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La obra de Ochoa en la historia de las ciencias médicas

Pedro Laín Entralgo





El 26 de septiembre el Colegio de Médicos de Madrid, y por iniciativa de su presidente, señor García Miranda, ofreció un homenaje al profesor Severo Ochoa, Premio Nobel de Medicina, con ocasión de su setenta aniversario. En dicho acto intervinieron los doctores Vega Díaz, García Rodeja, Hernando, García Comas, Grande Covián, Grisolía, Oró, Sois y Laín Entralgo.

Como homenaje al profesor Ochoa, Arbor se complace en recoger las palabras que en dicho acto pronunció el académico don Pedro Laín Entralgo.





Algo nos une a todos cuantos aquí hemos hablado: nuestra común voluntad de exaltar y agradecer la obra científica de Severo Ochoa. Algo, por añadidura, nos singulariza a cada uno: el ángulo desde el cual hacemos esa exaltación y proclamamos este agradecimiento. ¿Habré de decir que el mío, el individual y estamentalmente mío, procede de mi condición de docente de Historia de la Medicina en la Facultad donde Severo Ochoa recibió su formación? «La obra de Severo Ochoa en la historia de las ciencias médicas»: tal debe ser, tal es, mi tema propio. Basta un segundo de reflexión, sin embargo, para advertir que el sentido de este epígrafe puede tener dos principales términos de referencia: la historia universal y la historia española de las ciencias a que ahora, dando al adjetivo su más dilatada significación, acabo de llamar «médicas». Siquiera sea de la más concisa y apretada manera, a los dos aspectos de mi tema quiero dedicar alguna atención.

Vista con suficiente perspectiva la egregia tarea bioquímica de Ochoa desde que se inició en el laboratorio de Fisiología de la Residencia de Estudiantes, hace casi medio siglo, hasta este año de su homenaje jubilar, ¿cuál es su más profundo sentido histórico? Dos respuestas, estrechamente conexas entre sí, saltan en la mente del considerador atento. La primera posee carácter principalmente descriptivo, y, en sustancia, dice así: el sentido histórico de la obra científica de Ochoa, como el de la obra de casi todos los grandes bioquímicos coetáneos suyos, es el correspondiente a la ciencia por él cultivada, la bioquímica, a partir del hito que en Alemania señalan los nombres de Warburg, Meyerhof y Embden, y en el Reino Unido los de Hill y Peters. La segunda debe adoptar forma temática y conceptual, y puede ser expresada como sigue: el sentido histórico de la obra científica de Ochoa consiste en haber contribuido de manera eminente -al lado de Astbury, Delbrück, Beadle, Krebs, los Cori, Watson y Crick, Kornberg y tantos más- a la espléndida tarea de convertir la bioquímica clásica en biología molecular.

A estas horas de la tarde debo ser telegráfico. Llamo «bioquímica clásica» a la que con distintos nombres -Chimie des étres organisés, de Dumas; Zoochemie, de Liebig; Physiologische Chemie, de Hoppe-Seyler; Bioquímica, Biochemie o Biochemistry de los años ulteriores- se constituye desde Liebig y Dumas, en la primera mitad del siglo XIX, hasta las cinco eximias figuras que poco antes nombré. Todo un curso sería necesario para exponer la obra ingente que durante ese casi centenario, heroico período de la historia de la ciencia, han edificado los bioquímicos europeos y americanos. Pero si del orden de los hechos nos decidimos a pasar al orden de los principios rectores, tal obra puede verse como el resultado de una sucesiva pugna dialéctica entre dos actitudes intelectuales: la cada vez más fuerte de quienes han tratado de entender la función biológica desde la estructura de la materia orgánica (frente a su maestro Joh. Müller, Th. Schwann fue el iniciador de la última etapa de esta pretensión) y la más débil y oscilante de quienes se han propuesto entender la estructura de la materia orgánica desde la función biológica (Liebig, Dumas, Joh. Müller, los neovitalistas del siglo XX y, en cierto modo, el propio Cl. Bernard). Dos concepciones filosóficas de la realidad viviente, la mecanicista y la vitalista, se han actualizado en esas dos líneas del pensamiento biológico y Bioquímico. Pues bien: superando por vez primera la secular pugna dialéctica entre ambas, la biología molecular de los últimos cuarenta años ha venido a plantear las cosas en los siguientes términos: la estructura biofísica y bioquímica de la materia orgánica -doble hélice de Watson y Crick, modelo de membrana de Davson y Danieli, modelo mitocondrial de Spirin y Gavrílova, código genético, etc.- y la función biológica que a cada estructura corresponde, se hallan entre sí en relación biunívoca, y la misión del biólogo molecular consiste en establecer científicamente, de manera cada vez más fina y precisa, la figura espacial y el proceso dinámico de esa relación. Contemplad en detalle la obra de Ochoa, principalmente desde que pasa de la fotosíntesis al ácido ribonucleico y al código genético, y decidme si no es ésta, precisamente ésta, su secreta almendra teorética. Una interrogación se impone, en consecuencia. En el total dominio de la ciencia del cosmos, ¿qué son entonces una «estructura orgánica» y una «función biológica»? La filosofía de la Naturaleza -una nueva filosofía de la Naturaleza- debe tomar ahora la palabra. Otro gran español, el filósofo Xavier Zubiri, algo tendría que decir a tal respecto.

