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ArribaAbajoCapítulo XXXIII

La novena y la timbirimba


Eran como las seis de la tarde: hora en que las ciudades meridionales de América cobran una vivísima animación con el movimiento de las gentes que transitan por sus calles. Mientras los unos iban cargados con sus instrumentos de trabajo o con los productos de su labor buscando el descanso con aquel contento que inspira el cese de las tareas del día, mil otros sacudiendo la laxitud del ocio salían a gozar de esa atmósfera fresca y apacible que a la caída del sol viene de los campos, y que no pocas veces se difunde con el crepúsculo impregnando cuadras enteras con el aroma de la mosqueta y del azahar.

El que haya recorrido en algunas tardes del otoño o de la primavera las calles de Lima o de Buenos Aires, de   —275→   Santiago de Chile o de la bella Córdoba del Tucumán que son como quien dice, los bordes floridos del rico lecho en que los Andes asientan sus majestades, sabe bien que la más fecunda fantasía fuera escasa si quisiese describir los encantos de aquesta realidad.

El mercantilismo prosaico que hoy reedifica nuestras ciudades a su modo, nos priva poco a poco de las obras de la naturaleza por las fábricas de la industria, modulando nuestra vida social a otros modos de ser próspera y feliz. Día a día desaparecen nuestras huertas21 Y con ellas, los naranjos y la madreselva, que desde el fondo de nuestras casas perfumaban nuestras calles, ceden su lugar a los largos almacenes en que se depositan las pipas de Oporto y los sacos de fariña.

Antes... ¡Oh! ¡Antes era otra cosa! En vez de esas cuevas de la fiebre mercantil que a vuestro paso por las veredas os abren sus bocas negras y profundas, teníais ventanas hermosas voladas como galerías, y portadas llenas de luz en donde desplegaban su donaire las muchachas sencillas y picantes del viejo tiempo; las muchachas aquellas   —276→   candorosas como sus blancos vestidos de muselina, vivaces como sus rebozos encarnados de bayeta; y que con su tez de tórtolas, sus ojos de fuego, y sus trenzas de ébano se parecían en su farniente a las flores aquellas de la tarde que pasan marchitas el día, para abrir su seno apasionado a la primera gota del rocío que baja con el resplandor plateado de las estrellas.

Enemigo de la paradoja en todo, me guardaré muy bien de decir que la vida del vergel sea preferible a la vida de la ópera y de la bolsa; que una huerta ocupada por naranjos y por mosquetas lo sea a un palacio de vastos salones, brillantes de papel y de pinturas; que el perfume de esas plantas entre cuyos troncos jugueteábamos en nuestra niñez sea más delicioso que el que derraman hoy nuestras paquetas al mover los pliegues de sus lujosos trajes de damasco y de terciopelo. ¡Dios me libre de herejías!

Pero, ¿cómo negar que aquello era también muy bello, y que la infancia de los pueblos por su misma proximidad a la naturaleza está dotada de ciertas gracias que son, como el candor de los niños, imposible de ser reproducidas por el arte en lo que su ingenuidad peculiar les da de puro y de inocente?

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Como quiera que ello sea, en el viejo tiempo que pasaban los hechos que narro, Lima era una ciudad salpicada de huertas, en donde el plátano y el floripondio entrelazaban sus lozanos gajos mecidos por la brisa refrigerante que baja el valle desde la región de las nieves. Esa ciudad en que hoy como en Roma, hay barrios enteros abandonados y en ruinas por las que vagan las sombras de su antigua grandeza y que no pocas veces han servido de asilo a partidas de ladrones y de negros fugitivos, estaba entonces fresca. Era esclava en verdad de sus inquisidores y de sus virreyes, pero era joven y los ardores de su edad iluminaban su semblante vivaz con el fuego y la coquetería de las primeras pasiones de la vida.

La religión misma con sus procesiones y con sus magníficos Te Deums, con sus novenas y las otras exhibiciones majestuosas de los prestigios del lujo y del aparato material, de que el catolicismo es tan profuso, servía en Lima de un perpetuo espectáculo en el que se hermanaba maravillosamente lo devoto con todos los demás incidentes de intriga y de pasión que se anudan y se desatan en los centros de aquel arte y de aquellas pompas que hablan a los sentidos. El culto estaba modelado a las exigencias de una sociedad nueva y petulante, que había   —278→   nacido de las manos de aventureros y de bandidos del día antes, convertidos el día después, por un golpe de fortuna tan inesperado como sorprendente, en grandes hombres de estado y de guerra, en príncipes de la magistratura y de la Iglesia; de una sociedad en que las grandes fortunas eran nuevas y reposaban todavía sobre las basas de la violencia y de la rapiña, de la guerra y del despojo, del asesinato y del juego, sobre que la habían vaciado los Pizarros y los Almagros, los Carbajales y los Centenos; en la que la voz de los Las Casas era imperceptible porque la de los Valverdes rugía como el trueno y el huracán.

Incansable para el placer y dotado de tesoros inagotables de vivacidad y de alegría, el pueblo de Lima necesitaba vivir a la luz y al aire como los pueblos tropicales. Templados sus sentidos al calor del sol y por los reflejos del prisma que le enviaban las nieves cristalinas de la cordillera, jamás se habían endurecido con el espectáculo de las tinieblas que hacen ceñudo y torbo el clima de los países que se retiran hacia el polo. Así es que si bien era aquel un pueblo sordo a las profundas elucubraciones del misticismo, era, en recompensa, artista por excelencia, diáfano por naturaleza, y adoraba el prestigio sensual   —279→   dejando correr su vida, ya fácil, ya apasionado, al impulso de sus impresiones del momento.

Las pasiones fueron pocas veces turbulentas en Lima; porque ella cifraba entonces su nombradía en el ojo renegrido de las mujeres, y en las magníficas pestañas que concentrando el fuego de sus miradas, les dieron aquella vivacidad especial que las hizo tipo en su género. La Limeña de raza, La María, era el ideal de la mujer americana, como la inglesa de raza, la Esther, con sus rulos de oro tendidos por su cuello de cisne, y con el lánguido mirar de sus ojos color cielo, es, cuando se pasea por las ruinas de Roma o por los espléndidos monumentos del arte florentino, el ideal de la mujer europea.22

Este pueblo, del que acabo de hacer un bosquejo bien pálido en verdad para lo que él era, hormigueaba por las calles de la ciudad a las seis y media en aquella tarde como lo dije al principiar. Llamaba la atención, el gran número de mujeres vestidas de negro que afluían por las calles adyacentes al templo de la Merced. No iban de tapadas porque a esa hora ya no se debía andar de saya.

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Pero el traje que llevaban era tan propio para guardar el incógnito como el que habían dejado: se componía de una basquiña negra de seda, y de un manto ancho y largo de la misma tela y del mismo color puesto sobre la frente, cuyos dos extremos caían por delante hasta los pies, cubriendo el cuerpo por detrás hasta más abajo de la cintura; y como todas lo llevaban prendidos sobre la barba tapando el rostro, eran idénticas las unas a las otras, y era imposible reconocer a ésta o aquélla en medio de la multitud que afluía como hemos dicho.

En Lima no había entonces día del año en que no se hiciese alguna novena en algunas de las numerosas Iglesias que ya tenía la ciudad; y estas novenas atraían una multitud tal de gentes, que los templos quedaban materialmente atestados.

En la iglesia de la Merced que era la de la concurrencia en aquella noche, había un altar solitario y oscuro entrando hacia la izquierda, que estaba separado de la nave por una barandilla de hierro: era el altar del Buen Pastor.

Hacía tiempo que don Bautista se había introducido en la Iglesia y que pasando al otro lado de la barandilla se había medio acurrucado, entre las molduras del dicho   —281→   altar con un grueso rosario en las manos, el buen viejo fingía rezar con una devoción ejemplar: bien está quede cuando en cuando echaba a su alrededor miradas fugaces que parecían llenas de ansiedad.

Cercana a él había venido a hincarse una mujer cubierta con su manto como las demás, y que a medida que la entrada de nuevas gentes la hacía menos visible daba hacia la barandilla algunos pasos (si puede llamarse así el movimiento disimulado que hacía con las rodillas) y se acercaba poco a poco a don Bautista. Cuando el sacerdote que debía llevar la voz en la novena comenzó a recitarla desde el púlpito, y se alzó el conjunto de las voces de los fieles repitiendo, la mujer estaba ya pegada a la barandilla, y al favor del ruido dijo brevemente al boticario:

-Acérquese usted aquí.

Don Bautista se hizo el sordo, y poniendo mayor contrición en su semblante y en su voz, rezó con más fervor.

-¡Acérquese, don Bautista! -le repitió ella otra vez. El boticario miró con enfado y en tono de reconvención, le respondió:

-¡Señora, déjeme usted orar tranquilo y pensar en Dios!

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-¿Y en Nápoles?

-¡Eso siempre! -dijo el boticario con una mirada feroz que apagó luego, y vino con disimulo a ponerse junto a la barandilla.

-¿Mercedes? -dijo.

-¡Sí!

-Pues habéis hecho muy mal, porque no solo estáis vigilada, sino que yo quería hablar con Mateo; no es lo mismo que tú le digas lo que me oigas, que el que él mismo me lo hubiese oído.

-¿Y qué quería usted que yo hiciese, si a él lo era imposible venir?

-¿Y por qué?

-Porque el padre Sinforoso tiene encargo probablemente de no perderlo de vista, y Mateo ha creído que él estaba más expuesto que yo; yo puedo confundirme entre la multitud, y él no.

-Si él está también vigilado, quiere decir que el riesgo apura, Mercedes, y que no tenemos tiempo que perder: el padre Andrés parece que nos tiene el rastro...

-¡Siempre me lo temí! -dijo Mercedes con cierta melancolía.

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-¡No hay que desmayar! La Esther es un episodio inédito de los Viajes por Italia, de nuestro compatriota y amigo el doctor Cané, trazado con lujo y a grandes rasgos sobre los artistas y poetas florentinos. Veremos de quién es el éxito; tenemos también como escaparle.

-¡Ojalá!... ¿Salvando a Mariquita?

-Toda nuestra esperanza, hija, es el joven inglés que la ama; si él no la salva perecerá, y si él perece nosotros...

-¡También! Bien sabido lo tengo.

-¡Pues ánimo entonces! ¿Qué te ha dicho Mateo?

-Que no podrá moverse de Lima, sin llevar consigo al padre Sinforoso.

-¡Imposible! ¿No ves que tiene que traerme seis u ocho de los amigos disfrazados de negros?

-Me ha dicho que está comprometido a ir con el padre: que no puede desprenderse de él: que engañarlo sería despertar la alarma del Padre Cirilo y atraerse un riesgo peor. Pero me ha encarecido mucho que os diga que no tengáis cuidado: que aunque salga con el padre, ya él tiene arreglado un medio de alejarlo, sin dejarle motivo alguno de sospecha.

-¿Y cuál?

-No ha tenido tiempo de decírmelo.

-Pues por eso mismo yo hubiera querido verle; no es mi costumbre obrar sobre lo que no sé.

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-Mateo me ha dicho que os ruegue que tengáis confianza en él, y que alejará al padre de un modo eficaz.

El boticario se quedó reflexionando, y después de un rato, dijo:

-¡No hay remedio! Es preciso resignarse: mira Mercedes -toma estos papeles- son los permisos en toda regla para introducir ocho negros esclavos y bozales; dile que no aventure más; toma este barrilito de betún, que les haga teñir bien las caras, y que traiga inmediatamente a los más alentados y vigorosos: es preciso que procure volver mañana a media noche; que excuse las rondas con cuidado, y que toque en mi puerta el cordón secreto de la campanilla que tú sabes.

-¿Nada más?

-Nada más.

-¿Y yo?

-Tú debes ponerte en camino inmediatamente para Chorrillos, para embarcarte en primera ocasión, porque hay un buque amigo en la costa.

-No: yo estaré con usted hasta el último, y seguiré la suerte de los demás: me falta ánimo para ir sola hasta allá.

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-Haz lo que gustes, pues ya ves que es imposible ir acompañada.

-Bien: ya rezan las letanías; me voy al centro de la nave.

-Y yo al altar.

Se separaron en efeto; y confundidos algunos minutos después entro el gentío que salía de la novena, el boticario se fue a su botica y la chola a su cuartejo.

No fue chica la sorpresa que esta pobre tuvo, cuando empujando su puerta y entrando se encontró adentro con el padre Sinforoso, sentado mano a mano con Mateo, delante un buen jarro de pulque o chicha de tunas, muy usada entonces en todo el Perú.

-¡Cáspita, cholo! -le dijo a Mateo el padre, cuando vio entrar a Mercedes-, ¿tienes también pareja?...

-¡Eh!... Es como mi hermana.

-Pues échala al momento; porque yo no gusto ni de la idea del pecado.

-¡Mercedes, vete! -dijo el cholo con autoridad.

-¿Y por qué? -dijo ella.

-¡Porque yo lo mando! -dijo el fraile.

-¡Vete, Mercedes! -agregó Mateo-. Su Paternidad me honra con su compaña, y no quiero que le contraríes.

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-Y...

-¡Vete, Mercedes! No quiero saber nada: ¡vete!

Mercedes comprendió que el cholo estaba representando alguna comedia, enredando alguna intriga, y se salió.

-¡Caramba! -dijo el cholo rascándose la cabeza-, ¿dónde irá a dormir la infeliz?... ¡Mercedes! ¡Mercedes! -gritó.

La chola volvió a asomar su cabeza por la puerta y dijo:

-¿Qué quieres?

-¡Espérate un momento en la vereda!

Y la chola desapareció otra vez cerrando la puerta.

-Me viene una famosa idea -dijo Mateo cuando se quedaron solos-, yo no puedo hacer que la pobre Mercedes duerma en la calle: el cuarto es de ella, porque ella es la que trabaja. Pero estoy convidado hoy a una timbirimba de monte donde se ha de apuntar fuerte, y si V. P. tiene algunos pesos...

-¿Es de gente honrada?

-¡Por supuesto!

-¡No! -dijo el padre después de haber reflexionado-, no me gusta el juego.

-Bueno padre -le respondió Mateo-, yo me voy allá entonces, porque a mí me gusta y mis amigos me esperan...   —287→   yo quería que pasásemos juntos la noche..., pero...

-¡Mira, hombre! Pasémosla aquí: ¡es mejor!

-No, padre: ¡yo me voy! -dijo Mateo resuelto-. Pero si V. P. quiere puede quedarse.

-Que se quede el diablo, cholo de mi... -dijo el padre levantándose de mal humor.

-Eso no es justo: cada uno tiene sus gustos, y entre compañeros...

-Yo iré; pero te advierto que no juego.

-Si es por falta de plata, yo le puedo prestar a S. P. porque como hemos de viajar juntos, me podría abonar de la limosna que recoja, o de lo mismo que gane si le sopla la suerte.

-Bien, ¡vamos!

-Vamos.

Y ambos salieron a la calle. Mercedes estaba sentada en la vereda, y cuando vio salir a Mateo con intención de alejarse, movida del deseo de participarle lo que le había encargado don Bautista con tanta urgencia, le dijo:

-Mateo, oye una palabra.

-¡No estoy para reconvenciones! -le respondió él en   —288→   voz alta; y dirigiéndose despacio al fraile le dijo-. Ésta quiere impedirme que vaya a jugar.

-¡Ya! -le contestó él; ¡si juegas lo suyo no es extraño!

-¡Mateo! -volvió a decir Mercedes.

-¡No sé nada! -le repitió él continuando su camino con el padre.

Y como Mercedes comprendiera entonces que Mateo tenía, para obrar así, sus motivos bien fundados; se metió en su cuarto y cerró su puerta.

Ahora, pues, para hacer conocer esos motivos, es preciso que hagamos retrogradar de unas cuantas horas a nuestros lectores.

Cuando Mateo se convenció de que el Padre Sinforoso tenía encargo de no perderlo de vista, reflexionó que si se excusaba de él, avivaría las alarmas de sus espiones y se ponía en mayor riesgo. Para salvar, pues, su situación, mandó a uno de los pobres diablos que estaban con él en la esquina de la plaza, prometiéndole algún cuartillo, a que le llamase a un cierto aparcero suyo, borrachón habitual, peleador fanfarrón y bullicioso, jugador insolente, y en fin, hombre de taberna consumado.

La diligencia debió ser bien hecha en efecto, porque una media hora después, venía el dicho nene atravesando   —289→   la plaza en busca de Mateo, que tenía fama de hombre aviado entre la plebe y los pillos de Lima.

El recién venido era un hombre de estatura mediana, ancho de espaldas, de carrillos carnudos, pero flojos y caídos, lleno el cutis de la cara de manchas rojas y de granos; y los ojos saltones, lagrimosos, ribeteados de punzó, revelaban bien las damajuanas de aguardiente que andaban circulando por todo su cuerpo. Venía sucio y desastrado, pero siempre con el aire fanfarrón y de perdonavidas que le era ya habitual.

Mateo se dejó estar sentado al borde de la esquina, sin levantar siquiera la vista, ni mostrar el menor interés.

-¿Me has llamado?

-Sí.

-¿Para ganar algo?

-Sí.

-¿Y bien?

-Espérame en la timbirimba23 del Gato.24

-¿Y bien?

-Haz de asustar a un fraile que irá conmigo.

-¿Y bien?

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-Sin dejarlo salir de allí, hasta que yo me enoje y lo proteja contra ti.

-¿Y bien?

-Allá te diré lo demás.

-¿Y bien?

-¿Y bien qué? -dijo Mateo enfadado.

-¡C... jo!, ¿y la paga, que es lo principal? ¿Pues qué, así no más, me voy yo a meter con un fraile, para que me trajinen en la inquisición?... ¡La p... erra!

-¿La paga?...

-¡Sí!... La paga.

-Te daré dos onzas -dijo Mateo bajando mucho la voz.

-¡C... jo! Si no vas con tu fraile o no me cumples, te parto por medio desde la cabeza hasta el... Porque estoy más pobre que un murciélago.

-¡Va, va, va! ¡Maula!... ¡Lárguese por su camino, bien pronto! -le dijo Mateo alzando la voz e incorporándose con aire de amenaza.

-¡Mira! -le dijo él-, ¡si no lo hicieses de broma... te...!

-¡Qué broma, ni qué infierno! ¡Salga de aquí! -y el cholo le pegó un empujón.

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-¡Da las gracias de que es broma, que si no!... -le repitió el matón retirándose, mientras Mateo lo chuleaba por detrás.

-¡Váyase usted a pasear! -le dijo el cholo dándole la espalda, y volviéndose a sentar.

Cuando Mateo se empeñaba tanto, pues, en sacar al padre Sinforoso del cuarto de Mercedes para llevárselo a la timbirimba del Gato, contaba con que esta intriga, en que el matón debía jugar el primer papel, le daría tiempo para escabullirse por un rato del espionaje del padre, y volver a recibir de Mercedes las órdenes del boticario.

Mateo, llevó en efecto, al padre Sinforoso por entre algunas callejuelas excusadas, oscuras y sucias, hasta una puertecita muy pequeña, en la que golpeó repetidas veces con cautela. Un indio viejo sacó al momento su cabeza por la endija; y habiéndose dado a conocer el cholo, les franqueó la entrada. Atravesaron un patio lleno de barro, que más bien parecía un corral, dirigiéndose a una pieza situada en el fondo, cuya puerta estaba cerrada: Mateo la abrió; y de cierto que merece ser descrito con alguna menudencia, el aspecto interior que ella ofrecía.

