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La novia del hereje o La inquisición de Lima

Tomo segundo

Vicente Fidel López



[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina.

Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]



portada






ArribaAbajoCapítulo XIX

Una conversión


Don Antonio Romea, que había quedado desmayado en la Iglesia como saben nuestros lectores, recobraba sus sentidos cuando la fugitiva luz de la tarde empezaba a poner de más en más sombrío el templo solitario.

Al levantar su cabeza la sintió torpe, y como oprimida por una profunda melancolía. En medio de aquel lúgubre silencio que lo rodeaba, empezó a venirle una especie de recuerdo vago de las tribulaciones y de las maldades en que había estado envuelto. Presentábasele este   —2→   recuerdo como si fuera una visión triste y remota que lo viniese desde el mundo de los vivos hasta la región de olvido y de perdón en que le parecía hacer ya tiempo que habitaba. Aquel silencio solemne del templo, aquella inmovilidad sombría de las imágenes, la conciencia de su delito, la pérdida de sus esperanzas, y sobre todo las creencias profundas con que todo hombre rendía culto en aquel tiempo a estos accidentes visibles del catolicismo, influían de más en más en el alma del desdichado para ponerla en un estado místico intermedio al del terror del castigo y la esperanza en la misericordia divina. La idea de Dios había empezado a llenar su alma como el único asilo contra el terror de sus maldades y el grito de sus víctimas que de cuando en cuando creía oír.

El sonido de una puerta que se abrió, y un rumor lejano de pasos y voces contenidas, vino a perturbar las místicas sensaciones de Romea. Sintió rodar por las bóvedas del templo el tropel de los mismos pasos y morir como si en alguna parte de él se hubiese detenido y acomodado los que lo causaban. Una voz ronca y sonora empezó un momento después un rezo solemnísimo, uniéndosele en coro un ciento de otras voces que parecían   —3→   remedar el tono de los lamentos que el condenado debe dirigir al cielo desde las llamas infernales.

Don Antonio conoció entonces que era la Comunidad que rezaba las vísperas del Sábado; y sin poderse contener unió su voz también para repetir los sublimes conceptos de perdón y de esperanza que a esas vísperas ha dado la liturgia romana.

Esta circunstancia vino a aumentar poderosamente las impresiones de misticismo que se había apoderado de Romea, alejándolo más y más del mundo exterior que había dejado.

Cuando se acordaba de don Felipe y de su familia, cuando cavilaba sobre la opinión que habrían formado de él sus amigos, y el juicio que a la hora de su muerte lanzaría Dios sobre unos actos que su conciencia misma calificaba de crímenes, se replegaba sobre sí mismo y se acobardaba de arrostrar otra vez el mundo de los vivos.

Tal era la situación psicológica de su alma; esto no obstante en los pocos intervalos en que hablaba su razón, veía bien que de algún modo tenía que salir del caso en que se hallaba; y que siendo transitorio su estado, tenía que arrostrar la degradación en que creía haber caído.

Los frailes entretanto se habían retirado del Coro, y   —4→   vueltas a cerrar las puertas, la Iglesia había quedado otra vez en el más profundo silencio; y sin embargo de ello, don Antonio no hacia ánimo todavía de tentar a retirarse.

Pocos minutos habían pasado cuando sintió voces en la dirección de la sacristía, como si varias personas hablasen entre sí y dispusiesen alguna cosa: apareció una linterna un momento después, traída por una persona cuyo rostro no podía ser visto a causa de la sombra que el resplandor de la linterna misma proyectaba sobre él: le seguía un fraile con un rollo grueso sobre los hombros, y vinieron ambos a pararse en el centro de la Iglesia como a veinte pasos del altar, de donde Romea, palpitante y anheloso, veía todo esto como si fuera alguna escena del mundo sobrenatural.

-¡Aquí! -dijo el de la linterna.

-Alumbre las paredes Vuesa Paternidad, para ver si estamos en el mismo centro.

El de la linterna la levantó en alto a uno y otro lado, y dijo:

-Sí, estamos: aquí está el clavo que marca el centro.

El otro dejó caer entonces su carga, y empezó a desarrollar y extender una alfombra negra.

  —5→  

Don Antonio pudo distinguir ahora algunos otros bultos vestidos también con el hábito conventual, que comenzaron a ayudar a los que habían hablado.

-Vaya: traigan las tarimas ahora -dijo el de la linterna que parecía ser el jefe.

Tres o cuatro frailes fueron presurosos hacia la sacristía, y volvieron después de unos segundos cargando muchas tablas, que acomodadas con esmero formaron una espaciosa tarima con varias argollas de hierro destinadas a amarrar algo que debía levantarse sobre ella.

Luego que la tarima estuvo acomodada y alfombrada, el de la linterna la colocó allí y se adelantó por encima a revisar las argollas. No bien recibió la luz en sus formas cuando don Antonio reconoció al padre Andrés, y se puso a temblar como un niño que sueña haber visto una fantasma.

Mientras que el padre Andrés examinaba los accidentes, los demás frailes se dirigieron todos a una pieza fronteriza a la sacristía, quedándose aquel solo, según creyó Romea; pero distinguiendo mejor, percibió a su lado, trabajando al parecer en el suelo, al negrillo del Guardián, aquel que conocimos ya cebándole mate a la puerta de la celda.

  —6→  

-Mira, Pedrillo -dijo el fraile-, fíjate bien en lo que te vamos a enseñar.

-Muy bien: santo Padre -dijo el negrito al tiempo que ya los demás frailes venían cargando con grande trabajo, y dando voces de acomodo, el inmenso crucifijo de la portería, cuya falta había notado don Antonio cuando pasó por allí en aquella mañana. Al cabo de muchas veces y de mucho trabajo lograron los frailes enderezarlo sobre la tarima. El padre Andrés levantó su linterna para examinar si estaba bien recto, y don Antonio, que siguió con su vista la altura de la luz, la tuvo que bajar aterrado, tal fue, la viveza con que percibió en medio de la oscuridad los rasgos feroces y atrabiliarios que el tallista había dado a la imagen del Verbo de los Evangelios, que había sido todo dulzura y mansedumbre entre los hombres.

Satisfechos todos de la colocación del crucifijo, el Padre sacó unas llaves chicas de su cintura, y como le habían colocado ya una doble escalera vertical, subió hasta alcanzar el pecho de la imagen y tocando algún resorte con una de las llaves abrió las cavidades quedando patente un vasto vacío en el interior del pecho y del vientre.

  —7→  

-Ven acá, Pedrillo -le dijo el padre Andrés al negrito que le servía-, sube por el otro lado.

El negro subió.

-Entra -le dijo señalando el vientre de la imagen.

El negro se introdujo en la cavidad, parándose cómodamente en unos descansos preparados al efecto.

-Mira: aquí, por la tetilla, hay un cristal pintado por afuera, que te permitirá ver todo lo que pase aquí al derredor. Vas a ver: y el padre cerró otra vez la cavidad que había abierto dejando adentro al negro. ¿Ves? -preguntó.

-¡Sí, señor! -le respondió el negro, y su voz salió hueca y retumbante como de un sepulcro.

El Padre volvió a abrir la cavidad.

-Mañana tienes que meterte aquí bien temprano; puedes sentarte y estar descansado como ves; y el Padre lo mostró cómo: te vamos a poner ahora aquí dentro una lamparita de aguardiente, y una botella llena para que no la dejes apagar. ¿Ves?, has de poner la lamparita en este descanso, desde bien temprano, de modo que se caldee esta bola de bronce que por medio de este alambre va a tocar con los pies del crucifijo: como éstos son de metal, (por de fuera no se conocía a causa de la pintura)   —8→   es preciso que se pongan bien calientes. Cuando la novia del hereje, traída por mí, venga a besarlo ha de retirar la cara cuando sienta el calor; tú debes estar muy atento para que en el mismo instante que ella se retire toques este resorte y el Cristo dé vuelta su cabeza para atrás. ¿Has entendido bien?

-Sí, señor: sí, señor -repitió el negrillo.

-¡No te olvides!, todo es muy sencillo: calientas esta bola de metal, esperas etc. ... -Y el fraile repitió menudamente y con calma todas las instrucciones que ya había dado al negro, hasta que quedó convencido de que éste las tenía bien tomadas en su memoria.

Lo hizo bajar entonces de la escalera, cerró las cavidades, y bajó a su vez, diciendo a uno de los frailes que lo acompañaban:

-Establecido por medio de esta prueba previa que el arrepentimiento y contrición de las acusadas no es aceptable a Dios, empezaremos inmediatamente la causa judicial; pues según el último ordenamiento se nos prohíbe enjuiciar antes de que se sepa si el arrepentimiento y la contrición es sincera, y no exterior solamente. La dificultad de arribar a la verdad por este medio, ha hecho arbitrar otro, el de librar la causa siempre   —9→   al proceder judicial, porque todo lo demás es quimérico.

-¡Por sentado! -respondió humildemente el otro fraile-. Permítame Vuesa Reverencia, advertirle que se ha olvidado de poner en el Cristo la lámpara y el aguardiente.

-¡Es verdad! -dijo el Padre rascándose la frente-. Alcanzádmela, hermano; está allí en el sotanillo de ese altar -agregó el Guardián señalando el altar desde donde don Antonio, abismado y horrorizado, había estado penetrando aquellos horribles misterios con que la inquisición de España ha perjudicado tanto al cristianismo y al sacerdocio católico, que pretendía sostener.

El padre tomó la linterna y se dirigió al altar que le había sido señalado: el frío del espanto se apoderó de los miembros de Romea al temor de ser descubierto. Pero, no sabemos cómo fue que el padre pasó sin verlo, abrió una puertita lateral que había en el altar, y se introdujo por ella quedando la nave en una profunda oscuridad. Un momento después volvió a salir; mas teniendo que sujetar en la misma mano la lámpara, la botella, y la linterna, al cerrar la puertecilla del sótano se le ladeó la linterna hacia el lado de Romea, de modo que toda la luz le dio de lleno sobre la cara.

  —10→  

-¡Santo Dios! -exclamó espantado el fraile-. ¡Aquí hay un mundano que se ha introducido al templo!

El padre Andrés, y los demás frailes con él se lanzaron al lugar designado: el primero, llevaba ya en sus manos un agudo puñal levantado de un modo amenazador. ¿Dónde? ¿dónde? -gritaba.

-¡Aquí!, ¡aquí! -decía el fraile arrimando la linterna sobre las facciones aterradas de Romea.

Vino entonces el Guardián y sacudiéndolo por el cuello con la fuerza de un hércules, lo levantó del suelo como quien levanta un saco, y cuando se encontró con el mismo semblante de su primer cómplice, lo dejó caer, diciéndole:

-¡Infeliz!, ¿qué habéis venido a hacer aquí?

Don Antonio balbució: ignoraba lo que la pasaba; pero urgido al fin por lo terrible de su situación, exclamó:

-¡Misericordia Señor! ¡Misericordia! Yo entré al templo desesperado cuando Vuesa Paternidad me arrojó de su puerta, buscando un consuelo en los brazos de Dios. ¡Misericordia, Señor!, ¡Misericordia!

El Padre Andrés lo miró con compasión, y tornándose la frente con la mano izquierda, pareció reflexionar profundamente.

  —11→  

-Dejadme solo, hermanos, con este desventurado -dijo dirigiéndose a los otros frailes.

Se retiraron éstos en silencio a la sacristía, y tomando por el brazo a don Antonio, el Padre Andrés lo llevó a un escaño donde lo hizo sentar poniendo en medio de ambos la lúgubre linterna que era la única luz que tenían aquellas bóvedas solemnes.

-¡Con qué lo habéis visto todo! -dijo el fraile a su interlocutor con una mirada cruel y compasiva al mismo tiempo.

Y viendo que vacilaba en su respuesta, agregó:

-¡Guardaos de mentir, malhadado!

-¡Todo, señor! -respondió entonces Romea dominado de terror.

-¿Y qué remedio pensáis que tenga un acaso tan fatal? ¡Hombre imprudente y desdichado!

-¡Señor! -dijo don Antonio con el ademán de la desesperación- si queréis mi vida en garantía del secreto, ¡aquí la tenéis! Mandad abrir una sepultura en el frío piso de este templo; hacedme entrar en ella, rasgadme el pecho, y haced cubrir mi cadáver con la tierra del eterno olvido! Os lo agradeceré, Padre mío, con lo íntimo del alma, porque me habréis librado del martirio intolerable   —12→   a que me veo condenado. ¡Ya no puedo sufrir más!..., ¡la muerte!, la muerte, ¡Dios mío!, ¡con tal que lleve a vuestra presencia la gracia de vuestro perdón! y el infeliz se torció como si los más acerbos dolores lo destrozaran el cuerpo.

-¡Ven acá, criatura débil y miserable! -le dijo el fraile agarrándolo con fuerza y obligándolo a calmarse y tener quietud-. Deja el delirio de las pasiones del mundo, que no pueden conducirte a otra parte que al infierno; entra en el reposo de la paz, ¡domínate y resuelve! -le dijo el fraile levantando sus manos con la energía de un demonio, en medio de aquella oscuridad-. El Dios de misericordia y de perdón que adoramos, lleno de piedad y de amor por ti, te brinda por mis labios con un camino vasto de salvación: si humilde y resignado lo aceptas, puedes elegir en él: o la paz eterna del arrepentimiento de los crímenes mundanos, adquirida con el místico y beato amor de Jesucristo, o la gloria de ser instrumento y campeón de los triunfos terrestres de su Iglesia! Si queréis quietud y olvido, ¡lo encontrareis! Si queréis acción y predominio, ¡se os dará! No necesitáis más sino de un momento de abnegación y de fortaleza, de un momento de resolución, como la que hace el héroe que se   —13→   lanza a lo crudo de la batalla!... ¿Pensáis que yo no he sentido hervir también en mi pecho las pasiones de la carne? ¡y eran pasiones!... no como las vuestras... ¡sino pasiones mías!... ¡pasiones voraces!... He sido víctima del amor, de la codicia, del juego... y una vez (¡la única!) en que una pasión pura entró en mi alma..., ¡ora la del amor de un hijo! (sabéis ya demasiado para que os oculte más) la desgracia me obligó a morder su tallo y a chupar todo lo amargo de su jugo... ¡Y bien! en una hora de inspiración dije adiós a todo, ¡y el mundo y la carne y el demonio se arrastran hoy vencidos a mis pies!... ¡Ea! ¡coraje, hijo del hombre! rasga la atmósfera que te ciega, y ven a mis brazos -dijo el fraile presentando su pecho a don Antonio- porque si no lo haces tengo que sumiros en una perpetua prisión, única garantía de tu silencio. ¡Escoge! -agregó, abriendo aún más sus brazos.

Don Antonio se precipitó en ellos; y al dejarse caer, casi exánime, en el seno del Guardián, lo único que pudo decir fue: ¡Acepto! ¡soy vuestro!, señor.

-¡Venid! -dijo el fraile-. ¡Es preciso que pongáis el sello a vuestro compromiso jurándolo a los pies del Cristo!... Y arrastándolo a los pies del crucifijo lo hizo arrodillar.

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-¿Tomáis el hábito de la orden de nuestro seráfico Padre San Francisco?

-¡Sí, Padre!

-¿Juráis renunciar a los bienes de la tierra, y mendigar la caridad de los hombres para sustentar a tus hermanos?

-Sí, juro.

-¿Juráis servir a la fe católica romana como el soldado que sirve a su rey renunciando a toda soberbia que os venga de vos mismo?

-Sí, juro.

-¡Bien, hermano Antonio!, ¡pertenecéis a la milicia de la Iglesia!, ¡os abrazo y doy un millón de gracias al eterno! Lo demás son formas que llenará el ordinario.

Y bajando una tarima lo volvió a estrechar entre sus brazos.

-¡Hermanos: venid! -dijo llamando a los demás-. Os presento a nuestro predilecto novicio, el hermano Antonio Romea. Es de los iniciados como vosotros, y tiene   —15→   de antemano toda mi confianza porque la fe y la Iglesia le deben ya servicios eminentes.

Cada uno de los frailes se acercó sucesivamente al Padre Antonio, y poniéndole la mano derecha sobre la cabeza le dio el ósculo de paz y de fraternidad.



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ArribaAbajoCapítulo XX

Los recuerdos


Al pasar el Padre Andrés de la sacristía al claustro que conducía a su celda le detuvo un fraile, y con todo el aire de un grave arcano le dijo: que una mujer lo esperaba, y que con tal imperio había exigido verle, que había atropellado al hermano portero, y dirigídose a la celda del Guardián con una resolución y una energía irresistible.

El Padre Andrés frunció las cejas, y con el tono más severo del mundo reprendió al fraile por haber permitido semejante desacato: ¿No veíais (le dijo) que no tengo tiempo ni está mi espíritu para escenas de súplica y de lágrimas?

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-Señor: ¡no hemos podido detenerla! Su resolución era poderosa, y a no haber usado de la fuerza...

-¡Pues debíais haber usado de la fuerza!...

-Como no sabíamos quién era...

-Y quién ha de ser sino la desdichada madre de la novia del hereje que ha sido puesta en prisiones esta tarde.

-¡Ah!, no, señor: ¡no es doña Mencía de Manrique!

-¿No es?...

-No, señor: conozco a esa señora, y no es ella la mujer que se ha entrado a la celda de Vuesa Reverencia.

-¿Qué figura tiene? -dijo el Padre Andrés visiblemente sobresaltado al oír esto.

-Parece... -dijo el fraile con encogimiento y con reserva- ..., parece una..., no digo que sea..., pero... me ha parecido..., así... como zamba.

-¿Que decís, hermano... ¿A estas horas?... Bien conocéis mis virtudes.

-Señor..., no es doña Mencía..., yo os digo lo que me ha parecido.

El Padre Guardián se puso de más en más inquieto y pensativo.

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-Bien -dijo al fin, retiraos: y se dirigió a su celda. La puerta estaba apretada. La abrió con garbo, y no bien entró cuando se encontró al frente de una mujer que había tomado asiento, y que le fijó los ojos con denuedo menospreciando el gesto adusto que traía el fraile.

En la mirada recíproca que ambos sostuvieron parecía estar escrita una terrible historia de odio, de rencores y de pasiones. El fraile quería dominar a su antagonista con las arrugas de su frente y el fuego aterrador de sus ojos; pero como ella le resistía con una fisonomía tranquila y resuelta, pareció obedecer a un consejo súbito de prudencia, y volviendo hacia la puerta la cerró bien, para evitar que por acaso se impusiese alguno de la cruda escena que al parecer iba a efectuarse dentro de aquellas paredes.

-¡Hacéis bien! -dijo ella entonces- nada se me daría a mí que el mundo entero sepa lo que os vengo a decir; pero vos hacéis bien... ¡digo mal!: Vuesa Reverencia -agregó en el tono de una amarga ironía- hace bien de evitar que se nos oiga.

El fraile se mordió los labios, y aunque nada respondió, su respiración contenida y alterada mostraba bien la rabia y el rencor que lo devoraba.

  —19→  

-¡Y bien! criatura del infierno -dijo al fin cruzando sus brazos-, ¿qué venís a buscar aquí?

-Si el infierno es la mansión de la lujuria, de la ira y del asesinato, bien lo sabéis, vuestra descendencia, Reverendo Padre Andrés, no procede del cielo.

