hace nada que valga para la colectividad, por egoísmo, falta de voluntad o de talento.

Rusia y su literatura están, a partir de los años de 1886-1887, cada vez más presentes en la prensa, hasta llegar a ser en la última década del siglo y los veinte primeros años del XX, unos objetos predilectos de artículos publicados en la prensa diaria, en Los Lunes de El Imparcial y sobre todo en revistas como La España Moderna y La Lectura. La contribución de esta dos revistas al conocimiento de Rusia y de su literatura es considerable, como puede verse en la parte bibliográfica de la tesis de Portnoff, que da de todo lo publicado al respecto lista completa, según pude averiguar.

En Los Lunes de El Imparcial, de 1879 a 1901 se publican sobre la historia y la literatura de Rusia unos cuarenta artículos firmados por Juan José García Gómez, Augusto de Figueroa, Ignacio de Genover, Wanderer (seudónimo de Manuel Alhama Montes), Ortega Munilla, Rodrigo Soriano, Maeztu, Gómez de Baquero. ¿Puede considerarse que en 1886 ya han entrado en España los nombres de Turguenief y Tolstoi, así como algunas de sus respectivas obras, Padres e hijos, Ana Karenina, Guerra y paz? ¿Qué hacer?

La España Moderna publica a partir de 1890, traducidos al español, más de treinta cuentos de Tolstoi o capítulos de sus principales novelas; diecinueve trozos escogidos de Turgueniev, y cinco o seis de Dostoïevski; y varios textos de Gorki a partir de 1905 y de otros autores rusos. También abundan en la revista de Lázaro Galdiano los artículos críticos, firmados en su gran mayoría por Femando Araujo, crítico de regular talento que repite algo de lo que se escribe en París; así y todo publica unos veinticinco artículos sobre el solo Tolstoi entre 1883 y 1907 y uno insustancial en 1901 sobre Tolstoi y Dostoïevski.

En La Lectura escribe, casi desde sus fundación en 1901, un joven sociólogo, historiador, traductor políglota (se dice que conoce once lenguas) y gran viajero por los países del Este, Julián Juderías (1877-1918), que publica, por lo menos hasta 1905, numerosos artículos totalmente originales y muy dignos de atención sobre Rusia, su historia, su situación social, sus costumbres, su cultura, su literatura. Hasta 1905, he recopilado setenta y dos artículos con su firma, entre los cuales cinco sobre Tolstoi, seis sobre Gorki y uno sobre «Gorki y Nietzsche». Es también autor, en 1904, de la obra muy documentada Rusia contemporánea: estudios acerca de su situación actual10.

Como es bien sabido, el decisivo punto de partida en España del interés por Rusia y su literatura, por la novela principalmente, es la serie de conferencias leídas por doña Emilia en el Ateneo de Madrid, en 1886, y publicadas al año siguiente con el título La revolución y la novela en Rusia11. Es una obra de insólita documentación y basada en lecturas personales perfectamente dominadas y a mi modo de ver superior en perspicacia y comprensión a Le roman russe de Melchor de Vogüé12 que tanta resonancia tuvo en Francia hasta propiciarle a su autor un sillón en la Académie Française. Hay que hacerle justicia a doña Emilia, pues su libro de 1887 no ha sido en su época ni después apreciado a su justo valor por varios motivos, los de siempre: es mujer, es católica y otras cosas más.

Sin embargo, no es del todo exacto afirmar, como hace la condesa al empezar el ciclo de sus conferencias, que «Nada se ha escrito hasta la fecha en España sobre la situación política y social de Rusia». Por ejemplo, el asesinato por los revolucionarios del zar Alejandro II, en 1881, fue comentado ampliamente en la prensa que intentó comprender y explicar la situación política y social de Rusia. Se puede citar El Día que dedica mucho espacio, en los números de los 14, 15 y 18 de marzo de 1881, al acontecimiento, a la emancipación de los siervos, a los nihilistas. Castelar, en octubre del mismo año publica en el periódico del Marqués de Riscal, un largo «boceto histórico» de la Rusia contemporánea. Por su parte Los Lunes de El Imparcial ya había publicado antes de 1886, siete artículos sobre Rusia y su literatura.

A propósito del término de nihilista (aparecido en Los Lunes de El Imparcial el 10 de julio de 1882, en un artículo de Juan José García Gómez), son oportunas las explicaciones dadas por Doña Emilia, pero el uso de la palabra en España es muy anterior a 1886, sobre todo hay que subrayar que su significado es muy fluctuante. Sorprende que se emplee la misma palabra, nihilista, para calificar al Tolstoi, que cuestiona el orden social y religioso establecido y para designar al revolucionario que tira bombas, mezclando el sentido filosófico tradicional del término con el nuevo sentido que cobra a consecuencia de los violentos acontecimientos. El nihilista Bazarof, personaje de Padres e hijos es ante todo un abúlico que niega por pereza cualquier verdad impuesta. Caso límite, un Doctor Séliva (será seudónimo) publica en 1884 en Valladolid, un libro titulado, El nihilista español13: pues bien el tal nihilista es un intransigente tradicionalista, un integrista antiliberal, que niega «las luces del siglo representadas por la libertad», que rechaza todo lo moderno. Así pues, al que niega algo, sea ruso, francés o español se le tilda de nihilista, lo cual es motivo de extrañas confusiones. Pocos son los que reaccionan contra esos abusos; sin llegar a tal, doña Emilia acude a Tikomirov, íntimo amigo suyo, según dice, que limita el uso de tal palabra a «la parte militante de la inteligencia»14.

No carece de gracia representarse a doña Emilia, católica y mujer, lanzando como reto al masculino y venerable público del Ateneo el siguiente juicio: «Al indiferentismo egoísta que invade a ciertas naciones creo que prefiero los apasionados extremos y hasta los desbarros del nihilismo. En política como en arte, me cautiva lo que vive»15.

La revolución y la novela en Rusia, es la síntesis de cuanto se ha escrito hasta 1886 sobre Rusia y su literatura. La condesa cita a menudo a Leroy-Beaulieu, a Makensie Wallace, a de Vogüé, a su «excelente amigo Tikomirof, etc., lo cual pone fuera de lugar la acusación de plagio solapado que se la achaca. La verdad es que domina perfectamente sus fuentes. Y lo más notable es la personal lectura de las obras de Tolstoi, Dostoievski, Gogol, Tugueniev, enjuiciadas según los propios criterios. Manifiesta sin disimulo su admiración por esos novelistas, que calan hondo en las «misteriosas profundidades de nuestro ser moral, donde se ocultan otros extraños fenómenos psíquicos»16, pero no puede superar el límite impuesto por sus creencias, pues ve las cosas a través de su dogmatismo católico. En el caso de Tolstoi, considera que es grave error el que el patriarca de Iasnaia Poliana se haya convertido en filósofo, en pensador, en «hereje» y haya abandonado y hasta despreciado su obra artística. La verdad es que doña Emilia no puede entender la religión de Tolstoi, lo que en Rusia se llama el tolstoísmo. Le tilda de ingenuo y pretencioso, pues para ella la enseñanza de Cristo «viene desde hace diez y nueve siglos, definida y explicada por genios, águilas de la teología [...] y Tolstoi entresacando a sus capricho el trozo del libro santo que más hirió su imaginación de poeta, deduce de él un estado social imposible y extrahumano; declara inicuos y reprobables los tribunales, las prisiones, la autoridad, la riqueza, el arte, la guerra, los ejércitos»17. No puede entender que lo que hace Tolstoi es intentar recuperar la verdadera enseñanza de Cristo, desviada por la institución clerical, para construir una teología pétrea, fundacional de las Iglesias dogmáticas, una teología que ahoga la verdadera palabra de Jesús. En cambio, Clarín, el autor de Ángel Guerra, Nazarín y Misericordia y también, al parecer, el Palacio Valdés, autor de La fe, entienden la búsqueda de autenticidad religiosa de Tolstoi, porque hasta cierto punto la comparten.