Era una sala cuadrilonga, de paredes sucias, húmedas y oscuras: ocupaba todo el centro, de uno o otro extremo,   —292→   una gran mesa de madera ordinaria, cubierta con una carpeta de bayeta encarnada; y a su alderredor estaban agrupados cuarenta o más individuos, cuyos trajes y fisonomías, eran fieles testimonios de la vida relajada que llevaban. Dos o tres luces, que, puestas sobre la mesa, parecían al entrar faroles lejanos en una noche de gruesa neblina (tanto era el humo de cigarro que oscurecía la pieza) eran las únicas luces que allí había.

Al sentir que abrían la puerta, todos los asistentes dirigieron hacia ella sus miradas, entreabriendo sus bocas, y poniéndose las manos en los ojos para poder distinguir quien entraba.

-¡Ah!... ¡Es Mateo! -dijeron tranquilizándose todos.

-¡Viva Mateo! ¡Venga acá Mateo! -repetían algunos.

-¡Que tome la banca Mateo! -decían otros-. Es el mejor tallador, porque es siempre el más rico y no anda nunca con porquerías.

El mitón que oyó abrir la puerta, distinguió antes que los demás a Mateo, pues estaba advertido, como ya sabemos: fingiéndose alarmado con el temor de que aquella fuese alguna invasión de la hermandad25 saltó desde el borde de la mesa como un león, y sacando del seno   —293→   una enorme daga, vino ciego a levantarla sobre los que entraban, y echó garra a la capucha del fraile por debajo de la barba.

El padre reverendo se quedó aterrado; y ya iba a arrodillarse delante de su agresor, extendiendo sus manos suplicantes, cuando Mateo desació con fuerza al matón, y tomando posición entre él y el fraile, le dijo:

-¿No ve usted que viene conmigo?

-¡Y aunque venga con el diablo! ¿Y si es un espía?

-¿No ve usted que es un padre?

-¿Y qué me importa a mí que tú lo digas, chino del c...?

-¿Cómo es eso? -dijo Mateo envolviéndose las mangas, como si fuese a pelear, y sacando su cuchillo, agregó-. ¡Te guardarás bien, borrachón indecente, de tocar a un pelo de este padre!

Entretanto, esta reyerta inesperada, había causado un alboroto extraordinario: todos gritaban ¡paz! ¡orden! y los unos se esforzaban en contener al matón, mientras los otros trabajaban por calmar a Mateo.

-¡Bueno, señores! -gritaba el primero-. Yo cedo; pero que ese hombre vestido de fraile salga de aquí al instante; ¡c...!

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-¡Eso sí que no! -gritaba Mateo-. ¡El padre no se moverá de mi lado!... ¡Por malas, nadie consigue nada de mí!

-¡Señor don Mateo! -decía el fraile aterrado y suplicante-, ¡yo me voy a retirar! ¡Es mejor que me retire!

-¡No, padre!... ¡Sería una vergüenza para mí! -gritaba el cholo con toda la exageración de la rabia-. ¡Señores! -exclamó, dirigiéndose a los demás-. ¡Esto es un oprobio! ¿De cuándo acá se ha viciado así esta casa? Yo había invitado a este buen padre a pasar un rato de tertulia tranquila y divertida, ¡y me pasa semejante cosa!...

-¡Silencio, por Dios! ¡Orden! -gritaban los demás; porque el matón seguía torciéndose entre los que lo agarraban por avanzar a Mateo.

El fraile entretanto quería escabullirse; pero no podía, porque al favor de la confusión del primer momento, el fanfarrón se había ganado el lado de la puerta, echando hacia adentro a Mateo.

Este a fuerza de gritos logró obtener un poco de silencio, y dijo dirigiéndose al matón:

-González, quiero proponerte una cosa en obsequio de la paz y del crédito de la casa.

-¡Convenido! -dijo González escondiéndose la daga en el pecho.

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Serenado un tanto aquello, los jugadores rodearon de nuevo la mesa para restablecer su juego, y Mateo tomó de la mano a González y lo llevó a un rincón.

-¡Has estado muy bruto! -le dijo.

-¿Cómo es eso? ¿No me dijiste que lo asustara?

-¡Pero no con puñal, ni tanto!

-Pues si se trataba de asustarlo, el bruto eres tú; ¡porque lo más es lo mejor! Lo que hay es, ¡que ya me querrás negarla paga con ese pretexto...!

-Tan no es eso, que aquí tienes las dos onzas; pero no era eso lo tratado, yo te las prometí para que no lo dejases salir de aquí; y no para que no lo dejases entrar.

-¡Es verdad!..., pero en fin, eso se compone dándome tú dos reales más.

-Por dados.

-Bien, lo que tú quieres ahora es, que no lo deje salir ¿no es eso?

-Eso mismo.

-Pues te prometo constituírmele en centinela de vista, y voy a cambiar de tono; seré con él más amable que un palomo.

-Sí, pero es preciso que te conserve miedo; porque   —296→   mañana me tienes que hacer otro servicio, que te pagaré mejor todavía.

-¿Cuál?

-Este padre se ha empeñado en que...

-¡Mira que se nos escapa! -dijo González interrumpiendo a Mateo.

El Padre en efecto, cuando creyó que nadie lo apercibía, por ver a todos contraídos a la carpeta, y al matón en animada conferencia con Mateo, rozando las paredes y con la mayor cautela, se había acercado a la puerta: y ya levantaba el picaporte para escabullirse, cuando González lo apercibió, y diciéndoselo a Mateo, vino lleno de solicitud hacia el Padre, que se quedó tiritando al verlo.

-¡Padre! -le dijo-, yo estaba en un error. Creí que V. R. era algún espía disfrazado, y como en ese caso ya no había más remedio que morir o matar... yo.

-¿Me iba usted a matar, hombre?...

-En el primer impulso... así... atolondrado.

-Y borracho..., ¡que es lo peor! -dijo Mateo.

-¡Mira, cholo!, ya hemos hecho las paces; ¡y no me insultes!, porque si no...

-¡Por supuesto!, ¡por supuesto!, se apuró a decir el Padre: ¡Mateo hace muy mal!

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-¿No es verdad que sí, Padre?

-¡Sí, señor!, ¡sí, señor!, ¡hace muy mal!

-¡No es verdad que yo no estoy borracho, Padre!

-¡Qué disparate, señor!... está usted... fresco...

-¡No! Eso no. ¡Tengo un calor...!

-¡Bien!... Eso es por la disputa.

-Mire, Padre, es preciso que seamos amigos, y que me perdone mi aturdimiento.

-¡Por perdonado, señor!... Y si usted me lo permite, voy a retirarme lleno de gusto de haber conocido a usted.

-¡No, Padre! No lo permito: ahora verá como soy el mejor camarada del mundo: acérquese a la mesa y diviértase.

-Señor, si yo no me divierto...

-¡Qué no se ha de divertir S. R.!... ¡A ver caballeros! ¡La Banca para el Padre: en una mesa en que hay un Padre nadie sino él debe tallar, de preferencia a todos!... ¡Yo lo digo!

-Señor, yo no.

-¡No, señor! Sería una falta de respeto; ¡y yo no la permito!... ¡No hable ni una palabra más, Padre, porque me enojo!

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-¡Vaya, señor!... Si usted lo quiere... -agregó el Padre en el estado de ánimo más triste que es posible concebir.

-Señores, ¡banca nueva! -dijo González: el Padre va a tallar.

-Bueno -dijo uno de los asistentes-, pero devuélveme antes la parada de tres pesos que te alzaste cuando la bulla... yo la gané.

González se hizo el desentendido, y llevando al Padre por el brazo a la silla del tallador26 -repetía-. El Padre nos va a tallar.

-¡Che, González! -le repetía el otro siguiéndolo por detrás-. Devuélveme la parada de tres pesos que me alzaste cuando la bulla.

-¿Quieres irte al infierno, y dejarme de jo... robar?

-¡Bueno!... Yo haré lo mismo si ganas -le dijo el otro.

-Veremos.

-¡Pues lo verás!... ¿O me tomas también por fraile? -le respondió el otro volviéndose a su lugar.

El Padre Sinforoso se instalaba entre tanto en la alta silla del tallador, que estaba en una de las cabeceras   —299→   de la mesa, delante de cuatro o seis naipes puestos allí.

-Es preciso que sea generoso, Padre; y que se gane V. R. la popularidad de toda esta runfla de canallas -le dijo despacio González.

-¿Y cómo, señor? -le preguntó el Padre sin poder disimular el cruel abatimiento en que tenía su alma.

-¡Va! -le respondió el matón-. ¡Poniendo una buena banca!

-Pondré seis onzas, ¿no?

-¡Ponga usted el doble, hombre!

-¡Pero si no traigo más, señor González!

-¡No sea usted inocente, hombre! ¿No es Mateo quien lo ha traído a V. R. aquí?

-¡Sí, señor!

-Pues que él contribuya con la otra mitad; porque no han de ser todas flores. Ahora lo verá V. R. ¡Mateo! Ven acá: suminístrale seis onzas aquí al Padre para que la banca sea de doce.

El cholo sacó al instante la suma mencionada y se la puso al Padre por delante.

-¡La p... erra, digo! -exclamó González-, ¡éste sí que sabe la Biblia! Jamás deja de tener plata como un minero!... ¡Qué no diera por saber cuál es la huaca que has   —300→   encontrado! En fin, Padre, baraje y talle -agregó dirigiéndose al fraile.

El Padre empezó en efecto a barajar, y extendió después por delante nueve cartas, en columnas cerradas de a tres de fondo.

-¡Ah, lindo! -dijo González con zonga-, se estaba haciendo el chiquito; y el diablo me lleve, siempre que ésta sea la primera zorra que pela.

Los jugadores en cuanto vieron las cartas, comenzaron a poner sus paradas al lado de las que elegían para jugar, gritando el uno ¡A la zota!... ¡Al rey!, el otro ¡Al caballo!, aquel... ¡Al tres!, este...

Mateo entretanto se había escabullido, y tomando la calle por suya, iba materialmente corriendo al cuarto de Mercedes.

E;sta lo abrió la puerta, e impuesta brevemente del buen éxito de las astucias del cholo, le dio los papeles y las instrucciones de don Bautista.

-¿Es decir, que tengo que salir de madrugada?

-Me ha dicho que es indispensable: ¡que es urgentísimo!

-¡Pues lo haré! ¿Y estos papeles?

-Son una licencia en regla para que puedas conducir   —301→   ocho negros bozales: mostrándolos a la ronda en caso que la encuentres, te dejarán pasar sin más averiguación.

-¡Bravo!... Entonces, es necesario que vengas tú a la timbirimba del Gato; después que yo entre, harás llamar a González, y le dirás que mañana a eso de las diez me espere sin falta en el tambo de Untcha, donde le daré tres onzas, y que se ponga ahora mismo en camino: que cuando yo llegue allí, si va conmigo el Padre Sinforoso, se nos junte él y diga que quiere ir con nosotros, y que me siga, sin hacer fanfarronadas ni asustar más al padre. Yo me vuelvo corriendo, para que éste no me eche de menos ni sospeche.

Y Mateo se volvió deprisa en efecto. Cuando entró, el Padre seguía tallando resignado a la triste suerte que le habían impuesto las órdenes de sus superiores. En ese mismo momento, González ganaba una parada de diez o doce pesos; pero al recogerla, aquel otro que pretendía que González le había sustraído tres pesos; se lo adelantó y puso la mano sobre la plata para arrebatar la parte suya. Mas pronto que el rayo sacó el matón su puñal y lo dirigió de punta sobre la mano del otro jugador: éste pudo retirarla con la misma presteza también,   —302→   y dando el puñal su violentísimo golpe sobre las duras monedas de plata, se partió.

Hubo de nuevo gran bulla y confusión: gritos y trompadas por salvar cada uno su parada. El Padre recogió su banca con un tino admirable, y saltando de su silla, se puso en salvo en un rincón. Mateo se apoderó de González; y diciéndole brevemente al oído: «Obedéceme y habla afuera con Mercedes» empezó a darle voces.

-¡Vaya usted afuera, so pícaro! ¡Afuera! ¡Es una infamia admitir entre gentes pacíficas, a hombres así! ¡Yo he venido aquí, señores, sin saber que semejante hombre pudiera entrar! ¡Afuera!

-¡Está bien! -decía González, trémulo de rabia-. Me voy; ¡pero denme mi parada!

-Aquí está -gritó uno, estirando la mano con el dinero.

-¡Saquen mis tres pesos! -gritaba el adversario del matón.

-¡Sí, señor!... ¡Porque él se los robó! -decían otros.

-¡Bien! -dijo Mateo-, ¡venga el dinero! -separó de la suma que le entregaron tres pesos, y le dio el resto a González, empujándolo de la puerta, y dejándolo del lado de afuera.

  —303→  

Cuando el orden se hubo restablecido de nuevo, Mateo dirigiéndose a los demás les dijo en voz alta:

-Es inicuo, señores, admitir a semejante hombre en una reunión pacífica, como ésta: y ustedes no saben lo peor.

-¿El qué?

-Padece de una enfermedad horrible.

-¿De cuál? -exclamaron todos.

-¡El otro día le mordió el cachete a Torricos!

-¿Y por qué?

-Porque lo tenía muy gordo.

El padre se tocó involuntariamente sus carrillos.

-Y estoy cierto -continuó diciendo Mateo- que a la hora de ésta, Mosqueta aúlla, y corre de la agua por los campos...

-¿Quién es Mosqueta?

-La perrita de Candelaria que González mordió ayer.

-¿Entonces tiene rabia? -exclamó fray Sinforoso espantado.

-¿Rabia? -dijeron todos aterrados.

-Sí, señores: ¡rabia! -contestó Mateo; y es preciso llamar al portero y mandarle que no lo deje entrar más.

-¡Al instante!, ¡al instante!

  —304→  

-¡No por Dios! ¡No abran ustedes la puerta, que puede entrarse! -dijo el fraile ganando el otro lado de la mesa.

-¡Dice bien su paternidad! -dijo Mateo-, es preciso ver con precaución primero si se ha ido: yo voy a ver.

-¡Pégale una puñalada si se te acerca, Mateo! -dijo el fraile.

-¡La fortuna es que a mí me respeta algo! Yo no tengo miedo de su genio ni de su puñal; ¡pero de un mordizcón...!

Y el cholo conforme iba diciendo esto abría cautelosamente la puerta y salía al patio.

Cuando regresó, dijo:

-¡Ya se ha ido por fin! Y ya le he ordenado al portero que jamás lo vuelva a recibir.

-¡Gracias a Dios! -dijeron los demás; ¡volvamos al monte!

-Yo me retiro -dijo Mateo-, tengo que hacer mañana.

-¡Y yo también! -dijo el fraile.

La banca de doce onzas hizo que la retirada de ambos fuese sensible para los demás jugadores, y máxime cuando el Padre llevaba como cuatro de ganancia; pero nadie   —305→   se opuso, y es probable que otro tallador ocupase la presidencia de aquel digno consistorio.

Cuando Mateo y el Padre salieron a la calle éste le devolvió al otro las seis onzas que le había prestado, y le dijo:

-Hazme el favor de acompañarme al convento.

-¡Pero ya estará cerrado!...

-Yo tengo llave.

-¡Ah!... Tengo que decirle a su Paternidad que yo salgo mañana de madrugada para la hacienda de las chirimoyas.

-¿Cómo?... ¿Pues qué quieres matarme?

-¿Y por qué?

-Haciéndome viajar después de semejante noche.

-¿Y qué, tengo yo que hacer con eso, Padre? ¿Acaso yo le fuerzo a V. P? ¿Ni yo tengo la obligación de esperarlo, ni de andar con V. R.? ¡Si quiere venga! Yo cumplo con avisarle; y si no quiere ¡no venga! Yo iré solo.

El Padre caminó un rato reflexionando; y al fin dijo:

-Tendré que ir no más.

-Bueno: yo lo iré a buscar a la portería, bien de madrugada.

-¿Y no será mejor que duermas en el convento, para   —306→   que salgamos más temprano? -le dijo el fraile con una mirada astuta.

-Hombre -dijo el cholo-, me vendría muy bien, porque a estas horas...

-¡Pues está dicho!... Vente a mi celda, y me cebarás un mate... y tu tomarás también.

-¡Convenido!

Al poco rato llegaron, en efecto, al convento. El padre sacó del bolsillo una llave, abrió despacio una puertecita; y a tientas y en puntas de pie comenzaron a andar por un claustro que estaba oscuro como el caos. Caminaron así hasta que desembocaron en otro claustro, en cuyo fondo se veía un farolcito con una luz amortiguada: el fraile se dirigió a él, lo descolgó, y alumbrándose así, vino a la puerta de su celda, la abrió, entró, y encendió vela.

-¡Eh! -dijo-, ¡ya estamos en salvo! Ahí tienes yerba y azúcar; aquí está el mate: el aguardiente y el agua están allí; calienta tú mientras yo voy a poner el farol en su clavo; y saliendo otra vez al claustro, torció por fuera la llave de su puerta dejando encerrado a Mateo.

Es imposible hacerse una idea de la profunda alarma que se apoderó del cholo, al ver esta acción del fraile tan   —307→   inesperada. Empezó a dudar si estaba o no perdido. En vez de ir a colgar el farol el fraile, se dirigió a otro claustro y golpeó despacito la puerta de una celda. El Padre Cirilo abrió al momento, y cuando vio a su agente:

-¡Cáspita! -dijo-, ¡lo he esperado, hermano, lleno de ansiedad todo el día y toda la noche!

-¡He estado sobre él sin pestañear!

-¿Y qué ha visto, hermano?

-Nada todavía: hasta estas horas ha estado en una casa de juego. ¡Y yo también, hermano! -dijo el padre Sinforoso, alzando con dolor sus manos al cielo-. ¡Y he tenido que jugar! -agregó compungido-. ¡Qué abominación!

-¡Y allí no ha visto nada, hermano!

-Nada que me haya llamado la atención.

-¡Es raro!

-Y lo tengo aquí en el convento.

-¿En su celda, hermano? -preguntó el padre Cirilo asombrado.

-¡En mi celda!

-¿Y cómo?

-¡Oh! -dijo el padre Sinforoso con orgullo-. ¿No me encargó V. P. que no lo perdiese de vista?... ¡Pues iba   —308→   fresco el cholo si creía escapárseme! ¡Cien veces, padre Cirilo, he tenido mi vida en peligro durante esta noche, por cumplir con sus encargos; y ¡cosa horrible!, ¡hasta he escapado de ser mordido por un rabioso!

El Padre ponderó aquí su firmeza y su astucia, para hacerse valer con su superior: dio cuenta del viaje proyectado; pero como para tentar un recurso, dijo:

-¿Y no sería mejor, hermano, que ya que tenemos este perillán en la jaula, lo encerremos en un calabozo y en vez de espiarlo, le saquemos las revelaciones con el tormento.

-¡No!, ¡no! No conviene; ¡él nada nos importa! Lo que se necesita es saber lo que hace él para los otros, a dónde va, y con quiénes habla: en este sentido es indispensable que su Reverencia vaya mañana con él: en el camino, en los tambos, hágase, hermano, el dormido, y no quite el ojo de él.

-¡Así lo haré, hermano! -dijo el padre fray Sinforoso con un tristísimo desaliento; y se volvió a su celda.

Mateo, que estaba aterrado, pensó que le convenía aparecer con una tranquilidad suma de ánimo; y luego que puso a calentar el agua, se tiró en el suelo; y fingía dormir tan profundamente, que el padre tuvo trabajo   —309→   para hacerlo incorporar. El cholo se hizo el sor prendido, y dijo:

-¿Ya es hora de salir?

-No, hombre: es para que tomemos mate.

-¡Caramba!, ¡yo me había dormido! -dijo riéndose-. Mire, padre, que yo tengo precisamente que ir a la hacienda.

-Bueno, hombre: ya te he dicho que hemos de ir juntos.

Tomaron mate; se acostaron; pero Mateo no pudo dormir, porque estaba asaltado de dudas y de ansiedades horribles al verse allí encerrado.



