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La omisión de la horticultura en las «Geórgicas». ¿Planificación política o sentimental?

Sebastián Mariner Bigorra





Por descontado que, a primera vista, esta omisión y su(s) posible(s) causa(s) no son sino uno de tantos problemas planteados acerca del contenido seleccionado por Virgilio para su obra y de la distribución, a lo largo de ésta, de las materias que lo constituyen. En aras de la imparcialidad -no fuera a parecer que los abulto o los disimulo-, enumeraré a base de una opinión ajena, traduciendo la enumeración que de ellos figura en una de las últimas ediciones de las Geórgicas, la de Miguel Dolç en la «Fundació Bernat Metge»1:

«El plan de las cuatro secciones no procede tampoco de Hesíodo ni de Catón ni de Varrón. Por otra parte, no era algo que se impusiera por sí mismo. Ni Columela ni Paladio lo han mantenido, puesto que excluyen diversas partes de la actividad agrícola. Ni tampoco del cuadro cronológico de la civilización humana, que fue, según los comentaristas de la obra de Virgilio, primero pastoril, después rural y finalmente guerrera.

Ha pensado alguien que Virgilio, en conformidad con su educación alejandrina, quiso verter en su obra el molde alejandrino, siguiendo el ejemplo de Calímaco o de Apolonio de Rodas, quienes, en sus respectivos poemas, los Aitia y los Argonáutica, habían adoptado la división en cuatro cantos. Pero, en fin de cuentas, esta cuestión del número no importa mucho. Quedaría siempre por explicar la distribución entre los libros primero y cuarto; el desdén de que ha sido víctima el olivo en el libro II; la omisión de la avicultura y del huerto, aparte de no pocas lagunas, como son el cultivo de las praderas o la caza.»



Desde luego, el propio Virgilio había anunciado ya (II 42, cf. luego) que no se podía ocupar de todo. Tampoco yo me voy a ocupar de todas estas omisiones, sino únicamente de una de ellas, la de la horticultura. Esta selección viene motivada por razones, hasta cierto punto, extrínsecas: la posibilidad de trabajar dicha omisión sin el peso de una bibliografía abrumadora. En efecto, el propio Dolç, en otra obra, ahora acogida en su volumen misceláneo Retorno a la Roma clásica2, hace notar la inmensidad de la bibliografía virgiliana. Traduce Dolç de Ernout: «Compadezcan ustedes al candidato al doctorado que tenga la impertinente idea de escoger las Bucólicas como tema de tesis. Deberá vivir muchas generaciones antes de haber reunido la bibliografía de su tema. Y cuando haya leído todo lo que se ha publicado, me temo que haya perdido la cabeza». Y añade Dolç: «Lo mismo aproximadamente cabría repetir refiriéndonos al poema virgiliano del campo, en particular si tocamos algunos de sus pasajes o argumentos determinados». Creo, pues, poder presumir aquí de que esta omisión del cultivo de las hortalizas es de la que menos se ha ocupado la crítica. Dolç no le dedica ni media línea3. Y, por otro lado, es algo de que se puede exonerar a los críticos. Pues, probablemente, quien les ha convencido es el propio Virgilio, que en el verso 116 del libro IV de las Geórgicas, escribe aquel célebre párrafo: atque equidem extremo ni iam sub fine laborum... Esto es, Virgilio ha dicho que, si no trata de la horticultura, es porque no tiene tiempo, porque está terminando su obra. Incluso al final del «excursus» que dedica (nótese bien) dentro del tratado sobre la apicultura, que es lo fundamental del libro IV, a aquel anciano de Tarento, que, junto con las plantas melíferas, cultivaba también, por entretenerse, esas rosas que daban dos cosechas al año, etc., termina con unos versos no menos célebres (147-145): Verum haec ipse equidem spatiis exclusus iniquis / praetereo, atque aliis post me memoranda relinquo.

