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La novelización de la Historia. ¿Evasión o compromiso? (Un texto con pie forzado)

Ignacio Soldevila Durante





Cuando se nos planten una pregunta como la del precedente título, parece evidente que se nos hace desde un punto de vista que no es el estético, sino el ético, y ciertamente parece que es un dilema que se puede presentar tanto a la novela histórica como a cualquier otra forma de novela, salvo, quizás, a las que llevan ya abiertamente inscrita en el adjetivo que la califica la intencionalidad con la que están concebidas: por dar dos ejemplos contrapuestos, cabría mencionar aquí, de una parte, la que, desde los tiempos de Eugène Sue, en el siglo XIX, se llamó novela social, y que en nuestra propia historia literaria va desde las popularísimas obras de Wenceslao Ayguals de Izco (María o la hija de un jornalero, y sus continuaciones), hasta las más recientes novelas enfrentadas desde una actitud fuertemente crítica a las injusticias de la sociedad actual1. Y por otro lado, la llamada novela católica que, para respetar ejemplos del mismo período, va desde las novelas de Fernán Caballero y luego del P. Luis Coloma, hasta las del P. Martín Vigil o, en otro nivel, que exigiría tal vez la substitución del adjetivo católico por el de cristiano, algunas de Miguel Delibes o de José Jiménez Lozano.

La evasión y el compromiso son, pues, dos cuestiones para considerar previamente al examen de la producción narrativa fundamentada en la Historiografía o en la Historia (la primera, la que se informa en la documentación y los textos de los historiadores, lo que implica, en modo cieno, su constitución como literatura de segundo grado; la segunda, la que está basada en las propias vivencias personales de los acontecimientos, que implica, casi necesariamente, una voluntad testimonial, y que algunos consideran que no es propiamente hablando novela histórica, confundiendo Historia e Historiografía. Evidentemente, no excluimos, bien al contrario, la posibilidad del uso mixto de ambas fuentes para la creación novelística.

Empezaremos por la que, a mi entender, es la más clara de las cuestiones, a saber, la del compromiso. Este término, salvo carencias informativas por mi parte, tiene curso en nuestro léxico literario desde que se intentó traducir el término francés engagement, en los años cuarenta, cuando la narrativa del país vecino, a remolque de los debates filosóficos de aquel tiempo, se enfrentó a la opción entre la presencia o el rechazo de ese engagement en la obra literaria. En Francia, dicho sea de paso, ese engagement nunca fue pensado como exclusivamente relacionado con el ámbito de la política, sino con todo el amplio abanico de las «ideologías», usando aquí el término de ideología no en el sentido marxista, que identificaba como tales, y como falsas, todas los sistemas de ideas que no fueran el suyo propio, sino en el sentido de conjunto de principios e ideas propias de doctrinas de todo orden, por las que los individuos y grupos que en ellas comulgan, se orientan y guían sus comportamientos. (Hay una tendencia a repugnar de ideologías a partir de la hipótesis de que éstas preceden a las conductas y las fuerzan en determinado sentido. No está la cosa tan clara, y habría que recordar la famosa cuestión de qué fue primero, si el huevo o la gallina. El cristianismo, como doctrina, me parece que se inspira tanto en las palabras de Jesús como en su conducta).

Intencionalmente, he dilatado utilizar el término que desde la aparición en Francia del uso filosófico de engagement se utiliza en castellano para traducir -o más exactamente para traicionar el término francés- y yo recurro aquí al viejo proverbio italiano que iguala al traduttore y al tradittore. No anduvieron, es lo menos que se puede decir, muy atinados al dar la palabra compromiso como equivalente del engagement francés. Ya que éste, en la lengua de Camus y de Jean Paul Sartre no tiene denotaciones ni connotaciones negativas y descalificadoras como la tiene en nuestro idioma el término de compromiso, y sus correspondientes comprometido o comprometerse2. Nuestra lengua dispone de otros términos que no tienen dichos relentes negativos como, por ejemplo, responsabilizarse, responsabilizado, responsable, términos más limpios y que estaban disponibles para quienes incurrieron en la irresponsabilidad (nunca mejor dicho) de no calibrar bien la importancia de traducir correctamente un término crucial en la historia de las ideologías y, por supuesto, en la historia del desarrollo de las distintas áreas culturales, incluyendo la literatura. De hasta qué punto el mal, a fuerza de extenderse y arraigar, se ha hecho endémico en nuestra cultura, les puedo dar un ejemplo personal y reciente. Di a publicar un libro titulado La imaginación responsable. Cuando el libro apareció editado hace dos años, el título se había transformado en El compromiso de la imaginación, enunciado que tuve la imprudencia de mencionar como título que no me parecía adecuado entre los varios posibles considerados (Agotada la primera, prometo solemnemente no autorizar una segunda edición si no se procede a restituir el título original).

No creo necesario insistir en el hecho de que en nuestra historia literaria, desde sus orígenes hasta mediado el presente siglo, no sólo no se puso en entredicho la licitud de un componente ético en la narrativa, sino que, ese componente ético entraba fundamentalmente en la valoración de las obras literarias y servía consiguientemente de justificación por parte de los autores y de aceptación por parte de los lectores cualificados. La vieja doctrina que va desde el precepto latino del utile et dulce horaciano, pasando por el castigat ridendo mores hasta el renacentista «deleitar aprovechando» subyace a esta tendencia -que hoy sería fácil de calificar de integrista- de concebir la vida humana como una totalidad orientada en un único sentido, del que no se acepta la menor desviación que no sea aprovechable para ese inapelable destino. Este menosprecio por todo texto producido al margen de ese espacio, y entendido categóricamente como contrario a él («El que no está conmigo, está contra mí») está en el fundamento de todos los intentos de justificar los productos de la libre imaginación perneándolos o al menos dándoles el barniz del aprovechamiento indirecto.

Quizá por esa radicalidad ha venido ocurriendo, al menos desde el romanticismo, pero intensificándose cada vez más en el vaivén de los movimientos históricos, que otras ideologías abiertamente enfrentadas a ese totalitarismo moral y religioso -en el sentido más etimológico del término religión- en nombre de la libertad de pensamiento y de expresión, que se derive hacia un exceso paralelo y se caiga en no admitir la mentir raza de intención ética en el tejido de la liberada tabulación. Así se acaba por considerar que esa intención ética es una rémora cuya aparición finalmente descalifica un texto como literario, o cuando menos lo rebaja a una categoría inferior. Para no ir demasiado lejos en nuestra historia literaria, bastara recordar cómo la atribución del adjetivo social a una novela fue y sigue siendo para muchos, desde finales de los años sesenta, suficiente para negarle valores o incluso relegarla al dominio de la infraliteratura. Por esta reacción se ha llegado hasta el extremo de recurrir a un curioso expediente: retirar el calificativo de social a cualquier novela que, por sus indiscutibles cualidades estéticas, se presentara como prueba de la inconsistencia de ese rechazo tan radical. A ello tal vez haya contribuido una distinción hecha hace más de veinte años, por Santos Sanz Villanueva en su excelente y documentada Historia de la novela social española (1980: 10-11) entre un grupo neorrealista cuya intención testimonial habría sido fundamental, y leve la carga crítica correspondiente, mientras que el grupo propiamente social se caracterizaría por un «decidido compromiso social hasta los límites de una literatura política de denuncia». Esta distinción, que no implicaba, si entendí bien a Sanz Villanueva, sino una estimación del grado de intensidad del así llamado compromiso, y no una valoración de sus respectivas cualidades estéticas, venía acompañada por otra, según la cual el segundo grupo se distinguiría también del primero por el «menosprecio -o poco aprecio- en bastantes casos de la forma». Pero mientras que Sanz Villanueva dejaba latitud suficiente para la distinción, dentro de los novelistas sociales, entre quienes manifestaran menosprecio poco aprecio de la forma, y aquéllos en los que tal actitud estuviese ausente, esta prudente distinción desaparece en posteriores consideraciones de quienes se han enfrentado a toda posible valoración no ya de ese grupo de novelistas sociales, sino de cualquier obra literaria de contenidos e intenciones críticas respecto de los problemas sociales de su tiempo, bien sea desde la exigencia de un talante hedonista y lúdico como único componente legítimo de la literatura, bien desde la consideración de que la única problemática legítima en un texto literario es la del individuo y la de sus inquietudes y problemas esenciales o existenciales.