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ArribaAbajoCapítulo XXXIV

El viaje y el rabioso


Mateo, que no había podido pegar sus ojos en toda la noche, tal era el miedo que tenía de haber caído en una trampa, presintió por decirlo así la venida de las primeras vislumbres del día y alzando su cabeza, llamó repetidas veces al padre Sinforoso. Este roncaba con el mismo ruido que hace el eje de una carreta cordobesa, y solo a duras penas y elevando su voz hasta hacerla formidable, fue que el cholo logró hacerse oír y despertarlo.

-¡Me ha mordido!, ¡me ha mordido! -exclamó a gritos el padre, incorporándose sobre su cama.

-¿Quién, Padre?, ¿quién, Padre? -le dijo el cholo fingiendo interés y sofocando con trabajo la gana de reír que le acometía.

  —311→  

-¡Ah!... -dijo el padre serenándose-, ¡estaba soñando con aquel maldito bandido... con aquel... rabioso!

-Mal hecho, padre, de pensar en eso: lo pasado, pisado, dice el refrán... Padre: ya va a ser de día: ya es hora de marcharnos.

-¿Cómo ha de ser hora, hombre, si todavía no han llamado la primer misa?

-¡Ahí la llaman, señor! -dijo Mateo apercibiendo las primeras campanadas.

-¡Sí!, pero es muy temprano.

-Padre: es preciso salir temprano. Si V. P. no quiere..., yo... me... voy solo -dijo el cholo haciendo ademán de salirse.

-No: ¡espérate!... Voy a prepararme.

El Padre, en efecto, se echó sus ropas, y tomando un grueso báculo, se puso al hombro sus alforjas y salió.

Cuando Mateo se vio en la calle, se encontró como el que respira después de una larga sofocación; y marchaba tan aprisa por alejarse del convento que el padre tuvo que reconvenirlo con seriedad, haciéndole presente que aquello era burlarse de su gordura o exponerlo a romper los resortes de su vida.

-¡Diablo! -le dijo-, ¡poca afición muestras a la casa de   —312→   Dios, que es porta caeli! Tú le das la espalda, y huyes de ella como si para ti fuese porta... No me acuerdo bien lo que hay por infierno -porta inferni diremos... Es verdad: que con el saco de zapos y culebras que debes tener dentro, es más que probable que la Iglesia y los santos, sean para ti como para el diablo.

-¿Y por qué he de tener pecados de esos, Padre?

-¡Pues es buena!... ¡Lindas escuelas de santidad te he visto anoche...: un cuarto con una chola... y una casa de juego que hasta recibe rabiosos!

-¡Ésa es una casualidad, que puede suceder hasta en una iglesia!

-¡Calla, blasfemo!... ¿conque comparas a esa casa de prostitución y de crimen con la que es domus Dei?

-¡Dios me libre de tal maldad, Padre!... Pero si ese inmundo rabioso hubiera querido entrar a la Iglesia o al convento, y morder a diestro y siniestro allí... lo habría hecho.

-¡Mira, pícaro! ¡Que si no te callas, y no te desdices de esas herejías te puede costar caro!

-Yo no veo en qué...

-¡Calla!..., ¡yo tengo razón siempre!

  —313→  

-Yo hablaba, Padre, no por contradecirlo, sino porque V. R. empezó por decirme una cosa que realmente me ha tocado el alma.

-¿Cuál?

-¡Esa de los pecados!... Yo conozco que los tengo enormes: muchas veces he pensado en eso: y de veras que muchas veces he tenido gran deseo de enmendarme, me han dado ímpetus de echarme a los pies de un sacerdote, de abrirle toda mi alma, y...

El padre Sinforoso al oír esto, detuvo su paso, y mirando a Mateo con una repentina satisfacción -continúa, le dijo al ver que el cholo se detenía.

-Sí, señor -dijo el cholo-, de abrirle toda mi alma, de contarle minuto por minuto mis acciones: de revelarle las maquinaciones de mis malos amigos para perderme.

-¡Eso, eso es lo principal!

-Pero no lo he hecho.

-¿Porqué no lo has hecho, criatura infeliz? Hoy estarías rehabilitado: hoy estarías resucitado en espíritu: de entre la vil e infame podredumbre de la materia, habrías alzado tu espíritu a las regiones del cielo. ¡Dime por qué no lo has hecho!

  —314→  

-¡La verdad, Padre!..., porque nunca he encontrado un sacerdote de confianza con quien hacer un trato.

-¿Un trato?

-Sí, un trato; porque tengo miedo de la penitencia.

-¡Así serán los crímenes que callas!

-¡Tengo uno, padre, muy grande! ¡Ah! ¡Y es ese pícaro de boticario don Bautista quien me lo hizo cometer!

-¿Don Bautista? -dijo el buen padre lleno de agradable sorpresa-. A ver, hijo, cuéntamelo.

-No, Padre, no. ¡Es imposible! Sólo bajo el sigilo de la confesión lo diría yo;... porque el pícaro boticario me indujo a ese crimen, hablándome de un personaje muy respetable.

-¡Bien! ¡Entonces confiésate conmigo!

-¿Y la penitencia?

-¡Qué!... la penitencia... será una cosa suave.

-¿Pero cuál? Por ejemplo...

-Un rosario.

-¿Y nada más?

-Y nada más.

-¿Y con eso quedo ya absuelto?

  —315→  

-Quedas limpio como una patena.

-¡Caramba, Padre!... ¡S. R. me está tentando!..., ¡quedar puro, con todas mis cuentas chanceladas!, ¡es cosa linda!

-No soy yo, hijo, quien te tienta...27

-¡Bueno, Padre!... ¡Un rosario!, y diga lo que diga, ¿nada más?

-¡Te lo prometo!

-¡Pues vamos al caso! Me voy a confesar con V. R... ¡Estoy resuelto!

-¡Ah, hijo mío!, el cielo te ha inspirado... ¿Cuál es ese crimen que has cometido con don Bautista?

-Tengo muchos, padre, que referirle antes; ése será el último.

-No, ¡que sea el primero!

-¡No puede ser!

-Yo lo quiero.

-¡Pues entonces no me confieso!... Yo pensaba que el pecador era el que ordenaba su confesión.

-De cierto que sí; pero como me has dicho que ése es tan principal pecado, absuelto tú de ése, los demás corren inclusive; y casi no se necesita oírlos... porque supongo que serán así, como veniales.

  —316→  

-Son..., pues, ya S. R. ha visto el cuarto..., la casa de juego...

-¡Sí, sí, ya comprendo!... Pues, así... basta..., no es decir que sean veniales; eso no son gordos: ¡son mortalísimos también! Pero... como ya me los indicas y señalas, podemos darlos por confesados y perdonados... vamos al grande... al...

-¡Ése, padre..., es enorme!..., ¡es una traición infame a todos mis deberes!

-¡Cáspita!

-¿Me absolverá V. R. si se lo digo?

-¡Pues no, hijo! Lo que yo quiero es que lo digas cuanto antes, para purgarte de la abominación en que él te envuelve.

-Voy a decírselo, padre.

-¡Pronto, hijo!, ¡pronto, hijo!

-¡Mire, padre! Estoy pensando en que V. P. tiene facultad para absolverme del pecado, pero no para perdonarme el crimen... porque yo creo que hay crimen también en lo que hice.

-¡Me estás impacientando, pícaro cholo!... Yo te perdono, por Dios, pecado y crimen, ¿lo oyes, Satanás?

  —317→  

-¿Y los jueces?

-Pero animal, ¿cómo van a saber los jueces lo que me digas bajo la fe de la confesión?

-Yo no había pensado en eso, padre: y veo ahora que es mejor que me calle...

-¿Que te calles?... No, pícaro, no es mejor, porque yo haré que te agarren, y que el tormento te haga desembuchar.

-¿Y la fe de la confesión bajo que yo he hablado?

-No has concluido: es así que tu confesión está incompleta: ergo, ¡esa fe está también incompleta! -dijo el fraile lleno de orgullo-, ¿te parece que yo no sé lógica y ética?

-¿Ética?... ¿que si creo que V. R. tiene ética?... No, señor; muy lejos de eso; un hombre tan corpulento no puede tener ética.

-¡Pues la tengo, como para revolcarte, insolente! Y ya ves como te he probado que puedo, bona fide, delatarte.

-Es decir, Padre, que no puedo salvarme sino confesándolo todo.

-¡No hay otro efugio, o el tormento!

  —318→  

-Pues, Padre, prefiero lo primero; y ya voy a empezar.

-¡Empieza!

-Dígame, padre: y vale la confesión, ¿así caminando?

-¿Es mejor que yo me siente, y que tú te hinques?

-¿Aquí en el camino?

-Eso no importa.

-¡No, padre, prefiero el tormento! -dijo el cholo con resolución.

-Pues bien -dijo el padre-, voy a pensar: si yo tengo la fortuna (reflexionó dentro de sí) de atrapar al boticario y detraer todo averiguado al convento, me haré un grande hombre para con mis superiores; pero si lo delato para que se lo saquen a tormento, habré sido solo un medio indirecto... ¡y esto no me conviene!... Por otra parte, ¿qué hace que la confesión se haga hincado o parado?... ¡Nada!... Mira -dijo volviéndose a Mateo-, es lo mismo que te confieses caminando; pero despáchate pronto porque si me sales con otro subterfugio, te declaro perdido, y me vuelvo al convento a delatarte en regla.

  —319→  

-Bueno: le diré, padre; pero sepa S. R. que el tormento me sacaría cosas espantosas para...

-¿Para qué?

-Para... un personaje..., un padre...

-¿Quién? ¡Hijo de p...!

-¡No se enfade, Padre, por Dios!

-Pero ¿cómo no me he de enfadar, si me pones en el disparador, pícaro?..., ¿para quién?

-¡Para el Reverendo Padre Andrés! -dijo el cholo despacio y estirando los labios.

-¡Chito!... ¿Cómo es eso?

-Sí, señor... ¡Fue con ese nombre venerable que don Bautista me indujo al crimen de que lo voy a hablar a Su Reverencia!... Él me dijo que Mercedes le tenía unos grandes papeles al Reverendo Padre Guardián (que Dios salve) y que se los descubriese.

El Padre Sinforoso entretanto bailaba de contento.

-¡Continúa! -dijo-, continúa, buen muchacho.

-Ha de saber su P., que Mercedes ha sido siempre mi protectora; ¡me ha mantenido; me ha curado en mis enfermedades; trabaja para mí; sufre todo por mí; y estoy cierto que daría la vida por mí!... Pues bien: ¡yo consentí en traicionarla!

  —320→  

-¿Traicionarla? ¡No, hijo!... El primero de todos tus deberes es matar tus pasiones mundanales, sofocar tus afecciones terrenales por obedecer a los mandatos superiores, y...

-¿Será posible, Padre?

-¡Sí! Continúa.

-Pues, señor, yo consentí en traicionar a Mercedes. Al principio tenía remordimientos horribles; pero esa arpía del boticario fue endureciendo mi alma de día en día, y...

-¿Y le robaste los papeles?... ¡Dámelos! ¿Dónde están?

-No se los pude robar por más que hice... pero descubrí el cajoncito en que Mercedes los tenía; y desesperando de poder robárselos, el boticario me encargó que...

-¿Qué te encargó?

-¡Es horrible!...

-¡Dilo! ¡No importa!

-¡Que la envenenase para apoderarnos de ese cajoncito!

-¿A Mercedes?

-¡A Mercedes! ¡Sí señor!

  —321→  

-¡No puede ser!

-¿Cómo que no puede ser? ¡Juro que sí, Padre mío!

-¡Pues, señor! -dijo el padre entre dientes; esto es un batiburrillo-, ¿pues cómo es, entonces, que me echan a espiar las intrigas del boticario contra el guardián?... ¡No entiendo jota!

-¡Éste es mi crimen, Padre!

-¿Y la has envenenado?

-¡Dos tentativas he hecho sin lograrlo!

El padre movió la cabeza y dijo despacio: «¡Hubiera sido mejor para ti lograrlo!»

Mateo mirando astutamente al padre, se decía interiormente también: «¡Ahora te conozco!»

-¡Ya ve V. R. que mi crimen es horrendo! -dijo contristado.

-Hijo: sobre eso hay mucho que hablar; habiendo circunstancias tan atenuantes como las que alegas; y andando mezclado en ello el nombre de un sujeto tan eminente como el Reverendo Inquisidor, no puedo opinar de pronto; tendré que consultar primero al lector de ética del convento.

-¡Pues estoy lindo!... ¿Es decir, que V. P. no me puede absolver?...

  —322→  

-¡Eso no!... Yo te absuelvo de todo corazón; y ya quedáis absuelto en el cielo. Pero... ¿y si tu acción no fuese pecado? ¿Si fuese por el contrario me...? ¡Ay Dios mío!!! ¡Ay Dios mío!!! -exclamó el Padre todo espantado-. ¿Qué es lo que veo, Santo Dios? ¡Mateo! ¡Mateo! ¡Sostenme, que me caigo muerto! -agregó el padre apoyándose en el hombro del cholo.

-¡Voto a bríos! -dijo el cholo fingiéndose profundamente contrariado-, ¡no hay duda!... ¡Es ese pícaro borracho!

-¡Calla, hijo, por Dios! ¡No lo hagas rabiar!...

-Tiene razón, Padre; es preciso no contradecirle, no exasperarlo..., ¡para que no le dé algún acseso!... y así que podamos lo haremos amarrar.

-¡Qué va a ser de mí, Virgen Santa!

El fanfarrón venía, en efecto, hacia ellos, los había distinguido desde la casa del tambo y había salido a encontrarlos: traía su sombrero tan ladeado, que parecía puesto sobre una oreja, no contribuyendo poco este accidente a realzar el aire siniestro y repugnante que era inherente a su persona toda.

-¡Oh! ¡Mi querido Padre! -gritó cuando estuvo cerca-, ¡venga un abrazo!... ¿Cómo es eso?... ¿Salta V. R.   —323→   para atrás al verme como si yo fuese una culebra? ¡Voto a Baco!... ¡Que el que quiera despreciarme!...

-¡No tal, señor González! No lo crea usted: ¡lo abrazaré con la mejor gana del mundo! -dijo el fraile abriendo sus brazos con el ademán de la angustia y del terror; pero al ver al matón que ya se echaba en ellos volvió a dar otro salto enorme para atrás, y se puso en actitud de correr despavorido.

-¡Oiga usted, señor hermano! -dijo el matón-, ¡esto quiere decir mucho! Ya comprendo: este bribonazo de cholo me habrá calumniado para con V. R... ¡y voto al diablo que me las va a pagar todas!

-¡El Padre tiene razón, González! -le dijo Mateo con entereza-, porque tú eres un hombre de pecado, y sería para él una ignominia dejarse abrazar de ti. Yo apelo a tu razón y buen juicio.

-¿Y tú no eres hombre de pecado?

-Lo soy; pero yo no lo abrazo, ni trato de mancillarlo tampoco.

-Pues bueno, yo tampoco lo abrazaré; pero que me dé al menos la mano, si hemos de ser amigos.

-¡Sí, señor!, ¡Con mucho gusto! -dijo el Padre estirando   —324→   la mano y recogiéndola, a medida que González se acercaba.

-¡Tráigala acá! -dijo el matón manotéandola.

-¡Ay! -gritó el fraile aterrado.

Pero el matón se la forzó y le imprimió en ella un fuerte beso, con el que le arrancó al padre otro ¡ay! de terror. Éste desasió al momento su mano y se la empezó a limpiar con una rapidez extraordinaria; y sin poderse contener, exclamó: «¡agua!, ¡un poco de agua!»

-¡Cómo es eso! -dijo González-, ¿para qué quiere usted agua? ¿Soy yo acaso algún leproso?

-Perdone usted, señor González: me equivoqué, ¡no quiero agua!, ¡ni verla quiero!

-¡Ni yo tampoco! Hable S. R. de vino: de buen vino; y almorzaremos juntos ¡sí señor! ¡Pero que vaya al infierno la agua, y todos los ríos que la fabrican!

-¡Es cierto, señor!... ¡Nada de agua por Dios!... ¡Mateo, que ni nos muestren agua, por Dios!

-Eso es, padre, el solo ver la agua, ya me da rabia.

-¡Ay, Dios mío!... -dijo el padre suspirando.

-En fin, ¿vamos a almorzar juntos, no es cierto, Padre?

-¡Con mucho gusto, señor González!

  —325→  

Y enganchando el matón al fraile por uno de sus brazos, se dirigió con él, arrastrándolo casi hacia la casita del tambo.

El pobre Padre iba más muerto que vivo. El matón entretanto se fue derecho a una piecita que servía como de comedor, amueblada con una pobreza extrema, y en la que no había más que una mesa coja, calzada con algunas piedras, y tres o cuatro sillas descuadrilladas.

-Parece -dijo González, con la voz ronca y neblinosa de los ebrios, examinando las sillas- que los borrachos que se juntan en este tambo no son muy amables con vosotras, y que os aporrean. ¡Eh!, ¡no tenéis de qué quejaros, porque ésa es siempre la suerte de la consorte del borracho! Veamos: ¡ven tú acá! -dijo eligiendo la mejor parada-. Quizás es la primera vez de tu vida que vas a besar tan de cerca la parte noble de un hombre honrado -y poniéndosela con fuerza al Padre le dijo; «¡Aquí, Padre! Siéntese V. R. que yo quiero tener el gusto de almorzar a su lado».

-¡Gracias, señor! Gracias... ¡yo no almorzaré!

-¿Qué está usted diciendo, padre? ¿Usted no almorzará?

  —326→  

-Me siento enfermo, señor González: sí..., no almorzaré.

-¿Y enfermo de qué, hombre?... ¡Va!... ¡Disparates! ¡Siéntese Padre, que Mateo nos va a pagar un opíparo almuerzo!... ¡He visto en la ramada un costillar de cerdo como para un Virrey! -dijo González dándose un beso fuerte en la punta de los dedos.

-¡Pues te has engañado, González!... Ni yo pido almuerzo, ni era nuestra intención almorzar aquí, sino más adelante para aprovechar el camino.

-¿Más adelante?... Pues vamos adelante, ¡qué diablos! A alguna hora hemos de almorzar; y yo no tengo muy buenas narices para perder un almuerzo con un Padre que anda de viaje. Ahora no más empiezan a llover los huevitos, las gallinitas, los pichoncitos... ¡Cáspita! Ya se me hace agua la boca. ¡Eh!, ¡vamos más adelante!

-¡Entendamos, González! -dijo Mateo.

-¿Sobre qué?..., ¿qué se te ocurre?

-Lo primero es saber a dónde vas tú, porque no es mi costumbre dejarme así seguir y mortificar por el primero que quiere juntárseme.

-¿Y qué te has pensado, cholo de porra, que yo me   —327→   quiero juntar a vos? ¡Honrada compañía, por cierto, la tuya, para un hombre como yo, que hago temblar con solo mi mirada!... ¿Sabes lo que yo voy a hacer contigo?... ¡Sumirte debajo de tierra a trompadas, si me jeringas mucho! Yo me junto con el padre y no contigo -dijo el matón poniéndose cerca del padre-. Y no me hagas enfurecer; ¡no me hagas rabiar!, porque ya sabes que yo soy como un perro de presa... donde muerdo... ¡ni Cristo me hace largar!

-¡Ay, señor! -dijo el padre entre dientes-. Mateo, no contraríes, no hagas ra... No enfades al señor González; yo... ya... tú sabes que yo venía hasta aquí no más... por dar un paseo... y que será mejor que nos volvamos.

Mateo se hizo el desentendido, y dirigiéndose al matón, le dijo señalándole disimuladamente la dirección del camino:

-¿Para dónde vas, González?... Haznos el favor de decírnoslo.