Por todo lo que se refiere a los aspectos literarios de la novela rusa la crítica de Emilia Pardo Bazán es una clara y decisiva aportación. Las páginas que, al final de su libro, dedica al «naturalismo ruso» son de moderna pertinencia, al ceñirse al triple criterio de Taine de «época, nación, raza»18. La novela rusa «guarda fidelidad a lo real, copia la vida en sus detalles más humildes y bajos»19 y «los novelistas rasos que guardan el decoro cuando pintan la pecadora humanidad son más naturalistas que los naturalistas franceses». Zola «escoge lo más feo» mientras que los novelistas rusos mezclan «poesía y vulgaridad, sin prescindir de la vida psíquica y de las necesidades espirituales»20.

Esta dualidad de la crítica de la Pardo Bazán se encuentra en sus artículos posteriores. Cuando muere Tolstoi, en 1910, publica en La Lectura dos artículos, uno ensalza al «genial artista»21 y el otro censura al «redentor», lamentando que se haya desperdiciado tanto talento22.

No he podido calibrar el impacto que tuvieron las conferencias y el libro de doña Emilia. Lo cierto es que no pudieron dejar indiferente a Galdós, siempre abierto, como quien no quiere la cosa, a las nuevas orientaciones y a las nuevas formas literarias y puede asegurarse que su «insigne compatriota» le susurró en clandestina intimidad los méritos de sus amados escritores rusos, sugiriéndole que los leyera. Y seguro que sin confesarlo los leyó23.

Clarín no ha emprendido nunca trabajo de divulgación de la literatura rusa comprable a La Revolución y la novela en Rusia, pero las alusiones a Tolstoi, más o menos desarrolladas, que esmaltan su obra periodística, a partir de 1886, dejan adivinar un conocimiento mucho más profundo de lo que se podría pensar. Su íntima comprensión del patriarca de Iasnaia Poliana y hasta cierto punto su coincidencia con su pensamiento religioso y social se manifiestan al final del siglo en torno al cuento «Amo y criado»24 y sobre todo en sus artículos sobre Resurrección25 en unas páginas que merecen particular atención en estudio aparte.

Esas alusiones surgen en general de manera incidente como rectificaciones o como comparaciones. Cuando, por ejemplo, Núñez de Arce se atreve en 1886 a afirmar en un discurso que Rusia es la nación más refractaria a la poesía, interviene Clarín en su folleto Mis plagios. Un discurso de Núñez de Arce, para recordarle a don Gaspar que Rusia alzó en 1880 un ostentoso monumento al gran poeta Puskin y añade: «Recuerde el autor lo que influyó Gogol en Rusia, lo que influye Tolstoi, ambos novelistas, y recuerde el incidente tierno y bien significativo en que Dostoïevski hizo de principal papel cuando se trató de honrar pública y solemnemente la memoria de otra gloria de Rusia»26. En 1889, lamenta Clarín que Galdós no le proporcione datos para escribir la biografía que le pide La Publicidad y manifiesta el deseo de que el autor de Fortunata y Jacinta se decida a dar «un libro que se parezca a los Recuerdos de su ilustre colega ruso, el creador de Guerra y paz y Ana Karenina», aludiendo al libro, Mes mémoires: enfance, adolescence, jeunesse, que tiene ya en su biblioteca y que probablemente acaba de leer27.

Por la mismas fechas en que doña Emilia habla de Rusia en el Ateneo, Clarín, en su artículo sobre La Montálvez se atreve a comparar a Pereda con Tolstoi, claro que sólo sobre un aspecto, el del amor a la naturaleza y de las afinidades ruralistas de los dos. «El que haya visto a Pereda en el campo [...] no me negará que en aquel cariño fuerte, sano, como pudoroso, a lo que llamamos la naturaleza, se ve algo semejante a lo que Tolstoi nos pinta, sin duda retratándose, en su famoso y muy simpático personaje Levine, el señor ruso que en ciudad se asfixia y que encuentra una voluptuosidad sublime en pasarse un día de sol a sol segando como un gañán en los frescos prados, confundido con los humildes aldeanos de sus propios dominios. [...] Este modo de querer a la madre naturaleza, como la llama Emilia Pardo Bazán [...], sólo pueden comprenderlo los que, como Levine (léase Tolstoi) y Pereda son, en cierto modo, aldeanos sin dejar de ser artistas. [...] A quien se parece tanto el poeta de Tipos y paisajes es al personaje de Levine, que es en parte, retrato del autor, el cual ya había pintado sus propias facciones en aquel famoso Pedro Bezukof, de Guerra y paz».

Esta claro que esa semejanza entre Pereda y Tolstoi es una digresión lenitiva, pues La Montálvez es para Clarín una novela mediocre comparada con la obra maestra Ana Karenina. Y la explicación es que «Tolstoi es, o fue mucho tiempo, además de un Levine y un príncipe Pedro, un príncipe Andrés (de Guerra y paz) y algo también de un Wronski (de Ana Karenina); es decir, fue el hombre de la corte, el gran artista, que es también magnate, héroe de los salones, práctico de los mares del gran mundo». Pereda, en cambio, «no tiene dentro de sí este doble hombre, este príncipe ruso que brilla en la corte a pesar de ser campesino». Lo que parece ignorar Clarín es que a Tolstoi no le gustaba la vida de la corte, de la que era más testigo y atento observador que aficionado. Lo que le falta a Pereda es la capacidad de observación de la alta sociedad ; por eso La Montálvez no pasa de ser «una valentía moral»28.

Lo que demuestra el artículo sobre la novela de Pereda, es el perfecto conocimiento que, ya por los años de 1887 o 1888, tiene el autor de La Regenta de Guerra y paz, de Ana Karenina y de la vida de Tolstoi.

En un «Palique» de 1890 (Madrid Cómico, 19 de julio) alude de pasada a la Sonata a Kreutzer, pero sin dar prueba manifiesta de haberla leído.