No voy a insistir más en esta cuestión del compromiso. Desde los años 60 a la fecha, ha predominado en nuestra historia literaria una valoración preferente de las opciones opuestas a la presencia de la sensibilidad y la responsabilidad social.

Volvamos ahora nuestra atención al segundo elemento de nuestra dilemática proposición inicial: frente a dicha literatura de la responsabilidad, la alternativa sería la literatura de evasión. Curiosamente, si la idea de responsabilidad quedaba degradada por el uso del término compromiso para designarla, no menos susceptible de diatriba resulta el uso del término evasión como alternativa. Recurro nuevo al reciente diccionario de Manuel Seco y colaboradores, de tan excelente factura en su técnica definitoria. Evadir, en sus usos transitivos equivale, en primer lugar, a «evitar con astucia o maña por medios ilegales», y subsidiariamente, «eludir, esquivar» (el ejemplo de Soledad Puértolas que utiliza Manuel Seco para ilustrar la subacepción nos viene como anillo al dedo (cito): «Consideré la posibilidad de no acudir a la radio al día siguiente, pero, desgraciadamente, me cuesta evadir un compromiso»). En el mismo orden de cosas definen el uso de evadir y evasión como la acción de sacar ilegalmente dinero de un país -la tan cotidiana evasión de capitales. En sus usos pronominales, evadirse es definido por dos sinónimos: fugarse o escaparse. Notaré que el diccionario de la Academia, tradicionalmente proclive a introducir en las definiciones de los verbos los complementos con los que se suele usar, siempre acompaña sus definiciones de evadir o evadirse de complementos como «peligros, dificultades o daños». En cambio no da cuenta de una acepción que Seco releva en último lugar, y que dice así: «Escapar voluntariamente»; y, entre corchetes, da el complemento usual de esta acepción: [de la realidad]. Y la ejemplifica con el texto siguiente de Ramón Barce (año 1970), perfectamente adecuado a nuestros propósitos y que dice así: «No podemos perdonar al moderno arte vanguardista, que no sólo se evade de la realidad, sino que, al rizar el rizo del arabesco estético, busca la desorientación del público».

De paso comentaré que las pseudodefiniciones son una forma de evadirse ante una dificultad lexicográfica: una definición, es, por definición, una perífrasis. Por ello, ante las dificultades que puede entrañar el hallazgo de una auténtica perífrasis, se tiende a enmascarar la definición con sinónimos, con elementos pleonásticos o con la mención de los complementos más usuales. Vean Uds. cómo, si quitamos el pleonasmo «voluntariamente» (hablando de personas, y no de grifos, no hay escape que no sea normalmente voluntario, o no sería escape) y no tenemos en cuenta el complemento usual -la realidad-, la supuesta definición se queda en simple sinonimia. Como decía el personaje de Con faldas y a lo loco: «Nobody is perfect».

Este circunloquio de lexicógrafo no es gratuito: me sirve para argumentar primera vez lo difícil que resulta evadirse de las prisiones de la obstinada realidad. Y postularía, en principio, que las tentativas más o menos logradas de huir de la realidad en cuestión vienen en primer lugar suscitadas por el carácter eminentemente negativo con que esa realidad es contemplada por los protagonistas del plan de evasión. Nadie se evade (voluntariamente, diría yo, parodiando la definición) del paraíso, en la medida en que el sujeto está de acuerdo con que el lugar físico o mental en que se halla tiene esa condición paradisíaca. Los llamados paraísos artificiales de las drogas tienen precisamente esa exigencia dantesca de hacer cada vez menos soportable para sus visitantes el retorno a la cotidiana realidad.

Quedan así, planteadas, pues, la evasión como una huida de la ingrata o insoportable realidad hacia imaginarias fantasías o paraísos artificiales, y la responsabilidad o compromiso como un empeño más o menos utópico de contribuir a transformarla. Esto que es cierto para cualquier dominio de la existencia humana, puede trasladarse sin mayores ajustes al dominio de la literatura. Y por primera vez plantearé, al margen de cualquier actitud integrista, una cuestión que me parece fundamental: ¿Por qué han de ser incompatibles en una misma persona, y en sus creaciones literarias, ambas tendencias? Más aún: creo que es precisamente en el territorio de la evasión hacia imaginarías fantasías o paraísos artificiales donde florecen las utopías, es decir, las visiones de realidades mejores que las conocidas y por las que el soñador puede sentirse tentado de pasar a los actos, es decir, a los intentos de transformación de la realidad «realmente existente» como abundaría Vázquez Montalbán.

Volvamos ahora a la novelización de la Historia. En circunstancias normales, sólo quienes tuvieran la sensación de vivir una situación paradisíaca no sentirían la tentación o la urgencia de buscarla en otros espacios -ahí está el impulso hacia la migración- o en otros tiempos. Y ahí están, fundamentalmente, las das alternativas básicas: imaginar y situar el paraíso en el pasado o en el futuro. El pasado no permite otros accesos que la nostalgia y el lenitivo de la contemplación y rememoración historiográfica (no hablo sólo de los grandes relatos mítico-religiosos, sino de las innumerables autobiografías, biografías y novelizaciones del para tantos llamado paraíso perdido de la infancia). Situar el paraíso en el futuro favorece, en el ámbito de las ideologías, la imaginación de paraísos personales o sociales o, menos comprometidamente, la promesa y proyección de paraísos más allá de la muerte. Por supuesto que religiones como la cristiana abarcan ambas salidas en su visión de la historia humana: En el pasado más remoto, la historia (Antiguo Testamento) de expulsados del Paraíso y condenados perpetuamente a muerte por el infringimiento de las leyes. Pero de cara al futuro, un Nuevo Testamento que redime la culpa heredada por un sacrificio divino y ofrece a sus fieles la recuperación del paraíso tras la muerte.

Volver la mirada hacia el pasado histórico del individuo, de la especie, de las agrupaciones humanas, implica, pues, de modo cierto, una de estas actitudes, solas o combinadas:

  1. Nostalgia y admiración por un pasado mejor que el presente.
  2. Percepción de la evolución desde un pasado hacia el presente, acompañada de una idea de progreso que no implica necesariamente la ecuación progreso = mejora constante y sin retrocesos de la humanidad.
  3. Percepción del pasado como fuente de experiencias por las que han ido pasando las agrupaciones humanas, experiencias de las que, desde el presente, y con vistas al futuro inmediato o remoto, se puede extraer provecho en función de un análisis de los hechos del pasado como errores que no conviene repetir o como aciertas en los que tomar buen ejemplo. Es esta percepción de la Historia y de su relato -la Historiografía- la que se defiende generalmente desde el saber histórico, y que han utilizado y puesto en práctica escritores como Francisco Ayala, que define sintéticamente la Historia como un saber del pasado en función del presente.
  4. Frente a estas actitudes marcadas en cierto modo con alguna forma de positividad, y que incitaría a la novelización de la Historia desde alguna de dichas posturas o una amalgama de las mismas, cabe, y se da con frecuencia en el campo de la literatura, una actitud negativa, con el consiguiente rechazo de las llamadas realidades históricas o de sus reconstrucciones historiográficas. A este tipo de actitud pertenece un considerable acervo de ficciones historiográficas que intencionalmente construyen relatas más o menos imaginarios sobre el pasado. Pero no habrá que confundir esas ficciones literarias, aunque puedan asemejarse por sus procedimientos, pero no por sus intenciones, con las falsificaciones intencionadas del pasado histórico al servicio de ideologías, que se dan y se aceptan como fiel reflejo de la realidad. La distinción entre ambos espacios de producción literaria (no está lejano el tiempo en que la Historiografía era considerada parte de la Literatura) es ciertamente imposible si nuestra lectura se atiene exclusivamente a los textos, y no se tienen en cuenta las fuentes y las intenciones de quienes produjeron dichos relatos y el ámbito funcional para el que fueron creados. De la crítica de esa confusión nace la invención cervantina del personaje quijotesco, que tomaba por relatos históricos dignos de toda fe libros de caballerías compuestos de ficciones. Claro que tampoco el personaje de Alonso Quijano era totalmente responsable de sus confusiones, puesto que en libros como La Gran Conquista de Ultramar, construida como fidedigna historia de las Cruzadas, se utilizaron elementos de las ficciones caballerescas y de sus acarreos mitológicos para elevar a la condición de grandes figuras heroicas a personajes históricos como Godofredo de Bouillon.