-¿Que decís, desgraciada? -dijo el fraile dirigiéndose enfurecido a la mujer.

-¡Deteneos! -dijo ella incorporándose y llevando la mano al pecho-. Mirad que ya no tengo nada que perder, y que cualquier escándalo os sería fatal porque ese secreto que tanto teméis, y que yo tengo en mis manos me ha de sobrevivir.

El fraile se detuvo en efecto: se reprimió y cruzando otra vez sus brazos inclinó su cabeza sobre el pecho.

-Sobre todo, -continuó diciendo ella- yo no he venido aquí por interés mío, bien lo sabéis; hace mucho tiempo que no os necesito en este mundo, y espero que en el otro me haréis menos falta todavía: yo he venido aquí por vos.

-Mujer: ¡no me precipitéis! Reflexionad que cien brazos robustos me obedecerán, al momento que os mande arrojar de aquí a latigazos, que es lo que merecéis por vuestra insolencia.

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-¡Oh! estoy cierta, Padre Guardián, que no llevareis las cosas a ese extremo: no, ¡no me haréis arrojar! -respondió ella y tornó a sentarse-. Los recuerdos -agregó-, los recuerdos me protegen; porque es imposible que hayáis olvidado la historia que os ata las manos... ¿Os acordáis de Mamapanki, como la llamaban sus padres, o, si queréis, de Rosalía, como la llamaban los cristianos?

Esta pregunta produjo en el Padre una singular agitación. Se refregaba la cabeza con las dos manos; y como si el aire le faltase en la celda, caminaba precipitadamente de una pared a otra.

-¡Y bien! -dijo, parándose con indignación delante de la mujer-. ¿A quién debe horrorizar más este recuerdo? ¿A ti, que la asesinaste con una mano fratricida, o a mí, que por su muerte quedé con el corazón desgarrado y despojado de afecciones sobre la tierra?... ¡Responded, perversa!

-¿Y quién ha sido la causa de que ningún crimen me horrorice, Padre Andrés?... -le dijo la mujer mirándolo con valentía-. ¿Habéis olvidado la historia de nuestro primer conocimiento? ¡Pues sabed que he venido a conversar sobre ella para refrescaros un poco la memoria!

  —21→  

-¡No quiero!, ¡no necesito! -dijo el fraile con presteza y con imperio.

-¿No queréis? -le preguntó ella con calma-. Pues yo necesito y quiero que veáis que la recuerdo; porque ha llegado el momento supremo de que aquellos crímenes se conviertan en bien de alguien... Vengo a traeros hoy lo que no habéis conseguido antes a pesar de vuestro poder y de vuestra astucia: vengo a libraros vuestro secreto, el secreto que ha sido la garantía de mi vida contra vos y vuestra Inquisición, y a entregarme a vuestras garras para que me devoréis y saciéis vuestra venganza..., ¡cuando no tengáis ya que temerme! -agregó dando a su voz y a su fisonomía el aire del desprecio.

-¡Ah! -dijo el Padre levantando sus manos con todas las señales de la desesperación-, ¡si fuerais capaz de volverme a mi hija, os lo perdonaría todo, furia del averno!

-¡Mentís, señor!... Estoy cierta que preferiréis a vuestra hija los papeles y las pruebas de la traición cuyo castigo...

-¡Calla, Mercedes!, ¡calla! -dijo el fraile mirando trémulo al suelo, y sacudiendo por el hombro a la mujer.

  —22→  

-Veo -le respondió ella- que comenzáis a recordar las cosas... Calmaos, y oídme.

El fraile entretanto se había echado contra la mesa y tenía la cabeza escondida entre el círculo de sus brazos. La mujer continuó:

-Sinchiloya y Mamapanki eran hermanas, Padre Andrés: ¿os acordáis?... La naturaleza había hecho a la primera bella y ardiente como la flor del chirimoyo, franca y confiada como el azahar: no era menos bella Mamapanki, su hermana menor; pero adusta y reservada como la madreselva, tenía un ardor concentrado en los pliegues de su alma, y era esquiva y era agreste como el romerillo de las montañas.

Cuarenta años hace apenas que cuando el Huinca opulento salía de sus palacios, los padres de Sinchiloya y de Mamapanki ocupaban el lugar de honor entre los que conducían sobre sus hombros el trono de oro y de brillantes en que aquel se sentaba;1 porque eran nobles entre los nobles del reino, sabios entre los sabios del consejo, y leales de palabra entre los santos que adoraban a Pacha-Kamac... tened paciencia, Padre Guardián: voy a continuar. Vos que hace tanto tiempo que   —23→   habitáis entre nosotros debéis saber todo el odio con que los vencidos miraban a los vencedores.

No pasaba un día sin que se reanudasen las conspiraciones de aquéllos contra éstos, ni pasaba una hora sin que el verdugo y el cuchillo remachase o retemplase los anillos sentidos de la cadena. La fatalidad era inflexible contra la raza de mis padres. Pero ellos parecían resueltos a arrostrarla; no pudiendo olvidar tal vez el esplendor de que habían gozado al lado de Atahualpa, el de los tiernos recuerdos; no pudiendo resignarse a la condición de siervos y de presidarios que les habían impuesto los opresores, no había esperanza de insurrección a la que no prestaran sus oídos como a un consuelo de cada reciente y cruel descalabro.

Tal era la situación de nuestras pobres familias, cuando una noche... ¡la recuerdo como si fuera esta misma!... Tocaron con urgencia a la puerta de la humilde casa a que estaba reducida nuestra antigua grandeza, y un joven bizarro, vestido de hábitos franciscanos, de rasgos animados y resueltos, entró presuroso y palpitante, atravesó el corral barroso de nuestra habitación, y fue con todas las señales del terror a echarse a los pies del malhadado anciano que había dado el ser a Sinchiloya   —24→   y a Mamapanki; y que quizás en aquella hora misma maldecía, abandonado al eterno reflujo de sus tristes recuerdos, a los bárbaros matadores de su Hinca. El joven fugitivo pedía con anhelo que mi padre lo asilara o lo ocultara contra las persecusiones de la justicia; porque allí, en la taberna vecina, acalorado con el vino y en la embriaguez del juego, había tenido una disputa de naipes con el ilustre joven Luis de Ordoño, sobrino del Virrey, y acababa de coserlo a puñaladas. No era fraile, decía, era un caballero, y los vestidos que traía eran un primer disfraz, el más pronto que había podido obtener de un amigo oficioso, por lo que quería quitárselos pronto y cambiarlos por cualesquiera otros. Mi padre le acordó el recinto de su casa con una bondad infinita de corazón: fue obra de un instante procurarlo un traje de indio; y guardarlo en la casa con un sigilo inviolable, nos fue fácil porque estando aislada nuestra raza del trato íntimo con la de los españoles se había establecido de suyo una asociación fraternal entre todos sus miembros: el hecho del uno era el de todos; y no necesitaba de compromiso expreso para producir acuerdo. Fue así como nuestro huésped se vio cubierto por todo el pueblo de los oprimidos, que aunque era débil era al menos el que   —25→   se arrastraba entre la tierra de sus antepasados y la planta de sus opresores... -¡Ah, días de amargo recuerdo!... ¡Qué pocos fuisteis los que pasasteis sin que el huésped violase la caridad que merecía aquella casa infeliz! ¡Sin que la naturaleza ejerciera sus derechos contra la imprudente bondad del anciano!... Sinchiloya cedió a las solicitaciones seductoras del asilado, y tomando por amor lo que no era sino el efecto de la ocasión y del ocio, olvidó... ¡lo olvidó todo, Padre Guardián! y dejó subir gradualmente su pasión hasta los delirios de la demencia de la más absoluta abnegación. En nada quiso pensar, a nada quiso aspirar sino a ligar a la suya el alma de su amante, abandonándose a todas las exigencias de sus vicios y de su relajación... ¿Cuántos días tardó la cruel incertidumbre de esta lucha, de este anhelo del amor absorbente de la mujer en trocarse por la furia de los rencores?... ¿Os acordáis?... Mamapanki también había sucumbido; pero Sinchiloya no lo supo hasta que el hastío de su amante le abrió los ojos, y le aguzó el instinto para que descubriese a su rival: comprendió entonces que Mamapanki era la amada y que el seductor le pagaba sus sacrificios con un amor real y apasionado; y desde entonces, el odio, el rencor y   —26→   las bajezas del disimulo, vinieron a tomar asiento entre las hijas de un mismo padre, que inocente y confiado en las virtudes de su raza ni soñaba siquiera hasta donde era ya arrastrada su progenie por el lodo!... ¡Oh días de horror!... ¡Dios me libre de hacer vuestra pintura!... Yo, Sinchiloya, levantada por el fiero orgullo de mi alma, me retiré del combate; me resigné al dolor interno y desgarrador del abandono; pero llevando en mi pecho el fuego de un amor inextinguible unido al odio y al deseo de vengarme del mismo que lo mantenía. Entretanto, algo de muy notable había sucedido en el exterior que tenía en extrema agitación al causante de nuestros males. Casi todas las noches salía disfrazado de nuestra casa: algunas veces volvía a la madrugada, y otras pasaba ausente días enteros: todo el día hablaba en reserva con nuestro padre: algo combinaban: algo disponían; porque cien individuos de nuestra raza iban y venían con mensajes... La calma de mi hermana me decía bien que ella estaba al cabo de lo que se hacía: el amor propio y la rabia me ahogaban el corazón; me propuse averiguar lo que ellos sabían, y supo muy pronto, Padre Guardián (porque ya estaba yo corrompida por el veneno de la astucia y de la hipocresía) que se   —27→   trataba de una gran conspiración; y que el asesino del joven Ordoño no era un caballero sino un verdadero fraile. Llegué a saber también que acababan de darse unas leyes para Indias que habían sublevado a los españoles del Perú, y que la conjuración que se trataba era no solo para resistir su promulgación, sino para repeler al Virrey que venía encargado de establecerlas restaurando el mando a la familia de los Pizarros, en la persona del joven Gonzalo -que vivía desterrado en los Charcas, al otro lado de las cordilleras... Vos, (digo mal) nuestro huésped, había entrado de lleno en la conjuración para obtener sin duda la impunidad de su delito. Audaz como nadie en sus miras, decía que él había concebido un plan vasto y definitivo: que consistía en coronar al joven Pizarro con Huanca-Colla, la nieta de Athahualpa que vivía retirada en Trujillo; y fundar así un grande imperio mixto (decía él) que la España no podría atacar ni someter, desde que los indígenas fuesen amaestrados en el arte de la guerra que habían ignorado. Mi pobre padre había abrazado con entusiasmo este plan; y era tal su sumisión al hombre que había salvado de la justicia de la ley española, que hasta sofocó su dolor cuando tuvo el conocimiento de la falta de Mamapanki con sus irremediables   —28→   efectos. El seductor lo tranquilizó con la seguridad de tomar por esposa a su hija cuando las dos razas estuvieran puestas en igual altura al lado del trono mixto; y repuesto él en sus honores. Entretanto, una gran parte de nuestros compatriotas se negaron a tomar parte en la insurrección al lado de Pizarro y de los conquistados: preferían las leyes que estos rechazaban, porque la hostilidad que había provocado (decían ellos) provenía tan solo de que esos nuevos reglamentos emancipaban a los indios de la servidumbre y de los abusos con que sus opresores los tenían reducidos a bestias de carga;2 siendo seguro (agregaban) que luego que consiguiesen el triunfo su despotismo volvería a tomar por regla para con nosotros los caprichos del individualismo, y las extravagancias del desorden general, como había ya sucedido. Es inútil que os recuerde cuán ardiente sectaria era yo de esta opinión; no porque entendiese bien de lo que se trataba sino por odio y por antagonismo de mi hermana y de su amante... Una noche os vi entrar a nuestra casa radiante de alegría: habíais estado ausente bastantes días: ¡hace veinte años me parece! y casi sin cautela informasteis a mi padre de que Gonzalo Pizarro había   —29→   entrado ya al Cuzco donde las poblaciones lo habían recibido en palmas; que la insurrección triunfaba por todas partes; que era menester dar el gran golpe haciendo el gran pronunciamiento combinado en Lima. La más asombrosa agitación reinó esa noche en nuestra casa; vos erais como la luz, como el alma de todos los que iban y venían: -Recordad vuestro juramento. ¡Huincha-kanki! le dijisteis vos a mi padre que andaba ya armado y con un ardor impropio de sus años. -Pero antes, os respondió él, ¡tenéis vos que cumplirme el vuestro!... y por lo que ambos se siguieron diciendo, supimos que mi padre se había comprometido a asesinar al Virrey con su propia mano, previa la abjuración que vos hicisteis de vuestra religión... ¡Y sois Inquisidor de Lima, Padre Andrés!..., ¡y queréis que yo os deje juzgar como hereje a María Pérez!... Pero dejemos esto: tiempo tenemos de venir a las aplicaciones... Al otro día estalló la revolución, porque la audiencia os ganó de mano, deponiendo, aprisionando y deportando al Virrey: llamando enseguida al Ayuntamiento y al Pueblo trató de formar un gobierno interino. Creísteis vos que la revolución se os escapaba de las manos, y fuisteis y precipitasteis la marcha de Carvajal. No bien lo visteis dueño de la ciudad,   —30→   vos mismo prendisteis a un ciento de los que juzgasteis enemigos de los Pizarros, y abusando del predominio que vuestras luces os daban sobre aquel torpísimo sargento, hicisteis que los ahorcara a todos en ese mismo instante.

-¡Mentís! ¡Mentís! -dijo levantándose furioso el Padre Andrés.

-¿Miento?..., ¿pues qué no consta acaso de vuestros papeles?... Ahora vais a saber cómo los tuve, y cómo los aprovechó con el ahínco y el claro instinto de la venganza... Mi desgraciado padre se salvó de cometer el asesinato del Virrey, a que vos lo empujabais, porque la Audiencia os había ganado de mano con prudencia... ¿En qué os ocupasteis después que Pizarro se apoderó de Lima?... ¡En averiguar quién había trabajado, quién había dicho algo, quién había pensado siquiera, contra los Pizarros en el tiempo de su abatimiento, para hacer listas de proscripciones y de suplicios! Vos, que no tenías siquiera la disculpa de haber tenido las pasiones de aquellas primeras luchas y que tal vez fuisteis enemigo de los Pizarros entonces, fuisteis el más cruel, el más impío de los perseguidores. ¡Tengo vuestros papeles!... Vuestro orgullo había dado un salto,   —31→   y mi padre y Mamapanki empezaron a perder su prestigio a vuestros ojos. No por eso dejasteis de propender con fuego y con tenacidad a que el Perú se separase de la corona de España, convirtiéndose en imperio con Pizarro; cosa que se habría realizado, si la mayoría de tímidos no hubiese esquivado el día de la resolución, que vos, y otros audaces como vos, pedían a voz en cuello... El Virrey entretanto había escapado de su confinación y había levantado tropas con que sostener su autoridad. Llegados a las manos los dos bandos, vosotros lo derrotasteis, y lo tomasteis prisionero. Sacábanlo del campo de batalla, cuando vos os lanzasteis sobre él y lo abristeis el pecho a puñaladas, proclamando que el triunfo de la santa causa necesitaba de quemar sus bajeles en el puerto para no tener retirada... Yo no sé lo que os sucedió en los dos años que duró la dominación de Pizarro; lo único que yo vi fue que arrojasteis de vuestro lado a mi padre, echándolo a peor condición que la que antes había tenido; y que conservasteis en vuestra casa a Mamapanki como quien conserva un mueble a que está habituado: y mientras vos vivíais atolondrado con el juego y con la satisfacción del predominio, el pobre viejo murió de dolor y de desengaño en mis brazos.   —32→   Por lo que hace a vos, a los pocos meses empezasteis a conspirar contra Pizarro con el mismo ardor con que habíais conspirado a su favor. Este joven, a quien tan pérfidos consejos habíais dado, se preparaba a rechazar la expedición del Presidente Gasca, enviado desde España para restablecer el orden en el Perú, y había establecido al efecto un campo de disciplina en Chorrillos. Una noche os prendieron por orden suya y os llevaron allá. Dirigida yo por el fuego de la venganza, que no se extinguía en mi pecho, descubrí que Mamapanki, antes de seguiros en vuestra mala fortuna, había enterrado unos papeles que sin duda vos le habíais recomendado... No tardó en sentirse el ruido amenazador del ejército de Gasca; y yo he sabido que cuando vinieron a las manos los dos ejércitos vos teníais ya minado el de Pizarro con la intriga y la traición, hasta el extremo de que todo él lo abandonó pasándose a su enemigo, al caer de la noche. Jamás me olvidaré del horror que en aquella noche ofrecía la ciudad de Lima: bandas desordenadas de fugitivos o de vencedores la paseaban impunes, ebrios y de su propia cuenta: la lobreguez y el silencio sepulcral que dominaba en ella no eran interrumpidos sino por los lamentos de alguna víctima, por la   —33→   violación de alguna casa de sindicados, o por la grosera algazara de algún grupo pasajero de soldados. Es probable que, solícito vos al lado de Gasca para ganaros su favor, tuvierais que encomendar a Mamapanki el cuidado de salvar vuestros papeles; o quizás, la infeliz quiso adivinar vuestros deseos: el hecho es que habiendo entrado yo cautelosa, en la casa solitaria que habíais habitado, había logrado ya levantar los ladrillos que ocultaban el depósito, y tomaba los papeles con mis manos, cuando la veo lanzarse sobre mí como la tigra que defiende sus cachorros: tuve tiempo apenas para ver que un puñal agudo brillaba en sus manos, y el instinto ciego de la propia defensa me hizo sacar también el puñal que yo llevaba. Viéndome ella preparada a resistirle dejó precipitadamente en el suelo una criatura que llevaba en sus brazos, y se lanzó otra vez sobre mi pecho sin darme lugar a tener otra idea que la de defender mi vida. Juro a la faz del cielo que no sé lo que pasó ni como pasó; la razón me vino cuando Mamapanki cayó al suelo revolcándose en su sangre con las convulsiones de la muerte. Sobrecogida de lo que me pasaba, traté de serenarme: el sentimiento de odio contra vos se levantó como nunca en mi alma desgarrada a la vista del cadáver   —34→   de mi hermana; tomé vuestros papeles y levantando entre mis brazos a la hija de Mamapanki salí creyendo que llevaba al menos con que privaros para siempre de toda alegría y de toda quietud sobre la tierra; vos sabéis que Gasca amnistió a los partidarios de Pizarro, haciendo tantas excepciones especiales cuanto amnistiado había; pero los dos criminales -dijo la mujer levantando el dedo- contra quien más se ensañó, fueron Gonzalo Pizarro que subió al patíbulo, y el asesino desconocido del Virrey Núñez Vela, por cuya cabeza y delación se ofreció un alto precio... No sé como habéis hecho para salvaros: yo he podido perderos; pero he preferido humillaros y vengarme de vos día a día... ¡Vos solo podéis decir si lo he conseguido! Aún hoy penden todavía los edictos que autorizan la denuncia; y bien sabéis que no estáis tan en amor, vos y el Virrey, como para salvaros ni por vuestra corona ni por vuestro empleo, de una empuñada y remisión a España, si a mí se me antojara ir ahora mismo a poner en sus manos la prueba que tengo de vuestro crimen, pues son tales que os reducirían al silencio... Y bien, vengarnos ahora a las transacciones... ¿Quieres la paz o la guerra, poderoso señor?... Mirad bien que quien os ofrece una u otra no es ya la   —35→   nieta de los nobles del Imperio de los Huincas: es Mercedes la prostituida: la enredista que sirve de eje y de alma a los maricones de Lima, la planchadora, la mujer marchita que no puede vivir ya sino en la inmundicia y el desorden a que vos la arrojasteis. Pero, ¡no la despreciéis! no pongáis vuestra bárbara planta sobre lo único que esa mujer ama ya en la tierra; porque nuestro destino depende del primer cabello que le arranquéis...