Da la impresión de que se han dado por convencidos: que no hubo tratado del huerto porque Virgilio no tiene espacio, no tiene tiempo. Y quizás haya podido contribuir a que se den por convencidos el hecho de que Virgilio parece haber convencido realmente a Columela, que ha escrito un De cultu hortorum, es decir, un tratado de horticultura en verso, el cual -constituyendo el Libro X de su obra prosaica en el resto- rememora varias veces estas declaraciones de Virgilio, imitando a varios de sus versos ya desde el comienzo. Que incluso lo dice, hasta cierto punto, en el prólogo; y que lo dice después en el epílogo.

Para no ir más allá, basta con recordar que este atque aliis post me memoranda relinquo es francamente el verso quinto del poema de Columela, que dice: Vergilius nobis post se memoranda reliquit. Y ¿por qué? En el verso segundo, Columela ha imitado aquel 147 de que hablé antes: atque ea quae quondam spatiis exclusus iniquis cum caneret, etc., Vergilius nobis post se memoranda reliquit.

Convenció a Columela, bien; convenció a muchos otros, posible4. Sin embargo, ¿convence? Lo dice en el verso 116. Le faltan por tanto todavía 450 versos para terminar este canto cuarto, es decir, apenas se acaba de empezar, y ya entonces se habla de extremo... iam sub fine laborum. Un poco sospechoso empieza a resultar esto. Claro que el libro está ocupado de la apicultura casi todo él. Pero ¿quién le prohibía escribir más de 566 versos? Ya puestos en esta línea, se estará pensando: Y ¿quién le prohibía escribir más de cuatro libros? ¿Y dedicar efectivamente el libro que luego escribió Columela a la horticultura? La declaración de «no quiero abarcarlo todo en mis versos», que está en el canto II, verso 42, en uno de los inmediatos a una mención de Mecenas, está más bien en un plan de declaración de humildad y de que no puede pretender lo que normalmente un poeta épico pretendería, es decir, dar todo el argumento.

Ahora bien, los versos que siguen a este II 42 de las Geórgicas le dicen a Mecenas que lo hará a base de no añadir, de no trabajar como carmine ficto, como a base de lo que Dolç traduce «ficciones poéticas». Y entonces la cosa se ha ido ya enredando bastante, porque de estos 450 versos que todavía se permitió escribir Virgilio, cuando ya declaró que no iba a tratar de la horticultura, 250 se dedican a un carmen fictum, al episodio de Aristeo: Virgilio hace aquí nuevamente alarde de poeta, no sólo ya doctus, sino doctissimus. No es un puro explicar cómo se tiene que cuidar la abeja y cómo se tiene que cuidar el panal.

Claro que todavía se dirá: Bien; pero, en rigor, esta larga digresión de tipo mitológico alcanza algo íntimamente relacionado con el cuidado de las abejas y del panal, y de la obtención de la miel, a saber: ¿qué es lo que se puede hacer cuando las abejas empiezan alarmantemente a disminuir en número, lo que se suele llamar, en términos de apicultura, «morirse un enjambre»? Y de resultas de ello, ¿cómo se puede explicar, a base del aprovechamiento de un buey muerto, dar nuevamente vida y pujanza al panal? Y en el explicarlo mitológicamente (es decir, es una mitología, en este caso, etiológica) el episodio de Aristeo es la causa de que la humanidad conozca la manera de recobrar la vitalidad para los enjambres de abejas.

Pero, aun así, de estos 250 versos que se dedican a Aristeo, 50 están destinados a algo que, si tenía prisa, si no le quedaba espacio, si le faltaba tiempo, podía haberse quedado en la punta del estilo: el maravilloso episodio de Orfeo y Eurídice. Claro que también, si uno se empeña, puede decir que Orfeo y Eurídice están bien cosidos con la fábula de Aristeo, porque la razón de la muerte de los enjambres era el rapto de Prosérpina, y con ésta se relaciona la muerte de Eurídice. Pero esto ya, más que coser, es sencillamente prender con alfileres, o, a lo sumo, hilvanar. A Virgilio le ha dado seguramente un enorme placer narrar la fábula de Orfeo y Eurídice, como no lo ha hecho nadie; desde luego, a gran distancia, por encima de Ovidio, entre los poetas latinos de la Antigüedad.