¿Es posible, en la novelización de la historia, evadirse de la realidad? Ciertamente, pero si intencionalmente se substituyen los datos reales de la historia por otros inventados, ¿hasta qué punto resultaría legítimo dar el texto por novela histórica? Pero tampoco es legítimo llamar Historia a los textos historiográficos ya antes aludidos que falsean o escamotean los datos de la realidad para hacerla creer conforme a las exigencias ideológicas por las que se construyen tales invenciones. Y sin embargo, por ahí andan impresas y pasan por fieles Historias.

Sin más preámbulos, voy a proponer una vez más (lo llevo haciendo desde hace cinco o seis años) una tipología de las distintas formas de novelización de la Historia, tomando, siempre que me sea posible, ejemplos de la última década, años particularmente prolíficos en la producción de novelas históricas.

La novelización de la Historia da lugar a un género narrativo más o menos mixto, que no examinaremos desde el mismo punto de vista que haríamos con los textos propia y exclusivamente dados por historiográficos. Para mi punto de vista he recurrido a una hipótesis propuesta por el profesor Tomás Albaladejo (1986), quien, para evitar las disputas sobre si la literatura es o no reflejo de la realidad, sugirió la presencia de un factor intermediario entre el creador y el mundo al que quiere dar existencia literaria. Y a ese intermediario lo llama «modelo de mundo», del que Albaladejo distingue tres tipos: verdadero, ficcional verosímil y ficcional inverosímil. Consecuentemente, he propuesto que la novela histórica se caracterizaría por tener como intermediario uno, dos o hasta tres modelos de mundo. Y que las llamadas novelas históricas pertenecerían a cuatro tipos distintos, que voy a describir utilizando siempre que me sea posible, ejemplos literarios de la última década.




Tipo 1

Es una narración cuyo autor cree tener como referente exclusivo un modelo de mundo que corresponde exactamente con lo que llamamos el mundo real. Los lugares, los acontecimientos y los personajes con los que su narración se construye proceden de la Historia vivida por el autor o por testigos en quienes confía, de documentos auténticos o de la Historiografía. ¿Qué diferencia habría entonces entre una novela así construida y un texto historiográfico? Hay que descartar, de entrada, que pueda haber una diferencia formal, estilística. Está ampliamente probado que todos los recursos de que dispone un escritor de ficción están también a la disposición del historiador o de cualquier otro usuario del idioma con voluntad de narrar. Ya en el Renacimiento se afirmó en Francia que se escuchaban más comparaciones y metáforas en un día de mercado que en una sesión de gente de letras. No obstante, parece evidente que determinados textos narrativas ofrecen una concentración de recursos estilísticos superior a la media, sin que por ello pueda decirse que tales textos sean los únicos con derecho a denominarse literarios, ya que existe otra alternativa posible, la de valorizar el discurso por la búsqueda de una máxima precisión y claridad. Permítaseme, aquí en Valladolid, recordar a Miguel Delibes, que en repetidas ocasiones ha afirmado -personalmente me lo dijo durante una larga entrevista grabada en su casa una tarde de primavera de 1965- que fue en un texto de Derecho donde mejores lecciones de ese estilo aprendió en su juventud.

Si la diferencia entre un texto historiográfico y una novela histórica de este primer tipo no está en el texto, tiene que estar en el contexto, es decir, en la forma de su producción y de su recepción. De un lado, el autor se siente libre de responsabilidad puesto que ofrece su texto como novela, obra literaria a la que, de otro lado, el lector no se acerca con la pretensión de que tal novela sea, como se dice usualmente, «fiel reflejo de la realidad», eso que los lógicos llaman con más precisión la «realidad objetiva verificable». El peso de la tradición, que hace que el lector se acerque a una novela previa suspensión del normal recelo con el que se acercará a un texto que se le dé por verídico, hace que el lector no suela tener en cuenta los deslices que respecto de la verdad o la coherencia histórica se le hayan escapado al autor. (Por seguir con el ejemplo de Delibes, muy pocas han sido, entre los críticos, quienes han reprochado al autor de El hereje, haber puesto en boca de su narrador o de los personajes términos o conceptos que en el siglo XVI no tenían el curso y hoy lo tienen. Por cierto, si el poner tales conceptos en boca de personajes puede aceptarse como un desliz, no me lo parece criticar a Delibes porque su narrador no sea contemporáneo a sus personajes, cosa que, evidentemente, el autor no quiso hacer).

En los años recientes a los que debo limitarme ahora, no son raros los textos narrativos que responden, al menos en la aparente intención de su autor, a ese primer tipo de novela histórica. Y en primer lugar, evidentemente, hay que citar las novelas o relatos más cortos escritos por historiadores profesionales como Almudena de Arteaga, Miguel Betanzos, Juan Eslava Galán, Ángeles de Irisarri (sin duda la más prolífica creadora de novelas históricas de estos años), Blanca Sanz y alguno más. Esto no implica que todos los que aparecen en mi lista precedidos por un asterisco que los identifica como tales historiadores de formación o profesionales hayan escrito novelas de este tipo. Y, por otra parte, parece evidente que quienes tienen una formación de historiadores encuentran en la práctica de la novela histórica esa posibilidad de liberarse del rigor crítico que se les aplicaría en el caso de dar sus textos como libros de Historia.

He prescindido en mi exposición y en la bibliografía que acompaña, de textos autobiográficos, es decir, de obras en las que el narrador lleva el mismo nombre y señas de identidad que el autor, con una sola excepción para confirmar la norma: me refiero al libro de Antonio Muñoz Molina Ardor guerrero (1995), no sólo porque fue editado en una colección de novelas, sino porque al mismo tiempo me sirve para otra consideración. Que es la del derecho a llamar novela histórica a una obra en la que no aparezca ninguna de las figuras normalmente conocidas como protagonistas de la Historia, acogiéndome a la legitimidad de esa realidad a la que Unamuno dio el nombre de intrahistoria, es decir, a la que tiene por sujetos a personajes de los que la Historiografía no suele ocuparse personalmente, aunque sí colectivamente. Menos reticencias cabría en introducir (aunque tampoco la he incluido en la bibliografía) la obra de Javier Marías La negra espalda del tiempo (1998) ofrecida precisamente en la misma colección de Muñoz Molina. Pocos críticos han llamado la atención sobre el hecho de que en dicha obra son reales todos los personajes, eventos e incluso lugares -y me refiero concretamente a la caribeña isla Redonda, que cuando Marías habló de ella por primera vez en su novela Todas las almas, todos sus críticos la tomamos como una de sus mejores ficciones, cuando de hecho está ya mencionada y bautizada en los relatos de los navegantes españoles de los años de la Conquista. (Por cierto, este dato aporta cierto peso a mi idea de que a los tres modelos de mundo de Albaladejo podría añadirse otro: el modelo de mundo verdadero inverosímil). Tampoco verán Uds. esta obra de Marías en la lista, aunque de hecho tiene su lugar en ella y, salvo error por mi parte, la considero histórica y de este primer tipo. Al que también corresponden obras como El soldado de porcelana (1997) del novelista hispanoargentino Horacio Vázquez Rial, que relata la vida de un personaje tan real como inverosímil, el español Gustavo Duran, músico antes de la guerra, famoso oficial republicano de estado mayor en ella, colaborador del gobierno inglés durante la Segunda Guerra Mundial, y consejero del gobierno de los Estados Unidas durante los años de la guerra fría. Tampoco aparecen en mi lista obras recentísimas (aparecidas la pasada semana) como Soldados de Salamina, de Javier Cercas, que relata las peripecias del escritor y jerarca falangista Rafael Sánchez Mazas en la Guerra Civil, Cosas que ya no existen, de Cristina Fernández Cubas, que de nuevo justifican la legitimidad de la «novela intrahistórica», o el gran mosaico de perdedores con el que Antonio Muñoz Molina acaba de componer su monumental Sefarad. Mención igualmente destacada merece la novela de José María Merino Las visiones de Lucrecia que en 1996 nos ofreció un admirable ejemplo de novela sobre un proceso inquisitorial ocurrido en Toledo a finales del siglo xvi. Merino se documentó en los archivos inquisitoriales a tal extremo que cuantos lugares, personajes y eventos se relatan corresponden estrictamente a la documentada realidad. Su editor, Alfaguara, hizo una corta tirada especial en facsímil de algunos de los documentos utilizados por Merino. Este riguroso respeto a los datos históricos no afecta para nada a la perfección de esta auténtica novela. Otra variante de este primer tipo sería aquella en la que los hechos y las personas son correlatos de realidades históricas, pero que el autor ha querido encubrir con nombres ficticios. Es el caso de la novela Etxezarra (1993) de María Charles en la que se relata una saga de varias generaciones de militares españoles. (El nombre mismo de la autora es un seudónimo que comporta pareja intención, puesto que se trata de una historia familiar). No quisiera que se me quedara sin mencionar el caso de una obra reciente de Juan Manuel de Prada, Las esquinas del aire. En busca de Ana M.ª Martínez Sagi (2000), aunque no estoy enteramente seguro de que el autor no se haya permitido las mismas licencias con sus personajes y con los hechos relatados que se permitió en su anterior novela Las máscaras del héroe (1997) y que la acercan más bien al tipo siguiente.