-¡Yo... voy a Cuzco! Y el matón dio una vuelta garbosamente por el cuarto.

Aprovechándose el padre, se arrimó a Mateo y le   —328→   preguntó despacio: «-¿Es otro camino?» «-¡No, es el mismo!» -le respondió Mateo como consternado.

-Bueno, González -dijo el cholo; es preciso que seas racional, y que no me provoques a una reyerta: vete por tu camino, porque vas lejos; nosotros hemos pasado mala noche, no hemos dormido y vamos a dormir aquí un poco.

-¿Dormir?... Hombre, me viene muy bien; justamente tenía ganas de dormir.

-¡González!...

-¡Mateo!

-¡Mira lo que haces!

-Por último: ¡so cholo!... ¡Porque ya también me va faltando la paciencia! (El matón pegó un terrible golpe sobre la mesa) ¿Crees tú, pariente del diablo, que yo te he salido de balde al camino?... ¿Te has olvidado de lo que hiciste anoche conmigo? ¿No me arrojaste a empujones de la timbirimba del Gato?..., ¿o te habías figurado que eso se había de quedar así no más?... ¡Ajo! Ahora te tengo y te he de seguir cielo y tierra, hasta que te troce en veinte pedazos, y te masque y te trituro entre mis dientes como un perro...

-¡Ah! ¡Acabáramos!..., ¡eso es otra cosa! -dijo   —329→   Mateo fingiendo una gran calma-; ¿me quieres amedrentar?... Pues lo veremos.

El padre entretanto tiritaba de miedo.

-Pues para que veas el miedo que yo te tengo, ¡voy a ponerme a dormir! -y Mateo acomodó su poncho y sus alforjas en un rincón y se tiró en el suelo.

-¡No, hombre! -dijo González-; ¡no te apures! Si no es aquí tan cerca donde yo te he de pedir las cuentas.

-¡Será donde tú quieras, hombre! -le respondió el cholo con el más profundo desprecio.

-¡Bueno... Padre! -dijo el matón- duerma, aquí tiene mis ponchos... Traiga sus alforjas, traiga su manto, ¡verá que cama linda le hago yo! -y el matón, diciendo y haciendo, despojó al Padre de lo dicho, y le hizo una excelente almohada; cerró la puerta para quedarse a oscuras, y se acostó junto a ella, como para evitar que Mateo se le escapase.

El padre estaba en ansias mortales. Entre tanto, después de una media hora horrible, González y Mateo roncaban o fingían roncar como unos cerdos. El padre se incorporó con grandísimas precauciones, tomó sus   —330→   ropas muy despacio, y dijo: «¡Mateo! ¡Mateo!», con una voz sepulcral.

El cholo estaba como un tronco, y como el matón hizo una especie de movimiento como si quisiera despertarse, el padre se tiró prontísimo otra vez al suelo. Mas, viendo que seguía roncando y tranquilo, volvió a incorporarse, se dirigió con exquisita cautela a una ventanita que tenía la pieza, la abrió y trató de salir por ella. Como era gordo, se atascó; y creyendo que iba a ser descubierto empezó a manotear y patalear con las ansias del terror, de modo que cuando zafó fue a rodar a un corralito lleno de barro que allí estaba. Él entonces recogió sus ropas, se asomó para ver si había sido descubierto, y como vio que ambos adversarios seguían dormidos, cerró muy quedito la ventanilla, quedándose del lado de afuera, y se echó a correr por esos caminos de Dios como un gamo despavorido.

Apenas se quedaron a oscuras otra vez, se incorporó Mateo, y el matón al momento mismo también; se apretaban ambos el estómago y temblaban de risa. Levantándose Mateo con la ligereza de un gato, fue corriendo a la ventanilla y mirando por la rendija vio al padre disparando   —331→   como a media cuadra del tambo. Entonces prorrumpió en risotadas extraordinarias.

-¡Vamos a ver! -dijo González-, ¿mis tres onzas?

-Ahí están -le respondió Mateo entregándoselas y continuando sus carcajadas.

-Vengan -el matón las examinó bien; y después que las guardó -agregó-; ¡me debes tres pesos más!

-¿De qué?

-Los tres pesos que me quitaste anoche para dárselos a Martínez.

-Tú se los habías robado.

-¡Ésas no son cuentas tuyas! ¿Quién te había hecho juez?

-Es que me interesaba en que no se armaran disputas, y en que te fueses.

-¡Pues paga ese interés! Vengan mis tres pesos.

-¡Es una picardía!

-No sé nada: ¡mis tres pesos!

-Te los doy con una condición.

-¡Mis tres pesos, te digo!

-Vamos a hablar primero con el curaca del tambo.

-¡Mis tres pesos!

-Ven, hombre, te los daré.

  —332→  

-Eso es otra cosa... ¡Vamos!

Y saliendo de la pieza en que estaban, se dirigieron al indio viejo que manejaba aquel tambo. Mateo le instruyó bien de lo que debía decir, si alguien venía a buscarlo, porque Mateo temía que el fraile se dirigiese a alguna autoridad, o tomase algún otro medio de detenerlo. El indio del tambo quedó convenido en decir que había habido allí una pelea terrible entre Mateo y González: que el primero se había escapado por un cerco, y había huido; y que el segundo, loco de furia, echando espuma por la boca, se había echado al camino a buscar al cholo.

Arreglado así, el cholo despachó a González, recomendándole que se fuese por dos o tres días a Abancay, donde éste solía pasar semanas enteras; mientras él, tomando deprisa un camino muy excusado, se dirigió a las ruinas de Pachacamac.



  —333→  

ArribaAbajoCapítulo XXXV

Grandes medidas


Desde el día en que empezaron sus sinsabores, don Felipe había vivido en una abstracción completa de toda clase de amistades y de visitas, pues había alejado de su casa a todos los parientes de su mujer, que eran los únicos que tenía en Lima.

Es verdad que con una destreza y una astucia admirablemente disimuladas bajo los rasgos austeros de su semblante, y que con aquella taciturnidad inalterable que hacía pensar que tuviese una alma de mármol, él había trabajado ardientemente en trasponer sus riquezas para burlar en esto al menos la saña de sus enemigos.

Don Felipe estaba muy lejos de ser un mal padre: amaba   —334→   a su hija, anhelaba verla feliz sobre la tierra. Se contristaba con la idea de que quedaba despojada de los frutos de su habilidad para hacer fortuna. Pero su amor carecía de ternura exterior: las formas eran malas y no el fondo; y esto provenía de las tendencias dominantes en su época, de la educación, del espíritu social que hacían despótico al padre, eliminando de las relaciones con sus hijos la ternura y la intimidad, sin las cuales se pueden conservar el amor interno y el interés positivo por su suerte, pero no los encantos y las dulzuras del trato diario con ellos, que de cierto desaparecen para dejar sólo una vida doméstica, ceremoniosa y oficial, diremos así, en la que cada uno esconde su secreto y vive de reservas.

Don Felipe comprendió muy pronto que los tiros del Padre Andrés se dirigían a su fortuna, y allá en la reserva de su alma profunda y vigorosa resolvió burlar a su enemigo.

Don Bautista que tenía conocimiento perfecto del carácter del viejo español, quien a su vez le conocía también perfectamente, se le había ofrecido oportunamente para arribar a una combinación, cuyos primeros hilos se anudaron por medio de Mercedes. Don Bautista hizo   —335→   completa revelación a don Felipe de su enemistad, con el padre Andrés, de las miras de éste, y de su deseo de servirle para contrarrestarlas. Ambos ancianos habían sido amigos antes de que su relación pudiera tener riesgos. Mas desde que don Felipe había vuelto, ambos habían hecho estudio en mantenerse a distancia, principalmente don Felipe, que fingía alejarse con resolución de la persona del boticario. Éste no había llevado tampoco sus revelaciones tan adelante, que hubiera impuesto al otro de sus maquinaciones con los ingleses, ni de los verdaderos objetos con que residía en Lima. Mas don Felipe había sabido en los últimos tiempos las estrechísimas y singulares relaciones del boticario con la casa de Jordán y Onetto de Cádiz.- por lo cual, sus sospechas habían llegado a suponerlo agente de contrabandos, que era el gran comercio que los genoveses hacían entonces en España.

Esta era una mera deducción que él había sacado de la revelación que el mismo boticario le había hecho de sus relaciones con la casa mencionada, ofreciéndole bajo la ley del secreto, que por este medio le haría pasar a España con toda reserva sus fondos, mediante un interés de comisión algo considerable.

  —336→  

La coincidencia de esta oferta con el pacto que él mismo había celebrado con Drake, había despertado profundas sospechas en el ánimo del viejo español, tanto más, cuanto que don Bautista hacía años que vivía en Lima, sin que nadie le hubiese conocido más negocios que su botica; luego esa relación era vieja y cobijaba grandes misterios. D. Felipe era demasiado sagaz y apegado a su dinero para no aprovechar el medio que se le ofrecía de poner a salvo su fortuna con la seguridad impune que le brindaban aquellas circunstancias ignoradas por todos. Reflexionó también que si la operación que había hecho con Drake lo perdía, nada ganaba con rehusar la que le brindaba don Bautista, y no aventurar la salvación del resto de su fortuna.

Además de todo esto, el sistema de aquellos tiempos, se prestaba perfectamente a todas estas ocultaciones; porque el dinero giraba poco, y se iba amontonando en las manos del rico, que generalmente hacía entierros y depósitos secretos de grandes porciones de su fortuna: circunstancia de que daríamos infinitas pruebas históricas si no fuese de una notoriedad viva aún, en todos los rincones de Sudamérica.

Antes de prestarse a las insinuaciones de don Bautista,   —337→   trató don Felipe de penetrar un poco más en el secreto de las relaciones de aquel con la casa de Jordán y Onetto. Pero el boticario rehusó darle todo otro esclarecimiento a este respecto, y don Felipe aceptó a ciegas la trasposición de sus caudales, confiando solo en el fondo de honradez, de energía y de altura moral que el alma de don Bautista revelaba a quien le sabía observar en las intimidades de su vida y en sus raras momentos de franqueza.

Desde el día en que se había convenido don Felipe, había cerrado su casa a todo trato exterior fingiéndose en un estado completo de misantropía y dolor; a términos, que parecía que no habitasen vivos en ella. No era esto tampoco cosa muy notable en los antiguos tiempos coloniales: desprovistos de movimiento mercantil los pueblos, y de aquella población flotante, diremos así, que hoy vive el día en las calles, éstas estaban siempre solas entonces; y casi todas las puertas de las casas permanecían cerradas a cerrojo como las tenemos hoy a la media noche: sólo después de la siesta y a las oraciones había en las calles principales alguna movilidad y bullicio.

Ayudado de un negro viejo, criado de la familia y especie   —338→   de secretario íntimo del amo don Felipe, en el secreto de la siesta y de la noche, había removido algunas partes del suelo de su casa, y sacado grandes sumas de dinero, que había enviado a don Bautista parcialmente, por medio del referido negro y de su mujer dándoles salida por un hueco que tenía a los fondos de su casa.

Por consejo de don Bautista había dejado don Felipe enterradas en su casa unas mil y pico de onzas, y había escrito una memoria testamentaria declarando donde estaban, desheredando a su hija, e instituyendo a su sobrino don Manuel, joven de dieciocho años a lo más, y el más cercano de los parientes de su mujer, y diciendo por fin, que en el apresamiento del San Juan había perdido todo lo demás. Escrita y firmada esta memoria había ido él mismo a confesarse con el Arzobispo Morgrovejo, y le había dejado en depósito el papel, para que lo abriese y publicase en el caso que muriese, certificando que le había sido entregado por él mismo en persona.

Tales eran las medidas que este hombre había tomado para burlar la persecución de sus enemigos. En el entretanto había siempre manifestado a don Bautista en público la más profunda aversión; y hacía esfuerzo de todo género en España gastando grandes sumas de dinero   —339→   para que aquellos tribunales abocasen la causa de su hija y lo llamasen a él también.

Don Bautista, como ya sabemos, no andaba por el mismo camino, pues fomentaba el proyecto de rapto concebido por Oxenhan y Henderson; cosa que don Felipe ni sospechaba siquiera, ni era posible que nadie imaginase allí.

Don Bautista estaba ya cerca del momento decisivo su principal interés era evadirse de Lima, donde ya se creía vigilado y bajo mal agüero, por las complicaciones que había traído el apresamiento del San Juan y los amores de María. El boticario quería pues escapar, pensando que ya había hecho cuanto podía esperarse de un hombre en contra de sus enemigos: quería sacudirse de las horribles inquietudes de ánimo en que pasaba su vida desde tantos años atrás y regresar a Europa donde su participación en las correrías de Drake lo aseguraba ya una fortuna considerable.

La fuerza de su alma se revelaba en los momentos críticos en que se hallaba en aquel día: nada bastó a quitarle la calma de sus ocupaciones de costumbre no obstante que su vida y su destino pendían de un hilo: era todo un hombre.

  —340→  

Entretanto, mientras que Mateo, burlando a su compañero de viaje, se dirigía con toda prisa a las ruinas de Pachacamac, el Padre Andrés había resuelto y vencido ya muchos de los obstáculos que le habían impedido anonadar a Mercedes, y se paseaba soberbio por su celda esperando ardientemente al fiscal Estaca, que en aquellos mismos instantes había ido a consumar un arreglo con el Virrey.

Fáciles de concebir el acceso de furia que don Francisco de Toledo tuvo cuando recibió la noticia que habían prendido y encerrado en la inquisición a la altiva doña Milagros, su queridísima comadre, y esposa además de su íntimo amigo el coronel de la artillería que era entonces un empleo de fuste en las colonias. Su pasión por la mencionada señora era grande y tierna como lo son todas las que se conciben después de los sesenta años. En el primer momento todo se lo quería llevar por delante porque creyó que la causa de la prisión había sido la cuestión sobre la alfombra con la señora Fiscala.

Mandó traer inmediatamente al Fiscal Estaca y hubo de destrozarlo entre sus manos. Mas cuando se convenció por la confesión misma del doctor que nada sabía todavía   —341→   de semejante grezca mujeril, de que había causas más graves, y de que podía probársele a la señora el haber recibido dinero de un maricón por estorbar las justicias de la Iglesia, el pobre Virrey se quedó aterrado; y como sucede, generalmente a los hombres irascibles y ardientes pasó del exceso del enojo y de la soberbia al exceso del abatimiento.

El Legista, que vio el momento favorable para los intereses del Padre Andrés se ofreció de intermedio para una reconciliación entre las dos potestades: cosa que el Virrey aceptó a ciegas desde que la base fuese la excarcelación y absolución de su querida comadre.

En aquel día estaba para cerrarse el arreglo de paz entre ellos: y el padre Andrés esperaba ansioso por esta razón la vuelta de su compañero el Fiscal, porque deseaba echarse sobre Mercedes y vengarse de las grandes ansiedades que lo había ocasionado el encono tenaz de esta mujer. Brilló un rayo de luz y de esperanza en los ojos feroces del Guardián cuando oyó la tez doctoral del señor Estaca resonando por el claustro de la entrada y el compás grave de su marcha.

-¿Y bien, amigo? -le dijo adelantándose a abrirle la puerta.

  —342→  

Consumatum est! -dijo el doctor-. ¡Pax vobiscum!

-¿Consintió?

-¡En todo!

-¡Veamos!

-Se ha comprometido, como lo verá S. P. en ese documento, a entregarnos los papeles en el momento en que la chola se los haga dar.

-¿Sin leerlos?

-¡Sin leerlos!... Me ha dicho que se los entregará mismo padre Cirilo, pero todo con la condición de que sea suelta al instante doña Milagros.

-¡Lo será!... ¿Y Anacleto?

-Ya ha dado la orden de ponerlo en libertad y de que se sobresea en toda esa causa, cuyos expedientes ha quedado en remitírmelos al momento para que los destruyamos nosotros mismos.

-¡Bravo!... Con eso nada más necesito para quedar satisfecho y obrar.

Apenas había dicho el padre Guardián estas palabras, cuando oyeron en la parte exterior del claustro un ruido extraño de pasos apresurados y la voz de un hombre que golpeaba la puerta del Guardián pidiendo pronto audiencia. Era el padre Sinforoso, que respirando apenas, tal   —343→   era el estado de agitación en que venía, se inclinó humildemente delante del padre Guardián, y le besó los cordones del sayal.

-¿Que hay, padre, que viene V. P. en tan miserable estado?

-¡Ah... señor! ¡Una noticia!... He buscado en vano al R. P. Cirilo, y no lo he encontrado; por eso vengo a interrumpir los altos quehaceres de Su Reverencia.

-¿Traía usted alguna comisión del Padre Cirilo?

-¡Señor!... Yo... no traigo precisamente comisión pero el padre Cirilo me encargó... hace días... de vigilar a un cholo, llamado Mateo, que vive con una tal Mercedes...

-¡Bien!, ¡bien!..., ¿y?...

-¡Y bien, señor! Yo lo he cumplido hasta donde me ha sido posible... pero... un maldito rabioso...

-¿Un rabioso?

-Señor... ¡un hombre infernal!... Un rabioso...

-¿Está usted loco, padre? -le dijo enfadado el Guardián.

-¡No, señor! Un rabioso digo, un hombre que muerde y trasmite su horrible enfermedad...

  —344→  

-¡Al grano, padre! Y dejémonos de boberías.

-¿Y por qué se enfada V. R., señor Guardián? -dijo el Fiscal entrometiéndose en la conversación.

-¿No está V. S. viendo, doctor, que algún pillo ha mistificado a este pobre hombre?

-No veo por qué, señor Guardián: hay hidrófobo entre hombres también, como entre los perros.

-¡Toma si la hay! -dijo el padre Sinforoso-, ¡si yo mismo, señor doctor, lo he presenciado!

-¡Y bien, padre!, ¿qué tiene que ver todo eso con el encargo que le hizo a usted el padre Cirilo?

-Es, que el cholo, tocado de la mano invisible de Dios, estaba haciéndome una confesión general de su mala vida, cuando ese maldito rabioso nos interrumpió ¡y se empeñó en morderme, señor!

-¿Y su Paternidad huyó?

-Huí, Reverendo Padre Guardián; porque no tuve tiempo de fortificar mi alma, templándola para el martirio...

-¡Es usted un inocente, padre! Vaya a descansar a su celda que yo le diré al Padre Cirilo, que otra vez busque mejor sus hombres.

-Es, Reverendo señor -dijo el padre humilde y consternado-,   —345→   que yo traía una noticia que creo interesante... El cholo me ha hecho revelaciones de cosas graves, mezclando el nombre de V. P., y diciéndome también, que los papeles que se buscan se hayan en un baulito.

Al oír esto, toda la curiosidad y el interés del padre Andrés, renacieron como una llamarada. El padre Sinforoso le refirió lo que el cholo le había dicho bajo la fe de confesión; y cuando el Guardián le oyó todo, le mandó otra vez retirarse a su celda y no hablar con nadie.

-Y bien, señor Fiscal, ¿ha oído V. P.? -le dijo el Guardián al doctor Estaca cuando se quedaron solos.

-He oído.

-¿Y qué piensa V. S?

-Yo, a la verdad, no entiendo bien este enredo. De lo que el cholo dijo a ese padre, se deduce que don Bautista ha trabajado por apoderarse de los papeles de Mercedes, quiero decir de V. R. que robó Mercedes, ergo no son fundadas las sugestiones del padre Cirilo.

-En eso mismo pensaba yo; y por esa razón creo, querido amigo, que debernos echarnos sobre la chola; sorprenderla, agarrarla de improviso y esperar a ver qué camino toma don Bautista, y qué explicaciones resultan para él.