Durante los últimos años del siglo, Alas, ante todo preocupado por los problemas espirituales sin olvidar nunca los aspectos artísticos de la literatura y de la vida, se encuentra en simpática simbiosis con el pensamiento y el arte de Tolstoi, o sea con lo que doña Emilia llama irónicamente «el redentor». Algunos de sus artículos y el prólogo que escribe para la traducción al español de Resurrección constituyen sin lugar a dudas la mejor síntesis del impacto que tuvo en España el pensamiento religioso y social del «apóstol» ruso, lo cual será objeto de estudio en el apartado que sigue.

Antes, debe completarse un poco, en lo que se puede, el incompleto panorama de la presencia de los novelistas rusos en España hasta la muerte de Tolstoi y algunos años después, porque en las primeras décadas del siglo XX aparecen algunos textos decisivos al respecto.

Era lógico pensar que la personalidad, el arte y el pensamiento de Tolstoi tendrían fuerte eco en Unamuno. De hecho, sólo he encontrado una absoluta y totalmente vaga valoración del autor ruso en el artículo «Principales influencias extranjeras en mí obra». Dice así: «Tolstoi ha sido una de las almas que más hondamente han sacudido la mía. El anarquismo de un Ibsen me es simpático y más aún el de un Kierkegard, el poderoso pensador danés, de quien ante todo se han nutrido Ibsen y Tolstoi»29.

Gran fama alcanza Tolstoi en las varias sensibilidades anarquistas del fin de siglo. Admirado por todos por su defensa del débil y su denuncia de un orden injusto, combatido por muchos por su evangelismo y su rechazo de la violencia, sus concepciones dan lugar a grandes discusiones y polémicas que se reflejan en numerosos artículos y folletos, que están por explorar. En el estado actual de la investigación, no queda más remedio que aprovechar el sintético y documentado estudio de Pérez de la Dehesa que constituye el capítulo IX («Tolstoi y el anarquismo español») de la introducción al libro de Federico Urales, La evolución de la filosofía en España30. Como se dirá en el apartado ulterior, Clarín, a propósito de Resurrección, interviene con fuerza, aunque indirectamente, en el debate abierto entre los ácratas sobre lo que para estos últimos es la dualidad (entre revolución y no violencia) del novelista ruso.

Después de Clarín y en las primeras décadas del siglo XX, Antonio Machado y Rafael Barrett son los dos intelectuales que, a mi modo de ver, han comprendido mejor la naturaleza y el alcance de la obra de Tolstoi. Y es así, creo, porque son, como Clarín, dos poetas que van más allá de la razón raciocinante y perciben las cosas a través de una intuición iluminada por una profunda cultura humana y humanística. Estudio aparte merecerían por sí solos, los textos de la conferencia de Machado «Sobre literatura rusa» de 1922, y su corolario de 1934 «Sobre una lírica comunista que pudiera venir de Rusia»31, juntos con los dos artículos de Barrett, «Tolstoi» de 1910 y «La muerte de Tolstoi» de 1913, a los cuales podría añadirse «Gorki y Tolstoi» de 190732. Pero ¿quién es Rafael Barrett? Un casi desconocido hasta la reciente publicación del libro de Gregorio Moran, Asombro y búsqueda de Rafael Barrett, apasionante «búsqueda» de un joven hispano-inglés exiliado en Paraguay y luminosa biografía de un intelectual, en el pleno sentido de la palabra, muerto en Arcachon a los treinta y cinco años, un mes después de su admirado Tolstoi33.

Muy incompleta es por cierto esta reseña de la presencia en España de la novela rusa; ofrece sin embargo suficiente materia para ordenar algunas perspectivas en torno a la influencia del pensamiento ruso (inseparable de su forma artística), especialmente de Tolstoi.




ArribaEl pensamiento social y religioso de Tolstoi en la España del fin de siglo

La llamada «conversión» de Tolstoi empieza por los años de 1878, es decir cuando todavía no ha puesto punto final a Ana Karenina. La búsqueda del sentido de la vida le conduce a cuestionar todo cuanto ha condicionado su existencia hasta la fecha: la religión dogmática y rutinaria de sus mayores, su condición de boyardo y rico terrateniente, sus enormes éxitos literarios. Como un Descartes, tal vez más sentimental que puramente racional, duda de todo y en un principio reniega de todo, pero es para abrir un camino auténtico de ir por la vida y crearse, caminando, es decir estudiando y pensando, un motivo de justificación del existir que siente como un absoluto necesario, aunque inalcanzable. Durante años busca y medita con arrebatado vigor y lo escribe todo, todo lo que busca, todo lo que piensa, sin ocultar nada, ni sus pecados, ni sus contradicciones, ni su fe, ni sus dudas, ni sus miedos. Todo. Asume a los ojos de todos, sus contradicciones como dramas personales o íntimas tragedias: desear ser mujik sin poder dejar de ser rico hombre, desear ser casto y verse empujado por la carne, desear ser inmortal sabiéndose mortal y cada día más. Querer que los hombres vivan felices, por lo menos que no mueran de hambre y sepan leer y en eso se implica constantemente, y rechazar para conseguir tal meta el recurso a la fuerza, etc. En fin, ser digno del tolstoísmo que, conforme se publican sus obras, se derrama como una esperanza por su patria y por Europa. Lo que sorprende es que no hay discontinuidad en el fondo, aunque sí en la forma, entre sus escritos íntimos, su Diario, escrupulosamente cotidiano, sus cartas, y los textos, entre confesiones y ensayos, que da a la imprenta. Estos últimos son los que se traducen en París, en Madrid, en Barcelona, en Londres, en Ginebra etc. Mi confesión (1879-1882), Crítica de la teología dogmática (1880), Ma religión (1882; París, 1885, obra que figura en la biblioteca de Galdós), ¿Cuál es mi fe?, ¿Qué hacer?, ¿Qué es el arte? (1897, Barcelona, 1902), El reino de Dios está en nosotros (1893) etc. Títulos que son la quintaescencia de su filosofía.

Cuando vuelve a la ficción en cuentos (La muerte de Yvan Illitch, 1887, Amo y criado, versión española de 1894, y otros muchos) y en novelas La sonata a Kreutzer y sobre todo su tercera obra maestra, Resurrección, es para poner su talento al servicio de su misión humana de profeta, no para «producir placer». En ¿Qué es el arte? condena el arte de una minoría; Baudelaire, Mallarmé, Verlaine, los simbolistas, etc., alejan el arte del pueblo, de la inmensa mayoría. Para él, «el arte es un medio de fraternidad entre los hombres que les une en un mismo sentimiento, y por lo tanto, es indispensable para la vida de la humanidad»34.

Para comprender su pensamiento hay que fijarse en su exégesis de los Evangelios, inmensa tarea, para la cual emprende como preparación ya desde 1876 el estudio del islam, del judaísmo, del budismo, de la filosofía griega (y para entender mejor esta última aprende el griego, y con gusto). De sus estudios saca unas constantes éticas y morales que para él son la verdad, más allá de credos y dogmas. En cuanto a los Evangelios, los depura para sacar la verdadera palabra de Cristo, que expresa en La concordia y traducción de los cuatro Evangelios (Ginebra, 1884-1894). En 1881, un discípulo suyo escribe a partir del manuscrito una simplificación, destinada al gran público, El Evangelio abreviado, que se publica primero en inglés en 1885, y en versión francesa en Ginebra en 189035; es probablemente esta última edición la que se difunde en España, la que cita Clarín, la que tal vez lee Galdós.