Tipo 2

Propongo, en segundo lugar, una obra narrativa en la que la referencialidad no sólo apunta a un modelo de mundo real y verificable sino también a otro de mundo imaginario pero construido únicamente con efectos de realidad o, dicho más tradicionalmente, de manera que suscite en el lector la incondicionada impresión de verosimilitud, y ello de tal manera que, a la lectura primera del texto, no resulten aparentes las soldaduras entre la descripción y la narración historiográficas -que un historiador tradicional admitiría como de acuerdo con la verdad de las cosas y los hechos, o con la honesta interpretación de las mismos y de su organización en el tiempo y en la causalidad- por una parte, y por otra, los productos de su invención mimética, que ese mismo historiador, y solo él, sería capaz de discernir como no históricos. Es cierto que la figura de un lector ingenuo, tan poco enterado de la Historia como para no saber distinguir entre lo vivo y lo pintado, es tanto más problemática cuanto más cerca del tiempo histórico de lo narrado está el suyo propio. Este tipo de novela histórica es el que más ejemplos aporta a la literatura occidental, desde Walter Scott a esta parte. Y precisamente el problema del escritor de este tipo de novela está en lo que llamamos el problema de la visibilidad de las soldaduras, al que ya acabo de aludir al mencionar que la proximidad entre el tiempo de los hechos narrados y el tiempo de la producción y la lectura, acentúa la visibilidad de tales empalmes, que el paso del tiempo se encargará de ir limando. De modo que Max Aub, en sus novelas del Laberinto mágico, que ya se planteó el problema, estaña hoy muy satisfecho de saber que su apuesta era correcta, y que hoy ya muy pocos lectores de sus novelas se preguntan si Paulino Cuartera es más real o más ficticio que cualquiera de los personajes históricos de segundo o tercer plano que por ellas circulan con sus nombres y apellidos. La técnica, que ha sido descrita ya en los años 40 por una historiadora francesa, Claude-Edmonde Magny, es llamada de gradaciones o planos de la realidad, y consiste en dar a los grandes personajes históricos una presencia mucho menor que la que tienen los personajes menores, sean estos enteramente ficticios o, como suele ocurrir, personajes hechos a partir de personas conocidas por el autor, lleven o no su verdadero nombre. Así, sólo quienes lean hoy Campo del Moro y La calle de Valverde de Max Aub, y por otra parte El soldado de porcelana de Horacio Vázquez Rial, antes citado, sospecharían que el Víctor Terrazas de Aub y el Gustavo Duran de Vázquez Rial tienen a la misma persona como referente real. El rol secundario dado a los grandes personajes, de los que el lector ya tiene referencias antes de leer la novela, compensa el handicap con el que entran en la narración esos personajes perfectamente desconocidos para el lector en cuestión.

Entre paréntesis, vivimos en este país una época de libertades individuales sin casi precedentes en nuestra historia, que no fuerza como antaño al novelista a introducir con nombres ficticios personas reales para evitarles a éstos problemas, o evitárselos el propio autor. Hoy en la prensa diaria se puede calumniar impunemente, apostando, generalmente con éxito, por la complejidad, inoperancia y lentitud del sistema judicial. No obstante, en alguna novela reciente se ha recurrido a dar nombres ficticios a personas reales. Si hemos de creer a lo que se dice, ese sería el caso de una novela incluida en nuestra lista Madrid no ha muerto (1999) de Luis Antonio de Villena. Pero convendría no tomar la actual situación ni por natural ni por irreversible. Estamos más bien en una situación minoritaria dentro de este planeta, donde todavía, o hasta hace poco, se asesina a periodistas por publicar lo que sucede, y se encarcela, tortura, mata o sentencia a muerte por expresar libremente informaciones, opiniones y desacuerdos sobre hechos, ideas, doctrinas o entes que otros consideran sagrados de una u otra forma, lo que explicaría, ciertamente, las evasiones en literatura.

Sin duda hay, dentro de este tipo de novela histórica, diferentes motivaciones por parte de sus creadores. Ya hemos considerado, implícitamente, la voluntad testimonial y la intención justificativa o denunciadora que tienen la mayor parte de las novelas que, sobre nuestra última Guerra Civil se escriben desde sus inicios. Hay que esperar a los años ochenta para ver a una joven generación no involucrada en los acontecimientos -la que sigue a la de los hijos de la guerra- acercarse al tema con una curiosidad a la vez de simpatía distanciada y perplejidad desmitificadora. Muñoz Molina en Beatus illle y El jinete polaco nos ha dado dos excelentes ejemplos de ello, como lo han hecho Juan Pedro Aparicio en La forma de la noche (1993). Félix de Azúa en Cambio de bandera (1991). Isaac Montero en Ladrón de lunas (1998) o Andrés Trapiello en Días y noches (2000). Pero tampoco falta alguna excepción entre los más jóvenes de la generación anterior, como Francisco Umbral, que ha escrito algunas de las más esperpénticas reconstrucciones de aquellos eventos y de sus protagonistas. Me limito a referirme a las publicadas desde 1990, que tienen ustedes en la lista adjunta.

En este tipo segundo es frecuente una actitud definida como arqueológica por Lukacs o anticuaría por Nietzsche, y ejemplificada por la novela flaubertiana Salambó, que utiliza una minuciosa reconstitución ambiental pero pone en juego una problemática humana que no tiene nada de arqueológica (se le reprochó que las pasiones de sus agonistas púnicos tenían poco o nada que ver con los históricos). En nuestra novela actual no faltan ejemplos de esta actitud en las numerosas obras que he agrupado en la lista temática adjunta, y especialmente en los tres primeros grupos, que se sitúan en la Antigüedad o la Edad Media. Pero cabría decir que esta actitud es precisamente una de las razones por las que la idea de evasión del presente como posible razón del recurso a la novela histórica se sostiene difícilmente, o desemboca en un involuntario fracaso. Citaré ejemplos notables en obras como Atila (1992), del malogrado Aliocha Coll, en el Leonardo da Vinci de Luis Antonio de Villena (1991) o en El hereje, la ya citada novela de Delibes, en la que los críticos, de modo unánime, han reconocido en algunos personajes, y especialmente en el de Cipriano Salcedo, unas preocupaciones, unos gustos y unos temas que son propios de la obra entera de Delibes. La actitud en cuestión se ve más claramente aún en novelas como Estatua con palomas (1992) de Luis Goytisolo, Butamalón (1994) de Eduardo Labarca, o Letanías de lluvia (1992) de Fulgencio Arguelles, donde se alternan la antigüedad y el presente o el pasado inmediato. Es precisamente lo que el pasado encierra potencialmente de evocador del presente lo que impulsa a creadores y lectores hacia la Historia, contrariamente a la actitud exotista que suele implicar el turismo literario en lejanos espacios y culturas. Sobre las complejas motivaciones de esa actitud en la literatura y en el afán viajero que caracteriza a nuestra cultura me parece que hay materia para mucho análisis y no menos reflexión. Y ciertamente, cuanto más cercanas son los tiempos históricos que suscitan el interés de los creadores y de los lectores, más evidente es la disminución del factor de extrañamiento que implican y el aumento de su valor reflexivo y de su intención responsable, en el sentido ya expresado de búsqueda de las causas más o menos remotas de las situaciones presentes, y de la presencia frecuente en tales novelas de un talante ético. Esa actitud predomina en las novelas de estos últimos añas que aparecen en mi lista temática recogidas en el apartado L (España, siglo XX) -sin duda el más numeroso del conjunto (60 novelas de las 252 recogidas)- y en el apartado N (novelas sobre otros países, mayoritariamente sobre el siglo XX y sobre la América de habla castellana (30 novelas). Y me pregunto si no será precisamente porque en la novela histórica abunda ese pragmatismo ético por lo que, durante los últimos cuarenta años este subgénero novelístico haya sido tan poco valorado por los críticos y los creadores que apostaban por una literatura desligada de toda referencialidad a las realidades históricas y sin más responsabilidad reconocida que la de ir más allá siempre en la originalidad y puesta en valor de sus elementos formales e inimitables. (No hará falta insistir que en este aspecto ha habido una potenciación mutua -la famosa sinergia- entre las bellas artes, incluyendo en el grupo a la literatura).