-¡Eres una verdadera palangana! -dijo el fraile haciendo un esfuerzo para reponerse y dominar la profunda emoción que lo agitaba-. ¿Queréis insinuarme ahora que Juana es la hija que robasteis al cadáver de Mamapanki?

-¿Qué decís? -le preguntó ella con el asombro del desprecio-. ¿Juana, la hija de Mamapanki?, ¡no deliréis, Padre Andrés! ¿Cuándo he querido yo insinuaros semejante cosa?... ¿Qué me importa a mí de Juana? Haced de ella lo que queráis: quemadla mañana en media plaza; y podéis dormir seguro de que eso no hará salir mi secreto de nuestras manos. Lo que yo os prohíbo bajo pena de denuncia, es tocar a un cabello de María Pérez, que como sabéis se ha criado mamando el jugo   —36→   de mi pecho, y es la niña de mis ojos... Decid pues si queréis la paz o la guerra.

-¡La guerra! -dijo el fraile con denuedo-, y salid pronto de aquí, a no ser que empecéis por libraros a mi gratitud y a mi generosidad.

-¡Lo esperáis en vano y acepto la guerra! -dijo ella con una voz imperceptiblemente angustiada-. Os lo voy a advertir: podéis hacer de mí lo que queráis; pero tened entendido que dos minutos después de aquel en que me aprisionéis o me matéis, todo el depósito estará en manos del Virrey.

-No necesitáis advertírmelo: veo que tenéis miedo.

-De que me hagáis un daño inútil; pero no de la guerra que os acepto... ¡Una palabra, Padre Andrés!..., si mañana a las ocho de la mañana no habéis dado orden de que se suspenda la abominable función que preparas, podéis contar con que a las ocho y media estarán vuestros papeles en manos del Virrey: ¡haced ahora lo que queráis! -dijo, y salió despechada de la celda.

El Padre Andrés cerró en silencio su puerta, y se dejó caer agotado sobre una silla.



  —37→  

ArribaAbajoCapítulo XXI

Lima a ojo de rata


Mercedes, nombre que preferimos hoy al de Sinchiloya, por ser el primero con que nuestros lectores conocieron a esta importante actora de nuestros sucesos, salió del convento de San Francisco con el alma llena de una cruel inquietud. ¿Fracasaba o no el medio supremo que había empleado para salvar a doña María?... Ella estaba resuelta a todo; lo iba a hacer como lo había dicho; y su conciencia le decía por intervalos que el padre Andrés no sería bastante osado para arrostrar la denuncia de sus pasados crímenes. Mujer de alma ardiente, de una voluntad indómita o inquieta, de una actividad febril, conocedora de la sociedad limeña como de las   —38→   arrugas de sus manos, tenía aún mil otros medios que poner en juego para lograr sus fines, y había salido con la resolución de no descansar hasta haberlos empleado todos. Sea efecto de su carácter, del respeto con que las clases bajas miraban su noble filiación en los tiempos de los Huincas, de la generosidad con que disipaba sus ganancias y su tiempo en provecho de los placeres o de las necesidades de sus conocidos; o sea en fin el predominio natural de su alma franca y dominante, de su valor para emprender intrigas de riesgo, de su habilidad y de su impavidez para conducirlas y desatarlas, de su audacia para obrar, de su acierto para aconsejar, de su presteza para ayudar y proteger, el hecho es que esta mujer era el resorte de una gran parte del pueblo bajo de Lima, y que sus relaciones con la jente de tono, aun que misteriosa, y tal vez no muy puras, eran poderosas por la naturaleza de los hilos y de las complicaciones que la ligaban a mil familias de su influjo.

Sus esperanzas no se habían realizado del todo sinemnar   —39→   sus amenazas, salió a la calle y se dirigió a la casa de don Felipe Pérez y Gonzalvo. Marchaba deprisa; pero a cada momento se volvía hacia atrás o indagaba con esmero si la seguían o la espiaban. Cuando ella creyó que había dado bastantes rodeos para estar segura de que no, fue a golpear con infinitas precauciones la puerta del padre de doña María.

La había tocado apenas, cuando el mismo anciano preguntó del lado de adentro con una voz cauta y dolorida, quien llamaba.

-Soy yo, señor: soy Mercedes -le respondió ella; y la puerta se abrió al instante sin ruido.

-Buenas noches, señor -agregó dando a su voz el tono de la simpatía y del dolor.

-Buenas noches, hija -le respondió el anciano; y tornó a pasearse silencioso por su patio, quedándose ella también parada junto al lugar en que él venía a dar la vuelta. Al cabo de un rato de estar así, don Felipe, sin detener el paso, le dijo:

-¡Ya ves, Mercedes, el estado a que me ha traído el poco juicio de la María!

-¿Qué dice su merced, por Dios? ¿Que culpa tiene   —40→   ese ángel, cuando toda la causa de estas infamias no es otra que el deseo de robar a su merced?

-¡Calla, hija, por Dios! -dijo don Felipe con una emoción visible-, ¡no repitáis semejante cosa, porque consumaríais mi perdición!

-Es que yo lo puedo decir, señor, sin ningún riesgo y ahora mismo vengo de decírselo al Padre Guardián de San Francisco... ¡Desgraciado de él si no devuelve la libertad a mi María!, ¡desgraciado de él: se lo juro por el ángel de mi guarda!

-¡Hija, tú deliras!, ¿qué es lo que has hecho?, ¡Dios mío!... ¿Al Padre Andrés?

-¡Sí, señor, al Padre Andrés!, ¡y no deliro!... De eso precisamente he venido a hablar con su merced... Ese fraile es un malvado; pero yo tengo con que enfrenarlo: espero que no se atreverá a seguir adelante persiguiendo a María después de lo que le he dicho. Mas no hay que fiarle todo a él, porque es astuto; y es de esperar que a la hora de ésta esté rumiando algunos proyectos con que vencerme. Lo que yo puedo asegurar a su merced, es que de él a mí, vamos de fuerte a fuerte; estoy cierta que su voluntad, hoy, es ceder a las intimaciones que acabo de hacerle; lo único temible es su orgullo,   —41→   porque antes que ceder puede preferir el perderse; y eso no llena mi objeto que es salvar a María. Si yo pudiese hacer venir la suspensión de los procedimientos de otra parte, de modo que él salvase su orgullo, todo se habría logrado, señor; y podríamos lisonjearnos de haber vencido la inicua trama que le han tejido a su merced. Yo tengo un medio: tengo como poner de nuestra parte al Fiscal Estaca; como hacerlo vacilar, al menos; pero necesitaría diez mil duros tal vez... y mi caudal está muy lejos de alcanzar hoy a eso.

Don Felipe se había parado y la escuchaba con atención.

-¡Si su merced quisiera proporcionármelos!

-¿Pues no he de querer, Mercedes?... Pero, ¿estáis segura de no ser burlada después que entreguéis la suma?

-¡Oh!, eso déjelo su merced a mi cargo..., ¡respondo con mi vida!

-¡Bien, hija!... Entra: te la voy a dar -dijo el viejo con reserva.

-¡No, señor!..., me guardaría muy bien de andar ahora con esa carga. No he venido si no a saber si puedo disponer de ella.

  —42→  

-¡Puedes!, ¡puedes!

-Eso basta... ¡otra cosa es necesaria, señor!, es preciso que su merced ruegue, pida, suplique e implore sin cesar al señor Virrey porque dé una orden de suspensión.

-¡No puede, hija! -dijo don Felipe desanimado: no tiene poder para ello, y el Padre Andrés le rehusará toda intervención.

-¡No importa, señor!, algo es preciso hacer; y yo estoy cierta que el Padre Andrés tomará ese pretexto para acceder salvando su orgullo..., ¡algo señor!..., ¡que hagan algo vuestros amigos, si los tenéis!... y si no los tenéis, no desmayéis; dejadme a mí sola..., ¡y veréis si hago yo!

-El señor Virrey ha estado sumamente bondadoso conmigo: está lleno de pesar por lo que me pasa: lleno de inquietud por la naturaleza de las intrigas que los herejes traman en Lima, y de los agentes que evidentemente sostienen, pero está penetrado de que mi hija y yo somos ajenos a esas maldades... A veces te confieso, Mercedes, ¡que pierdo la cabeza!... se me pierde el juicio mismo que voy a formar de las cosas: ¿no ves la tentativa que esta tarde misma han hecho dos herejes enmascarados   —43→   para salvar a la María qué pensar de ella, pues, ¡Dios mío!

-¿Qué herejes, ni qué herejes, señor?..., todos esos son sueños, calumnias de los malvados para levantar persecuciones y secuestros..., quien ha hecho hoy esa tentativa ha sido don Manuelito de acuerdo conmigo y ayudado por Mateo; conque vea su merced si hay juicio, si hay razón en creer esos absurdos.

-¿Manuel, decís?

-Don Manuelito: ¡sí señor!, el sobrino de la señora.

-¿Pero qué no sabe el infeliz el peligro de muerte a que se ha sometido?

-Lo sabe y lo arrostra, señor; porque es noble de corazón, y no como el marido que su merced buscó para su hija separando al gentil americano por un desconocido que...

Don Felipe tornó a pasearse con precipitación, y como si lo afligiesen los remordimientos, exclamó:

-¡Calla!, ¡calla!, no me martirices, ¡que hartos dolores tengo sobre el alma!

-Es verdad, señor, no es tiempo de recriminaciones ahora es tiempo de obrar. Su merced debía correr ahora   —44→   mismo al palacio: declararle al señor Virrey que acaba de saber que es don Manuelito el enmascarado a quien han creído hereje; pedirlo su perdón en atención a su juventud y a la pasión que arde en su pecho; y que eso sirva al menos para hacerle despreciar esos absurdos rumores que se han levantado, fomentados por la iniquidad para explotar la alarma, el terror y las pasiones de la multitud.

-Comprendo la sensatez de vuestro consejo; y voy ahora mismo a decírselo al señor Virrey.

-¿Va su merced a verlo?

-Estoy citado para las nueve, y el señor Arzobispo irá también para ver si algo se combina que contenga la tiranía con que el Padre Andrés se ha echado de repente sobre mi casa.

-Corra su merced: eso me da alientos... yo voy también a poner en movimiento resortes poderosos

-dijo, y se dirigió a la puerta con prisa-. ¡Adiós, señor!

-Adiós, Mercedes -le respondió el anciano con voz grave, cerrando la puerta con la misma prudencia con que la había abierto.

Ligera y contenta al mismo tiempo iba Mercedes con paso tan leve que no hacia el menor ruido: se deslizaba al ras   —45→   de las paredes cubriéndose con las sombras de la noche y con los recovecos de las ventanas y portadas, como la perdiz silenciosa que se esquiva del cazador por entre la yerba de los campos.

Atravesó así una gran parte de la ciudad de Lima oyendo a uno y otro lado los sonidos del clavecímbano que revelaban el genio festivo y negligente de aquel pueblo, que subdividido por la noche en cien tertulias caseras, se abandonaba a la danza y al canto con todas las imprevisiones de la pasión del candor y del ocio.

Mercedes, reflexionando quizás sobre las caprichosas desigualdades con que cada día cae la suerte entre los hombres, se dirigió a las orillas del Rimac en demanda del puente. Cuando creyó estar segura de que nadie la seguía subió la rampa y atravesó al otro lado del río, ocupado en su mayor parte por ranchos de pobres gentes y por quintas.

En uno de estos ranchos había también fiesta de baile al parecer: tenía dos ventanillas a la calle que en vez de rejas estaban resguardadas por algunas varas de madera cruzadas entre sí: la puerta estaba cerrada; pero por las ventanas, entreabiertas para disminuir en algo el calor y la densidad de la atmósfera interior, podía distinguirse   —46→   entre el humo de los cigarrillos una alegre y bulliciosa reunión de gentes del pueblo que bailaban, gritaban y se revolvían en desorden allí dentro.

Mercedes se acercó a la rendija de una de las ventanas, y estuvo mirando atentamente lo que allí pasaba como si tratara de reconocer a alguien.

La fiesta tenía por objeto y por causa el velorio de un angelito. Y en efecto: por la parte de adentro y en la testera del cuarto se veía una mesa tendida con un paño blanco, y adornada con moños de cinta celeste, con recortes o estrellitas de papel dorado con festones de cuentas de vidrio y con mil otras zarandajas deslumbrantes. Todos estos accidentes servían de adorno a un pequeño ataúd forrado de celeste por de fuera y ribeteado con cintas blancas, que contenía el yerto cadáver de una criatura de dos meses, que había muerto dos días antes, y que andaba por el barrio, prestado de noche en noche, sirviendo de motivo a la danza y al canto, en conmemoración de lo que su alma inocente estaba gozando allá en el Gloria.3

  —47→  

Frente por frente de la mesa y del ataúd, una chola descocada y bizarra pulsaba con gracia las cuerdas de una harpa corpulenta y tosca, cuya caja se extendía desde el hombro izquierdo de la tocadora hasta tres varas más allá de sus pies; y ella, al mismo tiempo que tocaba sus aires agitanados, removía en su boca al compás mismo de la música un grueso cigarrillo, del que se desprendían, por el extremo izquierdo de sus labios, fantásticas columnas de humo que iban a condensarse como la aureola del vicio, sobre la copa de su ancho sombrero. Dos mujeres de la misma calaña cantaban grotescamente al son de aquella música, y golpeando con arte sobre la hueca caja del instrumento, levantaban un repiquete incitador y bullicioso, como el del tamboril de los bailes africanos, con que acompañaban su canto dándolo una expresión indefinible de lascivia.

Cantaba con ellas también un individuo que a los accidentes del trajo masculino reunía circunstancias especialísimas del sexo femenino. Era una especie de término medio indefinible entre la mujer, el muchacho y el hombre, imposible de caracterizar con propiedad. Lo que más sorprendía era que en aquella reunión había otros quince o veinte individuos de este mismo género,   —48→   que hacían al parecer el papel de mujeres o de apéndice de mujeres por lo menos; siendo probable que esto hubiese dado margen a que se les diese el nombre expresivo de Maricones, con que desde entonces eran ya conocidos en Lima los de esta ralea.

La baja coquetería de sus modales, el provocativo y afectadísimo pudor con que andaban blandiendo sus cinturas entre los hombres, y su hablar remilgado y enfadoso, producían en el alma una sensación de asco moral parecida a la que produce una inmundicia en una persona digna y delicada.

Todos ellos eran azambados de color. El cabello largo y dividido en el centro de la cabeza como el de las mujeres, caía sobre los hombros por ambos lados, ensortijado en los unos, o suspendido tras de las orejas en los otros. Llevaban desnuda la garganta; y el pecho estaba apenas cubierto por un camisolín de batista sin más cuello que un angostísimo encaje plegado con muchísimo esmero, y tomado por delante con una cintita de color. Una chaquetilla de raso bien despechugada, y bien ceñida en la cintura: un pantalón de coco blanco muy plegado en las caderas, y tan estrecho en la garganta del pie, que solo entraba al favor de un tajo lateral que después   —49→   ajustaban con un moño de cinta: medias de seda y zapatillas de raso; eran las piezas que completaban su traje. Por sentado, que jamás les faltaba de las manos el rico pañuelo blanco de cambray, tan leve y tan trasparente como un tul, con el que a cada instante se enjugaban los labios con la más repelente afectación.

Mercedes, como hemos dicho, observó un momento aquella fiesta por el lado exterior de las ventanas; y acercándose después a la puerta dio tres golpecitos breves y muy marcados. Cuando le abrieron la zambaclueca atronaba el aposento con la embriaguez febril, con el apasionado furor de sus compaces finales, calculados con un arte satánico, para expresar con una música de golpes y de quejidos, el atropellamiento, el éxtasis que precede inmediatamente al momento de la laxitud producida por el esfuerzo.

¡Guay! cumita4 ¡Mercedes! -le dijo dándole un abrazo y beso con su aire más indecente el maricón que le abrió la puerta; y todos repitieron con él: «¡la cuma Mercedes!, ¡la cuma Mercedes!», tal fue la sensación popular que hizo su comparecimiento en el velorio. Ella correspondió   —50→   con su acostumbrada franqueza y jovialidad a las demostraciones de su pueblo.

-¿Un vazito de ponche, cumita? -le decía otro maricón acudiendo presuroso y remilgado a ofrecerle un vaso de esta bebida.

-No, Nicasito: no puedo beber ponche esta noche; necesito estar fresca; te doy las gracias.

-Siéntese, amita, aquí tiene una zillita: está lindísima la chingana: la gente; ¡toda de muy buen humor!

-¡Me alegro!..., yo lo tengo muy malo.

-¿Y por qué, corazón? -le preguntó la vilísima criatura haciéndole un cariño y sentándose a su lado con lo más ridículo de su ternura.

-¿Y me lo preguntáis todavía?

-¡Ah!, sí: ¡por la pobre Mariquita!..., ¡ya!, haber sido usted, ñorita, quien le dio el jugo de sus pechos y caer en herejía...

-¡Calla, tetudo! -le dijo Mercedes dándole con rabia un empujón: y dirigiéndose a otro maricón que percibía envuelto entre los grupos, le tocó en el hombre y le dijo:

-Solo por ver si te encontraba he venido hasta aquí, Miguelito.

  —51→  

-¿Es posible, niña?... ¿Y qué tendrá, mi alma, que mandarme que no se haga ley para mí?

-He venido confiada en eso; pero aquí no podemos hablar porque hay mucha gente. ¿No hay alguna pieza sola?

-Si hay... por aquí, y ambos entraron en un aposento casi oscuro, pues que estaba apenas alumbrado por una mecha que ardía dentro de una taza de barro llena de sebo.

Luego que se sentaron en una especie de catre o cama que allí estaba revelando la pobreza suma de su dueño, Mercedes le preguntó al maricón:

-¿No fuiste tú quien anduvo enredando entre el señor administrador de correos, don Carlos Octavio y la Antuquita, la mujer del Fiscal Estaca?

-No, ñorita: está usted trascordada: quien anduvo en eso, y que todavía lo maneja, es Eustaquito el cuzqueño: lo que yo trabaje fue aquello del señor Virrey con la coronela de artillería que...

-¡Ah!, dices bien: ahora me acuerdo. ¿Y eso ya se acabó?

-¡Qué se ha de acabar, niña!..., ¡con más pazión que nunca!... No hace tres horas que yo misma acabo de   —52→   llevarle una bandeja de chirimoyas grandes como membrillos, las primeras del año, cubiertas de violetas y de junquillos... pero sabe, ñorita, que esto es de usted a mí; en toda reserva; porque solo con una de nosotros podría yo hablar de las confianzas que...

-Eso es entendido..., ¡entre nosotras y nada más!..., necesito ahora mismo de Eustaquio y de ti: ved a traérmelo de la sala.