No parece, pues, que sea fácil convencer del extremo sub fine laborum, ni tampoco de la exclusio spatiis iniquis. Pero es que, aun pensando que pudo haber por parte de Virgilio un compromiso de entregar su obra en un momento determinado, o de no darle una extensión excesiva que hubiese producido el temido me/gaébibli/on me/ga kako/n, un tratado de agricultura tan largo, que se cayera a los pies: aun así, habría que preguntar a Virgilio las razones de su elección, es decir, ¿por qué precisamente cereales, vid, olivo, ganadería y abejas, sí y, en cambio, lo ya enumerado por Dolç, los huertos, la caza, las praderas, no? Preguntarse por el motivo de esta elección, aun aceptando en directo la explicación que Virgilio da, sería algo perfectamente lícito. Incluso, en el caso de la horticultura, de interés peculiar, dado que, a diferencia de las demás, esta omisión ha sido señalada, y aun excusada, por el propio poeta.

Varias son las contestaciones que cabría excogitar para el interrogante. Algunas de las posibles, sin embargo, se revelan pronto como muy poco sólidas. Así, apenas nada valdría sospechar que acaso le faltaron fuentes, pues bien claro está que no hubo tal falta para Columela, según ha hecho notar el más reciente editor y traductor del versificado libro X, el doctor M. Fernández-Galiano5, en el lugar correspondiente de su Introducción.

Análogamente, parece ocurrir con otra posible respuesta, que hiciera gravitar la omisión de la horticultura en el carácter menos poetizable de la materia, frente al de las que sí fueron tratadas. Indudablemente, a quien sugiriese esta contestación le tocaría el peso de la prueba. De nuevo el indicado libro X de Columela es una demostración de que, con mucho menos vena poética, las maravillas varias y detalladas de los huertos eran versificables. Para poder creer que Virgilio era capaz de ello y mucho más, diría que casi basta ese leve esbozo de lo que fue el huerto del apicultor. No olvidemos que aquí hay mucha carga intencional de Tarento, del anciano descendiente de Phoikos. En efecto, ¡de qué manera tan personal, tan sugestiva, tan viva, sabe hablar Virgilio de estos humildes productos de la huella! Las endibias se ufanan -«gauderent»- «potis riuis», después de haber sorbido el agua de las acequias; el cohombro se engorda en medio del césped. No hay que decir con respecto a cómo las rosas, el narciso, los mirtos (que describe de una manera que recuerda lo que hacía ya en las Bucólicas) aparecen también como protagonistas del pequeño esbozo.

Difícilmente, pues -creo que sería una ofensa para Virgilio-, se pudiera pensar que era incapaz de tratar la materia de la horticultura de una manera poética. En esto tengo a mi compañero Dolç de valedor. Él ha escrito con todas sus letras esta frase en el prólogo que indiqué: «Virgilio, que, poéticamente, era capaz de todo, de conseguirlo todo». No lo dice con referencia a los huertos. Soy yo, en este caso, quien lo aplica. Lo habría conseguido: ha dado muestras de dominio de la lengua, de capacidad de introducción de los términos hortícolas en el hexámetro con la consiguiente adaptación de sus dificultades métricas, etc.

Si, pues, las motivaciones negativas pensables no parecen adecuadas, se presenta automáticamente la posibilidad de tentar si la omisión se debió a una intención positiva: Virgilio no se habría visto precisado a prescindir de la didáctica hortícola; sencillamente, lo habría procurado intencionada mente. A la hora de razonar esta intencionalidad, cabe pasar por alto aquí uno de los grandes problemas en torno a las Geórgicas: si fueron o no un poema de encargo; cuestión batallona entre una postura que cabe ya llamar tradicional -interpretar al pie de la letra como motivadores del tratado los haud mollia iussa que Virgilio atribuye a Mecenas-, y otra que rechaza poco menos que con horror que, por parte del poeta, pudiera aceptarse tal compromiso, a menos que le saliera del alma el intento de llevarlo a cabo sin encargo; sin que falte, últimamente, la postura integradora que, en conciliadora síntesis, admite la superación de la antítesis como paradoja fundamental del poema: «Las Geórgicas, a la vez, trabajo de amor y cumplimiento de unos haud mollia iussa»6.