Dos ideas rigen la reescritura de Tolstoi: revelar el contenido ético del mensaje evangélico y negar la naturaleza divina de Jesús.

La enseñanza de Cristo se resume en cinco mandamientos, basados en el «Sermón de la Montaña»: «No te encolerices, no cometas adulterio, no jures, no seas enemigo de nadie, no te resistas al mal con la violencia». Para Tolstoi, la divinidad de Cristo, los milagros, la relación del Antiguo y del Nuevo Testamento son una falsa construcción para edificar el sistema de las positivas religiones cristianas, responsables de que el mensaje ético de Jesús resulte enturbiado, desviado y petrificado en los ritos. A cada hombre Dios le ha dado su parte de divinidad: Est Deus in nobis. «Cuando Jesús -escribe Tolstoi en el prólogo al Evangelio abreviado- afirma ante los sacerdotes que es Hijo de Dios, en realidad les está diciendo que ellos, por ser hombres como él, son también hijos de Dios».

Por menos se le acusa a uno de hereje y no puede sorprender que el Sínodo le excomulgue en 1901. Si a esta posición iconoclasta se le añaden las constantes denuncias de los abusos de las autoridades políticas, judiciales, militares y administrativas generadores de injusticias sociales, se comprende que a Tolstoi se le tilde de anarquista o de nihilista.

Su doble figura de artista genial y de vigoroso profeta, como dice doña Emilia, le da a Lev Tolstoi una fama enorme, cuya oleada se derrama por todo el mundo levantando admiración y sacudiendo las conciencias, la de Ganghi como la de Clarín o de cualquier lector directo o indirecto de su obra, por muy alejado que esté en el mapa del mundo de San Petersburgo y de Iasnaia Poliana, como Rafael Barrett en el lejano Paraguay.

En España, además del indiscutible éxito de sus obras maestras, Guerra y paz y Ana Karenina, modelos de un arte realista original, que para muchos supera en valor humano los moldes del naturalismo francés y tiene algún parecido con las mejores novelas de Galdós y de Clarín, las condiciones de la recepción de lo que para entendernos llamamos tolstoísmo son en las últimas décadas del siglo particularmente favorables, por lo menos entre los intelectuales liberales más o menos influenciados por el krausismo, que son los que finalmente nos interesan y entre ellos más que todos Clarín y Galdós y en grado menor el Palacio Valdés autor de La fe36.

Basta recordar, pues es de sobra sabido, que desde los años sesenta denuncian todos, en novelas y artículos de prensa, el fanatismo religioso y la hegemonía de la Iglesia católica en todas las esferas de la sociedad. Pasando los años, tienen conciencia de que la culpa de la falta de un auténtico sentimiento religioso en un país que se dice «predominantemente católico» la tiene la misma Iglesia, que ha venido a ser una institución, un mero Estado en el Estado, jerarquizado y ante todo preocupado por la defensa de sus privilegios. Esta Iglesia, rutinaria y petrificada en la mera observancia del rito colectivo en detrimento de una verdadera fe individual, no es más, según Clarín, que «la cáscara vacía de una gran institución». En suma, llegan ante la Iglesia romana casi a las mismas conclusiones que Tolstoi frente a la Iglesia ortodoxa, la del Sínodo, directamente relacionado con el poder imperial. Sin embargo, los liberales españoles de quien hablamos no pasan de reformadores, mientras que el autor del nuevo Evangelio va más lejos; ni siquiera se le ocurre a Tolstoi pedir a la Iglesia de Oriente que se reforme porque, para él, es irreformable. Pero nada más alejado de su intención que fundar algo parecido a una Iglesia. Respeta y defiende a los dukobors, una secta que sigue estrictamente los principios evangélicos, pero él se dirige únicamente al hombre, a cada hombre, para decirle que Dios está en cada uno y que sólo el respeto de la palabra de Cristo puede abrir paso a la armonía colectiva. Si se desarrolla en Rusia el tolstoísmo, no es por voluntad propia, sino porque el mensaje difundido por sus escritos y unos pocos discípulos arraiga en la Rusia de aquella época.

El cuestionamiento de la Iglesia católica por unos intelectuales eminentemente religiosos, como son Clarín, Palacio Valdés y probablemente también Galdós, a los cuales se podría añadir a Giner de los Ríos y a otros muchos, es sólo un elemento de la crisis moral, filosófica y social del fin de siglo. Remitiendo a la abundante bibliografía sobre la cuestión, basta mentar algunas claves: vacilación de la fe en la ciencia, conciencia de la insuficiencia y del peligro del cientificismo y hasta del positivismo como filosofía de la burguesía dominante, emergencia en el campo social de un movimiento obrero organizado y movido por un dinámico ideal de justicia e igualdad. Estos son los elementos reales de la crisis de fin de siglo y no la pretendida ruptura de una generación del 98, como rezan los rótulos de ciertas historias de la literatura. Si la doctrina de Tolstoi, llámese así, tiene tanta resonancia en el mundo occidental y tal vez más en España que en Francia, aunque no lo parezca, es porque surge en un momento de crisis de valores y sobre todo de crisis social. La burguesía dominante ve amenazada su posición y anda en busca de una idealidad capaz de contrarrestar las ideologías proletarias: frente a la fraternidad por fin proclamada y hasta cierto punto vivida por las organizaciones obreras, se ofrece la caridad, cuya fuente más humana es el Evangelio. La sinceridad del compromiso, fundamentalmente altruista, de los intelectuales «progresistas» españoles del siglo XIX, los Galdós, Clarín, Palacio Vades, Giner, etc., es total dentro del ámbito social en que se mueven, el de la clase media culturalmente superior. A pesar de las diferencias de desarrollo histórico, España está más cerca de Rusia, que Francia o Inglaterra, pongo por caso. Es significativo que doña Emilia pueda comparar al mujik con el labriego gallego y ciertas asociaciones del campesinado de su tierra (los petrucios o los mayores) con el mir ruso. Sin dar más explicaciones, que aquí no vienen al caso, puede entenderse la fervorosa acogida en España de Tolstoi y de su obra «revolucionaria», acogida entusiasta confesada por Clarín, Barrett, Machado, algunos ácratas, o recepción silenciada pero hondamente vivida como parece ser el caso de Galdós o Unamuno.

No hay motivo para volver sobre la enorme contribución de la condesa de Pardo Bazán a la presencia en España de la novela Rusa y de su incapacidad para comprender el tolstoísmo tanto en 1886 como en 1910. En cambio, el Clarín de fin de siglo merece al respecto particular atención.