Mi intervención en este acto no sería completa, ya lo advertí, si yo no examinase, también a matacaballo, la relación entre la obra de Severo Ochoa y la historia -desigual siempre, penosa tantas veces- del saber científico de los españoles. Entre los muros de esta casa y en los laboratorios de la Junta para Ampliación de Estudios de la Colina de los Chopos se inició la personal contribución de Ochoa a esa historia. La prosiguió más tarde, como pensionado de la Junta, en Alemania y en Inglaterra. Y sobre el trasfondo terrible de nuestra guerra civil continuó esa hazaña y alcanzó luego su culminación en la segunda patria de nuestro compatriota: los Estados Unidos. A través del gran país norteamericano se vinculan con la historia universal de la ciencia los grandes descubrimientos de Ochoa; desconocer esto sería vivir entre espejismos. Pero, con todo, ¿no es cierto que algo tienen que ver con la pobre ciencia española -no sólo con los corazones ibéricos- la obra bioquímica de Ochoa y su alentadora presencia en este homenaje? Me atrevo a pensar que sí, que esa relación existe y que posee dos aspectos complementarios: uno de carácter histórico-científico y otro de orden histórico-social.

El primero mira hacia el pretérito y tiene su centro en el nombre de Cajal. Como es bien sabido, Cajal hizo ante todo biomorfología microscópica y Ochoa ha terminado haciendo biología molecular. ¿Dos eslabones de la investigación biológica sin solución de continuidad entre uno y otro? No. Porque Cajal se esforzó desde bien temprano -no sería difícil demostrarlo- por hacer biofuncional su biomorfología, y porque con los recursos a su alcance y sus técnicas propias ese camino siguieron o están siguiendo el malogrado Achúcarro, más tarde Fernando de Castro y hoy mismo Facundo Valverde, tres continuadores directos de don Santiago. Quienes como nietos o bisnietos de Cajal estudian hoy la biología molecular de la sinapsis, ¿acaso no son, pese a las enormes lagunas de nuestra ciencia, hermanos históricos de Severo Ochoa?

El segundo de los dos aspectos mencionados posee, como dije, carácter histórico-social, y mira más bien hacia el presente y el futuro de España. Lo cual nos obliga a ser por igual sinceros, inconformes, sutiles y ambiciosos.

Seamos sinceros y, por tanto, inconformes. Dijo una vez Ortega que el primer deber de los españoles bien nacidos cuando entre sí se encuentran es avivar la amargura de sus almas. «Es cuestión de honradez -tales son sus palabras- que siempre que se pongan en contacto unos cuantos españoles comiencen por aguzarse mutuamente la amargura». Españoles bien nacidos, españoles honrados pretendemos ser todos nosotros. Cumplamos, pues, la consigna orteguiana y agucémonos mutuamente nuestra amargura proclamando, una vez más, que no estamos y no podemos estar conformes con la ciencia que se hace en España. Salvemos cuantas excepciones se quiera y aplaudámoslas con entusiasmo. No seré yo el último. Pero si en verdad queremos ser objetivos y honestos ciudadanos de Europa, el balance final será, tendrá que ser, la inconformidad.

A la vez que inconformes, sepamos ser sensibles. Y para serlo ahora preguntémonos: «¿De quién es la ciencia que un hombre hace?». Por supuesto, de él mismo. Mas también -porque por esencia toda obra humana tiene un destinatario, un «para quién»- de aquel o de aquello a quien su autor ha querido dedicarla. He aquí a Severo Ochoa, con su obra de sabio en sus manos de hombre. ¿A quién querrá dedicarla? A la Humanidad entera, a su mujer, a su segunda patria, a todos cuantos en ésta le hayan ayudado a que dicha obra fuese posible. Nada más obvio. Pero su aceptación de este homenaje, su emocionada presencia en él, sus ya añejas lecciones en la Sociedad de Estudios y Publicaciones, ¿no nos están diciendo que también España y los españoles tienen su parte en esa dedicación? Así lo pienso, y ello me anima a ser ambicioso, además de haber sido sincero, inconforme y sensible.

Ambicioso y osado, porque mi ambición consiste ahora -nada menos- en adivinar una fracción esencial del sentido de la dedicación a que por tercera vez me refiero. Al término de ella habrá muchas cosas: padres, recuerdos de infancia, paisajes en que se juntan el mar azul y la montaña verde, amigos de juventud, maestros y compañeros, españolas puestas de sol («magnificadoras del que las contempla», llamaba don Miguel de Unamuno a las de Madrid), piedras de Toledo, Salamanca y Santiago... Pero en ese cuadro se hallan también, estoy seguro, todos los jóvenes de España que, haciendo ciencia, quieren moverse hacia el futuro. Y puesto ante ellos, Severo Ochoa les dirá: «Mirad, amigos. No sólo porque hace vibrar las cuerdas españolas de mi alma he aceptado este gran homenaje; también para pedir con vehemencia a todos, a la sociedad, al Estado, que desde ahora mismo os ayude a realizar lo mejor de vuestra ambición: ser aquí mismo, cada uno a su modo, verdaderos hombres de ciencia».

Con tu obra pasada, Severo, me has permitido explicar mi disciplina pronunciando tu nombre de español entre tantos y tantos que no son españoles. Como docente de Historia de la Medicina, gracias. Con tu obra futura sé que ayudarás cuanto puedas a que nuestros jóvenes de hoy y de mañana hagan toda la ciencia que corresponde a un país europeo de treinta y cinco millones de habitantes. Como antecesor de los que en el siglo XXI expliquen Historia de la Medicina y como español a secas otra vez te digo: Severo, gracias, muchas gracias.





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