En la primera tesitura, Virgilio secundaría con su poema la política augústea estimulante a un retorno a la vida más campesina que campestre: la Saturnia tellus no mantenía ya a sus moradores; habían de ser alimentados mediante importaciones costosas. No porque hubiese quedado exhausta, sino porque su feracidad de parens frugum se empleaba a la sazón, más que en producción, en recreo -según se verá luego, al tratar de Varrón-. Conocida la política augústea de restauración de la Italia agrícola, las Geórgicas serían fruto del apremio de Mecenas, brazo imperial en lo literario, en servirse del arte virgiliano para secundar la consigna octaviana, y su contenido vendría determinado por la planificación prevista en esta política agraria. Y no quedaría sino explicar cómo podía formar parte de una tal planificación una preferente atención a los cultivos mayoritarios, más capaces intrínsecamente que los detallados de la huerta de arrancar al romano hacia la reconquista del aprovechamiento de su suelo feraz.

Pero tal facilidad corre hoy el riesgo de parecer suspecta, pues no cabe ignorar que esta explicación tradicional, sobre cuya validez no necesito pronunciarme, está hoy día combatida por una interpretación que no admite que el más grande de los poemas de la latinidad pueda haber sido un poema de encargo, un poema cuyo autor se ha sentido forzado a escribirlo porque así correspondía a la protección que tanto el príncipe como su mandatario le dispensaban.

Una buena parte del artículo de Dolç a que me he remitido7, que precisamente se titula «Política agraria y poesía en Virgilio», está destinada a la refutación de esta posibilidad y a salvar la idea de que a Virgilio le apeteció muchísimo escribir las Geórgicas. Para el alma campesina hecha poeta, los mollia iussa eran más bien los apremios, a ver cuándo escribía ese libro que decía que quería escribir.

Ha cambiado mucho la fórmula. Pero lo que no ha cambiado para nuestro cometido es el sentido de una fórmula con respecto a otra; puesto que en la segunda también habría, de parte de Virgilio, una intención. Y es fácil demostrarlo: sencillamente con evocar aquellos versos tantas veces escuchados. Sí, muy dichosos los filósofos: Felix qui potuit rerum cognoscere causas. Pero también: Fortunatus et ille deos qui novit agrestes, que viene casi a continuación8. Para el alma de Virgilio había, antonomásticamente, dos tipos de felicidad: la del erudito, del sabio, etc., que era el rerum cognoscere causas, y la otra felicidad, la que podía procurarse cada uno de los hombres con sólo la decisión personal: quedarse viviendo todavía la vida del campo: O fortunatos nimium, sua si bona norint agricolas9. Por si quedase alguna duda con respecto a la primera expresión, recuérdese también esta otra para darse cuenta de la importancia que tiene este reconocimiento por parte del valedor de la segunda hipótesis, a quien me estaba refiriendo. En la p. 23 del indicado prólogo, Dolç ha escrito: «Virgilio, por su parte, afronta, como Varrón, el acentuarse un capitalismo que había llevado a Roma a una verdadera crisis agrícola, manifestada en el descenso de la producción de los cereales panificables, de las viñas y del olivo. La crianza del ganado se había desarrollado, es cierto, pero de una manera insuficiente, dejando yermas muchísimas tierras». Y ahora, nótese: la frase es casi lapidaria, de tan sentenciosa: «De esta crisis nacieron las Geórgicas de Virgilio». Es decir: este hombre que sabrá escribir otra día el sunt lacrimae rerum, efectivamente sentía la angustia de los campos yermos, de la granja insuficiente, del descenso de la producción. Pero yo sólo he traducido: no he añadido ni quitado: «cereales, aceite y vino». Ni una sola mención de las hortalizas. Y esto por parte de un autor que, como decía al comienzo, no dedica una sola línea especial a la omisión de la horticultura.

