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La novela y la vida

Manuel Ugarte





Una tarde, en París, a la hora en que el crepúsculo invita a la pereza y al abandono, estábamos conversando algunos amigos en la media luz de mi gabinete de trabajo. Se discutía el problema de la verdad en la literatura y se trataba de determinar la dosis de realidad palpable y de humanidad viviente que puede caber en las obras que salen de la fantasía.

El más incrédulo del grupo emprendió la tarea de demostrar, con citas al apoyo, que todo nace de la imaginación y que las novelas trágicas que nos emocionan no son más que locas burbujas del cerebro excitado. Cuando iba a rebatir la teoría, me dijeron que alguien preguntaba por mí. La contestación fue la de siempre: Que pase.

El sirviente volvió pocos segundos después. Deseaban hablarme a solas. Y como le preguntara cuáles eran las señas del misterioso indiscreto, me contestó en una palabra:

-Es una señorita.

Los amigos se levantaron con la deferencia maliciosa de los que se hallan en casa de un soltero.

Yo me adelanté intrigado hacia el vestíbulo.

La recién venida debía ser una institutriz a juzgar por el traje obscuro, los cabellos muy peinados y el sombrero elemental. Acentuando los rasgos enérgicos de un rostro sin belleza, ostentaba un par de lentes grises. Pero para un observador resultaba algo más de lo que parecía.

El examen duró un segundo, porque la mujer se encargó de presentarse apenas me vio venir.

-Traigo estas líneas de X.

Y pronunciando el nombre de un revolucionario conocido, me entregó una carta.

-¿Qué es lo que puedo hacer por usted? -pregunté mientras leía la recomendación.

-Una cosa difícil...

-¿Cuál?

-Conseguirme una tarjeta para justificar que soy periodista...

La seguridad de la que no parecía tener veinte años, me sorprendió.

En su francés incompleto había dicho su voluntad sin una vacilación, con la brevedad de los que piensan.

-¿Para París o para el extranjero? -pregunté tratando de orientarme en la aventura.

-Para el extranjero -contestó la desconocida sin inmutarse.

Entonces creí útil interrogar:

-La tarjeta tiene que llevar un nombre. ¿Cómo se llama usted?

El gesto denunció la incertidumbre.

Pero tras un rápido silencio se apresuró a decir:

-No es indispensable que figure el mío. Prefiero un apellido francés. Llámeme usted Henriette Lebesgue.

Y mientras yo tomaba nota, se despidió sin una palabra de agradecimiento, sin un gesto de coquetería, como si, deslumbrada por una luz que yo no podía adivinar, se considerase ajena a las vanidades del mundo.

Al día siguiente volvió a la misma hora, y cuando le entregué la tarjeta manifestó una profunda felicidad.

-Partiré hoy mismo -declaró, como si dialogara interiormente.

Estuve a punto de ser indiscreto. Pero algo misterioso y sutil difundía en torno una atmósfera grave. Sin embargo, traté de satisfacer indirectamente mi curiosidad.

-Las formalidades administrativas son exageradas en la frontera de Rusia -le dije después de un instante de reflexión.

Pero ella hizo un movimiento de impaciencia.

-¿Quién le ha dicho a usted que yo voy allá?

La reserva me pareció excesiva, y dando campo a mis pensamientos contesté:

-Usted me conoce, puesto que ha venido a pedirme lo que en estas épocas de conspiraciones importadas no se concede ni se consigue con mucha facilidad. Está bien que no me refiera los propósitos que la guían. Pero acuérdeme usted por lo menos la perspicacia indispensable para comprender que los fines de quien obra con tanta cautela no deben resultar legítimos ante la legalidad establecida.

Mi interlocutora me lanzó una mirada desconcertante.

-Yo he venido a pedir un favor, sin prometer nada. Si usted exige una confidencia, retiro mi pedido. Trate usted de verme como si fuera una abstracción, una silueta fugitiva que no debe dejar en esta estancia más rastro que el de un ave viajera en la llanura azul de la atmósfera...

Un poco confuso, la acompañé hasta la salida y en un saludo rápido nos despedimos para siempre.

Pero la aventura debía tener un epílogo.

Cuatro meses después, en una reunión de emigrados, en pleno corazón del barrio Latino, encontré a mi amigo X.

-Vino su recomendada, y de más está decir que hice por ella lo que me pidió.

-Ya lo sé -repuso-; la tarjeta de periodista dio los resultados apetecidos, y nuestra amiga pudo pasar la frontera como si no existiera el destierro. Fue al mismo tiempo una suerte y una fatalidad, porque ha de saber usted que la pobre Sergine pagó su audacia con la vida...

Un estremecimiento nervioso me latigueó la espalda.

-¿Ha muerto?

-Desgraciadamente para la causa -prosiguió mi amigo con honda pesadumbre-; los hechos ocurrieron así: Fue en una estación de ferrocarril, porque nadie podía acercarse en otro lugar al abominable gobernador que la justicia secreta de nuestro partido había condenado a muerte... En el andén, a dos pasos del monstruo, se detuvo Sergine, indescifrable, llevando en la mano una valija, como una viajera vulgar. Así que llegó el instante propicio, extrajo del manchón el pequeño revólver de mango de marfil... Un gesto breve y delicado, como si ofreciera una flor, y le descerrajó un tiro en el pecho... Pero las previsiones no pudieron realizarse completamente. La fuga preparada de antemano con ayuda de correligionarios hábiles, se vio dificultada por la misma confusión que provocó el atentado... Al ver caer al poderoso, la muchedumbre se arremolinó, y nuestra amiga cayó en manos del oficial de órdenes, que consiguió mantenerla a pesar de todo... Entre un grupo de cosacos que la arrastraban por los cabellos y por la ropa, ensangrentada y casi desfalleciente bajo los golpes que le asestaban sus verdugos, la ejecutora del tirano local fue llevada a la prisión y fusilada al día siguiente... Pero la ley marcial, con sus rigores, no pudo arrancarle el secreto de su identidad. La Sergine de los comités siguió siendo ante el Consejo de guerra una simple Sergine como las demás... Nadie sabrá nunca, fuera de algunos iniciados, el verdadero nombre de la indomable que lo sacrificó todo, títulos, bienestar, amor y vida, en nombre de los ideales supremos cuya realización no debía ver jamás...

-Pero -interrumpí-, la revolución triunfante sabrá rehabilitarla.

Mi amigo hizo un movimiento negativo.

-Habrá que respetar su decisión, y sólo nosotros y los padres, que lloran en un palacio lo que ellos llaman la locura de una hija, sabremos el origen de la que se fue... Pero créame usted, venía de muy alto, de muy alto...

Y en el bulevar, obstruido por los carruajes y los transeúntes, nos despedimos, pensando en las novelas de la existencia y en la Rusia fantasmal, cuya ebullición creo oír a veces en el silencio de la noche, bajo la luz de la lámpara.





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