-¿Es cosa urgente?

-Muy urgente.

-¿Y de provecho? -le decía el maricón imitando con sus dedos al salir la acción de contar dinero.

-¡Es grande!

El Maricón corrió a traer a Eustaquito, que, por la fisonomía y los modales, era un legítimo hermano de su conductor.

-Eustaquito, ¿en qué estado están las relaciones del Administrador de correos con doña Antuquita Estaca?

-¿En qué estado?..., en el del sol y la luna llena.

-¿De modo que te necesitan a cada instante?

-Como usted lo dice, cumita.

-¿Y tenéis por supuesto entrada franca y poder para con la dama?

  —53→  

-No hace dos horas que ha estado llorando amargamente en mis brazos de celos: presume que su queridito anda enamorando a la Petita Romero, y está furiosa: yo me encargué, por consolarla, de averiguárselo todo a Paquita; que según cree, es quien anda en esto, porque es muy de la casa de la niña.

-Pero el doctor no...

-Nada..., cada vez más abstraído en sus libros y en el amor de su mujer con la inocencia de un ángel.

-¡Canalla! -dijo Mercedes.

-¿Y por qué, cumita? ¡Pobre hombre!, ¡tan inocente!

-¡Quita allá!, es un pícaro forrado de necedades... Pero dejemos eso, vamos al caso: vosotros sabéis ya que desde mañana van a empezar a martirizar a mi hija María Pérez, la niña de mis ojos, la virtud más pura que pisa la tierra.

-Pero muy orgullosa, y por eso tiene pocos partidarios, cumita.

-Entre vosotros, canallas, porque sabíais bien que no ha nacido para que ensuciéis su nombre con vuestros cuchicheos.

  —54→  

-¡Ha!, ¡ha!, ¡ha!, ¡cumita brava!..., no se enoje. Es cierto que su María es una guapa chiquilla.

-No lo es a nuestra manera. Pero sabed que la quiero más por eso.

-¿Y qué es lo que usted desea para ella?

-¿Confiaríais en mi palabra?

-¡Hasta la vida! -dijeron los dos.

-¿Me creéis si os digo que tengo doce mil duros, seis para cada uno de vosotros, si lográis que se haga lo que yo quiero?

-Como si lo dijera el Padre Santo.

-Pues bien: vos Eustaquio vais ahora mismo a verte con la Antuquita y pondréis a su disposición seis mil duros con tal que alcance de su marido la suspensión del proceso de María por dos días solamente. Si lo conseguís, os daré a vos quinientos duros. Ya sabéis: habladle con el prestigio que os da vuestra intimidad con ella: exigid, rogad, llorad, haced todas las muecas que vosotros sabéis hacer, dadle a entender que os retirareis de su servicio, que no la ponderareis cuando habléis con su querido; que no os apurareis a reconciliarlos cuando se enojen; y todo, en fin, hasta que la decidáis.

-¡Descuide, cuma!, con seis mil duros y todo eso, ¿quién   —55→   no lo hace?..., ni una palabra más, y usted lo verá... -dijo el maricón besando a Mercedes en el carrillo.

-¡Pues ya está dicho!, y tú, Miguelito, influid del mismo modo con la coronela para que implore del Señor Virrey una medida, un empeño, cualquier cosa en fin que coadyuvo a la misma suspensión: las condiciones son las mismas; y al momento que esté logrado, pasad por mi cuarto para contaros y daros lo convenido.

-¡Al instante! -dijeron los dos maricones; y atravesando la sala se salieron a la calle, sin que nadie lo extrañase; pues no había quien ignorara los graves y reservados negocios que tenían sobre sí, y que a cada instante podían reclamar su atención y su presencia en tal o cual lugar.

Mercedes se retiró también después de haber fumado con ansia el cigarrillo con que la convidó la tocadora del harpa, que, de más en más entusiasmada con los sonidos roncos y melancólicos de su instrumento, seguía desempeñando en aquella fiesta el papel que desempeñaba la esposa de Baco en los festines con que los pueblos primitivos de la India celebraban al inventor de la embriaguez y del vino.



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ArribaAbajoCapítulo XXII

La casa del señor fiscal de puertas adentro


No obstante que ya eran las doce de la noche por lo menos, el señor Fiscal estaba todavía en su estudio encantado con la lectura de Soárez y de Escobar, por entre cuyos inmensos volúmenes (que se habían ido amontonando sobre su mesa) nuestro bachiller había andado buscando toda la noche la resolución de un punto controvertible, como el perro que para descubrir la pista del ratón fugitivo huele y aspira en cada rendija sospechosa del cuarto. A cada hoc est communis secumdum Joannes, o secumdum Petrus que encontraba, nuestro sabio se calentaba más y más con las dificultades de su tarea, y saltaba de capítulo a capítulo y de volumen a volumen con una voracidad verdaderamente científica.

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Encontró, al fin de un millón de citas y de exposiciones, la opinión de Soárez y de Escobar, y tomando alientos con un resuello lleno de magisterio se repantigó diciéndose: «¡aquí está!, ¡aquí está!... ¡La cacé!..., la encontré al fin, ¡y apuesto a que nadie la lleva mañana al acuerdo como yo!... Si es de balde, señor: ¡nadie como yo para buscar un punto y su resolución!»

Y la cara del buen Bachiller se sonreía ella sola con una candidísima infatuación.

El estudio por cuyos horizontes paseaba sus plácidas miradas, era una sala espaciosa situada en el costado del patio que daba enfrente de la puerta de calle. Pocos muebles y mucha tierra eran las facciones principales que el nido de nuestro sabio ofrecía a la primera ojeada de los extraños; y bastaba que alguno caminase por allí adentro para hacer flamear sobre su cabeza un cortinado tupidísimo de telarañas que pendía del techo a manera de cenefas de tul negro, tal era la cantidad de viejo polvo que se había aposentado en sus pliegues.

El yunque de las tareas del Fiscal era una mesa de pino, ordinaria, bastante extensa y cubierta por una carpeta del grueso paño conocido con el nombre de la estrella. Tres o cuatro sillas de baqueta andaban arrimadas   —58→   a las paredes: sus asientos eran tan vastos y tan altos sus respaldares, que el señor Estaca podía pasearse perfectamente sobre cualquiera de ellas de brazo a brazo como en un balcón; y no pocas veces había sucedido que teniendo que ensayar algún informe in voce o alguna arenga (él los estudiaba de memoria después de haberlos escrito) montaba en una de sus sillas, y afirmando su pecho en el respaldar peroraba su trabajo como en un púlpito: método que aguzaba en extremo su ingenio para castigar el estilo de su escrito, y dar a su voz el debido diapasón.

Dos estantes toscos, que apenas eran dos pilares con tablas atravesadas, completaban el amueblado. Pero lo que revelaba mejor el buen gusto de nuestro hombre era la paciencia con que había pintado al oleo, de verde y amarillo, los lomos de sus grandes pergaminos para fijar con letra más clara y elegante su título correspondiente.

-¡A que nadie la lleva al acuerdo como yo!... -repetía el Bachiller con una sonrisa llena de infatuación al mismo tiempo que dejando su mesa atestada de libros (para que lo admirasen los que la viesen al otro día), se levantó de su silla, tomó su lámpara y se dirigió a su aposento donde suponía que su querida mitad estaría ya gozando del plácido sueño que era propio de la hora.

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Hacía algún tiempo en efecto que la consorte del Bachiller Estaca le esperaba; mas no dormida como él creía sino bien despierta y medio desabrochada apenas. Cansada de tanta demora había ido varias veces de puntillas por las piezas interiores a espiarlo; y como lo hubiera visto tan absorbido en sus estudios, se había vuelto al dormitorio y se había sentado otra vez a esperarlo. En algo cavilaba ella; pues no solo se mordía un dedo con distracción, sino que su ojo negro y rasgado tenía la fijeza característica de las preocupaciones mentales.

La consorte del bachiller Estaca era una hermosa mujer que estaba en todo el desenvolvimiento físico de los veinticinco a los treinta años: espalda y pecho desenvuelto, garganta llena y torneada, brazos redondos y elegantes con todos los demás rasgos, en fin, con que la mujer bella se distingue en esa edad floreciente de la vida.

La señora Fiscala era de color morenito rosado, de nariz respingada, de labio audaz, de gesto altivo; y tenía sobre todo unos ojos negros tan grandes y tan ardientes, con unas pestañas tan largas, que era considerada en Lima (el país de los bellos ojos) como la mujer que los tenía más hermosos.

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Con tales cualidades físicas, unidas a una sagacidad de alma exquisita y vaporosa, es fácil deducir que esta señora era en efecto la señora del doctor Estaca; y la verdad es, que él obedecía sus caprichos como si fuesen textos de Baldo y Acurcio, habiendo renunciado desde mucho tiempo atrás a todo reino dentro de su casa que pasara del recinto de su estudio: era como los Reyes constitucionales -testa coronada y sin gobierno; nada veía sino para aplaudir y congratularse; vivía allá en el quinto cielo, entre los que marchan vendados por la fe.

Grande y muy grande era la atención con que esta señora trataba de percibir el menor síntoma de retirada que nuestro bachiller diese desde su estudio: cosa extraña, porque no era su costumbre cuidarse mucho de lo que su marido quisiera o no hacer.

No bien sintió que este venía por los reflejos de la luz en los cuartos interiores, cuando dejó precipitadamente de morderse el dedo, se desparramó el pelo con desorden y se tiró sobre la alfombra como si estuviese aniquilada bajo el peso de alguna grande aflicción. Reflexionó tal vez que si su marido venía abstraído con las cavilaciones doctorales que de ordinario le ocupaban podría muy bien no reparar su ausencia del lecho, como no pocas   —61→   veces sucedía, y levantándose deprisa vino a arrojarse en el lugar mismo en que nuestro hombre acostumbraba a desnudarse para tomar pie (mejor sería decir: «para tornar rodillas») en el territorio conyugal.

En efecto, el pobre Fiscal vino caminando con su lámpara en la mano en una completa distracción hasta su embarcadero de costumbre, y ya iba a poner planta sobre los vestidos de su señora, sin verla, cuando retrocedió todo erizado como si un súbito espanto se hubiese apoderado de su alma; adelantó su lámpara para ver bien lo que tenía por delante; fijos los ojos y abierta su boca cuan grande era siguió retrocediendo paso por paso y a compás clásico, hasta una cómoda en la que dejó la lámpara y se apoyó mientras pasaba la impresión primera del súbito terror que lo había aniquilado.

-¡Ay!... ¡Ay!... ¡Ay, Dios mío!... ¡Ay, Dios mío! -decía a media voz, y creyendo que su mujer estaba yerta no se atrevía todavía a acercarse ni a tocarla. Mas, vencida su timidez por el amor se lanzó de pronto sobre la que él creía su cadáver, y tomándola por la cintura la suspendió en sus brazos diciéndole con todas las señales de la angustia

-¡Antuquita!... ¡Antuquita mía!..., ¿qué tienes corazón?   —62→   ..., ¡mírame, por Dios!..., y la pérfida sirena, desgonzada como si no tuviese una sola coyuntura que obedeciese a su voluntad, se dejaba caer a uno y otro lado revolviendo los ojos hacia arriba, como si estuviera en sus postreros instantes. El bachiller no sabía qué hacer, se agarraba la cabeza allí hincado y sosteniendo a su mujer, hasta que desesperado volvió a ponerla sobre la alfombra y salió gritando por todos los cuartos: ¡Rojana!, ¡Estativa!, ¡Olimpia!, ¡Aspasia!, ¡Timoclea!, y otras tantas negrillas esclavas de quienes el señor Estaca había hecho una traducción andante de Quinto Curcio, dejaron los míseros lechos en que dormían y acudieron espantadas a los gritos del amo.

-¡Vuestra amita se muere, negras del demonio!, canallas indignas del nombre que lleváis, ¿y vosotras estáis durmiendo? ¡Venid pronto!..., ¡pronto!, y dando un tiren del pelo a una, un empujón a otra, una patada a ésta, un pellizco a aquélla, las empujaba a todas al aposento, donde la señora Fiscala había ya prorrumpido en abundante y bullicioso llanto.

-¡Un físico!, ¡un físico! -gritaba don Marcelín-; y la primera negra que pasó por su lado para obedecerle y   —63→   llamar un físico, recibió por vía de aliciente una animosa patada que la hizo adelantar trastabillando.

-Antuca de mi alma, ¿qué tienes?..., ¿qué tienes, ídolo mío?... -decía el bachiller desesperado acercando su rostro al de su mujer que lloraba con desafuero-, ¿qué tienes, vida mía? -y como percibiera su cercanía le dio un vigoroso empuje de repulsión, y apretó a llorar con mayores ansias y con mayor dolor.

-¡Hombre desgraciado!... -exclamaba el bachiller y se paseaba por el cuarto como un demente, mientras que su señora repeliendo a sus criadas y al marido se revolcaba llorando, gimiendo y estirándose alternativamente como desmayada y yerta.

En medio de esta cruel ansiedad para nuestro pobre Fiscal, que se paseaba por el cuarto tironeándose el polo y haciendo dengues para evitar las envestidas convulsivas que su cara mitad lo hacía por el suelo, entró todo apurado y a medio vestirse el supradicho físico por quien habían enviado. Era éste un negro de dos cuartas de jeta, frente angosta, ojos saltones, tez húmeda y lustrosa como si tuviese barniz de aceite, vestido grotescamente con el traje de los hombres acomodados, y que al verso en aquella escena de dolor saludó humildemente a nuestro   —64→   afligido Fiscal diciéndole: buenas noches mi amo.5

-¡Muy buenas las tengo!, ¡bárbaro! -le contestó el Bachiller-, ¡cúrame pronto a esta señora!

-Así me dé Dios el poder de hacerlo como tengo la voluntad, mi amo -dijo el físico negro aproximándose con magisterio a la enferma, que había empezado a tenerse quieta limitándose a dar quejidos.

El físico observó a la Fiscala, le puso la mano sobre las sienes y después de un rato se levantó abrió la ventana, miró las estrellas que estaban perpendiculares al techo del cuarto, hizo señas como si partiese con los dedos la parte del cielo que observaba, y se volvió a mirar y a tocar a su enferma; púsole la mano por largo tiempo sobre el corazón, y como si empezase a formar juicio del caso decía entre dientes: ¡esto es!..., ¡oh!, de cierto, ¡esto es!... y seguía observando.

Nuestro afligido Fiscal estaba inmóvil y pendiente con una gran ansiedad del parecer o del decreto suspenso en los gruesos labios del médico negro; pero éste, con una gravedad imperturbable parecía no ver ni interesarse por   —65→   nadie allí sino por observar a la enferma. Como si siempre hablara consigo mismo dijo -¡la respiración es mala!... y acercó su oído a los labios de la señora Fiscala. Ésta entonces le sopló al oído con sumo disimulo la siguiente pregunta: «¿Te habló Miguelito?» El físico que le tomaba el pulso al mismo tiempo que aparentaba observarlo de cerca la respiración, le apretó la mano en señal de afirmativa. La enferma empezó entonces a mostrarse en un nuevo acceso de convulsiones y de quejidos; y levantándose el físico dijo con una sentida emoción: vuelve el ataque:... ¡el mal es muy grave, mi amo!

-Pero qué es lo que tiene, ¡por Dios! -exclamó el Fiscal.

-¡Oh!..., ¿lo que tiene?

-Sí: ¿qué es lo que tiene mi Antuca? ¡Dios mío!

-Tiene, señor, una cosa incurable para nuestro arte.

-¡Incurable! ¡Cielos Santos!... Pero, ¿por qué es incurable, Esculapio del infierno?, ¡charlatán! ¡Brujo!, ¿por qué ha de ser incurable?

-Porque es un mal del alma, señor doctor.

-¿Y qué tenemos con eso? Si no sabéis curar a los que tienen alma, ¿qué es lo que sabéis?, ¿os llamáis físicos para curar perros? ¡Bestia!

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-Perdone su merced: hay males del cuerpo y hay males del alma: los unos son físicos, los otros son éticos: las drogas son para los primeros; los segundos son de veinte categorías según Aristóteles y Galeno.

-¡Vete al infierno con tus categorías, palangana!..., ¡lo que yo necesito es saber lo que tiene mi Antuca! -decía el Bachiller medio loco de dolor.

-¡Oh!, mi amo, lo que tiene mi amita es un mal de la decimatercia categoría bajo la influencia de la constelación del toro (cuyos cuernos nunca he visto más claros) partido por la mitad; es un mal cruel, que la está devorando por dentro, es mal que le destroza el corazón, un mal que la mata si no se averigua la causa de su dolor para hacerla desaparecer.

-¡Dios mío! ¡Dios mío!, ¿qué es lo que me pasa, señor?... Y bien, tío Serapio: ¿cómo haremos para averiguar esa causa?

-Es preciso hacerlo con precaución, con muchísima precaución. Debo ser franco con su merced: sospecho que su merced le ha dado a la señora algún gran disgusto -dijo el negro hablando muy quedo al oído del bachiller.

-¿Yo?..., ¿yo?..., ¿que decís, insolente?...

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-¡Señor!, ¡las señales de allá arriba nunca mienten!

-Pero mienten los que las interpretan.

-¡Según!..., según: ¡no, amo! -dijo el negro enderezándose con fatuidad-. ¡Vamos a la prueba!, despida su merced a toda esta gente, quedemos sólo los dos.

Luego que se quedaron solos en efecto -sacó el negro un frasquito de un líquido verde, y abrió una cajita que traía en su bolsillo, de la que tomó un pequeño hisopo: lo empapó en el líquido referido, y tocó muy suavemente con él en los labios de la Fiscala. Empezó ésta a serenarse por grados, y el físico trató de suspenderla como para hacerla sentar. Ella se sentó en efecto, quejándose siempre y oprimiéndose el corazón con la mano derecha.

-El mal está aquí, ¿no es cierto, mi amita? -le decía el negro palpándole sobre el pecho.

-¡Yo no sé dónde está, tío Serapio! -dijo ella al fin con una voz moribunda-. ¡Pero yo quiero morirme!..., ¡yo no puedo ser feliz ya sobre la tierra!... ¡Dios mío! ¡Dios mío!... Soy la mujer de un verdugo..., ¡la mujer de un ladrón!..., ¡quiero morirme!..., ¡que me quiten a ese hombre de mi vista! -exclamaba la Fiscala con todos los accidentes de la demencia, y se revolcaba otra vez por el piso del aposento.

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El bachiller estaba estupefacto y consternado.

-¡Ya lo preveía! -decía el negro contristado-, no hay cosa más funesta que esta conjunción de la constelación del toro con...

-¡Por Dios, tío Serapio!, ¡otra vez!, ¡dele usted otra vez su medicina! Es preciso que mi Antuca se calme, es preciso que yo pueda hablar con ella; porque me enloquezco pensando de donde o de quien lo puede venir esta fatal preocupación.

-Señor Fiscal: yo estoy aquí de más. Su merced es quien puede únicamente curar a la señora. Es preciso que la causa del mal desaparezca; si no..., ¡no hay remedio!..., la hora fatal...

-¡Calla!, ¡calla hombre impío!, ¡brujo inexorable!