Volvamos a esa tendencia mayoritaria en la novela histórica a volverse hacia el pasado inmediato. La actitud ética que en ellas subyace generalmente no es, por supuesto, exclusiva de ellas, ni tampoco de esa variante que se ha llamado arqueológica o anticuaría. Hay fenómenos de la Historia que se repiten, lamentablemente, y que parecen, como dijo Francisco Ayala hace unos días, «inherentes a la condición humana». Desde la caída de la última ideología enfrentada con la capitalista, venimos observando un retroceso hacia las viejas formulaciones que querían ver en el ser humano una naturaleza inamovible, concepción sin duda de raíz cristiana, que en las sociedades occidentales ha tenido como efecto paralizar y anular toda visión reformista de la existencia, y mantener el estado de cosas. Esta percepción fue la que se intentó contrarrestar al reemplazar el término «naturaleza humana» (ahistórico y fatalista) por el de «condición humana» (histórico, abierto a posibilidades de cambio). Pero quizás hoy se utiliza ya, regresivamente, el término condición en el mismo sentido que antes tenía el término naturaleza.

Lo cierto es que no sólo en la Historia reciente encuentran los novelistas esas realidades a las que el talante ético incita a volver la mirada en busca de explicaciones y motivaciones ejemplares. Así resulta evidente que no pocos de los novelistas que en estos últimos años se han vuelto a episodios lejanos de la Historia lo han hecho en función del presente, con el resultado de poner en evidencia la ejemplaridad -es decir, una lección adecuada a las realidades amenazadoras del presente-. Reitero el ejemplo de El hereje de Delibes, al relatar episodios que en esta ciudad protagonizó hace siglos la intolerancia, el rechazo de lo distinto, de lo que se alejara de la lección correcta (la ortodoxia), aunque la nueva lección supusiera ideas y propuestas de mejoramiento y perfeccionamiento de la condición humana. No es este ejemplo el único ni el primero que en nuestra novela reciente se ha vuelto hacia la historia de la Inquisición. Ya lo había hecho hace treinta años un exiliado que veía en el obstinado rechazo con el que la España de la década del 60 acogía sus deseos de reincorporarse a su país. En El hombre de la cruz verde (1970) de Segundo Serrano Poncela estaba ya presente, en inequívoca filigrana, esa contemplación admonitoria de la intolerancia. Pero también lo han hecho en estos años otros autores como Pedro Casals en Las hogueras del rey (1989), Javier Alfaya en Eminencia o la memoria fingida (1993), Miguel Betanzos en La máquina solar. Galileo (1996), Antonio Cáscales en sus tres novelas Los tornadizos (1985) (que no puse en la lista por su fecha, sobre los judíos conversos sevillanos en el siglo XV), Rodafortuna (1989) (sobre el proceso al enciclopedista Olavide en el XVIII) y Crónica londinense del reverendo Blanco White (1994). Otro tanto Canne Riera en El último azul (1996), Pedro Torres Curiel en Bajo la absolución de los árboles (1991) y José María Merino en su espléndida y ya citada novela Las visiones de Lucrecia (1996).




Tipo 3

Un tercer tipo de relato histórico sería aquel en que el narrador establece una referencialidad exclusiva con un modelo de mundo verosímil, desanclándolo de toda referencia a elementos de mundo real verificable. Es decir, en el que las referencias nominales a un espacio geográfico real o incluso, a un tiempo de calendario correspondiente al pasado inmediato o remoto, son substituidas bien por ausencia de topónimos o por nombres imaginarios de lugares como de personas, bien por exclusión del tiempo de calendario, reemplazado por una temporalidad cíclica (etapas del día, ciclos anuales de primavera, verano, etc.). Difícil apuesta y logro no menos difícil, cuya intencionalidad suele ser la de alegorizar, pongamos por caso, en una dimensión universalista de ejemplaridad intemporal los problemas convivenciales de la sociedad humana. Sin duda son raros estos textos narrativos, pero los ha habido en los años anteriores al periodo que aquí examinamos. Me bastará recordar a autores de renombre: Miguel Espinosa en toda su obra, Juan Benet en las novelas del país de Región, Gabriel García Márquez en su famosísima creación de Macondo, o Ramón Nieto con su Señorita B. A la sombra del éxito de García Márquez abundaron novelas de países o lugares imaginarios, aunque no siempre con el mismo fundamento e intenciones históricas. En el conjunto de novelas que he recogido para este período (1989-2001) sólo aparecen dos: La ciudad del sol (1999) de Miguel Naveros, bajo cuyos nombres imaginarias parece ser que se relata la historia de las izquierdas en Almería a lo largo del siglo XX y Los dioses de sí mismos (1989), de Juan José Armas Marcelo.




Tipo 4

Otro tipo tal vez variante del segundo, sería el que conjuga los datos de la Historia aunque manipulándolos libremente. A este tipo creo que responde el que Ramón Gómez de la Serna llamó relato superhistórico y ejemplificó con Doña Juana la Loca y seis novelas superhistóricas más probablemente inspirado por Nietzsche. Recordaré aquí las proposiciones del pensador alemán acerca de la Historia, a la que consideraba el peor enemigo de la Humanidad. Su propuesta de mitificarla se fundamenta en que determinados momentos de la vida social o individual la «sensibilidad frente al pasado debe caracterizarse por un olvido selectivo, en lugar de por la memoria indiscriminadora»3. Esta forma de olvido selectivo acompañada de una inspiración creativa-interpretativa, hace que el «superhistoriador» actúe sobre los datos como el artista, seleccionándolos, organizándolos, dándoles una interpretación superhistórica, y a la vez, como hicieron los filósofos del siglo de las Luces, desacreditando críticamente la historia, en lugar de monumentalizarla o de tratarla con la actitud del anticuario (Cf. Hayden White, 1978: 53-54 y 135-36). No sé si todas esas motivaciones están en la base de todas las novelas de la última década que mencionaré, pero sí, evidentemente, algunas de ellas. En primer lugar, y por haber sido ya objeto de críticas por su libre manejo de los datos históricos, las novelas ya mencionadas de Francisco Umbral, como Madrid 1940, o la de Fernando Sánchez Dragó La prueba del laberinto (Premio Planeta 1992) sobre la persona y la vida de Jesucristo.