  —346→  

-Que el boticario ha tratado de proteger a la Pérez, es para mí cosa indudable; pero eso puede haber nacido de afección personal: muy bien ha podido dejarse arrastrar en ese particular de esa afección, sin que por eso haya querido traicionaros en cuanto a los papeles; y así parece que ha sido, según lo que revela el cholo.

-Mire usted, doctor -dijo el padre Andrés reflexionando-, ¡quién sabe si toda esa confesión no es una mera pillería de ese cholo!

-Me parece que eso es llevar demasiado la sagacidad, no veo qué interés podría tener él en vindicar al boticario y dejar colgada a Mercedes... Pero todo esto es posible,... y será bueno estar alerta.

-Yo creo que veo claro lo que debo hacer; veamos si lo aprueba usted, doctor: según el cholo, Mercedes tiene esos papeles en su cuarto y esto es falso, pues lo que antes hemos creído es que los tenía en otras manos; según el cholo, don Bautista hasta ha intentado envenenar a Mercedes para obtener esos papeles, luego no son fundadas las sospechas que habíamos empezado a temer de que él fuese el depositario; pues, señor, salgamos de dudas. Hago prender ahora mismo a Mercedes; registrémosle todo en su cuarto, y si mañana no hemos encontrado   —347→   nada todavía, prenderemos al boticario, y ¡a Roma por todo!

-¿No cree V. R. que eso será romper demasiado de pronto? -dijo el fiscal caviloso.

-Es que entiendo que estamos en la necesidad de hacerlo; porque desde que contamos con que el Virrey nos entregará esos papeles al momento que a él se le den, debemos poner a la india en el caso extremo. Usted sabe, señor doctor, que de un momento a otro llega el Excelentísimo señor conde del Villar a reemplazar al de Toledo; y que si aquel llega de nada nos serviría estar arreglados con éste, porque los papeles serían entregados al primero, al Virrey.

-Sí, pero V. R. sabe que el Conde del Villar viene de amigo, y por nuestros amigos; y que con su gobierno es probable que quede sólidamente deslindado el terreno de la potestad eclesiástica, y libre de las trabas que los libertinos le han puesto hasta aquí.

-Convengo, caro amigo: pero eso es también sujeto a emergencias y complicaciones... y los papeles... En fin, puesto que contamos con el que hoy es Virrey, que lo hemos rendido, y que no tiene más remedio que acceder a nuestro intento para salvar a su amiga, yo entiendo, doctor, que debemos obrar.

  —348→  

-Pues, señor Guardián, ¡al instante!

El padre Adres dio inmediatamente sus órdenes para que Mercedes fuese rigorosamente encarcelada en uno de los sótanos de la Inquisición que tenían su entrada secreta por el piso de la sala del consejo. El padre esperaba con ardor el resultado de la diligencia. Pero un momento después, volvió uno de los esbirros que habían ido a ejecutarla diciendo que el cuarto que ella habitaba se había encontrado solo y abandonado; y que los vecinos declaraban que hacía dos o tres días que no se le había visto por allí.

El padre Andrés se llevó las manos a la frente con un ademán de profunda desesperación, y exclamó: «¡Se habrá escapado!»

-¡Eso es imposible! -dijo al instante el Fiscal-. Necesariamente está oculta -agregó después de haber pensado un instante-; ¡y lo está en la casa de algún maricón! Dé órdenes V. R. en nombre del Santo Oficio, para que sean destapadas en las calles in mediata mente, todas las mujeres de saya y manto que se encuentren.

-¿Puedo hacerlo?

-Sí, señor.

  —349→  

-¡Pues que se haga! -dijo el Guardián; y sus esbirros salieron a cumplirlo.

-Haga, su Reverencia que me busquen al momento a un maricón llamado Miguelito, que vive en el barrio de Santa Rosa; que me lo traigan aquí al instante; porque es por él que lo vamos a averiguar todo.

El maricón de ese nombre, que ya otra vez hemos visto en conferencia con el Fiscal, fue traído en efecto. Aterrado con las amenazas de tortura que ambos inquisidores le hicieron, vil por naturaleza, desleal e infame, por hábito y carácter, seducido también por ofertas ventajosas, se comprometió a descubrir y denunciar el paradero de la malhadada Mercedes, y salió con ese objeto.

-Esto quiere decir, señor Fiscal, que el caballero Virrey se ha burlado de V. S., que ha querido engañarme a mí, al mismo tiempo que nos ofrecía todo, se rebajaba al papel de delator; pues él es necesariamente quien ha advertido a la chola de todo para que se esconda.

-¡Voy ahora mismo a verlo! -dijo el Fiscal irritado-, porque semejante conducta es intolerable: y le diré bien claro que doña Milagros sucumbirá si no se encuentra a esa Mercedes.

El Virrey se puso furioso de que se hubiese concebido   —350→   contra el reproche tan infamante; y el Fiscal volvió a decir al padre Andrés que estaba convencido de que aquél era inocente.

El hecho es que el día se pasó sin que los esbirros de la Inquisición hubiesen podido encontrar a Mercedes. Por lo que el Fiscal Estaca, fatigado de la tarea tan larga que se había dado, se retiró a descansar, dejando al padre Andrés acompañado solo del padre Romea el antiguo novio de doña María, que había venido a ser hombre de las más íntimas confianzas del superior.

Eran ya como las once o más de la noche y crecían de más en más las ansiedades y el despecho del Guardián, cuando Miguelito todo apurado entró al convento por una puertecita falsa que quedaba abierta en las noches de grandes quehaceres.

No bien vio el Guardián al maricón, cuando corrió ansioso hacia él, y le preguntó:

-¿Y bien, hijo?..., y bien, ¿qué has logrado?

-¡Ah, santo padre!.... ¡Toda Lima he recorrido!... ¡He trabajado, señor!

-¿Y qué has logrado?

-¡Lo he logrado todo, santo señor!

-¿Sabes ya dónde está?

  —351→  

-Ya lo sé.

-¿Oculta?

-Oculta.

-¿Has estado con ella?

-No, señor; pero eso no importa, ¡es como si la hubiera visto!

-¡Gracias, hijo! -dijo el padre con un gusto infinito-. ¡Toma mi bendición! Veamos: ¿dos esbirros? -gritó el padre-, que vayan ahora mismo contigo, y que la lleven inmediatamente al Santo Oficio, al sótano designado: que cuando la pongan allí vengan a advertírmelo al instante para ir yo.

Eran ya las tres o cuatro de la mañana, cuando el padre Andrés, acompañado del padre Romea, salía de su celda y se dirigía a la casa del Santo Oficio, donde ya gemía aprisionada la infeliz descendiente de uno de los nobles más elevados del tiempo de los Huincas.

Antes de salir, el padre Guardián se tocó el pecho para ver si llevaba bien acomodado un agudo puñal de que se había armado.

-Es precaución necesaria -dijo el padre a su compañero- habiendo de haberlas con un demonio encarnado como esa bruja.

  —352→  

Don Antonio le respondió: «-Hace muy bien S. P.» Muy disimuladamente se llevó la mano al pecho, y empuñó también con fuerza otro puñal que llevaba escondido allí.



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ArribaAbajoCapítulo XXXVI

La crisis


Al mismo tiempo en que la pobre Mercedes era arrastrada a los horribles calabozos de la Inquisición, símbolos de la muerte inevitable y de la tortura, que era peor mil veces que la muerte, Mateo completamente ajeno de lo que le sucedía a su amiga, entraba por uno de los más solitarios arrabales de Lima: seguido de ocho negros robustos, cuyas anchas espaldas y color de ébano lustroso se percibían aún en medio de la oscuridad de la noche; pues venían desnudos hasta las cinturas, y con las mangas de sus camisas arrolladas hasta los codos.

Entraron en la ciudad con la mayor cautela, y sin pronunciar una sola palabra en todo el camino.

  —354→  

Verdad es que sería muy difícil para un lector nuestros días, el formarse una idea cabal de la inmóvil soledad en que estaba sumida una de nuestras antiguas ciudades durante la noche: ni alumbrado, ni cafés, ni tiendas, ni gentes de ninguna clase se veían en ellas; y después de las nueve de la noche callaba el baile, cada pájaro ganaba su nido, y el silencio del sueño reinaba en las calles, cobijando cuando más, una que otra aventura reservadísima y solitaria.

Al favor de esta soledad, pudo Mateo llegar con sus compañeros, sin que alma viviente lo hubiese encontrado, hasta una puertecita pequeña que estaba a espaldas de las habitaciones de don Bautista. Daba esta puertecita a un cuarto enteramente vacío, de los que llamamos redondos por no tener comunicación alguna con otras dependencias. Nada se notaba allí, sino una alacena vieja incrustada en la pared.

Mateo entró con los demás, cerró la puerta por dentro, y dirigiéndose a la alacena, golpeó sobre una de sus tablas dos o tres veces. Un momento después giró movido por un resorte uno de los tablones laterales de ella, y quedó al descubierto un vacío angosto hecho dentro de la pared, en el que se percibía una estrechísima escalerita   —355→   que descendía a las profundidades del piso. Mateo entró haciéndose seguir de los otros: bajaron como quince escalones, y se encontraron entonces en una especie de galería subterránea, en cuyo otro extremo se oyó una voz baja y prudente que decía: «Mateo, vuélvete a cerrar la entrada. Caballeros, sigan ustedes adelante hasta aquí.»

Aquella galería subterránea estaba en una perfecta oscuridad: los ingleses siguieron caminando como a tientas, hasta que desembocaron en una especie de cuarto, alumbrado apenas por una lamparita de espíritu de vino.

Allí estaba don Bautista, que apenas vio a los ingleses, preguntó:

-¿Milord Henderson?

-¡Yo soy, señor!

-¡Dios le haya traído a usted, Milord!

-Así lo espero, señor Lentini.28

-Conviene, Milord, que dejéis vuestros soldados en este sótano y que subáis conmigo.

-Estoy a vuestras órdenes.

Henderson repartió entre su gente algunos buenos víveres   —356→   y frutas, de que le proveyó el boticario, y recomendando mucho a Oxenhan que los conservara en buen estado, y les hiciera guardar silencio, subió con don Bautista una estrecha escalerita que les llevó al laboratorio de éste, por una alacena que servía de puerta oculta, como la del otro extremo.

En uno de los extremos de la mesa del medio don Bautista había preparado un pequeño espacio, separando a un lado los atados de yerbas y los frascos y otros mil utensilios que le atestaban, y había dos vasos al lado de una botella de un riquísimo licor restaurante que él había elaborado para obsequiar a su huésped.

-Supongo, Milord -dijo el boticario haciendo sentar a Henderson en una silla, y tomando él otra a su vez-, que comprenderéis bien que estamos ya en una situación que no puede durar sino horas, porque así...

-Si queréis, señor Lentini, que sea ahora mismo: vos sois el general: ¡mandad y yo ejecuto al momento!

-Me encanta vuestra calma -le dijo don Bautista echándole licor en el vaso-, ponedle un poco de agua y os quedará mejor... Permitidme que os diga que tengo mucha experiencia de los hombres de guerra y de revolución; y que veo ya que se puede contar con vos.

  —357→  

-¡Gracias!

-¿Y vuestros hombres?

-¡Irán adonde yo vaya! Me sería sumamente satisfactorio que nos pongáis pronto a prueba.

-Son las doce de la noche... Y será mejor -agregó reflexionando el boticario- esperar una o dos horas más.

-¡Sea!... Pero si conocéis los motivos que me han traído, podréis calcular el estado de mi alma.

-De cierto que los conozco. y porque sé la pasión que abrigáis y la horrible situación en que sabéis que está vuestra...

-No continuéis, señor Lentini. Me hacéis mal con esas palabras; porque me quitáis la calma con que estoy resuelto a obrar.

-Os iba a decir solamente, que por eso mismo es que me habéis hecho tan buena impresión.

-Espero merecerla aun más... ¿Dos horas, decís?

-Una o dos, ya lo resolveremos.

-¿Cuál es vuestro plan?

-Escalar el edificio: hacer volar la puerta principal: aprovecharnos de la sorpresa y libertarla.

-¿Y cuál es vuestro interés en todo eso?

  —358→  

-Os lo diré más detalladamente dentro de un momento: bástaos saber por ahora que estoy asechado tal vez para ser descubierto: tengo, pues, que huir y salvarme, lo que me sería imposible sin vuestra ayuda y sin vuestro buque. Si me queréis salvar a mí solo dejando a doña María, ¡partamos! Ya estoy pronto -dijo el boticario levantándose.

-Sentaos.

-¡Eh bien!, ¿sabéis mi interés ahora?

-¡Ya!

-Ya veis, pues, que nos necesitamos ambos.

-Pagáis caro la codicia, ¿eh?

-¡Alto ahí, joven! -dijo el boticario tomando un tono lleno de dignidad-. Yo debía haber pensado que el que os ha recomendado a mí, os hubiera impuesto mejor de quién soy yo, y por qué hago lo que hago; y ya que no lo ha hecho y que me provocáis, os diré con orgullo que mis motivos son más nobles, no sólo que la codicia, sino que los vuestros.

-¿Queréis ofenderme? -le preguntó Henderson con calma y seriedad.

-No sería éste el mejor momento; quiero solo apelar a vuestro juicio y a vuestra propia conciencia... ¿Cuál   —359→   es primero para vos, ¿la vida de la patria o la vida de vuestra amada?

-La de la patria.

-Pues bien, yo he venido a esta tierra a vengarme, a hacer guerra al que pisa con sus plantas el cadáver de la que fue mi patria: el pirata, el bandido, el ladrón, el aventurero, el indio, todo aquél en fin, que quiera levantar una arma contra el rey de España, me contará entre sus aliados; por eso he servido a vuestro jefe; que a fe mía, ¡bien lo merece por sus méritos!

-¡Ah, señor Lentini! Perdonad.

-¿Conocéis la historia de Sicilia?

-Creo que sí; y os iba a preguntar si descendéis del Lentini que acompañó a Juan de Prócida, en su terrible venganza contra los franceses.

-Sí, desciendo de él; fue mi bisabuelo: y mi vida se ha gastado entra las crueles amarguras que él nos legó con el despotismo de Aragón.

-¡No era menos el de Carlos de Anjú que él acudió!

-¡Él hizo bien, y yo también he hecho bien!... Él vendió la patria al Aragón para arrancarlo al francés; y yo la vendería cien veces al francés para arrancarla al Aragón.

  —360→  

-¿Y qué ganáis?

-Que se destruyan unos con otros sus enemigos.

-Política falsa, señor: política sin porvenir. Porque consiste toda en crear redes que acaban siempre por enredaros, o por enredar y diezmar a vuestros nietos cuando menos, como vos mismo lo experimentáis con la política de Prócida.

-Es la única posible.

-No veo porqué.

-Porque necesitamos que el sacudimiento venga de afuera: el pueblo italiano está postrado.

-Dedicaos entonces a darle vida.

-¡No!... ¡La obra primera es dar muerte a sus asesinos!

-No quiero contrariaros, señor Lentini: os veo rebosando de una pasión que respeto... ¿Habéis llevado una vida agitada, eh?

-He estado donde quiera que se ha luchado contra la España: en Florencia con el Carducio y el Ferrucio: en Génova con Pablo Fregosio: en Milán; por todas partes, en fin, donde se lucha contra el rey de España... Por eso me he arreglado con Mr. Drake: es el único que tiene hoy alzada la bandera de la guerra después que todos han caído.

  —361→  

-¿Y la Holanda?

-¡Allá me voy, si salvo de aquí!

-Comienzo a admiraros.

-No tengo nada digno para ello, Milord, sino mi odio.

-Sí, pero el odio es una arma que necesita de un brazo fuerte; y yo admiro en vos ese brazo.

-¡Oh! Lo tendré alzado mientras viva; porque esos bárbaros ahorcaron a mi padre en Nápoles, tomado cuando cayó Génova.

-¡Ah!, ¿de ahí vuestra divisa?

-De ahí.

-Extraño es, que siendo quien sois, hayáis podido entrar y estableceros en estas colonias.

-Lo conseguí al favor de mi persistencia: de Génova huí a Francia, y de Francia pasé a Inglaterra.

-¡Ah!, ¿habéis estado en Inglaterra? -le preguntó Henderson con interés.

-Y he visto colgar allí, por el partido español al Duque de Suffolk.

-¡Mi abuelo!

-¿Era vuestro abuelo?

-Sí, señor; era mi abuelo.

  —362→  

-He ahí la historia de todos los hombres de nuestra época: el puñal, el verdugo o la horca la han escrito con las cabezas de nuestros padres, ¡y la seguirán escribiendo con las nuestras!

-Me interesáis de más en más, señor Lentini. Continuad vuestra historia.

-¡Pues bien! Como vos lo sabéis, Felipe II, como Tiberio el tirano de Roma, ha puesto un empeño particular en degradar al pueblo español: profundamente disimulado, cobarde y bajo, severo para con los otros, indulgente, para consigo mismo y disoluto, no ha sabido ser hombre, sino fiera sobre el trono; y se ha complacido, como os he dicho, en degradar a su pueblo.

-¡Un noble pueblo por cierto! -dijo Henderson con espontaneidad.

-¡Será! Yo no conozco de él sino los soldados que oprimen a mi patria y que degollaron a mi padre.

-¿Habéis conocido a Felipe?

-Sí.

-Dicen que es hombre de gran cabeza.

-Os diré lo que pienso de él: Felipe es reflexivo y frío: tiene la vista penetrante y es perseverante en sus miras: su constancia para los reveses no es común a pesar   —363→   de que todavía no ha pasado por grandes. Su exterior es reservado y severo, y no obstante cuando quiere usa de maneras afables y graciosas. Es indeciso, tímido, devoto, supersticioso; es cruel y ambicioso desde el fondo de su gabinete; y cuando una vez ha tomado a la sombra alguna resolución, ya no hay cosa ninguna que pueda hacerlo cambiar sino el miedo personal, y por lo que hace al crimen, lo comete con entera facilidad, yendo un momento después a fortalecer su alma contra el escrúpulo, con ciertas prácticas devotas que reserva para el caso. Sombrío y violento en sus pasiones, todo lo sacrifica a su interés. Déspota por instinto y por placer, no saborea el gobierno, sino aterrando y envileciendo; y a pesar de su enorme poder, su gusto es emplear los medios bajos y rastreros. Pues bien, desde que este príncipe entró a gobernar sus reinos, el poder de los inquisidores no conoció limites en ellos: los espiones y los esbirros se han introducido en el interior de las casas, desterrando las dulzuras de la amistad y esa confianza mutua, sin lo que no hay garantía para las relaciones sociales. Los españoles han perdido su industria, y todas las otras ventajas de la fertilidad de su suelo; y millares de extranjeros se han lanzado como sabéis a hacer el   —364→   contrabando en España y en América. Entre ellos, un antiguo amigo mío, un compañero de infancia, ha llegado a una gran riqueza en Cádiz bajo el nombre de don Benito Onetto. Informado de mis relaciones con él, algunos amigos de Inglaterra como Mr. Drake, Mr. Hawkins y otros, me encargaron de arreglar con Onetto un gran negocio, que consistía en procurarles él las noticias oficiales sobre flotas y galeones, y repartir las ganancias de las correrías y contrabando que ellos hiciesen al favor de sus revelaciones. Logré hacer ese arreglo; y como fuera preciso un agente principal, me ofrecí yo; porque lo que yo quería era guerra, y guerra a muerte, contra la España y su poder. Desde el momento, se vio que el gran golpe era atacar las costas del Perú, y me resolví a venirme a Lima, para prepararlo con anticipación. Vos podéis decir si lo he logrado. ¿Me conocéis ahora?

-Y el golpe de que ahora tratamos -dijo Henderson sin contestarle-, ¿cómo lo habéis preparado?