-No hay remedio, señor: aquí tiene su merced este líquido precioso que puede calmar por una o dos veces más los accesos de la señora, pero que no tardará en ser impotente si su merced no cura la causa moral: aplíqueselo su merced a los labios; yo me retiro al otro cuarto, y esperaré el resultado. Pero tengo que repetirle, señor, que la causa del mal, y la causa de la muerte de la señora, es necesariamente su merced, ¡algún grande disgusto moral que su merced le ha dado! -y diciendo esto con   —69→   un tono lleno de autoridad el negro puso en las manos del bachiller su frasquito y se retiró.

El bachiller se quedó como un autómata, pero al ver que la dueña de todo su afecto se revolcaba con las ansias de la muerte, se arrojó dolorido a su lado, la sujetó entre sus brazos, y en vez de tocarle los labios con el hisopo le derramó en la boca medio frasco de líquido aquel de virtud. Reveló entonces una exquisita sensibilidad la señora Fiscala; pues se incorporó con rapidez y escupió con asco el brebaje del negro, sin poder contener un flujo de arcadas que por fortuna no pasó adelante.

El Bachiller aprovechó oportunamente de este incidente y abrazándose con ternura de su esposa, y colmándola de besos en la frente mientras ella luchaba con sus violentas arcadas, le decía: «¡Antuca mía!, ¡ídolo mío!, ¿de qué es lo que me acusas? ¡Habla, vida mía!, dime lo que quieres de mí, y verás que hasta la vida puedo dar por verte buena, y quitarme este horrible peso que agobia mi cabeza».

Ella entonces lo miró con ternura y con un cierto aire de reproche; como si le costara mucho hablar le dijo: «¡Ah!, ¡si fueras capaz de cumplirme lo que dices!...   —70→   volverías sobre tus pasos y me salvarías de un dolor que me mata... ¡que me mata, Estaca!..., ¡que me mata!...», y al decirlo sacudía su cabeza y lloraba sobre las palmas de sus manos.

-¡Hija mía!... ¡Por Dios!, ¡dime lo que he de hacer!... ¡óyeme!..., haré lo que me mandes, pero no me enloquezcas con vuestro dolor..., ¿qué es lo que os he hecho por Dios?, ¿qué es lo que os he hecho?

-¡No me lo neguéis, Estaca! -dijo ella dejándose conducir por su marido hasta una silla donde la hizo sentar arrodillándose él por delante de ella-; no me lo neguéis: vos sois el que vais a hacer quemar a Mariquita Pérez: vos sois su verdugo y yo me lleno de horror al pensar que mi marido pueda ser tan bárbaro y tan cruel: el Padre Andrés quería salvarla; ¡y vos sois (yo lo sé bien) quien exige que la quemen!..., ¿y queréis que no prefiera morirme?... ¡Sí!, ¡quiero morirme!, ¡quiero morirme! -exclamó la Fiscala en un nuevo ataque de convulsiones y abrazándose de su marido lo hacía girar por todo el cuarto-. ¡La muerte, mil veces la muerte!

En medio de esta confusión que no puede narrarse, el marido protestaba que no era él quien había acusado y hecho prender a la María Pérez: que era calumnia el   —71→   atribuirle a él ese hecho vindicando al P. Andrés; y empezaba a prometer a su mujer hacer todo lo posible por salvar a la acusada. Pero la Fiscala estaba cada vez más delirante hasta que de repente se desprendió del marido y cayó como un tronco al suelo.

-¡Tío Serapio!..., ¡tío Demonio!... -gritaba el bachiller corriendo de su mujer a la puerta del aposento, y de la puerta a su mujer-. ¡Se muere Antuca!, ¡se muere!

El negro acudió a los gritos y contemplando con gravedad a la Fiscala estirada en el piso dijo:

-¡Esta constelación del toro es terrible, señor!

Se acercó, tocó la frente, tomó el pulso; y agregó levantándose: «¡esto va de mal en peor, señor! tengo que ir deprisa a mi casa a traer otro elixir restaurante para ver si la hago volver: entretanto comprímale su merced la cabeza con un pañuelo; yo vuelvo al instante».

Acababa apenas nuestro sabio de cumplir la recomendación del negro cuando entró ya éste bañado en sudor y respirando apenas. La señora volvió en sí y como el doctor Estaca le prometiera al fin consagrarse desde que amaneciera a trabajar en favor de la niña doña María, fue serenándose   —72→   poco a poco y recobrando su salud, sin sacudir por eso el caimiento en que pretendía estar.

No es propio de este lugar seguir refiriendo en acción las mil ternuras y las mil gracias con que la Fiscala le demostraba la gratitud a su marido.

-No puedo menos que extrañar -le decía éste-, que hayas venido a tomar tanto interés por una muchacha que antes de ahora te ha sido tan antipática.

-¡Ah!..., pero verla quemar, querido mío es una cosa horrorosa; y además, he pensado que tú la perseguías por la aversión con que yo te había hecho mirarla; los remordimientos me hubieran muerto, si no hubieras sido tan bueno.

-Mira, Antuquita: habéis hecho una zoncera; y si es que querías empeñarte, ya que estabas resuelta a exigirme que la salvara ¿porqué no sacar algún provecho?

-¡Oh!, yo estoy cierta, querido mío, que tío Serapio dirá lo que he sufrido por ellos, y que me sabrán pagar como merece el padecimiento cruel que he tenido.

-¿Quién sabe?... el egoísmo y la avaricia de ese mercader no tienen límites, y no es capaz de un acto de caballería.

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-Pues yo estoy convencida de que sí; y tan convencida estoy, que si no lo hace así consentiría en sufrir mi dolor; te rogaría que me llevases al campo, a Chorrillos por ejemplo, y que castigases su miseria llevando adelante la causa de la hija.

-Queda segura de que así lo haré; porque no debes creer en la gratitud del mundo: la gratitud verdadera es la que se salda de contado.

-¡Confía en mí, Estaca!... me ha hecho sufrir mucho esa gente para que pueda excusarse de demostrarme su gratitud como tú dices; además de que tenga motivos para decírtelo.

-De todos modos, vida mía, tú puedes contar con la lealtad de mi promesa... Mas, a decirte verdad, no sé cómo hacer para inducir a mis miras al padre Andrés..., ¡hacerlo retroceder... es cosa ardua... imposible tal vez!... Pero en fin, Dios me inspirará; el tiempo me sugerirá algún camino, y si los motivos en que tú confías no fallan será preciso que luchemos... al fin: yo sé los que tiene y poco importa que él sospeche los míos... Sin embargo, tentaré primero con prudencia los caminos indirectos.



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ArribaAbajoCapítulo XXIII

Método de aquel tiempo para alegar de bien probado


Desde que nuestro doctor bachiller vio en calma los accesos de su señora, mediante el compromiso que había contraído de trabajar por arruinar el plan en que tanto había ayudado al padre Andrés, se retiró de nuevo a su estudio, porque la sorpresa y las aflicciones que acababa de pasar le había imposibilitado de pensar siquiera en dormir. Volviendo a tomar su lámpara se volvió a su bufete sin saber siquiera cómo iba a hacer para cumplir su oferta, ni qué camino había de tomar para salir airoso de la dificilísima empresa de hacer retroceder a un hombre tan fijo en sus ideas, tan tenaz en sus voluntades, y tan positivo en sus objetos como el padre Guardián de San   —75→   Francisco. Era preciso sin embargo lograrlo: lo había prometido a su señora: era evidente que ésta tenía la voluntad de exigírselo y que estaba movida a ello por algún interés muy fuerte, y nuestro caro bachiller sabía que no había remedio, que era preciso servirla o doblar el cuello a los furores de una tempestad aterrante.

La incertidumbre acerca de los resortes que haría jugar, la falta de un pensamiento fijo, la falta de pretexto para cambiar de ideas de una hora a otra hora del mismo día, y la necesidad imprescindible de hacerlo, lo tenían en una desconsolante cavilación que bien se revelaba aun al través del paso de ganso con que se paseaba por su estudio bajo los trofeos de telarañas que flameaban sobre su cabeza.

-¡Y que todo esto se haga sin provecho, Señor! -decía él-. Estas mujeres tienen caprichos inconcebibles: nadie odiaba más a esa muchacha que mi Antuca: ¡y véala usted de repente interesándose por ella! Bien comprendo que nuestro amigo el señor administrador de correos se habrá empeñado con ella; pero ya que tomaba a pechos el servirlo ¿por qué no hablar antes conmigo?, ¡yo le hubiera indicado los medios de que este no fuese un trabajo tan estéril!... Pero, ¿para qué es romperse la cabeza?   —76→   Las mujeres, señor, son puro capricho, puro sentimiento: no piensan, no se ocupan del porvenir; no consideran las situaciones ni las dificultades; y piden las cosas como los muchachos piden los juguetes, por la impresión del momento y por el gusto de que les hagan el gusto... ¡Pues sabe usted que voy a hacer un bonito papel con el padre Guardián!... Tras de que él le tiene una antipatía conocida a mi pobre Antuca, por su genio festivo y por su afición a los bailes, a los paseos y a las demás diversiones inocentes de que la pobre gusta tanto... ¡Ya me guardaré yo de dejarle sospechar siquiera la parte que ella ha tomado en esto!... Pero no puedo resignarme a hacerlo así no más... ¿Por qué no ha de pagar ese pícaro viejo avaro, que bastantes crímenes carga sobre su espalda, el servicio que tengo que hacerlo? No, señor voy a hacer llamar a Miguelito; es amigo leal de la casa y desempeñará bien su comisión.

-¡Guay!, ¡eres tú Miguelillo! -dijo el Fiscal todo sorprendido al tropezar con el maricón en la puerta de su estudio al mismo tiempo que salía para hacerlo llamar.

-El más humilde criado de su merced, señor Fiscal, ¡gloria y tupé de los sabios del Perú!

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-¡Adulón! -le dijo el bachiller tironeándolo suavemente de una oreja.

-¿Adulón?, ¿pues hago yo otra cosa en todo el día más que amarlo a su merced, y reverenciarlo, y adorarlo, y quererlo?

-¡Basta, canalla!... Dios sabe si te acuerdas de rezar por mi salud espiritual y temporal, para ahora y después de mi muerte.

-Pues ahora le voy a probar a su merced que Miguelito nunca adula a nadie; que cuando dice que ama es porque ama; que bien puede ser un bruto sin que por eso mienta cuando dice y repite y grita, y proclama que V. S. es el sabio de los sabios; y que los que no lo dicen así en público es por envidia, y bien lo confiesan en sus adentros, como yo lo sé por testimonios irrefragables -dijo impávidamente el maricón, y entrándose al estudio dejó caer sobre la mesa del Fiscal dos bolsas de tucuyú bien llenas y pesadas, que al caer hicieron el ruido incitante de los metales preciosos.

-¿Qué es eso? -dijo el Fiscal sorprendido.

-¡Cómo qué es eso!, ¿que no distingue su merced el ruido del oro del de la plata?..., ¡son onzas!

-¿Onzas?, ¿onzas? -preguntó el doctor pestañeando.

  —78→  

-¡Onzas!, ¡onzas! Sí, señor; y las trae Miguelillo el Adulón, el canalla, el desagradecido, el que no quiere a su Fiscal, el que no busca recompensas para la sabiduría, el que...

-Pero estas onzas, ¿de dónde vienen y para qué son?

-Éstas son para su merced -dijo el maricón haciéndolas sonar de nuevo con mucha fuerza-, las otras son para la señora: y ahora mismo las está guardando en sus gavetas. ¿Pues qué le parece a V. S. que no hay gente sensible que se entusiasme con las buenas acciones, y que trabaje por recompensarlas?

-No entiendo jota, Miguelillo, de todo lo que me estáis diciendo -dijo el Fiscal acercándose con cariño al Maricón.

-Bien lo sabemos: todos lo proclaman: V. S. es modesto en su saber, recto en sus acciones, inocente y cándido en sus miras, severo en sus principios, inflexible en sus deberes, y enemigo de que se sepan sus beneficios. Pero lo presente era muy demasiado grande, demasiado bello, para que la gratitud pública no estallase con todo su entusiasmo por V. S.

-¡Explícate, por Dios, hijo! No comprendo todavía qué es lo que ha habido. ¿Qué significa este oro?

  —79→  

-Tío Serapio el físico lo proclama a esta hora, y a voz en cuello, a quienes quieran oír; y todos saben la bella acción de mi amita Antuca y de V. S. Sí, señor; tío Serapio anda de puerta en puerta anunciando que la María no será quemada mañana como decían y que lo debe a la...

-Pues, ¡qué! -decían que el auto de fe era mañana

-Todos lo aseguraban.

-¡Qué bárbaros! ¿Ubinan gentiun sumus?

-Eso mismo decía yo, porque como V. S. dice no es tan fácil cortar y beber las uvas.

-Sí, ¡eso es!..., ¡has traducido bien, Miguelillo!, ¡ha!, ¡ha!, ¡ha!, muy bien.

-¡Gracias!, ¡gracias!, señor Fiscal.

-A lo sólido, ¡maricón!..., ¿y estas onzas?

-Pues bien, estas onzas, como le decía a su merced, el tío Serapio ha dado la noticia de que su merced se ha puesto del lado de la Mariquita y la salvará de que la quemen como quiero el padre Andrés.

-¿Quién es el estúpido que anda diciendo semejante cosa? -dijo el doctor con la mayor consternación-, ¡que me llamen a ese pícaro al momento -agregó- para hacerle pagar su calumnia!... Yo en hostilidad con el señor   —80→   Guardián... Pues, ¿qué no ve ese pícaro que me compromete, que me pierde, que me inutiliza hasta para dejarme airoso con Antuquita?

-Pero, señor Fiscal ¡por Dios!, tenga V. S. un poco de calma; tío Serapio no anda gritando la noticia por las calles; no es tan material lo que he dicho: se contenta con darla al oído a los amigos de la Mariquita que por cierto son bien pocos en Lima desde que la creen hereje, y crea su merced que son más los que se alegrarían de apiñarse para verla arder, que los que aplaudirán cuando la perdonen, porque nuestro pueblo es tan cristiano y tan moral, que nada le inspira más entusiasmo y regocijo que el patíbulo de los herejes, que tienen otra religión.

El bachiller entre tanto se paseaba deprisa por el cuarto con las manos tomadas por detrás y la frente inclinada al suelo.

-Así pues, continuaba el maricón, tío Serapio ha sido más prudente: proclamó el bello impulso de su merced al oído del señor Administrador de Correos, que es un amigo seguro, y nada más; y éste fue y se lo proclamó al oído de don Felipe Pérez.

-¡Avaro!, ¡miserable! -dijo el Bachiller como de paso.

  —81→  

-Y el pícaro avaro -agregó el Maricón-, recordando el afecto con que mi señorita Antuquita me protege, me hizo llamar inmediatamente; en dos minutos dejé el lecho en que dormía, y estuve en su casa: el viejo miserable me estaba esperando, y señalándome dos talegas que estaban sobre una mesa me dijo: lleva ese pequeño obsequio al señor Estaca.

-¡Al señor Estaca!..., ¿y nada más?

-Nada más..., ¿qué más había de decir?

-¿Y mi título de Fiscal?... ¿Y mi título de in utroque?

-¡Ah, sí, señor! -dijo el señor Fiscal doctor in bodoque.

-¡Mientes, pícaro!... No ha dicho semejante cosa: yo bien sé que ese insolente es de los que dicen que yo no soy doctor; pero al fin me las ha de pagar todas.

-Y en onzas, señor, como ha empezado ya, porque ¡ésa es la mejor paga!... El hecho es que ese insolente me dijo: lleva ese pequeño obsequio al señor doctor in bodoque.

-In... tu madre, ¡animal!

-¡Bueno!, ¿qué sé yo cómo se dice?, «llévalas allá, me dijo, y preséntalas a la bella doña Antuquita, como una   —82→   pequeña muestra de mi gratitud en este momento.»

-¿En este momento, dijo?

-Sí, señor, en este momento: y aun creo que lo que dijo fue en «este primer momento», de donde yo inferí que su gratitud puede muy bien tener dos o más momentos. El hecho es, que yo, desconfiando de la avaricia del viejo, y pagándole con mi menosprecio, ahora que él está abajo, la antipatía y el odio con que me miraba cuando estaba arriba, me acerqué callado a las talegas y las desaté para ver de que eran, porque si hubieran sido de pesos, las tiro abajo de la mesa y me salgo. Pero confieso que cuando vi que eran de onzas quedé un poco más confortado, y saliéndome callado me vine aquí en derechura y se las di a mi amita; mas ésta le manda a V. S. una no como cosa de don Felipe, sino como cosa de ella, como muestra del amor y de la ternura con que ella mira a su célebre marido.

-¡Eso es otra cosa!... eso ya cambia de especie... Además, debemos tener presente que Antuquita no había recibido nada cuando interesó mi sensibilidad en esta causa y como la gratitud es un sentimiento noble y virtuoso que tanto el juez como la ley debe fomentar, es claro que sus efectos son nobles y virtuosos también; y   —83→   por lo que me dices ya veo que ésta es la naturaleza legal del caso... Por lo demás, yo haré lo posible para que la muchacha no sufra la última prueba, y para que la causa no se lleve por el proceder magno, que es tan público cuanto aterrante. Pero en esta causa hay complicaciones de muchos crímenes: es indubitable que la muchacha esté contaminada con el pestífero amor de la herejía o del hereje, que es lo mismo; muchas declaraciones atestiguan que esta misma tarde en el conjuro que el Padre Cirilo hizo al borrico poseído por el demonio, a cuyo favor intentaban salvarla, ella se abrazó de uno de los enmascarados y lo nombró ¡Henderson! ¡Henderson! con todo el delirio de la pasión. ¡Esto es muy grave! ¡Hay necesariamente criminales de alta traición en Lima!, porque estos hechos se corroboran unos con otros así como corroboran las otras declaraciones que ya se habían tomado.

El Bachiller se detuvo aquí y como si una idea súbita le hubiera asaltado dijo de pronto al Maricón:

-¡Vete, Miguelillo!, ¡tengo que meditar cosas graves!, anúncialo a Antuquita que no tardaré en ir a besarle los pies con el amor y reconocimiento más profundo.

  —84→  

-Creo que no la encontrará ya su merced porque tengo que acompañarla a la primer misa.

-¿Acompañarla tú?... No me parece bien que una señorona como ella vaya acompañada de un Maricón.

-Es que yo no soy un Maricón, señor doctor, sino su Maricón, el Maricón de la señora..., y sobre todo, ella es la que ha dispuesto que yo la acompañe -dijo Miguelillo con enfado.

-¡Ah, si ella lo ha dispuesto, sea enhorabuena!..., pero desearía que fuese al menos tapada.

-Naturalmente que ha de ir con saya.

-Así, no digo nada.

-¡Y aunque digas! -dijo el Maricón entre dientes-, ¿qué se nos importa, cabeza de púlpito? -agregó retirándose del estudio.

El Bachiller no reparó en él, porque se paseaba preocupado visiblemente con alguna idea de importancia.