Gustavo Martín Garzo en El lenguaje de las fuentes (1993) ha reexaminado un personaje evangélico bastante borroso, como es el padre putativo de Jesucristo, para darle dimensiones humanas y transformarlo en un personaje sin duda más creíble. Con otros personajes históricos han creado ficciones simplemente plausibles pero que carecen de fundamentación suficiente, como es el caso del supuesto encuentro de José de Espronceda y Edgar Allan Poe en los Pirineos, que novelizó José Luis Gracia Mosteo el pasado año en La dama cautiva de Jaca. El recién galardonado Fernando Marías, publicó en 1998 La luz prodigiosa en la que partiendo del hecho de que los restos de García Lorca nunca se encontraron, supone que vivió escondido e ignorado, como antes había hecho Antonio Muñoz Molina con otro escritor -esta vez imaginario- de la generación de Lorca, en Beatus ille. Mencionaré, además, la novela de José Luis Ferris, El amor y la nada (2000) que reconstruye más que imagina un episodio amoroso del que habrían sido protagonistas Miguel Hernández y una mujer casada en Madrid durante los años de la República. Del mismo orden de cosas parecen las novelas de Jorge Volpi En busca de Klingsor (1999) y de Ignacio Padilla Amphytrion (2000) sobre el destino de los nazis alemanes después de la guerra. Mencionaré también aquí gran parte de la obra narrativa de Gonzalo Torrente Ballester, aunque por los límites que se han fijado en este curso, apenas resulta legítimo mencionar su Crónica del rey pasmado, de 1989, que no es precisamente una de aquellas donde Torrente construyó sus más notorias fantasías acerca de acontecimientos y personajes históricos. A esa misma visión cíclica de la Historia que es el fundamento de la obra narrativa de Torrente como de Álvaro Cunqueiro parece corresponder la obra de otro gallego, Víctor Fernández Freixanes, El triángulo inscrito en la circunferencia (1991), ubicada en la Galicia del siglo XIX.

Habría, en fin que preguntarse hasta qué punto cabe recordar aquí, y por eso he preferido no integrarlas en mi lista, las ficciones que se construyen y se ofrecen como relatos acerca de personajes historicos, es decir, dando como real su modelo de mundo, cuando de hecho son ficciones de la imaginación de su creador. En otras palabras, parodias de relato histórico. Perdura, a ese respecto, la fama del Jusep Torres Campalans de Max Aub, que se ha seguido reeditando hasta el pasado año y que tantos, en el momento de su aparición, dieron por auténtica biografía de un pintor olvidado, compañero de Picasso en su juventud parisina. Su éxito se justifica, probablemente, por el arte con que está realizado ese «collage» de un personaje de ficción dentro de un contexto totalmente auténtico en lugares, personas y realidad cultural. Y su pervivencia, en el hecho evidente que ese pintor imaginario y sus obras pictóricas realizadas por el propio Aub, le sirvió para hacer un retrato muy poco misericordioso del arte vanguardista. No he podido dar con ningún ejemplo de este tipo de parodia en los doce años anteriores al actual. Y del periodo posterior a la obra de Aub sólo conozco un relato de Luis Antonio de Villena, «Noticia de un desconocido: el poeta Aníbal Turena» recogido en el volumen Para los dioses turcos de 1980, y ahora reeditado en La fascinante moda de la vida (1999). Por los mismos años 70 se publicaban en la prensa madrileña textos de un escritor leonés, Sabino Ordaz, y entrevistas realizadas con él, así como alguna obra suya. Finalmente se supo que Sabino Ordaz era una creación de José María Merino. Juan Pedro Aparicio y Luis Mateo Díez. Aunque, por lo que comprobamos, no todo el mundo se enteró de la ficcionalidad de Sabino Ordaz. En la última edición de la utilísima obra de José María Martínez Cachero (1997: 423, n. 107), todavía se cita el testimonio de Sabino Ordaz para corroborar la existencia de otro supuesto escritor fantasma que por aquellos años recorría el campo literario español: Claudio Bastida, ganador en 1979 de un nuevo y dotadísimo premio literario, el Heliodoro, del que nunca hubo segundas partes. Todavía hay hoy gente de ese mundo literario que, a pesar de sus relatos, poemas y novela publicados, creen que Claudio Bastida fue la más lograda de las invenciones de un novelista de la generación del medio siglo.

Para rematar, si la persistencia y la riqueza con que anualmente da frutas el árbol de la novela histórica no nos dejan dudas sobre su futuro, más incierto es que se renueve su prestigio a los niveles que alcanzó en la segunda mitad del siglo XIX y el primer tercio del siguiente. De ocurrir, sospecho que no seré yo quien pueda contarlo.




Novelistas españoles hispano-americanos y sus novelas históricas publicadas en España (1989-2001)