Tanta ha sido la facilidad de convencimiento de las palabras virgilianas: incluso en el supuesto de que es dueño de su tiempo, de que no escribe a plazo fijo por imposición imperial, también puede darse sobre Virgilio aquella dinámica «impuesta por el tiempo propio», que le obligue a prescindir de la didáctica hortícola. He aquí comprobado, pues, cómo no hace falta una toma de posición entre la tesitura que puede llamar tradicional y su opuesta (y la ecléctica entre ambas que también vimos). En ambos casos, Virgilio aparece tapando la boca a quien cuestionara la planificación (ajena o propia) de su tratado agrario, con una declaración ocasional, sobre la marcha. En ambos casos, quien no se dé por convencido con ella corre con el compromiso de indagar cuál pudo ser la verdadera.

Una segunda situación de no tomar partido asépticamente ocurre a propósito de otra cuestión de las más debatidas en tomo al libro IV de las Geórgicas: si el epilio de Aristeo, con el pasaje de Eurídice -que, en conjunto, lo ocupan en una mitad-, son el sucedáneo de no «primer final» que, en la redacción originaria, venía constituido por un elogio-dedicatoria por parte de Virgilio a su entrañable amigo Cornelio Galo, caído luego en desgracia de Augusto durante su prefectura en Egipto. La envergadura de la discusión -que rebasa con mucho sus posibilidades- aconseja ponderarla incluso cediendo la palabra a uno de los máximos conocedores de Virgilio en nuestros tiempos, Büchner10: «La reelaboración del cuarto libro de las Geórgicas, atestiguada por Servio, pero en testimonios (Serv. Georg. IV 1 y Ecl. X 1) que se contradicen, es todavía objeto de discusión. Norden [Orpheus und Eurydike, Sitzb. Berlin 1934, XXII] la niega fundándose en la estrecha y bien presentada conexión del epilio de Aristeo. Pero con razón hace valer Alfred Klotz [Die Umarbeitung ven Vergils Georgica, Würzb. Jbb. 2, 1947, 140-1471 que no se podría declarar nulo sin más el testimonio -evidentemente derivado de fuentes más antiguas- a base de una comparación con la incredibilidad de los gramáticos griegos y latinos cuya conexión directa con el poeta puede demostrarse con seguridad».

«Su tratamiento del problema de la contradicción de los testimonios se evidencia que la indicación de la extensión que ocuparon las laudes Galli no ha sido transmitida. Desajustes se encuentran en IV 530 ss. (Cirene sabe entonces de una vez el medio), 530 (la elipsis -como se ha observado- es inhabitual). En 294 se alude, con motivo de Bugonia, a Egipto, cosa que no ocurre en absoluto en los demás lugares en que se espera. El elogio de Galo -que, naturalmente, no era muy extenso- no se continúa en 294, sino como 'fenómeno paralelo' al final del mito de Aristeo (una segunda edición de las Geórgicas en Gelio IV 20). Ello contradice sin duda hasta el meollo de ambos testimonios antiguos, en los que ambas veces se trata no de omisión, sino de cambio y sustitución. Tampoco es claramente evidente cómo pueden las dificultades expuestas -que, por lo demás, también según Klotz, se pueden explicar o solventar fácilmente- estar en conexión con la omisión de un final de libro».



«Debe ya darse por comprobado que -a excepción de la ya inútil alusión a Egipto de 294- en la conclusión todo está en orden y que la historia de Aristeo es un epilio helenístico ajustadamente encajado. Consideraciones generales, como las ofrecía Norden, no ayudan. El caso es, de todos modos, singular. Singular es, ante todo, la conclusión de un poema didáctico mediante un epilio, aunque su función, la atenuación hacia lo fabuloso y mítico, puede justificarse. En los lugares desesperados no considero excesivamente osado llamar incluso explícitamente la atención sobre un hecho que todavía no ha sido observado.»