En 1895, la lectura de la novela corta Amo y criado es ocasión para difundir el mensaje evangélico de Tolstoi, que para él, dice, no es nuevo. En aquella relación entre el propietario ruso y el mujik lo que se presenta es «el gran problema de la otra vida, de la piedad religiosa, como solución para las contrariedades de este mundo». Y añade, como quien parece haber leído el Evangelio abreviado: «Tolstoi ya no piensa más que en escribir y realizar parábolas evangélicas de lo que para él es la esencia del cristianismo, despojado de elementos hebraicos y otros posteriores que cree extraños al espíritu de Jesús»37.

Es en el prólogo a Resurrección donde manifiesta con entusiasmo su admiración por el arte y por la concepción ética y religiosa de Tolstoi. Antes de que Maucci le pida el prólogo, ha leído la novela e incidentamente aprovecha la ocasión para ajustar cuentas con algunos jefes anarquistas, esos «cabecillas de escalera abajo», como suele llamarlos.

El personaje de Novodvorov, «el revolucionario antipático de Tolstoi se parece infinito a otros revolucionarios de por acá». Novodvorov «es el sabio de pacotilla, que deslumbra a los correligionarios ignorantes con sus ideas simplistas, absolutas». Y a Clarín le vienen como de perlas las reflexiones del protagonista, Nekhludov (en quien hay que ver, para muchas cosas, al mismo Tolstoi), sobre el jefe nihilista que es ante todo -escribe Tolstoi- un ambicioso «de estrechas miras», movido por «el deseo de dominar y hacerse valer», pero que carece de «las cualidades morales y estéticas que producen la duda y la cavilación». Pues bien, concluye Clarín, en clave de ironía: «Lo que es el talento, Tolstoi, a fuerza de genio observador... nos pinta un revolucionario ruso, en Siberia... Y nosotros vemos en él un retrato de Fernández... Y aunque menos parecido, de Pérez, de Gómez, de González...»38. En realidad, al focalizar Clarín su atención en el cabecilla anarquista (nihilista), le da un relieve que no tiene en el fresco que pinta el autor de la novela.

«Resurrección -escribe Clarín, tomando altura, en el prólogo- es, ante todo un libro edificante; como el Evangelio, como El Libro de Job, como el Kempis, como la Vida de San Francisco, como las Obras de Santa Teresa». Para él, Resurrección es la novela más hábil, más perfecta de Tolstoi, que «cada vez más olvidado de su genio, humilde de verdad, como buen cristiano, es más poeta, más artista que nunca, sin querer; porque la gracia que Dios ha querido llevar a su corazón, también la derrama sobre su arte, piense en ello o no el artista, pues le ha de servir de instrumento para edificar las almas con el señuelo de la hermosura». Como se ve, este absoluto elogio conjuga la admiración por el arte del novelista ruso con la fuerza de su compromiso religioso y social, que Leopoldo Alas conoce bien por haber leído con gran interés el Evangelio abreviado. Aunque no le parezcan demostradas algunas afirmaciones de Tolstoi (negación de la relación entre el Antiguo Testamento y los Evangelios, así como la solidaridad entre el Nuevo Testamento y «el trabajo posterior dogmático de la Iglesia»), confiesa que es suyo el fondo de la doctrina, pues para él también y desde hace tiempo la verdad es que «Dios está en nosotros». Por eso Resurrección es un libro «profundamente religioso», ya que en la pintura social, que algunos pueden ver como «utopía de anarquista pacífico», vibra «la música interior, íntima del Evangelio»39.

Como ya se ha dicho, la condesa de Pardo Bazán, a pesar de sus conocimientos de las literaturas extranjeras, a pesar de su admiración por los novelistas rusos y particularmente por el autor de Ana Karenina, no puede romper los moldes que aprisionan sus juicios. Su dogmatismo católico le impide comprender la religión de Tolstoi, y unos criterios estrechos falsean en muchos casos su percepción de las cosas. Por ejemplo, sin ver que se contradice, le niega a Tolstoi universalidad cuando escribe: «Créese Tolstoi intérprete de la humanidad, cuando no lo es sino de su gente y de su país». Para ella, La sonata a Kreutzer es muy superior a Resurrección, novela de la que no se atreve a hablar, sino para afirmar que en ella sobran muchas cosas. Los dos largos artículos que doña Emilia dedica a Tolstoi, en 191040, merecerían por sí solos un estudio para poner de realce las aportaciones, que no faltan, pero sobre todo para calibrar los criterios estético e ideológicos de la autora. Muy sorprendente resulta que, a la hora de evocar las relaciones entre la novela rusa y las literaturas occidentales, la condesa haga caso omiso de España; más sorprendente aún, al hablar de la novela de tesis, la «desleída y enfadosa tesis» de Zola, y la que con Tolstoi «se hace carne, se hace vida», en ningún momento se le ocurre aludir, por lo menos aludir, a obras como Nazarín, Halma o Misericordia. De lo cual es legítimo deducir que según ella, la novela rusa no ha influido en los escritores de su país, que la innegable presencia del soplo evangélico procede de una espontánea vuelta nacional a Jesús o a una actualización del mensaje de San Francisco o de Santa Teresa.

Otra sorpresa es el silencio casi absoluto de Unamuno sobre Tolstoi, pues si confiesa una vez que el escritor ruso le ha hecho pensar mucho, nunca dice en qué ni cómo ni cuándo. Él, que lo escribe todo y escribiendo lo domina todo, no suelta cuatro palabras sobre el artista alabado por el mundo entero y por el gran pensador en incesante búsqueda del sentido de la vida, como él.

En cambio, el olvidado Barrett, perdido en medio del Cono Sur y de quien un temerario crítico quiere hacer un miembro de la generación del 98, es decir un colega de Unamuno, Ganivet y etc., encuentra los acentos de la más auténtica admiración. Para Gregorio Moran, que nos lo restituye en una apasionante búsqueda por tiempo y espacio, Tolstoi fue para Barrett un símbolo «en muchos aspectos de su vida y de su obra, empezando por el compromiso social de un aristócrata de cuna, como era su propio caso: "El drama secreto de Tolstoi -escribe Barrett- de 1879 acá, es decir desde la fecha de su famosa conversión, es el conflicto entre sus ideas, sus aspiraciones a un cristianismo sin dogmas, a la perfecta fraternidad social, y los hábitos, los prejuicios, la ternura misma que le rodean"»41. Ya se ha dicho que en diarios de Asunción y de Montevideo, publica Barrett tres artículos sobre Tolstoi. El primero de 1907, dedicado a «Gorki y Tolstoi», concluye así: Tolstoi y Gorki «representan dos direcciones fundamentales de la evolución rusa. [...]. Estos dos grandes hombres, cuyas opiniones parecen contrarias, se completan realmente en su tarea ciclópea. El mismo altruismo palpita en los dos». En el lejano Paraguay, Barrett lo sabe todo de Tolstoi, de sus obras maestras, de su vida, de su «conversión», de sus escritos religiosos, y lo que sabe lo da a conocer a los lectores. Cuando muere el patriarca ruso, le dedica un vibrante homenaje: «La vida y sobre todo la muerte de Tolstoi plantean problemas supremos de la moral humana. Quien no esté envenenado por la literatura y cegado por la ciencia positiva lo comprende y lo siente así. Rusia, pueblo apasionado, primitivo, en plena fermentación social, se ha estremecido hasta el fondo de su alma innumerable al ver la heroica fuga del gran anciano y su caída gloriosa, en plena estepa, al pie del ideal invisible. [...] He aquí uno de los más nobles héroes de la historia, a uno de los santos más puros con que puede honrarse nuestra raza [...] ¿Qué nos importaría Jesús, si hubiera sido Dios? Para un Dios nada hay maravilloso. Lo que nos abre las puertas de la esperanza, [...] es que Jesús tembló de angustia bajo los olivos, y de cólera entre los mercaderes, y de terror sobre la cruz, que su carne era hermana de la nuestra, y que Jesús era un hombre».