  1. ABÓS, Álvaro, El simulacro (1993) [Cesare Pavese. Italia, s. XX].
  2. ALFAYA, Javier.
    • 2.1. Eminencia o la memoria fingida (1993) [El último gran inquisidor, s. XVIII].
    • 2.2. Leyenda, o el viaje sentimental [P. Feijoo, s. XVIII].
  3. ALONSO, Eduardo, La flor del jacarandá (1991) [Reinado de Carlos III, Madrid].
  4. ÁLVAREZ, M.ª Teresa, La pasión última de Carlos V (1999).
  5. AMPUERO, Roberto, Nuestros años verde olivo (2000) [Cuba castrista].
  6. ANDAHAZI, Federico, Las piadosas (1999) [John W. Polidori, secretario de Lord Byron].
  7. APARICIO, Juan Pedro, La forma de la noche (1993) [Guerra Civil en Asturias].
  8. ARGUELLES, Fulgencio.
    • 8.1. Letanías de lluvia (1992) [Asturias en la antigüedad y la dictadura de Primo de Rivera].
    • 8.2. Los clamores de la tierra (1996) [Ramiro I, s. IX].
  9. ARMAS MARCELO, J. J., Los dioses de sí mismos (1989) [España contemporánea].
  10. ARTEAGA, Almudena de.
    • 10.1. La vida privada del Emperador (1999) [Carlos V].
    • 10.2. La princesa de Éboli (1998) [Época de Felipe II].
  11. ASENSI, Matilde, Iacobus (2000) [s. XIV, Camino de Santiago].
  12. ATXAGA, Bernardo, Un espía llamado Sara (1986) [Guerras carlistas].
  13. AYLLÓN, José R., Querido Bruto (1999) [César y Bruto].
  14. AZÚA, Félix de, Cambio de bandera (1991) [Guerra Civil 36].
  15. BELDARRAÍN, Mila.
    • 15.1. Oria, la sultana vascona [s. X].
    • 15.2. Petriquilla Graciosa y el Verdugo Negro (1995).
    • 15.3. El examen. Petriquilla en Madrid (1996) [s. XVIII].
  16. BARROSO, Miguel, Amanecer con hormigas en la boca (1999) [Cuba castrista].
  17. BERMEJO, Álvaro, El reino del año mil (1998) [Cruzadas].
  18. BETANZOS, Miguel, La máquina solar (1996).
  19. BOLAÑO, Roberto.
    • 19.1. Amuleto (1999) [México contemporáneo].
    • 19.2. Monsieur Pain (2000) [César Vallejo].
    • 19.3. Nocturno de Chile (2000) [Genocidio pinochetista].
  20. BRIZUELA, Leopoldo, Inglaterra. Una fábula (1999) [Utilización de personajes históricos en una fabulación contemporánea].
  21. BRUNORI, Rodrigo, Me manda Stradivarius (1999) [s. XVIII].
  22. CABA, Rubén, Las piedras del Guaira (1996) [Conquista de América].
  23. CASALS, P., Las hogueras del rey (1989) [Felipe II].
  24. CASCALES, A.
    • 24.1. Rodafortuna (1989) [Historia española, s. XVIII].
    • 24.2. Crónica londinense del reverendo Blanco White (1994).
  25. CASO, Ángeles, Elisabeth, emperatriz de Austria-Hungría (1993) [Austria, s. XIX].
  26. CASTAÑEDO, Fernando, Triunfo y muerte del general Castillo (1999) [Guerra Civil].
  27. CASTILLO, Abelardo, El evangelio según Van Hutten (1999) [Orígenes del cristianismo].
  28. CEBRIÁN, Juan Luis, La agonía del dragón (2000) [Años de la transición].
  29. CHAMORRO, Eduardo, La cruz de Santiago (1992) [Velázquez].
  30. CHARLES, María, Etxezarra (1993) [Saga familiar de militares, ss. XIX-XX. Nombres ficticios, historia real].
  31. CHIRBES, Rafael, La larga marcha (1996) [Tres primeras décadas del franquismo].
  32. CIERVA, Ricardo de la, El triángulo (1990) [Isabel II].
  33. COLL, Aliocha, Atila (1992).
  34. COMPÁN, Salvador, Cuaderno de viaje (2000) [s. XIX].
  35. CONTE, Rafael, Yo, Sade (1990).
  36. CORRAL LAFUENTE, José Luis.
    • 36.1. El amuleto de bronce (1998) [Gengis Kan].
    • 36.2. El infierno de la corona (1999) [s. XIV, Pedro IV el Ceremonioso].
    • 36.3. El Cid (2000).
  37. COSTA SANTIAGO, José, A la sombra de la espada (1997) [Helenística].
  38. COUSTÉ, Alberto, Sigismondo (1990) [Condottieri del Renacimiento].
  39. DELIBES, Miguel, El hereje (1998) [Valladolid. s. XVI, Inquisición].
  40. DÍAZ MÁS, Paloma.
    • 40.1. El sueño de Venecia (1992) [Vida de un barrio madrileño entre el XVII y el XX].
    • 40.2. La tierra fiel (1999) [s. XIII.
  41. DRAGO, Juan. Diván de las mensajeras (1994) [s. XI, mundo arábigo-andaluz].
  42. EDWARDS, Jorge, El sueño de la Historia (2000) [Historia de Chile a través de una saga familiar].
  43. ENRIQUE, Antonio.
    • 43.1. Kalaát Horra (1991) [España musulmana].
    • 43.2. La luz de la sangre (1997) [América virreinal].
    • 43.3. El discípulo amado (2000) [San Juan Evangelista].
  44. ESLAVA GALÁN, Juan.
    • 14.1. Yo, Aníbal (1988).
    • 44.2. Yo. Nerón (1991).
    • 44.3. El comedido hidalgo (1994) [Cervantes].
  45. FAJARDO, José Manuel.
    • 45.1. La epopeya de los locos (1990) [Abate Marchena, Revolución Francesa].
    • 45.2. Carta del fin del mundo (1996) [América, época de Colón].
  46. FANJUL, Serafín, Los de Chile (1994) [Historia de América en tiempos de Carlos V].
  47. FERNÁN GÓMEZ, Fernando.
    • 47.1. La Puerta del Sol (1995) [Anarquismo en España].
    • 47.2. La cruz y el lirio dorado (1998) [Florencia, s. XV].
  48. FERNÁNDEZ, Pedro Jesús, Peón de Rey (1998) [Camino de Santiago, s. XVIII].
  49. FERNÁNDEZ FREIXANES, Víctor.
    • 49.1. El ajuar de la novia (1989) [Los Borjas].
    • 49.2. El triángulo inscrito en la circunferencia (1991) [Galicia, s. XIX, visión cíclica de la Historia].
  50. FERNÁNDEZ TREA, Emilio, Escenas de la guerra contra Sertorio (2000) [Romanización de España].
  51. FERRIS, José Luis, El amor y la nada (2000) [Miguel Hernández].
  52. FUENTES, Carlos, Los años con Laura Díaz (1999) [México a través de una saga familiar].
  53. FUENTES, Julio.
    • 53.1. Resistencia humana (1999).
    • 53.2. Rebelión (2000) [Historia de la U. E. en el futuro].
  54. GABRIEL Y GALÁN, J. A., Muchos años después (199D [España posfranquista].
  55. GALA, Antonio, El manuscrito carmesí (1990) [Boabdil, último rey moro de Granada].
  56. GALLEGO, Gregorio, Encrucijada de caminos (1992) [España republicana].
  57. GALLEGO, Laura, Finis Mundi (1999) [Los terrores del año mil].
  58. GAMBOA, Santiago, Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000) [Colombia contemporánea].
  59. GARCÍA AGUILAR, S.
    • 59.1, 2 & 3. (1983-1990) [Trilogía sobre el mundo vikingo y anglosajón].
  60. GARCÍA LÓPEZ, J. M., La ronda del pecado mortal (1992) [Sevilla, 1700].
  61. GARCÍA SÁNCHEZ, Javier, El sueño de Escipión (1998) [Guerras púnicas].
  62. GOYTISOLO, Juan, La saga de los Marx (1993).
  63. GOYTISOLO, Luis, Estatua con palomas (1992) [Roma, s. I + España actual].
  64. GRACIA MOSTEO, José Luis, La dama cautiva de Jaca (2000) [El encuentro de Espronceda y E. Allan Poe].
  65. GUERRERO ZAMORA, Juan, El libro mudo (1999) [Los moriscos de Granada].
  66. GURPIDE, Javier, Las agujas del templo (1995) [Palestina, inicios del cristianismo].
  67. HERAS, Moisés de las, Escuchando a Filomena (2000) [Castilla, s. XIV].
  68. HERNÁNDEZ, Ramón, El secreter del Rey (1995) [Alfonso XIII].
  69. HERNÁNDEZ LAFUENTE, Adolfo, El viajero de las luces (1999) [Domingo Badía, alias Ali Bey, ss. XVII-XVIII].
  70. HORTAS, Daniel, El caballero de Galicia (1996) [Época de Felipe V].
  71. IRIGOYEN, Ignacio, Los náufragos del Plata (2000) [La emigración a Argentina, inicios del s. XX].
  72. IRISARRI, Ángeles de.
    • 72.1. Toda, reina de Navarra (1991).
    • 72.2. El estrellero de S. Juan de la Peña (1992).
    • 72.3. El año de la inmortalidad (1993).
    • 72.4. Trece días de invierno y otros cuentos (1993).
    • 72.5. Ermessenda, condesa de Barcelona (1994).
    • 72.6. 7 cuentos históricos (1995).
    • 72.7. Diez relatos de Goya y su tiempo (1997).
    • 72.8. Moras y cristianas (1998, en colaboración con Lasala).
    • 72.9. La cajita de lágrimas (1999) [s. XIII].
    • 72.10. Las damas del fin del mundo (1999) [Galicia medieval].
    • 72.11. La cacería maldita (1999) [Brujas medievales].
  73. JARQUE, Fietta, Yo me perdono (1998) [Conquista de América].
  74. JIMÉNEZ LOZANO, José.
    • 74.1. El mudejarillo (1992) [San Juan de la Cruz].
    • 74.2. Fray Luis de León (2000).
  75. JUAN, José Luis de.
    • 75.1. El apicultor de Bonaparte (1996).
    • 75.2. Este latente mundo (1999) [Roma antigua].