-De ningún modo: es preciso darlo como desesperados: somos diez hombres resueltos: llevaremos un barril de pólvora: asaltaremos el edificio con una escalera aterraremos a los esbirros; haremos abrir o volar las puertas de las prisiones; sacaremos a vuestra querida...

  —365→  

-¡Y a Juana! -dijo Henderson con viveza.

-¿Y a Juana también?

-¡Sí!

-Nos demandará más tiempo

-¡No importa!, ¡estoy comprometido!

-¿Estáis comprometido? -preguntó asombrado el boticario. ¿Con quién?

-¡Básteos saberlo!

-¡No! ¡Necesito saber cómo y con quién habéis hablado o tomado ese compromiso! -repuso alarmado don Bautista.

-Con uno de mis marineros; el autor de esta empresa, que la conoció a bordo y se enamoró de ella.

-¡Me quitáis una funesta impresión! Creí que era con alguien de aquí; y empezaba a temer una celada... ¡Oh! ¡Dios Santo! -dijo don Bautista pegando un salto y contrayendo todas sus potencias de un modo extraño y repentino.

-¿Qué hay?, ¿qué hay? -dijo Henderson parándose también y desenvainando su puñal.

Mas don Bautista nada le respondió: parecía la estatua de la contemplación, fijo y estático el mirar. Entreabiertos los labios, mientras que poco a poco iba extendiendo   —366→   el brazo derecho y apuntando sin designio, decía con lentitud y como en duda: «¡TEMBLOR!!!»

Para comprender bien la situación de don Bautista, es preciso saber lo que es un temblor. No: el anuncio del temblor no es como se ha dicho un leve y lejano ruido: es mucho más y mucho menos que un ruido: es una conturbación repentina, que el hombre siente dentro y fuera de él a la vez: es un presentimiento fugaz, indefinible, aterrante, que despierta en el alma el pavoroso sentimiento de un trastorno subterráneo, precursor de ruinas y de muerte, inminente, traidor, inevitable. Si el anuncio del temblor fuese un mero ruido, no haría saltar sobre su lecho, con el espanto pintado sobre su semblante, al niño que duerme en todo el abandono de su cándida inocencia: no forzaría a incorporarse y correr despavorido, aun antes de estar despierto, al viejo guerrero acostumbrado a desafiar la muerte en los campos de batalla, a no pestañear siquiera al estampido del cañón.

-¡Temblor!, ¡temblor! -repitió el boticario de más en más animado-. ¡Éste es el momento supremo, milord Henderson! ¡Vuestros hombres! ¡En pie! ¡Salgamos!



  —367→  

ArribaAbajoCapítulo XXXVII

El terremoto de 157929


El padre Andrés acompañado, como hemos dicho antes, del Padre Romea, había salido de su celda a la noticia de haber sido aprisionada ya Mercedes; y se había dirigido a la casa del Santo Oficio, grande y vasto edificio; cárcel, tribunal, y templo a la vez: monstruosa acumulación de objetos, bajo la gran cruz que dominaba su frontispicio: tal el horrible extravío con que la mano del despotismo había sacado un culto atroz de esa religión de ángeles, traída por el Cristo a la tierra.

  —368→  

El padre se dirigió a la sala del consejo; y mientras un esbirro traía a Mercedes, se paseaba agitado de uno a otro extremo. A poco rato, se levantó una tapa del piso y el esbirro levantó a Mercedes, con la misma grosería con que habría levantado y arrojado al piso un saco de inmundicias. El padre inquisidor, sin detenerse a mirar a su víctima, se dirigió a Romea y le dijo: «Llevad a ese hombre hasta la portería; y cerrad bien todas las puertas al volveros para acá.» Don Antonio condujo al esbirro y volvió a presenciar la escena espantosa de aquellos dos amantes de otro tiempo.

-¿Sabes tú -dijo el inquisidor- lo que es tortura?

-La peor tortura es para mí vuestra presencia -le respondió ella con firmeza.

-¡Temeraria! -exclamó el padre haciendo rechinar los dientes-, ¿no ves que ya estás desarmada, y que al fin voy a hacer palpitar tus carnes infernales bajo las uñas de la araña y los morteros del potro? ¿No ves que ha llegado ya el momento de la venganza, y que de hoy en más son ya efímeras tus intrigas y tus arterias? Medio siglo me has tenido bajo el maldito imperio de tus persecusiones: en medio siglo no he tenido una noche sola en que haya podido dormir tranquilo, un   —369→   día en que haya llevado mi frente libre del horrible presentimiento que me inspiraba tu imagen. Mis más risueñas esperanzas han sido ajadas al momento mismo que las concebía con el recuerdo de tu doblez y de tu hostilidad. Bien: ¡ahora te tengo bajo el talón de mi sandalia! -exclamó el fraile sacudiendo su brazo-, ¡y te voy a convertir en masa vil de carne, sangre y polvo!... Pero, aún hay un resto de esperanza para ti, si te humillas...

-¡Jamás! -exclamó Mercedes interrumpiéndolo, con la fiereza de una tigra.

-¿Jamás?

-¡Jamás! -repitió ella con más fuerza.

-Hay todavía, te repito, un resto de esperanza para ti...

-¡La renuncio!

-Si quieres descubrirme...

-¡La renuncio, os he dicho!

-Es decir, inicua, que prefieres descubrirme el paradero de los papeles y de la niña entre los ayes del tormento?

-¡Os he dicho que el peor tormento para mí es tu presencia, fraile! ¡Y si nada consigues con ella, piensa lo que sacarás de tu tortura!

  —370→  

-¡Insolente!

-¡Malvado! ¡Si has pensado triunfar de mí, porque me has aprisionado, te has engañado!... Soy yo la que me he de gozar en el tormento que te está reservado por la mano del justo de los justos, del que conoce tus crímenes ¡renegado! del que te tiene que pedir cuenta de las falsías, de las traiciones, de las impiedades, de los sacrilegios que has cometido hasta blasfemando de su nombre, y arrastrando tus hábitos sacerdotales por la orgía, para después gozarte en el martirio de los que son mejores que tú. Llegará pronto el día ¡bárbaro! en que sentirás las atrocidades del infierno a la vista sola de una niña que el juez supremo te presentará de la mano con su blanco vestido salpicado de sangre, vertida por ti, y su pelo tendido sobre sus hombros: sin hablar ella una palabra, te acusará de ladrón, de asesino, de infame...

-¡Tiembla, hija del demonio! -exclamó loco de furia el Inquisidor, llevando la mano a su puñal.

-¡Tú eres quien tienes que temblar; porque en ese día no hallarás compasión delante de Dios!

-¡Tiembla! -volvió a decir el fraile, trémulo, y sacudiendo a Mercedes por la garganta de su vestido.

  —371→  

-¡Yo no tiemblo! ¡Yo te desprecio! -le dijo ella; y tratando de desacirse con fuerza, le arrojó un esputo a la cara.

-¡Ah! -exclamó el Inquisidor apretando los dientes; y sin otro consejo ya que su cólera, sacó maquinalmente su puñal y lo clavó de un solo golpe todo entero, en el seno de la mujer. Ella cayó para atrás, arrojando un río de sangre por la herida, y sacudiéndose por el piso de la sala con las palpitaciones de la muerte.

El matador se sobrecogió: el P. Romea lo miraba con una impasibilidad fría, con una especie de placer íntimo que se revelaba en el brillo de sus ojos.

-¡Temblor!... -exclamaron los dos al mismo tiempo, quedándose en la expectativa concentrada, que cruza siempre un temblor. Aterrado quizá por su propio crimen, el matador se lanzó hacia la puerta; pero don Antonio, vino como si obedeciese maquinalmente a un designio interior, y se le puso por delante.

-¡Dejadme salir! -dijo el padre Andrés.

-Esperad un momento -le respondió el otro conteniéndolo con fuerza por el brazo.

Al mismo tiempo se oyó cercano el ruido espantable de cien edificios que se derrumbaban; y la tierra temblaba   —372→   como si se hubiese roto en átomos innumerables y movedizos. Pasando por debajo de sus pies el meteoro de destrucción, derrumbó con su rechinamiento horrible las paredes de aquel vasto edificio que los rodeaban30 y los dejó en la más espantosa oscuridad, como en el medio del caos, porque la conmoción había hecho rodar la lámpara.

-¡Dejadme huir! -exclamó el padre Andrés, tratando de desacirse de su compañero.

-¿Queréis huir? -le preguntó éste con el tono del sarcasmo. ¡No! ¡Porque me debéis también una venganza! -exclamó hundiéndolo al mismo tiempo su daga en las espaldas.

-¿Por qué me matáis? -exclamó el Inquisidor con voz desfallecida ya.

-¡Porque me quitasteis mi porvenir, y me traicionasteis! -le respondió Romea dándole otro golpe final, y huyó al mismo tiempo que el techo se desplomaba sobre los cadáveres.

Saltando por sobre el hacinamiento de escombros que cubría el suelo, y al ruido de las casas y de las Iglesias que se seguían derrumbando, salió el padre Romea al   —373→   gran patio de la Inquisición; y al tomar corriendo una de las galerías que llevaban a la calle, atropelló una partida de hombres que se lanzaban por sobre las ruinas a lo interior del edificio. Ellos lo rodearon al momento, y poniéndole al rostro una linterna sorda lo reconocieron.

-¡Oh! -exclamó don Bautista-, ¡aquí tenemos un guía!... ¡Seguidnos! -agregó tomándolo con fuerza por el pecho y abocándole una pistola.

Romea se quedó aterrado, y se entregó sin defensa.

-¡Conducidnos a los subterráneos en que están María y Juana, o vais a morir! -le dijo el boticario.

-¡Señor!, ¡por Dios! ¡Se derrumba todo el edificio sobre nosotros! ¡Salvémosnos!

-¡Conducidnos pronto! -exclamó Henderson desesperado, poniéndole la espada desnuda al pecho.

-¡Piedad! -exclamó don Antonio en una situación cruel dejándose arrastrar hacia adentro.

Vagaban en los patios del edificio, como sombras despavoridas, algunas de las víctimas allí aprisionadas que habían podido salvar de la catástrofe, mientras que otras estaban ya enterradas bajo de sus escombros.

-¡María! ¡María! -gritaba Henderson.

  —374→  

-¡María! ¡María! -gritaba el boticario arrastrando a don Antonio.

-¡Juana! ¡Juana! -gritaban Oxenhan, con una voz de estentor.

-¡Socorro! ¡Socorro! -oyose decir al fin, con una voz ahogada que parecía salir de un sepulcro; y acudiendo hacia allí los piratas, dieron con una puerta que permanecía cerrada.

-¡Es María!, ¡es mi María! -gritaba Henderson con la exaltación de la alarma y de la ansiedad-. ¡Ea, muchachos, derribad la puerta!

Un momento después caía la puerta al empuje de diez hombros vigorosos; y Henderson anegado en lágrimas y frenético de amor, estrechaba entre sus brazos al ídolo de su alma.

-¡María! ¡María!, ¡soy yo! -exclamaba-, ¿qué, no me reconoces, ángel de mi vida?, ¡soy tu Roberto!, ¡tu esposo! -y el ardoroso joven la estrechaba contra su pecho, la besaba, la bañaba con sus lágrimas, mas rebosando de placer y de entusiasmo. ¡Al fin te veo! ¡mírame, bien supremo de mi vida! ¡Aquí estoy! ¡Estoy a tu lado para salvarte o para morir contigo, como te lo había prometido!

  —375→  

La pobre niña, entumida y absorta por el dolor y la sorpresa, no podía darse cuenta de lo que veía, ni de lo que lo pasaba.

-¡Roberto! -decía desatentada-. ¡Por Dios! ¿qué es esto?, ¡tengo miedo!, ¡sálvame, por Dios!

-¡María mía! ¡Vuelve en ti! ¡Reconocedme! ¡Yo soy Roberto! ¡Mírame! ¿Me ves? -le dijo el joven poniéndole la mano febril sobre la frente, y alumbrándose él mismo el rostro con la linterna-. ¿Me ves?

-¡Santo Dios!, ¿qué veo? -exclamó ella-. ¡Roberto! ¡Roberto! -agregó y se dejó caer desfallecida entre los brazos de su querido.

-¡Amor mío! -le decía éste-, ¡levanta!, ¡cobra fuerzas!, ¡que es preciso escapar, para amarnos eternamente y libres de enemigos!

-¿Escapar para amarnos? -dijo ella-. ¡Sí! -agregó cobrando una energía trémula y nerviosa-, escapémonos para amarnos siempre, Roberto; ¡porque yo te amo sobre todas las cosas! ¡Porque yo no puedo vivir sin ti! ¡Yo llamaba y pedía la muerte antes de verte; pero ahora quiero vivir!, ¡quiero vivir, Roberto!, pero quiero vivir a tu lado, ¡viéndote!, ¡viéndote siempre!

-Milord -dijo don Bautista-, ¡aprovechemos del tiempo   —376→   y de los favores del Cielo! ¡Poneos de rodillas al momento! ¡María, poneos de rodillas a su lado!

Y ambas, maquinalmente casi, obedecieron levantando sus manos al Cielo.

-¡Ea, sacerdote! -dijo el boticario arrastrando a don Antonio y poniéndole la pistola al pecho-, ¡echad vuestra bendición sobre esa pareja!, y si no servís para eso os despacho aquí mismo -agregó con un tono que no dejaba duda alguna de su resolución.

Don Antonio echó su bendición sobre los esposos sin levantar su vista del suelo.

-¡Te has salvado! -le dijo don Bautista guardando su pistola-. Hijos míos -agregó dirigiéndose a los marinos de Henderson-, amarrad bien en ese poste a ese hombre (designando a don Antonio) para que no pueda delatarnos a tiempo.

Los marinos tomaron a don Antonio y lo amarraron.

-¡Cargad ahora en vuestros hombros a esa niña, y seguidme! ¡Pronto, Milord! ¡Pronto, hijos!

-¿Y Oxenhan? -exclamó entonces Henderson lleno de inquietud.

-¡Aquí está! -respondió Oxenhan viniendo de la obscuridad y depositando en el suelo una mujer desmayada.

  —377→  

Era Juana.

-¡Cargadla también! -exclamó Henderson-, ¡y seguidnos!

-¡No! -respondió Oxenhan-, a ésta nadie la carga sino yo.

Y rápidos y resueltos cruzaron el edificio y salieron a la calle.

En aquel mismo momento, otro remesón, es decir, otro terremoto31 estallaba con nueva furia; y la población entera de Lima corría despavorida hacia las plazas y hacia los arrabales para huir del desmoronamiento de las paredes. Los niños y las mujeres lloraban a gritos y andaban desnudos y perdidos por las calles: los padres de familia llamaban, ordenaban, se lamentaban, y huían también; y bandadas de negros y de negras esclavas, con aquella exaltación y locuacidad propia de las razas africanas, levantaban una horrorosa algazara de lamentos y de maldiciones, a la que parecían hacerse coro innumerables cientos de perros que echaban al aire sus tétricos y aterrantes aullidos.32

Silenciosos y resueltos, al favor de la horrorosa confusión   —378→   que reinaba, don Bautista y sus amigos atravesaron la ciudad inapercibidos, y se dirigieron a la rada de Chorrillos.

Contaban con encontrar allí al resto de la partida que había quedado en las ruinas de Pachacamac; que Mateo había ido para conducirlos, montado en una buena mula.

En efecto: ambas fracciones llegaron a la bahía, con poca diferencia, a las ocho de la mañana del día siguiente.

Suttonhall, siempre diligente y precavido, cruzaba a la vista de la costa solitaria. Se le hizo una señal convenida; y afirmó hacia la tierra la proa de la Fidelidad, vino en pocos minutos a situarse cerca de la costa; mandó a tierra los botes; y unos instantes después, Henderson con su María, Oxenhan, Juana, el señor Juan Bautista Lentini y todos los marinos, tomaban pie dentro del buquecillo y atronaban las vastas soledades del mar con los gritos del regocijo y de la alegría.

Lleno de orgullo el señor Lentini respiraba con toda su alma el aire del océano y repetía paseándose sobre la cubierta: «¡Al fin soy libre! ¡Al fin puedo ser yo mismo!»



  —379→  

ArribaAbajoCapítulo XXXVIII

En el mar


Estaba ya muy entrado el día, cuando el padre Romea fue visto de los curiosos que investigaban por la ciudad las ruinas del terremoto. El padre narró a todos su aventura con el calor y el despecho que era de esperar, incitando a las autoridades a que tomasen medidas y persiguiesen a los piratas. Pero el espanto, la confusión la falta de voz y de gobierno en que la catástrofe había dejado a Lima, hacían que nadie le creyese. Creían los más que había sido víctima de alguna partida de negros que salteaba y robaba al favor del trastrono; y atribuían el carácter de piratas que él les daba, a su conocida pesadilla contra estos y contra él celebre Henderson, sobre   —380→   todo. Era en vano que jurase y afirmase que él había visto a este jefe; que lo había visto, ayudado del boticario y de otros ingleses disfrazados de negros, levantar y llevarse a doña María y a Juana: nadie le creía, y nadie tomaba el menor interés por un suceso que parecía extravagante y absurdo, cuando tantos descalabros, tantas pérdidas, tantos dolores, tanto terror, había allí a la presencia de todos.

El padre Romea se enfurecía, corría por las calles, predicaba, llamaba a la multitud, andaba de los alcaldes al Virrey, del Virrey a los alcaldes; y tal era la exaltación de sus acciones y de su proceder, que ya habían empezado a tenerlo por loco.

El padre Cirilo era el único que entreveía algo de verdad en estos asuntos.

Para colmo del despecho de don Antonio, la casa que habitaba el boticario había quedado en ruinas, y era imposible en el primer momento, sabor, si éste había escapado, o si se hallaba sepultado bajo de ellas.

Había también en las relaciones del padre Romea un punto flaco que ya había sido notado por muchos; y era el paradero del padre Andrés. Romea se guardaba muy bien de decir lo que había sido de él, ni que estaba sepultado   —381→   entre las ruinas del edificio; porque temía que yendo allí a sacarlo, lo viesen las heridas, y por algún indicio casual descubriesen la verdad.

Pasaron así seis días, sin que se tomase medida alguna; y caía ya la tarde del sétimo día, cuando fondeando un barquichuelo español en el puerto del Callao, bajó a tierra todo azorado su capitán asegurando que había escapado milagrosamente a un pirata inglés de velas negras. Agregaba que su escape lo había debido tan solo a que navegaba en las mismas aguas de dos galeones ricamente cargados, cuyos nombres daba el capitán, y de cuya persecución se había ocupado el pirata exclusivamente. Decía además, que había visto apresar a uno de los galeones, y que quedaba el pirata dando caza tan de cerca al otro, que probablemente no se le escaparía.33

Esta noticia cayó en esa noche como un rayo, como una nueva catástrofe, sobre la afligida Lima. Se produjo entonces la reacción con respecto al padre Romea y su extravagante historia cobró todos los accidentes de una verdad palpitante e insoportable. Entró el furor de la actividad en todos los empleados: se despacharon   —382→   chasques por toda la costa, se armaron dos buques veleros en el Callao, y entre las historias del terremoto, la inaudita audacia de los herejes comenzó a ocuparla primera línea.

El padre Romea se lanzó por tierra con una partida de voluntarios, hacia las costas y poblaciones del norte: iba predicando e incitando, con un crucifijo en las manos a todas las gentes de las campañas y de las villas a que se alzasen y mostrasen su celo por la defensa de la fe y de la dignidad del Reino; y en efecto, lograba a su paso dejarlo todo en fervor y actividad.

Entre tanto, Henderson y Oxenhan, que calculaban bien lo que debía haber sucedido desde que hubiese llegado el buquesillo que se les había escapado, habían afirmado su rumbo hacia el Istmo, y contaban con llegar antes que los partes de alarma. Habían resuelto no abordarla tierra, sino de noche, en precaución de una sorpresa, y contaban con el eficaz auxilio de los indios sus amigos.