Tras evocar el dolor provocado por la muerte del grande hombre en Gorki, en los estudiantes de san Petersburgo, en los mujiks de Iasnaya Polania, se alza Barrett contra las «majaderías» que se desarrollaron en Occidente. «!Qué diablo! Los estetas del boulevard tienen a Tolstoi por un viejo loco. Emile Faguet, con esa miopía especial de los profesores de retórica, declara que el autor de Resurrección está por debajo de Dickens y al nivel de Jorge Sand. Gastón Deschamp, uno de los críticos de más largas orejas de París, se permite hacer chistes. Consolémonos con la frase de Maeterlinck: "Tolstoi es el artista más grande de la civilización actual. Su influencia, en sus últimas manifestaciones, se confunde admirablemente con el ideal más alto que pueden concebir los pensamientos provisorios de los hombres de estos tiempos"»42.

Interesantes son en sí las palabras de absoluta admiración de Barrett, pero también pueden tomarse como ejemplo de la difusión de la ola tolstoiana del uno al otro confín.

Casi tres lustros después de la muerte de Tolstoi, en plena revolución soviética, surge como palabra en otro tiempo la voz acompasada de Antonio Machado para hacer el balance de la influencia de la literatura rusa en las letras y en el pensamiento de Occidente, y por supuesto de España. «Sobre literatura rusa» es el título de la conferencia leída en Segovia en 1922, en la cual tras afirmar que en el siglo XIX la literatura rusa influye en todas las literaturas europeas, sin excluir la española, pregunta: «¿Qué debe la moderna literatura europea, y dentro de ella la española al genio creador de Rusia?»

Nota primero que si esta literatura se ha hecho tan familiar es por su universalidad, pero no se trata únicamente de la universalidad de la razón, sino de otra forma de universalidad, «la que no es hija de la dialéctica, sino del amor, que no es de fuente helénica, sino cristiana ; se llama fraternidad humana, y fue la gran revelación de Cristo». Para el poeta, la literatura rusa revela cuan profundamente ha penetrado el Evangelio en el alma rusa. «El corazón del hombre, nos dice el Cristo, con su ansia de inmortalidad, con su anhelo de perfección moral, con su sed de amor nunca saciada, tiene ante sí también un campo infinito hacia la suprema inasequible perfección del padre».

Para mostrar que el tema realmente ruso es el dolor humano y que «un sentimiento de piedad impregna toda la moderna literatura rusa», cita a Pushkin, a Lérmontov, a Chéjov, y sobre todo a Dostoïevski y a Gorki y más que a todos a Tolstoi. Y lo que escribe de este último merece leerse casi entero, porque vale más que todos los comentarios. «Es Tolstoi, sin duda, la síntesis del alma rusa. Su obra es además la que mejor se conoce en España. Sus personajes son hombres y mujeres siempre en pugna con las normas del mundo, siempre inquietos y descontentos de sí mismos, pero siempre, también buscando a su prójimo para curarle de sus dolores [...]. Les preocupa -como a nuestro egregio Unamuno- el problema esencial, el del último destino del hombre. [...] Dudan, vacilan, como dudan y vacilan las almas sinceras y profundas, siempre divididas en sus entrañas; pero siempre se diría que alcanzan a ver una luz interior reveladora de la suprema esperanza. Su religiosidad es mística, porque buscan a Dios por el camino del amor [...]. Ya ahora podemos repetimos la pregunta con que comenzamos esta conferencia: ¿Qué debe la moderna literatura occidental a las letras rusas? Los pueblos que alcanzaron un alto grado de prosperidad material -Francia, Alemania, Inglaterra, Italia- y también un alto grado de cultura (lo uno no va sin lo otro) tienen un momento de gran peligro en su historia, peligro que sólo la cultura misma puede remediar. Estos pueblos llegan a padecer una grave amnesia, olvidan el dolor humano, su civilización se superficializa, [...] olvidan esa tercera dimensión del alma humana: el fondo religioso de la vida, el sentimiento trágico de ella que dice el gran Unamuno; dejan a un lado los problemas esenciales. [...] La literatura rusa ha sido un enérgico y vibrante despertador que nos desvela y ahuyenta de nosotros el sueño epicúreo».

Con el respaldo de la convicción tolstoiana, el agnóstico Machado, afirma que el Evangelio es «la honda revelación del amor fraterno y la comunión cordial y el reconocimiento de un padre común, supremo garantizador de la hermandad humana»43.

Veinte años antes, Clarín, invocando, él también, el mensaje de Tolstoi, había dicho esencialmente lo mismo, pidiendo al mundo del fin de siglo que pensara en el fondo religioso de la vida y buscara en la palabra de Cristo un «suplemento de alma», para un día «al llamarnos todos hermanos podamos hacerlo racionalmente, es decir, sabiendo que existe un padre, un Dios, o una madre, una idea»44.

Durante los años siguientes, Antonio Machado al ver que Rusia abandona los Evangelios y profesa a Carlos Marx, y «con ello retrocede del Nuevo al Viejo Testamento», espera que el alma rusa, la que supo captar Tolstoi, venga a humanizar aquel nuevo mundo en construcción, para que sea posible «Una lírica comunista que pueda venir de Rusia»45.

Muy incompleta resulta esta presentación de la presencia del pensamiento de Tolstoi en España, incluso en el campo en el que se sitúa, el de algunos destacados intelectuales, pues de seguro hay otros muchos a quien se podría citar y estudiar. Falta sobre todo el fuerte y controvertido impacto que tuvo el tolstoísmo en la contradictoria y agitada esfera del anarquismo español. Como se ha dicho atrás podrá ser objeto de otro estudio a partir de las pistas abiertas por Pérez de la Dehesa y de los datos bibliográficos que proporciona este brillante historiador desaparecido. Sólo se necesita tiempo y paciencia para hacer más perfecto el conocimiento de la presencia del pensamiento de Tolstoi en España. En cambio, para percibir la influencia que la novela rusa, la de Tolstoi y la de Dostovïeski, pudo tener en la novela española lo que se impone es discernimiento y cautela.