Esta inseguridad es la que aconseja no intentar sacar partido de la postura afirmativa, por más interesante que pudiera ser para rebatir la fiabilidad de la excusa virgiliana. Quien siga creyendo que, realmente, la digresión sobre Aristeo y el episodio de Orfeo y Eurídice, en el libro IV de las Geórgicas, están ahora, porque antes contenía un encendido canto de amistad a Cornelio Galo, el amigo casi fraterno de Virgilio -a quien va dedicada una de las Bucólicas, la X, de las más sentidas, por cierto-, caído en desgracia de Augusto por su mala administración de Egipto, ¿cómo puede admitir que no tiene tiempo, no tiene ya espacio para escribir de los huertos una persona que, de golpe, ha de quitar 400 versos o más, casi la totalidad del canto IV? Era entonces la ocasión de decir: «Puesto que no puedo continuar haciendo acabar mi libro con este encendido elogio de Galo, que me va a producir las no menos encendidas iras de Augusto..., pongo lo que antes no tuve tiempo, no tuve espacio para poner.»

No insisto. No creo que valga la pena aprovechar este argumento. Sería muy importante. Pero, puesto que no es un argumento apodíctico, me permito prescindir de él. Propongo, pues, el reconocimiento de una intención, bien sea sugerida por Augusto, bien sea personal de Virgilio, de no hacer propaganda de la horticultura. Claro, ahora soy yo el que debe la explicación. Porque, que no haya querido hacerlo tiene, de momento, las mismas pocas posibilidades de convencer que las de que le faltaba el tiempo o el espacio.

Vamos, pues, ahora a una parte positiva; a una interrogación sobre si es posible encontrar los motivos para esta afirmación. No convenía, ni en la mente de Augusto, si era Augusto el inspirador, ni podía salir del alma de Virgilio, si Virgilio nos daba aquí el poema de su vida, una incitación para un mayor cultivo de la horticultura en su época. Naturalmente, los argumentos aquí pasan, de inmediato, del terreno literario al terreno sociológico. Y desde tres puntos de vista, creo poder proponer, al menos, la oportunidad de que no se hiciese propaganda del cultivo hortícola en la Roma de la época. Estos tres puntos, distintos, pero que influyen en la misma manera, son: de parte del cultivador, de parte del consumidor y de parte de los mismos productos en sí.

El cultivador. Me va bien, a este propósito, que la teoría agraria de las Geórgicas vaya dirigida a lo que hoy llamaríamos «el trabajador autónomo». Mérito del artículo de Dolç es haber puesto en claro, de una manera muy sencilla, la gran diferencia entre los tres grandes tratados de agricultura: Catón, Varrón, Virgilio. A saber:

Catón es el tecnificante. El De Agricultura de Catón responde a un momento en que se pasa del cultivo del labrador autónomo a las grandes extensiones en las que el cultivador ya no es fundamentalmente el propietario, sino el vilicus, el colono. Y entonces, diríamos, se trata de la «mejor posibilidad de explotación»: el campo se mira con criterios terriblemente económicos. Quizás muy pocas cosas han contribuido tanto a dar una imagen desagradable de Catón como estas afirmaciones, terriblemente económicas, del De Agricultura: «Al esclavo viejo, ¡largarlo! Te va a comer más de lo que trabaja, ¡fuera!»11. Dolç ha llamado, prácticamente, «actividades de lenocinio» a las recomendaciones de Catón sobre la vida amorosa de los trabajadores del campo. Y creo que no ha exagerado. Desde este punto de vista, pues, cuando se dice cuál es la dimensión óptima del olivar que puede cuidar una familia entera, y las tareas que podían haber realizado los esclavos durante los días en que el mal tiempo impidió el trabajo al aire libre, en vez de estar holgando, o se le discute al capataz que las labores estén todavía inacabadas, por enfermedad de las labradoras, a base de observar que, de haber sido así no habrían corrido tanto, se está en la tecnificación de la agricultura, casi en su deshumanización.