  76. LABARCA, Eduardo, Butamalón (1994) [Conquista de Chile y Chile contemporáneo].
  77. LASALA, Magdalena (v. Irisarri), La estirpe de la mariposa (1999) [Mundo musulmán andalusí].
  78. LEGUINA, Joaquín.
    • 78.1. La tierra más hermosa (1996) [Cuba de los años 50].
    • 78.2. El corazón del viento (2000) [Chile contemporáneo].
  79. LOSADA, Basilio, La peregrina (1999) [s. XIII. Camino de Santiago].
  80. LOZANO LEYVA, Manuel, El enviado del Rey (2000) [Sevilla, s. XVIII].
  81. LUGO, Reynaldo, Palmeras de sangre (2000) [Cuba, caída de Batista].
  82. LUJÁN, Néstor.
    • 82.1. La puerta del oro (1990) [Sevilla, s. XVI],
    • 82.2. Los espejos paralelos (1991) [Velázquez y Las Meninas].
    • 82.3. La loca jornada (1991) [Mozart].
    • 82.4. Cabaret catalán (1994) [Barcelona, 1934-1936].
    • 82.5. El enigma de la máscara de hierro (1994) [Francia de Luis XIV].
    • 82.6. La cruz en la espada (1996) [Quevedo].
    • 82.7. Els fantasmes del Trianon (1996) [María Antonieta].
  83. MAESO DE LA TORRE, Jesús, Al-Gazal, el viajero de los dos Orientes (2000) [Córdoba-Bagdad, s. IX].
  84. MAGUA, Haroldo, Andrés y la ola marina (2000) [Cien años de historia uruguaya].
  85. MALLORQUÍ, César, La catedral (1999) [De Navarra a Bretaña, s. XIII].
  86. MARCOS, Alfredo, El testamento de Aristóteles. Memorias desde el exilio (2000).
  87. MARÍ, Antonio, El camino de Vincennes (1996) [Enciclopedistas, s. XVIII].
  88. MARÍAS, Fernando, La luz prodigiosa (1998) [Ficción histórica: García Lorca, vivo].
  89. MÁRQUEZ VILLAFAINA, Julián, Aquellos días de agosto (1999) [Guerra Civil, Badajoz].
  90. MARTÍN, Andreu, El amigo Malaspina (1994) [s. XVIII].
  91. MARTÍN, Luis G., La dulce ira (1995) [España, s. XVI].
  92. MARTÍN GARZO, Gustavo, El lenguaje de las fuentes (1993) [San José].
  93. MARTÍNEZ, Tomás Eloy.
    • 93.1. La novela de Perón.
    • 93.2. Santa Evita (1995).
  94. MATTOS, Tomás de, La fragata de las máscaras (1998) [Motín de esclavos, costa de Chile, s. XVIII].
  95. MAYRATA, Ramón.
    • 95.1. El imperio desierto (1992) [Sahara español].
    • 95.2. Alí Bey el Abasí. Un cristiano en La Meca (1995) [Domingo Badía, s. XIX].
  96. MEDINA GÓMEZ, José, La sinfonía del adiós (1990) [Cortes de Cádiz, s. XIX].
  97. MELCÓN, María Luz, Guerra en Babia (1993) [Guerra Civil, Asturias].
  98. MERINO, José M.ª
    • 98.1. Las visiones de Lucrecia (1996) [Inquisición, s. XVI].
    • 98.2. Las crónicas mestizas (1992) [Conquista de América].
  99. MERINO, Olga, Cenizas rojas (1999) [Hundimiento de la URSS].
  100. MIGUEL, María Esther de, Un dandy en la corte del rey Alfonso (1999) [Época de Alfonso XII. Fabián Gómez y Anchorena].
  101. MIRA, Joan F., Borja Papa (1996).
  102. MOIX, Ana María, Vals negro (1994) [Emperatriz Elisabeth de Austria].
  103. MOIX, Terenci, Venus Bonaparte (1995) [Paulina Bonaparte, Roma, s. XIX].
  104. MONTEMAYOR, Carlos, Guerra en el Paraíso (2000) [Guerrillas rurales, México, s. XX].
  105. MONTERO, Isaac, Ladrón de lunas (1998) [Final de la Guerra Civil e inmediata posguerra].
  106. MONTERO, Mayra, Como un mensajero tuyo (1998) [Enrico Caruso en La Habana].
  107. MUÑOZ, Adolfo, Tengo palabras de fuego (1998) [Corte de Felipe IV, historia y fantasía].
  108. MUÑOZ MOLINA, Antonio.
    • 108.1. El jinete polaco (1991) [Guerra Civil].
    • 108.2. Ardor guerrero (1995) [España franquista].
  109. MUÑOZ PUELLES, Vicente.
    • 109.1. El último manuscrito de Hernando Colón (1992).
    • 109.2. La emperatriz Eugenia en Zululandia (1994) [s. XIX].
  110. NAVEROS, Miguel, La ciudad del sol (1999) [Un siglo de izquierdas].
  111. OBLIGADO, Clara, La hija de Marx (1996).
  112. OLAIZOLA, J. L.
    • 112.1. El caballero del Cid (2000).
    • 112.2. Los amores de S. Juan de la Cruz (1999).
  113. OLEZA, Joan, Cuerpo de transición (1992) [El P. C. en Valencia, años 70].
  114. ORTIZ, Lourdes, La liberta (1999) [Nerón].
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  116. PADILLA, Ignacio. Amphytrion (2000) [Los nazis alemanes].
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  118. PÉREZ HENARES, Antonio, Nublares (2000) [Prehistoria].
  119. PÉREZ REVERTE, Arturo.
    • 119.1. La sombra del águila (1993) [Españoles con Napoleón].
    • 119.2. Territorio Comanche (1994) [Guerra de Yugoslavia, s. XX].
    • 19.3, 4 & 5. Las aventuras del capitán Alatriste (1996-2001) [La España del Imperio, s. XVII].
  120. PERI ROSSI, Cristina, La última noche de Dostoiewski (1990).
  121. PERLADO, José Julio, Lágrimas negras (1996) [Franquismo, Franco].
  122. PIQUERAS, Pedro, Colón, a los ojos de Beatriz (2000).
  123. PORCEL, Baltasar, El emperador o el ojo del ciclón (2001) [Franceses prisioneros en la isla de Cabrera, 1809-1814].
  124. PRADA, Juan Manuel de.
    • 124.1. Las máscaras del héroe (1997) [Pedro Luis de Gálvez].
    • 124.2. Las esquinas del aire. En busca de Ana M.ª Martínez Sagi (2000) [Generación del 27].
  125. PREGO GADEA, Omar, Delmira (1998) [Delmira Agustini].
  126. PRIANTE, Antonio.
    • 126.1. Lesbia mía (1992) [Roma republicana].
    • 126.2. La encina de Mario. Autobiografía de Cicerón (1995).
  127. PRIETO, Abel, El vuelo del gato (2000) [Cuba castrista].
  128. PRIETO, Antonio.
    • 128.1. El embajador (1988) [Diego Hurtado de Mendoza].
    • 128.2. El ciego de Quíos (1996) [Homero].
    • 128.3. Libro de Boscán y Garcilaso (1999).
  129. RACIONERO, Luis.
    • 129.1. La Cárcel de amor (1996) [Los Borja].
    • 129.2. La sonrisa de la Gioconda (1999) [Leonardo da Vinci].
  130. RAMÍREZ, Pedro J., La noche más larga (199D [últimos años del franquismo].
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  136. ROJAS, Carlos.
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  138. ROMERO, Luis, Castell de cartes (1991) [Guerra Civil].
  139. ROSENBERG, Sara.
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  140. SALVADOR MALDONADO, Lola.
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  141. SAMPEDRO, José Luis.
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  144. SANZ, Blanca.
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  156. TRAPIELLO, Andrés.
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    • 156.3. La malandanza (1996) [Finales del franquismo, inicios del post-franquismo].
    • 156.4. Días y noches (2000) [Fin de la Guerra Civil y exilio republicano].
  157. UMBRAL, Francisco.
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    • 157.5. Las señoritas de Aviñón (1994) [España, primer tercio del siglo].
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  162. VÁZQUEZ RIAL, Horacio.
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    • 162.2. Las leyes del pasado (2000) [La mafia siciliana en Argentina].
  163. VILADROSA I JOSA, Octavi, Sang, dolor, esperança (1990) [Guerra Civil].
  164. VILALLONGA, José Luis de, El sable del Caudillo (1997) [Vida de Franco contada por su sable].
  165. VILLENA, Luis Antonio.
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    • 165.2. Divino (1994) [El mundo de la literatura galante anterior al 36].
    • 165.3. El burdel de Lord Byron (1995) [Estudio lírico sobre el abismo romántico].
    • 165.4. Oscar Wilde (1999).
    • 165.5. Oro y locura sobre Bañera (1998) [Luis II de Baviera].
    • 165.6. El ángel de la frivolidad y su máscara oscura (1999) [Biografía novelada de Álvaro Retana].
    • 165.7. Madrid no ha muerto (1999) [La movida, novela en clave].
    • 165.8. Caravaggio, exquisito (2000).
  166. VIZCAÍNO CASAS, Fernando, Los rojos ganaron la guerra (1989) [Ficción histórica].
  167. VOLPI, Jorge. En busca de Klingsor (1999) [Los nazis alemanes].
  168. VOLTES, Pedro, Sor Patrocinio (1994) [Corte de Isabel II].
  169. ZÚÑIGA, Juan Eduardo.
    • 169.1. La tierra será un paraíso (1989) [Madrid de la inmediata posguerra].
    • 169.2. Las inciertas pasiones de Ivan Turgeniev (1996).
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