-¡Esto es!..., ¡esto es! -repetía hablando consigo mismo-: la causa de alta traición es la principal; debe empezarse por ella, porque si bien hay delación de herejía, ¡esa delación reposa sobre el dicho de un testigo interesado!.... ¡De un testigo interesado!, aquí está el golpe: Romea atestigua en causa propia en todo lo que es relativo   —85→   a la muchacha, mientras que aquello que es relativo a la tapada y a las relaciones del avaro con el hereje se halla corroborado por Gómez; hay pues dos testigos como lo manda la escritura y nuestra ley... El Padre Guardián nada puede decir contra mí: sobre todo, no puede decir que me contradigo, porque yo nunca me contradigo, y bien claro le previne de que la naturaleza de la causa era muy dudosa y que la primacía de los sucesos era la regla a seguir. Sí, ¡señor!, me acuerdo que se lo dije, y esto me salva de toda contradicción... Mañana de madrugada le voy a ver; y le voy a decir que es preciso cambiarlas baterías: arruinemos primero al viejo, el árbol se corta por el tronco y después todo vendrá: el modo es suspender el procedimiento, pasar oficio al Virrey inmediatamente, revelándole los indicios de alta traición que contiene la causa, y comprometerlo a formar el tribunal mixto con los dos Oidores, para optar a la mitad de la confiscación: y así le cumplo mi promesa a Antuquita, de salvar a la muchacha... ¡Salvarla!... No es cosa fácil: el Padre Andrés tiene algunos otros motivos que me oculta para proceder contra ella; yo me he hecho el desentendido antes, es preciso que le haga entender ahora que lo alcanzo, y que lo obligue a   —86→   ser sincero... Entretanto, ¿cómo hago, señor, para hacerle suspender sus procedimientos? ¿Ver al Virrey y lanzarlo a intervenir en la causa?... Es un medio muy violento y muy grosero: el Virrey no es mi amigo, y me dejaría en las astas del toro. ¡No, señor!, más bien quemar esa muchacha del demonio, ¡y que arda Troya!... ¡Estaca! ¡Estaca!, ¡tu cabeza se va poniendo ya muy estéril!, decía el Bachiller y se paseaba con violencia por su estudio... ¡Esto es!, ¡esto es! -decía después de un momento de reflexión-. El señor Administrador de Correos y Antuquita deberían arreglar este negocio: el Administrador puede ir a ver al señor Virrey y ponerlo en tren, y yo cumplo manteniéndome en reserva para apoyarlos con mi parecer y con mi voto en el acuerdo... No hay más: ¡éste es el golpe! -decía alegre el señor Fiscal, sin sospechar que en aquella hora misma eso era de lo que trataban mano a mano su señora y su amigo.



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ArribaAbajoCapítulo XXIV

Cada uno con su secreto


Don Francisco de Toledo era un hombre impresionable y ardiente. A una viveza de ideas muy notable reunía la pretensión de tener una voluntad firme, mucha energía y grande punto por las regalías de su autoridad. Sensible y bueno por naturaleza, era no obstante violento e imprudente por carácter, alborotador y gritón, pasionista y personal: de todo hacia causa propia, y había llegado a Lima con tal idea de su magisterio y de su poder, que fue el verdadero fundador del tono de corte y de grandeza que el Virreinato del Perú tomó desde entonces, a términos de no ceder en fausto ni en prestigios a la corte misma de Madrid.

  —88→  

La figura del Virrey era abierta pero poco imponente. Era pequeño de cuerpo; rostro diminuto y tez blanca y colorada; ojos pestañeadores inquietos y medio irritados movimientos rápidos y continuos; y un cabello excesivamente rubio que empezaba a ponerse blanco imitando las plumas del cisne, como el de Ovidio: eran los rasgos prominentes de esta fisonomía.

Este señor tenía un respeto innato a los hombres graves y mansos que no se apuraban por hacerse oír ni por imponerle opiniones; y cuantas menos intenciones se lo mostraban de hacerse valer con él, tanto más seguro era que al fin él había de buscar la opinión del que se le reservaba con prudencia; efectos del orgullo de familia y de posición.

El tributaba una verdadera veneración al señor Arzobispo Morgrovejo. Mas no era lo mismo con el padre Andrés, cuya naturaleza altiva, posición independiente, fanatismo exclusivo, y carácter rebelde, producían una continua exasperación en el ánimo del Virrey. No obstante que aquel padre era su confesor titular, existía entre ellos aquella insuperable aversión, aquel odio, aquellos celos, aquellas rivalidades, aquel antagonismo que hubo siempre entre la potestad civil y eclesiástica de todos   —89→   los países y que no cesó sino el día en que ésta sometió a la otra las atribuciones soberanas con que había usurpado todas las fronteras del poder temporal.

Don Francisco de Toledo había militado en Italia a las órdenes del famoso Condestable de Borbón, que abandonando las banderas de su patria -la Francia- había tomado servicio con Carlos V. El Virrey había asistido al saqueo de Roma, a la prisión y encarcelamiento del Papa, y a mil otras peripecias de las de aquella época de corrupción en que la persona del Vicario de Jesucristo se mezclaba con todas las inmundas intrigas de la ambición y del latrocinio, comprometiendo el augusto carácter que había recibido de su divino fundador, y arrastrando la tiara por el fango que dejaba la sangre de aquellos combates innobles, en donde no se ventilaban sino los intereses personales de los déspotas, que cual una bandada de buitres devoraba a la iglesia.

El joven militar había salido de esta escuela, un tanto irrespetuoso a las dignidades de la iglesia, y no pocas veces se jactaba con grandes carcajadas de risa de haber «manoseado al Papa Clemente VII» aludiendo a las muchas veces que le había hecho la guardia en la prisión del Castillo de San Ángel y que lo registraba la comida,   —90→   los vestidos, el cuarto en precaución de que el Santo Padre nos intrigase para evadirse para Francia.

No por esto don Francisco de Toledo era irreligioso; pero su devoción era parecida a la de los sacristanes de la Iglesia, que habituados a manosear los santos, a vestirlos y desnudarlos, llegan a mirarlos con cierta confianza de intimidad, que si bien disminuye en ellos el sentimiento de veneración que les presta el vulgo, no los hace por eso ni menos devotos ni menos fanáticos.

De todos modos -el hombre no podía desprenderse de cierto menosprecio hacia los frailes, y no podía comprender siquiera que un Virrey tuviese que contenerse ante las pretensiones del sayal.

Eran muy graves ya las contiendas que esta predisposición de ánimo había producido entre él y las autoridades eclesiásticas; y el Consejo de Indias, lo mismo que la Mesa del Rey estaban llenas de memoriales y testimonios, de quejas y apelaciones provenientes de la anarquía radicada entre estos dos poderes. Diré de paso que esto sucedía no solo en Lima, sino en todas partes donde había un corregidor y un cura -desde Méjico hasta los rincones del Paraguay como lo atestigua la historia.

Este hecho fatal, impersonal, diré así, de las dos autoridades,   —91→   tomaba colores más o menos violentos, según el carácter de las personas que en uno u otro campo asumían el mando; y a cada instante se veían Virreyes, gobernadores, y alcaldes, depuestos por los obispos y sus partidarios, o bien obispos depuestos por los gobernadores y remitidos a España con prisiones: una incesante anarquía era de regla en este particular.

El Arzobispo de Lima era una verdadera excepción de la regla, gracias a las virtudes y a la prudencia del venerable Morgrovejo, prelado sabio, imbuido de un cristianismo puro de ambiciones terrenales, y que a una erudición asombrosa en las ciencias eclesiásticas reunía las convicciones de un civilista, porque era enemigo declarado del ultramontanismo.

Pero para que no faltara el germen estaba allí el Tribunal del Santo Oficio, imbuido de máximas deprimentes de la autoridad civil y de la autoridad arzobispal a la vez; y a la cabeza de ese tribunal estaba el padre Andrés y el Fiscal Estaca, hombres ambos presuntuosos y tercos que no acataban por superior a nadie, ni en la jerarquía, ni en el poder: y que, preciso es decirlo, estaban autorizados a ello por la naturaleza de las leyes a que debían su jurisdicción y su carácter.

  —92→  

Esta situación que no dejaba de ser bien comprendida por el Padre Andrés influía mucho para que él diera un doble valor a los secretos de que Mercedes era poseedora.

Sabía que entre él y el Virrey mediaba una hostilidad implacable, hostilidad de persona a persona y de autoridad a autoridad y no se ocultaba el júbilo con que el Virrey se habría aprovechado de cualquier pretexto, de cualquier causa aparentemente legal para deprimirlo, y fortificar el tenor de las acusaciones y quejas remitidas a la corte; pues el Virrey estaba también al cabo de cuanto el padre trabajaba por hacerlo deponer.

Cuando el Virrey se apercibió de que el padre Andrés procuraba saciar su codicia y su odio contra la familia de Pérez en la ruidosa causa de herejía, que le había formado, no pudo contener su indignación; y en los ímpetus de su orgullo creyó que degradaba su autoridad, que mostraba miedo si se resignaba a ser silencioso espectador de una causa que tanto interesaba a la quietud pública del Virreinato; y no bien supo la prisión de doña María, mandó inmediatamente decir al Arzobispo que lo esperaba aquella noche para tomar de él un consejo.

El venerable Prelado acababa de entrar a un salón reservado del Palacio, en donde el Virrey lo había recibido   —93→   cuando un ayudante de este le trajo una esquela que el virrey abrió: no bien leyó dos renglones dijo:

-¡Infeliz!... Lea su ilustrísima y dígame si esto no parte el corazón.

El señor Arzobispo tomó la esquela y leyó: «Excmo. señor: único amparo, después de Dios, que me ha quedado en medio del duelo que cubre mi casa, en este momento, señor, acaba de morir mi esposa; no ha podido resistir a las amarguras ni al terror porque ha pasado; y esta desgracia me excusa, señor, de presentarme a V. E. como me estaba ordenado. Dos palabras, señor; mi suerte y la de mi hija quedan en las manos de V. E. ... Me creía incapaz de llorar: pero si continúo...

»Apiadaos, señor, de vuestro humilde criado: Felipe Pérez y Gonzalvo»

-Me hace el favor S. S. I. de decirme si puedo yo permanecer indiferente a semejante espectáculo.

-Señor Virrey; ¡es atroz!... Pero las leyes hacen de las causas de este género una propiedad particular de la Inquisición.

-Las leyes, las leyes -dijo el Virrey paseándose con enfado-, las leyes las hacen ellos mismos para salir con   —94→   su antojo... No era así en tiempo del señor don Carlos, que bien se... en los frailes y en la Inquisición, y si no que lo diga el Papa.

-¡Señor Virrey!, ¡señor Virrey!

-¡Perdone su Señoría Ilustrísima! Esta cosa me saca de mis casillas: lo que se quiere es robar, robar, señor Arzobispo, y yo no lo he de permitir.

-¡Señor Virrey!, me permitirá usted que le diga que al obedecer al llamado de V. E. creí que se trataba de conferenciar algún punto en que mi experiencia o mis cortos estudios pudieran serle necesarios. Pero si V. E. está resuelto a usar de su poder, sin esto, es inútil mi presencia, señor Virrey, y más gusto tendría en ir a consolar al afligido.

El Virrey se repuso y hablando con más calma dijo:

-En efecto, señor Arzobispo; yo me propaso: excúseme su señoría, este genio mío es así: yo quería oirá S. S. I., quería que me diese un medio de parar esta inicua causa hasta dar cuenta al Rey de todo: que me dijese si esto no es atroz, señor.

-Señor Virrey: arriba de las leyes que dan las potestades de la tierra, hay para mí otra ley superior, de la que soy sacerdote, y de la que seré mártir si fuera necesario.   —95→   V. S. no está en mi caso: las leyes del reino son su única guía.

-¿Qué me quiero decir con eso S. S. I.? -dijo el Virrey algo dudoso y sorprendido.

-Que yo, señor, miro al Evangelio para definir lo que es justo; y que V. E. no puede hacerlo sino al tenor de la ley del Reino: que yo, señor, puedo levantar mi voz contra la iniquidad sin que tenga que consultar para ello el texto de la ley humana, y que V. E. no lo puede hacer sin incurrir en falta y atraerse el castigo: quiero decir a V. E. en fin que mi consejo como ministro del altar no puede sustituirse al del Fiscal o al del Asesor de V. E. Yo tengo que aconsejar la caridad y soy mal ojo para analizar y deducir la competencia y la jurisdicción en materias criminales.

-Pero, señor Arzobispo, ¿es éste un caso de herejía?

-No, señor Virrey.

-¿No es?

-No es.

-Y entonces, ¿por qué he de sufrir que vaya adelante la causa?

El Arzobispo guardó silencio, y el Virrey se paseaba agitado.

  —96→  

-Sí, señor -dijo éste al fin-, yo voy a intervenir, y que después el Rey haga lo que quiera... ¿Qué es lo que me podrá suceder?, ¿qué me destituirá en el Perú, donde se necesitan frailes, para mandarme a Nápoles, donde es preciso apretar a los frailes, donde conviene un Virrey capaz de bajarles el cogote?... ¡Pues bien!..., ¡que así sea, señor Arzobispo!..., quiero que me sostengan o que me saquen de aquí... Estoy aburrido; voy a poner las cosas en un punto definitivo... ¿Puedo contar con su Señoría Ilustrísima?..., porque no soy teólogo; y si el caso no es de herejía quiero suspender la causa; para esto necesito que el padre Andrés venga aquí con su Fiscal Estaca y que Su Señoría Ilustrísima se encargue de sostener que el presente no es caso de herejía, y si no quiero obedecer a lo que yo resuelva, ¡yo me encargo de forrarle las uñas!..., lo he hecho con el Papa, cuanto más... Perdón, señor, Arzobispo.

-Señor Virrey: yo estoy pronto a sincerar mi parecer: el caso no es de herejía según las leyes del Reino. Pero permítame V. E. que le recuerde que hay una coincidencia feliz que pone en manos de V. E. el remedio de todos estos males: cumpla V. E. con la cédula real que   —97→   se despachó el año pasado, ordenando la convocación de un concilio provincial americano.

-Pero eso aumentará el desorden y la anarquía de estas provincias, señor Arzobispo.

-No, señor: eso establecerá la regla, el orden: la Iglesia tiene el derecho de gobernarse a sí misma por la voz y el dictado de sus prelados, y crea V. E. que el consejo de no cumplir esa orden no se lo dan sino los que están interesados en la continuación de los abusos.

-No, señor Arzobispo: yo conozco los bueyes con que aro: si todos los prelados fueran como S. S. no abría nada que decir, pero siendo quienes son, en medio de las rencillas y los intereses que S. S. misma les conoce, estoy cierto que no van a estar de acuerdo un solo día, y que el desorden va a ser mayor en estos pueblos.

-Sea lo que fuere, señor Virrey, V. E. no tiene autoridad para privar a la Iglesia de ese gran recurso de curación, y de disciplina: el soberano lo ha permitido: la Iglesia es la Iglesia de Jesucristo en todas partes, tiene el derecho de formar esa asamblea soberana para su propio gobierno y establecimiento y no es el Sr. Virrey competente para estorbarle; se lo he repetido siempre a V. E. y no cesaré de repetírselo: el Concilio, ¡señor!, ¡el   —98→   Concilio! La reciente iniquidad que tanto indigna a V. E. es un nuevo motivo para establecerlo y para entregarle la decisión de estas causas de mal y de desorden. Sin el Concilio, señor, seguirán los pueblos sin curas y sin adoctrinamiento evangélico; la predicación será nula y la idolatría se sustituirá a la religión: tendremos el reino de los sentidos; pero el reino de las almas será del Infierno y no del Evangelio.

El Virrey escuchó y se quedó pensativo.

-¿Y apelando al Concilio, me decís, que puedo contener los procedimientos del Padre Andrés?

-Podéis, señor; porque en las cosas de la Iglesia nada hay superior a la voz de los Prelados reunidos en Concilio.

-Pues voy a reunir el Concilio, señor Arzobispo.

A fe que después no seré yo quien tenga que responder del resultado; con ese paso al menos descargaré mi conciencia para todo evento.

-Yo felicito a V. E., señor Virrey, por esa medida; y aunque su resultado fuera esquivo a causa de los vicios y de las imperfecciones de los hombres que la hayan de cumplir, ella es de tal naturaleza que habrá habido   —99→   siempre honor y virtud en haber tentado el remedio por su medio: si ella falla el mal es irremediable.

-Me lo temo mucho, señor Arzobispo: yo no soy sabio: yo no soy más que soldado, pero a ojo -dijo el Virrey poniéndose dos dedos sobre los ojos- nadie me gana. Sólo el respeto que debo a Su Señoría Ilma. y el deseo de que no salga con la suya el Reverendo Padre Andrés, me hacen desistir de una oposición que me nace de aquí adentro: yo veo claro mis razones, pero no las puedo explicar. En fin, convoquemos el Concilio.

-Sí, señor Virrey, convoquemos el Concilio.

-¡Bien, señor Arzobispo!, quiere decir que ahora mismo paso oficio al Inquisidor de suspender todo procedimiento en atención a no ser causa de herejía la que ha intentado, y librando la resolución del punto al Concilio; ¿no es así?

-Pero yo invitaría, señor Virrey, al Padre Andrés a que viniese a conferenciar sobre la materia.

-¡Sí, señor!, ¡sí, señor!..., ésa es mi idea; ¡que venga, que venga! -decía el Virrey paseándose con viveza por el salón.

-¿A qué hora, señor Virrey

  —100→  

-A las siete de mañana... Siento haber molestado a Su Señoría Ilma. hasta tan tarde.

-¡Oh!, no, señor Virrey; la justicia y la caridad son para mí el compendio del Evangelio, y mi gloria es trabajar por ellos, ¡trabajar por ellos! -decía el Arzobispo retirándose con el paso lento y venerable que tanto realce daba a sus viejos años. El Virrey le acompañó con un solícito respeto hasta la puerta de su coche, en el que se puso en retirada hasta el palacio Arzobispal.

El Sr. Fiscal Estaca ignoraba que el Padre Andrés había recibido muy de mañana una misiva del señor Virrey, que lo tenía en una profunda irritación, con los objetos que quedan indicados en la escena anterior; y cuando nuestro Bachiller se devanaba los sesos en vano para encontrar un medio de salir de sus aprietos, recibió un recado del Padre Guardián diciéndole que fuese inmediatamente a verlo.

Pero antes de que el Fiscal hubiese recibido el llamado, don Bautista el Boticario, que tenía de costumbre el oír la primera misa, y pasar después a la celda del Padre Andrés a tomar el rico mate perfumado, había entrado en ella y estaba mano a mano conversando con el Padre. Como hablaban a media voz y en un tono muy confidencial   —101→   era evidente que trataban de algo muy reservado.

-Mejor es que pasemos a la otra pieza, amigo don Juan -le decía el Padre al Boticario-, porque espero al Fiscal Estaca y podría interrumpirnos.

-Como Su Reverencia mande -le respondía él.

-¡Pedrillo! -gritó el Padre, y a su voz acudió el negrito que le servía.

-Si viene el señor doctor Estaca házlo entrar y dale mate; que yo voy a confesar al señor don Juan.

El negrillo se quedó de centinela y el Padre se encerró con don Bautista en la otra pieza.

-Pues amigo -dijo el primero-, ¡es preciso que desarmemos a esta maldita chola!..., yo me había lisonjeado que usted pudiera descubrirle lo que ha hecho de la criatura y de los papeles.