La agricultura en las Res rusticae de Varrón es otra cosa. Ya están los latifundios. Ya el número de propietarios de Italia es escaso: se cuentan sólo por miles. ¡Cuán grandes deben de ser las posesiones de cada uno de estos quince mil o algo así!

El tratado de Varrón es el tratado para este latifundismo. No se trata puramente ya de explotar, como en tiempos de Catón, sino que se trata de aprovechar. Y para un hombre como es Varrón ya no sólo es provecho el puro rendimiento económico, sino también el gozar de las praderas. Recuérdese aquella pajarera de la finca de Varrón. La manera de poner los estanques, la piscicultura. Todo esto se hace ya importante. Frente a esto, es decir, a lo uno y a lo otro, «el poeta, Virgilio, nos traslada así a una concepción de la economía agrícola completamente primitiva; anterior a la de Varrón, y hasta a la del mismo Catón. La tierra es fértil, y lo puede dar todo, si se la trabaja: mieses, vino, aceite, ganado». (No suprimo; esta vez, ni siquiera traduzco; lo único mencionado son: mieses, vino, aceite, ganado).

«El célebre elogio de la vida campestre evoca la actividad modesta, pero completa, de una explotación donde se surca la tierra con el arado; donde se recogen frutas, aceitunas y uvas; donde se crían bueyes, cerdos, vacas, cabras y corderos; donde la finca soluciona la subsistencia de toda la familia. No es el cuadro una brillante obra maestra, pero es un honesto programa. A fuerza de citarlo, ya sólo se ven los rasgos eternos. Hay que situarlo en su época. ¡Qué lección aquella 'Gloria de los campos divinos' para los ricos personajes de Roma, que habían traído de Oriente, del África, de la cultura helénica, el gusto por las villae fastuosas y la aversión a la sementera! He aquí cómo Virgilio ataca la acentuación de un capitalismo que había llevado a Roma a una verdadera crisis agrícola»12.



Y digamos que, repitiéndose, vuelve la frase sentenciosa: «De esta segunda crisis nacieron las Geórgicas». Dirigidas, por tanto, al trabajador autónomo, a este que tiene que cuidar de que se haga todo; de hacerlo él las más de las veces. Entonces la horticultura es «muy entretenida» en ambos sentidos del término: no sólo requiere muchísimo tiempo, muchísimas horas; ahí no vale el arado -la única máquina que tenían los romanos-, ni siquiera casi la azada: el azadón, el rastrillo; cosa delicada, tarea artesana. Y hay que trazar las acequias, los cuadros: actividad geométrica...

Pero no es éste su más grave peligro. Es el otro matiz de «entretenida»: es terriblemente divertida. Para quien tenga auténtica alma campesina, para Virgilio, era clarísimo que esta producción que permite a veces en el leve espacio de unos meses (dos, tres, cinco) pasar de la semilla casi diminuta al arbusto sobre el cual «hasta los pájaros vinieron e hicieron nido y se posaron en sus ramas», es la maravilla de la fecunda tellus.

Ha de pasar generalmente una generación para que un olivo plantado -no sembrado, plantado- dé unos frutos. Los lectores del De Senectute lo saben bien: Serit arbores quae alteri saeculo prosint: está plantando árboles cuyos frutos él ya no va a recoger. En cambio, lo que se siembra -en horticultura, el plantel- será, a los pocos meses, lo que se puede llamar ya una planta adulta. Este entretenimiento es una succión.

Es muy difícil que se dedique a la arboricultura (no ya digamos al cultivo de los cereales, y mucho menos al de la viña) el hombre que, disponiendo de suficiente agua de riego, se puede dedicar a la horticultura. De parte, pues, del cultivador, grave peligro. Si le hacía propaganda, otra vez, la viña, y el olivo, y los cereales iban a quedar. Hay varias explicaciones objetivas.

Hasta en Columela, X, verso 423 y ss., ¿cómo se acaba el cultivo del huerto? Pues de una manera que, si no fuese por lo bien que me va a mí ahora, diría que vergonzosa. Ya no se habla más del huerto, desde el momento en que se presenta Baco, y «tenemos que seguirte, Padre». Claro. Es que, si se dedican al huerto, ya no van a vendimiar. Así se acaba la horticultura de Columela. Es algo que parece completamente natural, por otro lado.

