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La novela y la realidad


Rafael Azuar





Me gustan los libros viejos. Tienen sabor a noches de vigilia, a horas de soledad junto a la luz de una lámpara, al silencio en el que se pasa una página y se medita en algo que ya se ha vivido y que, posiblemente, no volverá jamás. Pasará la vida de un hombre, o la de una mujer, y este libro permanecerá, con el misterio de unas palabras que han sido escritas -aunque el lector lo ignore- para siempre. Creo que, en el siglo pasado, la literatura tenía mucha más importancia que en el presente. No solamente las novelas y la poesía estaban llenas de ambiciosas metas, sino que constituían, por sí mismas, un profundo motivo de inquietud en el alma del autor. No se sabía qué era más importante, si la literatura o la vida, y la verdad era que en ambas latía un espíritu invisible y todopoderoso que nos confundía.

En el principio de la Historia, según Hesíodo, las musas deslizaron al oído del hombre mentiras numerosas semejantes a la verdad, pero llegó a ocurrir un día -un hecho por lo demás insólito- que la realidad en que vivimos se manifestaba mucho más rica y fantástica que la imaginación. En efecto, cuánta historia, cuántos delirios, cuántas venganzas y deseos, cuántas novelas nunca escritas, se cumplen en las limitadas horas del día... Nuestra historia se va haciendo, aunque no nos demos cuenta, de aquello que Stendhal llamaba petits faits vrais, en los cuales basaba sus relatos.

En 1887, en el prólogo a su novela Pedro y Juan, Guy de Maupassant hace una notable introspección sobre su arte de novelar y llega a decir que el autor que se propone simplemente divertir a su público escribe sin preocupación alguna, pero aquellos autores «sobre quienes pesan todos los siglos de la literatura pasada, a quienes nada satisface, a quienes todo disgusta porque sueñan en algo mejor, a quienes todo parece ya desflorado, y a quienes, en fin, su obra produce la impresión de un trabajo inútil y común, llegan a juzgar el arte literario como una cosa misteriosa, impalpable, que apenas nos revelan algunas páginas de los más grandes maestros».

Guy de Maupassant se adelanta, en este párrafo, a las más modernas teorías sobre la creación literaria. También nos habla en este prólogo de la que él llama novela objetiva, según la cual no podemos conocer de los seres humanos más que sus gestos y actitudes, lo que nos dicen y lo que hacen, de modo que tanto el autor como el lector aceptan un ejercicio de psicología, sugerida por el autor y más o menos admitida por el lector, el cual ya no es un elemento pasivo, sino recreador del personaje. Esta teoría será desarrollada años más tarde por escritores como Hemingway, Dos Passos y llevada al extremo por Paul Bowles, el autor de El cielo protector.

Las ideas de Maupassant sobre el relato se adelantan medio siglo sobre su tiempo y si leemos las Ideas sobre la novela, de Ortega y Gasset, aparecidas en 1927, no encontraremos nada distinto a lo que ya se dice en el prólogo de Pedro y Juan.

Guy de Maupassant solía llevar sus manuscritos a Gustave Flaubert, a quien llamaba su maestro, el cual le advertía que el talento -o el genio, según se mire- no era más que una larga paciencia.








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