-Ni palabra he podido hasta ahora obtener de esa gente infernal: unas veces me dice que la criatura murió; otras que la tiene viva y a su disposición, otras que los papeles los remitió a España, otras que los tiene depositados en manos de una persona que los presentará al Virrey en el momento que ella sea presa por V. P. o por otros. Le he dado oro, me he ganado toda su confianza; pero   —102→   sobre ese asunto nunca le puedo averiguar cosa ninguna. ¿Sabe su Reverencia lo que me ha dicho anoche mismo? Que la criatura es doña María misma.

-¡Miente! -dijo el fraile indignado, al mismo tiempo que el boticario fijaba en él una mirada aguda y extraña de expectativa-. ¡Miente! -agregó aquél-. No es la primera vez que esa malvada procura hacerme caer en ese error, pero ella ignora que yo mismo he confesado a la hora de su muerte a la partera que ayudó a doña Mencía.

-Anoche ha muerto.

-¡No, señor!, murió ahora dos años.

-No digo eso, sino que anoche ha muerto doña Mencía.

-¿Ha muerto? -preguntó el fraile azorado.

-¡Sí, señor! Anoche: cuando me llamaron era ya cadáver.

-¡Pobre!, era buena cristiana -agregó el fraile dominándose-. ¡Mire usted todo el mal que causa un hijo con sus extravíos a los que le han dado el ser!... Las pasiones, ¡señor!..., las pasiones son la plaga del mundo; y no hay remedio -el terror es el único medio de contenerlas. ¿Cuántas otras no se salvarán con este saludable   —103→   ejemplo?..., ¡y oígalos usted declamar contra la Santa Inquisición! En fin, don Juan, como le iba diciendo a usted yo mismo confesé a la partera de la difunta a la hora de su muerte, y con el crucifijo sobre el pecho se ratificó en lo que cien otras veces me habían asegurado -que la María era hija efectiva de doña Mencía; además de que su rostro mismo revela su origen europeo puro... Yo voy a prender a esa maldita zamba, y que reviente la bomba por donde Dios quiera.

-¡Ah!, ¡no, señor Guardián! -dijo don Bautista con calor-, sería una imprudencia. Déjeme trabajar con calma, V. R.: yo le respondo de que la zamba no se precipitará, porque no me he de alejar un momento de su lado; y ya que he tenido la fortuna de recibir de V. P. una comisión de tal confianza, ya que uno y otro somos uno solo por la intimidad de los secretos, procedamos con prudencia, y yo respondo de que he de descubrir a la niña y de que le he de traer a V. P. esos papeles.

-Pero cuidado don Juan con lo ofrecido.

-¡Lo prometo!

-Yo hablo de lo anterior.

-¿De don Felipe?

-De don Felipe.

  —104→  

-¡Se hará, señor Guardián!, ¡se hará!..., el hombre es ya viejo, y en mi botica tengo el mejor tratado de Haereditate que se puede hallar en todo el reino: el capítulo: De aquellos que pueden y deben ser herederos, no deja nada que desear. Sobre eso pierda V. P. cuidado: lo que importa es no tocar a la zamba mientras tenga sus uñas, porque ese demonio armará una polvareda fatal: ¡es una arpía, señor Guardián! ¡Ni yo mismo que tanto cuidado he tenido en ganármela y en no darle ni un perfil por donde denigrarme, me libraría de sus calumnias!

-Si ella sabe tanto de usted como yo, no tendría mucho que decir; usted es prudente, mi amigo.

-Sí, señor Guardián, lo soy; pero no tanto como parece: mi vida es aquí tan pacífica, tan sumisa, tan estéril que aunque estuviera rodeado de espías y de enemigos no podría ente alguno ocuparse de mí con interés. Ésta es la verdad, señor Guardián. Pero la prueba de lo solícito que soy para servir a S. P. la tiene V. P. misma. ¿Qué hice en el momento que la zamba me puso al cabo de los secretos que la ligaban a V. P? Venir al momento a ponerme a las órdenes de V. P. y ofrecérmele   —105→   para desarmar a esa bruja. ¿Esto es ser amigo, señor Guardián? ¿Sí o no?

-¿Y le he dicho a usted acaso que no lo fuese? -dijo el fraile sonriendo-. Lo que le he dicho a usted y le repito es que es usted prudente y reservado.

-V. P. tiene la prueba de lo último: y me jacto de serlo en su servicio.

-¡Gracias, don Juan!, gracias. ¿Conque usted cree que este llamado del Virrey no será efecto de la delación de la zamba?

-¡Oh!, no señor: estoy cierto que ella no ha dado todavía semejante paso. Me habría consultado antes, y yo habría venido inmediatamente a advertir a S. P. con tiempo para obrar también. La zamba está resuelta a todo por salvar a la herética muchacha; pero me ha prometido esperar, y a mí no me faltará.

-¿De modo que puedo yo sostenerme fuertemente con el señor Virrey?

-No prendiendo a Mercedes y dejándome toda mi influencia sobre ella, V. P. puede hacer frente al señor Virrey sin riesgo ninguno, y salvar todas las regalías de su jurisdicción: yo respondo de eso; pero es preciso que yo pueda mantener las esperanzas de Mercedes; porque   —106→   si ella desespera es una furia y créame V. P. que no se le puede contener: en ella no hay temor de Dios ni del infierno; ni la vida ni la libertad le importan un cabello: es mujer de estrellarse contra una muralla de picas antes que renunciar a la pasión del odio que le tiene a V. Paternidad. Eso es seguro.

-Yo convengo, don Juan, en eso, y es una verdadera felicidad la influencia que usted ha podido ganar sobre esa arpía... ¡Yo aguantaré, amigo! -dijo el fraile con todas las señales de la ira en el rostro-, ¡pero al primer momento en que se descuide ni el cielo entero la saca de mis garras!

El fraile se paseaba con viveza por el cuarto, mientras que don Bautista le escuchaba cerrando los ojos, y encogiéndose dentro de su enorme saco como si se hubiese convertido en oruga.

-¡Hola! ¡Pedrillo!..., ¿y el señor Guardián? -dijo el Fiscal Estaca entrando a la primera celda, con el garbo y la enfática voz que le eran habituales.

-Está haciendo una confesión y ya vendrá, señor: siéntese, su merced, voy a traerle un matecito.

-Sí, hijo: tráeme un mate; tengo la boca amarga y como yesca -agregó con un tinte particular de melancolía.

  —107→  

En cuanto el Guardián oyó la voz del Fiscal, le dijo a don Bautista: «Voy a recibirle», y tomando éste la indicación por una orden de retirarse, se levantó para irse.

-No salga usted por esa puerta..., por aquí -le dijo el Guardián abriéndole una puertita que daba a un claustro travieso y despidiéndose de él.

Don Bautista salía del claustro por un jardincito oscuro que la celda del Guardián tenía a la espalda, y caminaba desprevenido cuando su vista cayó sobre don Antonio Romea que vestido con el sayal se paseaba por debajo de unos cipreses oscuros y tétricos que se alzaban a lo largo de una pared. El malhadado mozo llevaba los ojos fijos en tierra, sus mejillas estaban cadavéricas, y era tal la ferocidad encubierta en su mirada que el boticario se agachó y pasó de largo renunciando al primer impulso que tuvo de acercársele y de felicitarlo por el hallazgo que había hecho de aquel retiro donde poder olvidar las pasiones y las indignidades del mundo.

Entretanto el Guardián había venido ya a donde estaba el Fiscal, y tomando un aire supremo de despecho y de indignación, se dirigió a su amigo y le dijo:

-Ya tiene usted al Faraón en campaña.

  —108→  

-¿Qué dice V. P?

-Sí, señor: ¡Al Faraón...! Aquí tiene usted el insolente oficio que el déspota me acaba de hacer entregar -dijo el fraile sacudiendo en su mano derecha un papel que levantó de su mesa-: ¡me impone con apercibimiento de la fuerza pública la suspensión de todo procedimiento en la causa de herejía de la Pérez, y apela al concilio cuya convocación dice que hará hoy mismo!... ¡Pero veremos!... ¡Venga la fuerza!..., ¡nos veremos!... ¡Ese hombre no me conoce, señor Fiscal!

Sería empresa loca tratar de pintar con la pluma el rayo de júbilo que brilló en el ojo opaco del Fiscal al recibir la noticia de este incidente.

El Guardián siguió desfogándose y protestando que había de hacer y de acontecer antes que someterse a los avances injustificables del Virrey. El Fiscal, agachado sobre el papel que el Padre Andrés le había entregado hacia semblante de meditarlo, escuchando al mismo tiempo las erupciones del enojo de su amigo. Después que le dejó tiempo para desahogarse, y cuando creyó que debía estar ya agotada su rabia, tomó el Fiscal aire grave y juicioso: y afectando grande calma y grande razón en el tono de su voz, dijo:

  —109→  

-Permítame V. P. que disienta de ella en el modo de mirar este grave incidente.

-¿Cómo, doctor Estaca? -dijo sorprendido el fraile-, ¿usted no está conmigo en este asunto?

-No, señor: muy al contrario me felicito de lo que ocurre como de la complicación más feliz que podían recibir nuestros asuntos.

-¡Explíquese usted, amigo!, ¿cómo es posible que pueda usted mirar las cosas de ese modo?

-Pues las miro, señor Guardián: y tengo para ello razones que si bien no están ni pueden estar al alcance de todos, tienen para mí una solidez positiva, decisiva, efectiva, y tan eficaz como para fijarme a mí en ese modo de ver... ¡Apelar al Concilio!, ¿puede darse nada de más favorable? ¿De cuál lado van a estar los Obispos?, ¿del del Arzobispo y el Virrey?... ¡No, señor!, del nuestro; porque no son tontos para sancionar los avances de dos hombres como esos tan contrarios al espíritu de nuestra Iglesia. En el Concilio nosotros tenemos todo a ganar, nada a perder; y una vez que los humillemos allí, el Virrey tiene que retirarse de este teatro, señor Guardián, y el Arzobispo tiene que reducirse a ser lo que es una momia de impío metida en un cajón de   —110→   santo. Agregue V. P. a esto las seguridades que ya tenemos de que en la corte recibirán palo. ¿No sabe V. P. todo el efecto que han hecho allá mis memoriales?..., con ellos solos vamos a dar en tierra con el Faraón ¡señor Guardián!

-¡Pues yo no opino así! -dijo con energía el fraile: yo no consiento en suspender la prosecución de la causa y de tenérmelas tiesas con este potentado impío que día a día se jacta de haber humillado con sus bárbaros satélites al Vicario de Jesucristo.

-Calma, señor Guardián: ya recibirá el fruto: ¡hoy tenemos en el trono a un Rey Santo, Padre Andrés!... El señor don Felipe II no es el señor don Carlos: nuestro Rey actual hace de la Iglesia y de la Inquisición su principal columna, y no hay cosa que no se les acuerde ¡tempora mutantur! y estos espadachines de la antigua escuela se han olvidado de que hoy no tienen ya a su impío Patrón. ¿No hemos conseguido ya que se desentierre al impío monarca?, ¿no hemos visto al hijo mismo, al Grande Monarca actual de España, presidir y sustanciar el juicio de herejía que nuestro Santo Tribunal hizo al cadáver del Faraón, y poner de propio puño el cúmplase a la sentencia en que ese pestífero esqueleto de herejía   —111→   fue condenado a ser arrojado de la sepultura eclesiástica que había usurpado y yacer desparramado en el vilipendio del público camino?6 ¿Y si todo esto podemos allá, hemos de ser vencidos por un maniaco como ese Virrey que se figura andar todavía rompiendo lanzas por cuenta de la Herejía? ¡No, señor Guardián!, venga el Concilio; venga la apelación, y nuestro triunfo aunque más tardío será más imponente; será más definitivo, ¡y las llamas de la grasa de los herejes alumbrarán el júbilo de nuestros rostros! -dijo el Fiscal empinándose entusiasmado como si estuviese declamando desde el respaldar de sus sillones de baqueta.

-Aunque tengáis razón, doctor, yo no cedo: ceder sería darle un día de gusto a mis enemigos, y yo no quiero que lo tengan.

-Pues yo cedo, señor Guardián y opino contra V. P., suspendamos y remitámosnos al Concilio, y al mismo   —112→   tiempo ocurramos a la corte. No vaciléis -vamos, señor Guardián, a afrontar la ira efímera del Sátrapa gentil, que el triunfo definitivo es nuestro.

-¡Eso sí, doctor!, en cuanto a ir estoy pronto: excusarme sería mostrarle cobardía, y yo no rindo a ningún poder temporal las supremacías de mi carácter; esta corona me alza hasta los cielos, y nadie más arriba que yo! ¡Sí, señor: nadie!, ¡nadie!

-Eso es justo, Padre Guardián; pero entre la manera y el objeto hay grandes distancias, fortiter in re, suaviter in modo.

-¡Tenéis razón, doctor! -dijo el Guardián calmándose-, dejémosle precipitarse, tanto peor para él, ¡y pondremos de nuestro lado las apariencias!

-Sí, eso es: que sea él si es posible el que dé el escándalo; el que descargue su violencia; porque es el mar el que se fatiga de estrellarse contra la roca, no la roca la que se fatiga de resistir al mar.



  —113→  

ArribaAbajoCapítulo XXV

La opinión pública al través de una botica


Luego que don Bautista salió del convento de San Francisco se dirigió a su botica, cuya puerta abrió, y poniéndose un delantal de un aseo muy dudoso comenzó a despachar sus drogas haciendo a la vez de boticario y de médico consultor.

Dos o tres vecinos que venían de comulgar o de misa, viendo abierta la puerta de la botica, entraron, como lo tenían de costumbre, y tomando asiento del lado externo del mostrador, trabaron una nutrida conversación con el Boticario, que éste sostenía sin dejarse interrumpir ni por las consultas que evacuaba ni por las medicinas que pesaba y entregaba.

  —114→  

-Pues señor, es indudable -dijo uno de los viejos que allí estaba-, de que se ha suspendido hoy la Misa de Justificación.

-¿Y quién lo ha dicho?, preguntó don Bautista afectando mucha sorpresa.

-¡Oh!, lo tengo de buena letra: el Virrey ha intervenido y hace fuerza.

-¿Y cómo hace fuerza? -dijo otro viejo.

-Eso si que no lo sé: hace fuerza es lo que me ha dicho en la plaza ahora mismo el notario de la Curia, como si me dijese un arcano.

-¡Qué ha de hacer fuerza cuando es un muñeco y más viejo que yo! -agregó el mismo viejo sorbiendo una gruesa narigada de polvillo de Sevilla-, le habrán dicho a usted otra cosa, don Hermenegildo.

-¡No, señor! -les dijo don Bautista desde el mostrador, al mismo tiempo que entregaba un bálsamo fétido a una tapada, y que le decía-: tómelo usted tres veces al día -y siguió hablándole muy despacio. Los oyentes a su no señor, se quedaron pendientes de lo que quería decirles, porque don Bautista era hombre que piano piano había sabido dar una autoridad indisputable a sus palabras. Luego que acabó de entregar su droga repitió: «No, señor,   —115→   lo que le habrán dicho a usted es que el señor Virrey ha protestado la fuerza

-¡No tal! -dijo don Hermenegildo algo enfadado-, yo no soy ninguna mula, y lo que el notario me ha dicho es que el Virrey hace fuerza, y yo creí que lo que me quería decir era que se empeñaba por salvar a la hereje: cosa que no sería extraña tampoco pues bien alto se jacta de haber manoseado a su Santidad, como él dice, ¡y de eso a ser judío no sé que haya ni un palmo!

No bien había empezado don Hermenegildo a dar esta explicación cuando don Bautista se vio acometido de una tos perruna que parecía tenerlo en convulsiones sin dejarlo oír ni interrumpir a su amigo. Mas cuando éste concluyó le dijo sofocado todavía guturalmente por el acceso:

-En tal caso, quien es una mula, don Hermenegildo, es el notario que ha dicho semejante desatino.

-¡Y nada de extraño tiene el que lo sea!

-¡Ya!, ¡ya!, porque hacer fuerza quiere decir la intervención que el juez eclesiástico toma en una causa civil o la apropiación que se hace de la jurisdicción que no le corresponde; y lo que el notario le habrá dicho a usted   —116→   es que la Santísima Inquisición hacía fuerza y que se la han protestado ocurriendo a la Audiencia.

-¡Dios lo libre al notario de haber dicho semejante cosa! -dijo otro.

-¡Y a mí de atribuírsela! -agregó don Hermenegildo.

-¡Ah! -dijo con apuro don Bautista-, ni yo la digo ni se la atribuyo: lo que digo es que si no ha dicho eso es tan notario como yo.

-Mas bien pasará él por eso que por lo otro. ¡Pues iba bien si hubiese dicho que la Santísima Inquisición usurpaba autoridad!... No, señor: lo que me ha dicho es lo que yo digo: que el Virrey era el que usurpaba, y la prueba fue que me agregó que ya vería el Faraón...

-¡Chito, chito, amigo! -dijo don Bautista con autoridad-, aquí no quiero que se hable así de las autoridades: yo soy criado del señor Virrey y humilde servidor de la Santísima Inquisición: y, o los dos tienen razón siempre, o la tiene el que la tiene, sin que yo me meta a cavilar o resolver en eso, pues son cosas que las debe uno preguntar a su confesor y creer lo que él diga sin andar hablando como loros de una materia que no es para nuestra cabeza.

  —117→  

-Yo digo lo que me dijo el notario -dijo don Hermenegildo disculpándose.

- Pues amigo, usted no diga nada y crea lo que le diga su confesor: ya se lo he dicho.

-El hecho es -dijo otro- que en la plaza todo el mundo anda indignado con la suspensión de la misa justificada.

-Ya los he dicho a ustedes caballeros...

Al momento de decir esto don Bautista, una tapada entró gallardamente a la botica, y dirigiéndose derecho al oído del boticario por detrás del mostrador, habló con él en voz muy baja. Don Bautista le dijo: «Adelante», y ella pasó a los cuartos interiores.

-Ya les he dicho a ustedes, caballeros -repitió el Boticario-, que no quiero aquí semejante toma de conversación; y lo repito serio, porque no es permitido hacer perjuicio al prójimo por el gusto de charlar.

Los otros se quedaron callados por un rato, hasta que don Hermenegildo variando de conversación le dijo a don Bautista con alguna ironía: «¿Se olvida usted de la bella que lo aguarda, señor don Juan? Vaya usted no más, amigo, que nosotros nos quedaremos aquí cargando..., con el cuidado de la tienda».

  —118→  

-¡La bella!, ¡la bella!... ¡Ay amigo: yo miro a las bellas con un prisma que todo lo invierte!..., mis ojos no descubren sino párpados cerrados, caras afligidas, dolor y putrefacción; y acabáis de ver entrar a la mujer más desgraciada que hay en Lima. Si no fuera un Crimen destapar a las tapadas os horrorizaríais de lo que os podría mostrar en ella; lo mismo que en esta palomita -dijo tomándole la mano a otro tapada de cuerpo esbelto y fino que la alargaba sobre el mostrador con una monedita de plata pidiendo un medio de benjuí- no hace mucho que su padre -continuó diciendo el Boticario- era dueño de una inmensa fortuna, pero un pleito sobre una manda piadosa, caballeros...

-¡Qué mal leéis en vuestro almirez, don Bautista! -le dijo ella.