Esto es por lo que hace a los proyectos políticos, diremos así, de la empresa. En cuanto a la situación de los corazones, el lenguaje es impotente para verter las delicias que Henderson gozaba con el amor y la vista de   —383→   su idolatrada María. Oxenhan estaba sumido en las amarguras del dolor y de la resignación: era demasiado tosco, demasiado rudo, para que Juana, naturaleza delicada y chispeante, pudiese amarlo ¡y él lo había comprendido! Juana lo llenaba de demostraciones de gratitud; lo llamaba su padre, su protector; pero le había dicho con una gentil franqueza que no podría amarlo como marido; le había pedido perdón por ello: había llorado con él de verlo sombrío y macilento; ¡Oxenhan había comprendido que no sería amado jamás!

Al fin divisaron las costas del Istmo a la caída de una bellísima tarde; y enderezaron firmemente hacia ellas. Al poco rato las sombras de la noche habían ya cubierto el mar; y como no había luna, las estrellas reverberaban con aquella luz fugaz y palpitante con que brillan al través de la atmósfera de las noches obscuras bajo el cielo diáfano de los trópicos.

Doña María, reclinada encima de cubierta sobre el pecho de Henderson, y sostenida por el brazo con que éste le rodeaba la cintura, tenía sus ojos preciosos levantados hacia el rostro de su amado, llena su mirada de aquel fuego indefinible de la pasión y de la felicidad suprema a que puede aspirar un mortal sobre la tierra. Su blanco   —384→   vestido se extendía cubriendo los pies de su marido; y los largos rulos de sus cabellos caían como seda brillante sobre las faldas de Henderson que los batía con sus dedos con una delicia suave y exquisita.

-¿Te acuerdas de aquella estrella, mi María? -le dijo Henderson con una voz insinuante y trémula de pasión, mostrándolo el planeta Venus.

-¿Y cómo no me he de acordar, mi Roberto? -le respondió ella, y completó el sentido de sus palabras apretando con dulzura la mano de su marido contra su pecho-. La he recordado tanto, querido mío, que jamás podía imaginarme tu semblante bajo otra forma que la de esa estrella. No puedes tú figurarte las angustias que esto me ha causado: quería traer a mi memoria tu rostro tal cual es, para gravarlo en mi alma, para poseerlo, para contemplarlo, para mirarte; y no sé qué mano fugaz e invisible te borraba al mismo tiempo que ya te iba a concebir, que ya te iba a tener; huía de mí tu imagen, y me quedaba solo el disco diamantino de esa estrella deslumbrando mis ojos bañados en lágrimas de melancolía. ¡Cuántas veces, Roberto, hubiera querido pasar mi mano sobre esa luz perenne en mis pupilas, para borrar ese su brillo hermoso que me impedía ver el de tus ojos,   —385→   y percibir esos tus labios con que me habíais jurado tanto amor! Pero mis esfuerzos eran vanos: la estrella se ponía siempre delante de ti. Algunas veces lo tomaba yo por un horrible presagio, y me desesperaba y desfallecía. Otras veces me decía: esto no es otra cosa que la ardentía de mi pasión: ¡es ella quien quita a mi mente la tranquilidad que sería necesaria para que el recuerdo de aquel amado rostro se estampase en su superficie! Mis emociones, mis palpitaciones, son demasiado vivas, demasiado tumultuosas para dar lugar a que se forme la idea. ¡Pues bien! (me repetía yo) si es por exceso de amor que sufro este tormento, ¡bienvenido sea! ¡Es porque lo amo demasiado!, y eso bastaba para extasiar mi alma ¡amado mío!... Pero ahora que te veo, y que puedo pasar mi mano, así, sobre tu rostro ¡qué bello!, ¡qué suave!, ¡qué amigo me parece el resplandor de esa estrella!

-¡María! ¡María! -le decía Lord Henderson, oprimiéndole suavemente los labios con la palma de la mano-. ¡No hables así, por Dios! Que temo que me envidien hasta los Ángeles; y que Dios juzgue que esta dicha mía es demasiado grande para un pobre mortal.

-¿Y por qué ha de creer eso Dios, que es todo amor   —386→   y todo benignidad, cuando ésta no es sino la compensación justa de las grandes amarguras con que nos ha probado? ¡Yo no temo, Roberto! mi pureza misma me da confianza: yo dejo a mi corazón que estalle: dejo a mis labios que copien con palabras el mundo de amor que rebosa en mi alma; y todo, todo, me parece escaso para decirte que te amo, y ¡cómo te amo!

-¡María! ¡María! ¡El exceso sublime de la pasión y de la ternura me ahogan! -dijo Henderson bañando en lágrimas el rostro de su esposa-. ¡Estoy oprimido, sofocado! ¡Déjame salir por un momento del círculo mágico de tus encantos para sentir que estoy en la tierra y que soy un mortal! ¡Para sentir siquiera que esto no es un sueño que eres tú, en fin, a la que oigo y sostengo entre mis brazos!

-¡Capitán! -dijo una voz sombría por detrás-, se acerca el momento de examinar la costa y de desembarcar.

-¡Ah!, ¿eres tú Oxenhan?

-Perdonad, señor, os interrumpo por deber -agregó el marino con una voz ronca y llena de melancolía.

-No, mi querido Juan, no tengo nada que perdonarte, sois intachable y os amaré...

-¡Gracias!

  —387→  

-¡María mía! -dijo el joven dirigiéndose a su esposa-, es preciso que te bajes, porque el momento exige un trabajo asiduo aquí. Ven, te conduciré; y ambos jóvenes bajaron a la camarilla del buque enlazados por el brazo.

Cuando Henderson volvió a subir, Oxenhan tenía el timón con una calma y una energía perfecta.

-Yo soy quien tengo que pedirte perdón, mi querido Juan, de haberte hecho presenciar una escena que debe haber destrozado tu alma... Pero, Juan, sufre por algún tiempo: yo te prometo que María y yo haremos inclinar el corazón de Juana hacia el prestigio de tus sublimes prendas.

-¡Aún no me conocéis, Milord! Si creéis que pueda haber sentido otra cosa que íntimo placer al veros tan feliz -dijo el marino con una franquísima honradez. Por lo que hace a Juana, Milord, no intentéis nada: tiene un corazón demasiado noble para resistiros; si la forzáis por medio de la gratitud y del deber, sería capaz de condenarse al sacrificio: ya me lo ha dicho, Milord: su alma es española, soberbia y noble por esencia; si hablarais con ella, como yo he hablado, veríais que me parece la hija de un duque, tanta es la dignidad genial que la distingue. ¡No, Milord! No quiero ya nada, sino que me   —388→   hagáis un servicio en caso que muera, como me lo dice un horrible presentimiento que tengo dentro del alma.

-La melancolía os vuelve niño, ¡bravo Oxenhan!, ¿por qué habéis de morir, cuando apenas nos quedan ya sombras lejanas de peligro?

-¡Tengo un presentimiento!, y os confieso que me tendría por feliz, si muriese luchando en una batalla contra bravos enemigos: ¡me gustaría arremeterlos, acuchillarlos, aterrarlos, y recibir en el momento del triunfo un balazo de lleno en el corazón! -exclamó Oxenhan con la ardentía de un veraz entusiasmo.

-¿O un abrazo de Juana? -le dijo Henderson.

-¡No seáis cruel, Milord! -le respondió el bravo marino con una amargura tan sentida, que el joven se arrepintió de haberle querido inspirar aquella esperanza.

-¡Vive Dios, Juan, que hacéis una cosa incomprensible! ¡Pensar en presentimientos cuando hemos triunfado! ¿No estamos en el mar? ¿No es la mar el reino sin límites que Dios ha entregado a la bravura del inglés? ¡Vamos, Juan! ¡Fortaleza!

-¡Eh, Milord!, ¿pues qué pensáis que me falta fortaleza? ¡Sois aún muy joven para saber lo que pasa dentro de un hombre como yo!

  —389→  

Henderson se sonrió con indulgencia, y le dijo:

-También tenéis razón, mi querido Juan.

-Vamos al caso: ¿queréis hacerme el servicio que os he indicado?, ¿sí o no?

-¡Sí, Juan, sí!

-Pues bien: tomad este papel, y si llegáis algún día a ver al Almirante, entregádselo de mi parte.

-¡Juan! -le dijo Henderson poniéndose serio-, ¿qué premeditáis?

-¡Nada!

-¡Os creo incapaz de un crimen!...

-¿Y por qué me lo decís? -preguntó el marino asombrado.

-Porque el atentar a vuestra vida sería.

-¡Vamos mi Roberto! -dijo el marino, como si recién hubiera concebido la indicación de Henderson-, ¿queréis dejaros de absurdos? Yo tengo religión, señor mío; y no soy capaz ni de pensar en eso ¡eh! -agregó con desprecio.

-Así lo he creído siempre.

-¿Y porqué me lo decís entonces?

-Porque estáis tan extraño, que no atino...

-Bueno, ¿me haréis el servicio que os he pedido? Aquí está el papel.

  —390→  

Henderson tomó y guardó el papel, prometiéndole hacer lo que se le pedía.

Habían llegado en esto a una distancia de la costa, en que ya necesitaban toda su vigilancia y esmero para encontrar el fondeadero. Llenos de cautela y de silencio, echaron un bote, en el que fue Oxenhan a la orilla; y unos minutos después, volvió trayendo a un indio, puesto allí de vigía para esperarlos por el cacique Cimarrón. El indio les participó que se había sentido en aquel día bastante alarma y movimiento en las poblaciones de Panamá, Nombre de Dios y Venta de Cruz; pero que aún no habían explorado aquellas costas, ni descubierto el lugar en que se escondía El Drake.

Con esta nueva, Henderson y Oxenhan pusieron en movimiento toda la tripulación. Ya habían ajustado de antemano en varios sacos las riquezas movibles que habían sacado de los galeones apresados; y haciéndolas cargar por unos cuantos marineros, armaron y municionaron bien el resto de ellos, y bajaron a tierra barrenando el buquecillo. Puestos en orden y decididos, acomodaron a María y a Juana en una silla de manos que habían preparado a bordo al efecto, y emprendieron la travesía   —391→   del Istmo, contando con llegar a la otra orilla a la madrugada del día siguiente.

En efecto, caminaron con la mayor felicidad, y serían como las cinco de la mañana, cuando avistaron como a una cuadra de distancia los palos del Drake meciéndose en una abra bañada por el mar, y rodeada de bosque.

Por más grande que hubiese sido la disciplina con que los piratas estaban habituados a portarse, no pudieron reprimir un grito de júbilo al ver colmadas sus esperanzas.

No se habían aun apagado los últimos ecos de ese grito, cuando un bote manejado por los cuatro marineros que habían quedado al cuidado del Drake, se desprendió veloz hacia tierra, haciendo flotar el pabellón inglés. Pero al mismo tiempo, una detonación violenta atronó e iluminó repentinamente el bosque: cientos de balas silbaron por encima de las cabezas de los aventureros; y el grito de ¡viva España! resonando como el bramido de cien fieras, vino a dejar helado y sorprendido el corazón de los más valientes de los ingleses.

-¡El enemigo!, ¡el enemigo! -exclamaron sobrecogidos, y haciéndose un pelotón informe.

-¡Sí, bravos ingleses!, ¡es el enemigo! -gritó Henderson   —392→   exaltado-, ¡y vamos a darle otro escarmiento! -agregó saltando hacia adelante, y dando voces de orden y de obediencia.

Por fortuna de los aventureros se pudieron reponer del primer estupor, y cuando los españoles se presentaron diciendo, ¡A ellos!, ¡a ellos! -fueron contenidos por una vigorosa descarga, que los obligó a su vez a reconcentrarse, a reconocerse, y sistemar mejor su ataque.

Henderson entonces, lleno de animación y de valentía, había logrado inspirar su coraje a su gente: la alegría y la confianza habían renacido en los semblantes; y formado ya en un vigoroso cuadro, que él y Oxenhan dirigían, se pusieron en retirada hacia la orilla, llevando en el centro, la silla de manos y las cargas de riquezas.

Las descargas por una y otra parte, y los gritos de guerra se repetían con un vigor extraordinario; seis marinos corrieron hacia la orilla, mandados por sus jefes, y echándose al mar fueron nadando hasta el buquecillo: con la presteza del rayo dirigiendo hacia el bosque la culebrina giratoria con que estaba armado, y lanzaron una horrible granizada de metrallas, que causó mucho espanto, y mucho daño también entre los asaltantes.

Bien lo necesitaban los ingleses, porque ya su retirada   —393→   era penosa; los más audaces de entre sus enemigos tocaban ya con sus filas.

Al favor de este auxilio pudo Henderson llegar hasta la orilla: defendiendo su posesión como un tigre: hizo saltar seis marineros con Suttonhall al bote, y con trabajos infinitos logró poner dentro de él la silla que llevaba la prenda de su alma. Se desprendía ya el bote para partir, y él se quedaba premeditando lanzarse a nado con algunos compañeros después que hubiese embarcado el mayor número posible, cuando en medio del alboroto y de los horribles silbidos de las balas, se sintió desfallecer y calló como un escombro en tierra.

Miró Oxenhan aterrado hacia un árbol cercano de donde creyó haber visto partir la detonación que había derribado a su joven jefe, y percibió entre sus ramas a un fraile que bajaba con satisfacción la boca de su arcabuz. La rabia del marino fue atroz, levantó su arma bien cargada para bajar al matador de su amigo; pero éste, que apercibió con rapidez su intención en medio de la confusión general, se dejó caer a plomo desde la altura y evitó así una muerte segura.

Oxenhan, rápido y animado más que nunca con el dolor de la pérdida que había hecho su partido, se arrojó   —394→   sobre el cuerpo de Henderson, lo alzó en sus robustas espaldas, gritó a Suttonhall que se detuviese un breve momento, se metió al mar, arrojó su querida carga dentro del bote, o instó y azuzó a Suttonhall para que partiese al instante: parte éste en efecto; y Oxenhan se vuelve como un perro lleno de ira y de orgullo a defender el resto de sus marinos. Cuando entró de nuevo entre ellos, los encontró audaces todavía. El señor Lentini les servía de jefe con una calma y un valor a toda prueba: haciendo un fuego incesante con su arcabuz, cuando algún enemigo se acercaba demasiado se lanzaban con Oxenhan, espada en mano, y lo acuchillaban.

-Tenemos tiempo aun de salvarnos, Oxenhan: -le dijo el boticario con una frialdad ejemplar- si nos mantenemos así hasta que vuelva el bote, somos... veinte.

-¡Y ellos trescientos por lo menos!

El momento era crítico: los españoles se habían reorganizado en una fuerte columna, y habían resuelto dar el último golpe. Arremetieron con un empuje irresistible, destrozaron y dividieron el grupo que formaban los ingleses; y éstos, reducidos ya al extremo, se defendían parcialmente los unos, mientras los otros se arrojaban   —395→   al mar para ganar a nado el buque si escapaban a las balas del enemigo, apoderado ya de la orilla.

Oxenhan y el señor Lentini se defendieron con una constancia admirable; pero rodeados y golpeados de todos lados, heridos, exánimes casi, cayeron al fin en tierra, y quedaron con muchos otros en manos de los Españoles.

Suttonhall que ya venía trayendo en su bote un refuerzo, pudo ver el triste fin que había tenido la lucha; hizo algunos tiros con su culebrina; pero vio bien claro que si no se apuraba a zarpar, tardaría muy poco en caer bajo el tremendo poder de los que habían despertado de su letargo.

Cuando los españoles cubrieron, por decirlo así, el campo de batalla, el padre Romea desesperado, se revolcaba por el suelo y maldecía la falta de energía y de rapidez del jefe de la fuerza.

-¡Se escapan! -exclamaba-, ¡se escapan!, ¡pronto un parte para Porto Bello, que dé la noticia, para que salgan buques a perseguirlos! ¡Ah! -gritaba-, ¡si no hubiese sido por mí, hasta con vida se hubiera salvado el bandido! ¡Pero se la llevan!, ¡se la llevan! -repetía con la exaltación del despecho; y frenético como un demente   —396→   gritaba y maldecía al ver caer sobre sus vergas las velas del Drake, y empezar el buquecillo a correr como un delfín sobre las aguas del mar.



  —397→  

ArribaAbajoConclusión

Muchos años después de estos terribles sucesos surgió una grande alarma en Europa al ver aquel formidable armamento que Felipe II hacia contra la Inglaterra, que ha quedado consignado en la historia, con el nombre de la Invencible Armada. Movidos de un noble espíritu de patriotismo, los mercaderes de Londres levantaron a su propia costa una escuadra de veintiséis naves, que pusieron a las órdenes de Drake, el más popular y célebre de los almirantes, que la Inglaterra tenía a la sazón.34 Con esta escuadra, Drake asaltó el puerto de Cádiz y destruyó parte de las provisiones y preparativos que allí se hacían para la Armada: apresó la célebre carraca   —398→   San Felipe con el cargamento de fabulosas riquezas que traía de las Indias Orientales; y cuando las tormentas, o la mano de Dios, dispersó la Invencible, Drake enviaba a los puertos de Inglaterra día a día sorprendentes noticias de hazañas y de victorias parciales, que habían convertido su nombre en boca del pueblo inglés en el mito de la fortuna y del patriotismo.

Era en esta época de excitación y de entusiasmo, cuando tenía lugar una escena doméstica que vamos a describir. En una de esas bellas casas de campo, que los Ingleses llaman countri-mansión, y a las que solo ellos saben dar ese aire de grandeza, ese brillo del orden, ese aspecto risueño, rico y tranquilo a la vez, que une de un modo peculiar lo más exquisito del arte con lo más vivo de la naturaleza, se levantaba un hermoso caserío, rodeado de rejas, de alamedas, más allá de las rejas, y de prados más allá de las alamedas; todo respiraba allí el orden, la riqueza y la cultura.

En un hermoso salón de este caserío, adornado de bellos muebles de jacarandá, de cuadros italianos y de otras preciosidades del lujo, se sentaban alrededor de una mesa alumbrada por una espléndida lámpara de plata dos señoras de la primera aristocracia al parecer, elegantemente   —399→   vestidas, y se ocupaban como en círculo de familia de algunas ligeras labores de manos. Bordaba junto a ellas mezclándose jovialmente en la franca y fácil conversación que tenían, una bellísima niña de dieciocho años a lo más, que por ser un retrato perfecto de una de las dos señoras revelaba bien ser su hija. Esta señora parecía tener de treinta y cinco a cuarenta años se conservaba hermosa; y si bien una cierta languidez que había en su semblante lo quitaba brillo y lozanía, le daba en recompensa un aire más grave, más melancólico, más distinguido que a su compañera, que aparecía más vivaz, pero más ligera, más pronta, pero menos profunda y reflexiva. En la joven era en quien estaban realzados todos los méritos de la madre, porque en ella estaban reunidas las bellas prendas de ésta al vigor y a la lozanía de la edad.

Alrededor de la mesa y repartidos por el salón andaban algunos otros niños de diferentes edades jugueteando bulliciosamente unos con otros; y se distinguía entre ellos un precioso muchacho de siete años, atolondrado e inquieto, robusto y anarquista, que a cada momento se atraía las reprensiones de su mamá, (la más distinguida de ambas) ya porque hacía llorar a un hermanito   —400→   menor, ya porque volteaba una silla, ya, en fin, por algún otro exceso de este género. Cansado de no inventar cosa que no le obligasen a dejar, dio una carrera hasta el otro extremo del salón y se enorquetó, como si saltase a un caballo en las rodillas de un caballero que sentado cómodamente en un sillón leía atentamente separado de las damas, algunos papeles. Era este caballero un bello hombre de cuarenta y dos a cuarenta y cinco años de edad.