¿Influye la novela rusa en la novela española del fin de siglo? El objeto de observación del novelista realista, llámese Balzac, Zola, Dickens Tolstoi, Clarín, Galdós o, para cambiar de época, Juan Marsé o Luis Martín-Santos, etc., es «la sociedad y el hombre contemporáneos». De ahí saca principalmente, como dice don Benito, su «materia novelable»; pero para que ésta sea materia novelada debe someterla al proceso de recreación artística, en el cual intervienen muchos elementos de muy varias índoles. Uno de ellos, es la influencia que la lectura de novelas de otros autores nacionales o extranjeros pueden ejercer en la concepción novelesca, en la orientación filosófica o ideológica de la obra en gestación o en vías de realización y en la misma escritura. Esos «aluviones de lecturas», como las llama Clarín, influyen consciente o inconscientemente en el proceso de creación incluso de la novela realista. Cuando Tolstoi confiesa que sin el modelo proporcionado por Stendhal no hubiera pintado la batalla de Moscú contra Napoleón tal como la pintó, cuando Gogol y Dostoïevski se refieren explícitamente al Quijote e incluso lo imitan, como Gogol en Las almas muertas, cuando Goncourt afirma que sin Balzac, Flaubert y Zola, la novela rusa que tanto éxito tiene en Francia no sería lo que es, o cuando Galdós alaba la «admirable fuerza descriptiva» de Dickens o la revolucionaria aportación de Pereda al introducir el lenguaje popular en el lenguaje literario o cuando le revela a Clarín que los personajes de La Regenta le persiguen, todos confiesan que en su percepción de la realidad social y humana interfiere una multifacética realidad literaria que procede de un permanente diálogo con las obras de otros novelistas. Si un joven doctorando hubiera leído tantas novelas del siglo XIX como pudiera haberlas leídas un viejo aficionado, le aconsejaría estudiar este «diálogo de los novelistas»: el resultado sería una gran aportación al conocimiento vivo de esa «república de las letras» que no tiene fronteras.

¿Quiere esto decir que los novelistas se imitan unos a otros? Seguro que no, salvo cuando hay plagio manifiesto. La influencia de un autor sobre otro, de una obra sobre otra es mucho más sutil, pues tal influencia, a veces inconsciente, está diluida en lo que para sacamos de apuros llamaremos el arte propio del creador, que integra la nota, el color o el calor ajeno en su original partitura. Nada más perjudicial en el análisis literario que las rotundas afirmaciones de correspondencias exactas entre dos situaciones, dos personajes, o lo que sea, captadas en dos (o tres) novelas distintas. Digo novela, pero vale la idea para cualquier género literario... Debe buscarse la influencia en el borroso espacio literario limitado por la superficial (en sentido de superficie) intertextualidad y el más profundo hipotexto.

Otro peligro en esa búsqueda de las influencias es tomar por tales las analogías, que pueden ser fortuitas, pero que en general se explican por unas condiciones históricas o culturales semejantes en espacios geográficos distintos y a veces muy distantes, condiciones que alimentan esos «vientos alisos del arte» de que nos habla Leopoldo Alas. Una influencia produce una analogía, pero una analogía no nace necesariamente de una influencia. Ahora bien, varios estudiosos han tomado esas analogías, altamente significativas por cierto, por influencias directas.

Estas consideraciones generales parecen alejarnos de nuestro propósito: la posible influencia de la novela rusa sobre la novela española. En realidad son salvedades necesarias, a la hora de examinar el caso de la influencia en Galdós de los novelistas rusos, Tolstoi sobre todo e incidentalmente Dostoïevski.

Muy legítima y repito altamente significativa es la analogía que Marisa Sotelo acaba de establecer brillantemente entre las dos Anas, la Vetustense o mejor la supravetustense, y la de San Petersburgo. Legítima es la comparación entre Ana Karenina y Fortunata hecha por Salomé Monasterio Morales y la de Harriet Turner entre las dos novelas Ana Karenina y Fortunata y Jacinta. Legítima es la comparación minuciosa y sugestiva establecida por Mercedes López Baralt entre Realidad y El idiota de Dostoïevski, pero más legítima sería si la autora no dejara transparentar la convicción de una influencia directa de la novela de Dostoievski en Realidad y si no empleara la palabra «parodia». Las diferencias entre los tres protagonistas de las dos novelas son tan fuertes, según la misma Mercedes López Baralt, que si hay influencia es mucho más diluida de lo que afirma, con muchas salvedades eso sí y con la máscara del tema del doble.

En cambio, George Portnoff titula rotundamente la cuarta parte de su tesis «Influencia de Tolstoi en Galdós» y no vacila en establecer una estricta relación entre los tres personajes principales de Ana Karenina, Ana, su marido, Vronski y los de Realidad, Orozco, Augusta, Viera, y dedica a la demostración una buena quinta parte de su libro. Apunta escrupulosamente todas las analogías y son muchas, tanto en las situaciones como entre los personajes. Aunque don Benito no acostumbre a hablar de sus lecturas, es casi seguro que conoce Ana Karenina, pero por lo que hace al argumento montado en el triángulo marido- mujer-amante se sabe que es un tópico estructural y Galdós podía inspirarse tanto en Madame Bovary, en Effi Briest, o en cualquier drama de boulevard como en Ana Karenina. En cuanto a los protagonistas, no se parecen mucho Viera y Vronski y menos aún la carnal inclinación de Augusta y la auténtica y enfermiza pasión de Ana. En cuanto a los maridos, Orozco y Alexis Alexandrovitch, hay que confesar que el parecido es interesante por ser los dos personajes desconcertantes.

Entonces, ¿influencia o analogía? Será cuestión de punto de vista, algo así como cosa de fe. Tanto es así, que Mercedes López Baralt hace homotética de Realidad, no Ana Karenina sino El idiota de Dostoievski. Y así tenemos las parejas Augusta-Anastasia, Viera-Rogozhin. Orozco-Myshkin, relacionados estos dos últimos por la «santidad» y la locura.

El hecho es que, si una influencia aparece más o menos claramente por tal en el campo del pensamiento, es mucho más delicado percibirla en una obra de ficción como la novela, pues cuando la hay está diluida en el tejido de la representación o de la creación, como se ha dicho y por lo tanto se hace carne narrativa con el mismo valor artístico que la que procede de la propia observación o de la propia creación. Es casi seguro que, por ejemplo, La Conquéte de Plassans funciona como estructural hipotexto lejano en la plasmación de La Regenta y ¿qué se saca de ello?

En el caso de Galdós y Tolstoi, el problema es tan peliagudo que es preferible escudarse tras un rápido «estado de la cuestión», en el cual figura en primera línea lo referido atrás acerca de las aportaciones de Portnoff y Mercedes López Baralt.