Apenas hace falta agregar la comprobación de este peligro de «entretenimiento» que representa la tendencia poco menos que universal (si bien en gran parte del «menos» medie, precisamente, la sociología romana) a especializar en el trabajo hortícola justamente la mano de obra que, de antemano, se supone menos adecuada para los trabajos de mucha fuerza: la mujer. (Mucho menos los niños, por lo ya indicado de la habilidad cuasi artesana que requiere la labor hortícola, y que difícilmente se pueda suponer en quien no ha hecho todavía larga práctica.) No creo que haga falta un recorrido por las distintas vegas modernas para comprobarlo experimentalmente. Ahora bien, en Roma -la antigua y la augústea- una serie de condicionamientos sociológicos destinaban prioritariamente a la mujer -incluso a la «rústica»- a otros menesteres muy importantes: domum seruauit, lanam fecit, gratísimos tanto a la política de Augusto como al ideal virgiliano. No era de esperar, por tanto, y de hecho no ocurrió, que Virgilio se decidiera a animar al desarrollo hortícola como promoción del trabajo de la mujer fuera de su hogar: no era precisamente éste el remedio pensable para que los agricultores autónomos, si se entusiasmaban con la huerta, pudieran no desatender mieses, viñas y olivares, a base de hacerse suplir.

El consumidor. Alma entrañablemente campesina, Virgilio ha plasmado en la maravilla de menos de un verso de las Geórgicas13 la más sentida aspiración del labrador autónomo: la autarquía en todos aquellos elementos que clima y cielo le permiten procurarse personalmente: dapibus mensas onerabat inemptis. Varios sentimientos se entrecruzan en ese gozo de no tener que comprar; la confianza mayor en unos productos cuyo proceso de elaboración y de conservación puede vigilar y cuidar por sí mismo, y la seguridad de pagar por ellos un precio justo, al quedar excluida la ganancia del mercader14.

Como autoconsumidor, pues, de sus productos, tampoco el agricultor romano era sujeto apto para ser aconsejado en sentido de que se dedicara a la huerta, no ya intensamente, pero ni siquiera en un grado que, por pequeño que fuera, pudiera distraerle del laboreo de los que sí eran productos básicos de su alimentación.

Pues casi no hace falta evocar ahora la radical diferencia que, en este punto, media entre el campesino romano y, todavía, el del Mediterráneo actual; diferencia mayor aún entre la de éste y el romano de la ciudad15. El actual típico plato fuerte a base de productos hortícolas, que exigen de la huerta -o, en casos privilegiados, secano- actual todavía cantidades masivas, no se daba en la Antigüedad, volcada a los cereales y la carne. Baste recordar que dos de estos principales productos, patatas y judías, son de conocimiento posterior al descubrimiento de América16. Y, por más que los vv. 127-139 del propio libro X de Columela mencionen lugares numerosos acreditados por el cultivo de la col, es evidente que ni éste ni las demás verduras habían adquirido entre los romanos el lugar señero que les ha acabado confiriendo la dietética científica moderna. Más bien, a juzgar por las alusiones de los satiristas17, eran tenidos o como aderezos -a veces, suntuosos, si eran de calidad exquisita-, o como sucedáneos de otros, pensados como auténticamente nutritivos, en mesa de pobre o de tacaño, si eran de calidad vulgar. Cierto que los papeles indicados de la patata y de las alubias actuales podían respectivamente correr a cargo del nabo y de los garbanzos y habas, que eran bien conocidos; pero ni por asomo con la importancia de la actualidad: la auténtica comida con que llenaba el estómago quien no podía hacerlo con otra cosa no eran los garbanzos y otras legumbres, sino el pulmentum, que, junto con el pan, hacía del romano antiguo un cerealista básico. Eran, pues, desde el punto de vista del consumidor, otros los cultivos a propagandizar18 19.





 
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