-¿Qué mal leo?, ¡hum!, ¡hum!, hizo el boticario con las narices, ¿leo muy mal, eh?, ¿queréis que os diga para quién son las pastillas que vais a hacer con este benjuí?... Son para ése cuyo nombre llevas al lado interior de esta sortija; y la tapada retiró con involuntaria rapidez la mano que hasta entonces había tenido extendida con descuido sobre el mostrador.

-¿Y queréis que yo os diga, señor boticario -dijo la   —119→   tapada con gran pique-, quién es la desgraciadísima señora que tenéis ahí adentro?

El Boticario abrió la boca y futo como un cadáver fijó sus ojos con angustia en su interlocutora. Medio cortado y con una manifiesta timidez le dijo: «¿y por qué queréis descubrirá esa infeliz?»

-¿Y porqué habláis vos de mí, aún cuando supierais quién soy? ¿Creíais que no tenía tu secreto, gazmoño?

-¡Bravo, flor de lirio! -dijo arrimándose a la moza uno de los vejetes que allí estaban-, ¿conque don Bautista es hombre de...?

-Usted tome su polvillo, señor don Julián, y antes de meterse en lo que hacen los demás averigüe quién entra en su casa después de usted por la noche y quién sale antes que usted al otro día; y diciendo estas agrias palabras le dio con la mano debajo del codo izquierdo, de modo que el viejo se metió en la boca la narigada de polvillo, y mientras tosía y renegaba ella se salió de la botica riéndose a carcajadas como se reían todos los demás que allí estaban.

-Tiempo hace que a usted lo esperan, señor don Bautista- volvió a al Boticario el viejo don Hermenegildo.

  —120→  

-Es cierto, señor don Hermenegildo; y la pobre necesita de mí, porque padece un mal atroz.

-El diablo que lo sepa, amigo -le dijo otro viejo-, usted tiene esa treta de sus remedios y sus consultas para cubrir sus viajecitos a las tierras del diablo; con que así, ¡vaya usted no más!

-¡Ya!, a mi edad, ¡hombre!, ¡y con mi cara!, ¡qué zoncera! -dijo don Bautista entrándose al otro cuarto y cerrando la puerta.

Pocos instantes después entró un cholo y no viendo al Boticario preguntó por él: le respondieron que estaba ocupado y se puso a esperarlo tranquilamente. Pero haría un momento apenas que estaba allí cuando entró otro cholo como siguiendo al primero y luego que lo vio le tomó por los hombros y le preguntó con grande interés, ¿dónde te han pegado?

-Aquí, en el casco de la cabeza.

-¿Con piedra?

-Creo que sí, porque me la han abierto.

-¿Quién te tiró?

-¿Cómo queréis que yo sepa si era tan grande el tumulto?

Avivado el interés de los amigos de don Bautista con   —121→   este extraño diálogo se levantaron y rodeando a los dos cholos les preguntaron lo que había habido.

-¡Un tumulto grande, señor! -respondió el herido descubriéndose la cabeza y mostrando una herida de piedra de la que corría aún bastante sangre.

-¿Dónde?

-En la plaza, señor.

Desde aquel tiempo hasta ahora muy pocos años, la plaza de Lima se cubría por las mañanas de toda clase de gentes. Los vendedores de los comestibles necesarios al alimento o al lujo de las familias venían a poner allí sus surtidos en paños o canastos extendidos por el suelo a la orilla de las cuatro veredas que la cuadraban.7 Como en aquel tiempo toda la semana era de días de misa y allí estaba la Catedral, todo el concurso de la Iglesia se desparramaba de paseo por la plaza, que servía así de mercado. Era allí el lugar del primer desayuno de las familias, el del primer saludo o la primer sonrisa de los amantes. Junto con la carne de puerco y las verduras,   —122→   se vendían los picantes adobados y otras mil manufacturas saturadas con el agí, que es el néctar todavía de los hijos de la vieja Lima. En las mismas mesas en que todo esto estaba a la vista del comprador, se hacía y se despachaba el mate y el mentado chocolate de apolobamba, que bebían con deleite en jícaras espumosas los alegres y matinales círculos de damas y caballeros que rodeaban las mesas, o puestos más acreditados, de aquella especie de café público tenido bajo el esmaltado pavimento del cielo luminoso del Perú.

El devoto y el disoluto, la beata y la currutaca, la esclava y la señora, la chola y la española, todas las clases en fin que poblaban a Lima, dedicaban un rato de la mañana al goce de esta feria de la plaza; así es que la escena era de suyo animada, bulliciosa, y tumultuosa también con mucha frecuencia.

Esta explicación era necesaria para que los lectores se formen una idea cibal de los sucesos a que hacía referencia el diálogo que en la botica trabaron los tertulianos de don Bautista con los cholos.

-¿En la plaza ha habido tumulto?, preguntaron los de la botica sorprendidos.

-Y tan grande, contestó uno de éstos, que si ustedes   —123→   salen a la puerta verán gente que va corriendo todavía: volaban más piedras que moscas alrededor de un alambique.

-¡Es cierto!, vengan ustedes -dijo don Hermenegildo-, y verán correr gente por aquellas cuadras.

-¿Y cuál ha sido la causa?

-A decir la verdad, yo no lo sé de un modo cierto: la gente decía que hoy iban a juzgar a una niña hereje en la catedral: los padres andaban alegres también con este triunfo de la religión, y todos nos íbamos entrando a la Iglesia. De repente oímos un alboroto hacia el lado del palacio8: fui a ver lo que era; pero el tumulto era tal que no pude llegar; me dijeron que el Padre Andrés, de San Francisco, había salido furioso del palacio; que al verlo hubiera gritado alguno ¡viva el Virrey! ¡abajo la Inquisición! El hecho es que indignada la gente con esto y con la noticia de que el Virrey había impedido el juicio de la culpable, se trabó una gritería espantosa y empezaron por tirar piedras a las ventanas del Palacio, acabando por tirarse unos a los otros en desorden; y me han herido... No sería esto nada; pero si me ven creerán   —124→   que he sido de los sediciosos, y quien sabe lo que me harán, señores.

-No quisiera, al menos, hallarme en tu pellejo -le dijo uno de los viejos-. Pero, aquí el dueño de la casa es don Bautista, y es el único que puede curarte y esconderte hasta que pase la bulla... Y vos, ¿por quién gritabais?

-Yo no gritaba por nadie, señor; ni sabía de lo que se trataba.

-¡Ah!, gritabas y tirabas por tu cuenta, ¿eh?

-A mí me parece, señor, que así no más lo hacían todos; porque cuando el señor Virrey salió con su palo a la plaza, todos se pusieron de su lado así es que tuvo que apalear a algunos de los mismos que lo seguían gritando ¡viva! porque les descubrió piedras en las manos: otros tontos corrieron de él, y los han tomado presos... Se me está desvaneciendo la cabeza -dijo el chola vacilando y se sentó descompuesto en un banco.

Don Hermenegildo se alarmó, fue a golpearlo a don Bautista gritándole:

-¡Amigo, aquí hay un herido!

-¿Un herido? -preguntó don Bautista de adentro.

-Un herido, sí, ¡señor!

-¡Ya voy, ya voy!...

  —125→  

Don Bautista estaba verdadera mente encerrado con la tapada, pues había tenido cuidado de torcer por dentro la llave de la puerta. Él estaba parado, y la mujer que estiba sentada enfrente de él era Mercedes. Ambos parecían estar satisfechos: sus rostros denotaban al menos, la consecución de sus deseos.

-¿Está usted seguro de que no me prende? -le preguntaba ella al boticario como si continuase un tenor de conversación anterior, al mismo tiempo que don Hermenegildo comenzaba a llamarlo por el herido.

-¡Te lo aseguro con mi cabeza!... ¿Un herido?... ¡Ya voy!, ¡ya voy, amigo! -gritaba don Bautista en voz alta, y agregaba en voz baja-: tápate bien: te aseguro que no piensa en eso por ahora: tiene esperanzas... ¡Ya voy, amigo don Hermenegildo!, ¡ya voy!..., tiene esperanzas el pícaro fraile de que yo gane de tal modo tu confianza, que te saque los papeles y el secreto de la muchacha, y que se lo entregue a él... ¡ya voy, amigo!, ¡ya voy!..., y mientras espera esto no te tocará ni en un pelo; ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, si supiera los años que hice que poseo los papeles, y lo cerca que lo tiene a su... ¡ya voy, amigo!..., ¿qué diría el grandísimo bellaco?..., ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡ja!... Bueno, Mercedes: por ahora no tienes   —126→   que tener cuidado: soy el confidente del fraile y ya te he prometido que te he de salvar en cuanto acabemos la obra: sígueme sirviendo como hasta aquí... Pronto he de tener noticias del Capitán9 y quedarás contenta: ya te he dicho que has de ser premiada con la riqueza, la seguridad y con la venganza sobre los opresores de tu patria y de tu familia: tenemos la misma causa, ¡Mercedes!, y en la pertinacia está el triunfo -agregó despacio don Bautista-, ¡tápate!..., y abrió apurado la puerta, diciendo: ¿qué hay, señores?, ¿quién es el herido?

-¡Es este muchacho, amigo!, ¡mire usted que arroja mucha sangre; y usted se ha hecho aguardar mucho!

-¡Cómo ha de ser!, ¡cómo ha de ser! -decía don Bautista al mismo tiempo que examinaba la herida del cholo.

Aprovechándose de la distracción que esto causaba un la botica, se escurría Mercedes con su paso más sutil; pero reparó en el herido, y retrocediendo vino al oído de don Bautista, y le dijo:

-Éste es Anacleto, el espía que me ha puesto el Padre Cirilo.

-¡Ah, majadera!, ¡majadera! -dijo fuerte don Bautista   —127→   dejando al herido-, ¡no hay como acabar contigo! -agregó dirigiéndose a un frasco del que sacó unas pastillas-, tu herida -dijo hablando con el cholo- no es gran cosa, ya te la voy a curar: y envolviendo las pastillas se las entregó a la tapada, diciéndole fuerte con el objeto de disimular: dale una o dos cuando os vaya a ver, y veréis como se enmienda, ¡celosa!..., ¡anda!, ¡anda!

-Detenedlo todo el tiempo que podáis -le dijo Mercedes despacio.

-¡Anda!, ¡anda! -agregó el boticario afectando enfado.

Y Mercedes se lanzó a la calle rápida como una mosca.

-La cosa ya pasa de castaño oscuro, ¡señor don Juan!, observó uno de los viejos. Si éstos no son amores, ¡que me corte el Diablo una oreja!

-¡Ya!, ¡ya!, ¡ya!..., se quedaría usted sin ella: un boticario amigo que algo sabe de alquimia, es un confidente íntimo al que nada se le puede ocultar.

-Sí, pero el cariño...

-El cariño en estos casos es una forma de la adulación. Nos hacen creer que nos quieren para que queramos y curemos con amor y con esmero. ¡Bajezas del corazón humano, amigo! ¡Bajezas!... Y Don Bautista   —128→   cortaba el pelo del cholo para limpiarle la herida y se preparaba a cubrirla con mi parche, cuando entró a la botica todo apurado un alcalde, y dirigiéndose al cholo sin ceremonia le dijo:

-¿Tú te llamas Anacleto?

-¡Sí señor! -respondió el cholo azorado.

-¡Ah grandísimo pícaro!, ¿conque ¡muera el Virrey!, eh?..., ¡ahora verás lo que es bueno, malévolo!..., ¡muera el Virrey!, ¡eh!..., ¡marcha!, ¡marcha! -le dijo y le dio un empujón hacia afuera, antes de que los circunstantes hubieran podido salir de su sorpresa.

Don Bautista se interpuso con firmeza y le dijo que ninguna autoridad de la tierra podía sacar de su casa un herido hasta que no estuviese curado.

-Es que este pícaro es el que ha promovido el tumulto.

-¡Yo no, señor!, ¡yo no señor!, ¡créamelo por esta cruz! -dijo el cholo cruzando sus dedos y bezándolos con ruido.

-¡A la cárcel!, ¡a la cárcel!

-¡No, señor! -repitió don Bautista: primero es curarlo.

-Pues, ¡despáchese usted pronto!

-Ni pronto ni despacio, señor Alcalde: el tiempo necesario   —129→   para curarlo. Y quisiera o no el Alcalde hubo de resignarse a esperar que estuviese curado el cholo para llevárselo preso por sedicioso.

No bien salieron los dos cuando los tertulianos de don Bautista empezaron a mostrar con sus gestos la profunda indignación que causaba en ellos la conducta del Virrey.

-Es de balde, señor, es de balde -decía uno de ellos golpeando el suelo con su báculo-. Saquear a Roma y tener preso...

-¡Caballeros!, ¡caballeros! -les dijo don Bautista-, ya ustedes ven que el señor Virrey manda en Lima... En cosas de Inquisición, ¡chitón!..., y en cosas de gobernación, ¡también chitón!..., y en cosas de alta razón, ¡también chitón!..., y en cosas de religión, ¡también chitón!... ¡chitón, y chitón, y chitón en todo por fin! El que se olvidó de esta parte esencial de la gramática española lleva mal pleito; porque, o lo empuja Caribdis para que caiga en Scila, o se espanta de Scila y va a hundirse en Caribdis -dijo el boticario alzando el cavernoso tiple de su voz a su más elocuente diapasón.

-Lo que yo le puedo asegurar a usted, señor don Bautista, es que Dios no ha de permitir que dure mucho semejante abominación. ¡Los hombres sin religión y sin   —130→   moral no han de medrar!... -dijo a la vez don Hermenegildo alzando el palo con rabia.

-Y los que se metan entre ellos y sus jueces han de ser apretados y machacados así -respondió don Bautista golpeando con calor su mortero, y haciendo estallar las cáscaras de adormidera y de canela que había en él.

-¡Hombre!, ¡ahí pasa don Anselmo!, y él ha de saber lo que ha habido -dijo apresurándose a salir uno de los circunstantes-. ¡Don Anselmo!, ¡don Anselmo! -gritó desde la puerta llamando a un hombre deporte decente que marchaba apresurado por la vereda de enfrente.

Don Anselmo contuvo su paso y viendo que lo llamaban de la botica, retrocedió y atravesando la calle entró a la botica.

-¡Hola, caballeros!, ¿qué se os ofrece?

-Aquí estamos, amigo, llenos de ansiedad: me dicen que ha habido gran tumulto en la plaza, ¿es cierto?

-¡Ciertísimo!..., ¡y cosa de bulto!

-Y, ¿con qué motivo, amigo don Anselmo?, preguntó don Hermenegildo acercándose con mucho interés.

El boticario, entre tanto, machacaba en su almirez sus cáscaras de adormidera y la canela como si tratara de llevar el compás en la narración de don Anselmo.

  —131→  

-¿Con qué motivo?... Pues, ¿qué no saben ustedes que el Virrey interpuso su autoridad suspendiendo la misa de justificación con que debía empezar la causa de la María Pérez?

-Algo nos han dicho de eso.

-Pues sí señor: ...anoche mismo despachó interdicción contra el Santo Oficio apelando al Concilio.

-¿Al Concilio?... -exclamaron todos sorprendidos.

-Al Concilio Peruano, ¡sí señores!, y puedo asegurarles a ustedes que no tardará una hora sin que salga el Bando de convocación.

-¿Qué nos dice usted, amigo?

-Lo que ustedes oyen: es una novedad de bulto... en el bando de convocación se les intima a los Obispos que se congreguen en el término de dos meses cuando más.

-Pues, señor -dijo don Hermenegildo-, siendo así, ¡vamos a tener grandes cosas en esta tierra! ... ¡grandes cosas!

-Así es que todo el mundo anda hoy alborotado.

-¡Naturalmente!, contestaron los oyentes llenos de animación con aquella apetitosa noticia.

-¿Y vendrán por supuesto, todos los Obispos del Virreinato?

  —132→  

-Todos, todos, desde el Arzobispo de Lima hasta el Obispo del Paraguay y de la Imperial, que están en los confines de la tierra.

-¡Magnífico espectáculo vamos a tener! -decían refregándose las manos.

-Sobre todo, la religión y la Iglesia van a tomar un lustre nuevo y a salir de dificultades -decía don Anselmo.

-¡Y bien! -dijo don Bautista soltando su mortero y cruzando los brazos-, ¿y qué razón había para que una cosa tan grande y tan importante como esa causase tumulto y heridas en la plaza?

-No, señor: eso provino de otra cosa.

-¿De cual?..., ¡veamos, veamos!, dijeron los circunstantes agrupándose alrededor del narrante.

-El pueblo se puso furioso de enojado cuando supo que el señor Virrey había lanzado interdicción sobre el Santo oficio en la causa de la Marica Pérez, porque la plaza estaba atestada de gente que había ido por asistir a la función. En esto, que todos estaban murmurando contra el Virrey, apareció en la plaza el R. P. Andrés acompañado del señor Fiscal Estaca y de dos familiares más, que según dijeron todos, iban a Palacio a reclamar de los procedimientos del señor Toledo: un inmenso   —133→   gentío se agrupó a los dos personajes, y se entró con ellos al patio del Palacio. Dicen que al poco rato se levantó adentro una gritería terrible- que el señor Virrey estaba como un león y que no estaba menos el Reverendo Padre Andrés: el hecho es, que este santo religioso abrió la puerta del salón y se salió; el doctor Estaca hizo cuanto pudo por calmarlo y por hacerlo entrar de nuevo; pero no pudo conseguir nada y se volvió al salón: el religioso a la plaza rojo como una grana: llevaba la vista tan ardiente, que parecía que tuviese fuego vivo en los ojos. Muchas personas lo rodearon queriendo tomar parte en su situación, y mostrarle, simpatías; pero él se desentendió con enojo de todos y atravesó con imperio el concurso en dirección a su convento.

-¡Es un grande hombre!..., ¡con ése no se ha de jugar!

-¡Don Hermenegildo!, ¡don Hermenegildo! -dijo don Bautista con tono de amonestación y golpeando fuerte en su mortero-, ¡en mi casa no me gustan esas cosas!

-Yo no sé lo que hubo entonces -continuó diciendo don Anselmo-, pero sí diré a ustedes que el alboroto empezó sin sabor como cerca de la puerta del palacio: la gente empezó a correr, y una gritería espantosa se alzó por toda la   —134→   plaza: casi a un mismo tiempo cayeron estrellados por un millón de piedras todos los vidrios de las ventanas del palacio. El señor Virrey, sin sombrero y como una furia, salió entonces a la plaza y seguido de tres o cuatro pajes, y empezó a dar palos con su bastón a diestro y siniestro poniendo en fuga a toda la gente baja que en su tropel nos arrastró a todos. Vinieron después los Alcaldes de la Hermandad; y en fin, amigo, aquello ha sido una Babilonia.

Siguieron conversando sobre los detalles de los sucesos, y no pasó largo rato sin que se oyese una llamada de clarines y tambores que se tocaba a las puertas del Ayuntamiento.

-¡Ya llaman al Bando! -dijo apurado don Anselmo-. ¡Voy a vestirme! -repitió-, porque tengo que acompañar al de primer voto.

Y despidiose de los tertulianos, yéndose deprisa por su camino, mientras que ellos se iban también muy animados a la plaza para gozar del espectáculo del Bando. Don Bautista, luego que se quedó solo, cerró tranquilamente su ventana, y tomando su capa y su sombrero, echó la llave a su puerta y se dirigió al convento de San Francisco con un porte lleno de humildad y de modestia.



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