-¡Hijo, por Dios! -dijo sujetando al muchacho para que no se cayese.

-¡Papá!, ¿cómo te quitaron este brazo? -le dijo el niño con gentileza sacudiéndole una de las mangas del vestido que el caballero tenía vacía y prendida al pecho.

-¡Ya te lo he dicho mil veces, Roberto!, ¡no seas majadero!

-No importa: ¡yo quiero que me lo digas otra vez!

-¡Vete a jugar, hijo!

-Si no me dejan jugar. ¿No ves que mamá se enoja conmigo por todo?

-¡Pero si eres tan travieso, hijito! -le dijo el caballero dándole un beso en la frente.

  —401→  

-¡Vaya, pues, papá!, ¡cuéntame cómo te quitaron este brazo!

-Pero, hijito, ya no te he dicho cien veces que fue por salvar a tu mamá, y a Mistres Drake.

-¿Y de qué las querías salvar? ¿De unos hombres que las querían quemar?

-Y si sabes, ¿para qué me lo preguntas?

-Para conversar con vos; ¿no ves que no me dejan jugar? ¿Y vos, papá, peleaste mucho con el otro brazo?

-¡No, hijo! -le respondió distraído con la lectura que el niño le interrumpía.

-No pudiste pelear porque te pegaron este otro balazo aquí en la frente, ¿no es verdad?, y te quedaste como muerto ¿no es verdad?

-Sí, hijo -respondía siempre distraído el padre.

-Que si no es eso, vos los hubierais corrido a todos, ¿no es verdad?

-Quién sabe, hijo.

-Vos sois guapo ¿no papá?

-Quién sabe.

-Sir Francis Drake me ha dicho que sois muy guapo.

El padre continuó su lectura sin responderle.

-Oidme, papá, ¿y cómo te escapaste?

  —402→  

-¿Ya no te he dicho que me salvó Suttonhall?

-¡Es verdad!, y por eso no te enojas con él cuando se emborra...

-¡Cállate, atrevido! -le dijo el padre con prontitud.

Y el muchacho guardó silencio; pero lo hizo sin dar signo ninguno de miedo, y como cambiando su movediza atención a algún otro objeto.

-Papá, y los que hicieron todo eso, (preguntó bajando la voz) fueron los compatriotas de mamá, ¿no es verdad?

-¡Vete de aquí niño! -le dijo el padre contrariado; y el muchacho sin hacer mucho caudal del disgusto del padre, vino a revolcarse por el suelo y a intrigar de nuevo a sus hermanitos.

Abriose en este momento la puerta, y entró un sirviente perfectamente vestido trayendo en una bandeja de plata algunas cartas recién llegadas, que presentó al caballero. Apenas las tomó éste, dijo con satisfacción ¡cartas de Sir Francis! lo que no bien oyeron las señoras y la niña; cuando incorporándose, al momento vinieron a rodearlo llenas de interés y de curiosidad.

Milord Henderson, pues ya el lector habrá comprendido que él es quien está en acción aquí, abrió rápidamente   —403→   la carta: y ya iba a empezar a leer, cuando reparando en el criado que permanecía de pie, le mandó retirarse. Éste le dijo entonces que aquellas cartas habían sido traídas por un gentilhombre extranjero que permanecía esperando en el salón de la entrada.

-¡Bien! -dijo Henderson-, decidle que tenga la bondad de esperar a que me informe del contenido de las cartas antes de recibirlo; y que después estaré a sus órdenes, con lo que el criado se retiró.

Henderson entonces comenzó a leer: «No podéis figuraros, mi querido amigo, el pesar que he tenido de haberos dado la delicada comisión que os ha separado de mi escuadra; precisamente cuando la fortuna nos iba a proporcionar uno de los más bellos hechos de nuestra vida. Os conozco demasiado para no decirme yo mismo todos los reproches que vos me vais a hacer, por haber sido causa de que no hayáis participado de este hecho. Pero ¿qué queréis, Milord? Yo no podía encargar sino a vos cosa tan delicada como la que llevasteis; y solo vos podíais tratarla con tan buen éxito como el que habéis obtenido; porque la Reina es difícil, a veces, con sus mejores servidores, y hace más caudal de un favorito, que de un guerrero probado...   —404→   Pero ¿a dónde voy yo por este camino?... Consolaos, pues, mi querido Henderson, con haber hecho a la marina el vital servicio que os encomendé, y con la seguridad de que vuestros otros hechos sobran para vuestra gloria. La fortuna de que os hablo, es el apresamiento del famoso navío de don Pedro de Valdez, en el que venían cincuenta oficiales de los más distinguidos de España, por la nobleza de sus casas y por sus méritos personales.35 Entre ellos venía uno que he querido presentaros, para que lo obsequiéis como si fuese un hermano mío, y le transmitáis igual recomendación a Mistres Drake. Os vais a sorprender: es un hijo de Lima.

»-¡De Lima! -exclamaron las dos señoras llenas de emoción.

»Es un hijo de Lima -continuó leyendo Henderson conmovido también- y goza de un crédito cabal entre todos sus compañeros por su bravura, por sus bellas prendas, y por sus extensos conocimientos: es un criollo pur-sang, por su vivacidad, por su franqueza, por su desparpajo, y un cierto pulido de formas y de alma,   —405→   que no encuentro yo en el español puro, bien está que soy parte interesada, pues tengo una costilla criolla.

»En cuanto a los detalles del hecho glorioso, que os participo, no tengo tiempo de ponéroslos y sería esto inútil también, pues los veréis necesariamente en los despachos que envío al gobierno.

»Disculpadme con Mistres Drake: me falta tiempo material para escribirle en estos primeros momentos.

»Supongo que cuando hayáis llegado a este renglón de mi carta, sabréis ya que el caballero que os recomiendo tanto es digno bajo todos respectos de ser, como es, el cercano pariente de vuestra señora, el señor don Manuel Argensola y Manrique.»

-¡Manuel! -exclamó llena de júbilo Mistres Henderson.

-¡Don Manuelito! -exclamó Mistres Drake.

Y ambas seguidas de Henderson, se lanzaron hacia el lugar de la casa, en que el querido huésped estaba esperando que le recibieran. Pero Mistres Drake, entrando en reflexión, se detuvo en la pieza siguiente, y volviéndose al salón, dejó correr a los demás hacia el recién venido.

Don Manuel fue recibido como un hermano por aquella familia. Después de haber abrazado una y cien veces   —406→   a su prima y a todas las interesantes criaturas que lo rodeaban aturdidas, volvió entre ellos al salón. Pero antes de llegar mirando en derredor suyo, dijo:

-No veo aquí a Mistres Drake; y el Almirante me había dicho que aquí la encontraría.

-En efecto -dijo doña María-, se ha quedado en el salón: ahora la verás.

-Me dijo el Almirante que era Limeña también: ¿de qué familia es?

-¡Cómo!... Me preguntó asombrada doña María, ¿pues qué ignoras que es... yo creí que lo sabías...? -agregó medio cortada.

-¡Es Juana!

-¿Juana? -preguntó asombrado don Manue-. ¿Juana tú?

-¡Calla, por Dios! No podemos decirte más por ahora sino que es digna de todo punto de la alta suerte que le ha cabido.

-¡Ya lo sabrá usted todo! -le dijo Henderson con un tono caballeroso y de intimidad-. Me parece que usted debe presentársele, como si su posición le fuese bien conocida desde antes, y la tuviese por sancionada.

-Por cierto, que así lo haré, Milord -le contestó don Manuel-, con una gracia fácil y urbana.

  —407→  

Y entrando entonces al salón se dirigió hacia Juana abriéndole los brazos y diciéndole: «-Juanita; ¡cuánto gusto tengo en ver a usted tan feliz y tan altamente colocada! Créame usted que me felicito de ello con el más íntimo placer.» Ella le dio las gracias; y un momento después, gracias a la urbanidad de don Manuel, Mistres Drake había vuelto a su tono natural y salido de la difícil posición en que se había creído al principio.

Sentados todos alegremente alrededor de la mesa y agrupados los niños alrededor de su madre y de su padre, con la candorosa curiosidad pintada en sus semblantes, comenzó el ir y venir de las preguntas.

-¿Tardaste mucho, María, en saber la muerte de mi tío?

-Hace diez años que la supe -dijo con una suave tristeza la señora.

-Os voy a preguntar, señor Argensola -dijo Henderson-, una cosa que conjeturo, pero que no puedo dejar de preguntaros.

-¡Lo que gustéis, Milord!

-¿Y Juan Oxenhan?

-Juan Oxenhan, como sabéis, construyó un buquecillo al sur del Istmo; si no me engaño, le acompañasteis   —408→   en esa empresa -dijo don Manuel sonriéndose- al volverse fue hecho prisionero; y llevado a Lima, fue ejecutado.36

-¿Qué suplicio le dieron? -preguntó Henderson sofocando apenas su dolor.

-¡Uno atroz, Milord!

-¿Cuál?, ¡tened la bondad de instruirme!

-Fue despedazado entre cuatro caballos.

-¡Qué bárbaros! -dijo Henderson con rencor.

-¡Qué horror! -exclamaron consternadas las señoras.

-Ya sabéis, Milord -dijo don Manuel con moderación-, que la ley es cruel para con los piratas.

-Tenían el derecho de matarlo, no digo que no; pero no tenían el de ser atroces.

-¡Era un pirata! -repuso con una firmeza moderada el oficial español.

-¡Perdonad, señor! -le dijo Henderson-. Todos los que aquí veis, debemos tanto a la memoria de Oxenhan, que sería una impiedad el que no tomásemos siempre su defensa.

  —409→  

-Entonces, ¿es a mí a quien me toca callar? -dijo don Manuel con una perfecta urbanidad.

-¿Y el padre Andrés, señor? -preguntó Mrs. Drake.

-Nada se ha sabido de él después del terremoto: se supone que quedó sepultado bajo las ruinas de la inquisición. En esto al menos, no hubo quien no viese la justicia del cielo.

-¿Y Mercedes? -preguntó doña María.

-Mercedes había sido encarcelada en la Inquisición, la noche misma del terremoto, y allí pereció.

-¡Cuántas catástrofes! -exclamó conmovida la señora.

-El señor Lentini fue ejecutado, por supuesto -dijo Henderson.

-Sí, señor; y con el mismo suplicio de Oxenhan.

-Papá -dijo el niño muy despacio-, ¿este señor fue también de los que te cortaron el brazo?

-¡Calla, niño!

-¡No, mi hijito! -dijo don Manuel atrayendo al niño a sus faldas-, yo no he hecho daño alguno a tu papá jamás. Pues como os iba a decir la prisión de don Juan Bautista, tuvo un grande eco por una circunstancia rara.

-¿Cuál? -dijeron todos.

-La de habérsele encontrado atados a su cuerpo unos   —410→   papeles de grande importancia, que descubrieron cosas extraordinarias del padre Andrés, que no pueden referirse delante de señoras.

Siguieron conversando de otras cosas, hasta que haciéndose tarde, las señoras se retiraron, quedando solos los dos caballeros.

-Tened la bondad de decirme, Milord, ¿cómo es que Juana ha venido a ser la señora del Almirante Drake? -preguntó don Manuel a Lord Henderson.

-Como sabéis, éste es un país esencialmente aristócrata. Mr. Drake es de una familia oscura: debe su gloria y su grandeza a sus hechos: es el ídolo del pueblo, pero la aristocracia no lo acoge, y no habría podido hallar en su seno una mujer de rango con quien casarse, yo lo lamento, porque es una injusticia. ¿Pero qué queréis? ¡Así es el país!

-¡Ya!

-Yo entiendo que Mr. Drake ha tenido grandes disgustos a este respecto, pero ni la Reina misma, que lo protege con todo su favor, ha podido darle nobleza. En esta situación conoció a Juana: era bellísima, como sabéis, y como lo es todavía; Juan Oxenhan le había escrito una carta, (que me confió a mí como un testamento   —411→   para que se la entregase) en la que le pedía que fuese el padre de Juana, si no podía ser otra cosa, que la recibiese como una hija que él le legaba. Con estos antecedentes se fue formando cariño, amor, y al fin, celebrándolo todos, se casaron. Hoy Mr. Drake y Mrs. Drake figuran como una digna pareja, y empiezan a ser aceptados, hasta por la más alta nobleza del reino.

-Pues, Milord: os vais a asombrar, cuando os diga, que por parte de su madre, al menos, Juana es tan noble como el primer noble de Europa.

-¿Qué decís?

-Sí, señor; eso quedó completamente revelado, en los papeles que se le encontraron a don Bautista, según os he dicho: Juana es hija de la primer familia en nobleza del imperio de los Huincas.

-¿Y esos papeles dónde están?

-En el archivo general de Lima.

-¡Oh! Pues se lo escribiré al Almirante: tiene débil por la nobleza,37 y va a tener un grande júbilo. ¿Y podéis decirme, quién fue su padre?

-¡Oh!, ¡eso es ya otra cosa! Su padre fue un malvado: ¡era el padre Andrés!

  —412→  

Y don Manuel refirió aquí a Henderson, aquella antigua historia de Mamapanki y de Sinchiloya, que conocen nuestros lectores.

-Decidme, señor Argensola, qué paradero ha tenido un señor Romea que...

-Sí, el padre Romea: se jactaba de haberos muerto; y por lo menos, él fue quien os hirió.

-Puede ser.

-Pues bien: este padre Romea venía en la Invencible, como grande Inquisidor de Inglaterra, es decir, a establecer su institución en este reino: venía a bordo del mismo buque en que yo.

-¿Del buque del señor Valdez?

-Sí, señor.

-¿Y qué se ha hecho?

-Milord, cuando el padre Romea oyó que habíamos sido apresados por sir Francis Drake, se apoderó tal terror de él, que se arrojó al mar. Fue imposible socorrerlo en el primer momento, y cuando se acudió para ello, se lo había tragado ya el abismo.

Henderson se quedó reflexivo por un momento: «-Veo -dijo- que el Almirante os ha dejado libre, señor Argensola.»

  —413→  

-Completamente libre, Milord; no me ha impuesto más condición, sino la que he cumplido, la de haceros esta breve visita.

-¿Breve, decís?, ¿y por qué?

-Porque soy casado en España, Milord, con una mujer que adoro, y tengo seis preciosos niños, que a la fecha estarán derramando todos amargas lágrimas por mí: quiero volar para consolarlos, y mañana mismo parto para allá.

-¡Ah!, ¡pues tenéis razón, señor! No os ruego más, sino que no partáis antes de que María y toda la familia pueda abrazaros.

-¡Contad con eso, Milord! -le dijo don Manuel, y ambos se retiraron a dormir, porque ya era muy tarde de la noche.

Al otro día, después de las despedidas y tiernos abrazos de regla, don Manuel de Argensola marchaba montado en un buen caballo, y siguiendo al guía de que lord Henderson le había provisto, cuando se halló detenido en una de las alamedas por donde salía de la propiedad, por un indio o mulato, que no sólo presentaba todos los rasgos de un peruano, sino que trajo a la memoria del caballero a algún individuo muy conocido suyo, cuyo   —414→   nombre no podía en aquel momento recordar. Éste venía deprisa, parecía ya entrado en la vejez, y corriendo hacia el caballo del caballero, lo detuvo gritándole con júbilo: «¡Don Manuelito!, ¡don Manuelito!, ¿que usted no me conoce? ¡Soy Mateo!, ¡soy Mateo!»

-¡Mateo! -dijo el caballero al instante-. ¡Es verdad! -agregó, y saltando del caballo, estrechó entre sus brazos al antiguo amigo por un largo rato-. ¿Y cómo es que todavía no te había visto, Mateo? -le preguntó con las mayores muestras de ternura.

-¡Es que vivo lejos, señor! Allá en unas tierras que me tiene cedidas Milord, con su generosidad de costumbre.

-¿Te hallas, Mateo, aquí?

-¡No, señor! -dijo Mateo con una profunda melancolía-, ¡qué no daría yo, por poder vivir con Milord, con la señora, y con los niños, en una tierra donde se hablase español, como el que estoy hablando con su señoría! -dijo Mateo levantando sus ojos al cielo.

-Pues mira, Mateo, yo también tengo una señora y unos niños que son unos ángeles y vivo en España, ¿quieres venirte conmigo?

-¡Señor!, ¡ojalá!

  —415→  

-¡Pues vente, Mateo! -le dijo don Manuel estrechándole las manos.

-Sería preciso que me esperarais un día... a lo menos -dijo el cholo cavilando.

-Te esperaré cuantos quieras, amigo mío, por llevarte.

Mateo parecía en una grande indecisión, pronto de un momento a otro a resolverse.

-¿Hay Inquisición en España? -le preguntó a don Manuel.

-¡Más fuerte que en ninguna otra parte! -le respondió éste con abatimiento y con vergüenza.

-¡Ah!, ¡pues entonces no, amito! Prefiero quedarme entre estos bozales!... -Y dando el abrazo de despedida a su antiguo patrón, se dio vuelta para sus tierras con sus ojos bañados de lágrimas; mientras el otro montaba a caballo enternecido, hasta lo íntimo también, y seguía su camino hacia el puerto en que debía embarcarse para España.





  —416→  

ArribaApéndice



A prima de la noche muy oscura,
la ruina sucedió con temblor crudo;
no está ni puede estar casa segura,
ni el hombre defenderse con escudo,
si Dios, que es propio guarda, no procura
guardarnos; pues aquesto solo pudo
dejar de aquesta suerte castigada
a Lima con su gente amedrentada.

Cayéronse las casas más lustrosas,
los templos y las más ricas capillas,
que allí muestra las manos poderosas,
y hace, muy mayores maravillas.
El alto donde hay fuerzas belicosas,
en freno quebrantando las mejillas
de aquellos que procuran alejarse
de su divino bien, y no acercarse.
—417→

A Lucifer soberbio y jactancioso
que a la mañana fresca relucía,
al infierno en tinieblas temeroso,
condenado en perpetuo Dios le envía.
Aquel rico avariento codicioso,
allá desea gustar del agua fría
el poderoso rey fue convertido
en bestia, y heno y yerbas ha pacido.

A la bendita Virgen soberana,
espejo de humildad y de pureza
la vemos por la fe, como mañana,
y aura, coronada de belleza.
A Lázaro se dio de buena gana
el premio de su pobre y vil pobreza,
al manso Rey David dio Dios el cielo,
que manso fue, aunque Rey en este suelo.

Al fin, pues, el temblor que voy contando
las casas desbarata más fornidas,
echando por el suelo y derrocando
las torres muy hermosas y lucidas;
a las calles se salen suspirando
las damas, de temor amortecidas
quedaban, que era lástima mirarlas,
y más que no hay quien pueda consolarlas.

Quedó de este temblor tan arruinada,
y tan perdida Lima, que ponía
espanto nuevo en verla mal parada,
que piedra sobre piedra no tenía.
—418→
hallábase en la calle sin posada
quien bella casa antes poseía,
y todos, como dicen, a la luna
quedaron en la prueba de fortuna.

Cual hizo habitación con una estera,
el otro con un toldo pone tienda,
y con una tristeza lastimera,
recoge lo que puede de su hacienda;
a todos parecía la hora postrera.
Madeja muy revuelta era sin cuerda,
y el cabo no se halla aunque se busca,
que todos andan hechos chacorrusca.

El Visorey se va con los Oidores
a San Francisco, y hacen el Audiencia
en toldos, que aposentos los mejores
tuvieron muy menor la resistencia.
Dejémoslos aquí, frailes menores,
metidos en clausura y obediencia,
que Candish andaba agora muy envuelto
en el Estrecho y sur, y el diablo suelto.


(Barco de Centenera -La Argentina- Canto XXV al fin.)