La crítica empieza a hablar de la influencia de Tolstoi en Galdós a partir de 1890, fecha de la publicación de Ángel Guerra, novela que inicia en el autor de Fortunata una nueva orientación en sentido espiritualista, como se ha dicho y repetido. Puede ser significativo de la influencia de la novela rusa en España el que Joan Sarda vea a Ángel Guerra como «un nihilista de Tolstoi trasplantado al suelo ibérico, y con los sesos calentados por el sol tropical de Canarias»46. Para Valle-Inclán, «Ángel Guerra y Tomás Orozco son los primeros apóstoles de una religión nihilista -porque ha de nacer de la ruina de las existentes- basada en el Evangelio; son dos bienaventurados heterodoxos, dos iluminados que creen conocer el verdadero sentido de la predicación del hijo de Dios47». Yxart, por su parte, ve en el sello anárquico del cristianismo de Ángel Guerra profundas resonadas tolstoianas y Menéndez Pelayo sugiere más generalmente que «ha podido influir en esta nueva dirección de Galdós el ejemplo del gran novelista ruso Tolstoi»48. Pérez de Ayala, en Las máscaras, nota que la literatura rusa es el carácter dominante de la novela galdosiana de la segunda época, pero precisa que ignora «si por influencia de la literatura rusa o por determinismo de la sensibilidad contemporánea»49. Es de subrayar que ningún crítico se atreve a afirmar una influencia directa en la plasmación de personajes o en la estructura del relato; se trata siempre de una posible influencia de ideas, lo cual es innegable y en muchos casos es influencia directa además del necesario «determinismo» de que habla Pérez de Ayala.

Está claro que a partir de 1891 y cada vez más conforme se publican Nazarín, Halma y Misericordia, la crítica asocia los nombres de Galdós y Tolstoi. Para decirlo en pocas palabras, como Nazarín es la viva representación del Evangelio depurado y activo, es natural que su nombre remita al Tolstoi de Mi religión y del Evangelio abreviado, obras que conoce Galdós, por lo menos la primera por estar en su biblioteca tal vez desde 1885 o 1886. Los estudiosos han acumulado muchas influencias plausibles en la plasmación del personaje, ninguna excluyente de las otras. Se sabe. Lo más prudente es pues aceptar la discreta (en el sentido cervantino) puntualización de Yolanda Arencibia, para quien «en la configuración del personaje pueden amalgamarse sugestiones distintas llegadas por muy distintos conductos y que pudieron influir en el proceso creativo de su figura sin que ninguna de ellas sea determinante»50.

Lo cierto es que la aparición del personaje de Nazarín debió de producir en el publicó una impresión parecida a la que hubiera levantado la irrupción de un dukobor de la lejana Rusia por la estepa castellana51. Tanto debió de hablarse de la influencia de Tolstoi en el autor de Nazarín que el mismo Galdós sintió la necesidad de abordar la cuestión no de frente en un artículo, sino, fíjense, en el mismo cuadro de la ficción. Este pasaje de Halma «mucho ha dado que hablar», escribe Yolanda Arencibia, que le dedica las oportunas explicaciones, a las cuales remito, aunque no antes de repetir la siguiente pensada afirmación de Yolanda: «Galdós era uno de los mejores conocedores de la literatura rusa en España, y principalmente de la obra de Tolstoi»52. Tan sólo quiero volver sobre un aspecto de ese diálogo, situado a caballo entre el final del primer capítulo y el principio del segundo de Halma, entre Zarate, «hombre muy leído» y el «venerable sacerdote» Manuel Flórez, buena persona pero buen fariseo, es decir representante de la Iglesia dogmática y acomodaticia. Refiere Zarate que interrogado Nazarín sobre el rusismo, contestó este que no conocía la literatura rusa más que de oídas. «Él -precisa Zarate- no mira más que a lo fundamental, por donde viene a encontrar naturalísimo que en Oriente y Occidente haya almas que sientan lo mismo y plumas que escriban cosas semejantes». Con humor le hacer decir el autor a su personaje lo que para él también es natural verdad.

Un grado más se alcanza en el terreno de lo oblicuo cuando el cura don Manuel desarrolla la consabida larga tirada sobre el hispánico misticismo tradicional y se lanza en una hiperbólica y casi cómica exaltación patriótico-mística de la religión de la raza. «La patria de la santidad y de la caballería», dice, no va a importar mística «cuando tenemos para surtir a las cinco partes del mundo». Está claro que Galdós habla aquí en clave irónica, la verdad está en la otra cara del discurso de don Manuel: Nazarín representa lo que debería ser la religiosidad auténtica en España como lo es en Rusia la del Tolstoi de Mi religión y de El Evangelio abreviado. Aparece, pues, el vertical misticismo del siglo XVI que se alza al cielo olvidando el suelo como una referencia retórica frente al evangelio en acción encarnado por Nazarín, cuya religión es amor y caridad al nivel de la tierra. En eso, fundamentalmente en eso, el mensaje galdosiano coincide con el de Tolstoi, sea por influencia directa, sea por lo que llama Pérez de Avala «de-terminismo de la sensibilidad contemporánea», expresión no muy adecuada para evocar lo que es una analogía de condiciones socio-culturales en un momento histórico determinado.

Pero si el mensaje es esencialmente el mismo, la forma es distinta y tan distinta que en Nazarín y Halma la forma elegida, si no altera la pureza de la palabra evangélica, implica la poca fe del autor en su vivencia en la España del momento. La comparación del arte de Tolstoi, tanto en Ana Karenina como en Resurrección, con la manera narrativa elegida por Galdós en las dos novelas hace resaltar la diferencia. Tolstoi ignora la ironía, se encara directamente con neutral simpatía con las cosas humanas, se situa ante sus personajes a altura de hombre (o de mujer) para dar paso a la compasión ; así cobra su pleno sentido lo que se llama su «realismo ideal». Narazín y Halma, en cambio, son dos novelas eminentemente irónicas que sugieren sólo en segundo grado simpatía humana o benevolencia cervantina. De propósito deliberado Galdós, al colocar al personaje de Nazarín en la luminosa sombra de Don Quijote, hace de él un personaje paródico, que contamina irónicamente toda la novela y transforma el mensaje evangélico en sueño, es decir en utopía. Al final, Nazarín, como San Francisco, vuelve al redil de la Iglesia dogmática, como Don Quijote se encierra en las paredes de su casa. Si no muere el sueño ya no va libre por la estepa y resulta encerrado en el templo sin que se vea la posibilidad de otra salida. A la vigorosa fe directa de Tolstoi, tal como se afirmará en Resurrección, Galdós, en 1897, contesta con el desaliento de quien mide el peso de la inercia inveterada. Estamos siempre en el diálogo de los novelistas.

Tanto es así que poco después el mismo Galdós, sin meterse en teologías y él también a altura de hombre después de depositar las lentes de la ironía en el piso de la triste clase media, sabrá encamar en la santa Benina la plenitud del mensaje evangélico. Misericordia es un personaje realmente tolstoiano, que baja, radiante de caridad, hacia una humanidad de subsuelo, la de los destrozados, de los parias, esa misma humanidad que casi al mismo tiempo pintan tanto Tolstoi en Resurrección como Gorki en Los ex-hombres53.





 
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